Fragmento del Symposio. Papiro
Ha sido calificado por la inmensa mayoría de sus estudiosos como la obra maestra de Platón y la perfección suma de su arte. Es posiblemente el diálogo platónico más ameno y el más identificado con el espíritu de su tiempo. Es también la más poética de todas las realizaciones platónicas, en la que difícilmente los aspectos literarios pueden separarse de la argumentación filosófica, lo que hace que nos encontremos ante uno de los escritos en prosa más completos de toda la Antigüedad y una de las más importantes obras literarias de toda la literatura universal. –Aunque,–: Tal vez por ser el diálogo de Platón más brillante es precisamente el que peor entendido ha sido de todos sus escritos.
M. Martínez Hernández. Gredos, 1986
Aunque EL BANQUETE o Del Amor, es el título que tradicionalmente se ha dado a este Diálogo de Platón, parece que debería titularse, con más propiedad, el Simposio, puesto que los discursos sobre el amor se producen, precisamente, cuando el Banquete ha terminado, durante una especie de prolongada tertulia de sobremesa, como veremos.
Aun así, quedan contradicciones que parecen impedir que adoptemos un título con carácter definitivo. De acuerdo con el mismo autor citado:
Decimos «banquete», pero en realidad los acontecimientos que relata este diálogo tienen lugar después de la comida, en el momento justo de la bebida o “simposio” propiamente dicho. Sympósion es el título griego que figura para este diálogo y que adoptan también algunos traductores modernos. especialmente anglosajones, que nosotros hemos preferido evitar por sus connotaciones actuales. Por lo demás, el propio Platón habla de synousia «reunión», deípnon «comida», sýndeipnon «convite», pero nunca de sympósion.
Sócrates afirmará que todo lo que tiene que decir, lo aprendió de Diotima, una sacerdotisa de Mantinea. Dado que lo fundamental del diálogo gira, precisamente, en torno a lo que esta mujer le cuenta a Sócrates, resulta que sus palabras nos llegan a través de una larga y complicada tradición: Diotima educa a Sócrates, éste al resto de los comensales, uno de ellos –Aristodemo– a Apolodoro, éste a Glaucón y amigos, y Platón a los lectores modernos. Cada uno de ellos es, en cierto modo, un démon, un intermediario, que actúa desde el dominio de las ideas al dominio de las personas.
El relato que sigue, procede de Aristodemo, y su veracidad fue avalada por el propio Sócrates.
Anselm Feuerbach. Simposio
de Platón, 1869, Staatliche Kunsthalle, Karlsruhe
Asistentes al Simposio.
Agatón de Atenas –Ἀγάθων, ca. 448 – 400 aC. Fue un poeta trágico, quizá el más importante después de Esquilo, Sófocles y Eurípides, muy célebre también por su elegancia y su belleza física. Pero de su obra sólo se han conservado algo menos de 40 versos. Su primera y gran victoria en las competiciones dramáticas la obtuvo en las Leneas, del año 416 aC., cuando tenía alrededor de 30 años. El banquete ofrecido en su casa para celebrar el premio, sirve de escenario a este extraordinario Diálogo de Platón.
Entre 411 y 405 aC., –Agatón, que tendría unos cuarenta años–, y Pausanias, se instalaron en la Macedonia de Arquelao I, gran protector de las artes. También vivía allí, por entonces, Eurípides, quien habría entrado ya la década de los 70.
Agatón pertenecía a una de las grandes familias atenienses; era, pues, rico, pero, junto a su alta posición social, alcanzó gran popularidad, siendo, además, un hombre de excepcional belleza.
Fedro es el primero que toma la palabra, para terminar aseverando que el Amor es el dios más capaz de hacer a los hombres virtuosos y felices, en la vida y en la muerte.
Le sigue Pausanias: Por el Amor nos hacemos mutuamente felices.
El médico Erixímaco, asegura que el Amor, incluso llena de significado su profesión. Influye asimismo en la poesía, cuyo ritmo se debe a la unión de sílabas breves y largas; en las estaciones, que son una feliz combinación de los elementos, una armonía de influencias, cuyo conocimiento es el objeto de la astronomía.
Aristófanes presenta la teoría de los tres sexos, o mejor, de los tres pares de sexos, a los que Zeus castigó, separándolos, motivo por el cual, cada uno ha de pasar la vida buscando su otra mitad, que ha de ser la que le fue destinada en un principio.
Agatón, el homenajeado, toma a su vez la palabra y de forma elegante, aunque algo rebuscada, dice que el Amor es justo, moderado y hábil y además crea a los poetas y a los artistas y es el maestro de Apolo y las Musas.
Finalmente, hablará Sócrates –cuyo discurso reproducimos aquí, casi por completo–, asegurando haber aprendido de la extranjera Diotima, todo lo que va a decir.
