Maccari, 1889. Palazzo Madama. Roma
¿Hasta cuándo, Catilina abusarás de nuestra paciencia?
Cicerón, Primera Catilinaria.
Cicerón pronunció los cuatro históricos discursos que conocemos como Catilinarias, entre noviembre y diciembre del año 63 aC., tras ser descubierta y frustrada una conjura contra el poder establecido, encabezada por Catilina.
A pesar de ser duramente reprimida antes de entrar en acción y eliminados sin proceso la mayor parte de sus componentes, su existencia constituye uno de los primeros signos de un cambio muy significativo: la República tenía los días contados, o por mejor decir, los años; quedaban 34 de decadencia para que se instaurara, con Octavio, el Principado; la antesala del Imperio.
Evidentemente Catilina, quien a pesar de sus temidos proyectos, es definido como un hombre de bien, no se disponía a derrocar al gobierno, ni mucho menos, a destruir la República, como Cicerón dijo; pretendía luchar contra un poder cada vez más agazapado en sus privilegios y cada vez más corrupto, injusto y sanguinario, pero, lo más curioso, es que probablemente, no sabríamos de su existencia, ni de la pretendida conjuración, si Cicerón no le hubiera dedicado aquellas famosas Catilinarias, con las que él mismo ascendió a la gloria histórica, de la mano de su acusado.
Cicerón no era un hombre de leyes que pretendiera la defensa de la justicia frente a una traición; Cicerón era también un hombre político, componente de una facción opuesta a aquella que apoyaba a Catilina, que no era un lobo solitario. Es un hecho que, en las delaciones de las que se sirvió Cicerón, surgieron los nombres de buen número de importantes ciudadanos, a los que se prefirió no prestar atención, esencialmente, por temor a su venganza, pero también, porque las consecuencias de acusarlos y, seguramente, condenarlos también a ellos, podrían resultar más destructivas para el poder, que la propia conjura.
La realidad, es que Catilina se había presentado a las elecciones para el Consulado, con el objetivo declarado de terminar, desde allí, y legalmente con la corrupción y la miseria provocada por innumerables y enormes enormes deudas.
Pero no fue elegido. Según Cicerón -que había lanzado una agresiva campaña contra él, plagada de acusaciones ciertas e inciertas-; Catilina intentó obtener el cargo mediante el soborno, una actividad bastante frecuente, pero en aquella ocasión, Cicerón había hecho aprobar una ley que la prohibía. En visto de ello, Catilina se habría propuesto acabar con la vida del orador; que, tras descubrir sus siniestros planes, lo acusó ante el Senado, no de haberle amenazado a él, sino de amenazar a las instituciones, por lo que convenció a todos de que debía instaurarse una especie de estado de sitio que dejaba en suspenso las leyes ordinarias y las propias elecciones. Cicerón, sin embargo, sí fue investido Cónsul, pero al margen de los cauces habituales, que él mismo había dejado en suspenso.
Finalmente, cuando se celebraron nuevas elecciones, Catilina tampoco fue elegido, pero, para entonces, ya había reunido un ejército irregular, cuyo objetivo era, al parecer, incendiar Roma y matar al mayor número posible de senadores, algo que también llegó a conocimiento de Cicerón, quien el 8 de noviembre del año 63 aC., convocó al Senado a una asamblea en el templo de Júpiter Stator, a la que también asistió Catilina. Aquel fue el escenario que eligió Cicerón para lanzar su breve, pero contundente Primera Catilinaria:
¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?
¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros?
¿Cuándo acabará esta desenfrenada osadía tuya?
Los Senadores –tal como se observa en la pintura de Maccari-, no sólo se apartaron del interpelado, dejándolo aislado en su escaño, sino que cuando Catilina quiso dirigir la palabra a la asamblea, no le permitieron decir nada, a fuerza de gritos e insultos. Catilina abandonó el templo sin poder proceder a su defensa.
Al día siguiente, Cicerón convocó de nuevo a la asamblea y pronunció el discurso que conocemos como la Segunda Catilinaria.
Catilina ha abandonado la ciudad, pero no hacia el exilio, como algunos han creído, sino para reunirse con un ejército rebelde que planea derrocar el gobierno del Senado y el Pueblo de Roma (SPQR). Tal ejército no está formado por soldados, sino por conspiradores; hombres ricos que se han endeudado, gente deseosa de tomar el poder sin derecho; veteranos arruinados y criminales, en suma, de los que, sin embargo, nada debéis temer, pues yo mismo, con ayuda de los dioses, protegeré el Estado.
Efectivamente, Catilina se había reunido con Manlio, al mando de un ejército rebelde, por lo que ambos fueron declarados enemigos públicos. Antonio fue enviado contra ellos a la cabeza de tropas romanas, mientras Cicerón se hacía cargo de la defensa de la ciudad.
En el transcurso del enfrentamiento con Antonio –a principios del año 62 aC. -, Catilina, consciente de la inferioridad de sus fuerzas, ante la evidente derrota, prefirió morir, antes que ser hecho prisionero.
Cicerón, por su parte, tras reunir pruebas y testigos de su anterior actividad, volvió a presentarse en el Senado para disfrutar de su victoria; había salvado a la República y él mismo se consideraba un héroe.
Tercera Catilinaria: El orador convocó a los ciudadanos a la alegría y las celebraciones, por haberse librado de los conspiradores. Cuando públicamente se le atribuyó todo el mérito, Cicerón declaró que le bastaba con el agradecimiento de la Ciudad, si bien –añadió-, aquella victoria sobre otros conciudadanos, había sido mucho más difícil que cualquiera obtenida frente a enemigos extranjeros.
Con la Cuarta y última Catilinaria, el orador se propuso obtener la condena a muerte de todos los sospechosos de implicación en la revuelta. La asamblea se celebró en el Templo de la Concordia, e intervinieron otros oradores.
Cicerón, como Cónsul, no tenía derecho, en aquella ocasión, a opinar sobre las decisiones a tomar, pero, supo hacerlo con gran sutileza, dejando entrever sus intenciones con más claridad que si las hubiera concretado ante la asamblea.
En principio, el senado se opuso radicalmente a las condenas a muerte, que dejarían a la ciudad sin muchos de sus patricios, y harían caer un grave desprestigio sobre los demás. El mismísimo Cayo Julio César, que también estaba en contra de la aplicación indiscriminada de la pena máxima, declaró que el exilio y la inhabilitación serían castigo suficiente para los conjurados. Sin embargo, entre Cicerón y Catón el Viejo lograron convencer a todos y consiguieron que se votara la muerte de los sospechosos, ya veremos en qué condiciones, a causa, sobre todo, de la urgencia con que se procedió a su ejecución.
La ciudadanía y la Historia valoraron entonces y después, muy positivamente la actitud de Cicerón frente a la amenaza de Catilina, considerando que su verbo había salvado al gobierno de la República y a la misma República, que iniciaba por entonces una autodestrucción más lenta, pero, sin duda, mucho más segura e irreversible.
Sin embargo, aquellos mismos que se mostraron agradecidos entonces, no tardarían en volverse contra la creciente vanidad de Cicerón, cuya actitud excusaban menos ante el hecho de que, en realidad era un plebeyo que no procedía, como la mayoría, de aquella especie de aristocracia que era la gens patricia.
El rechazo hacia el orador iría in crescendo, hasta que, el año 58 –cinco años después de las Catilinarias-, Clodio, tribuno de la Plebe, propuso e hizo aprobar una ley por la cual se condenaba a todo aquel que hubiera impulsado y favorecido la muerte de ciudadanos romanos, sin juicio previo.
Cicerón estuvo en el exilio durante un año y medio, pero transcurrido este tiempo, volvió a Roma, donde observó que se habían producido llamativos e importantes cambios políticos, entre los cuales destacaba la realidad de que el Senado había perdido su poder ante el denominado Primer Triunvirato, formado por César, Pompeyo y Craso y que las libertades habían sufrido un notable retroceso ante aquella especie de dictadura, ya no de una, sino de tres cabezas, que poco o nada tenía que ver con el sistema republicano.
El año 51 Cicerón abandonó Roma para dirigir el gobierno en Cilicia. Cuando volvió, había estallado la guerra civil entre César y Pompeyo y el orador optó por apoyar a este último, al que César derrotaría en Farsalia, el año 48.
Cicerón se acercó a César, que para entonces había impuesto un sistema entre absolutista y dictatorial. Para entonces, Cicerón había abandonado la política casi por completo, lo que le permitió dedicarse a escribir, a pesar de la tristeza en que le sumió la muerte de su hija Tulia, después del divorcio de su esposa, Terencia.
