Monarquía
República
Imperio
Secesión Oriente-Occidente
Caída del Imperio Occidental
Imperio de Oriente, Caída de Constantinopla
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La República romana, SPQR; Senatus Populusque Romanus, se instituyó en el 509 a. C., sustituyendo a la Monarquía, y se mantuvo hasta el año 27 a. C., fecha en que se instauró el Imperio como nueva fórmula de gobierno. En este momento y, sobre el marco de las guerras de conquista, se empiezan a producir duros enfrentamiento internos entre la aristocracia patricia y la nueva clase surgida del poder económico, que cuenta con el apoyo de la plebe.
Es la República, no obstante, el período más esplendoroso de Roma, cuyo poder descansa en las famosas legiones, su principal herramienta, con la que impondrá su Auctoritas en Europa Meridional, Asia Menor y África Septentrional.
Tras consolidarse la República en el centro de Italia, se impuso en primer lugar, en toda la Península Itálica; se enfrentó, después a las polis griegas del sur, y, ya en el siglo III a.de C. procedió a la conquista de las grandes potencias mediterráneas, anexionándose Cartago y Macedonia. Finalmente, se expandió por el resto de las polis griegas, Pérgamo y las costas de Oriente Próximo –arrebatadas al Imperio Seleúcida-.
En definitiva, se produjo una sucesión interminable de guerras, casi siempre de conquista, cuya descripción pormenorizada constituye una tarea ardua y, hasta cierto punto, inútil, si bien, los planes estratégicos, la cronología de las mismas, y la sucesión de mandatarios durante el período, nos servirán para situar en su contexto dos interesantes aspectos: las principales anécdotas biográficas de los cónsules, que son muchas, variadas e interesantes, y la aparición simultánea de algunos grandes escritores, surgidos al amparo o mecenazgo, de algunos de aquellos gobernantes–soldados.
Situándonos pues, ya en el último siglo del tramo republicano, nos referiremos, en primer lugar, a los tres grandes poetas: Virgilio, Horacio y Ovidio, cuyas biografías se extienden entre el año 70 aC, fecha del nacimiento de Virgilio, y el 17 dC, cuando se produjo la desaparición de Ovidio, ya más de diez años después del fin de la República. La Oratoria, alcanzó su cima con Cicerón, mientras que la Historia se produjo para la posteridad de la mano del propio Julio César, con el relato pormenorizado de sus campañas; y los impagables trabajos debidos a Salustio, o más especialmente, a Tito Livio.
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La enorme extensión alcanzada por Roma y la variedad étnica, religiosa, lingüística, etc. resultante de los territorios conquistados, no permitió su ocupación por medio de fuerzas propias, porque ya no había romanos para colonizar, lo que unido a otras causas, fue dando paso paulatinamente, a una crisis de carácter irreversible. La progresión geométrica de crecimiento, provocó una inflación de cargos públicos, que se cubrieron con elementos de gran variedad y diversa calidad, pues en su mayoría procedían de una especie de nueva aristocracia surgida del rápido y anómalo enriquecimiento proporcionado por botines e impuestos extraídos de los territorios sometidos.
En la otra cara de la estampa romana, una numerosa población servil que no participaba de aquellos beneficios, representaba la creciente, y cada vez más insalvable distancia entre una población pobre, y otra ostentosamente rica, surgiendo numerosos enfrentamientos, que finalmente desembocaron en Guerras Civiles; tres en concreto, que terminaron por destruir la República. A pesar de que Roma siguió cosechando victorias militares, se fue abriendo paso una nueva y última etapa en el devenir de aquella pequeña ciudad que, en sus principios había mostrado ser tan vital; el Imperio sería finalmente, la vía política por la que Roma alcanzó de sí misma, lo que nunca habían logrado los pueblos contra los que luchó; su propia extinción. Se ha convertido en tópico multiuso la expresión Caída del Imperio Romano.
Cientos de vestigios arqueológicos, artísticos, arquitectónicos, etc., tanto en Roma, como en los inmensos territorios que conquistó, ofrecen hoy un claro testimonio de lo que fue, e ilustra, con su inmortal belleza, aquello en lo que se convirtió. Sic transit…
Joseph Mallord William Turner,
Capricho con vista de la cúpula de San Pedro a través de las ruinas de un arco, Tate Britain, Londres, 1797 c.