Su discurso se extiende hasta el momento en que aparece Alcibíades, que es quien cierra el Simposio con su propia alocución, referida, esencialmente a Sócrates y su inestimable belleza interior. Algunos toques irónicos revelan, a pesar de haber bebido durante dos días seguidos, que su admiración por Sócrates supera incluso su propia voluntad.
Finalmente, unos convidados se duermen, mientras otros abandonan la casa. Las fiestas en honor de Agatón han terminado.
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Las imágenes de los oradores, aun cuando todas son producto de la imaginación del pintor Anselm Feuerbach, están colocadas aleatoriamente, excepto las que, por lógica, corresponden a Agatón, Alcibíades y al propio Sócrates.
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Habla Apolodoro a unos amigos:
–Recientemente, cuando subía desde Fáliro, donde vivo, a la ciudad, cuando Glauco, un hombre al que conocía, y que venía tras de mí, me reconoció y me llamó desde lejos:
-¡Eh! Apolodoro de Fáliro- gritó bromeando-; espérame.
Me detuve y le esperé.
-Apolodoro –me dijo cuando me alcanzó–: justamente te buscaba para preguntarte sobre la conversación de Agatón con Sócrates, Alcibíades y los otros convidados del banquete que dio Agatón, y conocer los discursos que allí se pronunciaron sobre el Amor. Uno que se los oyó a Fénix, hijo de Filipo, me ha hablado ya de ellos, pero me dijo que él no me podía dar más detalles y que tú también los conocías. Cuéntamelo tú, pues, porque es a ti a quien corresponde más que a nadie explicar los discursos de tu amigo. Pero antes, dime –añadió-, ¿estuviste presente en aquella reunión?
-Bien se ve –le dije-, que tu hombre no te ha dado detalles precisos, si piensas que la reunión de la que hablas es de fecha tan reciente como para que yo haya podido asistir a ella.
-Pues así lo he creído, desde luego.
-¿Es posible Glauco? –le dije-, ¿No sabes que hace años que Agatón no viene a Atenas, mientras que yo, desde que me uní a Sócrates y decidí tomarme cada día el cuidado de saber todo lo que dice y lo que hace, no han pasado todavía ni tres años? Antes erraba a la aventura y me creía sabio, pero era el hombre más desgraciado del mundo, tal como lo eres tú ahora, tú, que antepones todas tus ocupaciones a la filosofía.
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El Banquete tuvo lugar el año 416 aC.; Glauco y Apolodoro están hablando en año 400 aC. y, lo más probable, es que Platón redactara el correspondiente Diálogo entre los años 384 y 379–.
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-Ahórrame tu sarcasmo –añadió-, y dime cuando tuvo lugar esa reunión.
-En la época en que aún éramos niños –contesté-, cuando Agatón ganó el premio con su primera tragedia, y después del día en que ofreció con sus coreutas el sacrificio por su victoria.
-Entonces, hace ya mucho tiempo, según creo –dijo-, pero, entonces ¿quién te ha contado esas cosas? ¿Ha sido el mismo Sócrates?
-¡No, por Zeus! –exclamé-, sino el mismo que se las contó a Fénix, Aristodemo de Cidatenéon; un hombrecillo que iba siempre descalzo y que había asistido al convite. Si no me equivoco, Sócrates no tenía entonces un discípulo más apasionado. He preguntado después a Sócrates acerca de ciertos puntos que había oído de Aristodemo, y Sócrates me dijo que estaba de acuerdo con él.
–¡Bien! –exclamó Glauco–, pues empieza a contar. El camino a la ciudad es el más apropiado para hablar y escuchar mientras andamos.
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-Así pues, fuimos hablando de esto, puesto que, como dije antes, estoy preparado, y si queréis que os lo cuente a vosotros también, lo haré.
Por otra parte, cuando hablo yo mismo o escucho a otros hablar de filosofía, independientemente de la utilidad, encuentro en ello, un placer incomparable. Cuando, al contrario, oigo hablar a ciertas personas, y sobre todo a vosotros, adinerados y hombres de negocios, me aburro, y me da pena de vosotros, que creéis que hacéis maravillas, cuando no hacéis nada. Quizás, por vuestra parte, creáis que soy yo el desdichado y creo que no os equivocáis, pero vosotros también lo sois, y no es sólo que lo piense, es que estoy seguro.
–Siempre serás el mismo, Apolodoro; hablas mal de ti y de los demás. Oyéndote, se creería verdaderamente que, excepto Sócrates, todo el mundo es miserable, y tú el primero. No sé en qué circunstancia te pusieron el sobrenombre de blando, pero lo que sí sé, es que tu discurso no cambia y que siempre estás enfadado, contra ti mismo y contra los demás, a excepción de Sócrates.
–Sí, mi muy querido amigo, está bien claro que es precisamente la opinión que tengo de mí mismo y de tus amigos, lo que hace de mí un malhumorado y un extravagante, ¿no es así?
