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sábado, 7 de abril de 2012

RICARDO CORAZÓN DE LEÓN. PLANTAGENET III

RICHARD COEUR DE LION. PLANTAGENET III

Richard, el cuarto hijo de Henry II y Alienor de Aquitania. Nació el 8 de septiembre de 1157 en el palacio de Beaumont, en Oxford, del que hoy no quedan sino algunas reminiscencias simbólicas.


El Palacio de Beaumont ayer y hoy.

Cuando Alienor se separó de Enrique, llevó a Richard consigo a Poitiers, donde este se educó desde los diez años, entre trovadores, torneos y practicantes del amor cortés; un mundo muy diferente del paterno, del cual se fue distanciando gradualmente.

Así, cuando Ricardo recibió los títulos de Duque de Aquitania y Conde de Poitiers, ya había tomado partido por su madre, con cuyo apoyo y uniéndose con sus hermanos, Enrique el Joven y Godofredo así como con Philip Auguste, el hijo del rey de Francia –ex marido de su madre– además de la tercera esposa de este, Adèle de Champagne, se sublevó contra su padre, quien se impuso a los tres juntos y además encerró a su esposa por traición.

Tras este primer fracaso, Ricardo combatió sucesivamente en Aquitania y Angulema contra los señores feudales que le disputaban sus derechos. En el transcurso de aquellos enfrentamientos sembró el terror actuando con una crueldad considerada excesiva ya en su época. Fue acusado de crímenes y violaciones, a pesar de lo cual, o tal vez por eso, se sintió fuerte para volver y, con la ayuda de su padre, cosechó algunas victorias frente a los señores, lo que no le impidió, poco después, rebelarse de nuevo contra Enrique, cuando este le ordenó que rindiera homenaje a su hermano El Joven Rey.

En 1183, Enrique El Joven, su hermano Geoffrey y los vasallos de Ricardo, cuya derrota no les había hecho renunciar a sus reivindicaciones, intentaron invadir Aquitania, pero todos juntos hubieron de retroceder ante el huracán Richard, quien, acto seguido hizo ejecutar sin piedad a todos los prisioneros de la jornada.

En 1187 Richard, aliado de nuevo con Philip Auguste, fingió desear conversaciones de paz para aproximarse a su padre, pero aprovechando la tregua, se apropió de gran parte del tesoro real. En desquite, Enrique se propuso desposeerle de Aquitania y entregársela al hermano menor, Juan, lo que provocó una decisión definitiva en Richard: coronarse rey de Inglaterra, a cuyo efecto, y con la ayuda de su incidental aliado francés, derrotó, como sabemos, a Enrique II, quien murió en Chinón maldiciendo a la vida y a toda su descendencia.

Ricardo fue coronado en Westminster el tres de septiembre de 1189. Prohibió que asistieran a la ceremonia sus súbditos judíos y las mujeres, en este último caso, alegando que no era un hombre común, sino un Cruzado, condición que suponía un veto a la presencia femenina. La exclusión de los judíos fue interpretada como una invitación a actuar contra ellos, lo que, en el fervor de la Cruzada que ya se preparaba, desembocó en matanzas y saqueos que finalmente hubo de condenar el nuevo rey, castigando a los responsables. Cierto es también que Ricardo contaba con el hecho de que, precisamente aquellos súbditos judíos, a quienes estaba prohibido invertir en Inglaterra, se habían comprometido, sin embargo, a financiar en buena parte la Cruzada.

A Ricardo no le interesaba nada de Inglaterra; de hecho, sólo estuvo allí en dos ocasiones, ambas para ser coronado. Nunca hablaba en inglés, por lo que se supone que, en realidad, no sabía hacerlo y continuamente se quejaba de la lluvia y el frío de aquella tierra. Ello no obstante, la Isla era una buena fuente de recursos que él no dudaba en sacar del reino, bien para guerrear en sus dominios de Francia, bien para la Cruzada, pero lo más importante, el verdadero valor de aquel reino, era el hecho de que la posesión de su corona habilitaba a Ricardo para poder tratar a otros reyes en términos de igualdad.

Jerusalén, sitiada por Saladino el 20 de septiembre de 1187, cayó en sus manos el 2 de octubre del mismo año; la Tercera Cruzada se organizó para recuperarla. Ricardo y Felipe Augusto acordaron acudir juntos a la Ciudad Santa. Los cronistas hacen notar que no lo hicieron tanto como buenos amigos, sino como buenos enemigos, ya que el hecho de ausentarse simultáneamente, impediría que cualquiera de ellos aprovechara para intentar invadir los territorios del otro.

Ricardo nombró regentes a Hugh de Puiset, obispo de Durham, y canciller a Guillermo Longchamp. Su hermano Juan se opuso, como iba siendo su costumbre, y se dedicó a conjurar contra el Canciller durante la ausencia de Richard.


Por fin la expedición se ponía en marcha en el verano de 1190 cuando Jerusalén ya llevaba tres años en poder de Saladino. En septiembre Richard y Philip llegaban a Sicilia, cuyo rey, Guillermo II El Bueno había muerto recientemente. Hallaron que un primo del fallecido; Tancredo de Lecce, se había hecho coronar unos meses antes, privando de su herencia a la viuda de Guillermo, Juana de Inglaterra, –hermana menor de Richard–, a la que, además, arrojó a una mazmorra y, sobre todo, usurpó el derecho sucesorio de Constanza de Sicilia, tía del rey fallecido y, en la actualidad, casada con el Emperador Germánico Enrique VI.

Entre tanto, las ingentes tropas desembarcadas en Sicilia, provocaron una insurrección en Mesina que el propio Enrique se encargó de reprimir. Una vez ocupada, saqueada e incendiada la ciudad (04.09.1190) a principios de octubre, Ricardo se estableció allí mismo, y organizó una reunión con Felipe de Francia y el usurpador Tancredo de Lecce.

