sábado, 28 de enero de 2012

Unamuno y Lilika Naku -Λιλίκα Νάκου. DOS NOSTALGIAS EN EL LUXEMBURGO

Esta historia empieza en 1929; no hay datos más precisos, excepto que fue en una tarde de verano, detalle que, referido a la ciudad de París, es más explícito que el número del día o el nombre del mes.

Animado por amigos franceses, había abandonado Miguel de Unamuno Jugo su exilio en la isla de Fuerteventura y vagaba sólo e inquieto por un París del que sus habitantes desertaban ante la proximidad del siempre temible agosto.

Una tarde se acercó Unamuno a la editorial que se había encargado de su último libro, Niebla, con el fin de interesarse por su fortuna, aunque ya sabía que no era muy próspera. Mientras una mujer le atiende con desinterés, otra, muy joven, observa desde el fondo a aquel hombre con gafas, perilla y pelo encrespado, que despierta su curiosidad. Cuando finalmente se acerca y toma el relevo ante el nervioso visitante, este se percata de inmediato que ambos se van a entender bien. Y acierta; la conversación discurre con soltura y pronto Unamuno confiesa su preocupación por el escaso interés despertado por su libro en aquel país, que sus amigos tanto le habían recomendado.


–No debe preocuparse –le dice ella–, los franceses tienen otros gustos, pero eso no significa que Niebla no sea un libro extraordinario.


Unamuno se siente halagado y sorprendido:
–¿Es que usted no es francesa?

–No –dice ella–; soy griega, pero hace tiempo que vivo aquí, con mi madre.


–¡Dios mío! ¡Griega! –Exclama él, gratamente impresionado, dejando ver una de sus raras sonrisas.


–Lilika Naku (Λιλίκα Νάκου) –se presenta ella–, soy lectora de esta editorial.


–Es un gran placer conocerla –aseguró don Miguel y le dio un abrazo, fuerte y espontáneo, tan infrecuente como sus sonrisas, y añadió: -Yo soy profesor de griego antiguo y considero a Grecia como mi segunda patria.

A partir de aquel día venturoso para la soledad de aquellos exiliados voluntarios que no dejaban de sentirse extranjeros en París, las cosas cambiaron. Unamuno adquirió la costumbre de esperar a Naku a la salida del trabajo y desde allí solían dirigirse a los jardines del Luxemburgo, donde paseaban por sus tranquilas veredas bajo los castaños o se sentaban en un banco donde, día tras día, cada uno explicó al otro los sucesivos avatares que los habían llevado a encontrarse.


Cuarenta años de diferencia entre sus respectivas fechas de nacimiento no cerraron el paso a una amistad, breve en el tiempo, pero muy cálidamente cimentada en ternura y nostalgia. Mientras Unamuno hacía dibujos en la arena con su bastón, Lilika le contaba de su infancia en el popular barrio de Plaka, en Atenas; de su padre, político socialista, y de su madre, de familia aristocratática, en cuya compañía había abandonado Grecia tras la guerra del 14 para instalarse en París.

Él hablaba, sobre todo, de sus ideas y de su permanente conflicto entre fé y razón, pero apenas de su familia. Desde que su hijo Raimundín muriera de meningitis e hidrocefalia, Unamuno no había dejando de atormentarse con la idea de que su madre era sobrina de su padre, lo que le llevó a profundizar en el estudio de las leyes de la herencia, sin que al parecer, el esfuerzo le condujera a hallar la explicación que tanto necesitaba. La pérdida del hijo y sus terribles dudas acerca de la inmortalidad, le sumergieron en una crisis de carácter neurótico que casi le lleva al suicidio. Una noche se vio en las garras del ángel de la nada, y despertó llorando aterrado. Por la mañana, abandonó su casa y se encerró tres días en un convento. Posteriormente volcaría tanta incertidumbre en El sentimiento trágico de la vida.


