“ils sont charnels, tous deux, l’amour et la mort”La montaña mágica. « Sopa de eternidad »
Hacia 1976 leí La montaña
mágica (Der Zauberberg, 1924) de
Thomas Mann, en una traducción de Mario Verdaguer que editó Plaza y Janés en su
popular colección Reno. Formaba parte de la biblioteca de mi padre, al que seguramente
debo parte de mi afición a la lectura. La novela me absorbió tanto como
aquellos Cuentos lapones que nos leía
mi madre de chicos, tanto que mandé encuadernar sus dos volúmenes en tela azul
añil, el color de los ojos del hada de Pinocho. Este verano, incitado por el
artículo de Marisa Siguán “Hans Castorp: hechizado por el tiempo”, he retomado la
lectura de sus capítulos centrales. Ahora, la traducción me ha parecido
imperfecta; su prosa, algo retórica y reiterativa; su motivo romántico, un
tanto cursi. Los gustos cambian y el tiempo hace de testigo insobornable.
Pista de patinaje del sanatorio de Davos |
Sin duda sigue siendo una obra maestra, un ejemplo admirable
de lo que a su autor le gustaba considerar como una “novela de formación” o “iniciática”,
un Bildungroman. El protagonista,
Hans Castorp, viaja a los Alpes suizos para visitar a su primo tuberculoso.
Planea una visita de tres semanas, pero se quedará en el Berghof siete años. ¿Qué es lo que le hipnotiza y retiene en el
sanatorio de Davos?
Según Marisa Siguán[1], tres ámbitos temáticos
marcan sus experiencias: La abolición del tiempo convencional que miden los
relojes; el contacto trascendental con la enfermedad, el amor y la muerte; y
los grandes debates intelectuales de la cultura europea de las dos primeras
décadas del siglo XX. Aquí insistiremos en los dos primeros temas.
Hans Castorp es un joven ingeniero de Hamburgo que está a
punto de iniciar su vida profesional, pero que es distraído de ella por esta
especie de viaje al Hades, hacia los abismos de Eros y Tánatos, paradójicamente
elevado como un nido de águila sobre el paisaje alpino.
Al margen de su argumento romántico, la obra de Mann puede
también ser considerada una excelente novela filosófica, en la que la
reflexión sobre el tiempo y sobre el cuerpo ocupan un lugar central. Importa
sobre todo el tiempo subjetivo que nos parece largo o breve, que se alarga y se
contrae según el tono de nuestra experiencia. El tiempo es el misterio. Por
causa de la enfermedad, por ejemplo, una larga serie de días pasados en la
cama, transcurren como un solo día que se repite sin cesar, pero como es
siempre el mismo, se puede hablar, más que de repetición, de identidad, de
presente inmóvil, de eternidad.
La enfermedad es así una fuente de revelación de las
verdaderas entrañas del tiempo. Una intensa conciencia de la vida supone un
intenso sentido del tiempo, como cuando viajamos entre sorpresas y novedades;
la falta de sentido del tiempo redunda en una pérdida de la conciencia de la
propia existencia: una inclinación a la decadencia, la enfermedad y la muerte.
El hechizo, la magia del sanatorio de montaña, estarían en la fascinación y la
atracción “tanática” que ejercen sobre nosotros el anonadamiento y la muerte.
Pero la enfermedad no sólo nos conecta con la muerte, sino
también con el erotismo. La enfermedad es esa grieta que muestra de golpe,
trágicamente, la seriedad de la existencia. Nos pone esa cara con la que
preguntamos al médico por el estado de un padre después de una grave operación.
La enfermedad es algo complejo y contradictorio, ambivalente espiritual y
moralmente. Hans Castorp, supuestamente sano cuando visita a su primo enfermo,
reconoce su tentación juvenil de hacerse eclesiástico por gusto hacia las cosas
tristes y edificantes, así como su predisposición profunda a la enfermedad, que
acabará por manifestarse.
Incluso el amor es descrito por el morboso psicoanalista Krokovski
como una especie de intoxicación y envenenamiento del organismo, lo que explicaría
la fabulosa eficacia de los filtros de amor en los libros de cuentos. Pero
además, toda enfermedad es para el freudiano amor reprimido. “La enfermedad es
la forma lasciva de la vida”, pues ofrece una hipersensibilidad al placer
corporal. La misma vida es una forma morbosa de la materia. No es el orden,
sino el desorden de la materia, el que crea la vida orgánica. En consecuencia,
seríamos tanto hijos del Caos como del Kosmos. Por eso, Krokovski expresa sus
dudas de que “hombre” y “salud perfecta” sean expresiones compatibles.