En cumplimiento de los acuerdos alcanzados, Juana Plantagenet recibiría su legado y sería liberada y entregada a su hermano; Richard y Philip reconocerían a Tancredo, (algo sorprendente, si no fuera, porque sabemos que este pagó mucho dinero por ello) y, por último, Ricardo designaría heredero a su sobrino Arturo, huérfano de Geoffrey –el hermano que había muerto en un torneo en París– y, más adelante, este Arturo debía casarse con una hija de Tancredo.

Una vez estampadas las firmas en aquel acuerdo que aseguraba la paz en Sicilia, pero que en realidad no hacía sino cambiar el emplazamiento de amistades y enemistades, Richard y Philip abandonaron Sicilia dejando atrás dos nuevos enemigos irreconciliables: Juan Sin Tierra –John Lackland– que con la designación de su sobrino Arturo veía esfumarse sus sueños de ser coronado algún día, y el Emperador Enrique VI, cuya esposa Constanza, quedaba despojada del reino de Sicilia, ahora ya no sólo por mano de Tancredo, sino también por la colaboración y las bendiciones de Richard y Philip.

Ni el asalto a Mesina, ni el acuerdo entre los tres firmantes del Tratado sobre el reino de Sicilia eran, evidentemente, el objetivo de la Cruzada, pero a estas alturas sabemos que nada de lo que hicieran los Plantagenet tenía que estar relacionado, ni con la lógica, ni con la ley, ni con la justicia divina, ni con cualquier otra cosa que no fuera la real voluntad de aquellos caballeros.

Al mismo tiempo que Ricardo parecía ponerse de acuerdo con Philip, entre él y su madre le preparaban una bonita sorpresa, que también afectaba a su padre el rey de Francia; la ruptura del compromiso matrimonial entre Ricardo y Alix o Aelis, otra hija de Luis VII de Francia y Constanza de Castilla, la hija e Alfonso VII.

Se dijo que, andando el tiempo, y como Alix se educaba en la corte de Enrique II, este la había convertido en su amante, con lo cual, además de ignorar todo principio que no se ajustara a su caprichosa voluntad, ofendería gravemente, a Richard, que era el prometido, y evidentemente, a Alienor, con quien todavía estaba casado. Lo cierto es que toda esta historia –cuya víctima es Alix, quien supuestamente engañaría a Ricardo con su suegro–, huele a manipulación de principio a fin, sobre todo, si se considera, por una parte, la especie de horror que Richard sentía hacia el matrimonio, quizás por un voto de castidad, quizás por misoginia y, por otra, el deseo de Enrique de concebir otro hijo para desheredar a los de Alienor.

En todo caso Alienor encontró una solución inmediatamente, a pesar de su edad –contaba entonces unos 68 años–, viajó a Navarra con objeto de pedir al rey Sancho VI la mano de su hija Berenguela para Richard. Con ello, no sólo casaría a su reacio vástago -algo que ella deseaba fervientemente-, sino que le proporcionaría un aliado inestimable más allá de la frontera sur de Aquitania.

Firmado el acuerdo, Leonor y Berenguela emprendieron viaje por tierra y por mar para encontrarse con Richard en Sicilia. Navegaron hasta Chipre, donde se celebró la boda, el 12 de Mayo de 1191, en Limassol, en la capilla de San Jorge. En el transcurso de aquellas fiestas, Richard se coronó rey de Sicilia.

El rechazo y abandono de su hermana Alix enfrió el proyecto de Philip de seguir compartiendo cruzada con Richard, de modo que empezó a pensar en abandonar, y volver a Francia cuanto antes, algo que no interesaba en absoluto a Richard, porque si el francés albergaba deseos de venganza, hallaría sus territorios desprotegidos.

Tras pasar el invierno en Sicilia, los dos monarcas zarparon hacia Tierra Santa; Philip el 30 de marzo y Richard, el 4 de Abril de 1191.

La flota francesa llegó a Tiro donde Philip fue recibido por su primo, Conrado de Montferrato, pero la de Ricardo se vio afectada por un terrible temporal que hizo naufragar algunas de sus naves y retroceder a otras; la que transportaba a Berenguela y Joana junto con el tesoro de Ricardo, fue a parar a manos del emperador de Chipre Isaac Ducas Comneno.

Ricardo volvió a Limassol (06.05.1191) y obligó a Isaac a entregar la nave, las señoras y el tesoro, así como un refuerzo extra de quinientos hombres para la Cruzada. Cuando Comneno volvió a Famagusta, creyéndose libre de la venganza, mandó decir a Richard que abandonara la isla y se olvidara de todos los acuerdos que había aceptado por la fuerza. No necesitó nada más el Corazón de León para apoderarse de la isla entera, en este caso, ayudado por su vasallo Guido de Lusignan, que era rey de Jerusalén.

Se cuenta que Ricardo había prometido a Isaac Comneno que nunca le pondría en hierros, como se decía en la época, así que, para no faltar a su palabra, le ató con una cadena de plata, mientras que una hija de Isaac fue enviada al hogar que ya compartían Berenguela y Juana.

El ataque a Chipre tampoco figuraba entre los objetivos de la Cruzada, ni la isla suponía una amenaza, pero una vez ocupada y puesta bajo el gobierno de Richard Camville, constituyó desde entonces una base de gran valor estratégico para la navegación.

Por cierto que, este Guido era viudo de Sibila de Jerusalén, hija de un hermano de Enrique II a quien Conrado de Monferrato, casado con una hermanastra de Sibila, Isabel de Jerusalén, le disputaba el derecho a la corona con el apoyo de Philip de Francia y Leopoldo V de Austria.

Guy de Lusignan propuso una alianza a Conrado de Montferrato que este rechazó, de modo que ambos se propusieron atacar Acre, pero cada uno por su cuenta. Lusignan contaba con la ayuda de Ricardo y Conrado con la de Philip. Leopoldo V el emperador se unió a ellos al mando de las tropas del fallecido Federico Barbarroja. El 8 de junio de 1191 llegó, efectivamente Ricardo. Acre cayó en sus manos el 12 de julio 1191.