Pero, como se sabe, César sería asesinado en los célebres Idus de Marzo del año 44. Cicerón se empleó entonces en el intento de recuperar las libertades civiles y el poder del Senado. Para ello, uniéndose al partido de Octavio, el hijo adoptivo de César, se enfrentó al Cónsul Marco Antonio, quien, entonces, ya formaba parte de un segundo triunvirato, junto con Lépido y el propio Octavio -que, inmediatamente olvidó su amistad con el orador.
Los ataques de Cicerón, –Filípicas- lanzados contra el Cónsul Marco Antonio, desembocaron en la condena y el más que cruel asesinato de Cicerón, cuyos restos sufrieron, además, una sucesiva e irracional venganza post-mortem.
A principios de diciembre del año 43, Marco Antonio ordenó su muerte, mandando, asimismo, que su cabeza y sus manos fueran expuestas en el Foro. Con él fueron asesinados su hermano y un sobrino.
El odio que Cicerón había provocado con las Filípicas, no tuvo bastante satisfacción con aquellas muertes; veamos lo que escribió al respecto Dión Casio, que no es sino una muestra de la decadencia imperante y el olvido total de principios tan imprescindibles como la Justicia.
Y cuando les enviaron la cabeza de Cicerón (pues cuando huía fue apresado y degollado), Antonio, después de dirigirle muchos y desagradables improperios, ordenó que la colocaran en un lugar destacado, más visible que las demás, en la tribuna de oradores, allí desde donde había pronunciado tantas soflamas contra él, y allí se podía ver junto con su mano derecha, que le había sido amputada, y Fulvia -la esposa de Antonio-, cogió la cabeza con las manos, antes de que se la llevaran, y, enfurecida con ella y escupiéndole, la colocó sobre las rodillas y abriéndole la boca le arrancó la lengua y la atravesó con los pasadores que utilizaba para el pelo, al tiempo que se mofaba con muchas y crueles infamias.
Supuesta tumba de Cicerón en Vía Appia, cerca de Formia. La construcción, del siglo I antes de Cristo, tiene una base de 18 metros cuadrados, y está hecha con bloques de piedra caliza cubiertos con mármol. Según la tradición, Cicerón fue asesinado y enterrado en este lugar.
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Cayo Salustio Crispo, (86-34 aC.), es considerado uno de los más importantes historiadores latinos del siglo I aC. y, quizás, de toda la antigüedad. Tácito le cita continuamente en los Anales, obra en la que denuncia la insaciable política imperialista de Roma y considera a Salustio como un historiador superior a Tito Livio, y al mismo nivel que Tucídides.
Conviene recordar que Salustio relata acontecimientos vividos en primera persona, y el hecho de consignar cuestiones contemporáneas, de manera completamente imparcial, hubiera sido casi una heroicidad, especialmente, en época tan inestable.
La Guerra de Catilina o Conjuración de Catilina, es una obra llena de defectos y errores; históricos y estructurales, provocados, tal vez, por el afán de presentar a Catilina como un facineroso y un golpista desde el primer momento, de donde resulta, en ocasiones, una gran imprecisión que impide comprender la evolución precisa de los acontecimientos que trata.
(Del Prólogo de Bartolomé Segura Ramos. Ed Gredos).
Las acusaciones que Salustio vierte sobre Catilina -a pesar de que dice dudar de su veracidad-, son de tal calibre que, en ocasiones se desacreditan a sí mismas. Llega a publicar, por ejemplo, que compartía copas de sangre humana con sus compañeros de armas.
Su amistad con César, no impidió que en el 52 Salustio fuera expulsado del Senado bajo la acusación de inmoralidad grave, aunque, en este caso, se dice que se trató de una venganza, porque sus acusadores eran partidarios de Pompeyo, el enemigo de César, quien protegía al escritor y pronto proveería su vuelta al el Senado.
Durante el año 46 aC. Salustio ejerció el cargo de pretor, y acompañó a César en la campaña de África. Como recompensa por sus servicios, fue nombrado propretor de la provincia de África Nova, donde, durante los dieciocho meses de su mandato, según la costumbre del tiempo, pudo enriquecerse sin medida, acudiendo a toda clase de exacciones en fondos públicos.
Cuando volvió a Roma fue acusado de repetundis -corrupción-, a pesar de lo cual, los ingresos obtenidos en aquel destino, le permitieron adquirir una propiedad en Tívoli, que había pertenecido a Julio César, y hacerse construir un palacio entre los montes Pincio y Quirinal, en un terreno todavía conocido como Horti Sallustiani.
Horti Sallustiani
Cuando la acusación se repitió, Salustio decidió abandonar la carrera política, tal vez por consejo del propio César, que temía la posibilidad de que, ante un nuevo proceso, resultara sospechosa su protección. Pero, tras el asesinato de César, Salustio abandonó ya completamente la vida pública, dedicándose por entero a la composición de su obra historiográfica, que quedó incompleta a causa de su muerte, ocurrida, según se cree, el 13 de mayo de 34 a. C.
...volví a aquel proyecto y a aquella afición de la que una mala ambición me había distraído, y decidí narrar las empresas del pueblo romano por episodios, en la medida en que me parecían dignas de recuerdo; ya que para entonces tenía el ánimo libre de esperanzas, temores, facciones.
De Catilinae Coniuratione: 4,2
Finalmente -y a título de curiosidad-, Salustio se casó con Terencia, ex mujer de Cicerón, de la que este último se había divorciado hacia el 46 a. C.
Salustio describe a Catilina como un enemigo deliberado de la ley, el orden y la moralidad, pero no ofrece una explicación lógica de sus motivos e intenciones, aunque es evidente que entiende que es traidor porque ataca las instituciones. En todo caso, debemos recordarlo, Catilina, apoyó al partido de Sila, al cual se oponía Salustio.
Sin embargo, al mismo tiempo que Salustio redactaba sus invectivas contra el supuesto carácter depravado y los viciosos actos de Catilina, no dejaba de constatar que tenía muchos rasgos nobles, de hecho, todos los necesarios para el ascenso social de un romano virtuoso en aquel momento.
Al mismo tiempo, el tono y el estilo de Salustio, y las acusadoras descripciones que ofrece, sobre el comportamiento de la aristocracia, muestran una preocupación simultánea por el declive de la moral romana, como testigo de excepción de la misma. Se deduce, no obstante, que Salustio es un historiador rico en profundas lecciones de moral pública y privada, no muy acordes —por cierto— con la que sabemos que fue su conducta personal y política.
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LA CONJURACIÓN DE CATILINA
Voy a despachar con brevedad, lo más verídicamente que pueda, la conjuración de Catilina, pues considero este hecho particularmente digno de recuerdo por lo insólito de la criminal acción y del peligro. Sobre la catadura moral de este sujeto tengo que explicar unos detalles antes de comenzar la narración.
Lucio Catilina, nacido de linaje noble, poseía gran fuerza física y espiritual, pero su carácter era perverso y depravado. Desde su adolescencia le resultaban gratas las guerras intestinas, las muertes, los saqueos, la discordia civil; y en ello ejercitó su juventud. Su cuerpo soportaba la falta de comida, el frío, el insomnio, por encima de lo que uno pueda creer. Espíritu audaz, taimado, versátil, fingidor y disimulador de cuanto quería, codicioso de lo ajeno, pródigo con lo propio, inflamado de pasiones. Bastante elocuencia; sabiduría, escasa. Su vasto espíritu siempre anhelaba lo desmesurado, lo increíble, lo demasiado alto.
Tras la dictadura de Lucio Sila, le había entrado a este hombre un deseo imperioso de conquistar el Estado y no le importaban los medios para conseguirlo, con tal de hacerse con el poder omnímodo. Su terrible ánimo se agitaba más de día en día por la penuria de la situación familiar y le estimulaban además las costumbres corruptas de la Ciudad, a la cual desgarraban dos lacras pésimas y antitéticas, el derroche y la avaricia.
Cuando el poder real, que al principio debía garantizar la libertad y fortalecer el Estado se trocó en arrogancia y tiranía, dando un giro al régimen, se dieron un gobierno anual y un par de gobernantes por año, pero cuando el Estado creció por el esfuerzo y la justicia, grandes reyes fueron sojuzgados, y Cartago, rival del imperio romano, pereció de raíz; tanta Fortuna empezó a mostrarse cruel y a trastocarlo todo.
