Esta historia empieza en 1929; no hay datos más precisos, excepto que fue en una tarde de verano, detalle que, referido a la ciudad de París, es más explícito que el número del día o el nombre del mes.
Animado por amigos franceses, había abandonado Miguel de Unamuno Jugo su exilio en la isla de Fuerteventura y vagaba sólo e inquieto por un París del que sus habitantes desertaban ante la proximidad del siempre temible agosto.
Animado por amigos franceses, había abandonado Miguel de Unamuno Jugo su exilio en la isla de Fuerteventura y vagaba sólo e inquieto por un París del que sus habitantes desertaban ante la proximidad del siempre temible agosto.
Una tarde se acercó Unamuno a la editorial que se había encargado de su último libro, Niebla, con el fin de interesarse por su fortuna, aunque ya sabía que no era muy próspera. Mientras una mujer le atiende con desinterés, otra, muy joven, observa desde el fondo a aquel hombre con gafas, perilla y pelo encrespado, que despierta su curiosidad. Cuando finalmente se acerca y toma el relevo ante el nervioso visitante, este se percata de inmediato que ambos se van a entender bien. Y acierta; la conversación discurre con soltura y pronto Unamuno confiesa su preocupación por el escaso interés despertado por su libro en aquel país, que sus amigos tanto le habían recomendado.
–No debe preocuparse –le dice ella–, los franceses tienen otros gustos, pero eso no significa que Niebla no sea un libro extraordinario.
Unamuno se siente halagado y sorprendido:–¿Es que usted no es francesa?
–No –dice ella–; soy griega, pero hace tiempo que vivo aquí, con mi madre.
–¡Dios mío! ¡Griega! –Exclama él, gratamente impresionado, dejando ver una de sus raras sonrisas.
–Lilika Naku (Λιλίκα Νάκου) –se presenta ella–, soy lectora de esta editorial.
–Es un gran placer conocerla –aseguró don Miguel y le dio un abrazo, fuerte y espontáneo, tan infrecuente como sus sonrisas, y añadió: -Yo soy profesor de griego antiguo y considero a Grecia como mi segunda patria.
A partir de aquel día venturoso para la soledad de aquellos exiliados voluntarios que no dejaban de sentirse extranjeros en París, las cosas cambiaron. Unamuno adquirió la costumbre de esperar a Naku a la salida del trabajo y desde allí solían dirigirse a los jardines del Luxemburgo, donde paseaban por sus tranquilas veredas bajo los castaños o se sentaban en un banco donde, día tras día, cada uno explicó al otro los sucesivos avatares que los habían llevado a encontrarse.
Cuarenta años de diferencia entre sus respectivas fechas de nacimiento no cerraron el paso a una amistad, breve en el tiempo, pero muy cálidamente cimentada en ternura y nostalgia. Mientras Unamuno hacía dibujos en la arena con su bastón, Lilika le contaba de su infancia en el popular barrio de Plaka, en Atenas; de su padre, político socialista, y de su madre, de familia aristocratática, en cuya compañía había abandonado Grecia tras la guerra del 14 para instalarse en París.
Él hablaba, sobre todo, de sus ideas y de su permanente conflicto entre fé y razón, pero apenas de su familia. Desde que su hijo Raimundín muriera de meningitis e hidrocefalia, Unamuno no había dejando de atormentarse con la idea de que su madre era sobrina de su padre, lo que le llevó a profundizar en el estudio de las leyes de la herencia, sin que al parecer, el esfuerzo le condujera a hallar la explicación que tanto necesitaba. La pérdida del hijo y sus terribles dudas acerca de la inmortalidad, le sumergieron en una crisis de carácter neurótico que casi le lleva al suicidio. Una noche se vio en las garras del ángel de la nada, y despertó llorando aterrado. Por la mañana, abandonó su casa y se encerró tres días en un convento. Posteriormente volcaría tanta incertidumbre en El sentimiento trágico de la vida.
Lilika Naku, que también era profesora de Liceo, le habló de los principales autores helénicos de aquel momento desplegando ante Unamuno un nuevo panorama literario que logró despertar ampliamente su interés; más aún cuando podía leer el griego moderno, aunque no lo hablara. Así conoció a Nikos Kazantzakis Νίκος Καζαντζάκης, Kostas Bárnalis Κώστας Βάρναλης o Kostis Palamás Κωστής Παλαμάς, entre otros.