Conrado de Montferrat pactó la rendición con Saladino e izó los pendones de los reyes en la ciudad, entre ellos, el de Leopoldo, entonces vasallo de Ricardo, quien consideró que aquel no tenía derecho a figurar en paridad con él y con Philip, así que ordenó a sus hombres que retiraran su pendón, que fue arrojado al foso. Ante la ofensa, Leopoldo abandonó la Cruzada. No tardaría mucho en seguirle Philip, alegando una enfermedad, pero en realidad, por haber sostenido una grave disputa con Richard acerca del reparto del botín.  Richard se quedó sólo.

Para entonces había hecho Ricardo cerca de tres mil prisioneros musulmanes por los cuales no pudo obtener rescate alguno, así que se convertían en una rémora a la que habría que mover y alimentar. Ricardo ordenó cortarles la cabeza a todos.

Camino de Jaffa, ya en septiembre atacó y tomó la ciudad de Arsuf derrotando a Saladino (07.09.1191).

Después reconoció a Conrado como rey de Jerusalén y compensó a Guido de Lusignan entregándole Chipre. Sorprendentemente, Conrado fue asesinado antes de su coronación (28.04.1192) y, acto seguido, Ricardo organizó la boda de la viuda, con su primo Enrique II de Champaña, actitud que levantó muchas sospechas sobre los métodos y la integridad del caballero Richard; dos meses después, Felipe y Leopoldo, hartos de la inseguridad que conllevaba su alianza, abandonaron la Cruzada definitivamente.

En consecuencia, Ricardo consideró que sus posibilidades reales de retener Jerusalén eran prácticamente nulas. Esto, unido a sus informaciones de que Felipe de Francia y Juan Sin Tierra preparaban algo contra sus territorios, le obligó a pensar en la retirada, a cuyo efecto llegó a un acuerdo con Saladino, (02.09.1192) por el que este último se comprometía a no molestar a los cristianos que acudieran a los Santos Lugares, y a guardar una tregua de tres años. En diciembre, Ricardo se embarcaba de vuelta a Inglaterra.

Un fuerte temporal obligó a su flota a buscar refugio en Corfú, isla del emperador bizantino Isaac II Ángelo, que mostró su absoluto desacuerdo por la caida de Chipre en manos de Ricardo, quien abandonó la isla casi inmediatamente, para volver a encallar, en esta ocasión en la costa de Aquilea –en las proximidades de Venecia, hoy entre Austria y Eslovenia–. A partir de entonces optó por seguir camino por tierra aunque tuviera que atravesar una parte de Europa sólo habitada por enemigos. El hecho de ir convenientemente disfrazado de peregrino pobre no le libró de ser reconocido, cayendo,  ya cerca de Viena, en manos, precisamente, del ofendido Leopoldo V de Austria, quien le acusó de haber ordenado la muerte de Conrado de Montferrat, le hizo prisionero y en calidad de tal se lo entregó al emperador Enrique VI de Alemania, que lo encerró en secreto en el castillo de Dürnstein.


Ruinas del Castillo en Dürnstein.

Durante su obligada inactividad, Ricardo tuvo tiempo para desarrollar su arte poética; de ello es muestra su poema Ja nus hons pris –que comentaremos más tarde–, en el cual reprocha a sus pretendidos amigos la falta de interés por reunir el dinero exigido por su rescate. Lo cierto es que para entonces tenía pocos amigos, aunque siempre pudo contar con la inestimable, incondicional y valiosísima ayuda de su madre; se dice que Alienor tuvo que superar la cifra que Juan Sin Tierra y Felipe de Francia ofrecieron a Leopoldo.

Existe una tradición que podríamos calificar de romántica, según la cual el trovador Blondel fue quien descubrió la prisión de Enrique, alertando a la reina y los regentes para que acudiesen en su auxilio; también hablaremos de esto. En todo caso, parece ser que, sin esperar a la percepción total del rescate, Leopoldo dejó libre a Ricardo el día 4 de febrero de 1194 y que, en cuanto recibió la noticia, Felipe de Francia envió un singular mensaje a Juan sin Tierra: Look to yourself, the devil is loosed. –Ten cuidado; el diablo está suelto–.

El diablo Coeur de Lion fue de nuevo coronado, esta vez junto a su esposa, en la catedral de Winchester.

Château-Gaillard.

Más adelante, perdonó a Juan; nombró heredero a Arturo y rechazó varios ataques de Philip –Frétéval y Gisors–, así como el que el francés llevó a cabo contra su fortaleza favorita, el Château-Gaillard –The Saucy Castle– en Normandía.


En marzo de 1199 y, en plena cuaresma –época durante la cual la iglesia aconsejaba evitar la guerra–, Ricardo acudió al Lemosín con objeto de aplastar la rebeldía de uno de sus vasallos. Al parecer, cuando inspeccionaba  el castillo de Chalus-Chabrol  se detuvo a observar a un muchacho que lanzaba dardos desde un torre y se defendía de ellos con una sartén. Al parecer, esto divirtió al rey, quien, sin escudo ni armadura, observaba entre risas al francotirador, cuando inesperadamente, una flecha fue a acertar en su hombro izquierdo, muy cerca del cuello. Sea como fuere, aunque se achaca a la falta de habilidad de su médico, la herida empeoró paulatinamente, hasta poner a Ricardo a las puertas de la muerte.

Una vez descubierto, el autor del disparo fue conducido a la tienda real, donde, al parecer, Ricardo mostró, por una vez, que conocía la virtud de la clemencia, concediendo al tirador, no sólo el perdón –sigue vivo y contempla la luz del día, parece ser que le dijo–, sino que también le dio algún dinero para que pudiera hacerlo. Richard pensaba entonces en salvar su alma. No así sus hombres, quienes apenas el rey cerró los ojos por última vez, procedieron a torturar al muchacho antes de ahorcarlo.

