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viernes, 1 de diciembre de 2017

Romanticismo y Románticos – y VII– ZORRILLA



Byron – Hugo – Espronceda – Scott – Chateaubriand – Zorrilla

Finalmente, Zorrilla, leyendo, convertido en el centro de atención de una grande y variada concurrencia en la obra maestra de Esquivel.


El Poeta Zorrilla. 
Artículo de José Velarde

Era la tarde del 15 de Febrero de 1837. En el cementerio de la puerta de Fuencarral, un numeroso concurso se apiñaba en derredor de un joven desconocido, delgado, pálido, de larga cabellera y expresivos ojos, que, acongojado y convulso, leía, ante un féretro adornado con una corona de laurel, una sentida poesía.

El concurso lo formaba todo el Madrid artístico; el féretro encerraba el cadáver de Larra; el poeta era Zorrilla.

Aquella tarde fría y nebulosa fue solemne; vio la conjunción de dos crepúsculos. Un sol se alzaba en el oriente de la literatura al hundirse otro sol en el ocaso. A los desgarradores acentos de «La noche buena del poeta», de Fígaro, último canto del cisne moribundo, cuyos ecos aún estremecían el aire, se unieron los acordes del arpa de Zorrilla, primeros cantos de la alondra al alba. España, al perder al más grande de sus críticos, encontró al más popular de sus poetas.

Zorrilla ha sido anatematizado por los retóricos que jamás han previsto á los poetas ni los han comprendido, preciándose de las medianías que siguen sus reglas y odiando al genio que las deshace.

¡Qué poder el del genio! En vano curiosos eruditos é historiadores concienzudos se afanan en dar á conocer el verdadero carácter de D. Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastián en el inhospitalario suelo de África, y en negar la vida borrascosa de Mañara, ó sea de D. Juan Tenorio.

¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay más D. Pedro de Castilla que el del Zapatero y el Rey, ni otro D. Sebastián que el de Traidor, inconfeso y mártir, y D. Juan Tenorio fue sevillano y mató al Comendador, y amó á Dª.  Inés, y cenó con los muertos y se fue á la gloria.

A más, que la mano del «Cristo de la Vega», al desclavarse para jurar, decretó la inmortalidad de nuestro poeta. 

¿Cómo, premia la patria los merecimientos de su esclarecido hijo?

Hoy que la edad le agobia y el trabajo le fatiga, le han retirado la modesta asignación con que vivía y lo ha abandonado a la miseria, sin duda para que ciña a un tiempo a sus sienes la corona de laurel de la poesía y la de espinas del martirio. 
José Velarde


Respuesta de Zorrilla.
Al joven poeta D. José Velarde:

Llegó á mis manos con retraso, porque vivo en el retiro de mi hogar, por donde acaba de pasar la muerte, el artículo que me dedicó V. en el número de El Imparcial, del lunes 29 de Setiembre.

Yo soy, Sr. Velarde, lo único que he podido ser: lo único que Dios ha querido que sea: un poeta español hijo ignorante y desatalentado de la naturaleza, que ha cantado á su patria, como ha podido. Gracias, mil gracias, Sr. Velarde.

Yo me ausenté de mi patria en 1847 por razones que á nadie importan: me fui el 55 á América por pesares y desventuras, que nadie sabrá hasta después de mi muerte, con la esperanza de que la fiebre amarilla, la viruela negra ó cualquiera otra enfermedad de cualquier color acabaran oscuramente conmigo en aquellas remotas regiones. No quiso Dios que allá muriera.

Madrid, declarado en estado de sitio, y prohibida en él la reunión pública de más de cinco personas, reunió cuatro mil, para acompañarme á mi casa desde la estación, una mañana de Octubre de 1866. No pasa un mes de Noviembre en que no haga en mi favor alguna ruidosa demostración en alguna representación de mi Don Juan.

Empieza V. su artículo por un recuerdo de la tarde del 15 de Febrero de 1837: un lunes le diré á V. de aquel día lo que nadie sabe…
José Zorrilla


15 de Febrero de 1837, la verdad de lo que en aquel día sucedió.

Hay quien hoy me cuenta a mí de mí mismo lo que jamás pasó, ni pudo pasar por mí; y yo callo y escucho, convencido de lo inútil que sería intentar convencerle de que yo, y no él, soy quien debe saber la verdad; pero vamos al 15 de Febrero de 1837.

Metióme mi padre á los nueve años en el Real Seminario de Nobles, establecido por los jesuitas.  En aquel colegio comencé yo. Me apliqué al dibujo, á la esgrima y á las bellas letras, leyendo á escondidas á Walter Scott, á Fenimore Cooper y á Chateaubriand, y cometiendo en fin á los doce años mi primer delito de escribir versos. 

Celebráronmelos los jesuitas y fomentaron mi inclinación. Y llegué á ser galán en el teatro en que se celebraban estos, y se ejecutaban unas comedias del teatro antiguo, refundidas por los jesuitas; en las cuales, atendiendo á la moral, los amantes se transformaban en hermanos, y con cuyo sistema resultaba un galimatías de moralidad que hacia sonreír al malicioso Fernando VII y fruncir el entrecejo á su hermano el infante D. Carlos, que asistían alguna vez á nuestras funciones de Navidad.

Salió mi padre desterrado de Madrid y Sitios Reales el 1832, y yo del Seminario el 33. Murió á poco el Rey Don Fernando VII. Sopló la revolución; encendióse la guerra civil, envióme mi padre desde su destierro de Lerrna á estudiar leyes á la Universidad de Toledo, donde siguiendo mi mismo sistema del Seminario, en vez de asistir asiduamente á la Universidad, me di á dibujar los peñascos de la Virgen del Valle, el Castillo de San Servando y los puentes del Tajo; y vagando día y noche como encantado por aquellas calles moriscas, aquellas sinagogas y aquellas mezquitas convertidas en templos, en vez de llenarme la cabeza de definiciones de Heinecio y de Vinnio, incrusté en mi imaginación los góticos rosetones y las preciosas cresterías de la Catedral y de San Juan de los Reyes, entre las leyendas de la torre de D. Rodrigo, de los palacios de Galiana y del Cristo de la Vega, á quien debo hoy mi reputación de poeta legendario.

Mi tío, el prebendado á cuya casa me había enviado mi padre, se escandalizó de que yo leyera á Víctor Hugo y tomó muy á mal mi amistad con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro Madrazo eran condiscípulos míos de colegio, y concluyó por escribir á mi padre que yo no era más que un botarate, que más iba para pinta-monas que para abogado, según los papelotes que llenaba de piedras, de torres y de inscripciones.

No pluguieron mucho á mi padre los informes del prebendado toledano; y al año siguiente me envió á continuar mis estudios á Valladolid. Hícelo yo allí mucho peor que en Toledo; y evocando mis recuerdos de niño en la ciudad donde había nacido, y encontrándome otra vez á Pedro Madrazo en aquella Universidad, continué dándome á estudiar piedras, ruinas y tradiciones, ayudado por los periódicos y publicaciones literarias que recibía de Madrid Pedro Madrazo; cuya casa era entonces emporio del arte, donde brillaban ya los cuadros de su hermano Federico, y donde Ochoa tenia la redacción de El Artista, el primer periódico literario é ilustrado de España.

Atraquéme, pues, de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del Romancero y de Jorge Manrique. En vista de lo cual, el procurador á quien por él estaba encargado, escribió á mi padre punto más de lo escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazán vagabundo, que me andaba por los cementerios á media noche como un vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en fin, amigo de los hijos de los que no lo habían sido nunca de mi padre, como Miguel de los Santos Álvarez. Y díjome mi padre, al enviarme por tercera vez á la Universidad de Valladolid: 

-Tú tienes traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de bachiller á claustro pleno, te pongo unas polainas y te envió á cavar tus viñas de Torquemada.

Anuncié redondamente que así me graduaría yo á claustro pleno aquel año, como que volaran bueyes. 

Metiéronme, pues, en una galera, que iba para Lerma, á cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi casa no iba á serme muy agradable; y sin pensar ¡insensato! en la amargura y desesperación en que iba á sumir á mi desterrada familia, en un descuido del conductor, eché á lomos de una yegua, que no era mía y que por aquellos campos pastaba, y me volví á Valladolid por el valle de Esgueva.

Y entré sobre ella en Valladolid al anochecer, donde la vendí: y acomodándome en otra galera que para Madrid al amanecer salía, me desembanasté á los tres días en la calle de Alcalá, y me perdí á la ventura por las de esta coronada villa.

