sábado, 29 de noviembre de 2008

El infame diputado Gutiérrez


Diputado Carlos Gutiérrez:

Hace un tiempo usted pidió el voto de la gente para ser un diputado libertario. ¿Entendió bien? libertario! Usted se comprometió a defender los ideales de la libertad. Usted repartió calcomanías con la frase "No más Impuestos" y se quejó del exceso de regulaciones.

Téngalo por seguro de que la mayoría de votos para usted no se debieron a su exquisita erudición o a su amplísima fama. Se debieron a que en usted la gente vio un peón para la causa de la libertad.

Al mejor estilo del demagogo, una vez llegado a la Asamblea, usted ha hecho lo contrario. Ha defendido impuestos. Ha incluso propuesto nuevos tributos! Y hoy... Hoy nuevamente ofende y resiente a los auténticos libertarios no solo por su apoyo a limitarle la jornada a las empleadas domésticas, sino encima a jactarse de ello, haciendo dudosa gala de una ignorancia total sobre los más elementales principios, no digamos liberales, sino económicos.

Pedirle a un vulgar populista como usted la hidalguía de renunciar será totalmente inútil. Pero no lo será la denuncia más indignada que por este medio se deja patente ante la fechoría de su gestión.

Señor Gutiérrez, usted es el peor diputado de la historia del Movimiento Libertario y una vergüenza para la causa.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Viernes de recomendación: La moral del capitalismo


La justicia social es una porquería, un nombre bonito para referirse al robo que hace el Gobierno de los recursos de unos para dárselos a otros supuestamente más pobres pero usualmente solo más cercanos al gobierno. La justicia social es dañina no solo para los asaltados sino también para aquellos aparentemente beneficiados, pues al desaparecer los incentivos para generar riqueza pronto no queda pastel que robar. Pero ¿hay una base moral para no hacerlo? Hay una base moral para defender el capitalismo? El peridista británico Paul Johnson nos ofrece una respuesta en su artículo ¿Existe una Base Moral para el Capitalismo?

jueves, 27 de noviembre de 2008

Gobierno y corrupción


Todos lamentamos la corrupción, pero ella siempre crece a la par de la intervención del gobierno en la vida de la gente. Las autoridades nacionales e internacionales lamentan y prohíben la corrupción, pero sigue campante en todas partes porque no aciertan sobre su causa principal.

Inclusive en los países sajones, donde es menor, la corrupción está aumentando en la medida que los gobiernos intervienen más en asuntos económicos. Es un hecho histórico que en los países socialistas, donde esa intromisión gubernamental es mucho mayor, la corrupción abarca las más altas esferas del gobierno.

La causas principales de la corrupción tienen que ver con la autoridad discrecional del funcionario, la intromisión del gobierno en asuntos privados, la excesiva reglamentación y la necesidad de pedir permiso para llevar a cabo actividades lícitas y pacíficas, como el simple hecho de abrir una tienda.

Hay dos formas de control y de organización social. Una es cuando los ciudadanos pueden hacer sólo lo que es previamente aprobado por funcionarios, requiriéndose un permiso. La otra es cuando los ciudadanos son libres de llevar a cabo cualquier actividad lícita, con el único límite de respetar el derecho ajeno y sujeto a certero castigo por violarlo. En este caso no se necesita permiso alguno de funcionarios y, en consecuencia, no hay que corromper a nadie. La realidad es simple: donde hay ocasión de corromper, surge la corrupción y donde no hay ocasión de corromper, no hay corrupción.

Se pueden promulgar cientos de leyes y reglamentos para prohibir la corrupción, pero como sucede actualmente en China y en muchos países latinoamericanos, la corrupción envuelve al poder judicial y a los fiscales, cuando la ambición o el mero deseo de sobrevivir requieren una solución expedita a complicados trámites y permisos.

En Guatemala se estableció en el Código Penal el delito de cohecho, donde se castiga a quien da una compensación ilegal y también a quien la recibe. Pero eso no disminuyó la corrupción, sino que la aumentó, porque no es posible ponerle una trampa al corrupto, ya que para comprobar corrupción es necesario que ocurra y, entonces, se castiga a quien pone la trampa.

Si no hay a quién corromper, no habrá corrupción. Por más lamentos y gimnasia legal, en una sociedad que vive bajo permisos habrá más corrupción que en una en que se vive bajo derecho. Mientras más burócratas con poder haya, más corrupción habrá, inclusive entre funcionarios y fiscalizadores. Por eso, la economía dirigida y el socialismo son inherentemente corruptores.

Manuel Ayau

miércoles, 26 de noviembre de 2008

EE.UU.: No rescaten a los Tres Grandes


Un día antes de que los directores de General Motors, Ford y Chrysler le dijeran al Comité sobre la Banca del Senado que su industria se enfrentaba a un colapso inminente de no recibir una infusión de emergencia de $25.000 millones, una nueva planta de ensamblaje de automóviles se inauguró en Greensburg, Indiana. Aunque la audiencia en el Capitolio recibió mucha más atención de la prensa, la inauguración de la más reciente planta de Honda en el corazón del territorio estadounidense dice mucho acerca del futuro de la industria de automóviles estadounidense—y demuestra por qué el propuesto salvataje de los Tres Grandes de Detroit está tan mal concebido.

Los argumentos intelectuales en contra de un salvataje para la industria de autos son bien establecidos. Los contribuyentes nunca deberían ser forzados a subsidiar a cualquier compañía, mucho menos una empresa mal manejada. Subsidiar a los Tres Grandes equivaldría a subsidiar el fracaso. Eso es una mala política.

Los salvatajes corporativas son claramente injustos con los contribuyentes, pero también son injustos con aquellas empresas exitosas en determinada industria, que son implícitamente cobradas un impuesto y llevan consigo una carga pesada cuando su competencia es subsidiada. En una economía de mercado que funciona de manera adecuada, las mejores empresas—aquellas que son más innovadoras, eficientes y más populares entre los consumidores—ganan la mayor porción del mercado o aumentan sus ganancias, mientras que las empresas que hacen lo mismo en menor grado se contraen. Este proceso asegura que los recursos limitados sean utilizados de la manera más productiva.

Algunos fabricantes tradicionales estadounidenses de carros ahora están en graves problemas, pero la industria de automóviles en si no está en crisis. Aún si uno o todos los Tres Grandes fallaran, todavía habría muchas empresas sólidas de automóviles operando a lo largo de EE.UU. Los Tres Grandes actualmente constituyen poco más de la mitad de toda la producción de vehículos ligeros y poco menos de la mitad de todas las ventas de vehículos ligeros en EE.UU. El resto de la industria automovilística estadounidense incluye a Honda, Toyota, Nissan, Kia, Hyundai, BMW, y otros productores de marca extranjera que manufacturan sus vehículos en nuestro país. Estas empresas emplean trabajadores estadounidenses, pagan impuestos en EE.UU., apoyan a los negocios locales, contribuyen a caridades locales, tienen verdaderos intereses en juego en sus comunidades, y se enfrentan a la misma contracción cíclica de la demanda que los Tres Grandes. La diferencia es que ellos han estado haciendo más productos que los estadounidenses quieren comprar y superaran esta crisis sin asistencia alguna de los contribuyentes porque tienen estructuras de costo más eficientes.

La caída de los Tres Grandes es difícilmente un fenómeno reciente. Detroit ha estado perdiendo mercado desde hace décadas. Las SUVs y los camiones de Detroit ya no son populares con los consumidores. Los Tres Grandes fracasaron en diversificarse lo suficiente hacia carros para pasajeros que sean más confiables, eficientes y que tengan un diseño más agradable mientras que tuvieron grandes ganancias y tenían el dinero para hacerlo. Sus estructuras de costo infladas le han dado a los competidores que no son de Detroit una ventaja de $30 en costo por cada hora laboral.

¿Quiere pruebas de que la producción de automóviles sigue viva y saludable en EE.UU.? Solo observe el éxito de las operaciones de Honda en Ohio, las de Toyota en Kentucky, las de Nissan en Tennessee, las de BMW en Carolina del Sur, y las de Hyundai en Alabama, así como también la proliferación de nuevas plantas alrededor del país, tales como la nueva planta de Honda en Indiana y la nueva plata de Kia en Georgia.

Si uno o dos de los Tres Grandes desaparecen, hay gente que perdería sus trabajos. Eso es lo que sucede en una recesión económica, cuando las empresas menos competitivas son forzadas a contraerse. Pero el número de pérdidas de trabajos no sería ni remotamente cercano a aquel que Detroit nos está mencionando. Realmente, el fracaso de una o dos de las empresas productoras de autos más importantes mejoraría los prospectos para las empresas y trabajadores que permanecen en la industria. Si GM desaparece, la porción del mercado de Ford y Chrysler (sin mencionar aquella de los productores de marca extranjera) probablemente aumentará, mientras que ellos compiten para obtener a los anteriores clientes y a los mejores trabajadores de GM.

El salvataje que Detroit pide interferiría con el proceso de ajuste, mientras que haría nada para hacer a los Tres Grandes más competitivos. Una infusión de $25.000 millones para empresas que están perdiendo $6.000 millones cada mes no es un plan de rescate; es una forma costosa de postergar tener que lidiar con el problema.

Inyectarle $25.000 millones a los Tres Grandes sería un desperdicio de los dólares del contribuyente y también un impuesto para las empresas automovilísticas exitosas, tales como Honda y Toyota. De hecho, salvar a Detroit desalentaría a las empresas exitosas que podrían abrir nuevas plantas en EE.UU.

Para responder a las críticas, los demócratas en el Congreso hablan de un salvataje con “condiciones”. Pero inclusive un salvataje con condiciones presenta problemas.

Primero, el Congreso no sabe lo suficiente acerca del negocio automovilístico para dictar las condiciones de operación. “Las condiciones” que le ponen topes a la compensación para ejecutivos espantará al talento. Las condiciones que obligan a Detroit a producir vehículos de alto millaje cuando los precios del petróleo están cayendo derivará en una repetición de los errores pasados.

Segundo, las condiciones harán que sea más fácil para los Tres Grandes volver a pedir más ayuda federal luego de que se gasten los primero $25.000 millones. Sus directores podrán decir que han cumplido con las condiciones del primer salvataje, lo cual empeoró las cosas para ellos.

Salvar a Detroit no es necesario. Después de todo, esta es la razón por la cual tenemos un proceso de bancarrota. Si las empresas consideradas en el Capítulo 11 pueden ser salvadas, un juez de bancarrota entonces las ayudará a encontrar la forma. En el caso de las Tres Grandes, un proceso de bancarrota seguramente requeriría que estas disuelvan sus actuales contratos con sindicatos. Reinventar sus estructuras laborales es el cambio más importante que GM, Ford y Chrysler podrían hacer—y es el único cambio que muchos demócratas a favor del salvataje desean ignorar.