Richard Coeur de Lion murió el 6 de abril de 1199, se dice que en brazos de su madre, dejando ordenado que su corazón fuera enterrado en la catedral de Ruán y su cuerpo en la Abadía de Fontevraud.

RICARDO CORAZÓN DE LEÓN: En general se le consideró mal marido, mal hermano, mal hijo y mal rey, pero extraordinario soldado. Así es.


El túmulo de Richard ocupa el ángulo inferior derecho, a los pies del de su padre, en Fontevraud.     

jueves, 15 de marzo de 2012

LA SOLEDAD DEL REY ENRIQUE. PLANTAGENET II


Despues de cumplir aquella penitencia, consistente en acudir descalzo a Canterbury y ser azotado públicamente ante la tumba de Thomas Becket, Enrique Plantagenet consiguió alejar de su pueblo la amenaza de excomunión, pero no pudo evitar otra igualmente peligrosa que procedía de su esposa y sus hijos.

Ocho hijos nacieron de aquel matrimonio que presumiblemente empezó por amor y así se mantuvo hasta el nacimiento del hijo menor. Los hijos que sobrevivieron, dieron lugar a una larga saga familiar, que conservó el poder en manos Plantagenet casi hasta el siglo XV. (1399)

                 William –Guillermo–, sólo vivió tres año.

            Henry The Young King  –El Joven Rey–, casado con Margarita, hija del monarca francés.

          Matilda de Inglaterra, casó con Henry The Lion, Duque de Sajonia y tuvieron cinco hijos, entre los cuales, uno fue Emperador; Otto el Grande.

         Richard I, The Lionheart, casado con Berengaria –Berenguela– de Navarra. No tuvieron hijos y pronto veremos por qué.

        Geoffrey, Duque de Bretaña por su matrimonio con Constanza de Bretaña. Tres hijos.

        Eleanor de Inglaterra, casada con Alfonso VIII de Castilla. De este matrimonio nacieron once hijos que ciñeron varias coronas, por ejemplo, Berenguela, reina de Castilla; Urraca, que casó con Alfonso II de Portugal; Blanca de Castilla, casada con Luis VIII de Francia; Leonor, esposa de Jaime I de Aragón y, por último, Enrique I, rey de Castilla.

           Juana de Inglaterra, casada, primero con Guillermo II de Sicilia y después con Raimundo VI de Toulouse. Dos hijos en el segundo matrimonio.

          Juan Sin Tierra; John Lackland, casado en primera nupcias con Isabel de Gloucester y después, con Isabelle de Angouléme que tuvo cinco hijos, entre ellos, el heredero, Enrique III; Juana, que casó con Alejandro II de Escocia e Isabel, casada con otro Emperador, Federico II.

Fue durante la gestación de Juan Sin Tierra cuando Enrique y Alienor se distanciaron definitivamente. Enrique había empezado una relación con  Rosemunde Clifford, que Alienor no estaba dispuesta a consentir.

Para empezar, el mayor, o mejor, el Joven Rey –de quien su padre había hecho una especie de correinante en aquella ceremonia que le costó la insubordinación definitiva de Thomas Becket-, reclamó porque su título no comportaba poder efectivo.

Más tarde, para facilitar el matrimonio del hijo menor, John, Enrique le otorgó la propiedad de tres castillos en Anjou, lo que provocó una nueva exigencia por parte de Henry el Joven, la de gobernar personalmente, bien en Inglaterra, bien en Normandía o Anjou. Ante la negativa del rey Henry huyó a la corte francesa y con la ayuda de su suegro, el monarca francés, se rebeló contra su padre. Pronto se le unieron sus hermanos, Richard, duque de Aquitania y Geoffrey, ya duque de Bretaña, por su matrimonio.

La reina Alienor, tomó partido por los hijos; se supone que para entonces, Enrique ya mantenía aquella relación con Rosemunde Clifford, con la cual se dijo que tuvo el rey dos hijos, a los que amó tiernamente.

Eleanor intentó reunirse con Richard y Geoffrey en Francia, a cuyo fin emprendió viaje disfrazada de hombre, pero fue capturada y encarcelada por su marido en el castillo de Chinón de donde no salió hasta la muerte de este.

Cuando el monarca francés fracasó en su ataque a Normandía, Enrique tuvo la oportunidad de hacer las paces con sus hijos, aunque no por mucho tiempo. El Joven Henry se enfrentó de nuevo a Richard, y este pidió ayuda a su padre, lo que no impidió que el Joven Henry –siguiendo a su mala estrella–, se dedicara a devastar Aquitania. Durante esta acción, asaltó y saqueó el célebre santuario de Rocamadour. Después de lo cual cayó mortalmente enfermo.

Rocamadour es el prestigioso templo de la Virgen Negra, construido sobre las rocas, en las que tradicionalmente también se encuentra Durendal –Durandarte, la celebérrima espada de Roland.

Cuando el Joven Rey supo que la muerte estaba próxima, pidió que pusieran su cuerpo en tierra sobre un lecho de ceniza, en señal de penitencia. Después imploró a su padre que acudiera a su lado para otorgarle el perdón. Enrique II, desconfió porque ya antes había caído en una emboscada cuando, habiendo acudido a parlamentar con su hijo, recibió una lluvia de flechas. Se negó, pues, a verlo, pero le hizo llegar un anillo de zafiro, que había pertenecido a su abuelo Enrique I, como símbolo de perdón.

Pocos días después, moría el Henry el Joven. Tanto su padre como Eleanor, lloraron sinceramente la pérdida de aquel hijo de tan inestables afectos.

Enrique se vio obligado entonces a volver a repartir el Imperio. Ofreció Anjou, Maine, Normandía e Inglaterra a Richard, con la condición de que renunciara a Aquitania en favor del pequeño Juan, aunque de nada sirvió, porque, siguiendo la acostumbrada, diabólica y mejor tradición Plantagenet, Richard, indignado, se negó a ceder nada. John y Geoffrey fueron enviados a Aquitania para arrebatarle la provincia por la fuerza, pero ni los dos juntos reunieron la suficiente energía para derrotar a Richard.