Dándome por hijo de un artista italiano, gracias á mis principios de dibujo y á la lengua italiana que me era familiar, tardó mucho en dar con mi rastro. Presénteme yo á mis amigos y condiscípulos de Madrid; pero pronto tuve que esquivarme de los duques de Villahermosa y de los Madrazo, que recibieron cartas de mi padre.

Entonces.... ¡ay de mí! busqué y contraje otras amistades. Prediqué en las mesas del café Nuevo una política de locos y entonces escribí en un periódico que solo duró dos meses, al cabo de los cuales dio la policía tras de sus redactores, con el objeto de encargarles de hacer un viaje á Filipinas por cuenta, del ministerio de la Gobernación

Vi yo la justicia, por el balcón, entrar por la puerta principal que bajo él estaba; y montando en la baranda de otro que se abría sobre un patio de una vecina casa, por la parte posterior de la de la redacción, caí diestra y silenciosamente á cuatro pies sobre sus enyerbadas losas; emboqué un callejón oscuro que ante mí se abría, y justificando mi apellido, me escurrí por él hasta la calle opuesta de la manzana; … y de recodo en recodo, y de callejón en pasadizo, di conmigo en la de la Esgrima, y en ella de manos á boca con un gitano á quien había salvado de ser fusilado dos años hacia en la tierra de Aranda. 

Víle y conocióme;  preguntóme y respondíle; comprendióme á media palabra, y llevándome á un cuarto del núm. 30 y... tantos, trenzóme la melena, coloróme el semblante, y endosándome unas calzoneras y una chaqueta de pana, con un sombrero con más falda que una dolorosa de procesión, y una faja más ancha que la del Zodíaco, me sacó entre los de su cuadrilla por la puerta y puente de Toledo; sirviéndome de infalible seña gitanesca mi trenzada melena, que, riza y suelta, servía de seña personal á los que pretendían enviarme á saber lo que en Filipinas ocurría. Diez días después, torné yo a pasar, desteñido y destrenzado, por la Puerta de Toledo, y volví á vivir á salto de mata, y á dormir en casa de un cestero, que de portero habíamos tenido en la redacción.

... y así me cogió en Madrid el día 12 de febrero de 1837, anterior con tres al del entierro de Larra. Seré claro y sincero en mi narración, para que mi claridad y sinceridad prueben á lo menos lealtad y modestia: probando que en la altura á que me ha elevado el favor público, no he perdido nunca de vista ni la nada en que yo nací, ni el polvo de que aquel me levantó.

Habíase venido á Madrid, siguiendo mi mal ejemplo, mi grande amigo Miguel de los Santos Álvarez, en cuya casa pasé la noche que en Valladolid me detuve en mi fuga de la mía paterna, y único confidente de los secretos de mi corazón. Mi primer amor a una mujer, y la esperanza de conseguirla, y el amor á mi padre y la esperanza de sepultar su enojo bajo una montaña de laureles.

Álvarez estaba en Madrid con consentimiento de su familia hacia muy pocos días, y yo pasaba las noches en la bohardilla de mi pobre cestero, las mañanas en el hospedaje de Álvarez, el centro de los días en la Biblioteca Nacional, y las tardes y primeras horas de la noche vagando con Álvarez por las calles de la corte. 

Y aconteció que entre las personas con quienes un día tropezamos en la Biblioteca, acertó á ser una la de un italiano al servicio del infante D. Sebastián, llamado Joaquín Massard, quien con un su hermano Federico andaba bien admitido por las tertulias y reuniones, poseían dos deliciosas voces, de tenor el uno y de barítono el otro. Abordónos Joaquín Massard, que por Pedro Madrazo nos conocía, y nos dio de repente la noticia de que Larra se había suicidado al anochecer del día anterior

Dejónos estupefactos semejante noticia, y  asombróle á él que ignorásemos lo que todo Madrid sabia, é invitónos á ir con él á ver el cadáver de Larra depositado en la bóveda de Santiago. Aceptamos y fuimos. Massard conocía á todo el mundo y tenia entrada en todas partes. Bajamos á la bóveda, contemplamos al muerto, á quien yo veía por primera vez, á todo nuestro despacio, admirándonos la casi imperceptible huella que había dejado junto á su oreja derecha la bala que le dio muerte; cortóle Álvarez un mechón de cabellos y volvímonos á la Biblioteca, bajo la impresión indefinible que dejaban en nosotros la vista de tal cadáver y el relato de tal suceso.

Pedro Madrazo Kuntz, uno de los mejores amigos de Zorrilla, en Los Poetas Contemporáneos, de Esquivel

Aquí tengo que advertir a V., mi querido Velarde, que no volvíamos á la Biblioteca por nuestro afán de estudiar, sino porque siendo el hospedaje de Álvarez y la bohardilla de mi cestero estancias muy poco agradables para pasar el día, y estando la Biblioteca muy bien esterada y caldeada, pasábamos en ella todas las horas que estaba abierta, como hidalgos poco acomodados, en el abrigado alcázar de un opulento amigo que generosamente á los suyos lo franqueara.

Joaquín Massard, que en todo pensaba y de todo sacaba partido, me dijo al salir: 

—Sé por Pedro Madrazo que V. hace versos.
—Sí, señor, le respondí.
—¿Querría V . hacer unos á Larra? repuso entablando su cuestión sin rodeos; y viéndome vacilar, añadió: 
-Yo los haría insertar en un periódico, y tal vez pudieran valer algo.

Ocurrióme á mí lo poco que me valdrían con mi padre, desterrado y realista, unos versos hechos á un hombre tan de progreso y de tal manera muerto; y dije á Massard que yo haría los versos, pero que él los firmaría. Avínose él, y convíneme yo; prometíselos para la mañana siguiente á las doce en la Biblioteca. 


Venecia - fragmento. Poema de José Zorrilla dedicado a Joaquín Massard
Incluye nota autógrafa de Massard: Escrito por el mismo autor D. José Zorrilla
Col. N. Alonso Cortés. Archivo Municipal de Valladolid

Pensé yo al anochecer en los prometidos versos y fuíme temprano al zaquizamí, donde mi cestero me albergaba con su mujer y dos chicos, que eran tres harpías de tres distintas edades. No me acuerdo si cenamos: pero después de acostados, metíme yo en mi mechinal, con una vela que á propósito habia comprado.

En aquella casa no se sabía lo que era papel, pluma ni tinta; pero había mimbres puestos en tinte azul, y tenía yo en mi bolsillo la cartera del capitán con su libro de memorias. Hice un kalam de un mimbre como lo hacen los árabes de un carrizo y tomando por tinta el tinte azul en que los mimbres se teñían…

He aquí, Sr. Velarde, cómo se hicieron aquellos versos, cuya copia trasladé á un papel en casa de Miguel Álvarez á la mañana siguiente y di conmigo en la Biblioteca. No estaba ya en ella Joaquín Massard, pero me había dejado una tarjeta, en la que me decía: «¿Puede V . traerme los versos á casa, á las tres? Comerá V . con nosotros.»

A los tres cuartos para las tres eché hacia la plaza del Cordón; los Massard habían comido á las dos: la hora del entierro, que era la de las cinco, se había adelantado á la de las cuatro. Los Massard me dieron café; Joaquín recogió mis versos y salimos para Santiago. La iglesia estaba llena de gente; hallábanse en ella todos los escritores de Madrid, menos Espronceda que estaba enfermo. Massard me presentó a García Gutiérrez, que me dio la mano y me recibió como se recibe en tales casos á los desconocidos. Yo me quedé con su mano entre las mías, embelesado ante el autor de El Trovador, y creo que iba á arrodillarme para adorarle, mientras él miraba con asombro mi larga melena y el más largo levitón, en que llevaba yo enfundada mi pálida y exigua personalidad.

El repentino y general movimiento de la gente nos separó, avanzó el féretro hacia la puerta; ordenóse la comitiva; ingirióme Joaquín Massard en la fila derecha, y en dos larguísimas de innumerables enlutados nos dirigimos por la calle Mayor y la de la Montera al cementerio de la Puerta de Fuencarral.

Mohíno y desalentado caminaba yo, ayuno, á enterrar á un hombre, cuyo talento reconocía, pero que no entraba en la trinidad que yo adoraba, y que componían Espronceda, García Gutiérrez y Hartzembusch (sic). Parecíame que con aquel muerto iba á enterrarse mi esperanza, y que nunca iba yo á tener un papel en que enviar impresos mis delirios á la mujer á quien había pedido un año de plazo para pasar de crisálida á mariposa, ni mis versos laureados al padre á quien con ellos había esperado glorificar. Así, el más triste de los que íbamos en aquel entierro, marchaba yo en él, envuelto en un sur tout de Jacinto Salas, llevando bajo él un pantalón de Fernando de la Vera, un chaleco de abrigo de su primo Pepe Mateos, una gran corbata de un fachendoso primo mío, y un sombrero y unas botas de no recuerdo quiénes; llevando únicamente propios conmigo mis negros pensamientos, mis negras pesadumbres y mi negra y larguísima cabellera.