-No merece la pena discutir eso ahora, Apolodoro, haz lo que te pido y cuéntame los discursos en cuestión.
-Bien, pues, aquí están, más o menos; aunque sería mejor intentar remontarme al principio, en el orden exacto y con las mismas palabras con que Aristodemo me lo contó.
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-Encontré a Sócrates –me dijo-, cuando salía de los baños y, sorprendentemente, llevaba sandalias, algo que no entraba en sus costumbres, así que, le pregunté que a dónde iba tan elegante.
-A la cena en casa de Agatón –me contestó-; ayer me libré de la fiesta que dio por su victoria, porque temía la aglomeración, pero me he visto obligado a venir hoy; por eso me he arreglado, pues quería estar elegante para ir a casa de un bello joven. ¿Estarías dispuesto a venir conmigo, sin invitación?
-A tus órdenes –le dijo Aristodemo.
-Sígueme, pues –dijo-, y cambiemos el proverbio de que la gente de bien, come con la gente de bien sin necesidad de invitación algo que Homero no sólo modifica, sino que parece que se burla de ello (1), cuando, tras haber representado a Agamenón como un gran guerrero y a Menelao como un débil soldado, hace venir a Manelao, sin haber sido invitado, al festín que Agamenón daba tras un sacrificio; es decir, un hombre inferior en casa de un hombre eminente.
-Me temo mucho, Sócrates, que, para hablar como Homero, yo sería el huésped poca cosa, que se presenta al festín de un sabio sin haber sido invitado. ¿Tienes alguna excusa para llevarme? Porque yo no voy a confesar que he ido sin invitación, sino que diré que voy porque tú me lo has pedido.
-Somos dos (2) –respondió Sócrates-; encontraremos algo que decir. Pero, vamos ya.
Tras esta charla nos pusimos en marcha. Por el camino, Sócrates, sumergido en sus pensamientos, se quedó atrás y cuando me dispuse a esperarlo, me dijo que siguiera adelante. Llegué a la casa de Agatón, encontré la puerta abierta y me ocurrió una divertida aventura.
Un esclavo salió a mi encuentro y me llevó a la sala en la que estaban todos a la mesa, a punto de empezar a comer. Cuando Agatón me vio, dijo:
-Llegas a tiempo, Aristodemo, para cenar con nosotros; pero si venías por otra cosa, déjalo para más tarde. Ayer mismo te busqué para invitarte, y no te encontré. Pero dime, ¿cómo es que no traes a Sócrates?
Entonces me vuelvo y observo que Sócrates no me sigue.
–Es que, en realidad –dije-, he venido con él, y es él quien me ha invitado a cenar con vosotros.
-Muy bien hecho, pero ¿dónde está?
-Venía detrás de mí hace un momento, pero ahora yo también me pregunto dónde puede estar.
-¡Chico!, -dijo Agatón a un esclavo-, ve rápido a ver dónde está Sócrates y tráelo aquí. En cuanto a ti, Aristodemo, échate junto a Erixímaco.
Entonces, un muchacho me lavó los pies para que ocupara mi lugar a la mesa, y otro esclavo volvió diciendo que aquel Sócrates a quien tenía orden de traer, estaba en el vestíbulo de la casa vecina, que le había llamado y que no quería venir.
-Eso sí que es extraño –dijo Agatón-; corre a llamarlo y no dejes que se marche.
-No, dijo Aristodemo. Dejadle, porque es una costumbre suya. A veces se va aparte, a cualquier sitio y allí se queda, reflexionando. Creo que vendrá pronto, así que no le molestéis; dejadle tranquilo.
-Dejémosle, si esa es tu opinión –dijo Agatón-. En cuanto a nosotros, servidnos, muchachos. Sois absolutamente libres de servir lo que queráis, como hacéis cuando no hay nadie para mandaros: es una pena no haberlo hecho antes. Imaginad que yo y los huéspedes que aquí están, somos vuestros invitados y cuidadnos, a fin de que os lo agradezcamos.
Entonces nos pusimos a cenar, pero Sócrates no llegaba y Agatón, quería mandarlo a buscar a cada momento, pero yo siempre me opuse. Al final llegó, sin tanto retraso como acostumbraba, cuando estábamos poco más o menos, a la mitad de la cena. Agatón, que ocupaba él solo la última litera, dijo:
-Ven a sentarte aquí, Sócrates, a mi lado, para que con el roce, me comuniques los sabios pensamientos que se te ocurrieron en ese portal, pues estoy seguro de que has encontrado lo que buscabas, ya que, de lo contrario, no te habrías movido de allí.