Los Tres Grandes, los Trabajadores Unidos de Automóviles (UAW, por sus siglas en inglés), la delegación para el Congreso de Michigan, la gobernadora de Michigan Jennifer Granholm, la directora del Congreso Nancy Pelosi, y el líder de la mayoría en el Senado Harry Reid todos saben que $25.000 millones no está ni remotamente cerca la cantidad de dinero requerida para resolver los problemas de Detroit. Los políticos deben saber que la bancarrota es el mejor camino para las empresas automovilísticas y sus trabajadores (de hecho, podría salvar alrededor de 100.000 trabajos). Pero también saben quién llena sus bolsillos de campaña, y el liderazgo del sindicato UAW está opuesto al Capítulo 11 ya que sus contratos laborales serían considerados tóxicos y eliminados por un juez de bancarrota.

La industria automovilística estadounidense necesita una sacudida, no un salvataje. Lo que estamos presenciando, desafortunadamente, es un intento de chantaje. Esperemos que no triunfe.

Daniel J. Ikenson

martes, 25 de noviembre de 2008

Autopsia prematura de la filosofía


La filosofía de nuestro tiempo sufre de los siguientes males: (1) reemplazo de la vocación por la profesión, y de la pasión por la ocupación; (2) confusión entre filosofar e historiar; (3) confusión entre profundidad y oscuridad; (4) obsesión por el lenguaje; (5) subjetivismo; (6) refugio en miniproblemas y jeux d’esprit [juegos de ingenio]; (7) formalismo sin sustancia y sustancia informe; (8) desdén por los sistemas: preferencia por el fragmento y el aforismo; (9) divorcio de los dos motores intelectuales de la cultura moderna: la ciencia y la técnica, y (10) desinterés por los problemas sociales. Veámoslos con detalle.


Diagnóstico. El primero de los males es la profesionalización excesiva. Antes, el filosofar era cosa de aficionados, de amantes de la sabiduría. Desde hace un par de siglos, la filosofía es una profesión como cualquier otra. Además, hoy hay tantos puestos de profesor de filosofía que, inevitablemente, muchos de ellos son ocupados por personas sin vocación. Para peor, están obligados a publicar para poder conseguir empleo o ascenso.

Con la comunidad científica ocurre otro tanto: está llena de funcionarios que, en otros tiempos, hubieran sido competentes artesanos, escribientes o abogados. El resultado inevitable de la profesiona-lización de la filosofía y de la ciencia es la pérdida de calidad.

El segundo mal es la confusión entre hacer filosofía y contar su historia. No hay duda de que el conocimiento del pasado de su disciplina es más importante para el filósofo que para el químico o el biólogo, porque muchos problemas filosóficos tienen raíces antiguas y siguen abiertos.

La historia de la filosofía es una herramienta para filosofar; pero ocurre demasiado a menudo que el medio se toma por fin. La consecuencia es que marchamos mirando para atrás. Esta es una aberración. Al fin y al cabo, los historiadores de la filosofía se ocupan de filósofos originales, no de historiadores de la filosofía.

El tercer mal es la confusión entre profundidad y oscuridad. Es verdad que es difícil entender un pensamiento profundo; pero también es verdad que es fácil hacer pasar una perogrullada, o incluso un absurdo, por un pensamiento profundo. Para esto basta utilizar expresiones confusas o retorcidas.

Por ejemplo, al escribir que “el mundo mundea”, que “el tiempo es originariamente la maduración de la temporalidad” y disparates similares, Martin Heidegger se hizo pasar por un pensador profundo. De no ser catedrático alemán, la gente lo habría tomado por loco, cuando no fue sino un charlatán.

El cuarto mal es la obsesión por el lenguaje, que aqueja tanto a los filósofos analíticos como a los existencialistas. Por supuesto que el filósofo debe cuidar el lenguaje, pero en esto no se distingue del matemático, el geólogo, el escritor o el periodista. Además, una cosa es escribir correctamente y con claridad, y otra tomar el lenguaje como tema central de la reflexión filosófica y, para peor, sin hacer caso de los trabajos de los expertos en la materia, o sea, los lingüistas.

Al filósofo no le interesa saber cómo se usa esta o aquella palabra en tal o cual comunidad lingüística. Sin duda, puede interesarle la idea general de lenguaje, pero solo como una de tantas ideas generales. Si se limita al lenguaje, irrita al lingüista y aburre a todos. El resultado es que no enriquece la lingüística ni la filosofía.

El quinto mal es el subjetivismo. Este es el conjunto de doctrinas filosóficas que niegan la realidad objetiva del mundo y la posibilidad de alcanzar verdades objetivas. Ejemplos modernos de subjetivismo son la fenomenología o egología (teoría del yo) de Husserl; la tesis positivista según la cual no hay hechos físicos, sino solo observaciones, y la tesis relativista conforme a la cual cada grupo social construye sus propias verdades, sin que haya modo racional de zanjar entre ellas.

El subjetivismo es comodísimo. Si el mundo es lo que yo imagino, no tengo por qué tomarme el trabajo de estudiarlo; y, si no hay verdades objetivas, no tenemos por qué esforzarnos por encontrarlas. El resultado neto es la devaluación de la investigación científica.

El sexto de los males que aqueja a la filosofía es la atención exagerada que presta a problemas ínfimos y a juegos académicos, tales como las especulaciones sobre mundos posibles. Esta preferencia por lo menudo justifica el viejo dicho cínico: “La filosofía es aquello con lo cual, y sin lo cual, el mundo queda tal y cual”.

El séptimo de los males anotados es el abuso del formalismo sin sustancia, y su complemento, el abuso de lo sustancioso informe. Quienes cometen el primer pecado suelen ser lógicos que creen que la lógica formal no solo es necesaria sino que basta para filosofar.

En el segundo pecado caen quienes no advierten que el tratamiento preciso de problemas profundos exige el uso de algunas herramientas formales lógicas o incluso matemáticas. (Ejemplos: la dilucidación y sistematización de los conceptos de significado y de verdad, de sistema y de emergencia de la novedad, de mente y de reducción.)

El octavo mal es el desdén por la construcción de sistemas filosóficos, so pretexto de que todos los sistemas anteriores, tales como los de Leibniz y Hegel, han fracasado. Esto es como renegar de la física porque cada una de las teorías físicas ha resultado defectuosa. Lo malo no es el esfuerzo de sistematización en sí, sino tal o cual resultado.

Necesitamos sistematizar nuestras ideas porque las ideas aisladas son apenas inteligibles, y porque el propio mundo es un sistema antes que un agregado de objetos desconectados. Una idea cualquiera “arrastra” o “atrae” a otras ideas, así como todo cuerpo atrae a otros cuerpos. Por ejemplo, la idea de negación es incomprensible sin las ideas de proposición y de afirmación.

A partir de Einstein, la idea de tiempo es incomprensible sin relación con las ideas de acontecimiento, materia y espacio. Por estos motivos, necesitamos sistemas conceptuales, o sea, teorías, y debemos construir puentes entre estas. La filosofía no escapa a la necesidad de sistematizar.

El noveno mal es el desinterés por la ciencia y la técnica. Este desinterés lleva a formular especulaciones escandalosamente anacrónicas. Ejemplos: la filosofía de la mente que ignora los hallazgos de la psicología y la neurociencia; la filosofía de la historia que no se da por enterada de las contribuciones de la escuela historiográfica francesa de los Annales, y la filosofía de la acción que no toma nota de los hallazgos de la politología ni de la técnica de la administración de empresas. Este desinterés hace que la filosofía actual sea rara vez de utilidad para la ciencia o la técnica.

Por último , la mayoría de los filósofos vive en la torre de marfil, sin interesarse por los problemas sociales. Por ejemplo, la mayoría de los éticos se desinteresa de los problemas morales que a todos nos plantean la tiranía y la guerra, la pobreza y el deterioro ambiental. Por consiguiente, sus análisis son de interés puramente académico.

Esperanza. En resolución, la filosofía de nuestro tiempo está aquejada de diez males. Cualquiera de ellos hubiera bastado por sí solo para postrarla; los diez morbos juntos la han puesto gravemente enferma; pero enfermedad no es lo mismo que muerte. Más aún, el diagnóstico acertado de una enfermedad precede al tratamiento eficaz, y por ello puede ser la primera fase de la recuperación.

La filosofía no morirá mientras queden personas curiosas por problemas generales cuya solución no tenga otra utilidad que la de ayudarnos a comprender la realidad, en particular al ser humano. El que no todos estos individuos sean catedráticos de filosofía, poco importará a la larga. Tampoco Descartes fue catedrático y, sin embargo, fue el padre de la filosofía moderna. Lo que realmente importa para la salud de la filosofía es mantener viva la curiosidad por las ideas generales. Como reza el dicho popular, “no está muerto quien pelea”.

Mario Bunge

Frase del Día


The total cost [of the American effort to help parts of its troubled economy] is more than $7 trillion. That equals about $24,000 for every person in the United States. That is nine times the cost of the wars in Iraq and Afganistan combined.

Bloomberg

lunes, 24 de noviembre de 2008

Tema polémico: la relación Costa Rica-China


La semana pasada vino a Costa Rica el Presidente de China, Hu Jintao. En relación con esto, en ASOJOD queremos comentar varios asuntos que vemos con mucha preocupación: los temas del dinero proveniente de ese país, la fiscalización de esos fondos, el TLC con esa nación y la política exterior costarricense.

Dinero chino: una tentación.

En primer lugar, es importante señalar que la Administración Arias está intentando cumplir sus promesas de campaña a partir de fondos prestados o regalados. Esto crea un problema de evaluación para el votante, pues no sabe si China o la Administración Arias es la responsable de la satisfacción de algunas de sus "demandas" y, por consiguiente, ignora si debe o no premiar al PLN en las siguientes elecciones.

Además, el boom de fondos chinos a disposición del gobierno de Costa Rica crea otros dos problemas importantes: por un lado, genera lo que podría llamarse una "ficción presupuestaria", pues hace creer a los tomadores y ejecutores de decisiones que hay mucho dinero disponible para gastar, y cuando eso pasa, la mente de muchos populistas empieza a sacar cálculos acerca de la relación entre las políticas públicas y la consecución de votos. Por el otro lado, al haber más dinero disponible, se aumenta el tamaño del Leviatán, en tanto se le dota de más recursos para que intervenga en la economía, distorsione las decisiones individuales y genere incentivos perversos para que algunos evadan sus responsabilidades.

¿Quién fiscaliza?

El segundo tema que abordamos es el de la fiscalización. Si, como sucedió con el caso de las consultorías del BCIE, los fondos son privados (donaciones), significa entonces que la Contraloría no puede ejercer fiscalización sobre ellos. Por supuesto puede decirse que entonces la fiscalización recae sobre el donante, en la forma y términos que este proponga. Sin embargo, queda la duda respecto a si China tendría interés en vigilar el buen uso de ese dinero, o si estableció mecanismos para su control, por lo que entonces la preocupación se enfoca hacia la pregunta de si puede o no el Gobierno costarricense hacer uso discrecional de ese dinero, sea para pagar salarios, cumplir promesas de campaña o lo que mejor crea conveniente.