Llegamos al cementerio: pusieron en tierra el féretro y á la vista el cadáver; y como se trataba del primer suicida, á quien la devolución abría las puertas del campo santo, tratábase de dar á la ceremonia fúnebre la mayor pompa mundana que fuera capaz de prestarla el elemento laico, como primera protesta contra las viejas preocupaciones que venía á desenrocar la revolución. D. Mariano Roca de Togores, que aún no era el marqués de Molins, y que ya figuraba entre la juventud ilustrada, levantó el primero la voz en pro del narrador ameno del Doncel de D. Enrique, del dramático creador del enamorado Macías, del hablista correcto, del inexorable crítico y del desventurado amador. 

El concurso inmenso que llenaba el cementerio quedó profundamente conmovido con las palabras del Sr. Roca de Togores, y dejó aquel funeral escenario ante un público preparado para la escena imprevista que iba en él á representarse. 

Tengo una idea confusa de qué hablaron, leyeron y dijeron versos algunos otros: confundo en este recuerdo al conde de las Navas, a Pepe Díaz no sé pero era cuestión de prolongar y dar importancia al acto, que no fue breve. 

Ibase ya, por fin, á cerrar la caja, para dar tierra al cadáver, cuando Joaquín Massard, que siempre estaba en todo y no era hombre de perder jamás una ocasión, no atreviéndose, sin embargo, á leer mis escritos con su acento italiano, metióse entre los que presidian la ceremonia, advirtióles de que aún había otros versos que leer, y como me había llevado  por delante, hízome audazmente llegar hasta la primera fila, púsome entre las manos la desde entonces famosa cartera del capitán, y hálleme yo repentina é inconscientemente á la vera del muerto, y cara á cara con los vivos.

El silencio era absoluto: el público, el más á propósito y el mejor preparado; la escena solemne y la ocasión sin par. Tenía yo entonces una voz juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar, y rompí á leer pero según iba leyendo aquellos mis tan mal hilvanados versos, iba leyendo en los semblantes de los que absortos me rodeaban, el asombro que mi aparición y mi voz les causaba. Imagíneme que Dios me deparaba aquel extraño escenario, aquel auditorio tan unísono con mi palabra, y aquella ocasión tan propicia y excepcional, para que antes del año realizase yo mis dos irrealizables delirios: creí ya imposible que mi padre y mi amada no oyesen la voz de mi fama, cuyas alas veía yo levantarse desde aquel cementerio, y vi el porvenir luminoso y el cielo abierto y se me embargó la voz y se arrasaron mis ojos en lagrimas y Roca de Togores, junto á quien me hallaba, concluyó de leer mis versos: 

                  Poeta, si en el no ser
                  hay un recuerdo de ayer,
                  una vida como aquí
                  detrás de ese firmamento...
                  conságrame un pensamiento
                  como el que tengo de ti.

y mientras él leía ¡ay de mí! perdónenme el muerto y los vivos que de aquel auditorio queden, yo ya no los veía; mientras mi pañuelo cubría mis ojos, mi espíritu había ido á llamar á las puertas de una casa de Lerma, donde ya no estaban mis perseguidos padres, y á los cristales de la ventana de una blanca alquería escondida entre verdes olmos, en donde ya no estaba tampoco la que ya me había vendido.

Cuando volviendo de aquel éxtasis, aparté el pañuelo de mis ojos, el polvo de Larra había ya entrado en el seno de la madre tierra: y la multitud de amigos y conocidos que me abrazaban no tuvieron gran dificultad en explicar quién era el hijo de un magistrado tan conocido en Madrid como mi padre.
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Entonces, de en medio de nosotros, y como si saliera de bajo aquel sepulcro, vimos brotar y aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido. Alzó su pálido semblante, clavó en aquella tumba y en el cielo una mirada sublime, y dejando oír una voz que por primera vez sonaba en nuestros oídos, leyó en cortados y trémulos acentos los versos […] que el señor Roca tuvo que arrancar de su mano, porque desfallecido a la fuerza de su emoción, el mismo autor no pudo concluirlos. Nuestro asombro fue igual a nuestro entusiasmo […] bendijimos a la Providencia que tan ostensiblemente hacía aparecer un genio sobre la tumba de otro, y los mismos que en fúnebre pompa habíamos conducido al ilustre Larra a la mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo a otro poeta al mundo de los vivos y proclamando con entusiasmo el nombre de Zorrilla.

Nicomedes Pastor Díaz
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Rompiendo por entre los amigos que me abrazaban, los entusiastas que me felicitaban y los curiosos que absortos me contemplaban, enfundado en mi gran surtout de Jacinto Salas y circundado por mi flotante melena, un mancebo pálido y aguileño, de resueltos modales y de atrevida y casi insolente mirada, me asió cariñosamente de las manos, diciéndome: 

-Tenga V. la bondad de venirse conmigo, para presentarle á dos personas que desean conocerle.

Seguíle, y sacándome de aquella confusión, me hizo subir á una cómoda y elegante carretela, cuyos dos asientos, uno del fondo y otro de adelante, estaban ocupados por dos individuos del sexo feo, cuya fisonomía no podía yo ver ya bien, porque ya era casi de noche. 

Saludáronme y correspondiles; colocáronme en el asiento de honor; colocóse mi presentador en frente de mí; cerró el lacayo la portezuela, y á la voz del de mi izquierda, que dijo: «Calle de la Reina,» salieron á un resueltísimo trote las dos poderosas yeguas que nos arrastraban: y, como dicen los mejicanos, «de las vidas arrastradas, la mejor es la del coche,» y aquella carretela inglesa estaba maestramente montada sobre sus muelles. 

Hablábanme dos, de los tres con quienes en ella iba, y contestábales yo, sin recordar ya de lo que hablamos, y sin saber entonces con quiénes, en la semioscuridad crepuscular. La dirección dada á la calle de la Reina era á la fonda de Genyes, que era entonces lo que hoy Fornos y Lhardy; de donde yo deduje que mis nuevos amigos moraban o comían en ella habitualmente, puesto que el nombre de la calle había bastado al cochero para sentar en firme sus yeguas á la puerta de la fonda. […]

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Una noche me encontré al volver á mi casa de pupilaje, una carta de D. José García Villalta que decía: 

Muy señor mío: he tomado la dirección de El Español, periódico cuyas columnas surtía Larra con sus artículos: pues la muerte se llevó al crítico dejándonos al poeta, entiendo que éste debe de suceder á aquel en la redacción de El Español. Sírvase V., -pues, pasar por esta su casa, calle de la Reina, esquina á la de las Torres, para acordar las bases de un contrato. 
Suyo, afectísimo, J. G. de Villalta

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José Zorrilla y Moral nació en Valladolid, el 21.2.1817 y falleció en Madrid, 23.1.1893

Se dice que hay que considerar tres factores que condicionaron la singular forma de ser de Zorrilla, de los cuales, el primero y fundamental, sería la negativa influencia de su padre, como un elemento atemorizador, que prefirió evitar toda relación con su hijo, antes de admitir que no pensara como él, negándose incluso a que el poeta fuera informado de su muerte, en una actitud muy parecida a la venganza, ante el fracaso en su intento por llevarlo a su terreno, en el extremo político del absolutismo más radical.  

En segundo lugar, se colocaría su insaciabilidad en el terreno sensual, que le llevaría a tener diversas relaciones a la par de sus dos matrimonios; uno infeliz, y otro que podemos suponer, al menos, llevadero.

El tercer condicionante, sería una posible distorsión mental, que en algunos momentos le provocaría alucinaciones. La pregunta es si el tumor cerebral descubierto finalmente, habría podido influir en su comportamiento y acaso, en ciertas fantasías, de las que sólo algunas fueron transformadas en literatura.

Su biógrafo, Narciso Alonso Cortés, asegura que era excesivamente ingenuo, muy bondadoso, amigo de todo el mundo, e ignorante del valor del dinero. Él, que rechazó toda distinción o cargo público, consideraba que nuestro error nacional es creernos todos los españoles buenos y aptos para todo y meternos todos a lo que no sabemos.

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Su padre, José Zorrilla Caballero, era Relator de la Cancillería, y cuando tenía el poeta seis años, fue nombrado Gobernador de Burgos, ciudad a la que se trasladó la familia. 