Para hombres que habían soportado fácilmente fatigas, riesgos y situaciones difíciles, el no hacer nada y las riquezas, deseables en otro momento, resultaron una carga y una calamidad. Así que primero creció el ansia de riquezas, luego, de poder; ello fue el pasto, por así decirlo, de todos los males. La avaricia minó la lealtad, la probidad y las restantes buenas cualidades y en su lugar, enseñó la arrogancia, la crueldad y el desprecio de los dioses. la ciudad cambió, el poder se convirtió de muy justo y excelente en cruel e intolerable. La virtud se embotaba, la pobreza era considerada un oprobio y la honestidad empezó a tenerse por mala fe.
En ciudad tan grande y tan corrompida, Catilina (cosa que era muy fácil de hacer) tenía a su alrededor un batallón de todas las infamias y crímenes, como una guardia de corps. Pues cualquiera que hubiera disipado la fortuna paterna en el juego, la buena comida o el sexo, o el que hubiera contraído grandes deudas; los parricidas, sacrílegos o convictos en juicios, temerosos de un juicio, todos, en fin, a quienes torturaba un deshonor, la escasez o la mala conciencia, éstos eran los íntimos de Catilina y sus amigos.
Finalmente, encaprichado del amor de Aurelia Orestila, de quien ninguna persona decente alabó nunca otra cosa, a no ser su belleza, comoquiera que ella dudaba en casarse con él por temor a un hijo ya adulto que él tenía, se acepta como seguro que Catilina dio muerte a su hijo y dejó la casa libre para la criminal boda. En su aspecto y en su cara se traslucía la locura.
No dejaba de acosar y degollar a inocentes igual que a culpables y, confiado en estos amigos y aliados, que anhelaban vehementemente la guerra civil, Catilina tomó la determinación de aplastar el Estado.
En Italia no había ejército alguno; Gneo Pompeyo hacía la guerra en los confines de las tierras; el senado no se hallaba en absoluto alerta, porque la situación general era segura y tranquila, y todo esto convenía a los planes de Catilina.
Cuando sondeó convenientemente lo que quería, convocó a todos los que tenían mayor necesidad y más audacia. A la reunión acudieron muchos de la clase senatorial, del orden ecuestre, muchos de las colonias y municipios, y muchos nobles, a los que animaba más la esperanza de ejercer el poder.
Catilina, reo de concusión, se había visto impedido de aspirar al consulado por no haber podido presentar su candidatura dentro del plazo legal. Catilina y Autronio proyectaban asesinar a los cónsules Lucio Cota y Lucio Torcuato en el Capitolio el primero de enero, hacerse ambos con las insignias consulares y enviar a Pisón con un ejército para el control de las dos Hispanias.
Descubierto su plan, pospusieron el proyecto de asesinato. A esas alturas maquinaban la muerte no sólo de los cónsules, sino de gran parte de los senadores. Y si Catilina no se hubiera precipitado a dar la señal a sus cómplices, aquel día se hubiese cometido el peor de los crímenes desde la fundación de la ciudad de Roma, pero como aún no se habían reunido los suficientes hombres armados, falló el plan.
Sobre la primera conjuración baste con lo dicho.
Cuando Catilina reunió de nuevo a sus seguidores, les dirigió el siguiente discurso.
Si yo no conociera bien vuestro valor y lealtad, inútil hubiera sido nuestra gran esperanza, y yo no me embarcaría en lo incierto en detrimento de lo seguro. Mas dado que en muchas y trascendentes ocasiones he sabido de vosotros que sois valientes y leales conmigo, mi ánimo ha osado emprender la acción más grande y hermosa, porque he comprendido que lo que es bueno o malo para mí lo es igualmente para vosotros. Pues querer lo mismo y no querer lo mismo, esto es al cabo firme amistad.
Cada día se me enciende más el ánimo cuando considero cuál va a ser la condición de nuestra vida si no reivindicamos nosotros mismos nuestra libertad. Pues desde que el estado vino a parar en la ley y arbitrio de unos pocos poderosos, todos los demás, honrados y gente de bien, nobles o menos nobles, hemos sido masa sin influencia ni autoridad; a nosotros nos han dejado las condenas, los fracasos, los juicios y la miseria.
¿Hasta cuándo vais a tolerar esto, hombres esforzados? ¿No es preferible morir con arrojo a perder con vilipendio una vida mísera y deshonrosa, siendo en ella el juguete de la altanería ajena? Pero -alabados sean los dioses-, tenemos la victoria en la mano: pleno es el vigor de nuestra juventud, valeroso nuestro espíritu, mientras que a ellos, los años y las riquezas los han envejecido.
Solamente hay que empezar, la acción facilitará el resto. Y es que, a decir verdad, ¿qué mortal que tenga los redaños de un hombre puede aguantar que a ellos les sobren riquezas para tirarlas en edificar en el mar y en allanar montes y que a nosotros en cambio no nos llegue el patrimonio familiar ni siquiera para lo necesario? En fin, ¿qué nos queda sino el mísero aliento vital?
Mirad, ahí está la libertad que tantas veces habéis deseado; y además a la vista están las riquezas, la dignidad, la gloria. La fortuna ha propuesto todas estas recompensas para los vencedores. De exhortación os sirven más que mi discurso, la penuria y el magnífico botín de la guerra.
Podéis serviros de mí como general o como soldado: en cuerpo y alma estaré a vuestro lado y esto mismo, espero, haré junto con vosotros cuando sea cónsul, a no ser que por ventura me falle el instinto y estéis dispuestos a ser esclavos más que a mandar.
Catilina les prometió la cancelación de las deudas, la proscripción de los ricos, magistraturas, sacerdocios, saqueos y todo lo demás que acarrea la guerra y el capricho de los vencedores, y cuando vio los ánimos de todos exaltados, recomendándoles que tuvieran en cuenta su candidatura, disolvió la reunión.
Hubo en aquel tiempo quienes afirmaron que, después del discurso, al invitar al juramento a los cómplices de su crimen, Catilina hizo circular en copas sangre humana mezclada con vino; y que obró así para estrechar los lazos de fidelidad entre ellos al hacer partícipes a unos y otros de tamaña felonía. Pero también es cierto que algunos estimaban que éstas y muchas cosas más, fueron inventadas por quienes querían mitigar la posterior impopularidad de Cicerón, inventando y exagerando los crímenes de aquellos a los que condenó, para justificar así su decisión.
Para mí -aclara aquí Salustio-, este asunto no está suficientemente documentado para la gravedad que reviste.
En la conjuración estaba Quinto Curio, hombre de origen no humilde, cubierto de infamias y crímenes, a quien los censores habían expulsado del senado por disoluto. Este individuo mantenía con Fulvia, mujer de la alta sociedad, una antigua relación. Comoquiera que fuese menos grato para ella -porque debido a la falta de medios no podía hacerle regalos-, él empezó a alardear y a prometerle montes y mares. Pero he aquí que Fulvia, al conocer la razón de la vanidad de Curio, no quiso mantener oculto semejante peligro para el Estado, y contó a muchos lo que había oído de la conjuración de Catilina.
Aquellos rumores impulsaron a la gente a conceder el consulado a Marco Tulio Cicerón. Hasta, entonces, buena parte de la nobleza vacilaba por recelo, creyendo que la institución del consulado casi se contaminaba si lo alcanzaba un recién llegado, un parvenu, por singular que fuese. Pero cuando vieron el peligro, sus recelos y arrogancia pasaron a segundo término. Así pues, celebradas las elecciones, fueron hechos cónsules Marco Tulio Cicerón y Cayo Antonio, los cuales, si al principio preocuparon a los cómplices de la conjuración, no hicieron que disminuyera el frenesí de Catilina, e quien se dice que, por aquella época se atrajo a muchísimos hombres de todo tipo, y a algunas mujeres que habían contraído grandes deudas. Catilina confiaba en que por medio de ellas podría soliviantar a los esclavos de la ciudad, incendiarla y atraerse a sus maridos, o en caso contrario, asesinarlos.
Entre éstas se contaba Sempronia, que muchas veces había llevado a cabo actos propios de la osadía de un hombre. Esta mujer por su alcurnia y su belleza, y también por su marido y por sus hijos, era bastante afortunada; versada en la literatura griega y latina, tocaba la lira y bailaba con más elegancia de lo que una mujer honesta necesita, y poseía otras muchas cualidades que son instrumento de la disipación. Pero para ella todo era más estimable que la honra y la decencia; su pasión era tan encendida que cortejaba ella a los hombres con más frecuencia de lo que era cortejada. Su lujo y su falta de medios la habían llevado a la ruina. Ahora bien, poseía cualidades extraordinarias; sabía escribir versos, hacer chanzas, llevar una conversación ya seria, ya distendida o procaz y tenía, en fin, mucho encanto.
