Discurso de recepción del Premio a la Libertad 2008, entregado en la ciudad de Fráncfort, por la Friedrich-Naumann-Stiftung für die Freiheit, el pasado 8 de noviembre
Recibo con alegría y gratitud el “Premio a la libertad” que me concede la Fundación Naumann. La palabra que designa este generoso reconocimiento –libertad- sintetiza tantos progresos alcanzados en el desarrollo de la civilización y tantas aspiraciones humanas que han hecho avanzar la historia que, quien recibe un premio semejante, sólo puede sentirse abrumado por la responsabilidad que se pone sobre sus hombros. Demás está decir que lo recibo con humildad y como un mandato de rigor y de autenticidad en mi trabajo intelectual.
Existe un prejuicio interesado sobre el tema de la libertad que, recuerdo, estaba muy en boga en mis años juveniles, llenos de veleidades de utopista social: que la libertad es una hija del privilegio, que sólo disfrutan de ella los ricos y los poderosos, en tanto que para los pobres no es más que un embeleco y un hechizo, sin verdad y sin sustancia, porque, eso decíamos, ¿de qué podría servir la libertad a quienes luchan desesperadamente por la mera supervivencia? ¿Libertad para morirse de hambre? ¿Libertad para el desempleo, la explotación y la marginación?
Quisiera refutar esa antigua falacia, mostrando, con dos ejemplos concretos, dos historias de pobres, ocurridas en mi país, el Perú, cómo, en contra de esa idea prejuiciosa de la libertad, ésta, cuando existe y es aprovechada, puede ser el instrumento más rápido y eficaz para derrotar a la pobreza de la única manera que es posible hacerlo: creando riqueza.
La primera historia es la de una familia cuyo nombre es difícil de memorizar, los Añaños, ya que ese par de eñes crean serios problemas fonéticos a los extranjeros. Pero vale la pena hacer el esfuerzo de recordarlo porque la extraordinaria aventura de la familia Añaños –que parece vivida para ilustrar las ideas que promovemos los liberales- debe ser divulgada como un ejemplo de lo bien que le podría ir a América Latina si los demagogos la emularan en vez de gastar sus energías manifestándose contra la globalización o amenazando, a la manera del boliviano Evo Morales y del venezolano Hugo Chávez, con aniquilar a la cultura occidental, dos maneras de perder el tiempo equivalentes a escupir a la luna o protestar contra la ley de gravedad.
Eduardo y Mirta Añaños tenían una pequeña chacra en la ladera oriental de los Andes, en el interior de Ayacucho, el empobrecido departamento donde nació el movimiento maoísta de Sendero Luminoso –la región peruana que más sufrió en muertos y desaparecidos y en daños materiales en los ochenta, los años del terror. Ese fundo fue asaltado y devastado por un destacamento revolucionario. La pareja y sus hijos escaparon ilesos, pero, en vez de huir hacia la costa como hicieron decenas de millares de familias campesinas y de clase media, se refugiaron en su pequeña vivienda de la ciudad de Ayacucho, dispuestos a sobrevivir el infortunio.
¿Cómo ganarse la vida en esa tierra asolada por el terrorismo y el contra-terrorismo, que de ser pobre pasó en los años ochenta a miserable, con millares de desocupados y marginales mendigando por las calles? Los Añaños estudiaron el entorno y advirtieron que, debido a las acciones terroristas, los ayacuchanos se habían quedado sin bebidas gaseosas. Los camiones de Coca Cola y Pepsi Cola, provenientes de Lima, que subían por la carretera central eran continuamente atacados por los senderistas o por delincuentes comunes que se hacían pasar por guerrilleros, y, hartas de las pérdidas que ello les significaba, las respectivas compañías cesaron los envíos o los espaciaron de tal manera que las bebidas que llegaban resultaron insuficientes para cubrir la demanda local. Uno de los cinco hijos de Eduardo y Mirta Añaños, Jorge, ingeniero agrónomo, elaboró la fórmula de una nueva bebida. La familia hipotecó la vivienda, se prestó dinero aquí y allá, y reunió 30 mil dólares. Con esa suma fundó Kola Real en 1988 y comenzó a fabricar gaseosas en el patio de su casa. La familia embotellaba ella misma la bebida en botellas variopintas y las etiquetaba.