Era José Zorrilla padre, más absolutista que el mismísimo rey, y protegido de Calomarde -el que se hizo famoso por aquella famosa frase de: Manos blancas no ofenden, tras recibir la bofetada de Luisa Fernanda, la hermana de la que sería la reina Isabel II, cuando el ministro iba y venía con la Ley Sálica, junto al lecho del enfermo y variable Fernando VII-;  Calomarde, además, le nombró Superintendente General de Policía. Era pues, un hombre temido y concienzudamente implacable, que, al final, se pasaría al servicio del pretendiente don Carlos, frente a la heredera.

Mandó a su hijo a estudiar en el Real Seminario de Nobles de Madrid, donde debía ser educado por los jesuitas, pero el muchacho prefirió pasar el mayor tiempo posible leyendo a sus autores favoritos, tales como Chateaubriand, Walter Scott, Fenimore Cooper, y otros, tarea que compartía con la de actor distinguido en las obras que en el Colegio se representaban por Navidad.

Cuando cayó Calomarde, poco antes del fin de la Década Ominosa, el Superintendente también terminó su carrera, volviéndose a su pueblo de Valladolid, al tiempo que enviaba a su hijo a estudiar a Toledo, donde el poeta aprendió mucho, especialmente, todo lo relacionado con las viejas leyendas y el arte toledano, que avivaron su imaginación de escritor en ciernes, pero no sirvieron de mucho para el objetivo de su estancia en la Ciudad Imperial, estudiar Derecho.

Tras un nuevo intento en Valladolid, que tampoco rindió los sueños del poeta, finalmente, su padre decidió mandarle a cavar viñas en sus tierras vasllisoletanas. Pero cuando se dirigía a su nuevo destino, logró despistar a sus acompañantes, y robando una mula, volvió de incógnito a Valladolid, donde la vendió, obteniendo los escasos medios necesarios para marcharse a Madrid.

Allí fue donde lo descubrió, como sabemos Joaquín Massard, y le encargó los versos para el sepelio del recién fallecido Larra –13 de Febrero de 1837–, momento en el que todo el Madrid de las letras supo de la existencia de aquel bohemio, que, en un instante, del todo inesperado, pasó del anonimato a la cumbre de la fama.
* * * 

En 1838 se casó la viuda Florentina O’Reilly, mayor que él y, se dice que celosa, y con un carácter que, al parecer, animó al poeta a marcharse a Francia, en 1845 y después de recorrer otros países, a México, a donde llegó en 1855

Para entonces ya había publicado sus obras más célebres, como El zapatero y el rey; Sancho García; El puñal del godo y, por supuesto, Don Juan Tenorio. 
Información sobre José Zorrilla: 

No ha vuelto a verle desde el 9 de julio y ha dejado abandonada a su señora Matilde O’Reilly de Zorrilla. Esta desgraciada señora cree que se ha fugado de su compañía por seguir a Dª. Emilia Serrano…
Archivo Municipal de Valladolid

Estaba Zorrilla en Francia, cuando murió su madre, Nicomedes Moral, a la que siguió su padre, poco después, sin querer reconciliarse con el hijo, lo que dejó en este una marca indeleble, y una angustia que nunca superó del todo, llegando a escribir incluso, que quizá su poesía estuviera maldita, ya que le causaba tantos pesares, aunque tal idea parece, más bien, un recurso literario.

Ya de vuelta en España, supo de la ejecución del Emperador Maximiliano en Querétaro, el 19 de junio de 1867, del que se había hecho muy bien amigo, y al que dedicó unos sentidos versos en los que lloraba al amigo perdido y a la vez, criticaba apasionadamente el abandono en que le habían dejado, entre el Papa y a Napoleón III, a los que en cierto modo hacía responsables de su muerte, aunque, sobre todo, maldijo a los mexicanos seguidores de Benito Juárez. 

Cartera de piel marrón con filetes gofrados y dorados conteniendo retratos del Emperador de México. Interior en papel imitando muaré. Original. 
Archivo Municipal de Valladolid

Maximiliano fue apresado en Querétaro por las tropas Juaristas al mando del general Mariano Escobedo y fue finalmente fusilado el 19 de junio de 1867 en el cerro de las campanas junto a Miguel Miramón y Tomás Mejía.

Fernando del Paso. Noticias del Imperio. Fondo de la Cultura Económica


La obra a la que nos referimos, es: El drama del alma, quizás, la única en la que podemos leer a un Zorrilla francamente enfurecido, y en ciertos versos, maldiciente:



Y sin fuerza, sin honra y sin altares,
Entregarás al Yánkee tus hogares.

Pero el Yánkee jamás será tu hermano,
Ni irá á la par contigo: no lo esperes.
Dueño una vez del suelo mejicano
Se apropiará tus minas y placeres:
Te obligará á sembrar para él tu grano
Y dará á sus colonos tus mujeres,
Porque tu raza india hallará fea....
¡Ojalá seas Yánkee y yo lo vea!

¡Ojalá pronto tu anexión reclamen
Los Estados-Unidos, pueblo iluso!
Y haz que á su madre en español no llamen
Tus hijos, siervos ya del Yánkee intruso,
[…]
Es la ley del talión, nación ingrata:
A hierro muere quien á hierro mata.

Méjico en ÉL de parricidio rea
¿Esa es tu libertad?—¡maldita sea!

Fotografía de la ejecución de Maximiliano el 19 de junio de 1867
De izquierda a derecha: los Generales Mejía y Miramón y el Emperador


Adición del Loco Comentador:

OYE, ROMA política y mundana;
Si apegada á los bienes de la tierra,
Sin humildad ni caridad cristiana
Fomentas las discordias y la guerra,
Sin atender á la razón humana,
Ni al tiempo oír que la verdad encierra..
Dios de todos es juez, y no perdona
Al que el rencor y la venganza encona.

El 18 de septiembre de 1866, la emperatriz de México salió con su séquito con destino a Roma. El 21 y el 29 de septiembre acudió al Vaticano, pero el Santo Padre les negó la ayuda que necesitaban, recordándole que Maximiliano había ratificado las Leyes de Reforma y por lo tanto, la Iglesia los abandonaba a su suerte.
Fernando del Paso. Íd. Íd.

OYE, FRANCIA versátil y altanera,
Que juegas con la fe de las naciones;
La fortuna no es más que una escalera
De mal asegurados escalones.
Quien pisa en uno mal, la rueda entera:
Y como en ella des dos resbalones
Como el que diste en Méjico, te quedas
De la escalera al pié, porque la ruedas.

El emperador de los franceses pretextó estar enfermo para no entrevistarse con la emperatriz de México, pero Carlota insistió y lo consiguió. Sin embargo, la negativa de Napoleón III fue absoluta. Kératry dijo que “la conferencia fue larga y violenta” y según Armand Praviel, la entrevista se efectuó en éstos términos:

“Un Habsburgo no huye -dijo ella- Pero renunciar a una empresa irrealizable no es huir. Todo el universo aprobará una decisión que evitará que corra mucha sangre.-

¡Sangre! -exclamó Carlota con una risa estridente y nerviosa ¡Más caerá por culpa vuestra, creedlo! ¡Caiga sobre la cabeza de Vuestra Majestad!” – Esta imprecación desató una tempestad. Ya no eran más que dos adversarios irritados mutuamente; una hablando de emboscadas y jugos de naranja envenenados, el otro de la incapacidad de Maximiliano.

Del Paso, Fernando. Íd. Íd.
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La muerte de Maximiliano I tuvo gran eco en toda Europa. Marcado de forma indeleble por su muerte –a pesar de su pensamiento de carácter republicano–, y admirador asimismo, de la obra de Goya, Los Fusilamientos del Tres de Mayo, Edouard Manet, realizó varias pinturas sobre el terrible evento, empleando técnicas sorprendentemente diversas.

La ejecución del Emperador Maximiliano. Édouard Manet, 1867. 
Museum of Fine Arts, Boston (Wp)

Exécution de l'Empereur Maximilien du Mexique. Édouard Manet, 1868. Kunsthalle Mannheim (MoMA)

Fragmentos de otra pintura de Manet sobre el mismo asunto, hallados en el estudio del pintor, en muy mal estado, por lo que, al parecer, se procedió a su recorte. Se conservan en la National Gallery de Londres

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Al fallecer la señora O’Reilly, Zorrilla se casó de nuevo, en 1869 con Juana Pacheco, y permaneció en España, desde ese año, hasta 1893, un largo período de grandes éxitos, considerables ingresos y habituales dificultades económicas.

