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sábado, 21 de septiembre de 2013

EDIPO–Οἰδίπους. SÓFOCLES –Σοφοκλής.


La obra de Sófocles es la perfección, hasta donde nos es dado hacerla realidad; no se trata sólo de la ausencia de defectos –que es el peor de todos los defectos-, sino de un conjunto continuado de belleza, tanto en la invención, como en la coordinación de las partes, el pensamiento y la dicción.

Los héroes que pinta ya no tienen nada de titánicos o de gigantescos, pero siguen siendo verdaderos héroes; están por encima de nosotros, pero no demasiado lejos y, nada de lo que les concierne no es ajeno. (Alexis Pierron: Histoire de la Littérature Grecque. Hachette, 1875).

Efectivamente, Edipo es un héroe, pero no titánico ni gigantesco; ha nacido para reparar un crimen que nunca cometió, lo que convierte los motivos de su heroísmo en una gran injusticia.

Para comprender algo tan incomprensible como esto, podemos acudir a Calderón de la Barca: El delito mayor del hombre es haber nacido, pero hay, no obstante, algunas alternativas, aunque cada una es peor que la anterior; por ejemplo: los hijos deben pagar por los delitos de los padres; la fortuna –o la justicia– es así de ciega; hay que achacar las tragedias a la arbitraria voluntad de los dioses, que reparten castigos al azar.

No es fácil explicar la tragedia de Edipo y, por tanto, vislumbrar su objeto, a pesar de que sólo su nombre, como el de Antígona, sugieren algo muy vital que no acertamos a descifrar, pero que nos afecta emocionalmente, aun cuando no podamos evolucionar con la obra, ya que conocemos de antemano el espantoso proceso, como lo conocían los espectadores del siglo V; igual que a ellos, sólo no es permitido observar, impotentes, como Edipo se encamina hacia su propia desventura por buscar la verdad, y aun así, su desdicha nos inquieta profundamente.

Un hombre justo, excelente guerrero, buen esposo, padre y gobernante intachable, cae en dos de los peores delitos que moralmente puede cometer el ser humano, como es el hecho de matar a su padre y casarse con su madre. Estos actos, claro está, son objetivamente reprobables, pero en este caso, hay un matiz fundamental, que, también moralmente, eximiría de responsabilidad al protagonista y es la seguridad de que él nunca tuvo intención de delinquir; que ignoraba que el hombre al que mató en un enfrentamiento, era su padre y, por supuesto, que la mujer con la que se casó después, era su madre. –Ignoras la indignidad en la que vives–, le asegura el adivino Tiresias. 

Ciertamente, Edipo no conoce su delito, pero es justo, y desea alcanzar una verdad, que, lejos de aportarle algún beneficio, lo destruirá sin remisión, a pesar de las advertencias recibidas cuando aún estaba a tiempo: –¡No, por los dioses; señor, no sigas indagando!-. Los dioses nunca se vuelven atrás cuando han tomado sus decisiones.

Edipo rey -Oι̉δίπoυς τύραννoς.

El rey Layo está casado con Yocasta. El oráculo le ha dicho que debe evitar tener descendencia, porque, de lo contrario, un hijo suyo le matará a él y se casará con su esposa. La amenaza procede del hecho de que Layo, en su juventud, había secuestrado al joven efebo Crisipo –un loco capricho de juventud, nada exclusivo en la época–, pero que desemboca en un crimen que atrae sobre Layo la maldición, que ahora recae sobre su descendencia. 

Pero Yocasta, a pesar de las prevenciones, concibe y da a luz a un hijo varón que llega al mundo cargado de amenazas. Para evitarlo –creyendo ingenuamente que los dioses lo van a consentir–, Layo entrega el niño a un criado para que lo abandone en el monte Citerón, donde debe quedar a merced de los animales salvajes. Previamente –sin motivo comprensible, puesto que cree que el bebé no va a sobrevivir–, daña de forma irreparable sus pies.


