Ese es el nombre de la niñita que fue baleada hace pocos días por un talibán paquistaní, ansioso de aplicar una condena de muerte por el “pecaminoso” delito cometido por esa menor: que las niñas pudieran tener acceso a la educación. No se puede decir que ese fuera un acto cobarde cometido por ese talibán, quien subió al autobús que conducía a la estudiante a su casa, preguntó por ella a sus compañeritos y, al lograrla identificar, simplemente la acribilló a tiros. Lo más probable es que lo hiciera con gozo, con plena satisfacción, pues al hacerlo cumplía con el mandato religioso de algunos talibanes salvajes, cuya religión no les permite aceptar que una niña de escasos 14 años abogara por la educación de las mujercitas. En el fondo de las cosas, se trata de bestias barbudas travestidas de humanos.
La lucha de Malala no es por algo que hiciera el día de octubre en que intentaron asesinarla. Fue el castigo por haber defendido públicamente desde sus 11 años su derecho a educarse como persona, como mujer, a lo cual se oponía el fundamentalismo talibán de donde vivía. Ese fue su grave delito merecedor de la pena capital talibana. Por ello, en su primitivismo, aquellos abogaron por eliminarla físicamente. Se trató, una vez más, de la aplicación de la ley Sharia o código moral y religioso del Islam, que en opinión de algunos fanáticos considera que las mujeres son poco más que máquinas reproductoras. Debo, eso sí, reconocer que practicantes de esa religión han visto con disgusto pleno lo sucedido, pues es tan inhumano que hasta un grupo importante de sus religiosos emitió una fetua o procedimiento legal en contra de los malditos agresores.
Lo que ha sucedido con Malala se une a otra serie de acontecimientos que señalan con toda claridad que existe un extremismo terrorista dentro de círculos musulmanes. Enfatizo, en grupos de musulmanes, no es algo propio de todos los creyentes musulmanes. Es frente a los primeros que el mundo civilizado debe estar alerta y ser muy claro en su definición: se trata de grupos que consideran que la terminación de la vida en la tierra, tal y como la conocemos, es el fin último de su religión, fin de preparar la segunda venida de su Mesías a la Tierra. Para lograrlo están dispuestos a actuar de la forma que sea. Desde destruir dos torres en Nueva York para causar el máximo daño, desde amenazar con la destrucción nuclear final al estado democrático de Israel, pasando por la autoinmolación –el suicidio- con tal de que ocasione la muerte de infieles, o para acabar con las Malalas, niñas que sólo desean estudiar.
Tal visión debe ser contrastada con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, ese pronunciamiento liberal esencial de las Naciones Unidos definido en París en 1948, que enfatiza, en una parte, la libertad de conciencia y de religión y, en otra, que toda persona tiene el derecho a la educación.
Con franqueza lo digo. Hace que apruebe de todo corazón lo que apareció recientemente en un poster en autobuses de Nueva York: “En cualquier guerra entre el hombre civilizado y el salvaje, apoye al hombre civilizado. Apoye a Israel. Derrote a la jihad”, esto es, a la obligación religiosa de lucha de los musulmanes: una guerra santa o jihad que pretenden imponer algunos grupos extremistas, porque yo sí los considero como extremistas y, a diferencia de Obama, me atrevo a llamarlos como lo que son.
Con franqueza lo digo. Hace que apruebe de todo corazón lo que apareció recientemente en un poster en autobuses de Nueva York: “En cualquier guerra entre el hombre civilizado y el salvaje, apoye al hombre civilizado. Apoye a Israel. Derrote a la jihad”, esto es, a la obligación religiosa de lucha de los musulmanes: una guerra santa o jihad que pretenden imponer algunos grupos extremistas, porque yo sí los considero como extremistas y, a diferencia de Obama, me atrevo a llamarlos como lo que son.
Espero, en Dios y en Alá y en los hombres y mujeres de bien, que Malala sobreviva y que así lo puedan hacer la sanidad, la civilización y los derechos de la humanidad, ante el sectarismo fundamentalista que pretende aniquilarlos a como haya lugar.
Jorge Corrales Quesada