Coronación del poeta en Granada, el 23 de junio de 1889
La Ilustración Española y Americana

De acuerdo con lo que él mismo relata, a los 64 años llegó a encontrarse sin ingresos, a pesar del éxito de sus dramas -que había vendido, cuando aún no estaba legislado el derecho de autor-, y cuando, afortunadamente, Velarde le ofreció trabajo, y empezó a publicar, por entregas, su interesante, Recuerdos del Tiempo Viejo, obra por la que conocemos con detalle los avatares de su bohemia vida, de sus sonados éxitos, de su soledad, a veces, del terrible modo en que pesaba sobre él el recuerdo de su padre, y sobre todo, conocemos a un poeta y dramaturgo, que fue muy, muy famoso, pero al que nunca envaneció la gloria. 

A esta serie pertenece el relato, en primera persona, del asombroso éxito que siguió a la lectura de sus versos dedicados a Larra, del cual, para mayor asombro nuestro, y avalando su sinceridad,  Zorrilla confiesa que no estaba, en absoluto, entre sus escritores favoritos, dada su actitud, seguramente, demasiado crítica, a los ojos del poeta.

Zorrilla en 1889


Nota de José Zorrilla a las hijas de Joquina Mateo e Ibarra sobre su enfermedad:  A Juana hay que cloroformarla y a mí hay que cauterizarme… Voy a ver si establezco un teléfono entre nuestras dos casas para saber unos de otros.  

Col. Fdo. Guerra.  Archivo Municipal de Valladolid

Zorrilla murió en Madrid, el 21 de enero de 1893, convirtiéndose su entierro en uno de los acontecimientos inolvidables de la Villa y Corte. 

La Capilla ardiente de Zorrilla en el Salón de Actos de la Real Academia.
La Ilustración Española y Americana

La comitiva discurre por la calle Valverde, ante la Academia.
La Ilustración Española y Americana

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Zorrilla no dejó descendencia conocida. Al dorso de esta fotografía, escrito a mano:

  Doña Blanca Arimón Pacheco –sobrina del poeta–, comparte sus horas de intimidad hogareña con su hermoso gato "Pichi". 
Publicada en la revista Fotos, el 8 de noviembre de 1943. 
Archivo Municipal de Valladolid


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miércoles, 30 de julio de 2014

Mariano José de Larra y Sánchez de Castro



 Madrid, 24 de marzo de 1809–13 de febrero de 1837

Si algunas de mis caricaturas por casualidad se pareciesen á alguien, en lugar de corregir nosotros el retrato, aconsejamos al original que se corrija; en su mano estará, pues, que deje de parecérsele.
Pobrecito Hablador, núm. 1. Dos palabras.

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Su genio era demasiado grande para que hiciese la crítica de la sociedad que tenía delante de los ojos de otra manera que como la han hecho los hombres más privilegiados, como la hizo Aristófanes, como la hizo Persio, como la hizo Cervantes. Reunía todas las cualidades á propósito para ello; talento profundo, experiencia grandísima, y sobre todo, vigor y originalidad de estilo. Así es que nadie le ha igualado en la sátira, si es que merecen el nombre de escritores satíricos aquellos cuyo mérito está solo en zaherir las reputaciones adquiridas y hacer mofa de las cosas más sagradas. La verdad es que el lugar que Larra dejó vacante con su prematura y desastrosa muerte no ha sido vuelto a ocupar todavía.

Prólogo del editor Manuel Pedro Delgado en las Obras Completas de Fígaro. Madrid, 1855
       
Esta semblanza está basada fundamentalmente en la Vida de D. Mariano José de Larra, conocido vulgarmente bajo el pseudónimo de Fígaro, firmada por Cayetano Cortés, en 1843 y que da paso a la edición de las Obras Completas de Fígaro, publicadas por Manuel Pedro Delgado en 1855, cuyo principal valor reside en el hecho de ser su autor contemporáneo de Larra, y haber redactado su biografía apenas seis años después de la desaparición de aquel, si bien, hoy parece que la obra publicada, no es del todo completa. Datos y anécdotas obtenidos en otras biografías, completan en este caso, el trabajo de Cortés –siempre resaltado en cursiva–, así como algunas menciones históricas, tal vez necesarias para aclarar en lo posible el inquieto período histórico que rodeó la breve existencia del escritor.


Hay una pregunta, no obstante, a la que todavía no se ha encontrado respuesta incuestionable: ¿por qué se suicidó Larra? Algunas explicaciones no son convincentes, otras no encajan con la evolución de su pensamiento, otras han sido negadas por sus descendientes y, otras, por fin, resultan insuficientes; es algo, pues, que cada lector debe deducir, ya que, según parece, el escritor no dejó notas, ni habló con nadie de su terrible decisión. Por otra parte, aunque conozcamos hasta cierto punto, las circunstancias que rodearon sus últimas horas –secretos de familia, las llama su biógrafo–, eso tampoco ayuda a comprender por qué emprendió aquel abrupto y trágico camino sin retorno.

  ¿Qué vicisitudes podría ofrecer la vida de un pobre escritor muerto á los 28 años? Su vida literaria es la única que ofrecería algún interés, y esta, aunque activa y fecunda sobremanera, está fielmente reflejada en sus diversas obras. Si su talento tiene puntos de contacto con el genio de Molière y de Cervantes; si como ellos se consagró á hacer la crítica chistosa, pero profunda, de la sociedad de su tiempo; si a semejanza de estos grandes hombres, la sátira fue en sus manos un medio de enseñar tanto como de divertir, también se les pareció en el triste y fatal destino que pesó sobre ellos mientras vivieron. Fígaro no gozó un instante de felicidad y puso término a sus días con un suicidio! Su persona nos ofrece un ejemplo de la constante unión, de la íntima alianza, íbamos á decir, que tienen entre sí el placer y el dolor, la alegría y la tristeza, el bien y el mal que forman el lote del hombre sobre la tierra.

  Nace Larra el 24 de marzo de 1809, cuando la invasión francesa ha dado ya lugar a muchas innovaciones, no sólo políticas o sociales, sino también artísticas y literarias, que de un modo u otro afectarían a la vida y costumbres de sus contemporáneos. Vivía en la Casa de la Moneda, donde prestaba servicio su abuelo y donde aprendió el Catecismo. Pero en 1812, cuando solo tenía cuatro años, su padre, médico de José Bonaparte, debió abandonar el reino, para establecerse en Francia, donde residieron ambos durante cinco años, encontrando Larra a la vuelta una cierta dificultad para recuperar su lengua natal, que apenas había tenido ocasión de aprender. Aún así, fue un niño al que no gustaban los juegos infantiles, y que devoraba un libro tras otro, de día y de noche.

Cuando su padre volvió a la Corte de Madrid, en este caso, como médico del Infante Francisco de Paula, para superar el retraso escolar provocado por el empleo de dos idiomas incompletos, envió a su hijo al Instituto de San Antonio Abad, de los PP. Escolapios, donde también aprendió Latín y Cultura Clásica. En su tiempo libre jugaba al ajedrez.

Instalado después en Navarra, donde el padre había obtenido destino, siempre como médico, durante el invierno 1822-23, tradujo íntegras, la Ilíada y la Odisea, del francés. Pasando de nuevo por Madrid, estudió matemáticas, griego, italiano y francés, antes de matricularse en Filosofía en Valladolid, mientras esperaba alcanzar la edad para empezar Derecho.

Sin embargo, abandonó repentinamente los estudios, por una causa que se desconoce, pero que debió ser muy traumática, pues, al parecer, Larra cambió de carácter y se volvió desconfiado y excesivamente reflexivo –se dice-, para su edad. Posteriormente se afirmó que había tenido relaciones con una mujer, de la que pronto descubrió que era amante de su padre. Pudo ser así, o no, pero Larra hijo, abandonó Madrid, con intención de reanudar los estudios en Valencia, donde apenas permaneció un curso completo, ya que su padre le encontró un empleo, al que él también renunció poco después, pensando en dedicarse a escribir.

Entonces pesaba el despotismo sobre nuestro país con toda la estupidez y brutalidad de que dio muestras en sus últimos años. Era la época en que predicar la ilustración valía tanto como promover un trastorno revolucionario, y el gobierno miraba ambas cosas con la misma mala voluntad. 

En septiembre de 1832 se produjeron los Sucesos de La Granja. Carlos María Isidro, el hermano de Fernando VII, intentaba, por mano de Calomarde y, aprovechando la enfermedad del rey, derogar la Pragmática Sanción, que permitiría acceder al trono a Isabel II y no a él, que entendía poseer mejor derecho si seguía vigente la Ley Sálica. Su pretensión daría lugar a las Guerras Carlistas, pero por entonces, la reina Cristina se ponía al frente del gobierno durante la enfermedad de Fernando VII, é inauguraba su administración con aquella serie de medidas que hicieron entonces tan popular su administración; reabrió las universidades después de dos años de vacaciones; firmó una amnistía parcial para los liberales, que permitió la vuelta de unos diez mil exiliados; reorganizó los mandos del ejército, destituyendo a los de filiación carlista y renovó los ayuntamientos, todo ello, por mano de Cea Bermúdez, quien sustituyó a Calomarde en el Gabinete.