Pero he aquí que el criado tiene más entrañas que el rey y, exponiéndose a su ira, decide entregar el niño a un pastor de Corinto, que se hace cargo de él y se lo entrega a los reyes Pólibo y Mérope, que no tienen hijos y lo adoptan encantados por su buena fortuna.

Así pues, Edipo, –Οἰδίπους o Οιδίποδας–, es decir Pies Hinchados, crece y es educado como un príncipe, hasta que empieza a tener dudas sobre su verdadero origen, lo que le lleva, a su vez, a Delfos, donde el Oráculo le asegura que matará a su padre y se casará con su madre. 

Aterrorizado, decide abandonar su hogar para siempre, creyendo que los reyes de Corinto son sus progenitores. Apenas ha salido de Delfos, cuando en el camino se cruza con una comitiva que le cierra el paso. Ninguno de los dos viajeros quiere ceder y el encuentro termina con la muerte de todo el séquito contrario y la del señor al que protegía, precisamente, Layo, el verdadero padre de Edipo. Solo un hombre logra salvar la vida. 

Más adelante, Edipo se encuentra con la Esfinge –Σφίγξ– que siembra el terror en los caminos que conducen a Tebas, y en los alrededores de la ciudad, porque mata a todos aquellos que no saben responder a sus acertijos.

Cuatro… dos… tres..?
Edipo y la esfinge. François-Xavier Fabré (1766-1837).  
Dahesh Museum of Art. N. York City. EUA.

La esfinge plantea cuestiones cuyas respuestas sólo se pueden deducir, no con ciencia aprendida, sino con ingenio o sabiduría innata, y esas cualidades las tiene Edipo, que resuelve todos los enigmas que ella propone, llevando a la bicha al suicidio por su fracaso. Los tebanos, agradecidos, le reciben como un héroe y le ofrecen el matrimonio con la reina Yocasta, que ahora es viuda.

Andando el tiempo, del nuevo matrimonio nacen dos hijos, Eteocles y Polinices –Ετεοκλής, Πολυνείκης–, y dos hijas, Antígona e Ismene –Ἀντιγόνη, Ἰσμήνη–. Todo marcha bien en Tebas, hasta que una terrible peste empieza a diezmar la población, acabando asimismo con ganados y cosechas. Edipo decide consultar al oráculo con el objeto de conocer y, en su caso, remediar, la causa de tantos males. Es entonces, cuando empieza su verdadera historia, al menos, la literaria; es decir, su tragedia.

La escena comienza cuando el pueblo se presenta ante el palacio de real de Tebas, pidiendo ayuda para su desgracia. Edipo sale a preguntar la causa de sus lamentos.

–La ciudad, abatida por una tempestad, ya no puede levantar su cabeza sumergida en espumas sangrantes; los frutos de la tierra se pudren, los ganados mueren y los hijos concebidos por las mujeres, no llegan a nacer.

Edipo responde que ha enviado a su cuñado Creonte –hermano de Yocasta– a consultar a la Pitonisa de Delfos, y que cuando vuelva, el pondrá en práctica el remedio que aconsejen los dioses.

Antes de que termine de hablar llega Creonte e informa a todos de lo que ha dicho el Oráculo: entre los tebanos hay un hombre que debe ser castigado y él cree que Apolo se refiere a aquel que había matado a Layo. Pero ha pasado ya mucho tiempo desde aquella muerte. Edipo pregunta si queda todavía algún testigo de lo ocurrido.

Todos murieron –dice Creón-, excepto uno que huyó aterrorizado y que nunca ha dicho una palabra de lo que vio.

Edipo pregunta la razón por la que, desde entonces, nadie se ha propuesto investigar la muerte de Layo y Creonte le explica el peligro de la Esfinge no les permitía prestar atención a nada más. Edipo promete a todos que se ocupará de hallar al culpable y castigarlo convenientemente.