A Roma, sepultada en sus ruinas, es un extraordinario soneto, del no menos inmortal Francisco de Quevedo y Villegas, que ilustra cuanto acabamos de describir, pero con tan genial acierto, que sería inútil intentar aplicarle cualquier adjetivo usual.
Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas
y tumba de sí proprio el Aventino.
Yace donde reinaba el Palatino
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que Blasón Latino.
Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura!
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Recordemos que tras el exilio de Tarquinio se creó un Senado que acordó abolir la monarquía transformando el sistema de gobierno en una República a partir de 509 aC., creándose la figura del Cónsul, en realidad, muy parecida a la de los anteriores reyes, pero que se asignaba sólo por una año, y era compartida por dos senadores, que tenían el derecho de vetarse mutuamente.
Por otra parte –escribe Tito Livio-, el que entonces naciera la libertad radicó más en la limitación a un año del poder de los cónsules, que en la supresión de alguno de los poderes de los reyes. Todas sus atribuciones, todos sus distintivos externos los conservaron los primeros cónsules.
Sus funciones se diversificarían en cargos como el de Pretor –potestad judicial–, o el de Censor, responsable del Censo, convertido en una importante herramienta de control.
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Lucio Junio Bruto, que organizó y dirigió la revuelta antimonárquica, y Lucio Tarquinio Colatino, el viudo de Lucrecia –la tristemente célebre víctima del abuso mortal de un tarquinio prepotente–, fueron los primeros cónsules, pero como ya adelantamos, una de las primeras medidas tomadas por Bruto, fue forzar la renuncia de Colatino, con el pretexto de que era un Tarquinio. Sorprendente decisión, tratándose, precisamente, del viudo de Lucrecia, y más sorprendente todavía si consideramos que, Bruto era sobrino del Soberbio, es decir, que sus lazos con aquella familia eran mucho más estrechos que los de Colatino. En todo caso, este último, se vio obligado a exiliarse en Lanuvium, un territorio latino. En su lugar, fue elegido Publius Valerius.
Rápidamente, Roma inició su expansión por el territorio de la península que hoy es Italia -Guerras Latinas-. A la vez que crecía en extensión, aumentaba la necesidad de disponer de nuevos soldados, por lo que fueron alistados contingentes de las ciudades ocupadas para formar nuevas legiones, que llevaron a cabo las llamadas Guerras Samnitas, que iban a derrotar a los Galos del valle del Po y a todos los pobladores del sur de la península, a pesar de la ayuda de Pirro, el célebre rey de Épiro.
Durante la etapa que suele denominarse República Media, y que hay que situar hacia mediados del siglo III aC., Roma inició un segundo período expansivo, y tras otra serie interminable de guerras, extendió su dominio por toda la costa mediterránea. Las llamadas Guerras Púnicas, pusieron en manos de la República, la ciudad de Cartago, en el norte de África, así como sus colonias en Hispania, entre otros territorios.
A partir del año 264 aC. llegó el turno a las colonias cartaginesas de Sicilia, a las que siguieron, Córcega, Cerdeña y el paso a la Galia Cisalpina.
Tras la Segunda Guerra Púnica, Roma completó la ocupación de Hispania –prestaremos atención especial a los sucesos acontecidos durante los durísimos e interminables ataques producidos sobre estos territorios, con la valerosa y desesperada reacción de sus habitantes frente a la brutal e imparable expansión romana–; Numancia-.
Los cartagineses fueron prácticamente exterminados, convirtiéndose los supervivientes –en su mayoría, mujeres y niños–, en esclavos, de los cuales se suele avanzar la cifra a 50.000
Siguieron los estados griegos –helenos-, sobre las tierras que había dominado Alejandro Magno: las llamadas Guerras Macedónicas, afectaron a Filipo V (197 aC.) y a Perseo (168 aC.); a los que siguió Antíoco III de Siria, pasando Macedonia, Acaya y Épiro, al poder de la insaciable República.