Sócrates se sentó y dijo:
-Sería de desear, Agatón, que la sabiduría fuera algo que pudiera fluir del hombre que está lleno de ella, al que está más vacío, por efecto del contacto mutuo, como el agua pasa, por medio de un trozo de lana, de la copa llena a la copa vacía. Si pasara igual con la sabiduría, no sabría agradecer bastante el favor de estar sentado a tu lado, pues me halagaría que tu abundante y excelente sabiduría pasara de ti a mí para llenarme, ya que la mía es mediocre, dudosa, y se parece a los sueños; pero la tuya es brillante y está dispuesta a seguir creciendo, dado que desde tu juventud ha lanzado tanta luz como se reveló anteayer con todo su brillo ante treinta mil espectadores griegos.
-Exageras, Sócrates -dijo Agatón-, pero resolveremos esta cuestión más tarde, tú y yo, teniendo a Dionisos como juez. Ahora, piensa en cenar.
Acto seguido, Sócrates ocupó su sitio en el triclinio, y cuando él y los demás invitados terminaron de cenar, hicieron libaciones, se celebró al dios y, en fin, después de todas las demás ceremonias habituales, se pusieron al trabajo de beber.
Entonces Pausanias –continuó Aristodemo-, tomó la palabra en estos términos:
-Vamos, amigos, veamos cómo organizarnos, para beber cómodamente. En cuanto a mí, declaro que estoy realmente cansado de los excesos de ayer y necesito darme un respiro; como pienso que os pasa a la mayoría de vosotros, que estuvisteis en la misma fiesta. Pensad, pues, en la forma de beber para reponernos.
-¡Bien dicho, Pausanias! –dijo Aristófanes-. Es absolutamente preciso que nos demos un descanso, pues yo también soy de los que ayer se regaron abundantemente.
A estas palabras, Erixímaco, hijo de Acumene, tomó la palabra y dijo –siempre según Aristodemo-: has hablado brillantemente, pero yo quiero preguntar además, a uno de vosotros, si está preparado para beber; a Agatón.
–Pues no; yo tampoco –contestó Agatón-, no estoy del todo preparado.
-Sería estupendo, continuó Erixímaco, para mí, para Aristodemo, Fedro y los otros invitados, que vosotros, los grandes bebedores, os rindierais, pues nosotros nunca supimos beber. Exceptúo a Sócrates, que es tan capaz de beber, como de estar sobrio, de modo que, cualquiera que sea el partido que tomemos, le dará lo mismo. Así pues, ya que ninguno de los que aquí están, parece dispuesto a abusar del vino, quizás os molestará menos si os digo lo que pienso de la ebriedad. Mi experiencia como médico me ha demostrado que la embriaguez es una cosa dañina para el hombre, así que no quisiera, yo mismo, volver a beber, ni aconsejárselo a otros, sobre todo, si están todavía aturdidos por los excesos del día anterior.
-En cuanto a mí –dijo Fedro de Myrrinos-, acostumbro a hacerte caso siempre, sobre todo si hablas de medicina, pero hoy, los demás deben creerte también, si son prudentes.
Tras oír estas palabras, todo el mundo estuvo de acuerdo en no dedicar la reunión a embriagarse, sino que cada uno bebiera a su gusto.
Entonces Erixímaco añadió:
-Puesto que se ha decidido que cada uno beba a su gusto y sin medida forzosa, propongo despedir a la flautista que acaba de entrar; que toque para sí misma, o si quiere, para las mujeres de la casa, y que nosotros pasemos el tiempo en charlar juntos, y, si así lo deseáis, os propondré un tema de conversación.
Todos contestaron que aceptaban y le rogaron que propusiera el tema. Erixímaco respondió:
-Empezaré como la Melanipa de Eurípides: lo que os voy a decir, no es mío, sino de Fedro, aquí presente, que en una ocasión, me comentó indignado: ¿No te sorprende, Erixímaco, que muchos de los dioses hayan sido celebrados por los poetas en sus himnos y peanes, y que en honor de Eros, un dios tan venerable y poderoso, ni uno solo, entre tantos poetas como hemos tenido, haya compuesto jamás un elogio? Echa un vistazo a los hábiles sofistas y verás que componen en prosa elogios de Hércules y de otros, como atestigua el gran Pródicos. Porro demás, esto es muy corriente, pues yo mismo, encontré un libro de un sofista en el que alababa magníficamente a la sal por su utilidad, y los elogios dedicados a objetos frívolos, no son raros. ¿No es extraño que se dediquen con tanta aplicación a semejantes bagatelas y que todavía nadie entre los hombres haya emprendido hasta hoy la tarea de celebrar a Eros como se merece?