Einstein y Thomas Mann |
La vida, una enfermedad mortal (eco de Kierkegaard). La
renuncia al tiempo normal de “la vida en la llanura”, en el espacio de la
realidad en que se dirimen normalmente las cuestiones del poder y del deseo,
hace verosímil la analogía del sanatorio y el convento, con su cotidianidad
compartimentada: las grandes comidas, las horas de cura y descanso, los paseos,
las tomas de temperatura, las radiografías; actividades reiterativas en una
atmósfera plácida, burguesa, frente al aire cruel que reina “allí abajo”, ese
aire despiadado de la cruda realidad del trabajo, las prisas, el conflicto, la
producción y, al fin, la guerra… En efecto, la historia devuelve al personaje a
la llanura para enviarle a la guerra, probablemente a la muerte al final de la
novela.
Por el contrario, el contacto precoz y frecuente con la
enfermedad y la muerte inclina a un estado de espíritu que nos hace más
delicados y más sensibles a las trivialidades y el cinismo de la vida
ordinaria. En consecuencia, Hans Castorp intuye que es allí, en el sanatorio,
donde debe buscar, abolido el tiempo de la llanura, alguna contestación
satisfactoria respecto al sentido y objetivo de ese orden: vivir.
Ludovico Settembrini, mentor humanista del protagonista,
propone lo que considera la única manera sana y noble y, hasta religiosa, de
considerar la muerte. Hay que experimentarla como una parte, como un
complemento de la vida y no separarla de ella o vuelta un argumento contra
ella. Por eso los antiguos decoraban sus sarcófagos con símbolos de vida y
fecundidad, incluso con figuras obscenas. La muerte es digna de honra y respeto
porque es cuna de la vida y seno de su renovación. Opuesta a la vida o separada
de ella se convierte en un fantasma. La muerte, tomada como una potencia
espiritual independiente es una depravación.
El antagonista del italiano en la formación del protagonista
es Naphta, un judío converso al catolicismo, jesuita, nostálgico del Medievo y crítico
respecto a la diosa Razón moderna. Los críticos han visto en él un trasunto de
Lukács, de Trotski o de Nietzsche. Al final, su enfrentamiento le lleva a un
duelo con Settembrini y al suicidio.
Katia, mujer de Thomas Mann |
La jerarquía en el sanatorio de Davos invierte el orden
político de la llanura. La enfermedad es en la montaña una marca de distinción.
Los enfermos más graves ocupan el vértice de la pirámide, mientras que los
leves no son tenidos muy en cuenta. Thomas Mann tematizará en La muerte en Venecia o en el Doctor Faustus la productividad cultural
y artística de la enfermedad. Aquí, la enfermedad es señal de un desorden que
libera de las obligaciones y convenciones de la vida en la llanura y proporciona
licencia para el libertinaje erótico, un pretexto para el extravío. Consciente
de ello, el protagonista no tiene reparo en añadir algunas décimas al
termómetro cuando registra su fiebre, en un contexto en el que todos están
ensimismados en los intereses de sus cuerpos.
Madame Chauchat es una mujer casada con un alto funcionario
ruso que le consiente viajar por Europa a su arbitrio, madura, rubia, cosmopolita,
políglota, con exóticos ojos oblicuos de tártara, gris verdosos, largas piernas
y senos de muchacha. A su andar lánguido y felino de “gata caliente” (“chaud chat”),
y a sus maneras seguras e informales, une el encanto de su enfermedad, que
presta relieve, importancia y atractivo a su ser. Hans Castorp se enamora
perdidamente de ella.
Si Clawdia Chauchat estaba muy enferma, su llegar tarde, su
comerse las uñas, su hacer bolitas de miga de pan y, en fin, su
despreocupación, formaban una sola y misma sustancia con la enfermedad. La
pasión de Hans Castorp apunta a todo ese conjunto en que lo físico se moraliza
y lo moral se corporaliza, apunta “a su cuerpo, forma carnal lánguida y
plástica, infinitamente acentuada por la enfermedad, a su cuerpo convertido
doblemente en cuerpo”.