Catilina seguía esperando al consulado del año siguiente, con la esperanza de que, si fuese nombrado, fácilmente haría con Antonio lo que le viniese en gana. Entre tanto, montaba asechanzas contra Cicerón por todos los medios, si bien Cicerón tampoco andaba falto de mañas y astucias para defenderse, pues desde el comienzo de su consulado, a base de promesas, había logrado de Fulvia que Quinto Curio, del que he hablado poco antes, le revelase los planes de Catilina.
Cuando llegó el día de las elecciones y no le valieron a Catilina ni la candidatura ni las asechanzas que había puesto a los cónsules, se resolvió a hacer la guerra y probar todas las medidas extremas: tendía asechanzas a los cónsules, provocaba incendios, tomaba lugares estratégicos con hombres armados; él mismo iba con armas e igual se lo ordenaba a otros, recomendándoles que estuviesen siempre alerta y prevenidos; se movía día y noche, no dormía, y no le cansaban la falta de sueño ni la actividad.
Una noche convocó de nuevo a los cabecillas y les informó de que estaba deseando partir junto al ejército, pero no sin haber eliminado antes a Cicerón, estorbo principal de sus proyectos. Entonces, el caballero romano Cayo Cornelio ofreció su concurso, y entre él y el senador Lucio Vargunteyo planearon meterse esa noche, con hombres armados en casa de Cicerón, como para saludarle, y acribillarle en su propia casa de improviso antes de que reaccionase. Pero cuando Curio comprendió el enorme peligro que se cernía sobre el cónsul, por medio de Fulvia denunció a Cicerón la trampa que se preparaba. De este modo, se les prohibió a aquéllos cruzar la puerta y resultó inútil el acto tan desmesurado que habían concebido.
Entretanto Manlio soliviantaba en Etruria a la plebe, ansiosa de una revolución por la penuria y el rencor de la injusticia sufrida, ya que durante la dictadura de Sila había perdido todas sus tierras y bienes.
Cuando se informó a Cicerón de estas cosas, muy afectado por el doble inconveniente, porque ni podía seguir defendiendo a la ciudad de las asechanzas, ni tenía suficiente conocimiento del ejército de Manlio, ni de qué planes tenía, expuso al senado la situación. De modo que, como solía hacerse en situaciones de emergencia, el senado decretó que los cónsules tomasen medidas para que el Estado no sufriese menoscabo alguno, lo que conllevaba el poder más grande que, según la tradición romana, el senado confiere a un magistrado: organizar un ejército, dirigir la guerra, suprimir las garantías de todo tipo a aliados y ciudadanos y poseer en lo civil y en lo militar el mando y jurisdicción supremos.
Pocos días después, el senador Lucio Senio leyó en el senado una carta, en cuyo texto constaba que Cayo Manlio había empuñado las armas con una gran cantidad de gente. Tal novedad puso el temor en todas las mentes y muchos imaginaron y denunciaron extraños y temibles portentos y prodigios.
Se enviaron tropas a los sitios más sospechosos y se publicó que si alguien daba pistas sobre la conjuración que se tramaba contra el Estado, el premio sería, para un esclavo, la libertad y cien mil sestercios, y para uno libre, la amnistía y doscientos mil sestercios.
A todos invadió de repente la tristeza: andaban agitados, no acababan de fiarse de ningún hombre, no estaban en guerra ni tampoco en paz y cada cual medía los peligros a tenor de su propio miedo.
Por su parte, Catilina, con aquel espíritu cruel suyo, continuaba adelante con los mismos propósitos, pese a que se tomaban medidas de defensa y a que él mismo había sido interrogado por violación de la ley Plaucia, que castigaba severamente a los que se conjuraran contra la República, el Senado y los magistrados, y a aquellos que, en sedición, ocupasen lugares estratégicos, a los que fuesen armados y al que por las armas expulsase a otro de su propiedad. Bajo esta ley fueron juzgados los conspiradores catilinarios y estuvo en vigor hasta la época de Julio César. Además, prohibía la usucapión, por la que se obtenía la propiedad de cosas poseídas por la fuerza, mediante el uso de las mismas.
Para disimular, tal vez, Catilina se presentó en el senado. Entonces, Marco Tulio, asustado ante su presencia, y llevado de la ira, pronunció un discurso brillante y útil al Estado, que después escribió y publicó. Cuando Marco Tulio tomó asiento, Catilina, que estaba preparado para disimularlo todo, con la cabeza gacha y la voz suplicante, pero cargado de ironía, empezó a pedir a los padres que no creyesen nada a la ligera sobre él. Había nacido en el seno de una familia tal, y de tal modo había dispuesto su vida desde la adolescencia que sólo podía esperar cosas buenas para sí; que no fuesen a creer que él -un patricio, de quien el pueblo romano había recibido, de sí mismo y de sus mayores, tantos beneficios-, tenía necesidad de la ruina del Estado, que decía defender Marco Tulio, un forastero avecindado en Roma. Como añadió otros insultos a éste, todos le abuchearon, llamándole enemigo del pueblo y parricida. Entonces, lleno de ira, exclamó:
-Puesto que mis enemigos me acosan y me empujan al abismo, apagaré bajo ruinas el fuego en que se me quema.
Acto seguido, se escabulló del senado camino de su casa, y allí, después de meditarlo mucho a solas, a altas horas de la noche se encaminó con unos pocos al campamento de Manlio, dejando hombres, cuya resuelta audacia conocía, el encargo de acelerar el atentado al cónsul y organizar asesinatos, incendios y demás actos bélicos. Él vendría a la ciudad con un gran ejército, de un día para otro.
Mientras tanto, en Roma, Cayo Manlio enviaba agentes de su servicio a Marcio Rege con el siguiente mensaje:
A dioses y a hombres ponemos por testigos de que nosotros no hemos tomado las armas contra la patria ni para crear peligro a otros, sino para proteger a nuestras personas de la injusticia, pues nosotros, desvalidos y sin recursos, por culpa de la violencia y saña de los prestamistas, nos hemos quedado la mayoría sin patria, y todos sin reputación y sin fortuna. Ninguno de nosotros tuvo la oportunidad de beneficiarse de la ley, según ancestral tradición, ni de conservar la libertad después de perder el patrimonio: tan grande fue la crueldad de los prestamistas y del pretor. Muchas veces, vuestros antepasados, compadecidos de la plebe romana, la socorrieron en su falta de recursos con sus decretos, y recientemente, en nuestros propios tiempos, a causa de lo elevado de las deudas, con el visto bueno de todos los buenos ciudadanos, se ha pagado la deuda de plata en bronce. Muchas veces la propia plebe, bien espoleada por el afán de ejercer el poder, por culpa de la arrogancia de los magistrados, se ha separado de los patricios. Pero nosotros no buscamos el poder o las riquezas, motivos por los que suceden todas las guerras y peleas entre los mortales, sino la libertad, que ningún hombre de verdad pierde como no sea con la vida a la vez.
A ti y al senado os suplicamos que contéis con los pobres ciudadanos, que restituyáis el amparo de la ley que nos ha arrebatado la iniquidad del pretor y que no nos forcéis a buscar el medio de morir vengando nuestra propia sangre.
Quinto Marcio respondió que, si deseaban pedirle algo al senado, abandonasen las armas y viniesen a Roma a suplicar.
Jamás nadie había solicitado el auxilio del senado en vano, pero Catilina, al mismo tiempo, envió cartas a la mayoría de los ex-cónsules y a los más representativos, diciéndoles que, acosado por falsas acusaciones y dado que no había podido hacer frente a sus enemigos, cedía ante la suerte y marchaba al destierro a Marsella, no porque se sintiese responsable de un crimen, sino para que el Estado estuviese en paz y no se produjese una revuelta por su resistencia.
Sin embargo, Quinto Cátulo leyó en el senado una carta diferente de ésta, que afirmaba haberle sido entregada en nombre de Catilina, de la que paso a presentar una copia:
Forzado por injusticias y agravios -pues privado del fruto de mi esfuerzo y diligencia no ocupo el lugar que me corresponde-, he tomado a mi cargo, según mi costumbre, la causa pública de los desfavorecidos. Por este motivo, me pongo en camino tras la esperanza, bastante honrosa, dada mi situación, de conservar lo que me queda de dignidad. Desearía escribirte más por extenso, pero me comunican que preparan un ataque contra mí. Ahora te recomiendo a Orestila y la entrego a tu lealtad. Defiéndela de agravios, te lo ruego por tus hijos. Adiós.