Tras esto, Enrique ordenó a los dos que volvieran a Inglaterra, pero Geoffey, definido por la crónica como un verdadero traidor indigno de toda confianza,  encontró la muerte en París en el curso de un torneo, en 1186.

Felipe Augusto, el monarca francés, estaba loco por intervenir en las luchas familiares de los Plantagenet con el fin de arrancarles los territorios que anteriormente habían pertenecido a su familia, así que sembró la suspicacia entre padre e hijo, sugiriendo a Richard que aquel se proponía desheredarlo en favor del pequeño Juan, al que todo el mundo sabía que el rey prefería. Richard reclamó entonces el reconocimiento efectivo y pleno de su condición de heredero de todo el imperio angevino, algo a lo que Enrique se negó radicalmente, sin permitir siquiera que se le hablara de ello.

Richard en consecuencia, le declaró la guerra. Pero para entonces, el rey a quien empezaban a pesar la edad y las decepciones, cayó enfermo y no pudo acudir al campo de batalla. Richard interpretó que todo eran disculpas urdidas para evitar el encuentro, por lo que impetuosamente, y con la colaboración de su aliado francés Louis Phillip, decidió atacar la ciudad de Le Mans, donde se encontraba su padre.

Ante la seguridad de que se iba a producir una entrada peligrosa, Enrique ordenó quemar los suburbios del sur de la ciudad, lo que cortaría el paso a las tropas asaltantes, pero –siempre aquella negra estrella-, el viento cambió y el fuego se volvió contra él, destruyendo ante sus ojos y su impotencia la ciudad donde había nacido y donde estaba enterrado su padre.

Obligado a abandonarla, enfermo y abatido, fue perseguido por su hijo, que como se ve, no albergaba el menor sentimiento de piedad hacia su progenitor.

Más tarde, desde la distancia, Enrique volvió la vista sobre las cenizas de Le Mans y, con el corazón lleno de amargura, maldijo al cielo por lo que consideraba como un terrible destino.

Cerca de Tours se organizó una reunión entre las partes en conflicto. Felipe de Francia, impresionado por el aspecto demacrado del Rey, le ofreció su capa para que pudiera sentarse sobre ella en el suelo, pero con un destello de su antiguo espíritu, orgullosamente, Henry rechazó la ayuda. Con sus energías agotadas y el corazón destruido, el monarca se vio obligado a aceptar todas las condiciones impuestas por Richard.

Terminada la conferencia, los contendientes debían darse un beso en señal de paz; parece que ello dio ocasión a Enrique para susurrar al oido de su hijo:

¡Quiera Dios que no muera hasta que me haya vengado de ti!.
(God grant that I die not until I have avenged myself on thee).

Después, expresó un único deseo, que se le entregara una lista con los nombres de todos los señores que se habían levantado contra él.

El Viejo León, profundamente herido y cruelmente decepcionado, se retiró a Chinón. Cuando le entregaron la lista de los rebeldes, su dolor se tornó insoportable; el primer nombre, era el de su hijo menor, John, por el que tanto había luchado y tal vez al que más amó.

–¡Ya has dicho bastante! –exclamó al oírlo y, a partir de aquel momento no quiso saber nada más.

Sólo dos hombres permanecieron leales a su lado, William Marshall y su hijo ilegítimo Geoffrey, quien no le abandonó en ningún momento. Este Geoffrey, más tarde Arzobispo de York, era entonces considerado  como uno de los hijos de Rosemunde Clifford.

-Tú eres mi verdadero hijo –le dijo el rey con amargura-; los otros; esos son los bastardos. (You are my true son, the others, they are the bastards).

Fue el día 6 de julio de 1189. A punto de perder la conciencia aún se le oyó decir:
-Ahora, que las cosas vayan como quieran; ya no me preocupo, ni por mi mismo, ni por ninguna otra cosa más en este mundo. (Now let everything go as it will, I care no longer for myself or anything else in this world.).

Sus últimas palabras fueron: ¡Humillación sobre un rey vencido!.

Su cuerpo fue depositado en la capilla del castillo de Chinon, donde quedó miserablemente despojado por la servidumbre, hasta el punto que se dice que William Marshall y Geoffrey, para poder colocarle los acostumbrados símbolos reales; corona, cetro y anillo, tuvieron que quitárselos a una estatua del castillo.

William Marshall convocó al nuevo rey Richard I, quien se quedó mirando el cadáver de su padre sin la menor señal de emoción. Todavía no era conocido como Corazón de León.
Finalmente, y de acuerdo con sus deseos, el cadaver de Henry fue llevado a Fontevrault o Fontevraud, en Anjou, donde recibió sepultura. A partir de su enterramiento,  la abadía se convirtió en mausoleo de los monarcas angevinos.

Varias mujeres participaron significativamente en la vida de Enrique II, pero habría que destacar a dos entre ellas, de las cuales ya hemos hablado. La primera, sin duda, sería su esposa Leonor de Aquitania, cuya talla histórica requiere más espacio. Sobre la otra, Rosemund Clifford, añadiremos algo ahora.
Rosemund sería, sin duda la cara opuesta de la medalla de Alienor, aunque es muy poco lo que se sabe de ella, se acepta generalmente que su historia de amor con Enrique II fue breve y desinteresada, y aunque se extendió a lo largo de once años. Lo más verosímil es que ambos se reunieran en muy contadas ocasiones.

Como ya hemos recordado, se dice que podrían haberse conocido cuando Alienor estaba embarazada de su último hijo, John Lackland, cuyo nacimiento, de acuerdo con una tradición muy popularizada, se produjo en el castillo de Beaumont y no en el de Woodstok, que era el apropiado, pero en el cual vivía entonces Rosemunde.