Lilika Naku, que también era profesora de Liceo, le habló de los principales autores helénicos de aquel momento desplegando ante Unamuno un nuevo panorama literario que logró despertar ampliamente su interés; más aún cuando podía leer el griego moderno, aunque no lo hablara. Así conoció a Nikos Kazantzakis Νίκος Καζαντζάκης, Kostas Bárnalis Κώστας Βάρναλης o Kostis Palamás Κωστής Παλαμάς, entre otros.

Ese mismo año, 1929, se publicaba en el periódico Elevzeron Bima una carta de Unamuno en la que aseguraba:


No esperaba que me conocieran bien en Grecia y yo, aunque leo el griego moderno, no estoy en absoluto informado de la literatura neohelénica. Palamás y sus contemporáneos (quienes, por otra parte, también lo eran de Unamuno) son mis últimos conocimientos, y aunque su lengua es el dimotikí δημοτική- la lengua popular, que intentaba abrirse paso en el terreno literario–, no por ello es más sencillo. Me gustaría mucho conocer poetas, griegos, si conoce algunos, dígales que existe un profesor de griego clásico que puede leerlos, como lee a Homero, Píndaro o Safo.

Kostís Palamás –la cabeza apoyada en el puño– con otros poetas de la Generación del 1880.
De derecha a izquierda: Aristoménis Provelengos lee un poema. A su lado, Yiorgos Surís, Palamás, Ioannis Polémis, Yiorgos Arosínis y Yiorgos Stratíyis.
Óleo sobre lienzo de Yiorgos Roilos, en la Sociedad Filológica del Parnaso.

En todo caso y, en vista de su enorme admiración por la cultura griega, Unamuno animaba continuamente a Lilika Naku para que volviera a Grecia, dejara de escribir en francés y recuperara el uso de su hermosa lengua natal.

Lilika, por su parte, conocía bien al Greco, le impresionaba profundamente el Monasterio de El Escorial y le gustaba leer, sobre todo, el Quijote. En todo ello decía encontrar un eco de la misma tragedia que envolvía el espíritu de su amigo.

Una lluvia fina y persistente empapaba los árboles del Luxemburgo el día que se despidieron; los dos recordarían aquellos meses como un bálsamo en el dolor del destierro.

En 1930 ambos se encontraban de vuelta en sus respectivos países; el fin del exilio abría caminos a nuevos tiempos, pero iban a ser tiempos muy difíciles.


Lilika Naku volvió a sus clases y tuvo que pasar por la trágica experiencia de ver morir de hambre a su madre durante la ocupación alemana; fue un período en el que los muertos por inanición en las calles de Atenas constituyeron un terrible espectáculo cotidiano. En 1932 publicó su primer libro y siguió escribiendo y publicando hasta 1985. Falleció en 1989.

Unamuno fue repuesto en su cátedra y obligado a abandonarla de nuevo poco después. En noviembre de 1936, Nikos Kazantzakis, que recorría España como corresponsal del periódico Kazimeriní (Η Καθημερινή), le hizo una entrevista que después integró en uno de sus libros.

No quiero abandonar Salamanca sin entrevistarme con el formidable puercoespín que es Unamuno. Las hojas se han puesto amarillas, los álamos están dorados, tres grandes cipreses, inmóviles, elevan sus negras siluetas en un crepúsculo de fuego. Cuando la puerta se abre, veo a Unamuno súbitamente envejecido, literalmente hundido. Pero su mirada sigue vigilante. No tengo tiempo de abrir la boca, cuando exclama: –¡Estoy desesperado!

Unamuno se quejó amargamente del ostracismo que sufría, consecuencia, en su opinión, de su tajante negativa a ser bolchevique o fascista. Verá como dentro de algún tiempo, seré el primero en reemprender la lucha por la libertad. Fue su última entrevista. Apenas le quedaba un mes de vida.

Kazantzakis –eterno y ferviente admirador de El Greco, Don Quijote y Santa Teresa–, murió en 1957 en un hospital en Alemania, lejos de su tierra natal  y lejos también de Antibes, el lugar que había elegido para vivir sus últimos años.