He aquí, pues, de qué modo se ha descuidado a un dios tan grande. En este sentido, creo que tiene razón Fedro. Así pues, deseo, por mi parte, ofrecer mi tributo a Eros y hacerle este favor y, al mismo tiempo, creo que complacería en esta ocasión, a todos los presentes, hacer el elogio de este dios. Si estáis de acuerdo conmigo, este tema nos proporcionará tema suficiente con que entretenernos, y si os parece bien, cada uno de nosotros, empezando de izquierda a derecha, hará lo mejor que pueda, el panegírico de Eros. Fedro hablará el primero, puesto que ocupa el primer lugar y al mismo tiempo, es el padre de la propuesta.
-Tendrás todos los votos, Erixímaco –dijo Sócrates-; no seré yo quien diga que no; yo, que hago profesión de no saber sino de lo relacionado con el amor; ni Agatón, ni Pausanias y menos aún, Aristófanes, que sólo se ocupa de Dionisos y Afrodita, ni ningún otro de los que veo aquí. Si bien, la partida no será igual para nosotros, que estamos en el último lugar; pero si los primeros dicen bien todo lo que han de decir, nos daremos por satisfechos. Que empiece, pues, Fedro, con la gracia del dios, y que haga el elogio de Eros.
-Naturalmente –dijo Apolodoro-, todo el mundo estuvo de acuerdo con la opinión de Sócrates y pidieron que se hiciera como él decía. Yo no sería capaz de repetir todo lo que cada uno dijo, porque ni Aristodemo se acordaba con exactitud, ni yo mismo recuerdo todo lo que él me contó. Me reduciré, pues, a las cosas y a los oradores que me parecen más dignos de mención y os contaré sólo sus discursos.
Fedro, como ya he dicho, de acuerdo con el relato de Aristodemo, habló el primero.
Después habló Pausanias, quien, habiendo hecho una «pausa» -este es uno de esos juegos de palabras que he aprendido de los sofistas-, [Παυσανίου δε παυσεμένου - Pausaníou de pausaménou] cedió el turno a Aristófanes, que en ese momento, por el motivo que fuera, tenía un ataque de hipo y no podía hablar, así que le dijo al médico Erixímaco:
-Erixímaco: o haces que se me quite el hipo, o hablas tú en mi lugar, hasta que se me pase.
-Haré las dos cosas –respondió aquel-, hablaré en tu lugar y, cuando se te haya pasado el hipo, hablas tú en el mío, pero antes, si quieres, mientras yo hablo, procura retener la respiración, y seguramente, se te pasará. Pero si el hipo resiste, hazte cosquillas en la nariz con algo que te haga estornudar; si lo haces una o dos veces, por muy tenaz que sea el hipo, desaparecerá.
-Pues toma ya la palabra –respondió Aristófanes-, mientras yo sigo tus prescripciones.
Y así, Erixímaco dijo su discurso y terminó diciendo:
-Por lo demás, si algo se me ha escapado, ahí estás tú, Aristófanes, para suplirlo, puesto que ya no tienes hipo.
-Sin duda, se me ha pasado, pero sólo gracias a haber aplicado el remedio del estornudo. Me admira, por otra parte, que el buen estado del cuerpo reclame ruidos y sacudidas tales como el estornudo.
-Mi valiente Aristófanes –dijo Erixímaco-, ten cuidado con los que haces y no te burles a mi costa cuando te toca tomar la palabra, porque me obligas a vigilar tu discurso, para evitar que te pongas a hacer bromas cuando puedes hablar perfectamente en serio.
Aristófanes se echó a reír y dijo:
-También tienes razón Erixímaco, pero haz como si yo no hablara; no me vigiles, porque temo que mi discurso no sea para hacer reír -eso sería bueno para todos y en ello consiste mi musa-, pero será para decir cosas ridículas.
-Después de tirar la piedra ¿crees que te vas a librar de mí, Aristófanes? Pon atención a lo que dices y habla como un hombre que ha de rendir cuentas de lo que dice; quizá entonces te trate con indulgencia.
-Pues entonces hablaré –terminó diciendo Aristófanes-, pero creo que os voy a llevar la contraria, a ti y a Pausanias.
Y procedió a presentar su discurso, declarando al final de su exposición:
-Este ha sido, Erixímaco, mi discurso sobre Eros, que no se parecía al tuyo. De nuevo te pido que no te burles, porque será mejor escuchar a los que faltan, es decir, a Agatón y a Sócrates.
-Te obedeceré –respondió Erixímaco-, porque he tenido gran placer en escucharte, y si no supiera que Sócrates y Agatón son maestros en materia de Amor, temería mucho que se quedaran cortos después de tantos discursos diferentes, pero estoy seguro de su talento.
–Has sostenido bien tu teoría, Erixímaco –intervino Sócrates–, pero si estuvieras en mi lugar, o mejor, en el que estaré cuando Agatón haya pronunciado su hermoso discurso, temblarías, y mucho, y te sentirías tan confundido como yo lo estoy ahora mismo.
–Tú quieres hechizarme, Sócrates –dijo Agatón–, y que me asuste ante el pensamiento de que la asamblea está esperando atentamente que yo diga cosas hermosas.