Tras la caída de Numancia, en Hispania, y la toma de la Galia del Sur, que sería llamada Narbonense, se trazó una línea de comunicación entre la península Ibérica y la Itálica, la llamada Vía Domitia, que partiendo del Piamonte y tras cruzar los Alpes, ya con el nombre de Vía Augusta desde La Junquera –entonces llamada Deciana-, se prolongaría posteriormente hasta Cádiz –Gadir-.
Un buen número de patricios, caballeros o senadores, se enriquecieron de forma ostentosa y desaforada, a costa de las tierras, impuestos y botines tomados a los vencidos, del mismo modo que creció la numerosísima población esclavizada, que, finalmente, se rebeló el año 74 aC. capitaneada por Espartaco.
El exceso de lujo y la ostentación de las inmensas riquezas acumuladas, se impuso a pesar de las leyes restrictivas y coincidió con los primeros signos de la creciente incapacidad para organizar y gobernar los inmensos territorios conquistados, ya fueran llamados aliados, ocupados, saqueados y/o esclavizados.
Todo lo anterior, produjo, primero, inestabilidad, pobreza e inseguridad, y después, dio paso a las Guerras Civiles durante el período que ya se conoce como República tardía, en cuyo desarrollo, el sistema terminó por devorarse a sí mismo, dando paso al Principado.
Personajes de diferentes calidades y tendencias, como Tiberio, Cayo Sempronio Graco, Mario, o Sila, intentaron frenar la amenazante decadencia por diversos medios, antes de que se produjera la Rebelión de Sertorio, en Hispania, o la famosa y frustrada Conjura de Catilina, que darían paso, finalmente, al establecimiento del Primer Triunviarato, que en el año 60 aC. formaron, César, Pompeyo y Craso.
Pese al desorden, la ambición desatada y la ya evidente decadencia, Roma siguió emprendiendo guerras y obteniendo sucesivos éxitos, a lo largo de todo el siglo I aC.; algunos de los cuales constituyen los episodios más sonados de la Historia Antigua:
-Mario ganó la Guerra de Yugurta (105 a. C.); rechazó a los Teutones en las proximidades de Aix-en-Provence y a los Cimbrios en Vercelli (101 a. C.)
-Sila venció a Mitrídates, rey del Ponto, y recuperó Grecia y Asia (88–85 a. C.)
-Pompeyo conquistó Siria (64 a. C.) y Judea (63 a. C.)
-César conquistó la Galia (58–51 a. C.).
Por último, tras la victoria de Octaviano sobre Marco Antonio y el reino helenístico de Egipto, la República se anexionó, de hecho, las tierras del Nilo, aunque, muy pronto pasaron a ser propiedad personal del emperador.
El año 27 aC. Octaviano obtenía del Senado su nombramiento como Imperator Caesar Augustus. En sentido estricto, ya no existía la República, y el nuevo cargo era más similar a la figura de un monarca que, a pesar de que debía contar con un Senado, ejercía el poder de forma absoluta. Finalmente, se dio al nuevo sistema el ya mencionado título de Principado.
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Las guerras
La larguísima serie de guerras llevadas a cabo durante este período marcaron el devenir histórico romano y, a la larga, occidental:
498 Guerras Latinas; 343 Guerras Samnitas; 264 Guerras Púnicas; 215 Guerras Macedónicas; Guerras Sirias; 135 Guerras Serviles; 58 Guerra de las Galias; Guerras de Yugurta; Guerras Mitridáticas, Guerras Civiles...
Los Generales
Un gran número de célebres personajes históricos atravesaron este época, dejando su nombre para la posteridad, con mayor o menor fortuna. De algunos de ellos nos ocuparemos de forma destacada: Coriolano, Filipo de Macedonia, Alejandro Magno, Pirro, Amilcar Barca, Aníbal, Escipión el Africano, Yugurta, Pompeyo, Julio César, Sila, Bruto, Marco Antonio, Espartaco, Cleopatra, Catilina…
Los escritores
Entre las guerras y los actores políticos y militares, surgió una notable generación de escritores, filósofos, oradores, poetas, etc. que dejaron asimismo su nombre para la posteridad, en este caso, produciendo algunas de las obras maestras que sí han constituido, junto al legado helénico, la base y cantera de la cultura occidental, que a su vez, ha vuelto su mirada hacia ellos, a través de la pintura, la escultura y las letras, dejando imperecederas muestras en todos los casos.