Sobre este mismo asunto, si no está clara la fiscalización ¿cómo evitar que este dinero sea aprovechado por personas corruptas? Los casos relacionados con el préstamo finlandés así como la experiencia en otras latitudes no dejan un buen sabor de boca a este respecto, pues para nadie es un secreto que muchas veces la cooperación internacional ha servido para engrosar las cuentas de algunos políticos corruptos, como el continente africano muy bien lo ejemplifica.

Ahora, siempre en el tema de los fondos públicos, si por el bien de la discusión decimos que el dinero chino no es público y que, como donante, China establece mecanismos de control y que el Gobierno costarricense tienen autorización para gastar como mejor le parezca ese dinero, queda todavía una interrogante: ¿a dónde está el dinero que el Estado costarricense recauda? ¿Está guardado, gastado, generando intereses? Porque si bien los fondos chinos vendrían a servir para satisfacer necesidades de gasto que tiene el Estado costarricense, la recaudación de impuestos no ha cesado. Entonces ¿dónde queda la necesidad de racionalizar el gasto y de tener disciplina fiscal y orden financiero, si el Estado puede pedir subsidios vía donaciones y préstamos? ¿Para qué el engorroso camino de calibrar y recaudar impuestos si está la sempiterna generosidad del gigante asiático?

A lo anterior podemos sumarle una implicación política bastante seria. Si no está claro el control sobre el gasto de ese dinero donado o prestado ¿cuál es el papel que desempeña la oposición (PAC, PUSC y ML)? Si seguimos a Pasquino y Massari, comprenderemos que la oposición tiene como papeles fundamentales en un régimen democrático, la crítica, el control y la alternativa al oficialismo, pero si las herramientas jurídicas la atan de manos ¿cómo podemos esperar su buen funcionamiento? Este tipo de prácticas, evidentemente, flaco favor le hacen a la institucionalidad, al Estado de derecho y a la democracia costarricense.

¿Quién da más?

El tercer punto que deseamosa traer a colación es el de la política exterior costarricense a este respecto. Ya en ASOJOD habíamos hablado sobre el caso de las relaciones diplomáticas con China y habíamos expresado nuestro malestar, en tanto se trata de un país cuyas políticas internas no concuerdan con el lineamiento definido por Costa Rica: democracia, derechos humanos, defensa de la libertad, paz.

Y como si la imagen de contradicción que está dando nuestro país al entablar relaciones diplomáticas con ese país no fuera suficiente, todavía venderse al mejor postor nos deja como la concubina del sistema internacional. Para muestra un botón: Costa Rica había recibido de Taiwán la friolera de $59,5 millones regalados entre 2000 y 2005 y $341 millones prestados en condiciones favorables para el mismo periodo. Pero luego, China empezó los coqueteos y Costa Rica se vendió a un mejor postor: ese país le ha dado al nuestro, en poco más de un año de tener relaciones, la suma de $430 millones y siguen contando, pues hay más promesas pendientes, en especial una línea de crédito que el Banco de Desarrollo de China dará a los bancos costarricenses como forma de "paliar" (¿?) las consecuencias de la actual crisis financiera internacional.

¿Que nos dice eso? Que la Administración Arias está aplicando muy bien la frase que don Oscar citó en uno de sus discursos: "nunca hay viento favorable para quien no sabe hacia donde va". Como es evidente, el Gobierno está adaptando las velas del barco que el capitán prometió dirigir, aunque las modificaciones sean contradictorias y dejen mal parado al país en la escena internacional. ¿Qué pasará ahora? Si los talibanes dan más de $430 millones, nos asociaremos con ellos? ¿Si Hugo Chávez sobrepasa la cantidad "mágica" se implantará una sucursal de la revolución bolivariana en Costa Rica?

TLC: una oportunidad

No todo es negativo respecto a la relación con China, pues al menos existe la posibilidad de negociar un TLC con ese país, aunque seguimos sosteniendo que no es necesario establecer lazos diplomáticos para iniciar relaciones comerciales. Sin embargo, este TLC nos parece que es una gran oportunidad para los costarricenses, pues tendremos la posibilidad de obtener productos a precios más cómodos y así satisfacer nuestras necesidades de consumo, así como la opción de explorar nuevos nichos de mercado y colocar bienes y servicios en un mercado gigante, lo cual se traduciría en más empleos y más beneficios para los costarricenses.

Sin embargo, los antecedentes inmediatos respecto a TLC's no son muy halagueños en nuestro país. Acabamos de salir de cuatro años discutiendo uno y ya, con dos en camino (UE y China), los enemigos del libre comercio no han descansado ni un momento. Por ahí ronda la sombra del proteccionismo y el mantenimiento de subsidios. Algunos empresarios podrían pedir ser excluidos, y con la excusa de no poder competir con los volúmenes de producción y precios baratos de los chinos, seguirán sometiendo al consumidor a aceptar sus malos bienes o servicios. No obstante, si se justifica el miedo a productos baratos de China, también se deberá justificar el miedo a tecnología que reduce precios o aumente calidad o al comercio con otros países, en suma, el miedo al progreso y al cambio. También podrían surgir algunos mercantilistas que pretendan usar al Estado costarricense para finaciar sus exportaciones y llegar al mercado chino. Esperemos que esto no pase y que los proteccionistas locales no acaben con tan buena oportunidad tanto para los consumidores como para los verdaderos empresarios que no tienen miedo a competir.

El TLC con China sería muy provechoso si en realidad es libre comercio, es decir, nada de favoritismos, proteccionismos, tasas, cuotas, permisos, privilegios, etc. Y vemos con buenos ojos que China no esté condicionando la firma del TLC a la ratificación de acuerdos de la OIT, OMC, etc, lo cual es una buena forma de respetar la soberanía costarricense. Pero más que soberanía nacional, lo que en ASOJOD reivindicamos es la soberanía del consumidor: es decir, que se nos permita a cada uno de nosotros tomar las decisiones respecto a precio, calidad, cantidad, etc. Si algunos empresarios (como la Cámara de Industrias) salen diciendo que es necesario impedir la entrada de algunos productos chinos, por diversas razones, entonces ¿qué seguirá después? ¿la Cámara de Industrias protegiéndonos de leer ciertos libros o visitar algunos lugares?

En ASOJOD hemos querido presentar todos estos puntos para la reflexión, esperando que motiven el análisis crítico respecto a las relaciones con China y enfatizando en algunos aspectos legales, políticos, financieros y comerciales que nos parecen importantes a la hora de analizar tal nexo.


domingo, 23 de noviembre de 2008

La libertad y los pobres


Discurso de recepción del Premio a la Libertad 2008, entregado en la ciudad de Fráncfort, por la Friedrich-Naumann-Stiftung für die Freiheit, el pasado 8 de noviembre

Recibo con alegría y gratitud el “Premio a la libertad” que me concede la Fundación Naumann. La palabra que designa este generoso reconocimiento –libertad- sintetiza tantos progresos alcanzados en el desarrollo de la civilización y tantas aspiraciones humanas que han hecho avanzar la historia que, quien recibe un premio semejante, sólo puede sentirse abrumado por la responsabilidad que se pone sobre sus hombros. Demás está decir que lo recibo con humildad y como un mandato de rigor y de autenticidad en mi trabajo intelectual.

Existe un prejuicio interesado sobre el tema de la libertad que, recuerdo, estaba muy en boga en mis años juveniles, llenos de veleidades de utopista social: que la libertad es una hija del privilegio, que sólo disfrutan de ella los ricos y los poderosos, en tanto que para los pobres no es más que un embeleco y un hechizo, sin verdad y sin sustancia, porque, eso decíamos, ¿de qué podría servir la libertad a quienes luchan desesperadamente por la mera supervivencia? ¿Libertad para morirse de hambre? ¿Libertad para el desempleo, la explotación y la marginación?

Quisiera refutar esa antigua falacia, mostrando, con dos ejemplos concretos, dos historias de pobres, ocurridas en mi país, el Perú, cómo, en contra de esa idea prejuiciosa de la libertad, ésta, cuando existe y es aprovechada, puede ser el instrumento más rápido y eficaz para derrotar a la pobreza de la única manera que es posible hacerlo: creando riqueza.

La primera historia es la de una familia cuyo nombre es difícil de memorizar, los Añaños, ya que ese par de eñes crean serios problemas fonéticos a los extranjeros. Pero vale la pena hacer el esfuerzo de recordarlo porque la extraordinaria aventura de la familia Añaños –que parece vivida para ilustrar las ideas que promovemos los liberales- debe ser divulgada como un ejemplo de lo bien que le podría ir a América Latina si los demagogos la emularan en vez de gastar sus energías manifestándose contra la globalización o amenazando, a la manera del boliviano Evo Morales y del venezolano Hugo Chávez, con aniquilar a la cultura occidental, dos maneras de perder el tiempo equivalentes a escupir a la luna o protestar contra la ley de gravedad.

Eduardo y Mirta Añaños tenían una pequeña chacra en la ladera oriental de los Andes, en el interior de Ayacucho, el empobrecido departamento donde nació el movimiento maoísta de Sendero Luminoso –la región peruana que más sufrió en muertos y desaparecidos y en daños materiales en los ochenta, los años del terror. Ese fundo fue asaltado y devastado por un destacamento revolucionario. La pareja y sus hijos escaparon ilesos, pero, en vez de huir hacia la costa como hicieron decenas de millares de familias campesinas y de clase media, se refugiaron en su pequeña vivienda de la ciudad de Ayacucho, dispuestos a sobrevivir el infortunio.

¿Cómo ganarse la vida en esa tierra asolada por el terrorismo y el contra-terrorismo, que de ser pobre pasó en los años ochenta a miserable, con millares de desocupados y marginales mendigando por las calles? Los Añaños estudiaron el entorno y advirtieron que, debido a las acciones terroristas, los ayacuchanos se habían quedado sin bebidas gaseosas. Los camiones de Coca Cola y Pepsi Cola, provenientes de Lima, que subían por la carretera central eran continuamente atacados por los senderistas o por delincuentes comunes que se hacían pasar por guerrilleros, y, hartas de las pérdidas que ello les significaba, las respectivas compañías cesaron los envíos o los espaciaron de tal manera que las bebidas que llegaban resultaron insuficientes para cubrir la demanda local. Uno de los cinco hijos de Eduardo y Mirta Añaños, Jorge, ingeniero agrónomo, elaboró la fórmula de una nueva bebida. La familia hipotecó la vivienda, se prestó dinero aquí y allá, y reunió 30 mil dólares. Con esa suma fundó Kola Real en 1988 y comenzó a fabricar gaseosas en el patio de su casa. La familia embotellaba ella misma la bebida en botellas variopintas y las etiquetaba.

