sábado, 28 de septiembre de 2013

LA DRAMÁTICA ABDICACIÓN DE CARLOS V EN BRUSELAS. Legado.

Abdicación de Carlos V. L. Gallait. Stadelsches Institut de Frankfurt

El once de abril del 1555, moría la reina doña Juana en Tordesillas. No existen informes exactos acerca del efecto que tal noticia pudo causar en el estado de ánimo de su hijo el Emperador, aunque sí podemos servirnos, como tantas otras veces, de la ayuda de la intuición.

Pocos acontecimientos, como la muerte, llevan al ser humano a hacer balance de casi todo y, sin duda, don Carlos recapituló seriamente sobre la legitimidad moral de su actitud con respecto a la reina fallecida. Aparte intereses de carácter político disfrazados con la excusa de la locura, podemos dudar abiertamente de la legitimidad de aquel encierro. En todo caso, don Carlos no fue ajeno al fraude y se valió del mismo para mantener a su madre prácticamente prisionera hasta su fallecimiento.

Resulta imposible, para todos aquellos que no fuimos llamados desde la cuna a ocupar tronos, es decir, para la práctica totalidad de la familia humana, deducir lo que hay en las cabezas portadoras de coronas, específicamente, en este siglo XVI, ya que ninguna herencia es comparable a la suya; el poder, casi absoluto, sobre los cuerpos y las almas de sus súbditos.

Pero es obvio también el hecho de que, por grande que sea el peso y el valor de una corona, ningún ser humano normal es capaz de eludir completamente, la influencia que sobre su ánimo pueden ejercer acontecimientos aparentemente sencillos por naturales-, como en este caso, la muerte de la madre del Emperador, en cuyo nombre, y no por una decisión formal y voluntaria de ésta, había ejercido don Carlos el pesado oficio de reinar.

El hecho, es que la noticia encontró al Emperador enfermo y muy envejecido a pesar de su edad cronológica que, como sabemos, corría a la par con el siglo: Como bien veis cual estoy –explicó en la ceremonia de su despedida, apoyado en el hombro del Príncipe de Orange-, tan acabado y deshecho, daría a Dios y a los hombres estrecha y rigurosa cuenta, si no hiciese lo que tengo determinado, dejando el gobierno, pues ya mi madre es muerta y mi hijo el rey Felipe, está en edad bastante para poderos gobernar.

Si don Carlos se consideraba a sí mismo como un puente provisional entre su madre y su hijo, sería, tal vez, aquel sentimiento de interinidad lo que le llevó a desatender de forma tan llamativa los intereses de sus reinos españoles y sus súbditos, para los que fue, prácticamente, invisible, centrándose en sus posesiones de la herencia paterna en Flandes.

Era el día veinticinco de octubre y, convocados por él, se reunían en Bruselas los Caballeros del Toisón, los representantes de los Estados y parte de la familia Habsburgo.

Un don Carlos que difícilmente podía mantenerse en pie, hizo recuento de las actividades más importantes de su reinado, con especial detalle de sus múltiples viajes. Apoyado, como hemos dicho, en el hombro de Guillermo de Orange -dice el cronista que en la mano derecha llevaba un palo-, pidió perdón a todos aquellos a quienes hubiera podido ofender involuntariamente y anunció su inminente retiro. Vendría a sepultarse en España y, su hijo, allí presente, sería en adelante el soberano efectivo.

Los Países Bajos, separados artificialmente de su entorno político, social y religioso, se convertirían en un legado mortal para el joven príncipe, que se vería obligado a luchar el resto de su vida para mantener la arbitraria escisión llevada a cabo por su padre, basado en un concepto estrictamente patrimonial de sus dominios.

La emoción llenó la estancia y los señores asistentes lloraron sin prejuicios -nunca fue costumbre de los grandes renunciar voluntariamente a la grandeza-, hasta que llegó el momento en que el heredero debía tomar la palabra. Su gran escollo, el desconocimiento de cualquiera de los idiomas con que podía haberse expresado, hizo que se instalara el desencanto en aquellos sensibles corazones. El cardenal Granvela se dirigió a ellos en nombre de su señor. Al fin, un extranjero intentaba suplir las carencias de otro.

En el mismo acto, don Carlos notificó a todos el nombre del nuevo gobernador de los Países Bajos: Manuel Filiberto de Saboya sustituiría a su hermana María, quien se había ocupado de aquellos estados durante veinticinco años y que ahora se retiraba con él.

Emmanuel-Philibert, Duque de Saboya.

Unos meses después, en enero del año siguiente, don Carlos daría a conocer el documento definitivo por el que también cedía a Felipe sus territorios italianos.

Aquel gantés que finalmente volvía para sepultarse: Enredó a España en la maraña de los asuntos centroeuropeos, la complicó en el arriscado problema de la expansión del protestantismo y vinculó por siglos con tales negocios los destinos hispanos. Convirtió a Castilla en la base y cimiento de su fuerza imperial. Hizo de ella rico vivero de soldados y manantial borbollante de riquezas. Inició la cruel explotación de la potencia económica del pueblo castellano, tras seducirlo con el espejuelo del brillo fugaz de la gloria militar al servicio de la fe. (C. Sánchez Albornoz: España, un Enigma Histórico).

No era, pues, nada envidiable, el legado que recibía el todavía joven príncipe. Don Carlos había luchado y perdido en el intento de legarle el Imperio, lo que le trajo como consecuencia la enemistad con su hermano Fernando y la escisión definitiva de la familia Habsburgo en dos ramas ajenas y, acaso, rivales, las que conocemos como la austriaca y la española.

Pero los problemas de Felipe no terminaban ahí. Un mes antes, Enrique II de Francia y el Papa Paulo IV habían firmado un acuerdo por el que se comprometían a luchar juntos contra el Emperador por sus posesiones italianas. Felipe tuvo que hacer frente a ambos, antes de que reposara la corona en su cabeza.

En marzo había sido proclamado rey, en ausencia, en la Plaza Mayor de Valladolid, mientras navegaba de nuevo hacia Inglaterra, donde todavía tenía obligaciones con respecto a su esposa María Tudor. Allí fue informado de la hostilidad del pontífice y de sus acuerdos con Francia, por lo que, a pesar de su acendrado catolicismo, escribió a su hermana Juana, encargada de la regencia: si viniese algo de Roma, que no se guarde ni se cumpla.

El diecisiete de junio don Carlos se embarcaba en Flessinga rumbo a España, acompañado por su hermana la emperatriz doña María, decidida a recogerse con él, tras quedar eximida de sus tareas de gobierno.

En enero de 1557 el francés Duque de Guise invadía las posesiones españolas de Italia, a favor del Papa y en contra de Felipe, al mismo tiempo que el Almirante Coligny se lanzaba sobre los Países Bajos.

En febrero, don Carlos se instaló finalmente en Cuacos de Yuste de donde nunca volvió a salir. El siete de junio, don Felipe declaraba la guerra a Francia.

Llegada de don Carlos a Jarandilla. 
El carro cubierto se conserva en Cuacos de Yuste.

Por entonces, contaba con la ayuda de Inglaterra, donde, aunque enferma, aún reinaba su afligida y solitaria esposa la reina María Tudor. A primeros de julio se despedía de ella por última vez para embarcarse en Dover y acudir en ayuda de Manuel Filiberto de Saboya, su primo y aliado. Doña María falleció, sin volver a ver a su esposo, el 17 de noviembre de 1558.

María Tudor. Antonio Moro. Museo del Prado.

Después de encargar al duque de Alba la invasión de los estados pontificios, para el mes de julio, Felipe había reunido un contingente de treinta y cinco mil hombres. A su lado estaba lo mejor de la aristocracia flamenca; Guillermo, Príncipe de Orange y Lamoral, Conde de Egmont, por ejemplo, personajes que, con harta y desdichada frecuencia, volverán a sonar en el devenir histórico de la Corona de España. Su destino actual, dirigirse a San Quintín, ciudad sitiada por sus tropas, con el objetivo de detener el ejército francés que avanzaba en defensa de la plaza, y que intentaría por todos los medios levantar aquel cerco. Acto seguido, don Felipe debía situar sus propias compañías, lo más cerca posible de París.

El Príncipe de Orange y el Conde de Egmont

En agosto, Felipe II esperaba la llegada de tropas inglesas de apoyo al mando del duque de Pembroke, porque no quería lanzarse al ataque sin su concurso. El Duque de Saboya –Testa di Ferro-, ansioso por combatir, se veía retenido por continuas cartas de su señor, en las que le pedía que, si podía evitarlo, no iniciara ningún enfrentamiento hasta que él llegara. Añadía Felipe que, no obstante, si se veía en la necesidad de combatir, le avisara volando y él se apresuraría a acudir en su socorro, aunque no hubieran llegado los refuerzos de Inglaterra. El duque de Saboya temía que un retraso diera lugar a que los defensores de San Quintín pudieran recibir la ayuda francesa.