Recordaremos, en este sentido, la vida y la obra de Cicerón (106–43 aC.); político, jurista y filósofo, pero, sobre todo, brillante orador y gran escritor.
El jovencito Cicerón leyendo. Fresco por Vincenzo Foppa. 1464. Brescia.
Julio César (100–44 aC.) representará en una sola personalidad, el dominio de las armas y las letras, como historiador, especialmente, de la Guerra de las Galias.
Cayo Julio César. Museo Arqueológico Nal. Nápoles
Salustio (86–34 aC.) historió la celebérrima Conjuración de Catilina, así como la Guerra de Yugurta
Tito Livio (59 aC.-17 dC.) será el último –cronológicamente–, de los historiadores.
Papyrus Oxyrhynchus 668 - British Library 1532r - Epitome de Livio - fragmento - magnitudinem, Lusitani vastat (ejemplo ed escritura semiuncial)
Alejados del aspecto bélico, pero evidentemente afectados por el devenir histórico, político y social de Roma, aparecerán, en el terreno de la creación literaria, tres grandes poetas –aunque, non solum…
Virgilio (70–19 aC.)
Busto di Virgilio, parco Vergiliano (Napoli)
Horacio (65–8 aC.)
Horacio leyendo ante Mecenas
Fyodor Andreyevich Bronnikov (1827–1902) 1863 Odessa Art Museum
Ovidio (43 aC.-17 dC.)
Estatua de Ovidio en Tomis –Constanza–, Rumanía
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AÑO 509 aC. PRIMERO DE LA REPÚBLICA. LA MUERTE DE BRUTO
Busto que se identifica como Lucius Junius Brutus, c. 98–117 aC. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles
Tarquinio, presa del odio y de la cólera, consideró que debía preparar abiertamente la guerra y recorrió suplicante las poblaciones de Etruria, rogando a los de Veyos y de Tarquinios que no le dejasen a él, uno de ellos, de la misma sangre, exiliado, reducido a la miseria después de haber tenido tan gran poder. Que él reivindicaba su patria y su trono y quería castigar la ingratitud de sus súbditos. Que le prestasen ayuda y apoyo. Que se lanzasen también ellos a vengar sus antiguas ofensas y las derrotas tan repetidas de sus legiones.
Estos argumentos hicieron mella en los de Veyos y todos gritaron en tono amenazador que había que borrar las afrentas, ahora que los guiaba un romano. A los de Tarquinios les parecía un honor que uno de los suyos reinase en Roma.
Dos ejércitos de las dos ciudades siguieron a Tarquinio para reclamar el trono y castigar por las armas a los romanos y una vez llegados a territorio romano, los cónsules les salieron al encuentro. Valerio mandaba la infantería y Bruto tomó la delantera con la caballeria para explorar.
De modo semejante, la caballeria venía a la cabeza de la columna enemiga bajo el mando de Arrunte Tarquinio, hijo del antiguo rey; que le seguía con la infantería.
Cuando desde lejos Arrunte distinguió a un cónsul, se acercó y vio que se trataba de Bruto, encendido de cólera gritó:
-Ese hombre es el que nos echó de nuestra patria al destierro. Vedlo ahí, sí, es el que avanza orgullosamente adornado con nuestros distintivos. ¡Sedme propicios, dioses vengadores de los reyes!
Y acto seguido picó espuelas a su caballo y se lanzó violentamente contra el cónsul.
Cuando Bruto vio que iba contra él, se dispuso a luchar con todas sus energías y ambos se lanzaron al choque con tal coraje, sin pensar ni uno ni otro en cubrirse, con tal de alcanzar al adversario, que a cada uno de ellos el golpe del contrario lo atravesó a pesar del escudo y trabados uno al otro por las dos lanzas, se desplomaron del caballo heridos de muerte.