El proceso para averiguar los hechos y encontrar al culpable, se realiza ante el pueblo, representado por el Coro, al que se va informando, al mismo tiempo que al espectador, de cada descubrimiento, pero fatalmente, las pistas parecen señalar al propio Edipo, quien al principio cree que todo es una sucesión de errores, e insiste en continuar sus pesquisas a pesar de la amenaza que suponen para él. Edipo es de una honestidad intachable y, a pesar de que los sabios e intérpretes del Oráculo le dicen que será mejor para él dejar las cosas como están, opta por seguir adelante, hasta que el adivino Tiresias, rendido ante sus insistencia, pronuncia las palabras que el héroe habría preferido no escuchar: –¡Te digo que el asesino al que buscas, eres tú!

Cuando Yocasta comprende la verdad, se quita la vida. Edipo arranca los broches de su túnica, se los clava en los ojos y así, ciego y fatídicamente convencido de ser responsable de los crímenes que pesan sobre su conciencia, a pesar de su radical inocencia, abandona la ciudad y se encamina al exilio en compañía de sus hijas, Antígona e Ismene, exponiéndose el desprecio del pueblo, que lo considera causante de sus males. 

Antígona y su padre, Edipo, abandonan la ciudad de Tebas. Charles Jalabert, 1842. Musée des Beaux-Arts. Rouen (France)

–¡Oh habitantes de Tebas –termina clamando el Coro–; Ved a este Edipo, que adivinó el célebre enigma, este hombre todopoderoso que nunca deseó las riquezas de los ciudadanos, con qué tempestad de terribles desgracias ha sido sorprendido! Así, pues, mientras esperáis el día supremo de cada uno, no digáis jamás que un hombre mortal ha sido feliz; no lo digáis hasta que haya llegado al fin de su existencia sin sufrimientos.

Pero la maldición provocada por Layo y el sufrimiento inducido por ella, no ha hecho sino empezar.

Edipo en Colono -Οἰδίπους ἐπὶ Κολωνῷ-.

La última tragedia de Sófocles, es la que ofrece más contenido poético. Se trata de una especie de himno a la ciudad de Atenas, donde los más válidos planteamientos sobre el ser humano, se expresan de un modo bellísimo.

Edipo en Colono. Jean-Antoine-Théodore Giroust , 1788
(Edipo rechaza las demandas de Polinices, mientras Antígona trata de reconciliar al padre y al hermano).

Edipo ya ha cumplido la pena por sus involuntarios delitos y los dioses le devuelven la paz, anunciándole que su muerte se aproxima y que la ciudad en la que se conserven sus restos, resultará siempre victoriosa frente a sus enemigos. Cuando llega a Colono, muy cerca de Atenas, se detiene en el sagrado bosque de las Euménides, donde ha decidido que abandonará el mundo, bajo la protección de Teseo, rey de Atenas. Pero antes de que exhale su último suspiro, Creón y Polinices, esperando atraerse el beneficio otorgado por los dioses, intentan, sin lograrlo, evitar que el héroe muera en Atenas, y llevarlo a Tebas para favorecer su propia causa. 

Finalmente, Edipo se retira a un lugar secreto, donde desea morir, mientras Antígona e Ismene se disponen a volver a Tebas.

Hay en esta obra una declaración de Edipo, que relaciona su historia con la del propio Sófocles:

-Después que tanto deseé tener hijos varones, si no hubiera engendrado hijas mujeres, ya no existiría. Estas sí son hombres, no mujeres, pues han querido sufrir conmigo, mientras los hijos que debían velar por mis días permanecieron en su palacios, como tímidas vírgenes.

De acuerdo con Cicerón en De Senectute, cuando se estrenaba Edipo en Colono, Sófocles, que se acercaba a los 90 años, tuvo que soportar que su hijo Iofón, en contra del parecer de sus hermanas y deseando heredar antes de tiempo, llevó a su padre a juicio, acusándolo de incapacidad. En su defensa, Sófocles leyó algunos fragmentos de Edipo en Colono ante el jurado y después preguntó públicamente, si aquella era la obra de un anciano incapaz. Los jueces sentenciaron a favor del poeta.