Catilina se encaminó al campamento de Manlio con los fasces y demás símbolos de poder. Cuando se tuvo noticia de esto en Roma, el senado declaró enemigos públicos a Catilina y a Manlio, y al grueso restante le fijaba un día para abandonar las armas sin sanción, excepto a los condenados a la pena capital. Además, decretaba que los cónsules efectuaran un reclutamiento, que Antonio saliera a perseguir con el ejército a Catilina y a Cicerón que se quedara para guardar a la ciudad.
En aquella ocasión, más que en otra alguna me pareció a mí el imperio del pueblo romano extraordinariamente infeliz. Porque, siendo así que todo el mundo de Oriente a Occidente, dominado por sus armas, le obedecía y abundaban la paz y las riquezas, que los mortales consideran lo primero, hubo ciudadanos, con todo, que se lanzaron obstinadamente a destruir el Estado y a sí mismos. Pues en respuesta a los dos decretos del senado ni un solo hombre, entre tanta gente, había denunciado la conjura inducido por la recompensa, ni entre todos los del campamento de Catilina había desertado nadie: tanta fuerza tenía la enfermedad, una peste por así llamarla, que se había apoderado de la mayor parte de los espíritus de la ciudadanía, pues no sólo estaban enajenados aquéllos que eran cómplices de la conjuración, sino que en general la plebe toda, por el ansia de revolución, secundaba los planes de Catilina.
Desde que fue restablecida la potestad tribunicia siendo cónsules Gneo Pompeyo y Marco Craso, elementos jóvenes que habían alcanzado un enorme poder, envalentonados por la edad y sus ánimos, mediante acusaciones al senado, empezaron a revolucionar a la plebe y con dádivas y promesas a inflamarla cada vez más; de esta manera se iban haciendo famosos y poderosos.
A éstos se oponía con todas sus fuerzas la mayor parte de la nobleza con el pretexto de defender al senado, pero, en realidad, en defensa de sus privilegios. Pues, para decir la verdad en pocas palabras, desde aquellos tiempos, cuantos perturbaron el Estado con hermosos conceptos, los unos como defendiendo los derechos del pueblo, los otros, para robustecer al máximo la autoridad del senado, cada cual peleaba por su propio poder, fingiendo el bien público. Aun así, si Catilina hubiese salido vencedor en el primer combate o en igualdad de condiciones, sin duda se habría abatido sobre la república una gran desgracia y calamidad.
Hubo, con todo, muchos ajenos a la conjura que al principio marcharon junto a Catilina. Entre ellos se contaba Fulvio, hijo de un senador, a quien, hecho volver del camino, el padre lo mandó matar.
Por las mismas fechas, tal como le había encomendado Catilina en Roma, Léntulo encarga a un tal Publio Umbreno que contacte con los embajadores de los alóbroges y, si es posible, los induzca a aliarse para la guerra. Una vez que Umbreno advierte que se quejan de la avaricia de las autoridades, que acusan al senado de no proporcionarles auxilio alguno, y de que el remedio que esperan para sus miserias ya es la muerte, les dice:
-Pues yo, si realmente queréis portaros como hombres, puedo proponeros el medio de escapar a esos males tan grandes. Manda venir a Gabinio y en presencia de éste les revela la conjuración y nombra a los partidarios. Luego, así que hubieron prometido su colaboración, los deja ir.
Pero los alóbroges estuvieron mucho tiempo dudando qué determinación tomar. Dando vueltas como estaban a estas alternativas, a la postre venció la suerte de la república. De modo que revelan todo el asunto, tal como lo habían conocido, a Quinto Fabio Sanga. Conocido el plan por este último, Cicerón indicó a los embajadores que fingiesen un vehemente interés en la conjuración, que contactasen con los demás, hiciesen promesas y se esforzasen por ponerlos cuanto más al descubierto.
Por las mismas fechas más o menos, se producía el mismo movimiento en la Galia citerior y ulterior, así como en términos del Piceno, los Abruzzos y Apulia, al oír a los enviados de Catilina. En Roma, Léntulo y los demás cabecillas de la conjuración, habiendo preparado a su juicio muchas fuerzas, habían decidido que, tan pronto como Catilina llegase con el ejército a Fésulas, el tribuno de la plebe Lucio Bestia reuniera una asamblea y protestase por las actuaciones de Cicerón, desviando hacia tan extraordinario cónsul la inquina de una guerra tan grave.
Mediante cierta señal, a la noche siguiente, los restantes conjurados cumplirían cada cual con su cometido. Cetego se apostaría en la puerta de Cicerón para atacarle con violencia; y otros harían lo mismo con otros, y los hijos de familias, la mayor parte de ellos, de la nobleza, asesinarían a sus padres; y cuando todo el mundo estuviese consternado por las muertes y los incendios, se abrirían paso hasta Catilina.
Cicerón, que había sido informado de todo, ordena a los pretores Lucio Valerio Flaco y Cayo Pontino que detengan en el puente Milvio mediante una emboscada a los alóbroges y a su escolta.
Liquidado el asunto, unos mensajeros comunican todo inmediatamente al cónsul. A éste, empero, le invadió al mismo tiempo una enorme preocupación y una alegría. Pues se alegraba al comprender que, descubierta la conjuración, la ciudad escapaba a los peligros; pero a su vez se sentía angustiado al no ver claro qué se debía hacer con ciudadanos tan importantes sorprendidos en la mayor de las felonías. Opinaba que el castigo de aquéllos iba a ser una carga para él, mientras que la impunidad causaría la ruina de la república. Los conspiradores, serían arrestado por el momento.
Entretanto la plebe, descubierta la conjuración, ella, que, al principio, ávida de revolución, favorecía desmesuradamente la guerra, cambiando de idea, renegaba de las intenciones de Catilina y se volvía hacia Cicerón.
Al otro día fue conducido al senado un tal Lucio Tarquinio, quien, según decían, había sido detenido cuando se dirigía a reunirse con Catilina. Comoquiera que afirmase estar dispuesto a hacer revelaciones sobre la conjura si se le concedía la salvaguardia del Estado, invitado por el cónsul a exponer lo que supiera, declara, más o menos las mismas cosas que Volturcio sobre los preparativos de incendios, la muerte de personas de bien, la marcha del enemigo contra Roma y también que había sido comisionado por Marco Craso para comunicar a Catilina que no se asustase porque hubiesen encarcelado a Léntulo, Cetego y otros de la conjura; y, al contrario, que por tal motivo se diese más prisa en aproximarse a la ciudad, con el fin de dar ánimos a los demás y sacar más fácilmente a aquéllos del peligro.
Pero cuando Tarquinio nombró a Craso, hombre de la nobleza, con enormes riquezas y extraordinaria influencia, juzgando los unos que era una cosa increíble, los otros, aunque estimaban que era verdad, considerando que más valía en semejantes circunstancias aplacar a un hombre tan poderoso que provocarlo, -la mayoría dependían de Craso por asuntos privados-, gritan a coro que el testigo es falso y exigen que se someta a deliberación el problema. Así que, bajo la presidencia de Cicerón, el senado, con sobrado quorum, estipula que el testimonio de Tarquinio da la impresión de ser falso y que hay que constituirle en prisión y no otorgarle más potestad de prestar su testimonio, si no revelaba la persona por cuyo consejo había inventado una mentira tan grande.
En aquellos días había quienes pensaban que tal delación había sido maquinada por Publio Autronio para implicar a Craso. Otros afirmaban que fue Cicerón quien había lanzado a Tarquinio para evitar que Craso perturbara el Estado, tomando la defensa de los revoltosos, como acostumbraba. Yo he oído después al propio Craso decir públicamente que aquel sambenito tan odioso se lo había colgado Cicerón.
Entre tanto, en el senado se conciertan los premios para los embajadores de los alóbroges y para Tito Volturcio, al haberse comprobado su testimonio, y el cónsul, una vez enterado de lo que se preparaba, distribuyó destacamentos según las circunstancias aconsejaban; convoca el Senado y plantea qué hacer con los que han sido puestos bajo custodia. Entonces, Décimo Junio Silano, el primero al que se le pidió parecer por ser a la sazón cónsul electo, había sentenciado que procedía aplicar la última pena a los que estaban bajo custodia y a otros, si se les cogía.
Pero César, cuando le tocó el turno y el cónsul le pidió opinión, habló de la siguiente manera.