Los de Veyos huyeron en desbandada, pero los de Tarquinios aguantaron firmes e, incluso, rechazaron a los romanos al principio. Pero a lo largo de la batalla, Tarquinio y los etruscos fueron presa de un pánico tan cerval, que, sin esperar el resultado definitivo, ambos ejércitos, el de Veyos y el de Tarquinios, emprendieron por la noche el regreso a sus hogares respectivos.
Una vez que amaneció y no había enemigo alguno a la vista, el otro cónsul, Publio Valerio recogió los despojos y volvió en triunfo a Roma y celebró las honras fúnebres de su colega, Bruto, con toda la magnificencia que entonces era posible. Pero su muerte se vio mucho más honrada por el dolor público, puesto de relieve muy especialmente por el hecho de que las matronas le guardaron el luto como a un padre por haber sido un vengador tan enérgico del pudor ultrajado. (Tito Livio)
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AÑO 508 aC. LAS HAZAÑAS DE COCLES, SCÉVOLA Y CLELIA
HORATIUS COCLES
Roma parecía bien asegurada, de una parte, por sus murallas y, de otra, por el obstáculo del Tíber; sin embargo, el puente de madera (Sublicio) le hubiera posibilitado el acceso al enemigo, si no hubiera estado allí el valeroso Horacio Cocles.
Horatius Cocles. Pietro Perugino, c.1445-1523. Fresco: Fortaleza y Templanza con seis héroes de la Antigüedad. Perugia, Collegio del Cambio, 1500
Se hallaba Cocles casualmente situado en la defensa del puente, cuando vio que el enemigo se había apoderado del Janículo en un ataque repentino y que, acto seguido, se lanzaba hacia abajo a paso de carga; sus propios hombres, asustados abandonaban armas y puestos. Intentó retenerlos uno por uno, cerrándoles el paso e invocando la lealtad a los dioses y a los hombres.
Les aseguraba que su huída, abandonando el puesto de guardia, era inútil, pues si dejaban a su espalda el paso libre por el puente, pronto habría más enemigos en el Palatino y el Capitolio que en el Janículo. Les aconsejó asimismo, que cortaran el puente con hierro, con fuego, o por cualquier medio posible, mientras él rechazaría al enemigo tanto cuanto un solo hombre pudiera hacerlo.
Se lanzó entonces a la entrada misma del puente, bien ostensible, en medio de los que huían en dirección contraria, con las armas prestas para entablar combate cuerpo a cuerpo.
Defensa de Horatius Cocles en el Puente Sublicio
Tan sorprendente audacia, más que sus verdaderas posibilidades, dejó perplejo al enemigo.
Movidos por el pundonor Espurio Larcio y Tito Herminio, se unieron a él y juntos sostuvieron los primeros embates, lo más tumultuoso de la lucha, hasta que los que estaban cortando el puente les avisaron de que ya no quedaba sino un estrecho pasadizo, lo que les convenció para volver, pensando que aún estaban a tiempo. Pero Cocles se mantuvo en su puesto.
-¡Esclavos de reyes tiránicos, que no pensáis en vuestra propia libertad y venís a atacar la de los demás!–. Gritó en tono amenazador, lanzando terribles miradas sobre los etruscos principales, a los que desafiaba, uno a uno, o los increpaba a todos.
Durante unos momentos los aludidos permanecieron indecisos mirándose unos a otros. Después, la vergüenza los empujó en masa y, lanzando un grito, arrojaron sus venablos todos a la vez contra aquel único enemigo. Pero los venablos se clavaron en el escudo con que Cocles se cubría y él, sin inmutarse, siguió defendiendo el puente con toda firmeza.
Trataban de echarlo abajo, cuando, se produjo un gran estruendo al derrumbarse el puente, seguido de los gritos que lanzaban los romanos enardecidos por el éxito de la acción.
Un pánico repentino se apoderó del enemigo, que quedó paralizado.
-Padre Tíber –gritó entonces Cocles–, te ruego, venerable, que acojas estas armas y a este guerrero en tus aguas propicias! –Y, armado como estaba, se lanzó al Tíber.