Veinte años después los analistas de Wall Street calculan que esa empresa familiar, nacida en tan precarias condiciones, tiene ingresos anuales que superan los mil millones de dólares, y que su competencia, en el Perú, Ecuador, Venezuela y México, en cuatro países centroamericanos y hasta en Tailandia, está creando serios problemas a los gigantes norteamericanos de la Coca Cola y la Pepsi Cola, a los que la agresiva irrupción de la gaseosa peruana en esos países –y, sobre todo, en México, el segundo país consumidor de bebidas no alcohólicas en el mundo después de los Estados Unidos- ha comenzado a encogerles los mercados de manera dramática, obligándolos a reducir precios y a multiplicar las campañas publicitarias. En Perú, Kola Real tiene casi el 20% del consumo; en Venezuela, el 14%, y en México, donde los Añaños entraron apenas el año 2002 instalando una planta ultramoderna en las afueras de Puebla, el 6%. Los Añaños emplean a unos ocho mil trabajadores en el centenar de plantas de distribución que poseen en el mundo.

¿Cuál ha sido el secreto del éxito de esta emprendedora familia? La calidad del producto ante todo, me imagino. (Personalmente, detesto el gusto dulcete y la efervescencia de todas las gaseosas del mundo pero cuando la Kola Real se ponga a mi alcance la probaré, qué remedio). También, la sagacidad con que estudió las condiciones del mercado y se adaptó a él, ofreciendo, primero a los empobrecidos ayacuchanos y luego a los peruanos, ecuatorianos, venezolanos, centroamericanos y mexicanos golpeados por la recesión, una gaseosa más económica que las otras y en envases más abundantes. Para poder ofrecer el producto a precios tan atractivos, Kola Real reduce drásticamente sus gastos generales, gastando lo mínimo en publicidad, adoptando un régimen de extremada austeridad en sus locales –la joya de la corona que es la fábrica de Puebla luce como un espartano convento- y montando sus propias redes de distribución en vez de ceder ésta a concesionarios.

Donde la batalla de la competencia entre Kola Real y Coca Cola y Pepsi Cola tuvo contornos más llamativos fue México. Pues en este país la Coca Cola obtenía hasta hace poco un 11% de sus ganancias mundiales. Kola Real lanzó allí su botellón de Big Cola, de 2.6 litros, a un precio de 75 centavos de dólar, muy por debajo de la botella de la Coca Cola, de 2,5 litros, que se vendía a 1 dólar 30, es decir algo más de medio dólar más cara. El gerente de Kola Real en México, Carlos Añaños Jeri, explicó a The Economist que los 600 camiones de la compañía llevaron en el año 2003 las bebidas de la empresa a 24 centros de distribución, que servían a unos 100 mil puestos de venta. En el plan previsto por la compañía estos puestos crecerían hasta 900 mil en cinco años.

No iba a ser fácil. Los periodistas de The Wall Street Journal entrevistaron a tiendas y almacenes de la capital mexicana y comprobaron que la Coca Cola se había movilizado enérgicamente ofreciendo gangas e incentivos a muchos de sus clientes para que retirasen la Big Cola de sus vitrinas y se proveyeran exclusivamente de su bebida, política por la que la empresa mereció el año 2003 una severa reprimenda de la Comisión Federal de México que regula la limpieza de la competencia. ¿Terminaría derrotando el David peruano de las gaseosas al Goliat estadounidense o acabaría éste por absorber a su insolente competidor poniendo sobre la mesa una suma vertiginosa de 500 millones o un billón de dólares? Nada de eso ocurrió. La Big Cola sigue firmemente enraizada en el mercado mexicano y creciendo el número de sus consumidores cada día más.

Para la moraleja de esta historia no importa nada como termine la saga de los Añaños. Lo importante de ella es cómo empezó y hasta dónde ha llegado. Que una familia humilde y prácticamente sin otros recursos que su ingenio y su voluntad de trabajar haya encontrado en un mercado tan saturado como el de las gaseosas un nicho donde colarse y desarrollarse y prosperar de la fantástica manera en que lo ha hecho, sólo muestra algo que muchos sabíamos, pero que todavía muchos más ignoran o se empeñan en América Latina, por prejuicios ideológicos, en negar: que en un mercado abierto a la competencia siempre hay sitio para las empresas dotadas de un espíritu verdaderamente emprendedor y de un olfato certero para detectar las necesidades de los consumidores. Y que es, por lo tanto, una flagrante mentira que las grandes trasnacionales estrangulen a las pequeñas empresas e instalen siempre, a la corta y a la larga, el monopolio. (Esto sólo ocurre cuando los gobiernos corruptos o ineptos lo permiten). Y cómo el éxito de un empresario que gana puntos sobre sus competidores favorece al conjunto de la sociedad reduciendo los precios y obligando a aquellos a mejorar la calidad del producto y los servicios para no perder clientes o ser expulsados del mercado.

¿Cuántos puestos de trabajo ha creado Kola Real hasta ahora en la docena de países donde opera? A los ocho mil que he mencionado hay que añadir, claro está, los trabajos indirectos que genera, otros varios miles más. A la vez que creaba empleo y riqueza, la empresa ha inyectado una corriente dinámica de creatividad en un ramo de la economía que parecía adormecido en los brazos de los dos grandes gigantes que se repartían a los bebedores de gaseosas. La que representan los Añaños es una cara del capitalismo que en América Latina prácticamente es desconocida o negada: su cara popular, sus raíces humildes, esos campesinos expulsados de sus tierras por la guerra o la sequía o los tinterillos, y de los obreros que perdieron sus salarios porque las fábricas quebraron o se quemaron o las saquearon, y debieron inventarse un trabajo para poder comer, y, del mismo modo que lo hizo esa familia ayacuchana, abrieron talleres, tiendas, artesanías, comercios, fábricas, enfrentándose a los abrumadores obstáculos que la burocracia, el mercantilismo y la desconfianza, cuando no el odio de los Estados hacia la empresa privada y el mercado, han puesto en el camino de los desvalidos latinoamericanos que no tienen padrinos y quieren, en vez de ser parásitos del Presupuesto, trabajar por cuenta propia.

Es verdad que no muchos tienen el éxito de los Añaños. Pero muchos más lo tendrían si en América Latina y el resto del Tercer Mundo hubiera una política que, en vez de desalentar y hostilizar, alentara la iniciativa individual y celebrara el éxito de una empresa, de un empresario, como un logro del conjunto de la sociedad, como un beneficio de toda la ciudadanía, en vez de recibirlo con desconfianza, rencor y envidia. Es verdad que en América Latina muchas veces el éxito empresarial no resulta del talento y el esfuerzo sino del privilegio, de las corruptelas entre gobiernos y empresarios que terminan pagando los desamparados consumidores. Pero eso ocurre, en gran parte, por el miedo cerval hacia el mercado, hacia la libre competencia, es decir a la libertad, por los tentáculos que el Estado proyecta por todos los resquicios de la vida económica, asfixiándola y corrompiéndola. Ahora que, aquí y allá, el populismo de ingrata memoria y trágicas credenciales comienza a rebrotar una vez más en tierras latinoamericanas –Venezuela a la cabeza del error-, vale la pena divulgar por el continente la historia de la familia Añaños, como una vívida recordación de lo que podría ser América Latina, si, como esos valientes ayacuchanos, se lo propusiera.

Mi otra historia de pobres tiene también nombre propio: Aquilino Flores. Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía doce años y sabía que su tierra, Huancavelica, otro de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio veinte y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las veinte camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡diez mil dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los diez mil dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no solo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de cien millones de dólares y que da empleo directo a unas cinco mil personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas treinta mil. Cuenta con treinta y cinco almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas doce horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre los Añaños y sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (“Lecciones de los pobres”), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, nacieron sin capital alguno como las de los Flores y los Añaños, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias, contribuyendo así al progreso de sus países. Este libro estimulante y práctico muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.

Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria –los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues el Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, o como la familia Añaños cuando llenaba botellas y las etiquetaba en la cocina de su casa, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de Lessons from the Poor son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad.

Francfort, noviembre de 2008

Mario Vargas Llosa


sábado, 22 de noviembre de 2008

Frase del Día


The social will may be most truly realized when the greatest measure of sovereignty is vested in consumers.

Bill Hutt, 1936

La cita es el texto inicial del capítulo "Consumers' Sovereignty" del libro "Economists and the Public" (página 257 de la edición de 1990 de Transaction Publishers). Es con ese texto que Hutt acuñó el término "soberanía del consumidor".

La perspectiva de la elección pública


En varias ocasiones durante los últimos años he ofrecido mi interpretación de la historia, el desarrollo y el contenido del campo de la elección pública. La palabra misma "perspectiva" que aparece en este título ayuda en tanto que me permite llamar la atención de alguna manera sobre los comentarios generales que deseo hacer.

Permítaseme comenzar diciendo lo que no es la perspectiva de la elección pública. No es un "método" en el sentido usual del término; es decir, no es un conjunto de herramientas, ni una aplicación particular de las herramientas estándar con métodos estándar, aunque nos estamos acercando ligeramente a esta última descripción. La elección pública es una perspectiva acerca de la política que surge de una extensión y aplicación de las herramientas y métodos de los economistas a la toma de decisiones públicas o colectivas. Sin embargo, este enunciado en sí mismos es inadecuado en términos descriptivos, ya que, para alcanzar tal perspectiva de la política, se requiere una aproximación particular a la economía. En la discusión siguiente me referiré a dos aspectos separados y bien diferenciados de los elementos de la perspectiva de la elección pública. El primer aspecto es una aproximación generalizada de las catálisis a la economía. El segundo es el postulado más familiar del homo economicus acerca del comportamiento individual. Estos dos elementos, como intentaré demostrar, ingresan con pesos diferentes en las distintas vetas de la teoría de la elección pública, definida de manera inclusiva.

Catalaxia, o la economía como la ciencia de los intercambios

¿Qué deben hacer los economistas? Mi respuesta a esa pregunta ha sido y es: urgirnos a exorcizar el paradigma de la maximización del lugar dominante que ocupa en nuestra caja de herramientas; a dejar de definir nuestra disciplina, nuestra ciencia, en términos del límite de la escasez; a que cambiemos la misma definición, incluso el propio nombre de nuestra ciencia; a dejar de preocuparnos tanto acerca de la asignación de recursos y de la eficiencia a concentrarnos en los orígenes, las propiedades y las instituciones del intercambio, consideradas en términos amplios. La propensión que sentía Adam Smith hacia el trueque y el intercambio de una cosa por otra, se convierte en el punto de partida adecuado para nuestra investigación y nuestras pesquisas.