Desde agosto de aquel año-, Larra publicaba el Pobrecito Hablador, firmando como Bachiller D. Juan Pérez de Munguía y el partido liberal, es decir, la masa general de los lectores de aquel tiempo empezaba entonces á respirar por primera vez, y no podía menos de ser muy de su gusto que se hiciese burla de todos los achaques del mundo, de todas las flaquezas de la naturaleza humana, lo que para él equivalía a hacerla de todo el sistema político entonces vigente. 

Pero los antiguos hábitos del absolutismo subsistían en toda su fuerza. Larra procuraba á la verdad abstenerse de toda expresión de que pudiera creerse envolvía una censura política; a pesar de lo cual se vio atacado por la censura, especie de guillotina del pensamiento que acababa con las ideas con la misma celeridad que la guillotina revolucionaria hacia desaparecer los hombres.

El autor de esta biografía aconseja leer los diferentes números del Pobrecito Hablador, y decir después si una publicación hasta su punto inocente debía despertar las iras censorias y ser considerada poco menos que como subversiva del orden político y social. Ya hemos dicho el cuidado con que huía nuestro autor de satirizar ninguno de los actos del gobierno; abusos y vicios que eran objeto de su sátira, sin echar a nadie la culpa de ellos. 

No tratamos, -decía en una nota del número 10 del citado folleto, que es uno de los escritos con mayor libertad-, no tratamos de inculpar en modo alguno por los cuadros que vamos a describir al justo Gobierno que tenemos: no hay nación tan bien gobernada donde no tengan entrada más o menos abusos, donde el gobierno más enérgico no pueda ser sorprendido por las arterías y manejos de los subalternos. Contraria del todo es nuestra idea. Precisamente ahora que vemos a la cabeza de nuestro gobierno una Reina que, de acuerdo con su Augusto Esposo, nos conduce rápidamente de mejora en mejora, nosotros, deseosos de cooperar por todos términos como buenos y sumisos vasallos á sus benéficas intenciones, nos atrevemos a apuntar en nuestras habladurías aquellos abusos que desgraciadamente, y por la esencia de las cosas, han sido siempre en todas partes harto frecuentes, creyendo que cuando la autoridad protege abiertamente la virtud y el orden, nunca se la podrá desagradar levantando la voz contra el vicio y el desorden, y mucho menos si se hacen las críticas generales, embozadas con la chanza y la ironía, sin aplicaciones de ninguna especie, y en un folleto, que más tiende a excitar en su lectura alguna ligera sonrisa, que á gobernar el mundo. Protestamos contra toda alusión, toda aplicación personal, como en nuestros números anteriores. Solo hacemos pinturas de costumbres, no retratos.

Pero todo esto no satisfacía al poder absoluto, y la especie de reacción política que siguió con Cea Bermúdez al sistema que proclamó la amnistía y de cuyas resultas el Rey volvió a empuñar las riendas del estado, contribuyó poderosamente á la intolerancia. Los censores se fueron mostrando cada vez más rigorosos; las mutilaciones fueron cada día en aumento; a duras penas, y solo gracias a grandes empeños, pudieron darse a luz los últimos números del Pobrecito Hablador, hasta que con el 14º se anunció por fin al público la muerte del bachiller. Esto pasaba en el mes de Marzo de 1833.

El absolutismo se lisonjeaba en vano de oponer entonces barreras en España á la libertad, que se adelantaba á la carrera. Nuestro país debía cambiar completamente de faz. 

Fernando VII murió en septiembre de 1833, dejándonos legada una guerra civil de ocho años; y cuando el hombre del despotismo ilustrado se lisonjeaba poder continuar gobernando con los mismos principios políticos que hasta entonces, si bien aparentando plegarlos algo mas á las necesidades de los pueblos, he aquí que en Talavera por primera vez, y luego después en Vitoria, Bilbao y otros puntos, da el bando carlista los primeros gritos de la rebelión que debía dar en tierra con las ilusiones del ministro. Desde el célebre manifiesto dado el 4 de Octubre por Cea Bermúdez hasta la proclamación, un tanto obligada del Estatuto, y desde aquí hasta el restablecimiento de la Constitución de 1812 aumentaron las concesiones que de grado o por fuerza fue preciso otorgar a la opinión pública, que imperiosamente las reclamaba. 

Se había necesariamente de extender el horizonte literario de nuestro autor, cuya pluma iba teniendo mayores y más importantes asuntos en que ejercerse. La misma censura, que sobrevivió a todas las demás instituciones del absolutismo como para protestar ella sola contra el espíritu liberal que las iba derrocando una tras otra, perdiendo una gran parte de su rudeza primitiva, dejó gozar de cierta independencia a los escritores; en cuya virtud, no estaban totalmente privados de decir algo. 

De acuerdo con el Manifiesto firmado por María Cristina, Cea Bermúdez, aseguraba su intención de mantener al gobierno tan alejado de carlistas como de liberales y emprender una importante serie de reformas administrativas que, en parte introdujo el nuevo ministro Javier de Burgos, a quién se debió la estructuración por provincias que se mantuvo en España hasta la instauración de las Comunidades Autónomas.

Larra empezó a escribir en la Revista Española, aunque se inclinó por la crítica teatral, hasta la muerte del rey. Pero apenas estalló el movimiento de Vitoria, cuando escribió el célebre de Nadie pase sin hablar al portero, en que, señalaba de una manera profunda los dos principales rasgos del carlismo, las dos llagas que anunciaban anticipadamente su muerte, el desorden y el robo á que se entregaron sus hordas y la influencia monacal que se hizo sentir en ellas. A este artículo siguieron la Plantanueva o el Faccioso, la Junta de Castell-o-Branco y otros, en que pasó revista a otros hechos característicos del bando rebelde. 

La opinión pública reclamaba con energía la conclusión de la guerra civil, que devoraba todos los recursos. Los diversos ministros que desde fin de 1833 hasta mediados de 1836 se sucedieron no acertaron á contentar ni a liberales ni a carlistas. La impotencia del gobierno resaltaba en todas las cosas. Enhorabuena que creyese conveniente no llevar adelante el desarrollo de las instituciones liberales; pero una parte de la nación lo deseaba así, y solo podía perdonarle que no lo hiciera bajo la condición de manifestarse activo y eficaz en dar cima á la lucha de Navarra: esto es lo que no quiso jamás comprender, a la par de una resistencia ciega á las innovaciones políticas. 

Tanta torpeza, tanta imprevisión, tantos errores, tantos desvaríos, no podían menos de ofrecer grande asunto á un satírico, y no le desperdició Larra. Todos sus artículos de este tiempo vienen cuajados de alusiones a los absurdos del sistema con que el gobierno traía descontento á todo el mundo y no lograba casi nunca más que hacer más manifiestas su incapacidad y falta de tino. Eco de las legítimas pretensiones del liberalismo, no pierde ocasión de excitar en ellos al gobierno a que se muestre menos enemigo de las reformas por aquel deseadas, y más cuidadoso de contener los progresos de la facción carlista cuyas. fuerzas iban en constante aumento. Los artículos, por ejemplo, de la Ventaja de las cosas a medio hacer, las varias Cartas de Fígaro, la Cuestión trasparente, la Alabanza o que me prohíban este, ofrecen una prueba de sus sentimientos en esta parte. Los censores y la censura, asunto sobre que el poder no quería ceder absolutamente nada, no dejan sobre todo un momento de ser el punto de mira de sus ataques. Sus razones tenía para ello.

Fue uno de los primeros apóstoles del romanticismo, como uno de los promovedores de las reformas constitucionales. Quería el progreso, quería la novedad en todo, y ambas cosas estaban para él simbolizadas en la libertad. Ese clamor de libertad de imprenta, tan continuo, tan incesante, tan justo, puede tener dos principios: puede considerarse como un derecho meramente político reclamado -por un pueblo víctima que hace el último esfuerzo para romper la cadena; y puede mirarse también como un órgano meramente literario, exigido por un pueblo ansioso de ilustración. En el primer caso la imprenta es el baluarte de la libertad civil; en el segundo, el paladión de los conocimientos humanos.” No hemos creído poder citar palabras más oportunas para hacer ver el profundo enlace que á los ojos de nuestro autor reinaba entre la literatura y la política, y la marcha liberal y simultáneamente progresiva que ambas á dos debían seguir. 