Ese mismo año, 1929, se publicaba en el periódico Elevzeron Bima una carta de Unamuno en la que aseguraba:
No esperaba que me conocieran bien en Grecia y yo, aunque leo el griego moderno, no estoy en absoluto informado de la literatura neohelénica. Palamás y sus contemporáneos (quienes, por otra parte, también lo eran de Unamuno) son mis últimos conocimientos, y aunque su lengua es el dimotikí –δημοτική- la lengua popular, que intentaba abrirse paso en el terreno literario–, no por ello es más sencillo. Me gustaría mucho conocer poetas, griegos, si conoce algunos, dígales que existe un profesor de griego clásico que puede leerlos, como lee a Homero, Píndaro o Safo.
Él hablaba, sobre todo, de sus ideas y de su permanente conflicto entre fé y razón, pero apenas de su familia. Desde que su hijo Raimundín muriera de meningitis e hidrocefalia, Unamuno no había dejando de atormentarse con la idea de que su madre era sobrina de su padre, lo que le llevó a profundizar en el estudio de las leyes de la herencia, sin que al parecer, el esfuerzo le condujera a hallar la explicación que tanto necesitaba. La pérdida del hijo y sus terribles dudas acerca de la inmortalidad, le sumergieron en una crisis de carácter neurótico que casi le lleva al suicidio. Una noche se vio en las garras del ángel de la nada, y despertó llorando aterrado. Por la mañana, abandonó su casa y se encerró tres días en un convento. Posteriormente volcaría tanta incertidumbre en El sentimiento trágico de la vida.
Lilika Naku, que también era profesora de Liceo, le habló de los principales autores helénicos de aquel momento desplegando ante Unamuno un nuevo panorama literario que logró despertar ampliamente su interés; más aún cuando podía leer el griego moderno, aunque no lo hablara. Así conoció a Nikos Kazantzakis Νίκος Καζαντζάκης, Kostas Bárnalis Κώστας Βάρναλης o Kostis Palamás Κωστής Παλαμάς, entre otros.
Ese mismo año, 1929, se publicaba en el periódico Elevzeron Bima una carta de Unamuno en la que aseguraba:
No esperaba que me conocieran bien en Grecia y yo, aunque leo el griego moderno, no estoy en absoluto informado de la literatura neohelénica. Palamás y sus contemporáneos (quienes, por otra parte, también lo eran de Unamuno) son mis últimos conocimientos, y aunque su lengua es el dimotikí –δημοτική- la lengua popular, que intentaba abrirse paso en el terreno literario–, no por ello es más sencillo. Me gustaría mucho conocer poetas, griegos, si conoce algunos, dígales que existe un profesor de griego clásico que puede leerlos, como lee a Homero, Píndaro o Safo.
Kostís Palamás –la cabeza apoyada en el puño– con otros poetas de la Generación del 1880.
De derecha a izquierda: Aristoménis Provelengos lee un poema. A su lado, Yiorgos Surís, Palamás, Ioannis Polémis, Yiorgos Arosínis y Yiorgos Stratíyis.
Óleo sobre lienzo de Yiorgos Roilos, en la Sociedad Filológica del Parnaso.
En todo caso y, en vista de su enorme admiración por la cultura griega, Unamuno animaba continuamente a Lilika Naku para que volviera a Grecia, dejara de escribir en francés y recuperara el uso de su hermosa lengua natal.
Lilika, por su parte, conocía bien al Greco, le impresionaba profundamente el Monasterio de El Escorial y le gustaba leer, sobre todo, el Quijote. En todo ello decía encontrar un eco de la misma tragedia que envolvía el espíritu de su amigo.
Lilika, por su parte, conocía bien al Greco, le impresionaba profundamente el Monasterio de El Escorial y le gustaba leer, sobre todo, el Quijote. En todo ello decía encontrar un eco de la misma tragedia que envolvía el espíritu de su amigo.
Una lluvia fina y persistente empapaba los árboles del Luxemburgo el día que se despidieron; los dos recordarían aquellos meses como un bálsamo en el dolor del destierro.
En 1930 ambos se encontraban de vuelta en sus respectivos países; el fin del exilio abría caminos a nuevos tiempos, pero iban a ser tiempos muy difíciles.
En 1930 ambos se encontraban de vuelta en sus respectivos países; el fin del exilio abría caminos a nuevos tiempos, pero iban a ser tiempos muy difíciles.
Lilika Naku volvió a sus clases y tuvo que pasar por la trágica experiencia de ver morir de hambre a su madre durante la ocupación alemana; fue un período en el que los muertos por inanición en las calles de Atenas constituyeron un terrible espectáculo cotidiano. En 1932 publicó su primer libro y siguió escribiendo y publicando hasta 1985. Falleció en 1989.