César
-Los hombres, padres conscriptos, cuando deliberan sobre asuntos espinosos, deben estar libres todos de odio, amistad, cólera y compasión. El espíritu no discierne fácilmente la verdad cuando andan por medio estas pasiones, y nadie puede servir al mismo tiempo sus impulsos y su interés. Cuando haces uso de la inteligencia, ésta predomina; si se apoderan de nosotros los impulsos, mandan éstos y el espíritu para nada cuenta.
Podría contar ampliamente, padres conscriptos, las malas decisiones que tomaron reyes y pueblos, llevados de la cólera o la compasión; pero prefiero referirme a lo que nuestros antepasados han hecho sensata y correctamente controlando sus emociones. En la guerra que tuvimos con el rey Perseo de Macedonia, la grande y esplendorosa república de los rodios, que había medrado con la ayuda del pueblo romano, nos fue desleal y adversa; pero cuando, terminada la guerra, se deliberó sobre los rodios, nuestros antepasados, para que nadie dijese que habíamos emprendido la guerra para hacernos con riquezas y no para vengar un agravio, los dejaron marchar sin castigo.
Igualmente, durante todas las guerras púnicas, aun cuando los cartagineses cometieron muchos actos denigrantes en paz y durante los armisticios, jamás nuestros antepasados, si bien tuvieron oportunidad, hicieron cosa semejante. Buscaban más lo que fuese digno de sí mismos que lo que pudiesen hacer contra ellos legalmente. Igualmente, habéis de procurar, padres conscriptos, que no pueda más en vosotros el crimen de Publio Léntulo y los demás que vuestra dignidad, ni tampoco penséis más en vuestra cólera que en vuestro buen nombre.
Opino que debemos atenernos a lo previsto por las leyes. La mayoría de los que han expuesto sus pareceres antes que yo han lamentado certera y enfáticamente los avatares del país, el salvajismo de la guerra, las desgracias de los vencidos: muchachas y niños raptados, hijos arrancados del abrazo de sus padres, madres de familia sufriendo los caprichos de los vencedores, templos y casas saqueados, muertes e incendios provocados, en fin, todo repleto de armas, cadáveres, sangre y pesar, pero, por los dioses inmortales, ¿cuál era el objetivo de aquellos discursos? ¿Acaso haceros odiosa la conjuración? Ya veo: a quien no haya conmovido un hecho tan grave y atroz deberían inflamarle estos discursos. Pero no es así.
De quienes viven sus años en las alturas investidos de gran autoridad, todos los mortales conocen sus hechos. De suerte que cuanto más grande es la fortuna menor es la libertad: no les está permitido ni entusiasmarse ni odiar, y menos aún encolerizarse. Lo que en otros se llama cólera, en quien tiene poder se denomina arrogancia y crueldad. Yo por mi parte opino, padres conscriptos, que cualquier castigo es inferior a los crímenes que han cometido. Pero la mayoría de la gente recuerda el final y, por lo que respecta a los desalmados, se olvida de su crimen y habla del castigo si éste ha sido un tanto severo.
Sé muy bien que cuanto ha dicho Décimo Silano, individuo valiente y esforzado, lo ha dicho por amor a la patria, y que en un asunto tan serio no actúa por parcialidad o inquina; conozco su carácter y ecuanimidad. En verdad su propuesta no me parece cruel (pues, ¿qué puede ser cruel en contra de tales sujetos?), sino extraña al espíritu de nuestra constitución. Pues, en efecto, Silano, el miedo o el delito te ha inducido a ti, que eres el cónsul electo, a proponer un tipo de castigo excepcional. De temor sería superfluo hablar y, sobre el castigo puedo decir lo que es en realidad; en la miseria y en la aflicción la muerte es el descanso de los sufrimientos y no un tormento. Ella acaba con todos los males de los hombres.
Pero, por los dioses inmortales, ¿por qué no añadiste a tu propuesta que antes se les diese una mano de latigazos? ¿Porque lo prohíbe la ley Porcia? Pues otras leyes igualmente no permiten quitarles la vida a los ciudadanos condenados, sino concederles el destierro. ¿O lo hacéis porque es más grave ser azotado que muerto?
¿Pero es que hay algo horrible o demasiado grave para individuos convictos de tamaña asonada? Pero si es porque resulta demasiado ligera, ¿cómo cuadra respetar la ley en un asunto de menos monta y hacer caso omiso de ella en otro de mayor entidad? Pero, ¿quién va a criticar lo que se adopte contra los asesinos de nuestra patria? Cualquier cosa que les ocurra, la tendrán merecida, pero vosotros, padres conscriptos, tened presente las consecuencias de lo que decidáis para los demás.
Toda práctica mala se ha originado en un buen precedente. Pero cuando el poder viene a manos de ignorantes o de pillos, aquel precedente extraordinario pasa de quienes lo merecían y eran adecuados a los que no lo merecen y no son adecuados. Los lacedemonios después de vencer a los atenienses les impusieron treinta individuos para que gobernasen su estado. Empezaron éstos por dar muerte sin juicio a los más criminales, odiados por todos. El pueblo se alegraba de ello y aseveraba que obraban justamente. Más tarde, conforme crecía la libertad de acción, eliminaban caprichosamente a los malvados y a las personas de bien, sin distinción, y a los demás los tenían aterrorizados. De este modo, la ciudad, oprimida bajo la esclavitud, pagó un grave castigo por su necia alegría.
En nuestros tiempos, cuando Sila, vencedor, ordenó cortar la cabeza a Damasipo y a otros por el estilo, que habían medrado haciendo mal al país, ¿quién no elogiaba su acción? Decían que con razón habían sido muertos unos hombres criminales e intrigantes que habían traído en jaque a la nación con sus revueltas. Pero este hecho fue el comienzo de una gran calamidad. Pues según uno u otro se encaprichaba de una casa o una villa, la vasija o el vestido de alguien, se las arreglaba para incluir a éste en el número de los proscritos. Así que aquéllos para quienes la muerte de Damasipo había sido objeto de alegría, poco después eran víctimas ellos mismos, y no se dio fin a las ejecuciones hasta que Sila cubrió a todos los suyos de riquezas.
No es que yo tema cosas así de parte de Marco Tulio Cicerón, ni en los tiempos que corren, pero en una ciudad grande hay muchas y variadas maneras de pensar. En otros tiempos, con otro cónsul que disponga igualmente de un ejército, puede creerse como verdad alguna cosa falsa. Cuando, siguiendo este ejemplo, el cónsul saque la espada, autorizado por un decreto del senado, ¿quién le pondrá límite?, ¿quién le contendrá?
Nuestros antepasados, padres conscriptos, nunca estuvieron faltos ni de prudencia ni de gallardía; la arrogancia no les impedía tampoco imitar las instituciones de los demás con tal de que fuesen buenas. Tomaron de los samnitas las armas de ataque y de defensa, de los etruscos, la mayor parte de las insignias de las autoridades. En fin, cuanto les parecía adecuado donde fuese, entre los aliados o los enemigos, con sumo ahínco lo reproducían de puertas adentro: preferían imitar las cosas buenas a tener que envidiarlas. Ahora bien, por esta misma época, imitando la costumbre de Grecia, castigaban con azotes a los ciudadanos y a los condenados les aplicaban la última pena. Cuando creció la república y en virtud de la población cobraron fuerza los partidos políticos, y se comenzó a perseguir a los inocentes y a pasar cosas parecidas, entonces se promulgaron la Ley Porcia y otras leyes, en virtud de las cuales se permitía el destierro a los condenados. Esta es la razón principal, a mi juicio, señores senadores, para que no tomemos una medida sin precedentes.
¿Es mi criterio, en consecuencia, dejar libres a éstos y que vayan a engrosar el ejército de Catilina? En absoluto. Mi parecer es el siguiente: confiscar sus bienes, ponerlos a ellos en prisión en los municipios que cuenten con más medios para ello y que en el futuro nadie pueda traer a debate su situación ante el senado ni ante la asamblea popular; y, si alguien actúa en contra de esto, que el senado juzgue su acción contraria al Estado y al bien público.
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Cuando César puso punto final a sus palabras, los demás fueron manifestando su apoyo o su rechazo a las mismas. Pero cuando se le pidió el parecer a Marco Porcio Catón, dio el siguiente discurso:
-Mi pensamiento difiere bastante, padres conscriptos, cuando considero la situación y el peligro que corremos y cuando recapacito a solas conmigo sobre el parecer de algunos. Me da la impresión de que éstos han hablado del castigo de quienes han promovido una guerra contra su patria, padres, altares y hogares, en tanto que las circunstancias aconsejan ponerse a cubierto de ellos más que deliberar nuestra resolución sobre los mismos. Pues otros actos delictivos se pueden perseguir cuando se han consumado; pero éste, si no ponemos medios para que no suceda, cuando se produce, es inútil implorar justicia; cuando se toma la ciudad, a los vencidos no les queda nada.