Sorprendentemente, a pesar de la cantidad de proyectiles que cayeron sobre él, llegó a nado, sano y salvo hasta los suyos, después de aquel golpe de audacia que, ante la posteridad –añade Tito Livio, no sin cierta ironía–, iba a alcanzar más fama que credibilidad.
De hecho, no ha podido confirmarse esta hazaña por otras fuentes documentales y la crítica histórica considera que: No es defendible la alianza Porsena-Tarquinios con el propósito de reponerlos en el trono.(J.A. Villar Vidal, Ed. Gredos).
Roma se mostró agradecida ante semejante muestra de valor: se le levantó una estatua en el comicio, se le concedió todo el terreno que pudo rodear con un surco, en un día. Y en medio de los honores oficiales, se produjeron innumerables muestras de afecto de los particulares, pues, habiendo, como había, tan grande la escasez, cada ciudadano según la medida de sus posibilidades se privó de su propio alimento para llevarle algo.
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Porsena, fallido aquel intento, cambió el plan de asalto por el asedio, a cuyo efecto situó un destacamento en el Janículo y él estableció su campamento en el llano a la orilla del Tíber. Hizo traer embarcaciones de todas partes para el bloqueo, a fin de no permitir, en absoluto, la entrada de trigo a Roma y para transportar tropas al otro lado del río para a efectuar incursiones de pillaje.
En poco tiempo volvió tan insegura la campiña romana, que todos los bienes campesinos e, incluso, el ganado fueron trasladados al interior de la ciudad y nadie se atrevía tampoco a sacarlo puertas afuera.
El Cónsul Valerio observaba todo y permanecía inactivo, menos por miedo que por cálculo, a la espera de una ocasión para atacarlos de improviso. Así, para atraer y confundir a los que se dedicaban al pillaje, comunicó públicamente a los suyos que, al día siguiente, debían salir en masa por la puerta Esquilina, la más alejada del enemigo, para apacentar el ganado. Estaba convencido de que los enemigos lo iban a saber y, efectivamente, se enteraron por los informes de un desertor y, en mucho mayor número que otras veces, como que esperaban llevarse el botín completo, cruzaron el río.
Publio Valerio dio orden a Tito Herminio de que se emboscara con pocas tropas, a dos millas en la carretera de Gabios. A Espurio Larcio le ordenó situarse, con la infantería ligera, junto a la puerta Colina, debía dejar pasar al enemigo, para cortarle, después el paso, a fin de que los hombres no pudieran volver al río. El otro cónsul, Tito Lucrecio, salió por la puerta Nevia con algunos manípulos de infantería. El propio Valerio bajó del monte Celio con unas cohortes escogidas que fueron las primeras que se ofrecieron a la vista del enemigo.
Herminio, al sentir el estruendo del choque, salió corriendo de su emboscada y cayó por la espalda sobre los etruscos que estaban vueltos en dirección a Lucrecio. Le llegaron gritos en señal de respuesta, por la izquierda, provenientes de la puerta Colina y, por la derecha, de la puerta Nevia.
Los saqueadores fueron así rodeados y exterminados, al no estar en igualdad de fuerzas para luchar y al tener la huida cortada en todas direcciones. Aquél fue para los etruscos el final de sus dilatadas incursiones.
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MUCIO SCÉVOLA
El asedio continuó, no obstante, y con él llegó la escasez y una enorme carestía del trigo. Porsena tenia la esperanza de tomar la ciudad a costa de prolongar el sitio.
Mucius Scevola. Schönbrunn. Viena
Entretanto, Gayo Mucio, joven patricio, encontraba indignante que el pueblo romano durante su esclavitud, cuando estaba bajo los reyes, no hubiese sufrido asedio durante ninguna guerra ni por parte de enemigo alguno y que ese mismo pueblo, una vez libre, fuese sitiado por los mismos etruscos a cuyo ejército había derrotado tantas veces. Por consiguiente, pensando en vengar aquella vergüenza con alguna acción importante y audaz, en un primer momento decidió sin consultarlo con nadie introducirse en el campamento enemigo. Después, ante el temor de que, si iba sin permiso de los cónsules y sin que nadie estuviese enterado, lo detuviesen los centinelas romanos y lo volviesen a traer como desertor -acusación que las condiciones en que entonces estaba la ciudad hacían muy verosímil-, se dirigió al senado.