El General Anne de Montmorency. F. Clouet.

Supo Felipe II por sus espías que el general de Montmorency –nosotros le conocíamos mejor como Memoransí–, al mando de un contingente de veinte mil hombres, se aproximaba a la ciudad el diez de agosto con el mismo objetivo de liberar a la ciudad del cerco de los Tercios. Ya nadie podía postergar el encuentro.

Fue una batalla breve, pero muy sangrienta. Al acabar la jornada, el duque de Saboya y el conde de Egmont, habían destruido el ejército francés, causando más de 5.000 bajas y un número superior de prisioneros, entre ellos, el propio Montmorency y tres de sus hijos, así como muchos de los hombres de la más brillante sangre azul de la Corte de Francia.

Pero Felipe II no estaba allí. Las malas lenguas francesas aseguraron que, por ser más devoto que valeroso, había estado rezando mientras se desarrollaba el combate. No obstante, la victoria fue suya, puesto que suyas –o del Imperio, que es lo mismo, cualquiera que fuera la nacionalidad de sus componentes-, eran las tropas, incluso a pesar de que, de los casi cincuenta mil hombres que allí lucharon, sólo seis mil fueran españoles; el grueso del ejército se componía de alemanes, flamencos e ingleses.

Con aquella victoria quedaba abierto el camino hacia París, pero Felipe II no estimó oportuno el intento de efectuar un avance en aquel momento.

El palacio-monasterio de Cuacos de Yuste, hogar de Don Carlos en sus últimos años.

Hijo - le escribió suavemente don Carlos desde Yuste- , a vuestra carta del XI de agosto que trata del rompimiento de los franceses y lo que os pesó de no haberos hallado en ello.., pero, en realidad, su imperial enfado y los castizos tacos con que aderezó su disgusto, pasaron a la historia de la Vera extremeña. Allí, el viejo Emperador calmaba sus furias y angustias con la ayuda inestimable del relojero y constructor cremonés Giannello Torriani, que fabricó para él numerosos relojes de increíble precisión.

El Maestro Torriani muestra sus artísticos relojes de precisión a don Carlos

Ruy Gómez de Silva aseguró que aquel triunfo se debía exclusivamente a la protección divina, puesto que se había combatido sin experiencia, sin tropas y sin dinero.

Siempre se ha creído que don Felipe lo entendió así y que se propuso agradecer tal ayuda levantando un gran templo en honor de San Lorenzo, cuya festividad se celebraba aquel día. Los franceses dijeron que su promesa no era sino un intento de desagravio debido al hecho de que sus tropas habían entrado al sacco en la iglesia dedicada a dicho Santo, esparciendo sus restos. El Cronista del Monasterio de El Escorial, P. Sigüenza, por su parte, escribió que don Felipe no hizo promesa alguna en aquel sentido. Pese a todo, el Monasterio de San Lorenzo, en El Escorial se convirtió en la huella más real y tangible, no solo de aquella batalla, sino de todo el esplendoroso e incoherente poder de Felipe II, que parece representado en tan impresionante construcción cuya grandeza provocaba espanto, como diría Cervantes.

De hecho, sin el Monasterio, la jornada de San Quintín, seguramente habría pasado al olvido, ya que, si bien aquel día se evitó el ataque francés contra el cerco de los Tercios, la ciudad resistió diecinueve días más y, tampoco supuso ningún cambio estratégico importante.

Los franceses recuerdan su heroica resistencia ante el ataque de un ejército francamente superior, pero la realidad definitiva, es que la victoria apenas tuvo otras consecuencias que las derivadas de ser la primera acción militar del heredero, acaecida, además, en vida de su padre y, contra el eterno enemigo francés.

Tal vez fue también entonces cuando Felipe aprendió otra lección imborrable y que explicaría un día, aún lejano, a su yerno Alberto de Austria: los monarcas no deben exponerse personalmente en las batallas. Si el resultado es victorioso en su ausencia, el rey recibirá la gloria de todos modos, pero en caso de derrota, hallándose presente, la pérdida de reputación será definitiva e irrecuperable.

Tampoco podemos perder de vista su reacción, cuando el día once contemplaba el escenario de la batalla, en el que habían quedado tantos muertos: ¿Es posible que esto gustara a mi padre?

Su padre, don Carlos, en Yuste, sufría, sin paciencia, un agudo ataque de rabia. No concebía que don Felipe se hubiera negado a avanzar sobre París aprovechando los vientos de gloria, y que hubiera licenciado a las tropas retirándose a Bruselas.

Lo cierto es que no había dinero para proseguir la campaña; que el contingente inglés, cumplido su contrato, debía volver a su país y, que el otoño se había echado encima, haciendo imposible cualquier acción militar con alguna posibilidad de éxito. Es un hecho que el viejo Emperador no solía detenerse ante nada una vez que estaba lanzado en pro de sus aspiraciones guerreras, pero don Felipe era muchísimo más reflexivo que él y prefirió renunciar a una probable victoria, antes que dar lugar a un seguro amotinamiento de los soldados por la falta de pagas. Otros ánimos más combativos lo habrían intentado a pesar de todo, pero no era el espíritu aventurero la peculiaridad más sobresaliente del carácter de Felipe II. Por otra parte, nadie puede creer que realmente, aquello gustara a su padre, quien se quedaba afónico de gritar sus deseos de paz, pero que nunca estuvo dispuesto a consentir los continuos intentos de desgaste ni las que consideraba provocaciones de los reyes de Francia. El ejército francés siguió hostilizando las fronteras, y en el mes de julio sufrió una nueva derrota, en Gravelines, frente al Conde de Egmont.

En cuanto a las relaciones con el papa Paulo IV, el duque de Alba, que había sido nombrado Virrey de Nápoles, gobernador de Milán y comandante en jefe de las tropas españolas en Italia, invadió los estados pontificios y marchó contra Roma.

En función de los acuerdos firmados entre Francia y Roma, un ejército francés al mando de François de Guise, acudía en auxilio del Papa, cuando recibió la noticia de que las tropas de don Felipe tenían franco el camino hacia París. Esto obligó a Guisa a abandonar sus proyectos y volver inmediatamente, para defender su propia tierra, lo que dejó al Papa abandonado a su suerte.

François I de Lorraine, Duc de Guise.- F. Clouet

El primer día del año 1558, el duque de Guisa llegaba al frente de su ejército a Calais, la última posesión inglesa en territorio galo, que cayó en sus manos diez días después de San Quintín. Provocaba con ello un gravísimo y mortal disgusto a la reina católica de Inglaterra, quien pagaba, con tal pérdida, la revancha del anterior triunfo de su marido. Naturalmente, en Inglaterra, Felipe fue culpado del desastre, a pesar de que había ofrecido la ayuda de sus tropas para la defensa de Calais, ayuda que el Parlamento inglés rechazó, temeroso de que el esposo de su reina albergara afanes de poder personal en caso de obtener una victoria.

En cuanto a la actitud del pontífice, es cierto que a don Felipe le creaba un verdadero problema de conciencia la posibilidad de enfrentarse a él, así que sólo tomó una decisión al respecto después de consultar a diversos teólogos. En consecuencia, a pesar de su victoria, Alba tuvo que aceptar, sin discusión, la oferta de paz que le hizo el pontífice cuando se vio privado del auxilio militar francés. Acto seguido y, obedeciendo instrucciones de su señor, el duque, que avanzaba por los territorios pontificios en razón a una fórmula mixta que permitía luchar contra el enemigo humano, salvando la sumisión debida a su carácter sacro, tuvo que renunciar a su habitual arrogancia y pedirle perdón al Papa, rodilla en tierra.

La Paz de Cateau-Cambrésis se firmó el 3 de abril de 1559. El acuerdo terminaba con sesenta y cinco años de guerra entre Francia y España por el dominio de Italia, durante los cuales, ambos contendientes agotaron los respectivos erarios. Henry II de France, tras sus derrotas en San Quintín y Gravelinas, debía prestar atención a las disensiones entre católicos y hugonotes dentro de su propio reino.

Câteau Cambrésis. Caluroso abrazo entre Felipe II de España y Enrique II de Francia.

Francia recuperaba las plazas de Metz, Toul y Verdún y devolvía Saboya y algunos territorios del Piamonte a Emmanuel-Philibert, duque de Saboya, muy afecto al rey de España y muy desafecto al suyo que, anteriormente le había requisado dichos territorios. Córcega volvía al poder genovés y, por último, el país vecino renunciaba a sus pretensiones sobre el Milanesado. Como compensación, España cedía a Enrique II algunos territorios en Italia.

Traité du Cateau-Cambrésis (fuente: diplomatie.gouv.fr)

El Tratado traía consigo dos nuevos matrimonios: el de Margarita, hija de Francisco I de Francia, con el Duque de Saboya y, el de Isabel, la hija mayor del nuevo soberano Valois, Enrique II, con el nuevo monarca Felipe II de Austria.