Uno de sus libros, relacionado con la vida de Jesucristo, le valió la excomunión, por lo que, cuando sus restos llegaron a Grecia, la iglesia negó el permiso para su inhumación en el cementerio ortodoxo de Atenas. Finalmente fué depositado en un sencillo pero emotivo monumento funerario en el bastión Martinengo, elevado sobre la muralla que rodea la ciudad de Hiraklion (Ηράκλειο), en su Creta natal. Un grande y sencillo bloque de granito sin pulir y una sencilla cruz hecha de troncos naturales, que se desgastan continuamente bajo el sol y la lluvia. En su cabecera, un epitafio: No espero nada. No temo nada. Soy libre. El día en que Kazantzakis volvió a Hiraklion, la tierra helénica le esperaba cubierta de nieve.

Cosas de la fortuna. Otro libro de este autor -Βίος και πολιτεία του Αλέξη Ζορμπά- alcanzó renombre internacional al ser transformado en guión cinematográfico con el título de Zorba el Griego. El celebérrimo sirtaki (συρτάκι) de la banda musical de la película, compuesta por Mikis Theodorakis, aún se tararea en el mundo entero. 

Kazantzakis fue propuesto para el Premio Nobel de Literatura el mismo año de su fallecimiento, pero lo recibió el francés Albert Camus, por un voto de diferencia. El propio gobierno griego se había opuesto a la concesión y ello provocó una crítica velada en el discurso de aceptación del autor premiado:

¿Con qué corazón podría recibir este honor a la hora en que, en Europa, otros escritores, entre los más grandes, son reducidos al silencio, mientras su tierra natal conoce adversidades sin fin?

Nikos Kazantzakis en Egina, 1931.

El sirtaki de Zorba.
Magistral interpretación de Anthony Quinn -Zorba-, que compartió reparto con Alan Bates e Irene Papas.

Por último, el más veterano de los autores aquí citados, el grande y amable poeta Kostís Palamás, compartió con Unamuno la tragedia por la pérdida de un hijo de corta edad.

Su poema: Antiguo Espíritu Inmortal -Αρχαίο Πνεύμα αθάνατο-, se constituyó en Himno Olímpico que, con música de Spyros Samáras, se estrenó en Atenas en 1896 durante la inauguración de los Primeros Juegos Olímpicos de la Era Moderna, cantado por un coro de setecientas voces a quienes acompañaron tres orquestas, en el estadio olímpico Καλλιμάρμαρο -Kalimármaro-. 


Palamás también fue propuesto para el Premio Nobel de Literatura, pero nunca obtuvo el galardón.

miércoles, 25 de enero de 2012

EL GATO DE MOROSINI Y LA PÉRDIDA DE CRETA

Esta historia comienza en 1644, cuando los Caballeros de la Orden de Malta, en lucha permanente contra el poder otomano, atacan un convoy que, procedente de Alejandría, se dirigía a Constantinopla. Después del abordaje, los Caballeros se retiraron en dirección a la isla de Malta, llevando consigo un notable botín del cual formaban parte algunas de las esposas del sultán Ibrahim I. Durante el viaje de vuelta, aportaron en la isla de Creta y tal vez esta fue la razón por la que, cuando el sultán decidió enviar una expedición de castigo contra ellos, optó por apoderarse antes de aquella isla. 
Al final logró su objetivo, pero tuvo que emplearse a fondo, porque Candía, la capital de Creta –defendida entonces por el veneciano Francesco Morosini–, sólo se rindió tras uno de los asedios más prolongados de la historia.

Estratégica ubicación de la de Isla de Creta –Iraklion-, entre Malta, Constantinopla (Estambul) y Alejandría (El Cairo). La cruz señala el probable lugar del abordaje al convoy turco, en un recorrido habitual entre las islas de Malta, Creta y Chipre.

