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Un enemigo del pasado, de esos a los que no había dedicado ni un segundo de mis conexiones mentales en los últimos años ha reaparecido. Como decía Oscar Wilde, uno nunca puede dejar al azar lo de hacer enemigos. Supongo que porque un enemigo también nos define, puede ser nuestro yang, nuestro lado inverso, nuestra imagen especular donde mirar nuestros errores más odiados.
Yo estoy de capa caída, no me esfuerzo: últimamente cada vez cultivo menos enemigos. Esto se debe a varios factores, personales (una crece) y sistémico-ambientales (el Reino Unido). Aquí el tema está realmente difícil con el rollo del "politeness" (amabilidad). Ya podemos pensar "esto que dices es una idiotez", que todos sonreiremos, callaremos, y los más osados dirán (poniendo cara de estar ponderando duramente) "mmm, no se me había ocurrido, déjame pensarlo y te cuento" (cuando lo que piensas es "whataloadofrubbish" -"Señor, qué basura, te haré el favor de pretender que esta conversación no ha ocurrido").
Cuando era pequeña, yo tenía esa extraña manía de decir lo que se piensa. A ver, no es que no lo haga ahora, pero la diferencia es que no salgo de mi camino para hacerlo. Si en él hay una carreta que lo obstruye o una rueda de molino, no seré yo quien me la comulgue. Diré claramente lo que pienso (adoptando el "
modo negociador" de Zeldin) intentado -cosa que aún estoy lejos de dominar- esconder la pasión de turno que me navegue por dentro.
En el pasado, cuando salía de ese mi sendero para "desfacer entuertos" era siempre con un objetivo quijotesco, elevado. Y es que aún me creía la novela de capa y espada y yo era, por supuesto, Cyrano. Así que si veía a esa amiga que estaba tremendamente equivocada tenía que lograr convencerla de su error. El fín siempre era digno, siempre quería ayudar, mejorar algo. Cambiar el mundo, en una palabra.
El modus operandi era de una ingenuidad que ahora me enternece. Casi sin excepción la joven Di creía que "hablar las cosas" era la solucion. Ni corta ni perezosa, le planteaba a la otra persona que deberíamos intentar desmenuzar los eventos, encontrar el malentendido, y por fín, entender. Sin embargo, oh fortuna: me he encontrado a lo largo de mi vida gente que defiende el "es mejor no hablar" y ante una confrontación, un punto de divergencia, piensan que lo mejor es no tocarlo y seguir como si no hubiera pasado nada. Y te cortan en seco si tú intentas tender puentes. Su estrategia puede funcionar a veces, pues el tiempo lima tantas asperezas, pero puestos a derrochar metáforas, también existe la de la herida que cierra en falso... Personalmente, ya sólo me meto a "hablar las cosas" con la gente que me importa. Esta nueva actitud debe venir con la mochila de los años, pero en mi cabeza me sigue gustando más la Di que lo luchaba casi todo, que creía que todo el mundo tenía una parte que merece la pena.
Pero como decía, un enemigo de antaño ha sido la estrella autoinvitada en mi Facebook. Me encantaría poder contar aquí la historia de un enemigo entrañable, de esos malos malísimos con parche en el ojo o de esos inteligentísimos con los que las luchas dialécticas y la competición académica nunca tenían fin. Rivales que manejan las espada con la misma destreza, contrincantes acérrimos, en fin, ese rollo. Sin embargo, mi enemiguillo fue/es de lo más soso, aburrido y desagradable.
Enemiguillo era el novio de una compañera de la facultad, Pánfila de la Torre, que estaba de rebote (el resto nos creíamos cool) en mi mismo grupo de amigos, apuntes y biblioteca. El tipo ocupaba sus días en una sola labor vital: venir a recogerla en aquel coche cuya publicidad aseguraba que, aunque "su mujer se fuera con su mejor amigo, él tendría nada menos que el carro aquel para confíar". Sus padres tendrían tanta pasta como pocas habilidades educacionales (¿es normal tener a un maromo de 22 en casa sin pegar sello?) y estos déficits paternos se reflejaban en sus escasas habilidades sociales. Porque uno puede tener padres que le hagan el "favor" del coche caro, las motos "de tierra y de agua" como decía Pánfila, y demás parafernalia, pero a poco que tenga dos dedos de frente se dará cuenta de que ese grupo de estudiantes que se tiran a hablar en el césped de la facultad no necesitan oír los últimos detalles de cada una de sus posesiones, y menos la así-llamada música que ponía tras abrir el maletero desde los mega-altavoces recién traídos de los USA.