La manera de aproximarse a la economía que he preconizado y sigo preconizando era llamada por algunos de sus proponentes decimonónicos "cataláctica", la ciencia de los intercambio. Más recientemente, el profesor Hayek ha sugerido el término "catalaxis", el cual, según él se aproxima más a los orígenes griegos de la palabra. Esta manera de ver la economía, como tema de investigación, llama nuestra atención directamente sobre el proceso de intercambio, comercio o acuerdo contractual. Asimismo, introduce necesariamente en los inicios de la discusión el principio de un orden o coordinación espontánea, que es, como he sugerido a menudo, quizá el único principio real de la teoría económica como tal.

Bien podría seguir con una elaboración y una defensa de esta aproximación a la teoría económica, pero ésta no es mi misión aquí. También podría preguntarse qué tiene que ver este argumento metodológico con la perspectiva de la elección pública, cuyo tema nos trae aquí. Mi respuesta es directa. Si tomamos en serio la catalexis, aparecerá en forma bastante natural el intercambio complejo tanto como el simple, definiendo al primero como el proceso de acuerdos contractuales que va más allá del número mágico "2" de los economistas, más allá de la simplicidad de dos personas, del escenario simplista del intercambio de dos artículos. El énfasis se desplaza directa e inmediatamente, hacia todos los procesos de acuerdo voluntario entre las personas.

De este cambio de la perspectiva de aquello sobre lo que debería versar la economía, se sigue inmediatamente una distinción natural entre "economía" como una disciplina, y la política o "ciencia política". No hay fronteras que puedan trazarse entre la "economía" y la "política" o entre "mercados" y "gobiernos", y tampoco los economistas limiten sus investigaciones al comportamiento de personas dentro de los mercados, a las actividades de comprar y vender en sí mismas. Mediante una extensión más o menos natural de la manera cataláctica de ver las cosas, los economistas pueden contemplar la política, y el proceso político, en términos del paradigma del intercambio. En tanto la acción colectiva se modele, con los tomadores de decisiones individuales como unidades básicas, y en tanto se conciba en lo fundamental que dicha acción colectiva refleja intercambios o acuerdos complejos entre todos los miembros de una comunidad significativa de personas, tal acción o comportamiento o elección puede fácilmente quedar cubierto bajo el paraguas de la catalaxia. En esta inclusión no hay, como tal, un "imperialismo de los economistas". Aun así persiste una distinción tajante entre la "economía como catalaxia" y la "política" o "ciencia política". Esta última, es decir la política como una disciplina académica de investigación, se encargaría de todo el universo de relaciones no voluntarias entre las personas, aquellas relaciones que entrañan poder o coerción. Cosa curiosa, esta línea divisoria entre las dos áreas de las ciencias sociales de investigación, es la misma que la propuesta por algunos científicos de lo político y por sociólogos, por ejemplo, Talcott Parsons.

Casi cualquier relación empíricamente observada entre personas incorporará algunos elementos catalácticos y otros elementos de poder. El escenario idealizado de la competencia perfecta se define en parte precisamente para poder describir una situación en la cual ninguna persona tiene poder sobre alguna otra. En el mundo en que todos y cada uno de los compradores de todos y cada uno de los productos y servicios confrontan a muchos vendedores entre quienes pueden preferirse sin costo, y en el que todos y cada uno de los vendedores de todos y cada uno de los productos o servicios confronta a muchos compradores entre quienes puede preferir sin costo, ninguna persona ejerce poder sobre ninguna otra. En un escenario así, el "poder económico" carece de significado o contenido.

No obstante, conforme nos alejamos de este ideal conceptual, a medida que las rentas, elementos de poder y de coerción potenciales comienzan a ser susceptibles de análisis mediante algo más que la catalaxia pura. No pretendo detenerme sobre la multitud de variantes institucionales bajo las cuales pueden coexistir los elementos de intercambio y de poder. Establezco esta distinción categórica sobre todo para sugerir que la perspectiva de la economía como una catalaxia, la cual es una extensión bastante natural de los escenarios institucionales en donde las personas interactúan colectivamente, nos ofrece una manera de mirar la política y los procesos gubernamentales, una "ventana diferente", para ampliar la metáfora de Nietzsche. Además, en un sentido muy amplio, de esto trata la perspectiva basada en la elección pública acerca de la política; una forma diferente de ver el proceso político, cualitativamente distinta de la manera de ver que surge desde la perspectiva de la política como poder.

Obsérvese que al aplicar la perspectiva de la catalaxia a la política, o al aplicar la elección pública, para emplear un término más familiar, no necesitamos y de hecho no debemos incurrir en el error de implicar, inferir o sugerir que los elementos de poder en las relaciones políticas quedan expulsados por una especie de magia metodológica. La perspectiva de la elección pública, que modela la política en última instancia basada en el paradigma de intercambio, no necesariamente nos ofrece un conjunto de hipótesis empíricamente refutables en el sentido de que la política y el proceso político sean exclusiva ni siquiera principalmente reducibles a un intercambio complejo, un contrato o un convenio. Debería resultar evidente que los elementos de renta pura, y por ende de poder, se ejercen con mayor facilidad en escenarios de intercambio complejo que en aquellos de intercambio simple, y por tanto más fácilmente en relaciones entre muchas personas que en intercambios entre dos personas, más en manejos políticos que en manejos del tipo de los de mercado. Así pues, una división apropiada de la labor científica requeriría de la disciplina de la ciencia política para concentrar mayor atención en los manejos políticos y que la economía concentrara mayor atención en los manejos de mercado. Aun así, hay muchas contribuciones importantes por hacer mediante las extensiones de ambas perspectivas a lo largo de todo el espectro de las instituciones. En este sentido, la perspectiva de la elección pública acerca de la política se vuelve similar a la perspectiva de poder económico sobre los mercados.

Pueden desprenderse importantes implicaciones normativas de la perspectiva de la elección pública sobre la política, implicaciones que a su vez conllevan una manera de ver la reforma institucional. En la medida en que el intercambio voluntario entre personas se valora positivamente mientras que la coerción se valora en términos negativos, surge la implicación de que es deseable la sustitución de lo último por lo primero, suponiendo, claro está, que dichas sustitución sea tecnológicamente factible y que los recursos empleados no sean prohibitivos. Esta implicación nos da el empuje normativo que explica la propensión que tiene los economistas de la elección pública a favorecer manejos como los del mercado cada vez que ello sea factible, y a favorecer una descentralización de la autoridad política en las situaciones apropiadas.

No obstante, aun sin las implicaciones normativas, la perspectiva de la elección pública sobre la política dirige nuestra atención directamente hacia una forma de emprender reformas que surge desde la perspectiva del poder. En la medida en que las interacciones políticas entre las personas se modelen como un proceso complejo de intercambio, en el cual las entradas sean evaluaciones o preferencias individuales y el proceso mismo se conciba como el medio a través del cual estas preferencias posiblemente divergentes se combinen o amalgamen de alguna manera para conformar patrones o resultados, se vuelve más o menos necesario que la atención se dirija hacia el proceso de interacción mismo y no hacia alguna evaluación trascendente de los resultados en sí mismos. ¿Cómo se hace "mejorar" a un mercado? Lo que se hace es facilitar el proceso de intercambio, mediante una reorganización de las reglas del intercambio, contrato o acuerdo. Los procesos de intercambio de tipo mercantil no se "mejoran" o "reforman" mediante reacomodos arbitrarios de los resultados finales.

La perspectiva constitucional, con la cual he estado asociado tan de cerca, surge en forma natural del paradigma o programa de investigación de la política como un intercambio. Para mejorar la política, es necesario mejorar o reformar las reglas, la red de intereses en la cual el juego de la política se desarrolla. No se quiere sugerir que esta mejoría resida en la selección de agentes moralmente superiores quienes emplearán sus facultades de alguna manera en el "interés del público". Un juego se describe por su reglas, y la única forma de producir un juego mejor es cambiar esas reglas. Precisamente esta perspectiva constitucional, la cual emerge de esta perspectiva más omnicomprensiva de la elección pública y las cuestiones políticas de actualidad. Como economista, siempre me ha parecido difícil proferir consejos acerca de políticas particulares, por ejemplo, proponer tal o cual cambio en la ley de los impuestos. Por otra parte, y en contraste, sí siento que es de la competencia del economista analizar regímenes constitucionales alternativos o conjuntos de reglas y discutir el funcionamiento predecible de arreglos constitucionales distintos. Así pues, personalmente me he visto involucrado, tanto directa como indirectamente, en varias propuestas de cambios constitucionales que se han realizado en los setenta y a principios de los ochenta, como las proposiciones 1 y 13 en California en 1973 y 1978, respectivamente (la primera no tuvo éxito y la segunda sí), y la proposición 2 1/2 en Massachusetts y la proposición 6 de Michigan. Al nivel del gobierno federal, he participado en las propuestas de enmienda constitucional para garantizar presupuestos balanceados, y en propuestas concomitantes de límites a los impuestos o a los gastos, así como cambios propuestos al régimen monetario básico.

Permítaseme regresar a la sugerencia de más arriba al efecto de que la perspectiva de la elección pública llama directamente la atención y enfatiza las reglas, o constituciones, la elección constitucional y la elección entre reglas distintas. El libro The Calculus of Consent (1962) (El cálculo del consenso) fue el primer esfuerzo por derivar lo que Gordon Tullock y yo llamábamos "una teoría económica de las constituciones políticas". Por supuesto, dicho esfuerzo hubiera sido imposible sin la perspectiva metodológica que nos ofrece la economía como intercambio, o catalaxia. Los maximizadores de las funciones de bienestar social, nunca hubieran podido escribir un libro así, y de hecho, aún hoy en día los maximizadores de tales funciones no pueden entender de qué trata el libro.

He identificado el primer elemento o aspecto de la abarcadora perspectiva de la elección pública como la manera cataláctica de aproximarse a la economía, el paradigma de la economía como intercambio. Me he referido a los economistas decimonónicos que insistieron en un marco cataláctico para reforzar sus investigaciones. Cometería un error si en este punto no mencionara que mi perspectiva económica surgió no de una investigación directa acerca de la metodología económica sino más bien desde la perspectiva constitucional de la elección pública que adquirí de Knut Wicksell. Con frecuencia he señalado que Wicksell es el precursor primario de la teoría moderna de la elección pública. Ya en 1896 Wicksell advirtió la falsedad de la presuposición de que nosotros, como economistas, damos consejos al déspota benévolo, a la entidad que, de hecho, internará maximizar una función de bienestar social. Wicksell aconsejaba que, si se desea reformar la política económica, debemos observar las reglas mediante las cuales se realizan las decisiones de la política económica, debemos observar la constitución misma. Esta noción de Wicksell de la "política como un intercambio complejo" fue el estímulo que me hizo mirar más de cerca las presuposiciones metodológicas de la economía misma, que en realidad no había cuestionado independientemente.