Unamuno fue repuesto en su cátedra y obligado a abandonarla de nuevo poco después. En noviembre de 1936, Nikos Kazantzakis, que recorría España como corresponsal del periódico Kazimeriní (Η Καθημερινή), le hizo una entrevista que después integró en uno de sus libros.
No quiero abandonar Salamanca sin entrevistarme con el formidable puercoespín que es Unamuno. Las hojas se han puesto amarillas, los álamos están dorados, tres grandes cipreses, inmóviles, elevan sus negras siluetas en un crepúsculo de fuego. Cuando la puerta se abre, veo a Unamuno súbitamente envejecido, literalmente hundido. Pero su mirada sigue vigilante. No tengo tiempo de abrir la boca, cuando exclama: –¡Estoy desesperado!
Unamuno se quejó amargamente del ostracismo que sufría, consecuencia, en su opinión, de su tajante negativa a ser bolchevique o fascista. –Verá como dentro de algún tiempo, seré el primero en reemprender la lucha por la libertad. Fue su última entrevista. Apenas le quedaba un mes de vida.
Kazantzakis –eterno y ferviente admirador de El Greco, Don Quijote y Santa Teresa–, murió en 1957 en un hospital en Alemania, lejos de su tierra natal y lejos también de Antibes, el lugar que había elegido para vivir sus últimos años.
Uno de sus libros, relacionado con la vida de Jesucristo, le valió la excomunión, por lo que, cuando sus restos llegaron a Grecia, la iglesia negó el permiso para su inhumación en el cementerio ortodoxo de Atenas. Finalmente fué depositado en un sencillo pero emotivo monumento funerario en el bastión Martinengo, elevado sobre la muralla que rodea la ciudad de Hiraklion (Ηράκλειο), en su Creta natal. Un grande y sencillo bloque de granito sin pulir y una sencilla cruz hecha de troncos naturales, que se desgastan continuamente bajo el sol y la lluvia. En su cabecera, un epitafio: No espero nada. No temo nada. Soy libre. El día en que Kazantzakis volvió a Hiraklion, la tierra helénica le esperaba cubierta de nieve.
Cosas de la fortuna. Otro libro de este autor -Βίος και πολιτεία του Αλέξη Ζορμπά- alcanzó renombre internacional al ser transformado en guión cinematográfico con el título de Zorba el Griego. El celebérrimo sirtaki (συρτάκι) de la banda musical de la película, compuesta por Mikis Theodorakis, aún se tararea en el mundo entero.
Kazantzakis fue propuesto para el Premio Nobel de Literatura el mismo año de su fallecimiento, pero lo recibió el francés Albert Camus, por un voto de diferencia. El propio gobierno griego se había opuesto a la concesión y ello provocó una crítica velada en el discurso de aceptación del autor premiado:
Cosas de la fortuna. Otro libro de este autor -Βίος και πολιτεία του Αλέξη Ζορμπά- alcanzó renombre internacional al ser transformado en guión cinematográfico con el título de Zorba el Griego. El celebérrimo sirtaki (συρτάκι) de la banda musical de la película, compuesta por Mikis Theodorakis, aún se tararea en el mundo entero.
Kazantzakis fue propuesto para el Premio Nobel de Literatura el mismo año de su fallecimiento, pero lo recibió el francés Albert Camus, por un voto de diferencia. El propio gobierno griego se había opuesto a la concesión y ello provocó una crítica velada en el discurso de aceptación del autor premiado:
¿Con qué corazón podría recibir este honor a la hora en que, en Europa, otros escritores, entre los más grandes, son reducidos al silencio, mientras su tierra natal conoce adversidades sin fin?
Nikos Kazantzakis en Egina, 1931.
El sirtaki de Zorba.
Magistral interpretación de Anthony Quinn -Zorba-, que compartió reparto con Alan Bates e Irene Papas.
Por último, el más veterano de los autores aquí citados, el grande y amable poeta Kostís Palamás, compartió con Unamuno la tragedia por la pérdida de un hijo de corta edad.
Su poema: Antiguo Espíritu Inmortal -Αρχαίο Πνεύμα αθάνατο-, se constituyó en Himno Olímpico que, con música de Spyros Samáras, se estrenó en Atenas en 1896 durante la inauguración de los Primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna, cantado por un coro de setecientas voces a quienes acompañaron tres orquestas, en el estadio olímpico Καλλιμάρμαρο -Kalimármaro-.
Palamás también fue propuesto para el Premio Nobel de Literatura, pero nunca obtuvo el galardón.