Escribió Larra por entonces su novela histórica, El Doncel de D. Enrique el Doliente, basada en una obra francesa, y el drama original, Macías, y llevó a cabo algunas traducciones. Para entonces ya era muy célebre, tanto que, en ocasiones, su periódico tenía que repetir las tiradas, pero hasta ahí llegaba su buena fortuna, que componía la cara opuesta de su mundo familiar.

Larra no era feliz. El mismo lo manifestó así hablando de los escritores satíricos. El escritor satírico, decía, es por lo común como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón puede decirse que da lo que no tiene. Ese mismo don de la naturaleza de ver las cosas tales cuales son y de notar antes en ellas el lado feo que el hermoso, suele ser su tormento. Llámante la atención en el sol más sus manchas que su luz, y sus ojos, verdaderos microscopios, le hacen notar la fealdad de los poros exagerados, y las desigualdades de la tez en una Venus, donde no ven los demás sino la proporción de las funciones y la palidez de los contornos: ve detrás de la acción aparentemente generosa el móvil mezquino que la produce; y eso llaman sin embargo ser feliz!... 

Larra se encontraba entonces en la cima del éxito y su presencia era reclamada en los mejores salones, siendo incluso presentado a la reina, por deseo de esta, pero, aunque Larra era generoso y buen amigo, sentía por los hombres en general recelo y desconfianza, cuyos sentimientos sabia disimular sin embargo. En el trato social afectaba siempre modales muy distinguidos, y podía servir de modelo de finura y cortesanía; pero en lo interior de su casa desplegaba un genio duro, desigual y poco sufrido. 

El hecho es que el escritor se había casado a los veinte años, el 14 de agosto de 1829, en contra de la opinión de su padre, cuando aún no tenía recursos ni preparación para obtenerlos, con Josefa Wetoret. Pronto se arrepintió de ello, a pesar de que tuvieron tres hijos entre 1830 y 34.


El casamiento de Larra no resultó a la verdad feliz, pero los motivos fueron otros. Fue igualmente su carácter quien originó su desgracia. El amor culpable que concibió por una mujer casada amortiguó en él aquel entrañable cariño que en un principio tuvo a su esposa y a sus hijos, y le lanzó en una senda de extravíos y de errores que empañaron su reputación y su buen nombre.

Con el desencanto se acentúa su radicalización política.-Escribe José Escobar, del Glendon College, York University, de Toronto-. En Abril de 1834, el mes en que se estrena el drama de Martínez de la Rosa, es cuando empieza la temporada teatral con una nueva empresa renovadora en la que Juan Grimaldi lleva la dirección artística. Larra y Bretón de los Herreros son sus más estrechos colaboradores. El compromiso del crítico con la empresa suscita animosidad entre los partidarios de la anterior, especialmente del actor Agustín Azcona a quien la nueva Administración había dejado en la calle. Azcona lanza una revista, el Semanario Teatral, para atacarla. En este periódico, el actor insulta desaforadamente al crítico acusándole de rastrero y venal, echándole en cara que se había dado a conocer en tiempos en que él era uno de los pocos que tenían el privilegio de publicar, sin mencionar que había sido Voluntario Realista; la milicia ultracoservadora.

El medio que Larra juzgó conveniente para obviar la crisis que presentía, consistió en realizar un viaje por el extranjero, a cuyo efecto, evitando la zona de guerra, se embarcó en Portugal, para visitar Londres y París, y volvió a España a fines de 1835 después de diez meses de ausencia, verificando esta vez su viaje directamente por el Pirineo.

  El Español, periódico célebre por su tamaño, jamás conocido en España, y que acababa de crearse, fue quien recogió en esta época los trabajos de Fígaro

Su viaje había contribuido a madurar su talento y hacerle adquirir una solidez y un aplomo que tal vez le faltaban antes: sus críticas teatrales de esta época se distinguen de las anteriores por una superioridad incontestable, y algunas de ellas son un modelo en su género. 

Los años del 34, 35 y 36 habían sido empleados en una lucha constante entre la monarquía que quería conservar todo lo que fuese posible del antiguo régimen, y la opinión pública que reclamaba para este instituciones francamente constitucionales. 

El Estatuto Real fue la primera concesión eficaz; pero como no fuese seguida de otras que se consideraban como su legítima y necesaria consecuencia; como el gobierno no daba pruebas de liberalismo ni en su espíritu ni en sus tendencias, resultó de aquí que el partido que con razón o sin ella llevaba la voz popular empezó a trabajar en el parlamento y fuera de él para realizar las cosas á que aquel se negaba con tanto empeño. Creyóse, no sin razón, que lo primero que había que hacer era ensanchar las bases mezquinas e insuficientes bajo que el Sr. Martínez de la Rosa había constituido políticamente la nación, y se pidió la reforma del Estatuto. Después de algunas vicisitudes, tras de algunos motines mal reprimidos, y en medio de los apuros de la guerra cada vez más apremiantes, prometiólo al fin la corona como medio de sofocar el levantamiento en 1835. Diferentes circunstancias se opusieron al cumplimiento de esta promesa, hasta que por último habiéndose formado el gabinete del ministerio Istúriz en Mayo de 1836, se anunció solemnemente á la nación que sus deseos y esperanzas más ardientes iban a tener logro mediante la convocación de las cortes revisoras que debían ocuparse en formar una nueva Constitución.

  Este paso que parecía deber reconciliar definitivamente á todos los amigos de las ideas constitucionales, los dividió sin embargo para siempre. Hasta entonces el partido liberal no estaba dividido en fracciones Pero el advenimiento del gabinete de Mayo los fraccionó en dos bandos absolutamente distintos. ¿Cuáles fueron las causas de esta división tan fatal? Unos se pusieron de parte de la corona en aquella ocasión y se lucieron conservadores, porque el carlismo amenazaba demasiado cerca para no pensar en poner pronto término de aquel modo á las contiendas pendientes. Otros por el contrario se pusieron de parte del pueblo u obraron en nombre suyo, bien por rechazar toda Constitución emanada del poder real, bien porque solo viesen con desconfianza las promesas y concesiones de este último, bien porque la marcha del ministerio Isturiz, que empezó su carrera con un semi-golpe de estado, no les prometiese que había de acceder bastante á las exigencias del liberalismo. El combate entre dos grandes principios políticos se convirtió en lucha entre dos personajes influyentes, el Sr. Isturiz y el Sr. Mendizábal, y de aquí nació la revolución de la Granja.

Fígaro se decidió por el bando conservador; pero no veía la necesidad de exponer el país á nuevos trastornos, ni las instituciones á nuevas conmociones cuando las legítimas exigencias populares iban a ser satisfechas y asentada la libertad bajo firmes y seguras bases. Preparábase además por su parte á tomar una parte directa en el movimiento reformador, pues había sido nombrado diputado por la provincia de Ávila para las cortes. cuando estalló el movimiento de Agosto se encontró sorprendido y sin comprender unos sucesos, en su concepto tan irregulares.

El pensamiento de los escritos de Fígaro, ya no es el instinto espontáneo del liberalismo lo que le inspira; son sus excesos y violencias lo que llama su atención: ya no critica las cosas preocupado su ánimo de las grandes ideas de perfección y progreso; es la amargura del hombre desengañado lo que le mueve a escribir: todas sus esperanzas se han disipado; y es que todas sus ilusiones se han desvanecido; y es que un presente triste y desconsolador le hace desconfiar de todo La negación es el más estéril de los pensamientos humanos; y causa dolor ver a un escritor, como Larra, condenar los desórdenes de la revolución, las atrocidades de su gobierno y los desvaríos de sus ministros en nombre de tan pobre principio. Pero su alma se había gastado. carro revolucionario anda demasiado aprisa para que todos puedan seguir su paso.

  El artículo de El día de difuntos de 1836 señala esta nueva fase de la vida literaria de Larra, que se imagina al ver las gentes que se dirigen apresuradamente al cementerio, que este se encuentra dentro de Madrid, que Madrid es el cementerio, ¡Tristes y falaces ideas por cierto! Sí, el trono había muerto, era verdad; pero era el trono absoluto, el trono que esquivaba ser francamente poder constitucional, el trono que no quería renunciar a ninguno de sus antiguos hábitos. Sí, la subordinación militar estaba destruida, no había duda alguna; pero era la subordinación ciega y estúpida que quería el despotismo, el cual no contó sin embargo con fuerza bastante para reprimir una sedición de tropa hecha en nombre de una idea política, teniendo que resignarse vergonzoso á dejarla salir con tambor batiente y banderas desplegadas! 