Homo Economicus

El segundo elemento que identifiqué en la abarcadora perspectiva de la elección pública al comienzo de este ensayo es el postulado del comportamiento comúnmente conocido como el homo economicus: los individuos son modelados para comportarse de tal manera que maximizan utilidades subjetivas ante las restricciones que enfrentan, y, si el análisis ha de llegar a ser operativo, es necesario establecer argumentos específicos en las funciones de utilidad. Se hace necesario modelar a los individuos como antes que persiguen sus propios intereses personales, estrechamente definidos en términos de posiciones netas de riqueza, mesurables, tanto predecibles como esperadas.

Claro está que este postulado conductual es parte y parcela de la herencia intelectual de la teoría económica, y la verdad de las cosas es que ha servido bien a los economistas. Proviene de las contribuciones originales de los economistas clásicos mismos, cuyo gran descubrimiento fue que los individuos que actúan movidos por intereses propios pueden generar, sin advertirlo, resultados que sirvan al interés global "social" dada una red apropiada de leyes e instituciones. De estas raíces del siglo XVIII ha crecido en la dependencia de los economistas y de la economía en el postulado del homo economicus, la confianza para analizar el comportamiento de las personas que participan de distintas maneras en los mercados, y, mediante esto, para analizar el funcionamiento de las instituciones de mercado mismas.

No se desarrolló ningún postulado comparable para el comportamiento de las personas en sus capacidades o papeles políticos o de elección pública, sea como participantes del proceso electoral o como agentes activos del cuerpo político. No surgió un postulado de este tipo ni de los economistas clásicos ni de sus sucesores. No existía ninguna "teoría económica de la política" que se derivara del comportamiento de elección individual.

En retrospectiva, podríamos haber esperado que los economistas desarrollaran una teoría de este género, como una extensión más o menos obvia de su postulado del homo economicus llevándolo de los mercados a los escenarios de las instituciones colectivas. Una vez que los economistas volvieron su atención hacia la política, debieron, o al menos eso nos parece hoy, haber modelado a los electores públicos como maximizadores de utilidades. ¿Por qué no lo hicieron así? ¿Pero por qué fallaron de modo similar sus descendientes del siglo XX, a pesar de algunos modelos sugerentes propuestos por postrimerías del siglo XIX? Mi propia interpretación de esta falla al paradigma de la maximización-escasez-asignación-eficiencia, un paradigma que difiere en esencia de lo que abarca la economía clásica, y que aleja la atención del comportamiento individual en los contratos de intercambio hacia alguna norma de asignación presumiblemente objetivable que se mantiene conceptualmente independiente de la elección. Para el tercer decenio de este siglo la teoría económica se había desplazado hacia una disciplina de matemáticas aplicadas, no de catalaxia. Aún los mercados llegaron a ser concebidos como "dispositivos de cálculo" y "mecanismos" que podían o no asegurar resultados idealizados de asignación. En la base, los mercados no se concebían como instituciones de intercambio, de las que emergen resultados a partir de interacciones complejas de intercambio. Sólo bajo este paradigma moderno de la teoría económica podrían tomarse en serio los absurdos totales de las estructuras socialistas idealizadas de Lange-Lerner, como de hecho lo fueron, y por desgracia lo siguen siendo entre muchos practicantes de la economía. Podemos bien preguntar: ¿Por qué los economistas no se detuvieron a reflexionar acerca del por qué los administradores socialistas tendrían que comportarse según las reglas idealizadas? O, para avanzar un poco la discusión en el tiempo, ¿por qué los economistas de los treinta, los cuarenta, los cincuenta y hasta los de los sesenta tomaron en serio la teoría política keynesiana? ¿Por qué fueron incapaces de ver el hecho elemental de que los políticos electos buscarán cualquier pretexto para crear déficit presupuestarios? Todo esto parece tan sencillo en retrospectiva, pero no debemos subestimar las dificultades, y de hecho los costos morales, que entraña un genuino desplazamiento de paradigma, en la forma misma en que vemos el mundo en torno nuestro, trátese de economistas observando la política o de cualquier otro grupo. No era fácil para los economistas de antes de los sesenta pensar en quienes realizan las elecciones públicas como maximizadores de utilidad en algún sentido que no fuera tautológico. En parte, este bloqueo intelectual puede deberse a la falta cometida por quienes propusieron modelos del interés propio al no incorporar el paradigma de la política como un intercambio en sus propias reflexiones. Si se mira la política simplemente como una relación potencialmente coercitiva entre personas, a todos los niveles de conceptualización, entonces sería valiente o retorcido el economista que modelara a quienes realizan las elecciones públicas (trátese de votantes o de agentes) como maximizadores netos de riqueza. Pocos quieren cosechar el desprecio que ha recibido Maquiavelo a lo largo de la historia. Un mundo de la política como ese no es un lugar agradable. Asimismo los análisis basados en un modelo tal y propuestos como "la verdad" se vuelven altamente nocivos. La misma sensación desagradable que producen estos modelos de la política puede explicar la negligencia de lo que hoy parece ser los claros precursores de este elemento de la perspectiva de la elección pública. Algunos de los primeros italianos, sobre todo Pareto, quienes quizá estaban influenciados de un modo importante por Maquiavelo, parecen haber iniciado muy poco sobre el pensamiento de los científicos sociales modernos en torno al proceso político. (Tampoco ha sido importante el impacto, a partir de mediados de este siglo, de Schumpeter.)

Sólo cuando el postulado del homo economicus del comportamiento humano se combina con el paradigma de la política como intercambio surge de la desesperanza una "teoría económica de la política". Conceptualmente, tal combinación hace posible generar un análisis comparable en algunos aspectos con aquel de los economistas clásicos. Cuando en política se modelan a las personas como poseyendo intereses propios tal y como sucede en otros aspectos de su comportamiento, el desafío constitucional se convierte en el diseño y la construcción de instituciones básicas o reglas que limite al máximo posible el ejercicio de tales intereses de modo expoliador y que dirijan esos intereses a favor del interés general. Así pues, no debe sorprendernos descubrir las raíces de una perspectiva de la elección pública como esta que contiene ambos elementos en los escritos de los Fundadores de Estados Unidos, y sobre todo en las contribuciones de James Madison a los Federalist Papers.

En un sentido completamente real, y sin falsa modestia, veo The Calculus of Consent como la primera contribución a la teoría moderna de la elección pública que combina y equilibra los dos elementos o aspectos críticos de esta amplia perspectiva. Es probable que esta combinación nunca hubiera ocurrido a no ser por los pesos ligeramente diferentes que Gordon Tullock y yo aportamos en nuestro esfuerzo común por escribir este libro. Creo que es política como intercambio, reconocido la gran influencia del enorme trabajo de Knut Wicksell sobre finanzas públicas. En contraste (y esto es interesante ya que su entrenamiento inicial no era el de economista), el acento de Tullock (que provenía de su propia experiencia y sus reflexiones acerca de la burocracia) era el de modelar a todos los agentes de las elecciones públicas (votantes, políticos y burócratas) estrictamente en términos de sus intereses propios. Podía sentirse cierta tensión a medida que trabajábamos el análisis en aquel libro, pero una tensión que de hecho nos ha servido a lo largo de dos decenios desde su publicación inicial.

James Buchanan

viernes, 21 de noviembre de 2008

Viernes de recomendación


En Votación y sistemas electorales, Gordon Tullock reflexiona sobre el problema que tiene la democracia como mecanismo para tomar decisiones: preferencias colectivas intransitivas. A pesar de que esto causa desazón para con el régimen democrático, el autor propone el logrolling como un buen mecanismo para conseguir acuerdos.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Cumbre anticrisis: Lo que faltó aceptar


Terminó la reunión del G-20, el grupo de los veinte países económicamente “más importantes”, reunión que tuvo por nombre "Cumbre sobre Mercados Financieros", conocida como la cumbre anticrisis, uno de cuyos objetivos fue la elección de medidas para evitar que en el futuro se repita lo que ahora está sucediendo, una crisis económica caracterizada, en el mejor de los casos, por un menor crecimiento de la producción y una menor creación de empleos y, en el peor, por un decrecimiento de la producción de bienes y servicios, y por la pérdida de puestos de trabajo, todo lo cual está muy bien, siempre y cuando las mentadas medidas sean las correctas, algo que, desafortunadamente, no fue el caso.

La causa primera de la crisis se encuentra en las políticas monetarias de los bancos centrales, comenzando por la Reserva Federal, y en su poder para emitir dinero, sin respaldo de ningún tipo (dinero fiduciario), y sin medida (un mal menor sería adoptar la regla monetaria propuesta por Milton Friedman: que la cantidad de dinero aumente a una tasa constante, equivalente al incremento promedio de la oferta de mercancías), generando así un aumento engañoso del crédito (no producto de un incremento en el ahorro de la gente, sino de la emisión primaria de dinero) y, por lo tanto, una baja artificial en el precio del mismo, la tasa de interés (no efecto, nuevamente, del aumento en el ahorro).

Aquella es la causa primera (lo cual quiere decir que hay causas segundas) de los ciclos económicos de auge y recesión, y mientras no se considere seriamente la posibilidad de limitar la capacidad emisora de los bancos centrales (lo ideal sería abolirlos y volver al sistema de libertad bancaria y dinero mercancía), y éstos sigan actuando como lo han hecho siempre, el ciclo económico seguirá estando presente, y la actividad económica, desde la producción hasta el consumo, pasando por la creación de empleo y la generación de ingreso, seguirá oscilando entre el auge y la recesión, con consecuencias que van desde la mala asignación de factores de la producción hasta los descalabros a nivel de la economía familiar, todo lo cual se puede evitar si se hace lo correcto.

¿Cuántas veces se criticó, en la cumbre del G-20, no digamos la existencia, sino solamente la actuación, de los bancos centrales, comenzando por la Reserva Federal?

¿Quiénes propusieron, si no eliminarlos, sí limitarlos? Las respuestas, respectivamente, son ninguna y nadie, y la explicación es que los últimos en querer que los bancos centrales desaparezcan, por más independientes que sean con respecto a los poderes ejecutivos, son los gobernantes y los políticos, ya que ello sería tanto como “cerrarles la llave” a un financiamiento sui generis: el procedente, no del ahorro de la gente, sino de la emisión primaria de dinero.

Es más, pese a la evidencia en contra, los bancos centrales siguen considerados como piezas claves del progreso económico, y a las pruebas me remito. En la introducción del libro Banco de México, su historia en cápsulas, de Eduardo Turrent, leemos que dicho banco “es una institución fundamental del país, (por sus) ocho largas décadas de servicios continuos a favor de la economía mexicana…”. ¿Servicio continuo? Ya se le olvidó, a quien escribió la introducción, las más de tres décadas, de enero de 1971 a octubre de 2003, durante las cuales la inflación anualizada nunca bajó del cuatro por ciento, a lo largo de las cuales se acumuló un alza de precios de ¡¡¡448 mil 662 por ciento!!!, cifra que en buena medida explica los malos resultados en la economía mexicana, época en la cual la inflación promedio anual fue 25,2 por ciento. ¿Servicio continuo? ¡Sí, como no!