Lo nuestro fue fulminante: odio a primera vista. Era evidente, y que la cosa iba a explotar era una cuestión de "cuando" no de "si". Ocurrió una de esas tardes en que todos esperábamos donde siempre, 20 minutos más allá de la hora acordada, porque Pánfila y su pareja no habían aparecido. Porque pese a que todos los demás usábamos el transporte público para llegar a los sitios, él era el único que llegaba sistemáticamente tarde. Y llegó quejándose de lo mal que estaba el tráfico en Vetusta, terrible, oye, y aparcar ni te cuento. Parece que había llegado el momento de decirle, con una sonrisa de lo más comprensiva, lo que sentía estos inconvenientes y luego, lo que pensaba de los mismos. Lo que pasó a contiuación hizo evidente que no me había seguido en la perífrasis: y es que no todo el mundo sigue ciertos recursos estilísticos, posee la abstracción mental mínima para enfrentarse a ciertos argumentos, o sabe leer entre líneas. Y por supuesto, no todo el mundo tiene sentido del humor. La culpa mía, por no cambiar de registro.
El pobre hombre podría haberme atacado donde duele, que en el fondo es el único lugar donde merece la pena atacar. Pero él nunca sabría eso sobre mí ni sobre nadie, así que me lo puso en bandeja: comenzó a insultarme enmedio del grupo. Realmente hay pocas veces en la vida que una bronca resulte tan fácil: el tío se hunde él solito, cada vez más, con cada nuevo exabrupto, con cada nuevo grito. Yo miraba medio sorprendida, medio divertida: verle hacer el ridículo hubiera sido casi divertido si no fuera porque el tipo era aburrido hasta en eso. A Pánfila se la tragó la tierra tras aquello, nunca volvió con nuestro grupo, y a ratos la veía por los pasillos y casi me daba pena. Pero ahí quedó (eso pensaba yo) todo.
Mil años después, comenzó la fiebre Facebook. Me abrí una cuenta, estuve un par de semanas mirando a gente que hacía granjas y te mandaban un pollo, constaté que no era mi medio, y dejé de entrar. Hace poco, una amiga dijo que entrara pues había colgado unas fotos. Ya estaba a punto de irme cuando veo, enterrado en las brumas de febrero un mensaje de un tal... El nombre no me dice nada, y leo el contenido:
"¿Eres tú la Di Vagando que estudió en la Univetusta con mi mujer Pánfila de la Torre de la Esquina?
Miro la foto de quien me lanza esta amenazante (¿?) pregunta y... es él, ¡el ahora marido de Pánfila! El enemiguillo aquel de hace mil años, que yo había olvidado, está buscándome en Facebook... ¿con qué objetivo? ¿Quiere seguir insultándome online? ¿Decirme que Pánfila le dejó y se ha ido monja? ¿Asegurarme que yo tenía razón y que se ha convertido al budismo, su única posesión ahora un cuenco?
Hago cónclave de sabios. ¿Qué hacer? Esto es lo que los oráculos han dictaminado:
-Templo de Delfos (siempre sabiduría): "Conócete a tí mismo"
-Madre (los mundos de yupi): "Sí, contéstale, seguro que no se acuerda y quiere saludar"
-Naúfrago Ro (compa de pasillos -que no estudios- de la época): "Déjalo estar"
-Miembro del grupo cool (apodador poco amable del susodicho): "Ese tipo está enfermo, tiene un desorden, ni se te ocurra contestar"
-Pedalista (haciendo amigos): "Dile: siempre me pareciste un gilipollas. Vete a tomar po'l..."
-Di (lado me-va-la-marcha): "mmmm.... Pánfila de la Torre de la Esquina... pues mira que el nombre me quiere sonar".
Aunque no he hecho nada, ni creo que lo haga, será interesante leer a los blogoráculos y demás piedras filosofales. Aunque no sean bilis y espumarajos en contra del Señor de Pánfila. Igual hay alguien que me ayuda a reconciliarme conmigo misma por tener un enemigo tan gris, tan triste.