Entramos en este tercer matrimonio, en cierto modo, bordeándolo solamente, porque cuando se acuerda esta boda, Felipe ya gobierna sus territorios sin ocaso, como rey efectivo y consumado burócrata y, por tanto, la historia de la esposa francesa se mezcla con otras que ahora, apenas podemos mencionar, pero que marcaron dramáticamente este matrimonio que duró ocho años, con el devenir de variados y a veces terribles sucesos.

Una vez frustrado el proyecto inglés, que hubiera neutralizado futuras agresiones del reino galo, el contumaz viudo Felipe, ponía ahora su aguda visión política en una chiquilla cuyo principal valor residía en la posibilidad de convertirse en instrumento de la necesaria paz con Francia. Isabel de Valois, veinte años menor que él, es decir, en edad de catorce a la fecha de la boda, había nacido el tres de abril de 1546 como primer fruto del desavenido matrimonio de su padre, Enrique II de Francia, con Madame Serpiente, es decir, Catalina de Médicis, a la que cabe el honor de no haberse podido inventar el adjetivo que definiría su compleja inteligencia.

A Felipe II le ocurría ahora con respecto a su hijo, lo mismo que le ocurrió con su padre en el caso de María Tudor, pero a la inversa; la heredera Tudor había sido barajada como esposa de Carlos V, pero, al final, este la casó con su hijo Felipe. Isabel de Valois, en cambio, había sido prometida al príncipe heredero, hijo de Felipe II, don Carlos, con quien sólo se llevaba diez meses, pero la necesidad política destruyó estos planes y fue el padre del novio quien se casó con la prometida. Semejante cambio de parejas entre padres e hijos, que vemos hoy con cierta estupefacción, era frecuente entonces, especialmente en las familias reales. Pues bien, el príncipe Carlos sufrió por esta contrariedad y, mucho, pero la boda se celebró, malgré-lui, en junio de 1559.

El marco de la boda sería la catedral de Nôtre Dame. Allí, el triunfador duque de Alba puso un brazo y una pierna sobre el lecho conyugal, tomando posesión de la novia -por poderes, se entiende-, en nombre de su Señor. Para celebrar la ratificación en España, se eligió el bellísimo palacio del Infantado, en Guadalajara.

Palacio del Infantado

En el transcurso de la ceremonia, la infantil Isabel de Valois no podía quitar la vista del rostro de aquel extraño que le habían dado por esposo. -¿Me estáis contando las canas?-, le preguntó él muy molesto. 

Felipe II e Isabel de Valois. Libro de Horas de Catalina de Médicis.
(Imagen: Cuaderno de Sofonisba)

Con la abdicación de don Carlos se cerraba la etapa Imperial; la Monarquía Hispánica iniciaba un nuevo, largo y difícil camino en la persona de Felipe II.

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Más sobre Carlos I/V: La Emperatriz Isabel. Yuste. Gianello Torriano.


sábado, 21 de septiembre de 2013

EDIPO–Οἰδίπους. SÓFOCLES –Σοφοκλής.


La obra de Sófocles es la perfección, hasta donde nos es dado hacerla realidad; no se trata sólo de la ausencia de defectos –que es el peor de todos los defectos-, sino de un conjunto continuado de belleza, tanto en la invención, como en la coordinación de las partes, el pensamiento y la dicción.

Los héroes que pinta ya no tienen nada de titánicos o de gigantescos, pero siguen siendo verdaderos héroes; están por encima de nosotros, pero no demasiado lejos y, nada de lo que les concierne no es ajeno. (Alexis Pierron: Histoire de la Littérature Grecque. Hachette, 1875).

Efectivamente, Edipo es un héroe, pero no titánico ni gigantesco; ha nacido para reparar un crimen que nunca cometió, lo que convierte los motivos de su heroísmo en una gran injusticia.

Para comprender algo tan incomprensible como esto, podemos acudir a Calderón de la Barca: El delito mayor del hombre es haber nacido, pero hay, no obstante, algunas alternativas, aunque cada una es peor que la anterior; por ejemplo: los hijos deben pagar por los delitos de los padres; la fortuna –o la justicia– es así de ciega; hay que achacar las tragedias a la arbitraria voluntad de los dioses, que reparten castigos al azar.

No es fácil explicar la tragedia de Edipo y, por tanto, vislumbrar su objeto, a pesar de que sólo su nombre, como el de Antígona, sugieren algo muy vital que no acertamos a descifrar, pero que nos afecta emocionalmente, aun cuando no podamos evolucionar con la obra, ya que conocemos de antemano el espantoso proceso, como lo conocían los espectadores del siglo V; igual que a ellos, sólo no es permitido observar, impotentes, como Edipo se encamina hacia su propia desventura por buscar la verdad, y aun así, su desdicha nos inquieta profundamente.

Un hombre justo, excelente guerrero, buen esposo, padre y gobernante intachable, cae en dos de los peores delitos que moralmente puede cometer el ser humano, como es el hecho de matar a su padre y casarse con su madre. Estos actos, claro está, son objetivamente reprobables, pero en este caso, hay un matiz fundamental, que, también moralmente, eximiría de responsabilidad al protagonista y es la seguridad de que él nunca tuvo intención de delinquir; que ignoraba que el hombre al que mató en un enfrentamiento, era su padre y, por supuesto, que la mujer con la que se casó después, era su madre. –Ignoras la indignidad en la que vives–, le asegura el adivino Tiresias. 

Ciertamente, Edipo no conoce su delito, pero es justo, y desea alcanzar una verdad, que, lejos de aportarle algún beneficio, lo destruirá sin remisión, a pesar de las advertencias recibidas cuando aún estaba a tiempo: –¡No, por los dioses; señor, no sigas indagando!-. Los dioses nunca se vuelven atrás cuando han tomado sus decisiones.

Edipo rey -Oι̉δίπoυς τύραννoς.

El rey Layo está casado con Yocasta. El oráculo le ha dicho que debe evitar tener descendencia, porque, de lo contrario, un hijo suyo le matará a él y se casará con su esposa. La amenaza procede del hecho de que Layo, en su juventud, había secuestrado al joven efebo Crisipo –un loco capricho de juventud, nada exclusivo en la época–, pero que desemboca en un crimen que atrae sobre Layo la maldición, que ahora recae sobre su descendencia. 

Pero Yocasta, a pesar de las prevenciones, concibe y da a luz a un hijo varón que llega al mundo cargado de amenazas. Para evitarlo –creyendo ingenuamente que los dioses lo van a consentir–, Layo entrega el niño a un criado para que lo abandone en el monte Citerón, donde debe quedar a merced de los animales salvajes. Previamente –sin motivo comprensible, puesto que cree que el bebé no va a sobrevivir–, daña de forma irreparable sus pies.


Pero he aquí que el criado tiene más entrañas que el rey y, exponiéndose a su ira, decide entregar el niño a un pastor de Corinto, que se hace cargo de él y se lo entrega a los reyes Pólibo y Mérope, que no tienen hijos y lo adoptan encantados por su buena fortuna.

Así pues, Edipo, –Οἰδίπους o Οιδίποδας–, es decir Pies Hinchados, crece y es educado como un príncipe, hasta que empieza a tener dudas sobre su verdadero origen, lo que le lleva, a su vez, a Delfos, donde el Oráculo le asegura que matará a su padre y se casará con su madre. 

Aterrorizado, decide abandonar su hogar para siempre, creyendo que los reyes de Corinto son sus progenitores. Apenas ha salido de Delfos, cuando en el camino se cruza con una comitiva que le cierra el paso. Ninguno de los dos viajeros quiere ceder y el encuentro termina con la muerte de todo el séquito contrario y la del señor al que protegía, precisamente, Layo, el verdadero padre de Edipo. Solo un hombre logra salvar la vida. 

Más adelante, Edipo se encuentra con la Esfinge –Σφίγξ– que siembra el terror en los caminos que conducen a Tebas, y en los alrededores de la ciudad, porque mata a todos aquellos que no saben responder a sus acertijos.

Cuatro… dos… tres..?
Edipo y la esfinge. François-Xavier Fabré (1766-1837).  
Dahesh Museum of Art. N. York City. EUA.

La esfinge plantea cuestiones cuyas respuestas sólo se pueden deducir, no con ciencia aprendida, sino con ingenio o sabiduría innata, y esas cualidades las tiene Edipo, que resuelve todos los enigmas que ella propone, llevando a la bicha al suicidio por su fracaso. Los tebanos, agradecidos, le reciben como un héroe y le ofrecen el matrimonio con la reina Yocasta, que ahora es viuda.

Andando el tiempo, del nuevo matrimonio nacen dos hijos, Eteocles y Polinices –Ετεοκλής, Πολυνείκης–, y dos hijas, Antígona e Ismene –Ἀντιγόνη, Ἰσμήνη–. Todo marcha bien en Tebas, hasta que una terrible peste empieza a diezmar la población, acabando asimismo con ganados y cosechas. Edipo decide consultar al oráculo con el objeto de conocer y, en su caso, remediar, la causa de tantos males. Es entonces, cuando empieza su verdadera historia, al menos, la literaria; es decir, su tragedia.