Al mismo tiempo, con la presente obra, Sófocles homenajeaba a la ciudad de Atenas –donde Teseo acogió y protegió a Edipo al final de su vida, y donde él mismo fue recibido y nombrado Φιλαθηναίος-, y a Colono, el lugar donde había nacido, entre 498 y 495, a la orilla de Céfiso

Tras la batalla de Salamina, teniendo el autor entre 15 y 18 años, fue seleccionado para dirigir el coro de adolescentes que debía interpretar el himno de la victoria y, a partir de entonces, a lo largo de su carrera, ganó veinte concursos, obteniendo en los restantes el segundo premio.

Antígona -Ἀντιγόνη.

Los dos hijos de Edipo, Polinices y Eteocles, se matan mutuamente disputándose el trono y, por si tal circunstancia no fuera suficientemente trágica, el nuevo rey, considerando que solo Eteocles defendía la ciudad, prohíbe que Polinices reciba los ritos obligados para que su alma no sea condenada, por lo que su cuerpo es abandonado a la intemperie, expuesto a ser devorado por las fieras; algo que Antígona se niega a aceptar, aún a riesgo de su vida.

Antígona y Polinice. Benjamin Constant (c.1806) Musée des Agustins. Toulouse. Fr. 

Cuando es amenazada de muerte por su desobediencia, Antígona, que al contrario que otros héroes trágicos, sí adopta una actitud ejemplar, responde de manera que eleva su estatura moral por encima de la práctica totalidad de los personajes que la rodean, con una aseveración aparentemente simple, pero que constituye una rotunda justificación de su actitud: No nací para compartir el odio, sino el amor -οὔτοι συνέχθειν, ἀλλὰ συμφιλεῖν ἔφυν-, y acto seguido se dispone a cumplir su sentencia; será emparedada en una cueva. Su muerte acarreará la destrucción de toda la familia real.

La suerte de Antígona no hace sino prolongar la injusticia, que alcanza con ella casi el absurdo de la auto-inmolación, pero además de que ella muestra ser el personaje más valeroso, sincero, fiel a sus principios y leal en sus afectos, es, sobre todo, el símbolo imperecedero de su propia declaración ante el fin de su vida: ella se enfrenta, se expone y muere, no por odio, sino por amor. No es, en absoluto, una víctima pasiva; acepta los designios divinos –de lo contrario, no sería un paradigma del helenismo en la época de Pericles–, pero cuando tiene opción, decide y, aunque con ello no cambie el curso del destino, sus razonamientos no tienen fisuras. Su infortunio nos causa gran perplejidad –quizá más que el propio Edipo, que aunque involuntariamente, sí había llevado a cabo los actos por los que fue condenado– pero a Antígona, ni los dioses podían hacerle el menor reproche.

Basta recordar qué fue lo que la llevó a jugarse la vida, honrando a un hermano al que su padre había maldecido y Creonte, condenado; sencillamente, el hecho de que Polinices se lo había pedido, entre lágrimas cuando Edipo predijo la fatídica muerte de los dos hermanos varones, cada uno a manos del otro.

Poco antes del estreno de Antígona, se había producido la batalla naval de Arginusas, cuando los generales griegos se vieron obligados a abandonar a los náufragos, ante la inminencia de un fuerte temporal que los obligó a volver a puerto ya que presumiblemente, la tempestad hubiera causado más víctimas que el propio enfrentamiento bélico. A pesar de su justificación, e incluso habiendo regresado victoriosos, los generales fueron acusados de impiedad, por permitir que los hombres se ahogaran y sus almas se vieran condenadas a errar sin destino. Seis de ellos fueron juzgados, condenados a muerte y ejecutados. 

Parece que la valerosa actitud de Antígona, que se estaba representando en aquellos momentos, con un éxito clamoroso, pudo influir en la sentencia. Tal fue el eco que halló en los espectadores atenienses.

Electra -Ἠλέκτρα.