Por cierto, ¿quién escribió la presentación del libro de Turrent? Guillermo Ortiz, gobernador del Banco de México.

Arturo Damm

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Sobre los fundamentos de las Ciencias humanas: la explicación en las ciencias sociales (La racionalidad y el status del principio de racionalidad)


En este artículo intentaré examinar el problema de la explicación en las ciencias sociales, comparándole y oponiéndole brevemente al problema análogo que se plantea en las ciencias naturales. La tesis que sostengo es que las explicaciones de las ciencias sociales son muy semejantes a algunas explicaciones del campo de las ciencias físicas, pero que plantean también problemas que no reencuentran en las ciencias naturales. Comenzaré por establecer una distinción entre dos tipos de problemas de explicación o previsión. Una primera categoría de problemas consiste en explicar a prever un acontecimiento singular o un pequeño número de tales acontecimiento; un ejemplo tomado de las ciencias naturales sería el siguiente: "¿Cuándo tendrá lugar (o tendrán lugar) el próximo eclipse de luna (los dos o tres próximos eclipses de una)?". Veamos un ejemplo tomado de las ciencias sociales: "¿Cuándo tendrá lugar el próximo incremento del porcentaje de paro en los Midlands, o en el oeste del Ontario?"

La segunda categoría de problemas consiste en explicar o prever una especie o un tipo determinado de acontecimientos; un ejemplo tomado de las ciencias naturales sería el siguiente: "¿Por qué los eclipses de luna se producen de modo repetido, y solo en plenilunio?" Veamos un ejemplo tomado de las ciencias sociales: "¿Por qué constatamos alzas y bajas estacionales de empleo en la industria de la construcción?" La diferencia entre estas dos categorías consiste en que se pueden resolver los problemas de la primera sin construir un modelo, mientras los problemas de la segunda son mucho más fáciles de resolver con la ayuda de un modelo. Ahora bien, me parece que en las ciencias sociales teóricas, no es nunca posible prácticamente responder a preguntas de la primera categoría. Las ciencias sociales teóricas se sirven casi siempre de un método que consiste en construir situaciones o condiciones tipo, es decir, del método reconstrucción de modelos. (Esta observación está ligada al hecho de que en las ciencias sociales, y según la terminología de Hayek, se encuentran menos "explicaciones de detalle" y más "explicaciones de principios" que en las ciencias físicas). Es importante darse cuenta plenamente de la estrecha similitud de las explicaciones en el campo de las ciencias sociales por un lado, y de explicaciones en el campo de las ciencias naturales, por otro. Admitamos, por lo que respecta a las ciencias naturales, que deseáramos explicar el que tenga lugar repetidamente eclipses de luna. En este caso podemos construir un modelo mecánico concreto o referirnos a un croquis en perspectiva. Para el objeto limitado que nos proponemos el modelo puede ser muy rudimentario. Puede consistir en una lámpara fija, una esferita de madera que dé vueltas en círculos alrededor del sol, y una luna que gira alrededor de la tierra. Pero hay un punto esencial: sería necesario que los planos de los dos movimientos estén inclinados el uno hacia el otro de forma que se obtengan precisamente eclipses lunares en ciertos momentos, pero no en todos los plenilunios. Un examen crítico de nuestro modelo rudimentario mostraría, sin embargo, un nuevo problema: "¿cómo se mueve la tierra y la luna en el mundo real?"; y a través de este problema podríamos llegar a las leyes de Newton. Sin embargo, no es absolutamente necesario introducir en nuestra solución condiciones iniciales: mientras que no se trate más que de problemas de la segunda categoría (explicaciones de tipos de acontecimientos), las condiciones iniciales pueden ser enteramente sustituidas por la construcción de un modelo que, podríamos decir,), las condiciones iniciales típicas. Pero si queremos poder en movimiento o en acción el modelo, por así decirlo, si queremos animarle, esto si, queremos representar el modo en que los diferentes elementos del modelo actúan unos sobre otros, entonces debemos recurrir a leyes universales (en el presente caso a las leyes de Newton). Esto por lo que respecta a las ciencias naturales. En el caso de las ciencias sociales, he adelantado en otro lugar (The Poverty of Historicism, 3.ª ed., Londres,1961. Trad. esp. Madrid, Taurus, 1961) la idea de que podemos construir nuestros modelos por medio del análisis situacional, que nos permite disponer de verdaderos modelos (claro está, rudimentarios) de situaciones sociales tipo. Y sostengo la tesis de que este es el único medio que poseemos para explicar y comprender los acontecimientos sociales.

Ahora bien, si el análisis situacional nos proporciona un modelo, se plantea el siguiente problema: ¿qué es lo que corresponde aquí a las leyes universales de Newton que, como hemos dicho, "animan" el modelo del sistema solar? O, en otras palabras: ¿qué es lo que "anima" al modelo de una situación social? El error cometido habitualmente en este punto consiste en suponer que, en el caso de la sociedad humana, un modelo social debe estar animado por el animus o la psique del hombre, y que aquí debemos, por esta razón, reemplazar las leyes de Newton, o bien por las leyes de la psicología humana en general, o bien tal vez por las leyes de psicología individual, que se aplican a los caracteres individuales que intervienen como actores en la situación considerada. Pero esto es un error, y por más de una razón. Para emperezar, en nuestro análisis situacional reemplazamos experiencias psicológicas completas por elementos situacionales abstractos y típicos, tales como "los fines" o "el conocimiento". En segundo lugar, lo importante en el método del análisis situacional es precisamente que nos baste, para "animar" este análisis, mantener la hipótesis de que las personas o agentes que intervienen actúan de modo adecuado o apropiado, es decir, conforme a la situación considerada. Debemos, naturalmente, recordar que la situación, en el sentido en que utilizo este término, contiene ya todos los fines y todos posconocimientos realizables que pueden ser importantes, en particular el conocimiento de los medios posibles de realizar estos fines. No estamos por tanto en presencia más que de una ley de animación –el principio de una acción apropiada a la situación; por supuesto es un principio casi vacío. Este principio es conocido bajo el nombre de "principio de racionalidad", término que ha conducido a innumerables malentendidos.

Si se considera el principio de racionalidad bajo el ángulo que he adoptado aquí, se constatará que tiene poco o nada que ver con la afirmación de orden empírico o psicológico según el cual los hombres actúa siempre, o en general, de modo racional. Por el contrario, el principio aparece como un aspecto, o una consecuencia, del postulado metodológico según el cual debemos envolver o comprimir todo nuestro esfuerzo teórico, toda nuestra teoría explicativa, en el análisis de la situación –en el modelo.


Si adoptamos este postulado metodológico, resulta que la ley de animación se va a convertir en una especie de de principio del punto cero. En efecto, el principio puede enunciarse en los siguientes términos: cuando hemos construido nuestro modelo, nuestra situación, solo suponemos una cosa y ni una más. A saber, que los actores obran en el cuadro del modelo, o que "sacan las consecuencias" de lo que está implícito en la situación. Hay que subrayar que a esto es lo que alude el término de "lógica situacional".


La adopción del principio de racionalidad puede ser considerada, por tanto, como el subproducto de un postulado metodológico. Este principio no desempeña el papel de una teoría empírica explicativa, o de una hipótesis contrastable. Porque en este campo, las teorías explicativas, o las hipótesis, consisten en nuestros diferentes modelos, en nuestros diferentes análisis situacionales. Son los modelos o las situaciones los que pueden ser más o menos válidos en el plano empírico, los que pueden ser discutidos y criticados, y cuya validez puede incluso alguna vez efectivamente sometida a contraste. Lo que puede ser refutado por una contrastación empírica es nuestro análisis de una situación empírica concreta, y de esta manera permitirnos sacas enseñanzas de nuestros errores científicos.


No es fácil, es preciso reconocerlo, encontrar contrastaciones para un modelo; y sus resultados no son generalmente muy claros. Pero esta dificultad se presenta igualmente en las ciencias naturales. Está ligada, por supuesto, al hecho de que los modelos son siempre y necesariamente rudimentarios, de que son siempre y necesariamente simplificaciones esquemáticas. Su carácter rudimentario lleva consigo un grado comparativamente débil de contrastabilidad; en efecto, es difícil decidirse la desviación que se observa es solo debida al carácter necesariamente rudimentario del modelo, o si indica un fracaso, una refutación del modelo. En todo caso a veces se puede decidir mediante una contrastación cuál es el mejor entre dos modelos que compiten. Y en las ciencias sociales, la investigación histórica puede algunas veces suministrar contrastaciones para un análisis situacional.


Ciertamente el principio de racionalidad no desempeña el papel de una proposición empírica o psicológica, y más particularmente si no es tratado en las ciencias sociales como el sujeto de una categoría cualquiera de contrastaciones; seguramente las contrastaciones, cuando existen, sirven para juzgar un modelo determinado, un análisis situacional particular, del cual constituye parte integrante el principio de racionalidad. Pero si la contrastación permite decidir que un cierto modelo es inferior a otro, debemos constatar que los dos modelos funcionan basados en el principio de racionalidad, de tal manera que no tenemos ninguna posibilidad de someter a contraste el principio mismo.


Esta observación permite, pienso, comprender por qué se ha afirmado a menudo que el principio de racionalidad era un principio a priori. Y en efecto, ¿si no es empíricamente refutable, qué otra cosa podría serrino válido a priori?


La cuestión planteada tiene un considerable interés. Los que pretenden que el principio de racionalidad es a priori, quieren decir, por supuesto, que es válido a priori o verdadero a priori. Pero me parece completamente seguro que se equivocan. En efecto, el principio de racionalidad me parece con certeza falso, incluso en su formulación más general, laque hemos adoptado aquí, que puede enunciarse del modo siguiente: "Los individuos obras siempre de un modo adaptado a la situación en que se encuentran".


Creo que se puede ver muy fácilmente por qué. Basta observar a un automovilista nerviosos, que trata desesperadamente de estacionar cuando no hay ningún sitio libre, si queremos asegurarnos de que no obramos constantemente de acuerdo con el principio de racionalidad. Además, existen diferencias personales, visiblemente importantes, no solo en los conocimientos y las aptitudes –estas forman parte de la situación-, sino en la evaluación o en la comprensión de una situación dada; y esto significa que algunas personas van a obrar de forma adaptada, y otras no.


Pero un principio que no es universalmente verdadero es falso. Por consiguiente, el principio de racionalidad es falso. Me parece que no hay manera de escapar de esta conclusión. Por tanto debemos constatar que no es válido a priori.


Ahora bien, si el principio de racionalidad es falso resulta que una explicación basada en la unión de este principio y de un modelo debe ser falsa también, incluso si el modelo de que se trata es verdadero.
Pero ¿este modelo puede ser verdadero? ¿Y se puede decir de un modelo cualquiera que es verdadero? No es esta mi opinión. Todo modelo, tanto en física como en las ciencias sociales, es necesariamente una simplificación radical. Por necesidad, debe omitir muchas cosas, y exagerar muchas otras.