La escena comienza cuando el pueblo se presenta ante el palacio de real de Tebas, pidiendo ayuda para su desgracia. Edipo sale a preguntar la causa de sus lamentos.

–La ciudad, abatida por una tempestad, ya no puede levantar su cabeza sumergida en espumas sangrantes; los frutos de la tierra se pudren, los ganados mueren y los hijos concebidos por las mujeres, no llegan a nacer.

Edipo responde que ha enviado a su cuñado Creonte –hermano de Yocasta– a consultar a la Pitonisa de Delfos, y que cuando vuelva, el pondrá en práctica el remedio que aconsejen los dioses.

Antes de que termine de hablar llega Creonte e informa a todos de lo que ha dicho el Oráculo: entre los tebanos hay un hombre que debe ser castigado y él cree que Apolo se refiere a aquel que había matado a Layo. Pero ha pasado ya mucho tiempo desde aquella muerte. Edipo pregunta si queda todavía algún testigo de lo ocurrido.

Todos murieron –dice Creón-, excepto uno que huyó aterrorizado y que nunca ha dicho una palabra de lo que vio.

Edipo pregunta la razón por la que, desde entonces, nadie se ha propuesto investigar la muerte de Layo y Creonte le explica el peligro de la Esfinge no les permitía prestar atención a nada más. Edipo promete a todos que se ocupará de hallar al culpable y castigarlo convenientemente.

El proceso para averiguar los hechos y encontrar al culpable, se realiza ante el pueblo, representado por el Coro, al que se va informando, al mismo tiempo que al espectador, de cada descubrimiento, pero fatalmente, las pistas parecen señalar al propio Edipo, quien al principio cree que todo es una sucesión de errores, e insiste en continuar sus pesquisas a pesar de la amenaza que suponen para él. Edipo es de una honestidad intachable y, a pesar de que los sabios e intérpretes del Oráculo le dicen que será mejor para él dejar las cosas como están, opta por seguir adelante, hasta que el adivino Tiresias, rendido ante sus insistencia, pronuncia las palabras que el héroe habría preferido no escuchar: –¡Te digo que el asesino al que buscas, eres tú!

Cuando Yocasta comprende la verdad, se quita la vida. Edipo arranca los broches de su túnica, se los clava en los ojos y así, ciego y fatídicamente convencido de ser responsable de los crímenes que pesan sobre su conciencia, a pesar de su radical inocencia, abandona la ciudad y se encamina al exilio en compañía de sus hijas, Antígona e Ismene, exponiéndose el desprecio del pueblo, que lo considera causante de sus males. 

Antígona y su padre, Edipo, abandonan la ciudad de Tebas. Charles Jalabert, 1842. Musée des Beaux-Arts. Rouen (France)

–¡Oh habitantes de Tebas –termina clamando el Coro–; Ved a este Edipo, que adivinó el célebre enigma, este hombre todopoderoso que nunca deseó las riquezas de los ciudadanos, con qué tempestad de terribles desgracias ha sido sorprendido! Así, pues, mientras esperáis el día supremo de cada uno, no digáis jamás que un hombre mortal ha sido feliz; no lo digáis hasta que haya llegado al fin de su existencia sin sufrimientos.

Pero la maldición provocada por Layo y el sufrimiento inducido por ella, no ha hecho sino empezar.

Edipo en Colono -Οἰδίπους ἐπὶ Κολωνῷ-.

La última tragedia de Sófocles, es la que ofrece más contenido poético. Se trata de una especie de himno a la ciudad de Atenas, donde los más válidos planteamientos sobre el ser humano, se expresan de un modo bellísimo.

Edipo en Colono. Jean-Antoine-Théodore Giroust , 1788
(Edipo rechaza las demandas de Polinices, mientras Antígona trata de reconciliar al padre y al hermano).

Edipo ya ha cumplido la pena por sus involuntarios delitos y los dioses le devuelven la paz, anunciándole que su muerte se aproxima y que la ciudad en la que se conserven sus restos, resultará siempre victoriosa frente a sus enemigos. Cuando llega a Colono, muy cerca de Atenas, se detiene en el sagrado bosque de las Euménides, donde ha decidido que abandonará el mundo, bajo la protección de Teseo, rey de Atenas. Pero antes de que exhale su último suspiro, Creón y Polinices, esperando atraerse el beneficio otorgado por los dioses, intentan, sin lograrlo, evitar que el héroe muera en Atenas, y llevarlo a Tebas para favorecer su propia causa. 

Finalmente, Edipo se retira a un lugar secreto, donde desea morir, mientras Antígona e Ismene se disponen a volver a Tebas.

Hay en esta obra una declaración de Edipo, que relaciona su historia con la del propio Sófocles:

-Después que tanto deseé tener hijos varones, si no hubiera engendrado hijas mujeres, ya no existiría. Estas sí son hombres, no mujeres, pues han querido sufrir conmigo, mientras los hijos que debían velar por mis días permanecieron en su palacios, como tímidas vírgenes.

De acuerdo con Cicerón en De Senectute, cuando se estrenaba Edipo en Colono, Sófocles, que se acercaba a los 90 años, tuvo que soportar que su hijo Iofón, en contra del parecer de sus hermanas y deseando heredar antes de tiempo, llevó a su padre a juicio, acusándolo de incapacidad. En su defensa, Sófocles leyó algunos fragmentos de Edipo en Colono ante el jurado y después preguntó públicamente, si aquella era la obra de un anciano incapaz. Los jueces sentenciaron a favor del poeta.

Al mismo tiempo, con la presente obra, Sófocles homenajeaba a la ciudad de Atenas –donde Teseo acogió y protegió a Edipo al final de su vida, y donde él mismo fue recibido y nombrado Φιλαθηναίος-, y a Colono, el lugar donde había nacido, entre 498 y 495, a la orilla de Céfiso

Tras la batalla de Salamina, teniendo el autor entre 15 y 18 años, fue seleccionado para dirigir el coro de adolescentes que debía interpretar el himno de la victoria y, a partir de entonces, a lo largo de su carrera, ganó veinte concursos, obteniendo en los restantes el segundo premio.

Antígona -Ἀντιγόνη.

Los dos hijos de Edipo, Polinices y Eteocles, se matan mutuamente disputándose el trono y, por si tal circunstancia no fuera suficientemente trágica, el nuevo rey, considerando que solo Eteocles defendía la ciudad, prohíbe que Polinices reciba los ritos obligados para que su alma no sea condenada, por lo que su cuerpo es abandonado a la intemperie, expuesto a ser devorado por las fieras; algo que Antígona se niega a aceptar, aún a riesgo de su vida.

Antígona y Polinice. Benjamin Constant (c.1806) Musée des Agustins. Toulouse. Fr. 

Cuando es amenazada de muerte por su desobediencia, Antígona, que al contrario que otros héroes trágicos, sí adopta una actitud ejemplar, responde de manera que eleva su estatura moral por encima de la práctica totalidad de los personajes que la rodean, con una aseveración aparentemente simple, pero que constituye una rotunda justificación de su actitud: No nací para compartir el odio, sino el amor -οὔτοι συνέχθειν, ἀλλὰ συμφιλεῖν ἔφυν-, y acto seguido se dispone a cumplir su sentencia; será emparedada en una cueva. Su muerte acarreará la destrucción de toda la familia real.

La suerte de Antígona no hace sino prolongar la injusticia, que alcanza con ella casi el absurdo de la auto-inmolación, pero además de que ella muestra ser el personaje más valeroso, sincero, fiel a sus principios y leal en sus afectos, es, sobre todo, el símbolo imperecedero de su propia declaración ante el fin de su vida: ella se enfrenta, se expone y muere, no por odio, sino por amor. No es, en absoluto, una víctima pasiva; acepta los designios divinos –de lo contrario, no sería un paradigma del helenismo en la época de Pericles–, pero cuando tiene opción, decide y, aunque con ello no cambie el curso del destino, sus razonamientos no tienen fisuras. Su infortunio nos causa gran perplejidad –quizá más que el propio Edipo, que aunque involuntariamente, sí había llevado a cabo los actos por los que fue condenado– pero a Antígona, ni los dioses podían hacerle el menor reproche.

Basta recordar qué fue lo que la llevó a jugarse la vida, honrando a un hermano al que su padre había maldecido y Creonte, condenado; sencillamente, el hecho de que Polinices se lo había pedido, entre lágrimas cuando Edipo predijo la fatídica muerte de los dos hermanos varones, cada uno a manos del otro.

Poco antes del estreno de Antígona, se había producido la batalla naval de Arginusas, cuando los generales griegos se vieron obligados a abandonar a los náufragos, ante la inminencia de un fuerte temporal que los obligó a volver a puerto ya que presumiblemente, la tempestad hubiera causado más víctimas que el propio enfrentamiento bélico. A pesar de su justificación, e incluso habiendo regresado victoriosos, los generales fueron acusados de impiedad, por permitir que los hombres se ahogaran y sus almas se vieran condenadas a errar sin destino. Seis de ellos fueron juzgados, condenados a muerte y ejecutados. 