Se trata, pues, de un largo período que, además es muy denso en acontecimientos relativos a España y, en general, a toda Europa, de modo que tal vez sea interesante hacer un breve repaso de los principales eventos que componen el telón de fondo de nuestro relato, algo que, a la vez, nos permitirá situarnos sobre el terreno con más precisión.

Había fallecido Isabel de Borbón, la primera esposa de Felipe IV a los 41 años, después de traer al mundo siete hijos, de los que cinco murieron muy pronto; al heredero, Baltasar Carlos, apenas le quedaba entonces un año de vida, de modo que sólo sobrevivió una hija, María Teresa, que, andando el tiempo, fue casada con el futuro rey de Francia Luis XIV. Esta Infanta tiene una larga e interesante historia que abordaremos en otra ocasión.

El rey, pues, tenía que volver a casarse y, en esta ocasión (07 oct.1649) lo hizo con una sobrina suya –sobrinísima, diríamos, o requetesobrina, si se permite el término–; Mariana de Austria, la que finalmente, trajo al mundo al heredero, Carlos II, el último representante de la Casa de Austria en España.

Dentro de unos meses fallecerá don Gaspar de Guzmán y Pimentel Ribera y Velasco de Tovar (22 jul.1645), más brevemente conocido como el Conde Duque de Olivares, ya separado del gobierno y de la amistad de Felipe IV; desterrado de la corte de Madrid y probablemente loco, en el sentido clínico del término. Se diría que los famosos Validos españoles fueron inventados para constituirse en víctimas propiciatorias de los errores de los monarcas a los que sirvieron.

Otro fallecimiento sonado, fue el de Francisco de Quevedo, a los 65 años (8 sep.1645), tras una compleja existencia llena de aventuras y peligros, algunos de cuyos avatares todavía no hemos logrado resolver, como el de su participación –o no– en la famosa Congiura, en Venecia, precisamente. Nos legó una ingente obra escrita de carácter satírico, poético y político, de todos conocida, sobre cuya genialidad, no cabe disputa.

Los Tratados de Osnabrück y Münster, firmados respectivamente, el 15 de mayo y el 24 de octubre de 1648 y conocidos en conjunto como la Paz de Westfalia, pondrían fin a la terrible Guerra de los Treinta Años, que devastó el centro de Europa. Aunque al mismo tiempo se dio por terminada la contienda entre España y los Países Bajos, tras ochenta años de lucha, la Corona de España quedó excluida en los planes del Tratado -a pesar de haber participado en la contienda para auxiliar a sus parientes Habsburgo-, de modo que continuó la guerra contra Francia, al menos, hasta la firma del Tratado de los Pirineos, cuando el rey de España casó a dos de sus hijos, con dos de los hijos del rey de Francia en 1659.

Tras una vida en parte aventurera y en parte trágica, de cuarenta y ocho años de duración, el 30 de enero de 1649, y a causa de su radical rechazo a la actividad del Parlamento de Londres, moría decapitado el monarca inglés Carlos I, nieto de María Estuardo. Unos veinticinco años antes, en pleno y juvenil romanticismo, Carlos había viajado a España, supuestamente de incógnito, para pedir la mano de Ana María Mauricia, hermana mayor de Felipe IV. La negativa a tal enlace por parte de la Corona, transformó los sentimientos del entonces príncipe de Gales, quien apenas volvió a poner los pies en Inglaterra, decidió declarar la guerra a España. Ana María, casaría finalmente, con Luis XIII de Francia.

Otro genio indiscutible, Velázquez –a la sazón residente en Italia–, pintaba, hacia 1650, el extraordinario retrato del pontífice Inocencio X, el cual, sorprendido ante la excelencia del trabajo del sevillano, declaró que era un retrato demasiado verdadero –troppo vero-.