Pero, por los dioses inmortales, a vosotros os digo, sí, que siempre habéis tenido en más vuestras casas, villas, estatuas y cuadros que la república: si queréis conservar esas cosas, tengan el valor que tengan, a las que os abrazáis, si queréis gozar de paz para vuestros placeres, despertad de una vez y tomad bajo vuestro cuidado la república. No estamos tratando de impuestos ni de los agravios de los aliados: lo que está en juego es nuestra libertad y nuestra vida.
En múltiples ocasiones, padres conscriptos, he hablado largo y tendido en esta asamblea, numerosas veces he protestado por la frivolidad y codicia de nuestros paisanos y por dicha razón estoy enfrentado a muchas personas. Yo, que no me he permitido jamás ni con el pensamiento contemporizar con ningún delito, no estaba fácilmente en condiciones de perdonar los malos actos del capricho de otro. Y si bien vosotros echabais poca cuenta de ello, el Estado sin embargo era fuerte, su fortaleza toleraba la dejadez. Pero ahora no se trata de si las costumbres en que vivimos son buenas o malas, ni cuán grande y esplendoroso es el imperio del pueblo romano, sino, si todo esto, cualquiera que sea nuestro parecer sobre ello, va a seguir siendo nuestro, o ello y nosotros vamos a ser del enemigo. Y en este punto ¿se atreve nadie a hablarme de comprensión y de piedad? Verdad es que hace mucho que hemos perdido el nombre verdadero de las cosas. Como despilfarrar los bienes ajenos se llama liberalidad y atreverse a malas acciones, gallardía, el Estado está en el extremo en que está. Bien está, puesto que ésas son las costumbres al uso, que sean liberales a costa de las fortunas de los aliados, bien está que sean piadosos con los ladrones del erario público: pero que no despilfarren nuestra sangre, que no se lancen a perder a todas las personas decentes para salvar la vida a unos pocos delincuentes.
Bien y certeramente ha hablado Cayo César en este parlamento sobre la vida y la muerte, fue del parecer de confiscar sus bienes y ponerlos a ellos en prisión en los municipios, temeroso, según toda evidencia, de que, de estar en Roma, fuesen liberados por la fuerza a manos de sus correligionarios o por una multitud comprada. Como si mala gente y criminales sólo los hubiera en Roma y no por toda Italia, o como si no pudiese más la audacia allí donde los medios para la defensa son menores.
Por tanto, si se teme algún peligro, esta propuesta es desde luego absurda; si, en medio del pánico general, sólo él no tiene miedo, tanto más procede que yo sí lo tenga por mí y por vosotros. Por ello, al tomar una decisión sobre Publio Léntulo y los demás, tened por cierto que estáis decidiendo al mismo tiempo sobre el ejército de Catilina y todos los conjurados. Cuanto más estrictamente actuéis, tanto más debilitaréis su estado de ánimo; como vean que os ablandáis un ápice, al instante los tendréis aquí a todos envalentonados.
No vayáis a pensar que nuestros abuelos hicieron grande de chica la nación por las armas. Fueron otras cosas las que los hicieron grandes, que nosotros no tenemos: en el interior, la laboriosidad, en el exterior, un poder justo; y un espíritu libre para tomar decisiones, sin ataduras de culpa o pasión. En vez de estas virtudes nosotros tenemos el lujo y la avaricia, estrecheces públicas y opulencia privada; alabamos las riquezas y nos entregamos a la inactividad; no existe diferencia alguna entre buenos y malos; todos los premios del mérito se los lleva la ambición y como en vuestra casa sois esclavos del placer y aquí del dinero o del nepotismo, resulta que se produce el asalto a un Estado inerme. Pero dejemos esto.
Unos ciudadanos de la más alta alcurnia se han conjurado para poner fuego a la patria, llaman a un pueblo galo que es el más enemigo del Estado romano, y el general de los enemigos está con su ejército encima de nuestra cabeza: ¿vaciláis todavía y dudáis qué hacer con los enemigos apresados dentro de las murallas? Mi opinión es que os compadezcáis de ellos -son unos jovenzuelos a los que la ambición ha llevado a delinquir- e incluso los dejéis marchar con sus armas. Como aquéllos tomen las armas, esa blandura y comprensión se os va a convertir ciertamente en desgracia. Es evidente que la situación en sí misma está muy mal, pero vosotros no tenéis miedo. A decir verdad, sí lo tenéis, muchísimo, pero por pereza y dejadez vaciláis, esperando los unos a los otros, confiando evidentemente en los dioses inmortales, que tantas veces nos han salvado de los más grandes peligros. La ayuda de los dioses no se alcanza con los votos y las plegarias de las mujeres: estando alerta, actuando, tomando bien las decisiones, sale todo bien. Como te entregues al desánimo y a la inacción, es inútil que implores a los dioses: se ponen airados y hostiles.
En tiempos de nuestros abuelos, Aulo Manlio Torcuato mandó matar a un hijo suyo en la guerra contra los galos por haber combatido al enemigo contra lo ordenado, y aquel joven singular pagó con la muerte su descompasado valor. ¿Y vosotros dudáis qué medidas adoptar contra unos asesinos sin entrañas?
Finalmente, padres conscriptos, si hubiese lugar para cometer un error, por Hércules, fácilmente, dejaría que fuerais corregidos por los hechos mismos, puesto que menospreciáis las palabras. Pero estamos amenazados por todas partes; Catilina con su ejército nos aprieta la garganta, otros enemigos están dentro de las murallas y en el seno de la ciudad, y no se puede organizar ni decidir nada en secreto. Por lo cual hay que darse más prisa.
En consecuencia, éste es mi veredicto: considerando que por los abominables propósitos de unos ciudadanos criminales la nación ha llegado a grandísimo peligro; considerando que por el testimonio de Tito Volturcio y los embajadores alóbroges estos individuos resultan convictos y confesos de haber tramado matanzas, incendios y otras acciones espantosas y horribles contra los ciudadanos y la patria, conforme a la tradición de nuestros mayores, procede aplicar la pena de muerte a los susodichos confesos, reos en flagrante delito de crimen capital.
▪ ● ▪
Catón toma asiento. Todos los ex-cónsules y gran parte del senado elogian su criterio, alaban su entereza espiritual y se reprenden unos a otros llamándose cobardes. Catón es considerado un hombre ilustre y extraordinario. Se redacta un decreto del senado conforme a su parecer.
Pero yo, al leer y escuchar tantos actos ilustres como había llevado a cabo el pueblo romano en paz y en guerra, por tierra y por mar, sentí por ventura gusto de indagar qué era lo que principalmente había dado sostén a tan grandes empresas.
Sabía que numerosísimas veces se había enfrentado a grandes legiones enemigas con un puñado de hombres; que los griegos eran superiores a los romanos en el arte de hablar y los galos en gloria militar. Y dándole vueltas a esto me quedaba claro que eran las cualidades egregias de unos cuantos ciudadanos las que habían logrado todo y que gracias a ellos resultó que la pobreza se imponía sobre las riquezas y el poco número sobre la cantidad. Pero una vez que la nación se degradó por el lujo y la dejadez, el Estado pudo todavía, por su grandeza, soportar los vicios de generales y autoridades, y como si se hubiese agotado su fecundidad, durante mucho tiempo no hubo en Roma ningún hombre grande por sus méritos.
Pero en mis tiempos hubo dos hombres de enormes virtudes, aunque de carácter diametralmente opuesto, Marco Catón y Cayo César.
A César se le tenía por grande gracias a sus favores y generosidad, a Catón, por la integridad de su vida. Aquél se hizo preclaro por su bondad y compasión, a éste le confería dignidad su severidad. César había alcanzado la gloria dando, tendiendo la mano, siendo comprensivo; Catón, sin conceder nada. En el uno los desgraciados hallaban refugio, en el otro los canallas su perdición. A César se le elogiaba su condescendencia, a Catón su firmeza.
En fin, César anhelaba para sí un gran mando, un ejército, una guerra nueva donde pudiese resplandecer su coraje. En cambio, Catón se afanaba por la moderación, el decoro, y, sobre todo, la austeridad.
Después de que, como dije, el senado votó la propuesta de Catón, el cónsul -Cicerón-, considerando que lo que mejor podía hacerse era anticiparse a la noche que se echaba encima, por si durante ese espacio de tiempo se producía una intentona, ordena a los triunviros preparar lo que exigía la ejecución.