Es hija de Agamenón y Clitemnestra -Ἀγαμέμνων y Κλυταιμήστρα. Cuando Agamenón vuelve de la guerra de Troya, Clitemnestra lo mata por haber sacrificado a su hija Ifigenia –Ίφιγένεια, para salvar la flota. 

Clitemnestra duda antes de matar a Agamenón, pero Egisto (su amante) la incita. 
Pierre-Narcisse Guérin. Louvre

De los otros hijos, Crisocemis -Χρυσόθεμις, se queda en el palacio real, y Electra se retira a una cabaña, mientras que Orestes -Ὀρέστης, se propone vengar a su padre, como le ha ordenado el oráculo de Delfos. Para lograr su objetivo, envía a un anciano a decirle a Clitemnestra que él mismo ha muerto en una carrera de carros. Entre tanto, prepara su crimen.

Electra está profundamente abatida; su odio hacia la madre, y sus deseos de vengar a Agamenón, son superiores a los de Orestes, –al que profesa un gran afecto y frente el que muestra evidente superioridad-; decide que una vez muerto su hermano, ella misma debe encargarse de matar a Clitemnestra, pero finalmente aparece Orestes y se precipita en la habitación la madre, cuyo grito mortal, oímos los espectadores.

Ἠλέκτρα –Electra, en la tumba de Agamenón (c.1869) Frédéric Leighton.


Las Traquinias –Τραχίνιαι.

El título se debe al coro de mujeres procedente de Traquinia, que representan los celos de Deyanira -Δῃάνειρα, y la muerte de Herakles, envenenado por la Túnica del Centauro Neso, cuya lección se refiere fundamentalmente a los desastrosos efectos de los celos. 

Deyanira tenía el amor de Aquelao hasta que Herakles -Ἡρακλῆς, lo derrotó y se casó con ella, que convencida de que su esposo mentía al decir que estaba cumpliendo con sus Doce Trabajos, acepta entregarle una túnica encantada, creyendo que contiene un filtro que le devolverá su amor. Al saber que Herakles ha muerto abrasado por la túnica, Deyanira se quita la vida.

–Una sentencia sabia y antigua como el mundo, dice que en toda vida mortal hay que esperar su término antes de afirmar que ha sido feliz o desgraciada, pero yo no necesito llegar al Hades para comprender todo el infortunio que pesa sobre la mía.- Se lamenta Deyanira, antes de darse muerte.
Lycas ofrece a Herakles la túnica mortal. Sebald Beham (1500-1550).

Ayax –Αίας-. 

Tiene una trama menos compleja. Cuando las armas de Aquiles son entregadas a Ulises, Ayax, enfurecido, porque esperaba heredarlas él mismo, jura vengarse de los griegos. Pero Atenea ciega su entendimiento, por lo que se dedica a matar animales sin piedad, creyendo que son hombres. Cuando recupera la razón se siente deshonrado, y objeto de las burlas de los troyanos, temiendo, además, causar la vergüenza de su padre si vuelve a Salamina, todo lo cual le hace tomar la decisión de suicidarse, sin que nadie pueda disuadirle. Ayax desdeña la clemencia de sus compañeros porque él es incapaz de sentir y, por tanto, de comprender esa virtud.

Ayax se dispone a quitarse la vida. Ánfora.

Cuando Atenea le explica a Ulises lo sucedido, este, generosamente, intenta disculpar la actitud de Ayax.

–¿No es placentero burlarse de un enemigo? –Pregunta Atenea a Ulises.
–No. Para mí es suficiente con que permanezca en su tienda –responde Ulises–.
–¿Temes ver frente a ti a un hombre delirante?
Si estuviera en su juicio no le temería, pero me apena su desgracia, aunque sea mi enemigo, cuando le veo preso de tan terrible mal. Ahora comprendo que sobre esta tierra, no somos más que fantasmas y vanas sombras.
-Si has comprendido eso –concluye la diosa-, guárdate de ofender a los dioses con palabras soberbias, y de enorgullecerte por tu fuerza y tus riquezas. Un solo día es suficiente para acabar con las grandezas humanas y la modestia complace a los dioses, mientras que la impiedad los irrita.