Se creyó durante mucho tiempo, que Rosemunde había tenido dos hijos con Enrique –uno de los cuales, Geoffrey, fue el que acompañó a su padre en ocasión de su derrota y muerte–, pero en ambos casos, la maternidad fue posteriormente adjudicada a otras amantes del monarca Plantagenet.


Sea como fuere, la Belle Rosemonde o Fair Rosamund, tras ser públicamente insultada por Gerald of Wales quien latinizó su nombre como Rosa Inmundi –una ingeniosidad que causó mucha risa–, decidió retirarse, en 1176 al Priorato de Godstow, cerca de Oxford, donde falleció tras una existencia de piedad y oración.

Godstow Priory
Y allí permanecieron sus restos, curiosamente convertidos en objeto de veneración popular hasta que –después de la muerte de Enrique II– el obispo de Lincoln ordenó que fueran retirados de la capilla y trasladados al cementerio exterior, bajo un humillante epitafio, indigno, como venganza sobre un muerto, y deplorable por su vulgaridad.

Rosamunda se convirtió en una heroína romántica que constituyó la base de algunas recreaciones imaginativas de carácter artístico y literario. Así, Gaetano Donizetti estrenó, en 1834 la ópera Rosmonda d'Inghilterra con libreto de Felice Romani.

Óleo firmado en 1917 por  John William Waterhouse, titulado Fair Rosamund.


domingo, 11 de marzo de 2012

DOS GRANDES AMIGOS. HENRY II PLANTAGENET - THOMAS BECKET

DOS GRANDES AMIGOS

La Abadía de Fontevraud se eleva serena y majestuosa muy próxima a los magníficos castillos y palacios que bordean el curso del Loira.
  
Sobre unos sencillos monumentos funerarios, que ya no contienen restos mortales, yacen cuatro figuras policromadas, dramáticamente evocadoras de un período de la turbulenta historia que, en tiempos compartieron Inglaterra y Francia.
Leonor de Aquitania y su marido, Enrique II de Anjou, rey de Inglaterra –uno de nuestros DOS GRANDES AMIGOS–, están representados en los dos túmulos superiores.


En cuanto al segundo GRAN AMIGO, Thomas Becket, sabemos que sus restos se guardaron en este cofrecito que hoy se custodia en el Museo Victoria y Alberto de Londres.
  
Los hechos que siguen son complejos, pero es relativamente fácil, relacionarlos si seguimos el hilo de las crónicas; lo realmente difícil es describir las pasiones humanas que los propiciaron. En definitiva, Henry II de Anjou, Plantagenet, fue y es considerado un buen monarca, pero tuvo una vida privada absolutamente desastrosa y trágica de principio a fin. En su devenir se enfrentaron a él, su esposa, sus hijos y su mejor amigo, a todos los cuales perdió finalmente. Sólo Geoffrey, Arzobispo de York, su hijo ilegítimo, permaneció junto a él para confortarlo en sus últimas horas.

En 1189 fallecía Enrique en el castillo de Chinon; sus restos fueron depositados en la Abadía de Fontevraud, como sabemos, donde descansaron hasta la Revolución francesa.

Antes de que Enrique ascendiera al trono, Inglaterra atravesó un período de desorden que duró aproximadamente veinte años. Enrique I había designado como heredera a su hija Matilde –Maud–, casada con Geoffrey, Conde de Anjou, pero al morir el monarca surgió otro pretendiente: Esteban, un nieto de Guillermo el Conquistador. Los súbditos repartieron sus simpatías y sus armas entre ambos y así transcurrieron esos veinte años, durante los cuales, todas las energías se emplearon a partes iguales entre la guerra y la construcción de monasterios; sólo Esteban hizo levantar más de cien edificios de carácter religioso.

Y fue la Iglesia quien finalmente ideó y propuso una solución que aceptaron las dos partes: en Wallingford se firmó un Tratado, posteriormente confirmado en Westminster, mediante el cual Enrique, el hijo de Maud –que para entonces ya era Conde de Anjou por muerte de su padre–, sería adoptado por Esteban y se convertiría en su heredero.

Enrique II es uno de los pocos monarcas que no tienen sobrenombre, pero era un Plantagenet, apellido que procedía de un antepasado que solía llevar una Plant–a–Genet –ramita de genista–, en el sombrero; Sprig–a–Broom, dentro del bilingüismo reinante, expresión ésta que, a su vez, el pueblo transformó en Sprig–a–Devil, es decir, Rama del Diablo, ya que dicha familia era conocida por sus célebres maldades y por la supuesta práctica de la brujería, todo lo cual los convertía popularmente en descendientes del diablo.

Enrique era hombre sobrado de energías y duro de carácter, pero también asombrosamente culto; tenía modales exquisitos y, al parecer, era un gran seductor, tanto, que cuando se presentó ante el rey de Francia Luis VII para rendirle el homenaje debido por sus posesiones en Anjou, la reina, Alienor, Leonor de Aquitania, se quedó prendada de él. Era Leonor tan temperamental, violenta e inmediata como su vasallo y, por aquel entonces, le pesaba su esposo, el rey Luis, al que consideraba un monje.

Dos meses después –el 18 de enero de 1152–, se casaban, Henry, de 19 años y Alienor de 29, quien entregaba como dote a su nuevo esposo el Ducado de Aquitania con todos sus territorios y señoríos, de modo que Henry, quien por sus padres ya era Duque de Normadía y Anjou, alcanzaba en Francia unos dominios territoriales superiores a los del propio monarca francés. Ocho hijos tuvieron, de algunos de los cuales se ocupará mucho la Historia.

He aquí que el Arzobispo de Canterbury tenía gran interés en vigilar los pasos del nuevo soberano y, a este efecto, destinó a Thomas Becket, un normando de 38 años que procedía de una familia de mercaderes acomodados y había sido educado como un gentilhombre.