Radiografía dental del autor de la entrada |
Cuando se separan, intercambian radiografías. Hans Castorp
guardará la radiografía de Clawdia, su esqueleto, como recuerdo omnipresente
sobre su mesita de noche. La placa espectral de los rayos X resulta tan
emocionante como terrorífica. Cuando el protagonista ve la estructura ósea de
su propia mano, ve algo que tal vez no está hecho para ser visto por el hombre.
Es como mirar dentro de la propia tumba percibiendo el futuro trabajo de descomposición.
El análogo intelectual de la radiografía es el
descarnamiento de la realidad que propone la razón analítica. Settembrini
reconoce que el análisis puede ser un buen instrumento de progreso y
civilización, pues destruye prejuicios y con ello libera, afina, humaniza. Pero
es malo en la medida en que impide la acción, perjudicando las raíces de la
vida. El italiano teme esa deriva de su joven amigo, al que adopta con
responsabilidad de pedagogo progresista. Interesado sobre todo por la dignidad
y la felicidad de los hombres, siente que nada es tan doloroso como cuando la
parte animal, orgánica, nos impide ser razonables. Por eso exhorta a Hans
Castorp a que evite “el islote de Circe” olvidándose del cuerpo y sus
enfermizas y nefastas tendencias.
Vista de Davos (Suiza) |
Cuando el joven ingeniero le pregunta por qué odia el
cuerpo, Settembrini, presunto autor de una Enciclopedia
del sufrimiento, se defiende. Siente amor y respeto por el cuerpo, como por
la forma, la belleza, la libertad, la alegría y el placer. Los intereses
vitales son preferibles a la huida sentimental fuera del mundo que proponen el
asceta o el místico; el clasicismo preferible al romanticismo. Pero existe un
poder ante el que el humanista se somete por encima de cualquier otra cosa y al
que rinde homenaje supremo y último, y esta potencia y principio es el espíritu.
Le molesta esa contradicción entre la carne y el espíritu,
que éste deba oponerse a aquella. Sin embargo, ese “fantasma de luz de luna”,
ese “no sé qué especie de tejido”, que llamamos alma, constituye el verdadero soporte de la dignidad del hombre. En
esa antítesis entre el espíritu y el cuerpo, el cuerpo significa el principio
malo y diabólico, pues el cuerpo es naturaleza y la naturaleza es irracional,
mística y mala.
Settembrini es un ilustrado, un humanista que rinde culto a Prometeo, pero está seguro de que la nobleza del hombre radica en el espíritu, en
la Razón, nada que tenga que ver con el oscurantismo cristiano. La sujeción del
espíritu al cuerpo, a la Naturaleza, se le antoja una humillación y un insulto.
Cita a Plotino, que “sentía vergüenza de tener un cuerpo”. Admite no obstante
que esas palabras transmitidas por Porfirio puedan resultar excesivas, tal vez
absurdas. Pero el verdadero absurdo es la valentía espiritual “y nada puede
ser, en el fondo, más mezquino que la objeción de absurdo allí donde el
espíritu tiende a mantener su dignidad contra la Naturaleza y se niega a
abdicar ante ella”.
Cita también a Voltaire, la protesta del gran crítico
francés ante el terremoto de Lisboa de 1755. Su actitud resulta tan noble como
la de aquellos galos que disparaban sus flechas contra el cielo. El espíritu
tiene justificados motivos para mantenerse firme y hostil a la Naturaleza,
orgullosamente desconfiado ante ella y dignamente obstinado en criticar su
sinrazón, la sinrazón de que paguen justos por pecadores, pues la Naturaleza es
una potencia mala y es mostrarse servil acomodarse interiormente a ella.
Claro que hay que honrar y defender al cuerpo cuando se
trata de su emancipación y belleza, de la libertad de los sentidos y de la
felicidad que proporciona el placer. Pero hay que rechazarlo cuando representa
el principio de la enfermedad y de la muerte, más todavía ya que su “espíritu
específico” es el de la perversidad, el espíritu de la descomposición, la
voluptuosidad y la vergüenza.
Film Zauberberg. Madame Chauchat |
Tambien recuerdo con precisión el año y mes en que leí la Montaña mágica.
ResponderEliminarMe llamó la atención el partido literario que se le puede sacar a la estancia en un sanatorio para tuberculosos. Los personajes están de alguna forma apartados del mundanal ruido y meditan sobre la vida, la enfermedad y la muerte. La muerte forma parte de la vida, y es cierto que cuando se piensa en ello esto le da el carácter solemne al pensamiento que es una de las dimensiones del pensamiento religioso como describe William James, la solemnidad.