Filoctetes –Φιλοκτήτης-. 

Fue representada cuando Sófocles ya tenía más de 80 años. La acción se desarrolla durante la guerra de Troya, antes del saqueo de la ciudad. Ulises –Ὀδυσσεὺς, y Neoptólemo –Νεοπτόλεμος, hijo de Aquiles–, se proponen sacar a Filoctetes –antiguo pretendiente de Elena de Troya–, de Lemnos  donde previamente le habían abandonado, terriblemente herido en un pie por la mordedura de una serpiente. Quieren llevarlo de nuevo a Troya. Neoptólemo debe fingir que ha reñido con los griegos y apoderarse del arco que Herakles había dado a Filoctetes, que, no obstante, lo recupera, e intenta matar a Ulises. 

Sólo Herakles, que en aquel momento se hace visible, convence a Filoctetes de que debe volver a Troya; el héroe no puede desobedecer al divino

Será una de las flechas disparadas con su arco, la que termine con la vida de Paris.

Ulises y Neoptólemo arrebatan a Filoctetes el arco y las flechas de Hércules. François-Xavier Fabre.-Museo Fabre, Montpellier.

El argumento es quizás el más sencillo de todas las tragedias conocidas de Sófocles y prácticamente se desarrolla entre los tres personajes citados, siendo la lucha interior de Filoctetes su principal característica; sus sentimientos se dividen entre el deseo de abandonar la angustiosa soledad en que vive y el odio hacia los que antaño lo abandonaron allí.

Sófocles –Σοφοκλής–. 
Copia de un busto de la Colec. Farnese de Nápoles. Museo Pushkin

Se desconoce su fecha de nacimiento, pero Sófocles tenía más de cincuenta años cuando se representó Antígona, entre 442 y 440. Era la 32ª obra que estrenaba, obteniendo con ella un éxito prodigioso.

Platón, al principio de su obra, La República, admira la nobleza, serenidad y sabiduría con que envejeció el dramaturgo, en plenitud de sus facultades, y que previamente había sometido sus pasiones al imperio de la razón.

Entre los fragmentos que Sófocles leyó ante los jueces para demostrar su lucidez, figuraba uno, cuya belleza sigue vigente, en el que los ancianos de Colono –destino y tumba de Edipo-, describen ante el anciano ciego, la belleza de aquella tierra amada por los dioses.

Extranjero, te hallas en el más delicioso lugar de esta tierra rica en caballos ligeros; es Colono, la de las blancas casas. Aquí cantan, en los verdes valles, una multitud de ruiseñores de voz melodiosa, ocultos a la sombra de la yedra, bajo las espesas ramas de mil árboles cargados de diversos frutos, donde nunca penetran los rayos del sol ni soplan los vientos helados. Aquí se pasea sin cesar el alegre Baco, escoltado por las Ninfas, sus nodrizas.

El rocío del cielo hace florecer día a día el narciso que corona a las dos grandes diosas, Ceres y Proserpina, y el azafrán de color dorado. Las fuentes del Céfiso no se detienen nunca, y lanzan abundantes oleadas al río que serpentea en la llanura. Permanentemente sus aguas límpidas fecundan al pasar el ancho seno de la tierra. Ni los coros de las Musas desdeñan esta tierra, ni Afrodita con sus riendas de oro.

Tiene también un árbol que no crece, se dice, ni en Asia, ni en el gran Peloponeso; un árbol no plantado por mano de mortal, que crece sin cultivo y ante el cual retroceden las lanzas enemigas, y en ninguna parte reverdece con tanto vigor como en esta tierra; es el olivo de azuladas hojas. Ningún enemigo lo extirpará de la tierra con mano devastadora, pues sobre él está siempre fija la mirada protectora de Zeus y de Atenea la de luminosos ojos.

El olivo de Atenea junto al Erectéion (Cariátides), en la Acrópolis de Atenas. 
(Fotog. El Canto de las Musas)