Con todo, no es que la perspectiva keynesiana esté completamente desligada de la realidad; más bien sucede que observa algunos síntomas, los relaciona de la manera que puede y se inventa enfermedades que no existen.
Básicamente, lo que ha sucedido en esta crisis es que los bancos privados, espoleados por los bancos centrales, han expandido desorbitadamente el crédito: se endeudaban a muy corto plazo (por ejemplo con depósitos a la vista u operaciones repo a un día) e invertían esos mismos fondos a largo plazo (por ejemplo, hipotecas). Todo esto arrojó unos tipos de interés artificialmente bajos (ya que no reflejaban el ahorro real de la sociedad, sino la inmovilización de todos los fondos de los agentes económicos, incluidas las puntas de tesorería de familias y empresas) que permitieron a mucha gente demandar una gran cantidad de bienes, especialmente duraderos (vivienda o automóviles) y de inversión (activos financieros, bienes de capital…).
Como ya vimos, la consecuencia de este proceso fue el desarrollo de numerosos mercados cuya sostenibilidad dependía de que se siguiera expandiendo el crédito a unos ritmos insostenibles (ya que no existía ahorro real que respaldara la inversión que se estaba llevando a cabo). Y cuando los agentes económicos empezaron a construir sus posiciones de liquidez (no renovando préstamos, disminuyendo su cartera de pedidos a proveedores, suspendiendo ciertas inversiones…) los tipos de interés comenzaron a dispararse y la expansión crediticia terminó. Obviamente, todos los sectores cuya supervivencia dependía de ese crédito artificial se vieron de súbito sin demanda y tuvieron que empezar a reajustarse con pérdidas (recortar la producción, despedir trabajadores, liquidar parte de su activo para amortizar deuda…) dejando todo un conjunto de factores productivos desocupados. La solución, así, parece consistir en permitir que todas las inversiones que dependían del crédito artificial se reajusten: vendiendo a precios rebajados sus bienes de capital a otras industrias e incrementando el ahorro de la sociedad para financiar esa reconversión y poder destinar a usos productivos esos factores desocupados.
El análisis keynesiano ve alguno de estos hechos y ofrece una versión dispar: “por algún motivo desconocido o irracional” los individuos incrementaron su preferencia por la liquidez, esto hizo aumentar los tipos de interés, la rentabilidad de numerosas inversiones pasó a ser inferior a ese nuevo tipo de interés, esas inversiones se cancelaron, el desempleo aumentó, las expectativas de consumo futuro se derrumbaron, la inversión cayó más y así entramos en un círculo vicioso del que sólo se puede salir aumentando el gasto y estabilizando las expectativas.
Las soluciones con uno y otro diagnóstico son totalmente opuestas. Los keynesianos creen que es necesario reestablecer el crédito para que la gente vuelva a endeudarse y que para ello hay que salvar o nacionalizar a los bancos, reactivar el consumo (mediante déficits del sector público), dar cualquier tipo de empleo a los “recursos ociosos” e impedir que caigan los precios de los bienes para no entrar en la trampa de la liquidez.
El problema es que la receta keynesiana es inherentemente contradictoria con sus objetivos. El rescate de los bancos, como ya advertimos desde aquí en su momento, sólo ha servido para dilapidar el ahorro disponible que podría haber afluido a otros sectores de la economía; la sequedad del crédito ha agravado una crisis en la economía real que el Estado ha pretendido arreglar expandiendo el gasto público, especialmente para favorecer a las industrias en riesgo de quiebra y recolocar a los recursos ociosos, pero esto sólo ha dilapidado aun más el ahorro y ha retrasado el ajuste de precios.
En esta coyuntura, en la que los bancos tienen que mejorar su liquidez y solvencia a costa de reducir el crédito que prestan y donde además la demanda de crédito solvente se ha desplomado (de ahí los bajos tipos de interés), los bancos ni quieren ni pueden prestar. Por eso, el siguiente paso que planifica Obama es nacionalizarlos y forzarles a prestar dinero a los sectores económicos que todavía no se han reestructurado, lo que sólo minará aun más el ahorro disponible.
Así, cualquier herramienta keynesiana que utilice Obama empeora la situación anterior: más malas inversiones, menos ahorro y más duración y gravedad de la crisis. Con su estrecho marco analítico, el presidente de EE.UU. (y los de los restantes países occidentales) se enfrenta a una situación donde no puede ganar de ninguna manera, un Kobayashi Maru; su única esperanza es que el ajuste en el sector privado sea más rápido que su ritmo de dispendio. En caso contrario, Occidente correrá igual o peor suerte que Japón.