Es evidente que la guerra, el arte y la literatura son los protagonistas de la época –con ventaja para la primera, sin duda alguna–. Pero no podemos olvidar en este necesariamente breve repaso, la aparición de algunos inventos, como el barómetro de Torricelli (1643), el champagne francés Dom Perignon (1668); el reloj de péndulo del holandés Huygens (1656), o el telescopio de Newton (1668), por citar algunos ejemplos diversos, pues parece conveniente y justo adjudicarles el reconocimiento que merecen los inventores, por sus largas investigaciones e interminables experimentos, no siempre en las condiciones más adecuadas y pocas veces coronados por el éxito.

Por último, recordaremos al ilustre cretense Domíniko Theotokópulos (Δομήνικος Θεοτοκόπουλος) –El Greco, que nació, vivió y aprendió a pintar en la Candía veneciana, aunque su madurez vital y artística se desarrolló en la ciudad de Toledo, a partir de la cual se expandió su legado artístico.

Pues bien, colocado el telón de fondo, volvemos a la acción con la que habíamos comenzado.

Ya antes del ataque de los caballeros de Malta a la flotilla otomana, la República de Venecia, muy habituada al éxito de sus iniciativas militares y comerciales, había dado ciertas muestras de decadencia. Si escuchamos a los embajadores, gobernadores y virreyes españoles de Milán, Nápoles o Sicilia, llegaremos a la conclusión de que todos estaban bastante cansados de la prepotencia de la Serenísima; testigo de excepción, el mismísimo Quevedo quien, al servicio del duque de Osuna, podría haber salvado la vida milagrosamente ante la persecución de soldados venecianos a través de las calles, el día siguiente de la famosa Congiura; una de las ocasiones en que Venecia denunció a su vez la prepotencia de los españoles; hacía ya mucho tiempo que ni unos ni otros se mostraban muy dispuestos a compartir nada.


El cerco amurallado de Hiraklion tal como podemos verlo y recorrerlo hoy, en fotografía Google y su representación cartográfica. Al Norte, la fortaleza, conocida por los venecianos como Roca al Mare; Koules para los griegos.

En estas circunstancias se produjo la invasión de la isla de Creta. En 1645 Yusuf Pachá, al mando de sesenta mil hombres, se lanzó sobre la isla que, entonces, igual que en la actualidad, se hallaba dividida en cuatro regiones, de las cuales Rézimno y Janiá cayeron en cuatro meses, terminando con el resto, paso a paso, en 1648, con la única  excepción de la capital –la antigua Jándax de los árabes, Candía para los venecianos y actualmente, Iraklion-, porque hallándose perfectamente fortificada, con murallas que, en algunos tramos alcanzaban los cuarenta metros de grosor –como asimismo se puede comprobar hoy–, resistió un asedio sin piedad y sin tregua, que comenzó en mayo de 1648 y terminó en septiembre de 1669.

Además del cerco propiamente dicho, se libraron diversas batallas entre turcos y venecianos, unos para impedir la llegada de auxilios a la población cristiana y otros para hacer lo mismo con las expediciones de apoyo a las tropas otomanas. En ellas dejaron la vida tanto jefes militares turcos como venecianos; entre estos últimos son especialmente citados Lorenzo Marcello o Lazzaro Mocenigo, estimándose en 120.000 las bajas turcas frente a 30.000 cretenses.

Una notable mejoría supuso para los cristianos la mencionada firma de la Paz de los Pirineos, tras la cual, Francia pudo enviarles refuerzos, aunque la situación fue rápidamente compensada en el campo otomano por otra tregua en sus luchas internas. De todos modos, el breve respiro terminaría al producirse la explosión de la nave francesa Thérèse, cuando se proponía, una vez más y con ciertas perspectivas de éxito, levantar el asedio. En 1669 la guarnición francesa recibió la orden de abandonar la defensa de la capital. El agotamiento ya era extremo y la caida, incuestionable. Francesco Morosini resisitió hasta el último día con algo más de tres mil hombres, frente a un ejército notablemente superior en todos los aspectos.