Veinte años después los analistas de Wall Street calculan que esa empresa familiar, nacida en tan precarias condiciones, tiene ingresos anuales que superan los mil millones de dólares, y que su competencia, en el Perú, Ecuador, Venezuela y México, en cuatro países centroamericanos y hasta en Tailandia, está creando serios problemas a los gigantes norteamericanos de la Coca Cola y la Pepsi Cola, a los que la agresiva irrupción de la gaseosa peruana en esos países –y, sobre todo, en México, el segundo país consumidor de bebidas no alcohólicas en el mundo después de los Estados Unidos- ha comenzado a encogerles los mercados de manera dramática, obligándolos a reducir precios y a multiplicar las campañas publicitarias. En Perú, Kola Real tiene casi el 20% del consumo; en Venezuela, el 14%, y en México, donde los Añaños entraron apenas el año 2002 instalando una planta ultramoderna en las afueras de Puebla, el 6%. Los Añaños emplean a unos ocho mil trabajadores en el centenar de plantas de distribución que poseen en el mundo.
¿Cuál ha sido el secreto del éxito de esta emprendedora familia? La calidad del producto ante todo, me imagino. (Personalmente, detesto el gusto dulcete y la efervescencia de todas las gaseosas del mundo pero cuando la Kola Real se ponga a mi alcance la probaré, qué remedio). También, la sagacidad con que estudió las condiciones del mercado y se adaptó a él, ofreciendo, primero a los empobrecidos ayacuchanos y luego a los peruanos, ecuatorianos, venezolanos, centroamericanos y mexicanos golpeados por la recesión, una gaseosa más económica que las otras y en envases más abundantes. Para poder ofrecer el producto a precios tan atractivos, Kola Real reduce drásticamente sus gastos generales, gastando lo mínimo en publicidad, adoptando un régimen de extremada austeridad en sus locales –la joya de la corona que es la fábrica de Puebla luce como un espartano convento- y montando sus propias redes de distribución en vez de ceder ésta a concesionarios.
Donde la batalla de la competencia entre Kola Real y Coca Cola y Pepsi Cola tuvo contornos más llamativos fue México. Pues en este país la Coca Cola obtenía hasta hace poco un 11% de sus ganancias mundiales. Kola Real lanzó allí su botellón de Big Cola, de 2.6 litros, a un precio de 75 centavos de dólar, muy por debajo de la botella de la Coca Cola, de 2,5 litros, que se vendía a 1 dólar 30, es decir algo más de medio dólar más cara. El gerente de Kola Real en México, Carlos Añaños Jeri, explicó a The Economist que los 600 camiones de la compañía llevaron en el año 2003 las bebidas de la empresa a 24 centros de distribución, que servían a unos 100 mil puestos de venta. En el plan previsto por la compañía estos puestos crecerían hasta 900 mil en cinco años.
No iba a ser fácil. Los periodistas de The Wall Street Journal entrevistaron a tiendas y almacenes de la capital mexicana y comprobaron que la Coca Cola se había movilizado enérgicamente ofreciendo gangas e incentivos a muchos de sus clientes para que retirasen la Big Cola de sus vitrinas y se proveyeran exclusivamente de su bebida, política por la que la empresa mereció el año 2003 una severa reprimenda de la Comisión Federal de México que regula la limpieza de la competencia. ¿Terminaría derrotando el David peruano de las gaseosas al Goliat estadounidense o acabaría éste por absorber a su insolente competidor poniendo sobre la mesa una suma vertiginosa de 500 millones o un billón de dólares? Nada de eso ocurrió. La Big Cola sigue firmemente enraizada en el mercado mexicano y creciendo el número de sus consumidores cada día más.