–Tendría yo muy mala memoria, Agatón –replicó Sócrates–, si después de haberte visto subir tan valientemente y tan seguro al estrado con los actores y mirar a la cara sin la menor alteración, a una asamblea tan imponente, en el momento de hacer representar tu obra, pensara ahora que te vas a dejar asustar por el pequeño auditorio que formamos aquí.
–¡Ah! Sócrates –respondió Agatón–; no creas que el teatro es tan importante para mí, que me haga olvidar que para el hombre sensato, un número reducido de oyentes sabios es más de temer que una multitud de ignorantes.
–Muy equivocado estaría, Agatón –respondió Sócrates–, si te considerara hombre de tan poco gusto; sé muy bien, por el contrario, que si te encontraras ante un restringido número de personas a las que considerases sabias, darías mucha más importancia a sus juicios que a los de la multitud. Lo que ocurre, es que, es probable que nosotros no seamos de esos sabios, puesto que también estábamos en el teatro y formábamos parte de esa multitud. No obstante, si te encontraras con otros que sí fueran sabios, temerías su juicio, sólo si creyeras que habías hecho algo vergonzoso, ¿no es así?
–Ciertamente –dijo Agatón.
–Y, en el caso de haber cometido una acción reprensible, ¿no temerías el juicio de la multitud?
Entonces Fedro tomó la palabra.
–Querido Agatón, si sigues contestando a Sócrates, poco le va a importar a donde vayan a parar nuestros discursos, pues desde el momento en que encuentra un interlocutor–sobre todo si es hermoso– , ya no le importa nada más. Yo mismo siento gran placer oyendo a Sócrates, pero debo velar por el elogio de Eros y recoger el tributo de alabanzas de cada uno de vosotros. Así pues, cumplid ambos con el dios en primer lugar, y después seguiréis discutiendo.
–Tienes razón, Fedro –dijo Agatón–, nada me impide tomar la palabra ahora, porque tendré muchas oportunidades de charlar con Sócrates.
Y acto seguido expresó su pensamiento acerca de Eros y su influencia sobre el ser humano, terminando por definir sus mejores cualidades: Eros es quien da paz a los hombres, es el que calma el mar, silencia los vientos y da cama y sueño a las inquietudes. Él es quien nos libera del salvajismo y nos inspira la sociabilidad; quien da lugar a reuniones como la nuestra y nos guía en las fiestas, los coros y los sacrificios. Nos enseña la dulzura; destierra la rudeza; nos da benevolencia y nos arranca la malevolencia; es propicio a los buenos; aprobado por los sabios; admirado por los dioses; deseado por los que no lo poseen; precioso para los que lo poseen; padre del confort, del lujo, de la delicadeza, de las delicias, de las gracias, la pasión, el deseo; se interesa por los buenos y se olvida de los malos; en la pena, en la inquietud, en el deseo, en la conversación, es nuestro piloto, nuestro campeón, nuestro soporte, nuestro salvador por excelencia; es la gloria de los dioses y de los hombres; el guía más hermoso y el mejor, al que todo hombre debe seguir cantando bellos himnos y repitiendo el magnífico himno que él mismo canta para seducir el espíritu de los dioses y de los hombres. He aquí, Fedro –terminó-, el discurso que consagro al dios, discurso que he mezclado con seriedad y bromas, lo mejor que he podido hacerlo.
Cuando Agatón terminó de hablar, todos los asistentes, según dijo Aristodemo, le aplaudieron ardientemente, declarando que había hablado de una manera digna de él y del dios, juntos. Entonces Sócrates, volviéndose hacia Erixímaco, le dijo.
-¿Crees tú, hijo de Acumenes, que mis temores de hace un momento eran vanos? ¿Y no fui algo profeta cuando dije que Agatón hablaría maravillosamente, poniéndome a mí en dificultades?
Erixímaco respondió:
-En lo de que Agatón hablaría bien, reconozco que fuiste profeta, pero en cuanto a aquello de que a ti te crearía dificultades, no es lo que yo opino.
-¿Y cómo, hombre bienaventurado –repuso Sócrates-, no iba a preocuparme –como cualquier otro en mi lugar-, teniendo que hablar después de un discurso tan bello y rico en detalles? Aunque no todo lo que ha dicho merece la misma admiración, el final ha sido maravilloso, tanto por la belleza de las palabras como por los hermosos giros. En lo que a mí respecta, reconociendo que no sabría decir nada que se aproximara a tanta belleza, casi me habría escondido, por la vergüenza, si hubiera sabido a donde huir. Su discurso me ha recordado a Gorgias, hasta tal punto, que he sentido lo que dice Homero: temí que al terminar su discurso, me lanzara a la cabeza, la de aquel monstruo de la elocuencia que era Gorgias, y me dejara mudo y petrificado (3).