La impotencia provocada por el hambre, la sed, la carencia de cualquier elemento esencial para la supervivencia y, por supuesto, la falta de hombres y municiones tras el agotador esfuerzo empleado en llevar a cabo diecisiete salidas y rechazado treinta y siete asaltos, obligaron finalmente a Morosini a aceptar una rendición que intentó fuera lo más honrosa posible. En virtud del acuerdo adoptado con los sitiadores, se respetó la vida de los supervivientes, a los cuales se permitió abandonar la isla con sus bienes, aunque, para entonces, el número de aquellos era ya muy reducido. Por otra parte, Venecia conservó algunas fortalezas de gran valor estratégico para su navegación comercial.

Fue el 27 de septiembre de 1669. Se dijo que el pontífice –Clemente IX– falleció dos meses después, a causa de la impresión provocada por tan importante pérdida. Era el segundo gran golpe para la cristiandad, en este caso, representada por la República de Venecia; el primero se había producido en 1453 cuando los turcos cayeron sobre Constantinopla y entraron en Santa Sofía.

Pero Morosini no había consultado su decisión con el Senado veneciano, de modo que la rendición, aunque evidentemente ineludible, fue una decisión personal por la que fue llamado a rendir cuentas, debiendo asimismo responder de las acusaciones de traición y cobardía, de las cuales fue, sin embargo, rápidamente exonerado.

A partir de 1683, un ejército turco se aproximaba peligrosamente a Viena, que se vio en la necesidad de buscar ayuda para formar una liga defensiva, de la que Venecia entró a formar parte y fue de nuevo Francesco Morosini quien mandó las fuerzas venecianas, las cuales, entre junio y agosto de 1685 ocuparon Patras, Lepanto y Corinto, además de asegurar la mayor parte de la península del actual Peloponeso –entonces Morea–, para Venecia. Esta última hazaña le valió a Francesco el título de Peloponesíaco, una distinción que tal vez hoy no estamos en disposición de valorar en toda su amplitud, pero incluso en la actualidad, Morosini es más conocido por este título que por su nombre propio, en los territorios que entonces constituyeron el entorno de la ocupación otomana.

Y fue precisamente en la campaña del Peloponeso donde jugó su primer papel histórico conocido nuestro gato o, para ser exactos, nuestra gata, cuyo nombre era Nini. Todo el mundo conocia ya a Nini, que llegó a ser algo así como la mascota de Venecia, y ello porque todos admiraban al héroe Morosini y este siempre iba acompañado por la gata, no sólo en su rutina diaria, sino también cuando se hallaba en combate, incluso cuando este se desarrollaba en alta mar. Dondequiera que aparecía Morosini, allí estaba la gata; en cubierta, bajo la tempestad, o frente al fuego enemigo.

Alessandro Piazza, "La partida de Francesco Morosini". Museo Correr, Venecia.

Al parecer no era extraña la presencia de gatos en las naves; en primer lugar, por una razón evidente, la proliferación de roedores en las mismas, pues parece ser –y esto se cita entre mito y realidad–, que entre la marinería había hombres que sabían prevenir posibles cambios atmosféricos interpretando la actitud de los gatos –aquello del barrunto–. En este sentido, fue famosa en la época, otra gata llamada Sofonisba. Consta, asimismo, que al ser embarcados los felinos, se registraba su nombre y número en listas semejantes a las de la tripulación.

Aseguraba el escritor francés Champfleury que Nini fue el único gran amor de Francesco Morosini, aparte, naturalmente, del que profesaba a su patria. Otros cronistas aseguran que el hecho de hacerse acompañar continuamente por la gata, no era sino un rasgo característico de la conocida excentricidad de los venecianos. Por otra parte, tampoco debía resultar chocante la imagen de prócer con gato; por ejemplo el Almirante Andrea Doria también se hizo retratar con el suyo que, sin duda, fue un fiel compañero en su ancianidad.