-Quiero cruzar el Tíber, senadores -dijo- y entrar, si puedo, en el campamento enemigo, no para saquear ni para vengar sus rapiñas con otras: es una acción de mayor envergadura la que me propongo, con la ayuda de los dioses.
Cuando los senadores dieron su aprobación, él escondió un puñal entre sus ropas y se puso en camino.
Llegado al campamento, se situó entre la multitud que rodeaba el tribunal del rey. Estaban pagando la soldada y había un secretario sentado, con una vestimenta muy parecida a la suya, y a él se dirigían todos los soldados.
No atreviéndose a preguntar cuál era Porsena, por temor a que tal desconocimiento le descubriera, eligió al azar y mató al secretario en lugar del rey.
Al intentar escapar acto seguido, abriéndose paso con su puñal ensangrentado entre la multitud alborotada, la guardia del rey, atraída por los gritos, acudió con rapidez; lo detuvo y lo volvió a llevar ante el tribunal del rey. Incluso entonces, en una situación tan crítica, se mostró más temible que temeroso y dijo:
-Soy ciudadano romano. Me llamo Gayo Mucio. He querido, como enemigo, matar a un enemigo y no tengo para morir menos coraje que el que tuve para matar: es virtud romana el actuar y el sufrir con valentía. Y no soy yo el único en tener esta actitud hacia ti; es larga la serie de los que después de mí pretenden el mismo honor. Por consiguiente, prepárate, si te parece, para este riesgo, de suerte que a cada hora estés en vilo por tu vida y te encuentres el puñal de un enemigo hasta en el vestíbulo de tu palacio. Ésta es la guerra que te ha declarado la juventud romana. No es un combate, no es una batalla lo que has de temer: la cuestión se ventilará entre ti solo y cada uno de nosotros.
El rey, encendido por la cólera a la vez que aterrorizado por el peligro, le amenazó con dar orden de que le prendieran fuego si no aclaraba inmediatamente tales proyectos.
-Mira –respondió Mucio con absoluta entereza–, para que te des cuenta de lo poco que importa el cuerpo para quienes tienen como mira la gloria…
Matthias Stomer - Mucius Scaevola en presencia de Lars Porsenna.
Art Gallery of New South Wales. Sidney, Australia
…y puso su mano derecha sobre un brasero encendido para un sacrificio. La dejó quemarse como si no sintiese ni padeciese, y entonces el rey, atónito ante aquella especie de prodigio, abandonó su asiento de un salto y ordenó que apartasen al joven del altar.
-Márchate –dijo-, enemigo más osado para contigo que para conmigo. Yo aplaudiría tu valor, si ese valor estuviese a favor de mi patria; pero al menos te eximo de las leyes de la guerra y te dejo marchar sin hacerte daño y sin maltratarte.
Entonces, Mucio, como en reconocimiento a su generosidad, le respondió:
-Ya que tú sabes honrar el valor, vas a obtener de mí con tu gesto lo que no pudiste obtener con amenazas: somos trescientos, –dijo, inventando sobre la marcha–, lo más escogido de la juventud romana, los que nos hemos conjurado para ir contra ti de esta manera. Me ha tocado a mí al azar, ser el primero; los demás, cualquiera que sea la suerte de los anteriores, hasta que el destino te ponga a su alcance, se irán presentando cada uno en su momento.
Una vez que se marchó Mucio, al que desde entonces se le dio el sobrenombre de Scévola –Zurdo; Scaevola es diminutivo de scaeva, la mano izquierda–, unos emisarios de Porsena le siguieron hasta Roma. El peligro que por primera vez había corrido, del cual sólo se había salvado gracias a la equivocación de su agresor, y el tener que correr aquel riesgo tantas veces como conjurados quedasen, le había impresionado de tal manera que, por propia iniciativa, presentó a los romanos una propuesta de paz.