Desde el primer momento Henry y Thomas se hicieron inseparables. Buen jinete, torneador, ingenioso y trabajador, Thomas se convirtió en el perfecto Canciller y amigo junto al cual el rey vivió las que probablemente fueron las mejores horas de su vida.

Becket o el honor de Dios de Jean Anouilh, fue la base del guión para la película de igual título, dirigida en 1964 por Peter Glenville, en la que Richard Burton –Becket– y Peter O'Toole –Henry II–, representan con asombroso realismo las características de ambos personajes.

En esto, falleció el Arzobispo de Canterbury y Henry se propuso colocar a Becket en su sede. Para ello hubo de empeñarse, pues el Canciller era famoso y mucho más conocido por caballero que por religioso. Pero Henry se proponía y hacía, así que Becket fue Arzobispo de Canterbury, aunque se dice que en un principio se negó a aceptarlo previendo que su elección podría imponerle ciertas decisiones desagradables para su amigo el rey cuya personalidad e intereses conocía con exactitud.

Prácticamente desde el momento en que Becket puso un pie en Canterbury, dejó fuera al caballero y al amigo del rey y se convirtió en una especie de asceta con un claro concepto de sus nuevas prioridades, si se veía en la necesidad de optar entre el servicio de Dios y el de su señor. El monarca quedó al margen de su existencia, como quedó su armadura. Y empezó la guerra entre los dos amigos. 

Hacía años que en Inglaterra se habían separado los tribunales civiles y los eclesiásticos, pero, andando el tiempo, la iglesia fue asumiendo la mayor parte de las causas, aduciendo que en el origen de todo crimen o delito, siempre había un caso de conciencia. Además, el pueblo, en general, prefería la justicia eclesiástica, que sólo imponía multas o penitencias, al contrario que la civil, muy habituada a cortar cabezas.

A su vuelta del Concilio de Tours, Becket traía varios presupuestos que no consideraba negociables: abolición de la jurisdicción civil sobre la eclesiástica; elección por parte de la iglesia de sus prelados, sin intervención real y propiedad absoluta e independiente de sus bienes.

Enrique, por su parte, exigía la igualdad de todos los individuos ante la ley, de modo que, en su opinión, cualquier clérigo condenado por delitos civiles debía ser degradado y entregado a la justicia civil, a lo que Becket se opuso, alegando que semejante medida supondría ser juzgado dos veces por el mismo delito. En consecuencia, Enrique, viendo que la administración civil de justicia perdía contenido de día en día, convocó a su vez el Concilio de Clarendon, en el cual, finalmente, se aprobaron todas las propuestas reales. Becket también las firmó, pero más tarde alegó que lo había hecho bajo amenazas. El Papa relevó al Arzobispo de su juramento, pero ello no le libró de ser condenado por un tribunal civil; hasta ahí habían llegado las cosas entre los dos viejos amigos.

Acto seguido, Becket se armó con su báculo y se fue a Francia, a la ciudad de Vezelay, desde donde lanzó excomuniones para todos aquellos que se habían pronunciado contra él.

Enrique II, a quien también alcanzaba la temida excomunión, sabía que si esta llegaba a pronunciarse, todo su reino seguiría la misma suerte, de modo que reprimió su cólera y, reuniendo toda la paciencia de que fue capaz, acudió a Freteval, en Normandía, donde se encontraba entonces el Arzobispo, resuelto a hacer las paces con él, algo que pareció lograr, cuando finalmente Becket juró respetar las leyes civiles y aceptó volver a Inglaterra. El sacrificio de buena parte de sus principios por parte de ambos, parecía haberlos devuelto a la senda del buen entendimiento.

Pero, en realidad nada se había resuelto. Apenas llevaba el Arzobispo unos días en Inglaterra, cuando recibió despachos de Roma, que él mismo había solicitado, mediante los cuales, el Pontífice degradaba a todos los Obispos que no le habían apoyado.

El hecho desató la ira, a duras penas contenida hasta entonces, de Henry. De acuerdo con las leyes que Becket había jurado acatar, ningún súbdito podía recurrir a Roma sin autorización real. Pero las diferencias no terminaron ahí.

En 1170 los arzobispos de York, Londres y Salisbury, celebraron una ceremonia en Londres, por la cual coronaban al segundo hijo de Enrique, con el fin de que pudiera ejercer el gobierno con su padre. Henry, el hijo, fue llamado The Young King, El Joven Rey, aunque tal vez fuera más popular su curioso apodo, Courtmantle; Manto Corto. Al parecer, tal ceremonia era privilegio de Canterbury, de modo que cuando Becket lo supo, procedió a excomulgar a los tres obispos participantes.

Enrique recibió la noticia cuando celebraba la noche del 24 de diciembre de 1170, en Lisieux. De acuerdo con todos los relatos, fue entonces cuando, agotada su paciencia ante aquella actitud que consideraba un verdadero reto, gritó:
-¿Qué miserables haraganes y traidores he alimentado y criado en mi propia casa, que permiten que su señor sea tratado de forma tan ignominiosa por un clérigo mal nacido?

Al parecer, tales palabras, con el tiempo sufrieron una extraña transformación: "¿Es que nadie me va a librar de ese sacerdote turbulento?"

En todo caso, cuatro caballeros presentes, bien al sentirse aludidos como miserables haraganes, que no hacían nada por su señor, o quizás porque  entendieron como una orden lo de que alguien debía impedir que ese mismo señor fuera tratado de forma tan ignominiosa, se dispusieron a cruzar el Canal aquella misma noche.

Cinco días después, el 29 de diciembre, Sir Reginald Fitzurse, Sir Hugo de Morville, Sir William Tracy y Sir Richard Le Breton llegaban a la Catedral de Canterbury.

Dejando sus espadas al pie de un arbol junto al atrio, y ocultas sus armaduras bajo la capa, entraron en el templo acompañados por un cierto subdiácono, clérigo del diablo, llamado Hugh.