¿Si á los hombres podían ponerse grillos, las ideas estaban ya libres de toda traba? ¿No era providencial ver a la fuerza armada declararse en insurrección en nombre de un principio y estrellarse ante ella toda la fuerza de la autoridad pública, a fin de que los gobiernos no convirtiesen en adelante á los ejércitos en instrumentos de opresión y quise refugiarme, dice, en mi propio corazón... ¡Santo Cielo! También otro cementerio. Mi razón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos: «¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!..» Oh! un hombre sin esperanza no podía hablar de otro modo: así es que no es al mundo a quien debía dirigir su palabra; debía hablar únicamente á Dios!

  No solo son sus artículos políticos los que se resienten del giro que la revolución de la Granja hizo tomar á sus ideas y opiniones. La misma negra melancolía, la misma sombría desesperación reinan en sus artículos literarios, juntamente con las mismas lamentaciones por lo pasado, la misma superficialidad al examinar la razón de las cosas. Larra es, debemos confesarlo, inferior a sí mismo. ¿Trata de juzgar el Pilluelo de París? En vez de apreciar en su justo valor la filosofía de esta pieza, nos dirá que la desigualdad de las clases y de las fortunas es un mal necesario, que el continuo alarido de los muchos contra los pocos es un sofisma, cuando no pereza, que los pobres no son siempre necesariamente virtuosos, ni ,el noble y el rico unos bribones, con otras trivialidades. 

  Esto, como se ve, no es formar un juicio, esto no es presentar un análisis, esto no es hacer una crítica; es quejarse, es llorar, es hacerse pedazos el corazón. ¡Qué contraste ofrece este modo de escribir de Fígaro con el que tenía en sus buenos tiempos! Entonces discurría, entonces meditaba, entonces se entusiasmaba con las innovaciones, entonces la esperanza era su numen inspirador; ahora divaga, cierra los ojos, no sabe sino lamentarse de lo pasado , y el desaliento le domina completamente. El mundo social, político y religioso, no es para él más que un edificio viejo que se desmorona por todas partes.

  Seriamos injustos con Larra, si no reconociésemos la influencia que ejercieron en esta última fase de su vida literaria que estamos examinando los pesares y los quebrantos domésticos: la funesta pasión por Dolores Armijo, que tuvo la desgracia de concebir, Por lo mismo que sus convicciones políticas habían sufrido tan rudo golpe, se aferró cada vez más á su malhadado amor, el cual debía costarle la vida. La persona que se le había inspirado no le guardaba ya una correspondencia, sin la que se creía completamente desgraciado. 

Cuantos lo conocieron recuerdan un hombre de baja estatura –un metro, sesenta-, pero muy dandy; siempre vestido con gran elegancia… incluso el día que fue su último día, se arregló de forma tan impecable como acostumbraba.

  Todos los que le trataron entonces íntimamente, pudieron observar el desorden de sus ideas, la incoherencia de sus acciones, el desvarío de sus sentimientos, indicios de una catástrofe próxima. Sus últimos escritos la hacían presentir de una manera patente. En el artículo consagrado a la memoria del malogrado conde de Campo Alange decía quince días antes de su muerte con un tono melancólico y lúgubre: Ha muerto el joven noble y generoso, y ha muerto creyendo: la suerte ha sido injusta con nosotros, los que le hemos perdido, con nosotros cruel; con él misericordiosa! En la vida le esperaba el desengaño! La fortuna le ha ofrecido antes la muerte! Eso es morir viviendo todavía; pero ¡ay de los que le lloran, que entre ellos hay muchos á quienes no es dado elegir, y que entre la muerte y el desengaño tienen antes que pasar por este que por aquella, que esos viven muertos y le envidian.» ¿No son estas las palabras del moribundo?

13 de Febrero de 1837.
Aquel día Larra visitó a su mujer y a Mesonero Romanos, y paseó por el Prado con Mariano Roca de Togores, con quien pensaba escribir en colaboración un drama sobre Quevedo. Era lunes de Carnaval, ya anochecido, recibió a Dolores [Armijo] a quien acompañaba su cuñada. 

Su amada, después de cinco años de amores, quería romper unos lazos doblemente ilegítimos y criminales, y él lo resistía con todas sus fuerzas. Creyendo poderla decidir a cambiar de opinión, quiso tener con ella una entrevista Túvola en efecto en su casa la noche de dicho día, pero nada consiguió. Todos los esfuerzos del amante se estrellaron ante la impasible resolución de la mujer. y apenas habían pasado unos cuantos minutos después de haberse despedido fríamente y sin dejarle ninguna especie de consuelo, cuando oyeron los criados de Larra un ruido que al principio tomaron por la caída de un mueble, pero que luego que entraron en la habitación después de un larguísimo rato, conocieron había sido la detonación de una pistola con que se había quitado la vida. ¡Se había suicidado delante del espejo! ¡Y fue una de sus pequeñas hijas la que primero echó de ver la desgracia de su padre!

(Recuerdo haber oído que un periódico madrileño informó de su muerte con el siguiente titular: “Larra se tiró un tiro”, pero, hasta la fecha no he podido documentar esta dato anecdótico.) 

Museo Romántico de Madrid.

Desaparecía el escritor que con tanta gloria marchaba por las mismas huellas que Cervantes, que Molière, que Juvenal y que todos los grandes satíricos. Algunos años más de vida, alguna más grandeza en su genio, he aquí lo que le faltó para haberse colocado a la altura acaso de estos grandes hombres; los homenajes tributados á su memoria atestiguan bien cuán grande era el vacío que iba a dejar en las letras españolas contemporáneas.

En el mes Marzo de este año se trasladaron sus cenizas al cementerio en que reposan las de Calderón y las del nunca bastante llorado Espronceda! Hoy día comprenden ya todos que á los hombres no les toca más que rendir homenaje al talento; á Dios solo corresponde pedir cuenta del uso que se haya hecho de él.

Concluyamos pues, añadiendo que la circunstancia de haber muerto antes de sus 28 años, dejando una esposa joven con un niño que ahora tiene 12 años y dos niñas, una de 10 y otra de 8, debe hacernos más respetuosos todavía con la memoria de Fígaro.
  Cayetano Cortés. 1843. 

Los restos de Fígaro estuvieron expuestos los días 14 y 15 de febrero en la Real Iglesia Parroquial de Santiago y San Juan Bautista y ante él desfilaron prácticamente todos los personajes representativos de las ciencias, el arte, la política y la prensa de Madrid, entre ellos, Martínez de la Rosa, Mesonero Romanos, García Gutiérrez, Roca de Togores, los Madrazo, Hartzenbusch, Alenza, Ferrer del Río, Salas y Quiroga, Joaquín María López, Bretón de los Herreros, etc.


El ministro de Gracia y Justicia, José Landero, vecino de Larra, tramitó su entierro en el cementerio extramuros de la Puerta de Fuencarral, donde Zorrilla leyó un poema en memoria del escritor.


A la memoria desgraciada del joven literato don Mariano José de Larra.

Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana:
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.

Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria
que nos lleva a otro mundo a despertar.
...
Que el poeta en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.

Duerme en paz en la tumba solitaria,
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Esta será una ofrenda de cariño,
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
memoria del poeta que perdí.
 ...
 Poeta, si en el no ser
 hay un recuerdo de ayer,
 una vida como aquí
 detrás de ese firmamento...
 conságrame un pensamiento
 como el que tengo de ti.

Imagen: Zorrilla. Fragmento de “Los Poetas Contemporáneos”, de Esquivel.


Siete años después, a causa del derribo de aquel cementerio, se trasladaron los restos al cementerio de la Sacramental de San Nicolás de París y Hospital de la Pasión, pasada la Puerta de Atocha.

El 13 de febrero de 1901, Azorín y un grupo de amigos de la Generación del 98, vestidos de luto y con sombrero de copa, bajaron desde la Puerta del Sol, por la calle de Alcalá, hasta el cementerio, donde dejaron numerosos ramos de violetas. Azorín leyó un discurso, al que siguieron otros, como los de los hermanos Pío y Ricardo Baroja.

Azorín, de Zuloaga. 1941

En 1902, finalmente, los restos de Larra fueron depositados en el Panteón de Hombres Ilustres del cementerio de San Justo, al otro lado del Manzanares. Presidieron el acto, Núñez de Arce, Francisco Silvela y Miguel Moya. Formaron la comitiva, entre otros, el Duque de Rivas en representación del Rey; el Conde de Romanones, Ministro de Instrucción Pública, en representación del gobierno; Antonio López Muñoz, por el Congreso y Lora por el Senado.
Notas tomadas de Jesús Miranda de Larra

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¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee? 

Carta a Andrés, escrita desde las Batuecas por El Pobrecito Hablador