Parecía una mala idea en aquel momento - era práctica, eso sí, y mataba varios pájaros de un tiro (algo que a una ornitófoba como la que firma siempre motiva). Pero pasar las vacaciones de verano en Vetusta para que mis padres se pudieran ir a la playa, tomando la intendencia de La Casa mientras cuidábamos a la Yaya, en principio no sonaba como unas vacaciones. Vetusta, Agosto, La Casa: no era El Viaje.
Sin embargo, de repente, algo extraño que no predecíamos sucedió. Pasaron cosas que solo ocurren en relatos de escritores argentinos (y qué relato, quizás mi favorito), pero ocurrieron aquí mismo, este verano: fuimos tomados por La Casa.
Teníamos todos los ingredientes para que sucesos imprevisibles tuvieran lugar: nos gustaba La Casa porque era espaciosa y antigua y guardaba los recuerdos de la Yaya, su marido y su padre, -a los que conocí siquiera brevemente o en absoluto, respectivamente-, mis padres, mi hermana y toda la infancia.
En esta quincena, nos habituamos el Peda, Mini, la Yaya y yo a vivir solos en ella, lo que era una locura porque en esta casa podían vivir más sin estorbarse. Lo que en los dos primeros días titubeamos con timidez, acabó acampando y recibiendo el título de "pequeñas rutinas estivales." Un observador externo, inopinado, podría llegar a la conclusión de que íbamos de puntillas con el único objetivo de no molestarle a ella, a La Casa, porque de hecho, tratamos de pasar el mayor tiempo fuera de sus dominios.
El jardín se vivía como una prolongación de la terraza, sin solución de continuidad. Ese espacio, en mi infancia estaba lleno de flores, especialmente rosas que en el mes de Mayo-mes de María, la Yaya me preparaba en ramos con papel de aluminio para sujetar los tallos. Algunas niñas llevaban unos horrorosos, enormes, de clavelones, envueltos con celofanes y mucha pompa, de la floristería llamada, irónicamente, "La rosaleda". Pero la verdadera rosaleda era en el jardín de la Yaya, y qué agradable que las rosas seguían allí, pese a la agostidad. Particular mención a unas rojas trepadoras que habrían hecho las delicias de esos fotógrafos torturadores de novios entre la misa y el restaurante: "venga, una frente al rosal mirándoos a los ojos". Otra de las razones por las que nunca me he casado: las rosas trepadoras.
Parece como que La Casa sabía que el desayuno era el momento mágico del día, cuando la relación entre intensidad y luminosidad solar con la brisita que venía de vete a saber dónde (porque del mar va a ser que no) era perfecta. Y no molestaba. Nosotros hablábamos, vagamente, planeábamos un día cuyo orden ya sabíamos estaba perfectamente establecido por La Casa, intentábamos persuadir a Mini de que hiciera su lectura y escritura cuanto antes, y soñábamos con tirarnos a la hamaca para leer otro capítulo.
Si las labores de riego supusieron un reto, lo que dominamos desde el principio fue el tema manguera. Hoy en día, además, las mangueras vienen con "ducha champán" y con una pistola donde el que se hace con ella tiene todo el control. To-do. Pero parecía que La Casa, a pleno sol, nos envidiaba los gritos y risas, encogiéndose picajosa, así que optamos por ir mojándola cuando tocaba por sección helechos, o salpicarle cuando nos metíamos en la pequeña piscina infantil.
Ah, porque La Casa, en contra de lo que pueda parecer, lejos de ser un ente cerrado, se abrió dándonos el lujo y el gusto de poder "recibir" (para el escándalo de mi madre "sacan a la gente al jardín, con el calor que hace!"). Nuestros amigos se llevaron tal vez un atisbo de impresión de lo que La Casa nos estaba haciendo a nosotros y además "productos de la huerta" a cambio de sus propios productos (franca competición: mis suegros ganaron porque trajeron acelgas, mi debilité). Santiago hizo un pisto legendario (como todo lo suyo) con nuestros tomates, Carmen trajó tiramisú, los Iratis conversación (y tan a gusto que se nos olvidó darles berenjenas), el Tíovin lideró una barbacoa de "coge pan y moja" (sic) y el champán para celebrar su próximo periplo a México. Y ya que estabámos en México, qué mejor manera de viajar que con Coronita, otra protagonista de las vacaciones. Y de fondo, lo que parecía a-good-idea-at-the-time, algo inofensivo como banda sonoraen forma de M80 -una vuelta a los veranos de mi adolescencia-, acabó siendo un arma de La Casa para hacernos enloquecer: si escucho una sola vez más "Eyes of the tiger", gritaré.
De repente, así, como quien no quiere la cosa, el coche con mis padres se plantó en la puerta, llenos de regalos y jolgorios e historias de la playa. Con ello, los cuatro habitantes y La Casa sabíamos que nuestro equilibrio desaparecía, nuestra homeostasis terminaba, nuestra simbiosis tocaba su fin... y que el billete de salida de La Casa se empezaba a mover en su sobre, un pálpito leve: Londinium llamaba.
Pero estábamos con lo puesto. Me acordé de algunas libras sueltas en la cartera de Inglaterra. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que
eran las once de la noche, justo a tiempo de divagar antes de que acabara el mes. Rodeé con mi brazo a Mini (yo creo que
ella estaba llorando) y di la mano al Peda, y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que
a algún pobre diablo se le ocurriera meterse en La Casa, esperando que fuera a ser lo mismo, y que pudiera él también ser tomado por La Casa.