Entre las condiciones figuraba una ilusoria: el restablecimiento de los Tarquinios en el trono, aunque la había puesto más porque no había podido negárselo a los Tarquinios, que por ignorar que los romanos iban a decirle que no. Pero sí impuso a los romanos la obligación de entregar rehenes, si querían que fuese evacuada la guarnición del Janículo. Se acordó la paz con estas condiciones, y en consecuencia, Porsena retiró sus tropas del Janículo y desocupó el territorio romano.
El Senado, para recompensar la valentía de Gayo Mucio, le hizo donación de unos terrenos al otro lado del Tíber, los cuales en adelante recibieron el nombre de Prados de Mucio.
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CLELIA
La fuga de Cloelia de Lars Porsena, siglo VI aC. Ilustración, grabado en madera y pintada a mano, de una traducción alemana incunable de Heinrich Steinhöwel de: De Giovanni Boccaccio mulieribus Claris, impreso por Johannes Zainer en Ulm ca. 1474
Animada, tal vez, por tan valeroso ejemplo, Clelia, una doncella que formaba parte de los rehenes de Porsena, al coincidir que el campamento etrusco no se encontraba muy lejos de la orilla del Tiber, burló a sus guardianes y, haciendo de guía de todas las demás doncellas, cruzó el Tíber a nado en medio de los proyectiles del enemigo. Las condujo a todas ilesas a Roma y las devolvió a sus familias.
Cuando el rey etrusco tuvo noticia de ello, en un principio montó en cólera y envió a Roma a unos portavoces a reclamar a Clelia como rehén: las otras no le importaban.
Después, pasando a la admiración, decía que aquella era una hazaña que superaba a los Cocles y Mucios y declaró que si no se le entregaba la rehén daría por roto el tratado, pero que si se la entregaban, la devolvería a los suyos sin infligirle daño ni maltratarla.
Por ambas partes se mantuvo la palabra; los romanos devolvieron la prenda de paz estipulada por el tratado y, por parte del rey etrusco, el valor gozó no sólo de seguridad sino también de honores, porque alabó a la muchacha y le dijo que le regalaba una parte de los rehenes y que ella misma eligiese los que quisiera.
Traídos todos a su presencia, eligió, dicen, a los que aún eran niños, elección digna y merecedora de la aprobación unánime de los propios rehenes, al ser liberados del enemigo los que por su edad estaban más expuestos a ser ultrajados.
Restablecida la paz, los romanos recompensaron aquel valor sin precedentes en una mujer con un honor también sin precedentes: una estatua en lo alto de la vía Sacra que representaba una doncella a caballo.
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Porsena envió por última vez una legación a pedir la restauración de Tarquinio en el trono. Se le respondió que el Senado enviaría una embajada al rey, e, inmediatamente, fueron enviados los senadores que gozaban de mayor consideración.
No era porque no se pudiese responder en pocas palabras, que ya no se aceptaba a los reyes, sino para que, definitivamente, se dejase de mencionar el tema, con el fin de que no se agriase la buena disposición recíproca. Lo que él pedía iba en contra de la libertad del pueblo romano, y Roma, si no quería franquear ella misma la entrada a su propia ruina.
Roma no era una monarquía, sino un Estado libre y en su ánimo había calado la resolución de abrir antes sus puertas al enemigo que a los reyes; había un deseo unánime de que el final de la libertad en Roma fuese también el final de Roma. Por consiguiente, si quería que Roma estuviese a salvo, le rogaban que respetase su libertad. El rey, ganado por un sentimiento de respeto, respondió:
-Ya que ésa es vuestra decisión y es una decisión firme, yo no os voy a cansar presentándoos continua e inútilmente la misma demanda, ni voy a estar engañando a los Tarquinios ilusionándolos con una ayuda que no está en absoluto a mi alcance. Tanto si sus intenciones son belicosas como si son pacificas, que busquen otro lugar para su exilio, para que nada enturbie a nuestras pacíficas relaciones.
A sus palabras unió unos hechos aún más amistosos: entregó los rehenes que le quedaban y devolvió el territorio de Veyos, que había perdido Roma por el tratado del Janículo.
Perdida toda esperanza de retorno, Tarquinio se exilió a Túsculo, en casa de su yerno Mamilio Octavio. La paz entre los romanos y Porsena quedó así asegurada.
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