La palabra "Cultura" (con mayúsculas), como cultivo interior de la persona, tiene una larga tradición que arranca de Cicerón. Entendido el cultivo del espíritu como emancipación y crecimiento personal tiene algo, si no todo, de secularización racionalista e ilustrada de la gracia cristiana (fe, esperanza y caridad).
Pero la cultura secular en su lucha contra la superstición, el dogmatismo y la ignorancia, se opuso justamente y contrastó con el culto religioso y los rituales vacíos, mas luego la cultura (con minúsculas) como concepto antropológico vino a significar una memoria social diversa y un elenco inmenso de herramientas aptas para la adaptación y la ampliación de las aptitudes naturales de los humanos, y entre esas herramientas ocupan un lugar genuino y muy resistente: mitos, religiones, ideologías, rituales, creencias trascendentes, fantásticas creencias, y todos los proyetos y sueños de los hombres.
En Die Formen des Wissens und die Bildung, Max Scheler hace un encomio de la ciencia occidental, expresando más bien un desiderátum, un ideal: la gran antorcha encendida por la ciencia pitagórica de la naturaleza se convirtió en nuestro solar europeo en una inmensa llama que ha acabado iluminando al mundo entero... Si Scheler pensó esta expresión como una metáfora, el control de la energía eléctrica y su uso civil la ha convertido en una realidad. Ningún romanticismo, ni cristianismo, ni hinduismo, ni orientalismo, ni nacionalismo, ningún irracionalismo la debería apagar.
Sin embargo, también debemos reconocer que esta llama no ilumina por sí misma el núcleo de nuestra alma, ni la energía eléctrica aporta por sí misma demasiado a esa luz cuyo ardor silencioso tiembla en el sagrario íntimo de la persona espiritual, alentando en cada hombre, ni calla a ese demonio socrático que nos obliga a examinarnos a nosotros mismos y a buscar la excelencia moral.
Aun en la hipótesis de una realización perfecta de la ciencia positiva, el humano podría sufrir absolutamente vacío como ser espiritual, incluso caer en un estado de barbarie más destructivo que los que atribuimos irreflexivamente a los llamados pueblos llamados bárbaros o "primitivos".
La tecnología y los saberes prácticos, útiles para la realización de los fines propios del ser viviente deben también servir al desarrollo de lo que hay de más profundo en el hombre: su persona.
Escribe Scheler:
«La idea "humanista" de la cultura -aquélla de la que Goethe fue en Alemania la más alta encarnación- debe subordinarse a la idea de un saber de salvación y servirlo como a su fin supremo. Porque todo saber en definitiva tiene por objeto y por fin la Divinidad.»
Entiéndase por
Divinidad lo que se quiera, mientras no mande matar, maltratar, robar o
mentir(se). El Soberano Bien es en la tradición humanista e ilustrada un ideal humano, demasiado humano, de justicia, unidad, verdad y belleza.
Todo el saber
científico y tecnológico, valioso en sí mismo, separado y divorciado del saber
sacro y culto, de los ideales humanizadores y humanistas, puede constituir, en efecto, la muerte para la
persona humana o su desesperación; y podría volverse -y se volvió de hecho poco
después de que Scheler (1874-1928) escribiera ese texto- el instrumento más eficaz de una nueva e inédita barbarie con el desastre de la guerra
mundial y los grandes genocidios perpetrados por el nihilismo del XX, precisamente por las naciones más avanzadas tecnológicamente.