Parece que la valerosa actitud de Antígona, que se estaba representando en aquellos momentos, con un éxito clamoroso, pudo influir en la sentencia. Tal fue el eco que halló en los espectadores atenienses.

Electra -Ἠλέκτρα.

Es hija de Agamenón y Clitemnestra -Ἀγαμέμνων y Κλυταιμήστρα. Cuando Agamenón vuelve de la guerra de Troya, Clitemnestra lo mata por haber sacrificado a su hija Ifigenia –Ίφιγένεια, para salvar la flota. 

Clitemnestra duda antes de matar a Agamenón, pero Egisto (su amante) la incita. 
Pierre-Narcisse Guérin. Louvre

De los otros hijos, Crisocemis -Χρυσόθεμις, se queda en el palacio real, y Electra se retira a una cabaña, mientras que Orestes -Ὀρέστης, se propone vengar a su padre, como le ha ordenado el oráculo de Delfos. Para lograr su objetivo, envía a un anciano a decirle a Clitemnestra que él mismo ha muerto en una carrera de carros. Entre tanto, prepara su crimen.

Electra está profundamente abatida; su odio hacia la madre, y sus deseos de vengar a Agamenón, son superiores a los de Orestes, –al que profesa un gran afecto y frente el que muestra evidente superioridad-; decide que una vez muerto su hermano, ella misma debe encargarse de matar a Clitemnestra, pero finalmente aparece Orestes y se precipita en la habitación la madre, cuyo grito mortal, oímos los espectadores.

Ἠλέκτρα –Electra, en la tumba de Agamenón (c.1869) Frédéric Leighton.


Las Traquinias –Τραχίνιαι.

El título se debe al coro de mujeres procedente de Traquinia, que representan los celos de Deyanira -Δῃάνειρα, y la muerte de Herakles, envenenado por la Túnica del Centauro Neso, cuya lección se refiere fundamentalmente a los desastrosos efectos de los celos. 

Deyanira tenía el amor de Aquelao hasta que Herakles -Ἡρακλῆς, lo derrotó y se casó con ella, que convencida de que su esposo mentía al decir que estaba cumpliendo con sus Doce Trabajos, acepta entregarle una túnica encantada, creyendo que contiene un filtro que le devolverá su amor. Al saber que Herakles ha muerto abrasado por la túnica, Deyanira se quita la vida.

–Una sentencia sabia y antigua como el mundo, dice que en toda vida mortal hay que esperar su término antes de afirmar que ha sido feliz o desgraciada, pero yo no necesito llegar al Hades para comprender todo el infortunio que pesa sobre la mía.- Se lamenta Deyanira, antes de darse muerte.
Lycas ofrece a Herakles la túnica mortal. Sebald Beham (1500-1550).

Ayax –Αίας-. 

Tiene una trama menos compleja. Cuando las armas de Aquiles son entregadas a Ulises, Ayax, enfurecido, porque esperaba heredarlas él mismo, jura vengarse de los griegos. Pero Atenea ciega su entendimiento, por lo que se dedica a matar animales sin piedad, creyendo que son hombres. Cuando recupera la razón se siente deshonrado, y objeto de las burlas de los troyanos, temiendo, además, causar la vergüenza de su padre si vuelve a Salamina, todo lo cual le hace tomar la decisión de suicidarse, sin que nadie pueda disuadirle. Ayax desdeña la clemencia de sus compañeros porque él es incapaz de sentir y, por tanto, de comprender esa virtud.

Ayax se dispone a quitarse la vida. Ánfora.

Cuando Atenea le explica a Ulises lo sucedido, este, generosamente, intenta disculpar la actitud de Ayax.

–¿No es placentero burlarse de un enemigo? –Pregunta Atenea a Ulises.
–No. Para mí es suficiente con que permanezca en su tienda –responde Ulises–.
–¿Temes ver frente a ti a un hombre delirante?
Si estuviera en su juicio no le temería, pero me apena su desgracia, aunque sea mi enemigo, cuando le veo preso de tan terrible mal. Ahora comprendo que sobre esta tierra, no somos más que fantasmas y vanas sombras.
-Si has comprendido eso –concluye la diosa-, guárdate de ofender a los dioses con palabras soberbias, y de enorgullecerte por tu fuerza y tus riquezas. Un solo día es suficiente para acabar con las grandezas humanas y la modestia complace a los dioses, mientras que la impiedad los irrita.

Filoctetes –Φιλοκτήτης-. 

Fue representada cuando Sófocles ya tenía más de 80 años. La acción se desarrolla durante la guerra de Troya, antes del saqueo de la ciudad. Ulises –Ὀδυσσεὺς, y Neoptólemo –Νεοπτόλεμος, hijo de Aquiles–, se proponen sacar a Filoctetes –antiguo pretendiente de Elena de Troya–, de Lemnos  donde previamente le habían abandonado, terriblemente herido en un pie por la mordedura de una serpiente. Quieren llevarlo de nuevo a Troya. Neoptólemo debe fingir que ha reñido con los griegos y apoderarse del arco que Herakles había dado a Filoctetes, que, no obstante, lo recupera, e intenta matar a Ulises. 

Sólo Herakles, que en aquel momento se hace visible, convence a Filoctetes de que debe volver a Troya; el héroe no puede desobedecer al divino

Será una de las flechas disparadas con su arco, la que termine con la vida de Paris.

Ulises y Neoptólemo arrebatan a Filoctetes el arco y las flechas de Hércules. François-Xavier Fabre.-Museo Fabre, Montpellier.

El argumento es quizás el más sencillo de todas las tragedias conocidas de Sófocles y prácticamente se desarrolla entre los tres personajes citados, siendo la lucha interior de Filoctetes su principal característica; sus sentimientos se dividen entre el deseo de abandonar la angustiosa soledad en que vive y el odio hacia los que antaño lo abandonaron allí.

Sófocles –Σοφοκλής–. 
Copia de un busto de la Colec. Farnese de Nápoles. Museo Pushkin

Se desconoce su fecha de nacimiento, pero Sófocles tenía más de cincuenta años cuando se representó Antígona, entre 442 y 440. Era la 32ª obra que estrenaba, obteniendo con ella un éxito prodigioso.

Platón, al principio de su obra, La República, admira la nobleza, serenidad y sabiduría con que envejeció el dramaturgo, en plenitud de sus facultades, y que previamente había sometido sus pasiones al imperio de la razón.

Entre los fragmentos que Sófocles leyó ante los jueces para demostrar su lucidez, figuraba uno, cuya belleza sigue vigente, en el que los ancianos de Colono –destino y tumba de Edipo-, describen ante el anciano ciego, la belleza de aquella tierra amada por los dioses.

Extranjero, te hallas en el más delicioso lugar de esta tierra rica en caballos ligeros; es Colono, la de las blancas casas. Aquí cantan, en los verdes valles, una multitud de ruiseñores de voz melodiosa, ocultos a la sombra de la yedra, bajo las espesas ramas de mil árboles cargados de diversos frutos, donde nunca penetran los rayos del sol ni soplan los vientos helados. Aquí se pasea sin cesar el alegre Baco, escoltado por las Ninfas, sus nodrizas.

El rocío del cielo hace florecer día a día el narciso que corona a las dos grandes diosas, Ceres y Proserpina, y el azafrán de color dorado. Las fuentes del Céfiso no se detienen nunca, y lanzan abundantes oleadas al río que serpentea en la llanura. Permanentemente sus aguas límpidas fecundan al pasar el ancho seno de la tierra. Ni los coros de las Musas desdeñan esta tierra, ni Afrodita con sus riendas de oro.

Tiene también un árbol que no crece, se dice, ni en Asia, ni en el gran Peloponeso; un árbol no plantado por mano de mortal, que crece sin cultivo y ante el cual retroceden las lanzas enemigas, y en ninguna parte reverdece con tanto vigor como en esta tierra; es el olivo de azuladas hojas. Ningún enemigo lo extirpará de la tierra con mano devastadora, pues sobre él está siempre fija la mirada protectora de Zeus y de Atenea la de luminosos ojos.

El olivo de Atenea junto al Erectéion (Cariátides), en la Acrópolis de Atenas. 
(Fotog. El Canto de las Musas)


viernes, 13 de septiembre de 2013

Clara Wieck/Schumann

Clara Schumann de Franz von Lenbach, 1878

Clara Schumann – Clara Josephine Wieck (13.9.1819–20.5.1896).

Es conocida, fundamentalmente, como la esposa de Robert Schumann y como primerísima figura de la interpretación pianística, pero Clara Wieck fue, además, y, sobre todo, una gran compositora, si bien su carrera creativa quedó supeditada a la necesidad de efectuar numerosas giras de conciertos, a causa de los graves trastornos de salud de Schumann que interferían en el trabajo creativo y docente del compositor y de ella misma, y provocaban dificultades para el mantenimiento de la numerosa familia que ambos crearon.