Para la moraleja de esta historia no importa nada como termine la saga de los Añaños. Lo importante de ella es cómo empezó y hasta dónde ha llegado. Que una familia humilde y prácticamente sin otros recursos que su ingenio y su voluntad de trabajar haya encontrado en un mercado tan saturado como el de las gaseosas un nicho donde colarse y desarrollarse y prosperar de la fantástica manera en que lo ha hecho, sólo muestra algo que muchos sabíamos, pero que todavía muchos más ignoran o se empeñan en América Latina, por prejuicios ideológicos, en negar: que en un mercado abierto a la competencia siempre hay sitio para las empresas dotadas de un espíritu verdaderamente emprendedor y de un olfato certero para detectar las necesidades de los consumidores. Y que es, por lo tanto, una flagrante mentira que las grandes trasnacionales estrangulen a las pequeñas empresas e instalen siempre, a la corta y a la larga, el monopolio. (Esto sólo ocurre cuando los gobiernos corruptos o ineptos lo permiten). Y cómo el éxito de un empresario que gana puntos sobre sus competidores favorece al conjunto de la sociedad reduciendo los precios y obligando a aquellos a mejorar la calidad del producto y los servicios para no perder clientes o ser expulsados del mercado.
¿Cuántos puestos de trabajo ha creado Kola Real hasta ahora en la docena de países donde opera? A los ocho mil que he mencionado hay que añadir, claro está, los trabajos indirectos que genera, otros varios miles más. A la vez que creaba empleo y riqueza, la empresa ha inyectado una corriente dinámica de creatividad en un ramo de la economía que parecía adormecido en los brazos de los dos grandes gigantes que se repartían a los bebedores de gaseosas. La que representan los Añaños es una cara del capitalismo que en América Latina prácticamente es desconocida o negada: su cara popular, sus raíces humildes, esos campesinos expulsados de sus tierras por la guerra o la sequía o los tinterillos, y de los obreros que perdieron sus salarios porque las fábricas quebraron o se quemaron o las saquearon, y debieron inventarse un trabajo para poder comer, y, del mismo modo que lo hizo esa familia ayacuchana, abrieron talleres, tiendas, artesanías, comercios, fábricas, enfrentándose a los abrumadores obstáculos que la burocracia, el mercantilismo y la desconfianza, cuando no el odio de los Estados hacia la empresa privada y el mercado, han puesto en el camino de los desvalidos latinoamericanos que no tienen padrinos y quieren, en vez de ser parásitos del Presupuesto, trabajar por cuenta propia.
Es verdad que no muchos tienen el éxito de los Añaños. Pero muchos más lo tendrían si en América Latina y el resto del Tercer Mundo hubiera una política que, en vez de desalentar y hostilizar, alentara la iniciativa individual y celebrara el éxito de una empresa, de un empresario, como un logro del conjunto de la sociedad, como un beneficio de toda la ciudadanía, en vez de recibirlo con desconfianza, rencor y envidia. Es verdad que en América Latina muchas veces el éxito empresarial no resulta del talento y el esfuerzo sino del privilegio, de las corruptelas entre gobiernos y empresarios que terminan pagando los desamparados consumidores. Pero eso ocurre, en gran parte, por el miedo cerval hacia el mercado, hacia la libre competencia, es decir a la libertad, por los tentáculos que el Estado proyecta por todos los resquicios de la vida económica, asfixiándola y corrompiéndola. Ahora que, aquí y allá, el populismo de ingrata memoria y trágicas credenciales comienza a rebrotar una vez más en tierras latinoamericanas –Venezuela a la cabeza del error-, vale la pena divulgar por el continente la historia de la familia Añaños, como una vívida recordación de lo que podría ser América Latina, si, como esos valientes ayacuchanos, se lo propusiera.
Mi otra historia de pobres tiene también nombre propio: Aquilino Flores. Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía doce años y sabía que su tierra, Huancavelica, otro de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.
Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio veinte y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las veinte camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.
No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.
Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.
De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.
El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡diez mil dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los diez mil dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no solo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.
Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de cien millones de dólares y que da empleo directo a unas cinco mil personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas treinta mil. Cuenta con treinta y cinco almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas doce horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.
Tomo todos estos datos sobre los Añaños y sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (“Lecciones de los pobres”), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, nacieron sin capital alguno como las de los Flores y los Añaños, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias, contribuyendo así al progreso de sus países. Este libro estimulante y práctico muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.
Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.
Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria –los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.
Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues el Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.
Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, o como la familia Añaños cuando llenaba botellas y las etiquetaba en la cocina de su casa, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de Lessons from the Poor son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad.
Francfort, noviembre de 2008
Mario Vargas Llosa