Pero esta novela lo combina todo, momentos serios con momentos más livianos, como ese regalarse mutuamente radiografías como signo de amor y amistad, ¡qué ideas tenía Thomas Mann!
Totalmente de acuerdo, las radiografías, en especial si son de propio cráneo no deberíamos verlas, nos recuerdan demasiado que "somos polvo"... no es mi foto favorita.
Más que honrar y defender al cuerpo, hay que sobrellevarlo, cuidarlo y disfrutarlo mientras se tiene salud y buenos remos que te transporten de un lado a otro. Ya llegarán las vacas flacas, esperemos que cuanto más tarde mejor.
Me ha encantado eso que dices, Ana, de la solemnidad en relación a la muerte. Es lo que distingue la tauromaquia del circo y del simple festín de sangre y crueldad que quieren ver en ese misterio sacrificial los "animalistas".
EliminarGracias por esta magnífica entrada, con ese interesante desfile de personajes y puntos de vista. No conocía la novela (ni lo que parece la adaptación en cine), pero me ha recordado en algo al universo de Robert Walser, lo que me obliga a revisar ambos autores.
ResponderEliminarCuando tenía cinco años mi casa se llenó de radiografías. En aquel momento hubo un cambio en los retratos de familia que hacía de mis padres, hermanos, y de mí misma: empecé a dibujarnos como esqueletos. Supongo que la manía sólo duró lo que la dolencia de mi madre.
No volví a dibujar huesos hasta entrar en el aula de Anatomía. Tomar una calavera humana impone mucho respeto. Aunque ahí no quede nada de la carne viva ni del espíritu, se puede sentir un rastro de presencia, como una paradoja: triste post-existencia como material docente...
Estupendo análisis de una obra clave en la cultura occidental al que prometo dedicar toda la atención que se merece en cuanto disponga de mis herramientas habituales de trabajo
ResponderEliminar¡Qué casualidad! Yo también tengo “Héroes de ficción”, un libro muy variado y entretenido. Me han interesado mucho las reflexiones acerca del tiempo. En algún momento del texto se dice que la falta de sentido del tiempo implica una pérdida de conciencia de la existencia, que es la puerta hacia la enfermedad y la muerte. En el reverso, una vida intensamente consciente se ve acompañada de una arrolladora experiencia del tiempo transcurrido, una vivencia subjetiva, bergsoniana, del devenir temporal. Quisiera recordar al respecto el sistema de organización del tiempo que establecieron los nazis en los campos de concentración: aunque los tiempos de trabajo estuvieran perfectamente controlados, lo cierto es que los prisioneros no podían medir las horas del día ni los días que iban pasando. En los campos no había relojes ni calendarios y a los prisioneros les quitaban los que traían. Con ello ingresaban en el reino eterno de la muerte en vida, sin conciencia del tiempo transcurrido en aquel infierno. Desconozco a qué mente perversa se le ocurrió semejante desposesión de una de las estructuras básicas de nuestra existencia, ni si era consciente de que se trataba del camino más directo hacia la despersonalización. Si en el sanatorio los días de enfermedad se repiten uno detrás de otro, como en un eterno retorno mórbido, en los campos se entraba en una ucronía sin salida. Susan Sontag trabajó mucho con el concepto de enfermedad y sus metáforas, que tan bien ejemplifica La montaña mágica.
ResponderEliminarMe acabo de percatar gracias a tu excelente comentario, Enarnación, de que sólo he leído SOBRE Susan Sontag pero nada DE ella, ¿qué me recomiendas? ¿ensayos o novelas?
EliminarA mí estas intuiciones telepáticas me sobresaltan. La verdad es que estaba preparando un texto sobre Susan Sontag para este foro cuando un par de otros temas se cruzaron en mi camino, pero espero retomarlo inmediatamente, así que espero que no me lo pise nadie, por favor. La colección de ensayos más revolucionaria en su día fue Contra la interpretación, la biblia de los progres de los 70, pero a mí me deslumbra un conjunto más reciente, de 1980, Bajo el signo de Saturno. Demuestra una potencia mental incomparable. Para el que se sienta mórbido o quiera explorar la parte cultural de la enfermedad, un texto clave es La enfermedad y sus metáforas, un ensayo corto, muy directo y legible que escribió como una posesa nada más salir de su tratamiento del cáncer de mama. Novelas tiene cuatro, la más famosa El amante del volcán, creo recordar que sobre los amores de Lady Hamilton y Nelson. No está mal.
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