Junto a Clara y Robert Schumann y, con un incondicional afecto mutuo, brilló de manera especial, tanto en el aspecto artístico como en el humano, Johannes Brahms, algunas de cuyas obras fueron estrenadas por Clara Wieck.

Parece que Brahms adoraba a Clara, hacia la que desarrolló un amor sin límites y sin horizontes, pero que se mantuvo a lo largo de la existencia de ambos -Eres para mí una amiga tan querida que no puedo expresarlo... Si esto continúa así, tendré que colocarte algún día detrás de una vitrina o ahorrar para poder engarzarte en oro-. Robert Schumann, por su parte, reverenciaba a Brahms.

Clara Wieck y Robert Schumann llevaron un diario conjunto. De acuerdo con las impresiones de ambos, Brahms entró en sus vidas con el fulgor de una estrella radiante e inesperada.

Día 30 de septiembre de 1853: única anotación de mano de Schumann: Herr Brahms, de Hambourg.

Día 1 de octubre: primera línea de la página: Visita de Brahms. ¡Un genio!

Los dos creadores no habían tenido necesidad de recurrir a las palabras; apenas hechas las presentaciones, Schumann pidió a Brahms que se pusiera al piano, en el que interpretó el primer movimiento de la Sonata nº 1 en Do Mayor, opus 1. Terminada la ejecución, Schumann se levantó profundamente emocionado murmurando: -Clara tiene que oír esto.

-Clara– le dijo apenas volvieron a la sala-, vas a oír una música como nunca antes la has escuchado. Después se volvió hacia Brahms: -Por favor, vuelva a empezar.

Brahms repitió el primer movimiento y el resto de la obra, siempre acompañado por las exclamaciones de Robert y Clara, que le escuchaban con creciente emoción, felicidad y sorpresa. Aquella tarde, se asentaron los cimientos de una profunda amistad que se mantendría durante toda la existencia de aquellos tres grandes, que estaban destinados a pasar juntos a la historia de la música.

Poco a poco, Brahms se convirtió en uno más de la familia. Al principio, Schumann invitaba a comer a un tímido pianista, a quien costaba trabajo aceptar la hospitalidad, hasta que la propia Clara decidió intervenir y pronto los tres formaron un bloque inseparable. En el diario de los Schumann el nombre de Brahms no volvió a desaparecer; a cambio, la casa se llenó con los acordes de sus composiciones.

Cuatro días después de conocerlo, escribía Clara:

-Brahms ha interpretado una Fantasía para Piano, Violín y Violoncello, opus 116 y su bellísimo Scherzo en Mi bemol menor. El Scherzo es una pieza notable, un poco nueva, quizás, pero llena de imaginación y de ideas espléndidas. A veces, el sonido no se adapta al carácter de las ideas, pero esto es un pequeño detalle cuando se piensa en esta riqueza de imaginación y de pensamiento.

Muy pronto los Schumann empezaron a invitar a amigos y alumnos para que escucharan al prodigioso compositor y, aquellos mismos oyentes contribuyeron posteriormente a hacer sonar el nombre del joven músico que había llenado sus vidas con la magia de su creación.


Clara Wieck nació en Leipzig el 13 de septiembre de 1819. Sus padres -Friedrich Wieck, maestro de música y vendedor de pianos y Marianne Tromlitz, cantante famosa en Leipzig, donde actuaba en el Gewandhaus-, nunca se llevaron bien, por lo que se divorciaron en 1824. Poco después, la madre se casó con Adolph Bargiel, mientras Clara siguió viviendo con su padre, quien se propuso darle una formación musical exhaustiva desde muy pequeña, a cuyo efecto, le enseñó piano, violín, teoría, armonía, composición y contrapunto.

En marzo de 1828, con ocho años, ya dio un recital en Leipzig en la casa del doctor Ernst Carus, donde conoció a un joven pianista también invitado: Robert Schumann, quien, siendo ya gran admirador de su forma de interpretar, se enamoró entonces de ella y abandonó su carrera de Derecho, para recibir clases intensivas de música del padre de Clara, a cuyo efecto, se instaló en su casa.


Robert Schumann a los 29 años, en Viena. Litografía de Joseph Kriehuber, y
Clara Wieck en la época de su matrimonio. 
Imágenes: Robert-Schumann-Haus Zwickau, Germany

Después de muchas vicisitudes, separaciones y cartas interminables, Robert Schumann y Clara Wieck se casaron el 12 de septiembre de 1840, a pesar de la negativa del padre y maestro –causada por la inseguridad financiera del compositor-, pero con el consentimiento del Juez.

Ya en 1830, a los once años, Clara había iniciado en París una gira de conciertos que la llevarían por toda Europa junto a su padre. Dos grandes de la literatura y de la música celebraron entonces su aparición; Henri Herz de Goethe, que le entregó una medalla: Por el talento de la artista Clara Wieck, y Paganini, que se ofreció para acompañarla en un concierto.  

A los 18 dio varias series de recitales en Viena, desde diciembre de 1837 hasta abril de 1838; el poeta Franz Grillparzer, después de oír sus interpretación de la Sonata Appassionata, nº 23, opus 57, de Beethoven, le dedicó un poema titulado: Clara Wieck y Beethoven. Chopin, por su parte, se mostró igualmente impresionado al oír cómo interpretaba la música de Liszt.

Entonces fue distinguida con el nombramiento de Königliche und Kaiserliche Kammervirtuosin, es decir: Real e Imperial Virtuoso de Cámara; la más alta distinción musical en Austria.

Y empezó a seleccionar a sus compositores preferidos entre los románticos, como Chopin, Mendelssohn, Robert Schumann, por supuesto, y sin duda, Schubert y Brahms. El célebre violinista Joseph Joachim, la acompañó frecuentemente en sus conciertos.

J. Brahms y J. Joachim

Clara tuvo casi siempre a su cargo la economía familiar, lo que le obligaba a aceptar todas las giras que le ofrecieran y, aunque lo hacía también por vocación, la necesidad influyó en gran parte, en el hecho de que dejara de lado la composición, carrera en la que prometía grandes cosas, a juzgar por las piezas que de ella se conservan. 

Después de la tragedia vivida junto a Schumann, a causa de su intento de suicidio y posterior internamiento y muerte en una clínica mental, el 29 de julio de 1856, Clara Wieck dedicó la práctica totalidad de su esfuerzo a dar a conocer la extraordinaria obra del esposo y compositor. Con su repertorio actuó por primera vez en Inglaterra en 1856, aunque la música de Schumann no fue bien acogida, a pesar de lo cual siguió actuando allí cada año, hasta 1888, con la excepción de las temporadas 1882–85.

Durante un tiempo se mostró muy interesada por la obra de Liszt, pero más tarde tuvo diferencias con él y dejó de interpretarla e incluso suprimió la dedicatoria que su marido había ofrecido al compositor y virtuoso, en su Fantasía en Do Mayor, opus 116, cuando publicó la obra completa de Schumann. Además, y, sin que se conozca la causa, rehusó asistir al Festival del Centenario de Beethoven, en 1870, en Viena, porque supo que iban a participar Liszt y Wagner, al que tampoco profesaba grandes simpatías: de Tannhauser dijo: Se supera a sí mismo en la atrocidad; de Loengrin, que era horrible y, de Tristán e Isolda, que era la cosa más repugnante que había visto y oído en toda su vida.

Desde 1878 hasta 1892  fue profesora de piano en el Hoch Conservatory en Frankfurt am Main, donde contribuyó extraordinariamente a la expansión de las más avanzadas técnicas de piano.

Tampoco tuvo en gran estima a Anton Bruckner cuya 7ª Sinfonía, WAB 107, conoció en 1885, sobre la cual escribió a Brahms, diciendo que era una pieza horrible. En cambio, sí le impresionó favorablemente la 2ª Sinfonía en Fa menor, opus 12, de Richard Strauss, en 1887.

El último concierto público de Clara Schumann se celebró en Frankfurt, el 12 de marzo de 1891; aquel día interpretó las Variaciones sobre un Tema de Haydn, opus 56, en una versión para dos pianos, de su fidelísimo Johannes Brahms.

Cinco años después, el 20 de mayo de 1876, fallecía tras una breve enfermedad. Descansa junto a su esposo en el Cementerio Viejo –Alter Friedhof– de Bonn.

Por influencia de Schumann, Clara Wieck abandonó los temas y autores de sus primeros conciertos, basados más bien en obras de carácter popular, para centrar su atención en composiciones de mayor altura, como las de Bach, Beethoven, Mozart, Schubert, Mendelssohn, Chopin y el propio Robert Schumann, autores que también empleó en la enseñanza de sus alumnos y que ellos dieron a conocer en Inglaterra y Estados Unidos, especialmente a Schumann, que, hasta entonces sólo había sido interpretado ocasionalmente por Franz Liszt.