Sin embargo mis opiniones sobre el principio de racionalidad han sido muy criticadas. Se me ha preguntado sino había una cierta confusión entre lo que decía sobre el status del "principio de la acción adaptada a la situación" (es decir, mi versión personal del "principio de racionalidad"); se me ha hecho observar, muy justamente, que me era preciso decidir silo consideraba como un principio metodológico o como una hipótesis empírica. En el primer caso se comprendería que no pueda ser verificado empíricamente, y se sabría por qué; se vería también por qué no podría ser empíricamente falso (y no podría constituir una parte de un conjunto metodológico, eficaz o no). En el segundo caso, el principio se convertiría en parte integrante de las diversas teorías que existen en las ciencias sociales –la parte animadora de cada modelo social. Pero entonces debería ser considerado como perteneciente ala teoría empírica, debería ser sometida a tests al mismo tiempo que el resto de la teoría y rechazado si obtenemos ese resultado.


Este segundo caso es el que corresponde a mis opiniones sobre el status del principio de racionalidad; considero el principio de la acción adaptada(es decir, el principio de racionalidad) como parte integrante de toda, o casi toda, teoría contrastable en las ciencias sociales.
Ahora bien, si una teoría es sometida a contrastación, y no la pasa, tenemos siempre que escoger aquella parte, entre las diversas que la componen, a la que hacemos responsable de este fracaso. Mi tesis es la siguiente: una buena práctica metodológica consiste en no declarar responsable al principio de racionalidad, sino al resto de la teoría, es decir al modelo.

De esta forma puede incluso parecer que, en nuestra búsqueda de las mejores teorías, tratamos el principio de racionalidad como si fuera un principio lógico o metafísico que escapa a la refutación, infaltable o válido a priori. Pero esta apariencia es engañosa. Como he indicado hay buenas razones para pensar que el principio de racionalidad, incluso en mi formulación mínima es de hecho falso –aunque constituya una buena aproximación de la realidad. No se podrá decirpor tanto que lo considero como válido a priori.


Inversamente, sostengo que una buena política, una buena práctica metodológica, consiste en renunciar a acusar al principio de racionalidad del fracaso experimentado por nuestra teoría: tendremos más que aprender si, por el contrario, examinamos nuestro modelo situacional.
El principal argumento a favor de esta política consiste en que nuestro modelo es mucho más interesante y rico en informaciones y que es más fácil de someter a contraste que el principio de la adaptación de nuestras acciones. Aprendemos muy poco si constatamos que el principio no es estrictamente verdadero: ya lo sabíamos. Además, aunque sea falso, está en general suficientemente próximo de la realidad; la consecuencia es la siguiente: si podemos refutar empíricamente nuestra teoría, el resultado negativo de la contrastación será, en general, bastante neto, y aunque el principio de racionalidad pueda ser una de las causas entre otras, la responsabilidad principal corresponde normalmente al modelo. Un tercer argumento es que toda tentativa de reemplazar el principio de racionalidad por otro conduce a una arbitrariedad total en la construcción de nuestros modelos. Y finalmente, no debemos perder de vista que no podemos contrastar una teoría más que en bloque, y que la contrastación consiste en encontrar la mejor entre dos teorías que pueden tener muchos elementos comunes; ahora bien, la mayor parte de las teorías tienen en común el principio de adaptaciones de las acciones.

Sin embargo, ¿no ha dicho Churchill en The World Crisis, que las guerras no se ganan nunca, sino que solamente se pierden –es decir, que en realidad no son más que concursos de incompetencia? ¿Y esta observación nonos conduce a una categoría determinada de modelos de situaciones históricas tipo: una categoría de modelos que no estarían animados por el principio de racionalidad o de adaptación de nuestros actos, sino, por el contrario, por un principio de inadaptación?


En realidad, la frase de Churchill significa que la mayor parte de los jefes de guerra no están a la altura de su tarea, y no que sus actos no puedan ser considerados (por lo menos con un buen grado de aproximación) como adaptados a la situación tal y como la ven.


Para comprender sus actos (inadaptados) es necesario reconstruir una visión de la situación más amplia que laque poseen. Y mediante esta reconstrucción más amplia debemos poder discernir cómo y por qué la situación tal como la veían (con su experiencia limitada, sus objetivos timoratos o demasiado desmedidos, su imaginación pobre o demasiado activa) les ha conducido a obrar tal y como han hecho, es decir de una manera adaptada a su visión inadaptada de la estructura situacional. Churchill mismo utiliza este método de inter-análisis con gran éxito, por ejemplo en su minucioso análisis del fracaso sufrido por el equipo Auchinleck-Ritchie (volumen VI de La segunda guerra mundial).


Es interesante constatar que sacamos partido del principio de racionalidad, hasta el límite en que es posible, cada vez que tratamos de comprender un acto, incluso el acto de un loco. Nos esforzamos por comprender los actos de un loco, en la medida de lo posible, por medio de sus objetivos (que en realidad pueden provenir de una manía) y por la "información"en base a la cual actúa, es decir, por sus convicciones (que en realizad pueden ser obsesiones, en otras palabras, teorías falsas conservadas en un modo tan tenaz que llegan a ser prácticamente incorregibles). Explicando de esta forma los actos de un loco nos referimos a un conocimientos más amplio de la situación- problema, que engloba la visión más limitada de esta situación- problema, que posee>; y si comprendemos sus actos, quiere decir que vemos cómo están adaptados a su visión (su visión errónea y demente) de la situación- problema.


De esta manera podemos incluso tratar de explicar cómo ha podido llegar a tal visión errónea, cómo algunas experiencias han turbado su visión del mundo que era inicialmente correcta, y le han conducido a adoptar otra-y esta otra visión es la más racional que haya podido hacerse con la información de la que disponía. Podemos también intentar explicar por este camino cómo le ha sido necesario fijar irremediablemente su nueva visión de las cosas, y esto precisamente porque esa visión fracasaría en la práctica mediante observaciones empíricas contrarias, y que estas observaciones le dejarían, le parece, totalmente desprovista de toda interpretación del mundo que merodea; y esta es una posición que es preciso evitar a todo precio desde un punto de vista racional, puesto que entonces ninguna acción racional podría emprenderse.


Se ha dicho a menudo que Freíd había descubierto la irracionalidad humana; pero esto es una interpretación falsa, y además muy superficial. La teoría freudiana del origen normal de las neurosis se inserta perfectamente en nuestro esquema, es decir en un esquema de explicaciones construidas con ayuda de un modelo situacional al que se añade el principio de racionalidad. En efecto, Freíd explica una neurosis como una actitud adoptada en la primera infancia porque constituía la mejor salida disponible para escapar a una situación que el niño era incapaz de comprender y a la que no sabía hacer frente. De esta forma la adopción de una neurosis se convierte en un acto racional del niño –tan racional, por ejemplo, como el acto de un hombre adulto que, al echarse para atrás cuando se encuentra en peligro de ser atropellado por un coche, choca con un ciclista. Es un acto racional en el sentido que el niño ha elegido lo que le parecía imponerse inmediatamente, de forma evidente o tal vez constituirla menos mala, la menos intolerable de dos posibilidades existentes.


Del método freudiano en terapia diré solamente aquí que es todavía más racionalista que su método de diagnóstico o de explicación; en efecto, está fundado sobre la hipótesis de que a partir del momento en que un hombre comprende enteramente lo que le ha sucedido en su infancia, su neurosis va a desaparecer.


¿Pero si nos explicamos de esta forma todas las cosas en función del principio de racionalidad, no corre éste el riego de convertirse en tautológico? En absoluto; en efecto, una tautología es evidentemente verdadera, mientras que empleamos el principio de racionalidad simplemente como una buena aproximación de la realidad, reconociendo al mismo tiempo que no es verdadero.


Se dirá todavía: ¿en estas condiciones cuál es la distinción entre racionalidad e irracionalidad? ¿Entre salud mental y enfermedad mental?
Esta pregunta es importante. La diferencia principal, me parece, depende de que las ideas de una persona en buena salud mental no son imposibles de corregir: una persona en buena salud muestra siempre una cierta disposición a revisar sus opiniones. Puede no hacerlo más que de mala gana, pero sin embargo es capaza de corregirlas bajo la presión de los acontecimientos, de opiniones sostenidas por otros, y de argumentos críticos.

Si sucede así, podemos decir que la mentalidad del hombre que tiene opiniones bien fijadas, del hombre "comprometido", está emparentada con la del loco. Puede suceder que todas las opiniones bien fijadas de nuestro hombre estén "adaptadas", en el sentido de que coinciden efectivamente con la mejor solución posible en el momento en que han sido concebidas. Pero en la medida en que está comprometido, no es racional: rechazará toda variación, toda revisión. Como no puede estar en posesión de la verdad exacta (nadie lo está),llegará hasta negarse a corregir con un espíritu racional incluso las opiniones cuya falsedad es evidente. Y se negará incluso cuando, durante su vida, la sociedad acepte la revisión de estas ideas.


Por esto, cuando los que glorifican el compromiso y la fe ciega se presentan bajo el nombre de irracionalistas (o post-racionalista), estoy de acuerdo con ellos. Son irracionalistas, incluso si son capaces de razonar. Porque se encuentran orgullosos de hacerse incapaces de romper su concha, de hacerse a sí mismos prisioneros de sus manías. Se privan espiritualmente de libertad, por un acto explicable (según los psiquiatras), en sentido de acto racionalmente comprensivo. Se puede comprender, por ejemplo, como un acto cometido por temor –temor de ser forzado por la crítica a abandonar una idea a la que se agarran porque constituye (o porque creen que constituye) la base de toda su vida. (El "compromiso libre" y el fanatismo –que, como se sabe, puede aproximarse a la locura- están ligados de la forma más peligrosa.)


Resumiendo: es necesario distinguir entre la racionalidad como actitud personal (de la cual, normalmente, todos los hombres sanos de espíritu son capaces) y el principio de racionalidad.
La racionalidad como actitud personal consiste en la disposición para corregir nuestras ideas. En su forma más desarrollada, intelectualmente, es una disposición para examinar nuestras ideas con espíritu crítico, y para revisarlas a luz de una discusión crítica con otro. El "principio de racionalidad" por su parte, no tiene nada que ver con la hipótesis según la cual los hombres son racionales en este sentido y adoptan siempre una actitud racional. Constituye en realidad un principio mínimo (porque supone simplemente la adaptación de nuestros actos a nuestras situaciones-problema tal como las vemos), que anima casi todos nuestros modelos situacionales explicativos y que, aunque sepamos que no es verdadero, consideramos con cierta razón como buena aproximación. La adopción de este principio reduce considerablemente el carácter arbitrario de nuestros modelos; un carácter arbitrario que llegaría a convertirse en una verdadera actitud caprichosa si intentamos construir los modelos prescindiendo de él.

Karl Popper