W. Key - Retrato de Andrea Doria con el Gato.
Villa del Príncipe. Palacio Andrea Doria. Génova.

Aquel mismo año –1683–, pero ya en el otoño, Morosini se propuso recuperar de los turcos la ciudad de Atenas, a la que sometió a constantes bombardeos desde una colina próxima. En el curso de uno de estos ataques, desgraciadamente, una o varias bombas cayeron sobre el Partenón; más exactamente, en el polvorín que los turcos almacenaban en su interior. La terrible explosión derribó el centro del templo y su techo, quedando prácticamente, en el estado en que podemos contemplarlo hoy. (Ver: Morosini en Atenas.)

Tras diversas acciones militares con distintos resultados, siempre en guerra contra el Imperio otomano, en 1688 Morosini fue proclamado Dogo –Dux– de Venecia, cargo que ostentó hasta su fallecimiento en 1694, en cuya ocasión le fue dedicado un gran arco triunfal de mármol en el palacio de los Dogos.

En su honor se celebró un fastuoso funeral en la ciudad de Navplia, y allí quedó su corazón, custodiado en la iglesia de San Antonio. El cuerpo fue llevado a Venecia, donde se celebraron otras no menos sonadas exequias, en la iglesia de los santos Giovanni y Paolo. Finalmente fue depositado en la iglesia de Santo Stefano.

Alessandro Piazza "Transporte del cuerpo del Dogo Francesco Morosini.
Museo Correr, Venecia.

Pero, he aquí que, por suerte para ella, la gata había muerto antes que el general y, para mitigar el dolor por su pérdida, el Dogo mandó disecarla, lo cual se hizo, según sus órdenes, poniéndole un ratón –topolino– entre las patas delanteras y así se conservó en su residencia, en el Palazzo Morosini hasta que ya en el siglo XIX, en una liquidación de objetos de dicho palazzo, intervino el gobierno veneciano para adquirir algunos recuerdos del héroe, entre los cuales se encontraba Nini, la cual fue cuidadosamente llevada al Museo Correr, donde se custodia hasta la fecha.

En la actualidad existe en Venecia una afamada Scuola Navale Militare, llamada “Francesco Morosini”, así como un prestigioso Trofeo de Vela, que también ostenta el nombre del héroe que pasó a la historia en compañía de su gata.



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Más sobre MOROSINI:

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lunes, 23 de enero de 2012

DIARIO DE A BORDO

DIARIO DE A BORDO

Buscando un nombre para este blog , me he preguntado muchas veces por qué estos “diarios” se llaman así y supongo que se debe al hecho de que quienes escriben por esta vía lo hacen como navegantes, aunque sean cibernéticos, lo que vendría a ser lo mismo si atendemos al origen y significado griego del término, que se refiere al que gobierna/pilota, una nave.

Por otra parte, un extraordinario poeta griego del siglo XX, uno de mis favoritos  –que además fue galardonado con el Premio Nobel–, YIORGOS SEFERIS (Γιώργος Σεφέρης), tiene tres poemarios que se titulan así, es decir IMEROLOYIO KATASTRÓMATOS (Ημερολόγιο καταστρώματος) diferenciados entre sí por las letras alfa, beta y gamma, los cuales, hablan mucho del mar. Siempre me gustó su título.

A pesar de ello y como mi bravo favorito es Cervantes, también pensé en algo que se relacionara con él, por ejemplo "Semanas del Jardín", pero no ha llegado a convencerme, sobre todo, porque no tengo la seguridad de que ese título sea, de verdad, suyo.

Por último, pensé en algo que sirviera como indicador de los temas que me propongo tratar, pero también he tenido que descartar la idea, porque creo que van a ser muy variados, aunque generalmente, se moverán entre la Literatura y la Historia, incluyendo bajo este último epígrafe, pintura, poesía, música y, seguramente, muchas cosas más.

Así pues, en estas páginas, que no serán diarias, ni serán redactadas, si no a bordo de la vida, cada artículo habrá de valerse por sí mismo, pues aparecerá bajo la denominación genérica de DIARIO DE A BORDO.