Fue ella, como hemos dicho, quien mantuvo a la familia, aún en vida de su marido, por medio de sus clases y conciertos, pero rechazó categóricamente la oferta de un grupo de músicos que pensaron en organizar un concierto en su beneficio tras la desaparición de Schumann. Cuando uno de sus hijos quedó incapacitado, asumió la responsabilidad de mantener también a sus nietos. Dotada de gran energía y carácter, durante las revueltas de mayo en Dresden en 1849, atravesó la ciudad en medio de un fuego cruzado, para recoger a sus hijos y volvió a hacerlo, ya con ellos, a pesar del evidente peligro.

Neumarkt, Dresden, 1849

Aquel año, Schumann lloraba la pérdida de su hermano Carl, seguida por la de Frederic Chopin. De hecho, la vida de Clara estuvo, con demasiada frecuencia, marcada por la tragedia, ya que no solo su marido, sino cuatro de sus hijos murieron antes que ella. El mayor, Emil, en 1847, con un año de vida. Siguió el fallecimiento de Robert Schumann en 1856, después de su frustrado suicidio dos años antes. En 1872 su hija Julie también fallecía dejando dos niños pequeños. En 1789 moría Felix, a los 25 y Ludwig cayó en una enfermedad mental por la que, en palabras de Clara, tuvo que ser enterrado vivo en una institución. Ferdinand, por último murió, a los 43, dejando un niño al cuidado de la pianista. Ella misma, hacia el final de su vida, se vio obligada a moverse en una silla de ruedas.

La composición me causa un gran placer… no hay nada que sobrepase la alegría de la creación, tal vez porque con ello te olvidas de todo para vivir en un mundo de sonidos. Clara Schumann.

Los hijos de Robert y Clara Schumann en 1854.
Arriba, sentada, 1ª, María (1.9.1841); de pie a su lado, 2ª Elisa (25.4.1843).
De izq. a dcha.: 4º Ludwig (20.1.1848); 7º Félix, en brazos de María (11.6.1854); Schumann no lo conoció.
5º Ferdinand (16.7.1849); 6ª Eugenie (1.2.1851). Falta la 3ª hija, Julie (11.3.1845)
Fotog.: Stadtarchiv Düsseldorf, Germany.

Clara compuso todavía una serie de pequeñas piezas de una musicalidad suave e ingenua que hasta entonces nadie había alcanzado, pero los hijos y un marido que con frecuencia olvidaba volver al mundo real, no parecían casar mucho con la tarea de componer: Clara no puede trabajar con regularidad y frecuentemente me preocupa pensar cuantas profundas ideas se habrán perdido porque ella no pudo sacarlas adelante–, escribió Schumann en el Diario.

Además de la educación musical que le dio su padre, Clara aprendió a componer y, desde muy pequeña y hasta la mitad de su vida demostró poseer notable capacidad. A los catorce escribió un concierto para piano, con ayuda de Schumann, y a los dieciséis actuó en el Gewandhaus de Leipzig bajo la dirección de Mendelssohn. Aun así, ya en la edad madura, escribió: Una vez creí que tenía talento creativo, pero abandoné esa idea; una mujer no debe desear componer, no es bastante hábil para ello ¿por qué iba yo a esperar poder hacerlo? De hecho, su capacidad creativa en lo que respecta a la composición decayó llamativamente a partir de los 35 ó 36 años.

Las únicas composiciones que existen de sus últimos tiempos son cadenzas escritas para dos conciertos –uno de Mozart y otro de Beethoven- y algunos bocetos para una pieza que dejó sin terminar. Hoy sus composiciones son crecientemente interpretadas y grabadas; incluyen canciones, obras para piano, un trío para piano, obras corales y tres Romanzas para violín y piano. Inspirada por el cumpleaños de su marido, las tres romanzas fueron compuestas en 1853 y dedicadas a Joseph Joachim, que las interpretó para Jorge V de Hanover y declaró que constituían un maravilloso placer celestial. 

Se han conservado 33 obras suyas catalogadas entre 1831 y 1891, aunque existen referencias de otras 25 no publicadas o perdidas. No escribió mucho en los primeros años de su matrimonio, pero aun así  terminó los Seis Lieder, op. 13 (1842-1843), y algunas piezas para piano, incluyendo los Tres Preludios y Fuga (1845). En 1853, el matrimonio se trasladó a Düsseldorf, y Clara tuvo un verano muy creador, con varias obras importantes, entre ellas sus Variaciones sobre un tema de Robert Schumann op. 20.

Fotog. Franz Hanfstaengl

Desearía poder escribirte tan tiernamente como te amo y decirte todas las cosas buenas que te deseo. Eres tan infinitamente querida para mi… Si las cosas pudieran ir más lejos de como están en este momento... Si solo pudiera vivir en la misma ciudad contigo y mis padres… escríbeme una bella carta pronto. Tus cartas son como besos.

Carta de Johannes Brahms a Clara Wieck, de fecha 31 de mayo de 1856

Hoy sigue sin estar clara la verdadera naturaleza de la relación entre Clara Schumann y Johannes Brahms y se ignora si el amor que el compositor confesó profesarle, fue o no correspondido y si la diferencia de edad entre ambos –Brahms era 14 años más joven que ella-, pudo influir en la posibilidad de que llegaran a casarse tras el fallecimiento de Schumann.

Clara apenas compuso tras la muerte de su esposo. Vivió en Berlín desde 1857 hasta 1863, año en que se trasladó a Baden-Baden. En 1873 aceptó un puesto de profesora en el Conservatorio de Frankfurt Hoch y siguió dando conciertos hasta 1891. Murió cinco años después.

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Fragmentos de cartas de Robert Schumann a Clara Wieck:

No sé si es por lo que me dijiste un día; que a veces te parezco un niño, pero en todo caso, tuve una inspiración súbita y escribí de un tirón treinta piezas breves y caprichosas. He escogido una docena y las he titulado “Escenas de niños” -Piezas para Piano, op. 15-. Seguro que te gustarán, pero, naturalmente, es preciso que olvides que eres una verdadera virtuosa. Para tocarlas debes dejarte llevar por una gracia sencilla, natural y sin afectación alguna (1838).

Robert y Clara Schumann. 1847.
Litografía de Eduard Kaiser

Mi querida y reverenciada Clara:
Hay personas que odian la belleza y sostienen que los cisnes son en realidad gansos de una clase más grande; así se podría decir con igual justificación que la distancia es sólo un primer plano que se ha alejado. Y así parece ser, porque hablo contigo a diario (sí, incluso en voz más baja de lo que lo hago habitualmente), y aun así sé que me comprendes. Al principio tenía diversos planes sobre nuestra correspondencia. Quería, por ejemplo, iniciar una pública contigo en el periódico musical; después quería llenar mi balón de aire (sabes que poseo uno) con ideas para las cartas, y organizar un ascenso con el viento favorable y hacia un destino adecuado...
Quería cazar mariposas para que te llevasen las cartas. Quería enviar mis cartas primero a París, de manera que las abrieras con gran curiosidad, y entonces, más que sorprendida, me creyeras en París. En definitiva, tenía muchos sueños ingeniosos en mi cabeza, de los que hoy sólo me ha despertado el cartero. Ese cartero, mi querida Clara, ha tenido, además, en mí un efecto mágico,  más que el del mejor champán. Parece que no tienes cabeza, sólo un corazón agradablemente ligero, cuando oyes tocar la trompeta –del cartero- con tanta alegría en el mundo. Para mí son verdaderos valses de anhelo, estos toques de trompeta, que nos recuerdan algo que no poseemos. Como decía, el postillón me sacó de mis viejos sueños y me llevo a otros nuevos...
Leipzig, 1834

Podemos entender asimismo alguna de las obras de Schumann, como mensajes de amor a Clara, como por ejemplo ocurre con una de sus composiciones más perfectas, escrita para piano: la Fantasía en Do Mayor, Opus 17, considerada como una de las obras maestras en la historia de la música.

A lo largo de su atormentada existencia, Schumann sufrió desórdenes emocionales, se dice que agravados por el alcohol, y que fueron los que le llevaron al suicidio. Hoy se cree que durante toda su vida fue bipolar y depresivo. Se cree asimismo que el compositor era consciente de ello y que esa fue la razón por la que “inventó” dos personalidades artísticas -Florestán y Eusebius- a las que llamaba sus mejores amigos y que no serían sino proyecciones de su pluralidad emocional; Florestán era el lado apasionado e improvisador y, Eusebius, el pasivo y pensativo; con ellos firmaba Robert Schumann artículos literarios y obras musicales y además dedicó una pieza a cada uno de ellos en su Carnaval, Op. 9. Parece que, al menos durante su juventud, la composición constituiría para él una gran terapia, aunque en esto no se distanció demasiado de muchos de sus contemporáneos románticos, que entendían el arte como una huida de sus desoladoras existencias. La Fantasía op. 17 representa de forma inconfundible el espíritu romántico de su época.

