Me llamo Sasuke. Y estoy hasta el gorro de que me llamen chino. Porque no soy chino, sino japonés. Vine a Madrid a completar mis estudios de español que inicié años atrás en Tokio. Yo era para todos… “el chino”.
—¿Sabes hacer “arroz tres delicias”?
—¿Qué porquerías metéis en los rollitos de primavera?
—¿Por qué en vuestros restaurantes no hay gatos?
Y cosas por el estilo.
Solo lo hacían para fastidiarme.
—¿Por qué tenéis poco vello en la cara?
—¿Es cierto que los chinos tenéis el pene pequeñito?
Al principio no paraba de decir:
—¡Que no soy chino, coño!
Los tacos es lo primero que los extranjeros aprendemos cuando venimos a España: joder, coño, cabrón, puta, la madre que te parió… Uno le coge afición a estas palabras y se anima. Debe ser cosa del clima.
—No soy chino, soy japonés, como Murakami-, decía inútilmente. Pero la mayoría no sabía quién era Murakami. La cultura occidental es muy limitada para las cosas de fuera. De Japón solo conocen el “manga” y el “sushi”.
Luego ya me cansé. Tiré la toalla, como dicen los españoles. Me resigné. Me llamaban chino y respondía. ¿Para qué discutir inútilmente con estos occidentales, cretinos de ojos como huevos que se creen el centro del mundo?
—Hey, chino, vamos a tomar una cerveza, aunque en el bar al que vamos no tienen arroz de aperitivo. ¡Jejejeje!
Y se partía el culo de la risa. Y es que a los españoles les gusta decir ocurrencias y cosas que se inventan a las que llaman chistes y todos se ríen como bobos. En el bar, con la cerveza, nos pusieron algo que me gustó: unos “boquerones en vinagre” que me recordaban un poco a nuestra caballa en vinagre de arroz (“shimesaba”)
Algunos iban de listillos:
—Mira, he comprado un décimo de lotería que acaba en 4. ¿Lo compartimos?
—Vamos a subir en ascensor hasta la planta 4. ¿Te importa?
—¿Qué pasa? ¿No te da miedo el número 4? Pues me habían dicho que teníais en China mucha aversión a ese número.
—Vamos a comprar la bebida al chino de la esquina. Ve tú que igual nos hacen rebaja por ser un compatriota. ¡Jojojojo!
Al final, casi deseé ser chino para que me dejaran en paz.
Por mi parte, respeto mucho al país que me abrió sus puertas. Y eso que me irritan muchas cosas de las que veo en España: cacas de perro en todas las aceras, la costumbre de comer y cenar tan tarde, lo exagerados que son cuando cuentan las cosas, no respetar tu espacio y hablarte casi en la cara, te tocan, te miran descaradamente a los ojos, las voces que dan cuando hablan, que parece que se están peleando, las comidas tan saladas…
Hay algunos que te dan la mano y te la estrujan como si fuera un limón. A otros no les importa sonarse la nariz en público. Hace poco le di una tarjeta mía a un conocido con mi teléfono, mi dirección y mi correo electrónico ¡y se la guardó en el bolsillo de atrás del pantalón! Y luego se sentó en una silla. En mi país es una grosería “sentarte” sobre la tarjeta que te ha dado otro.
Luego están esas pintadas en las paredes. Son unos guarros. También comen cosas asquerosas como eso que llaman “arroz con leche”, ¡un arroz dulce! ¡Puaj!
Eso sí, las chicas españolas son muy guapas, solo que me dan un poco de miedo porque tienen la mala costumbre de tomar decisiones y eso desconcierta mucho.
Está claro que cada país tiene sus costumbres. Pero no quiero renunciar a las mías.
Yo, lo que quiero es que me dejen en paz, que pueda sentarme en el suelo si me apetece, no en esas incómodas sillas. O hacer ruido cuando me como mis fideos.
Y que no me den palmaditas en la espalda ni me estrujen la mano.
Y que no me llamen chino.
(Publicado antes en La Charca Literaria)