Prost!, y Judith hace chocar su jarra contra la mía. Había oído hablar tanto a Else de este hombre que tengo enfrente ahora, dice. Es muy parecida a ti, ¿verdad? Tan directa me pilla desprevenido. No he tenido suficiente tiempo para conocerla, Judith. Esta balbucea buscando las palabras justas. Lo digo porque ella gusta de ciertas tertulias interclasistas en el Josty, no se siente allí extraña, más bien reconocida, aunque ya sé que tú eres un solitario. Y los solitarios sois tan peligrosos. Nos observáis a todos los demás, pero con un disimulo que da la impresión de que jugáis con ventaja. A mí por ejemplo se me ve venir. Pero un solitario, aparentemente encerrado en su mundo de lecturas y pensamientos reposados, nunca sabes por dónde va a salir. Tal vez no soy tan solitario como pretendes verme, Judith. En pocos días he salido de aquel café, he conocido a Helmut, me habéis traído a vuestra taberna de conspiraciones y por si fuera poco aquí me encuentro ahora entre la cerveza y una mujer que no me da tregua. Y no me digas que te has citado conmigo para seguir rebatiéndome los artículos. Judith me mira con un brillo que si no tuviera una pizca pícara diría que es agresivo. No me dedico siempre a rebatir lo escrito, pero sí a agitar un poco a los indecisos. Esta pulla no me hace saltar. Le replico. ¿No has pensado que acaso los indecisos tienen razones fundamentadas para serlo? Hay mucho de emocional en decidir o en contenerse y ya veo que tú no te piensas dos veces la acción. Además cometerás errores, supongo. ¿Aprendes de ellos? Su carcajada abre otras puertas. Si te contara mi vida, y mira que aún soy muy joven, te sorprenderías de los pocos aciertos que he tenido. Cada error ha sido un estímulo para retomar una situación, que a su vez antes o después me ha llevado a otro desacierto. No puedo evitarlo y no es que me falte capacidad de razonamiento, es que mi impulso se impone. Pensarás que es defecto de mis años y que soy una alocada, pero te aseguro que no más que los que estos días han tomado las calles hartos de no ver un futuro seguro. ¿Quieres decir que tu radicalismo no es fruto propio sino de la convulsión que vivimos?, le pregunto por templar el diálogo. La convulsión y yo somos una excelente pareja, nos llevamos con armonía, aunque ambas podríamos volver a equivocarnos, responde con una mueca que la muestra vulnerable. Tal vez la armonía del caos, se me escapa. Quién no es hijo del caos, señor intelectual. ¿No tienes miedo?, digo. ¿No lo tienes tú?, dice.
*Ilustración de Inés González.