Las circunstancias que rodearon su creación por parte de Schumann tuvieron un notable impacto en su vida. A finales de 1835, Liszt propuso a un grupo de artistas amigos suyos la idea de erigir un monumento a Beethoven en Bonn y Schumann, entusiasmado, concibió una sonata para piano dedicada a la memoria de su admiradísimo compositor, como colaboración, basándose en la idea de que este autor había llevado aquella forma musical a la máxima perfección. 

Florestán y Eusebius –escribió a su editor-, desean contribuir a la erección del monumento a Beethoven y, con este propósito han compuesto algo bajo el siguiente título: “Ruinas, Trofeos, Palmas. Gran Sonata para Piano para el Monumento a Beethoven”. Tengo una idea de cómo debe aparecer, y he pensado algo muy especial, apropiado para la importancia de la obra… con la siguiente leyenda en letras doradas: “Óbolo para el Monumento a Beethoven”.

La obra sugería, como un homenaje, algunos rasgos de Beethoven muy reconocibles: fragmentos de un Lieder; del Concierto para Piano Op. 73, Emperador y de las Sinfonías Op. 67 y Op. 92. De acuerdo con su plan, los derechos que se obtuvieran de la publicación y venta de sus Sonatas, se destinarían al proyecto de Liszt, pero la idea no fue bien valorada por el editor y no salió adelante.

Además, durante la etapa de su composición, Clara y Robert se habían visto obligados a separarse ante la oposición del padre de la compositora, y sólo podían comunicarse por carta y en secreto. En esas circunstancias, Schumann le escribió:

¡Qué mañana celestial!
Todas las campanas tañen; el cielo está claro y dorado... y frente a mí, tu carta. Te envío mi primer beso, bienamada.
Anhelo verte por encima de todo, estrecharte a mi corazón, porque estoy muy triste, e incluso enfermo. Yo no sé lo que me hace daño, y sin embargo sí sé que tu ausencia influye. Te puedo imaginar en todo lugar. En mi cuarto caminas de un lado a otro junto a mí. Te tengo en mis brazos. Pero nada, nada de esto, es real... Estoy enfermo... Y no podré soportarlo mucho tiempo.
En cuanto al Concierto, ya te he dicho que se trata de algo intermedio entre una sinfonía, un concierto y una gran sonata. (1839)
…Todo esto es muy extraño, pero si me extiendo escribiéndote como ahora lo hago, no podré componer. Toda mi música se vuelve hacia ti.
…he estado sentado al piano toda la semana, componiendo y escribiendo, llorando y riendo al mismo tiempo.

En aquel momento, Schumann estaba obsesionado por reunirse con Clara, por lo que empleó algunos elementos que tuvieran relación, a la vez, con ella y con Beethoven, del que también tomó An die ferne Geliebte -A la amada lejana- y, específicamente, un verso: Nimm sie hin denn, diese Lieder, Die ich dir, Geliebte sang... -Acepta pues estas canciones que canto para ti, amada mía-, así como una parte del Concierto Emperador, porque era una de las obras que Clara interpretaba con más frecuencia y perfección. Incluyó asimismo unos versos de Schlegel:

Todos los sonidos que se oyen
en el multicolor sueño de la Tierra,
contienen otro sonido muy suave
para quien lo escuche secretamente.

Por otra parte, el tema principal del primer movimiento, está construido sobre una escala de cinco notas ascendentes que Schumann asoció a las letras c-l-a-r-a, y que utilizó en otras ocasiones, como una especie de clave, solo comprendida por ellos dos. Añadió Schumann una indicación para ejecutar el primer movimiento: Durchaus phantastisch und leidenschaftlich vorzutragen –debe ser ejecutado con mucha pasión y fantasía. Escribió, finalmente, una nota al manuscrito que envió a Clara: El primer movimiento es quizás la obra más pasional que he compuesto hasta la fecha; es un profundo lamento por ti.

Anhelo sobremanera verte, estrecharte a mi corazón... (...) Sé que tu ausencia afecta a mi salud. Te puedo imaginar en todo lugar. En mi cuarto, caminas de un lado a otro junto a mí. Te tengo en mis brazos. Pero nada, nada de esto, es real... Estoy enfermo... Y no podré soportarlo mucho tiempo”. 

 “Es una magnífica conjugación del ideal romántico, maestría de la forma y elevación espiritual. En verdad, no se puede imaginar un mejor tributo póstumo ni una declaración de amor tan sentida.” 

(Del Dr. Manuel Matarrita –Costa Rica-, autor del trabajo titulado: La Fantasía op. 17 de Robert Schumann: Homenaje y Carta de Amor.)

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Además de la composición musical, Schumann era gran aficionado al ajedrez y Brahms declaró que había aprendido a jugar con él. En la ciudad de Zwickau, donde nació Schumann hay una exposición permanente, donde además de partituras, se muestra, entre otras cosas, un tablero de ajedrez de viaje de su hija Marie.
Juego de ajedrez de viaje. Fotogr. de Frank Grosse. La posición de las piezas procede de sus diarios.

En 1826 había escrito Schumann en un cuaderno escolar: De los juegos de arte en Alemania, uno de los más usuales, y yo me cuento entre sus practicantes, es billar. El buen jugador de billar goza de un buen carácter; sin embargo el jugador de ajedrez siempre poseerá un temperamento más frío, pero con buenas maneras y un carácter más sólido. Más tarde anotaría en su Diario: El ajedrez es una buena forma de ejercitar la fuerza mental.

Asimismo, uno de sus amigos de la etapa de estudiante, Moritz Semmel, escribió en una carta fechada el 8 de octubre de 1856: Su única diversión la encontraba en la conversación con amigos y en el juego de ajedrez, en el que es un maestro. El juego de naipes lo detestó, casi tanto como de ir de copas con los compañeros.

La música –escribió él mismo-, es como el ajedrez; la reina –la melodía- tiene el máximo poder, pero el rey –la armonía-, es decisivo. Los informes del sanatorio en el que falleció, también hablan de su fascinación por este juego.
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La víspera de su boda, Robert regaló a Clara las 26 Canciones para Voz y Piano, op. 25 que componen Mirtos, con una dedicatoria: Acepta estas canciones que yo canto para ti, amada mía. Clara Wieck anotó en su Diario: Robert me hizo otro hermoso presente: una colección de lieder y además, un ramo de mirtos; cuando los toqué, me invadió una extraordinaria bienaventuranza. 

La muerte alcanzó a Schumann en el sanatorio de Endenich la tarde del 29 de julio de 1856. En sus últimas semanas sólo aceptó las visitas de Johannes Brahms. Tenía 46 años y Clara, con 37, decidió dedicar su vida y sus esfuerzos a dar a conocer sus obra. Es posible que gracias a su intensa e incansable labor conozcamos hoy más y mejor las creaciones de Schumann.

En 1891, Clara dio su último concierto, interpretando las Variaciones sobre un tema de Haydn, de su inseparable Brahms. Después siguió enseñando y componiendo, hasta que el 26 de marzo de 1896 sufrió un ataque del que no se recuperaría, falleciendo el 20 de mayo del mismo año, a los setenta y siete años. Fue enterrada en la misma tumba que Robert Schumann. Su desaparición fue una pérdida inconsolable para Brahms, quien murió un año después. Para entonces había perdido a sus amigos y a su madre, pero transformó la ausencia en memoria a través de la música del insuperable Deutsche Requiem.

La fuerza de carácter de Clara, que le permitió sobrellevar una vida muy difícil, a menudo marcada por tan dolorosas pérdidas, pero ella misma no parecía tener gran fe en su capacidad creadora a pesar de la admiración que despertó en algunos de los mejores músicos de su época, que hoy figuran entre los grandes genios. Después de oír a Franz Liszt, quien realmente la admiraba, concluyó que a pesar de que podía tocar el piano mucho mejor que otros intérpretes, jamás alcanzaría la perfección del maestro. - Después de Liszt –escribió-, todos los demás virtuosos parecen insignificantes

Clara escribió las Variaciones sobre un tema de Robert Schumann, Op. 20, dedicada a su marido, que fue publicada en 1854, cuando él ya estaba en el hospital. Hoy empecé a componer de nuevo, por primera vez en varios años. Para el cumpleaños de Robert quiero escribir variaciones sobre un tema de sus Bunte Blätter. Sin embargo, es muy difícil para mí porque he estado alejada de la composición demasiado tiempo. Diario, 1853.
Procedía de una obra que Schumann compuso en 1839–41, Bunte Blätter, op. 99. 

Johannes Brahms empleó el mismo tema en sus Variationen über ein Thema von Schumann en Fa sostenido menor, op. 9, completando el íntimo ciclo creativo en 1854. 
En el manuscrito de la partitura aparecía una nota:
Pequeñas variaciones sobre un tema de él, dedicado a ella.

(Partituras: IMSLP.org)