Además, también me he dado cuenta de lo ridículo que fui al prometeros que cumpliría con mi parte del elogio de Eros, envaneciéndome de ser experto en amor, cuando lo ignoro todo sobre el modo de alabar cualquier cosa. Pensaba, en efecto, en mi simpleza, que era preciso decir la verdad sobre el objeto –cualquiera que sea-, que se alaba; que la verdad debía ser el fundamento, y que dentro de la verdad, había que elegir lo que fuera más hermoso y disponerlo en el orden más conveniente, de forma que estaba muy orgulloso ante la idea de que iba a hablar bien, porque conocía el verdadero proceder que hay que aplicar en toda alabanza; pero parece que ese no era el mejor método, sino al contrario, se trataba de atribuir al sujeto las cualidades más grandes y bellas posibles, ciertas o no, ya que la falsedad no tiene ninguna importancia, estando todos de acuerdo, según parece, en que cada uno tenía que aparentar que alababa a Eros, y no alabarlo realmente.
Me imagino que esta es la razón por la que habéis removido cielo y tierra para cubrir de elogios a Eros, afirmando que es tan grande y benefactor; queréis que parezca el más hermoso y el mejor posible, a los ignorantes, se entiende, pero no a los que tienen la mente clara.
Agatón
Y hay algo bello e imponente en tal elogio, pero yo no conozco esta manera de halagar, y sólo porque no la conocía, prometí hacer mi parte del elogio, de modo que es mi lengua quien se ha comprometido, no mi espíritu. ¡Al infierno el compromiso! Yo no alabo de esa manera; no podría hacerlo. Sin embargo, aceptaré hacerlo si queréis que hable según la verdad; a mi manera, sin exponerme al ridículo de enfrentar mi elocuencia a la vuestra. Mira pues, Fedro, si deseas escuchar semejante discurso, es decir, el de la verdad sobre Eros, pero empleando frases y palabras, tal como se presenten.
Fedro y los demás le pidieron que hablara de la forma que mejor le pareciera.
-Permíteme también, Fedro –continuó Sócrates-, plantear algunas pequeñas cuestiones a Agatón, para ponerme de acuerdo con él sobre el punto en el que empezar mi discurso.
-Te lo permito –dijo Fedro-; pregúntale.
Tras estos preliminares –dijo Aristodemo-, mi amigo me dijo que Sócrates había empezado a hablar, más o menos como sigue.
-En mi opinión, querido Agatón, empezaste bien al decir que había que mostrar primero lo que es Eros y después, lo que es capaz de hacer. Me gustó mucho ese comienzo. Veamos, pues, después de todo lo que has dicho, tan hermoso y magnífico, sobre la naturaleza de Eros, quiero hacerte una pregunta: ¿Está en la naturaleza del Amor, que sea amor de algo, o de nada? No pregunto si es el amor de un padre o una madre; sería ridículo preguntar por el amor que se profesa a un padre o una madre, pero si, por ejemplo, preguntara si un padre, en tanto que padre, es o no el padre de alguien, tú me dirías sin duda –siempre que quisieras responder como es debido-, que un padre tiene que ser padre de un hijo o una hija ¿no es así?
-Así es –dijo Agatón.
-Y ¿dirías lo mismo de una madre? -Agatón también se mostró de acuerdo-. Permíteme, pues –añadió Sócrates-, plantearte algunas preguntas más, para hacerte más comprensible mi pensamiento.
-Si yo pregunto ¿un hermano, en tanto que hermano, es, o no es hermano de alguien?
-Es hermano de alguien.
-De algún hermano o hermana, ¿no es así?
-Sin duda.
-Pues sentado esto, intenta –propuso Sócrates-, a propósito del amor, decirnos si es amor de algo o de nada.
-Es, sin duda el amor de alguna cosa.
-Guarda, pues, en tu memoria –dijo Sócrates-, de que cosa es amor, el amor, y contéstame a esto: El Amor ¿desea, o no, el objeto del que es amor?
-Lo desea.
-Pero –insistió Sócrates-, cuando desea y ama ¿es poseedor de lo que desea y ama, o no?
-Probablemente no lo posea –dijo Agatón.
-Mira –repuso Sócrates-, si en lugar de probablemente, no deberías decir que necesariamente, el que desea, desea algo que le falta y no desea lo que no le falta. Para mí, es admirable lo seguro que estoy de esta necesidad, ¿y para ti?
-Para mí también –dijo Agatón.
-Muy bien. Por lo mismo, ¿un hombre que es grande, no desearía ser grande, ni un hombre que es fuerte, desearía ser fuerte?
-Sería imposible, considerando lo que acabamos de convenir.
-En efecto, siendo lo que se es, no se desea serlo.
-Cierto.