Después de distribuir los puestos de policía, él en persona conduce a Léntulo a la cárcel. Lo mismo hacen los pretores con los demás. Hay en la cárcel, al subir, un poco a la izquierda, un lugar que llaman el Tuliano, a una profundidad de unos doce pies bajo la superficie de la tierra. Está encuadrado por cuatro paredes y encima hay una bóveda formada por arcos de piedra. Pero dado su abandono, su oscuridad y su hedor, su aspecto es desagradable y terrible. Cuando Léntulo fue bajado a este lugar, los verdugos, según les habían ordenado, lo estrangularon con un lazo.
Así, aquel ilustre patricio de la familia de los Cornelios -Léntulo-, que había ostentado en Roma el mando de cónsul, halló el final digno de su conducta y de sus actos. A Cetego, Estatilio y Cepario se les aplicó del mismo modo la pena de muerte.
Mientras sucede esto en Roma, con todas las tropas que él había traído y las que Manlio tenía ya, Catilina forma dos legiones, y marchaba por los montes, levantaba el campamento, ora en dirección a la Ciudad, ora en dirección a la Galia, sin dar ocasión de combatir a los enemigos.
Mas cuando llegó al campamento la noticia de que la conjuración había sido descubierta en Roma y de que habían sido ejecutados Léntulo, Cetego, y los que he mencionado antes, la mayoría, atraída a la guerra por la esperanza de botín y el interés en la revolución, se dispersan. A los restantes se los lleva Catilina a marchas forzadas a términos de Pistoya, atravesando montes quebrados, con la intención de escapar en secreto por atajos a la Galia Transalpina.
Pero Quinto Metelo Céler montaba guardia y cuando conoció el camino que seguía Catilina, por medio de los desertores, levantó a toda velocidad el campamento y tomó posiciones al pie mismo de los montes por donde Catilina tenía que descender en su rápida huida hacia la Galia. Y tampoco Antonio estaba muy lejos, ya que, sin trabas, perseguía con su gran ejército por parajes más llanos a quienes iban huyendo.
Catilina, cuando se ve encerrado por los montes y por las tropas de los enemigos y que en Roma la situación es adversa y que no tenía esperanza alguna en huir ni en refuerzos, estimando que lo mejor que podía hacer en tales circunstancias era probar la fortuna de la guerra, determinó enfrentarse a Antonio cuanto antes. De modo que, convocando a sus tropas, les habló de la siguiente manera:
-Sé por experiencia, soldados, que las palabras no aportan valor y que un ejército no se convierte por las palabras de un general de cobarde en valiente ni de atemorizado en bravo. En cada cual suele mostrarse en la guerra tanta audacia, fruto de la naturaleza o de sus hábitos, como hay en su alma. A quien no estimulan la gloria o los peligros, es inútil que lo arengues: el miedo del espíritu tapona los oídos. Pero yo os he reunido para haceros unas advertencias y también para exponeros la razón de mi determinación.
Bien sabéis, soldados, el desastre tan grande que nos ha reportado a nosotros y a sí mismo Léntulo con su falta de coraje y su inacción, y de qué modo no he podido partir para la Galia, esperando refuerzos de la ciudad. Ahora por supuesto, todos comprendéis tan bien como yo en qué situación se halla nuestra causa. Tenemos enfrente dos ejércitos enemigos, uno del lado de la ciudad, el otro del lado de la Galia.
Aun cuando nuestra intención sea principalmente esa, la falta de trigo y de otras cosas nos impide permanecer más tiempo en estos parajes. Dondequiera que optemos por ir, hemos de abrirnos camino con la espada. Por ello, os exhorto a que seáis valientes y decididos y que, cuando entréis en combate, recordéis que lleváis en vuestras manos riquezas, honra, gloria, y además la libertad y la patria. Si vencemos tendremos todo asegurado, abastecimiento abundante, y los municipios y las colonias nos abrirán las puertas. Si cedemos por miedo, todo eso mismo se nos volverá en contra y no habrá lugar ni amigo alguno para protegernos si no nos han protegido las armas.
Además, soldados, ellos y nosotros no tenemos la misma necesidad a nuestras espaldas: nosotros peleamos por la patria, la libertad y la vida; para ellos es un lujo luchar por el poder de unos pocos. Por tanto, atacad con más bríos, acordándoos de vuestro antiguo valor. Tuvisteis la oportunidad de pasaros la vida desterrados con gran infamia, algunos pudisteis vivir en Roma, una vez que perdisteis vuestros bienes, de la fortuna de otros, mas como eso os pareció horrible e intolerable para un hombre, resolvisteis embarcaros en esta aventura. Si queréis escapar de ella, necesitáis audacia; nadie, sino el vencedor, cambia guerra por paz. Pues esperar la salvación en la huida, apartando del enemigo las armas con las que protegemos nuestros cuerpos, eso es sin duda una locura. Cuando pienso en vosotros, soldados, y pondero vuestras acciones, me entran grandes esperanzas en la victoria. Me animan vuestro espíritu, vuestra edad y vuestro valor, así como la necesidad, que hasta a los cobardes hace valientes.
Y si la suerte vuelve la espalda a vuestro arrojo, procurad no perder la vida sin vengaros, ni os dejéis degollar prisioneros como las ovejas antes que dejar una victoria sangrienta y luctuosa para los enemigos luchando como hacen los hombres.
▪ ● ▪
Desplazándose a caballo va nombrando a cada cual por su nombre, los anima. Hombre de armas, como era, había estado en el ejército con gran gloria más de treinta años de tribuno, prefecto, lugarteniente o pretor, y conocía a cada uno personalmente, así como las gestas de cada cual; con el recuerdo de ellas inflamaba los ánimos de los soldados.
Y cuando después de estudiar todos los pormenores Petreyo da la señal con la trompeta, ordena a las cohortes avanzar poco a poco. Lo mismo hace el ejército de los enemigos. Cuando llegaron a un punto desde donde podían trabar combate con las armas arrojadizas, se lanzan los unos contra los otros al ataque y dando grandes gritos; abandonan los dardos y llevan a cabo la acción con las espadas. Los veteranos, que se acordaban de su viejo valor, apretaban con fuerza en el cuerpo a cuerpo; aquéllos resisten sin cobardía; se pelea con extrema violencia. A todo esto, Catilina se movía en primera línea con la infantería ligera, socorría a los que estaban en peligro, sustituía heridos con ilesos, estaba atento a todo, sin dejar de pelear él mismo, y a menudo causando heridas al enemigo. Cumplía simultáneamente con el papel de soldado valiente y de buen general.
Cuando Petreyo ve que Catilina, contra lo que había creído, resistía con gran energía, traslada a la cohorte pretoria hasta el medio de los enemigos, y, tras arrollarlos, los aniquila, así como también a otros que ofrecían resistencia aquí y allí. Luego, ataca a los restantes por los flancos a un lado y a otro. Manlio y el de Fésulas caen luchando entre los primeros.
Cuando Catilina ve derrotadas a sus tropas y que ha quedado él con unos pocos, sin olvidarse de su linaje y de su prístina dignidad, se lanza corriendo donde más enemigos había, y peleando, allí es acribillado.
Una vez terminada la batalla fue cuando se pudo calibrar la audacia y la fuerza de voluntad tan grandes que había habido en el ejército de Catilina. Pues, por regla general, el puesto que cada uno había tomado vivo para combatir, era el que cubría con su cuerpo al perder la vida. Cierto es que unos pocos a los que la cohorte pretoria había disgregado, habían caído un poco más apartados, pero todos heridos de frente.
En cuanto a Catilina, fue hallado lejos de los suyos, entre los cadáveres de los enemigos, todavía respirando un poco y conservando en la cara la altanería que tenía de vivo. En fin, con toda la fuerza, no se cogió prisionero con vida ni en el combate ni en la huida a un solo ciudadano libre: así es como todos habían valorado menos su vida que la de los enemigos.
Tampoco el ejército del pueblo romano había conseguido una victoria alegre o incruenta. Pues los más valerosos o habían caído en la batalla o habían escapado gravemente heridos.
Por otra parte, muchos que habían salido del campamento para echar un vistazo o llevarse alguna cosa, al dar la vuelta a los cadáveres de los enemigos, unos se topaban con un amigo, y otros, con un huésped o un deudo. Hubo también quienes reconocieron a enemigos suyos personales. De este modo, todo el ejército exteriorizaba emociones contradictorias, alegría y tristeza, duelo y euforia.
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