Hayao Miyazaki nos vuelve a asombrar una vez más con su última creación, conocida en ambientes hispanoparlantes como El niño y la garza. Nuevamente se trata de un viaje simbólico a un mundo interior, como Chijiro, pero esta vez de Mahito, otro niño-héroe que hace su camino -el famoso camino del héroe-, otro niño como esos tantos niños y jóvenes en esa pureza de aprendizaje que Miyazaki ha sabido retratar y regalarnos en casi todas sus películas.
Otra vez, como en la terrible La tumba de las luciérnagas, la guerra y su crueldad, en ese mensaje pacifista permanente de Miyazaki. Mahito pierde a su madre en un incendio, de esos tantos incendios, frutos de los terribles bombardeos. Su padre se muda entonces a una casa en la campiña, casándose con la hermana de su mujer, Natsuko, que acoge a su sobrino como un hijo, en la ternura de su rostro angelical y de su regazo, que contiene ya otro niño por venir.
Pero Mahito está intranquilo. La muerte de su madre lo persigue, y no termina de aceptar ese nuevo matrimonio entre su padre y su tía. Sale a explorar los alrededores y llega…. A una extraña torre, construida al parecer por el tío de la madre de Natsuko, que al parecer “había perdido la cabeza por leer tantos libros”…. Según el relato de las ancianas que vivían en la zona, esas ancianas graciosas y a veces grotescas que tanto aparecen también en las películas de Miyazaki.
En determinado momento -luego de que Mahito sufriera bullying por parte de sus compañeros de escuela- Natsuko, misteriosamente, se pierde. Todos salen a buscarla; Mahito, también, pero tal vez buscando a su madre. Una garza, mitad ave, mitad hombre, lo sigue, en actitud molesta y hostil.
En esa búsqueda aparece un mundo paralelo, como aparece también en El viaje de Chijiro, un mundo simbólico decisivo para la vida interior de nuestro joven héroe. En ese mundo se encuentra con otro joven de su edad, al parece al cuidado de ese mundo, donde existen las warawaras: extrañas creaturas blancas y redondas, todas iguales, casi sin identidad, que ascienden a un cielo misterioso donde van……. A nacer y a ser personas. No hay creación, hay transformación. Símbolo shintohista…
Aparecen repentinamente unos malos pelícanos, pero una bella niña, Himi, defiende a las warawaras y cuida maternalmente a Mahito. Lo lleva a su casa, le ofrece el té. Pero Mahito sigue buscando. Encuentra a su madre -la extraña garza sigue revoloteando-; aparecen nuevamente las vendas de sus heridas, el fuego, la muerte….. Mientras tanto Himi es capturada por lo que al parecer es el rey de un estado totalitario. Pero ese rey no es el dueño de ese submundo: el dueño es el tío abuelo de Himi, que negocia con el rey malo la liberación de Himi…. Quien se reencuentra con Mahito en un abrazo muy especial.
El misterioso tío abuelo de Himi habla con Mahito. El quiere que su submundo sea un reino de plena justicia. Le propone a Mahito ser su sucesor. Pero Mahito duda. Finalmente dice que no. Quiere volver a su mundo imperfecto. “Haré amigos” le dice al rey bueno, y comienza a amigarse con esa imperfecta mezcla entre ave y humano que era la garza. El rey bueno, el tío abuelo de Himi, teme perder su mundo perfecto. El rey malo, el de los pelícanos, intenta alinear las figuras geométricas (¿Kepler? ¿Neoplanonismo pitagórico?) de la justicia pero…………… Todas caen…………. Y el mundo subterráneo colapsa. En medio de ese colapso, Mahito descubre que Himi era su madre, que iba a nacer en el mundo imperfecto y lo iba a dar a luz… E iba a morir. Mahito le ruega que no, que se quede allí, que no muera, pero Himi le dice que sí, que prefiere su futuro, prefiere nacer de vuelta y morir porque de ese modo………………… Será su madre.
Todo vuelve a la normalidad. Todo vuelve al mundo imperfecto. Natsuko revive, vuelve y tiene a su hijo; Mahito vive con su padre, Natsuko y su hermanito. Todo vuelve, sí, pero vuelve distinto. Mahito es diferente. Ha visto a su madre ser una niña que da su vida por él. Ha decidido aceptar la imperfección de su mundo. El viaje al mundo paralelo lo ha transformado. Tal vez, el viaje que necesitamos todos, el viaje donde vemos la bondad, el sacrificio y el heroísmo de la vida cotidiana, para volver luego a esa misma vida, pero transformada en aceptación. No de la maldad, pero sí de la bondad posible; no del reino perfecto, pero sí de una vida buena -no de una buena vida- siempre en crecimiento, siempre en camino, hacia tal vez un reino definitivo de justicia que no es de este mundo, pero da sentido a nuestro mundo, pequeño, insignificante tal vez. No somos nada ante la majestuosidad del infinito del universo material. Somos un junco, pero un junco que piensa (Pascal); que es consciente de sí, que deja de soñar con el cielo estrellado sobre sí, para vivir (Kant) la ley moral en sí. Somos, y seremos siempre, un imperfecto anhelo de perfección. Somos humanos en busca de Dios, un Dios que se hace una niña que muere, para hacernos nacer.