-Si en efecto –continuó Sócrates-, un hombre fuerte quisiera ser fuerte; un hombre ágil, ser ágil; un hombre saludable ser saludable, quizás se podría creer que tales hombres, aun teniendo estas cualidades, siguen deseando tenerlas. Pero es esta una invención en la que no hemos de caer, y por eso insisto en ello. Esas personas, Agatón, si es que quieres reflexionar sobre ello, si tienen cada una de las cualidades que tienen, lo quieran, o no; ¿cómo iban entonces a desear lo que ya tienen? Y si alguien sostiene que teniendo buena salud, desea tener buena salud; que siendo rico, desea ser rico, deseando los bienes que ya posee, nosotros le contestaríamos: -Amigo, tú que gozas de riqueza, salud, fuerza, ¿quieres disfrutar de esos bienes para el futuro, puesto que en el momento presente ya los tienes, lo quieras, o no? Mira pues, si cuando dices desear lo que ya tienes, si no estás queriendo decir que lo que deseas es poseerlo también en el porvenir-. Tú estarías de acuerdo en esto, ¿no es así?
-Estaría de acuerdo –dijo Agatón y Sócrates insistió:
-¿No sería esto, por una parte, desear lo que no se tiene todavía, y, por otra, desear mantener en el futuro lo que ya se tiene?
-Seguro –dijo Agatón.
-Este hombre, pues, como todos los que desean, desea lo que no es actual, ni presente; lo que no tiene, lo que no es, lo que le falta; tales son los objetos del amor y del deseo.
-Es bien cierto –respondió Agatón.
-Entonces –continuó Sócrates-, recapitulemos. En primer lugar, hemos reconocido que el Amor es amor a alguna cosa, y, en segundo lugar, que es a una cosa que necesita.
-Sí –dijo Agatón.
-Por otra parte, acuérdate de lo que dijiste en tu discurso; de qué cosa el Amor es amor. Voy a recordártelo, si te parece. Si no me equivoco, dijiste que el orden se había restablecido entre los dioses, gracias al amor a lo bello, pues no hay amor a lo feo. ¿No es eso, más o menos, lo que has dicho?
-Eso es.
-Y con razón, amigo. Y siendo así, el amor es amor a la belleza y no a la fealdad.
Agatón convino en ello.
–¿Y no hemos reconocido que uno ama lo que le falta; lo que no posee?
-Forzosamente.
-Entonces, dime: ¿puedes pretender que es bello lo que no posee belleza en modo alguno?
-Sin duda que no.
-¿Y siendo así, mantienes que el Amor es bello?
-Temo, Sócrates, que he hablado sin saber lo que decía.
-Y sin embargo –continuó Sócrates-, has hecho un discurso magnífico, Agatón. Pero dime algo más: ¿no crees que las cosas buenas son bellas al mismo tiempo?
-Sí; lo creo.
-Pues bien: si el Amor carece de belleza y la belleza es inseparable de la bondad, el Amor también carece de bondad.
-Es imposible resistirse a ti, Sócrates –dijo Agatón-, tengo que ceder a tus razonamientos.
-Es a la verdad, querido Agatón –contestó Sócrates-, a lo que no te puedes resistir; a mí es fácil resistirme. Pero ahora voy a dejarte, porque quiero deciros el discurso sobre el Amor que antaño escuche de la boca de una mujer de Mantinea, Diotima, que era sabía en estas materias y en muchas otras. Fue ella quien, antaño, aconsejó a los atenienses los sacrificios que debían hacer, gracias a los cuales evitaron la peste durante diez años y también fue ella la que me instruyó sobre el amor, y son sus palabras las que voy a intentar transmitiros, partiendo de los principios que hemos convenido Agatón y yo. Y lo haré como pueda, sin la ayuda de un interlocutor. Tengo que explicar, tal como tú mismo lo has hecho, Agatón, en primer lugar, su naturaleza y sus atributos y, después, sus efectos. Y lo más sencillo es, me parece, transmitiros la conversación en el mismo orden en que aquella extranjera procedió al hablar conmigo; haciéndome preguntas.
Sócrates
NOTAS
1 Ilíada, 1. II, v. 408. Agamenón, rey de hombres, … habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos… Espontáneamente se presentó Menelao.
2 Ilíada, 1. X, v. 224: Si dos hombres van juntos, el uno piensa por el otro la decisión más ventajosa; pero el hombre solo, aun cuando piense, tienen el pensamiento más corto y la invención delgada.
3 Se refiere a los efectos que causaba la visión de la cabeza de Gorgona. Odisea, Canto XI, v. 632: pero sin darme tiempo, se reunieron numerosas tribus de muertos con un grito espantoso y sentí miedo, porque la venerable Perséfone me iba a lanzar desde el Hades la cabeza de Gorgona, el terrible monstruo. Sin más tardar, volviéndome a la nave, ordené a mis compañeros que se embarcaran y largaran amarras.
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