–¿Dónde está Thomas Becket, traidor al rey y al reino?
No hubo respuesta.
–¿Dónde está el arzobispo? –Preguntaron de nuevo.
–Aquí estoy –se oyó una voz tranquila–, y no soy un traidor al rey, sino un sacerdote. ¿Por qué me buscáis? Dios me prohibe enfrentarme a vosotros con la espada–, dijo e hizo ademán de marcharse, pero los caballeros se aproximaron a él.
–Absuelve y restaura en la comunión a aquellos que has excomulgado y devuelve sus oficios a los que has suspendido–, dijo uno de ellos, a lo cual Thomas replicó:
-No se han arrepentido, de modo que no los absolveré. 
-Entonces morirás ahora y experimentarás lo que tú mismo has provocado.
–Estoy preparado para morir por mi Señor y sé que mi sangre traerá a la iglesia paz y libertad, pero, en nombre de Dios omnipotente os prohibo que hagáis daño a estos hombres en ningúna manera, sean clérigos o civiles.

Entonces le informaron de la obligación de presentarse en Winchester para dar cuenta de sus actos, pero, como era de esperar, Becket respondió que no tenía que dar cuenta de nada y menos en Winchester. Los caballeros salieron de nuevo y tomaron sus espadas.

Con un rápido movimiento pusieron sus sacrílegas manos sobre él tratando de sacarlo fuera de los muros de la iglesia como un prisionero, pero no pudieron separarlo de una columna. Entonces dijo Becket a uno de los caballeros:

–No me toques, Rainaldus –Fitzurse-, tú, que me debes fidelidad y obediencia; tú que como loco sigues a tus cómplices.


–No te debo ninguna fidelidad ni obediencia porque te opones a la lealtad que debo al rey mi señor.

El invencible martir –continúa describiendo el testigo llamado Grim-, viendo que llegaba la hora que le traería el final de esta miserable vida mortal, inclinó la cabeza y se puso a orar uniendo las manos. Pero apenas terminó de hablar el impío caballero, temiendo que Thomas pudiera ser salvado por la gente y escapara con vida, de pronto se lanzó sobre él y le hirió en la cabeza. Grim, que por el mismo golpe fue herido en un brazo, sostuvo al Arzobispo entre sus brazos.

Becket recibió otro golpe en la cabeza y aún se mantuvo en pie, pero con un tercero, cayó de rodillas diciendo en voz baja: Por el nombre de Jesús y la protección de la Iglesia, estoy preparado para abrazar a la muerte.

Entonces el tercer caballero infligió una herida definitiva al caido; con rabia golpeó con la espada su coronilla separándola de la cabeza y cayó al suelo, donde el cerebro se mezcló con la sangre, cambiando su color en lila y rosa –los colores de la Virgen María–.

Un quinto hombre, no caballero, sino clérigo que entró con ellos, pisando el cuello del santo sacerdote –¡horrible es tener que decirlo!-, esparció sus sesos y la sangre por el suelo, diciendo a los demás:

–Podemos irnos de aquí, caballeros, este no volverá a levantarse.

Los mismos hombres que no dudaban en sacrificar la vida sin otro interés que el de recuperar los santos lugares en beneficio exclusivo de su alma, podían, llegado el caso, matar ferozmente a un hombre desarmado; la brutalidad asociada a la caballeresca armadura, produjo actos de ambos tipos en innumerables ocasiones.

Hasta aquí, la muerte del primero de los dos amigos. El rey Plantagenet siguió muriendo, aunque tardó mucho más que Thomas.

Cuando los monjes disponían el cuerpo de Thomas Becket para su enterramiento, lo hallaron lleno de marcas y heridas causadas por la aplicación de disciplinas.

El Papa excomulgó a los cuatro caballeros quienes posteriormente hubieron de peregrinar a Roma en busca del perdón, que el pontífice les concedería tras cumplir  una penitencia consistente en catorce años de servicio en Tierra Santa.

Menos de tres años después de su muerte, Becket fue canonizado y sus restos mortales se convirtieron en objeto de peregrinaciones masivas. En un principio fueron depositados en Saint Dunsntan, para pasar más tarde a la Capilla Holly Trinity, también en Canterbury. Hoy arde permanentemente una vela en el lugar que ocuparon antes de pasar al Museo Victoria y Alberto, dentro la urna que ya conocemos, en uno de cuyos laterales se representa vivamente el momento fatal del ataque de los caballeros.



La veneración del Santo dio lugar a su vez, a un cierto ambiente de sordo rechazo hacia el rey excolmulgado, cuya popularidad decrecía al mismo ritmo que aumentaba la del santo.

Finalmente Henry se vio compelido a solicitar la absolución, a cuyo efecto hubo de hacer frente a su propia penitencia. Se dirigió a Canterbury en peregrinación –parece que iba descalzo– y allí, en la cripta, junto a la tumba de su antiguo amigo, habiendo dejado su torso al descubierto, se dice que fue azotado por setenta monjes.

Enrique fue absuelto, pero la vida le reservaba terribles decepciones, propiciadas, esencialmente por parte de sus propios hijos. De ellos nos ocuparemos en próximos capítulos, porque se trata de personajes del calibre histórico de Ricardo Corazón de León  –Richard Coeur de Lion–, o Juan Sin Tierra –John Lackland–.

Nos detendremos un instante, sin embargo, en su hija, Leonor Plantagenet, quien en 1170 se casó con el rey castellano Alfonso VIII. La novia recibió en arras la ciudad de Soria, en cuyo centro se encontraba la Iglesia de San Nicolás, de la que hoy podemos contemplar una sugestiva ruina que logra abstraernos de la actualidad a pesar de los siglos. 

Pues bien, como homenaje o, tal vez como desagravio hacia Becket, Leonor hizo pintar sobre sus muros una representación de los hechos que dieron lugar a la muerte de Santo Tomás Becket, parte de la cual fue descubierta e identificada, hace muy pocos años.

Continuará…