Sábado, 8 de febrero
SUEÑOS PREMONITORIOS
Soy muy sensible a la
adulación. Ese es mi talón de Aquiles o mi caballo de Troya. No es que me crea
cualquier elogio, pero siempre tiendo a pensar que son sinceros y eso hace que
me caiga bien cualquier desconocido que se me acerque ponderando lo que escribo.
Claro
que antes de otorgar mi confianza hago un somero examen. “¿Y cuál es el último
libro que has leído?”, “No recuerdo el título, la cubierta era verde. No,
amarilla. Tampoco recuerdo muy bien de qué trataba, pero me gustó mucho”. “Ah”,
digo yo un poco defraudado. Otras veces me dicen que les entusiasman mis
artículos, los que publico en un periódico… en el que dejé de escribir hace
veinte años.
Como no tengo la costumbre de elogiar sin motivo, pienso
que todo el mundo es igual y que aunque el elogio no sea certero siempre es
sincero y por eso de agradecer. Con uno de estos lectores espontáneos, que vive
cerca de casa y que alguna vez ha estado en casa, soñé esta noche. Me daba a
leer sus versos, torpones y pretenciosos, y aunque yo tratara de disimular mi
opinión, como no le devolvía con elogios los elogios que él me había dedicado,
comenzaba a ponerse cada vez más nervioso, a mirarme de mala manera y de pronto
comenzaba a gritar y a arrojar al suelo los libros de las estanterías. Yo
apenas si tenía tiempo de salir de casa y pedir ayuda a los vecinos.
Desperté sudoroso, aliviado de que fuera un sueño. “Qué
pesadilla tan absurda”, pensé. Pero quizá no fuera tan absurda. Como buen
lector de Freud (en la biblioteca de Avilés estaban sus obras completas), sé
que los sueños son algo más que sueños. Son advertencias del subconsciente, que
percibe los peligros antes de que seamos conscientes de ellos. Todo tipo de
peligros. A veces soñaba que estaba enamorado de quien yo no creía estar enamorándome
y de esa manera podía, si lo creía conveniente, poner tierra de por medio.
Siempre he tenido más miedo a las aduladoras, que me
recuerdan a la enfermera de Misery, la película basada en la novela de
Stephen King, que a los aduladores. Pero el sueño me avisa de que también con
estos hay que tener cuidado. Un poeta herido es una bestia peligrosa. Y los
psicópatas pueden comenzar siendo encantadores.
Domingo, 9 de febrero
LIBRO DE ORO
Encuentro en el Fontán un
volumen de sugerente título, Libro de oro de la vida, y más sugerente
subtítulo, “Pensamientos, sentencias, máximas, proverbios entresacados de las
obras de los mejores filósofos y escritores nacionales y extranjeros”. Lo abro
al azar y lo primero que leo es un soneto de Quevedo en el que se incluye
un verso que yo cito a menudo, pero tomado de Julián Marías: “el tiempo que ni
vuelve ni tropieza”. Ahora puedo leerlo en su contexto: “Los dos embustes de la
vida humana / desde la cuna son honra y riqueza. / El tiempo, que ni vuelve ni
tropieza, / en horas fugitivas la devana”.
¿Quién será este L. C. Viada y Lluch que firma el Libro
de oro de la vida publicado por Montaner y Simón en 1905? No tardé en
averiguarlo, ya que ahora todos llevamos una enciclopedia en el bolsillo. Luis
Carlos Viada y Lluch nació en Barcelona en 1863 y murió en febrero de 1938. Fue
un polígrafo autodidacta (se formó trabajado como cajista en una imprenta) que
escribió sobre las más variadas materias.
Era
de ideología carlista y eso me hace dudar un momento sobre si adquirir o no el volumen,
que me imagino lleno de moralina conservadora. Me conmueve su bárbaro final: su
domicilio fue saqueado por milicianos y él detenido: los obreros de la imprenta
en que se publicaba la revista que dirigía lograron que fuera puesto en
libertad, pero murió a los pocos días a consecuencia de las palizas recibidas.
En el prólogo indica que ha devuelto a su verdadero autor
sentencias y pensamientos que circulaban atribuidos a otros. “No hay libro malo
que no contenga algo bueno” es una frase muy citada de Cervantes que este tomó,
sin citarlo, de Plinio. “El mayor arte de un hombre hábil es ocultar su
habilidad” circula por ahí con el nombre de muchos autores, pero parece que el
primero que la utilizó fue La Rochefoucauld.
Como
buen erudito, Viada y Lluch pretende “restablecer en su original estado algunos
textos que autores poco escrupulosos, o por confiar solamente en una memoria no
infalible, o por pereza muchas veces de compulsar la cita, o por traducir del
extranjero lo que de nosotros se tradujo, los transcriben de modo que no los
reconocería su autor”,
Me siento aludido. Yo soy de esos autores poco
escrupulosos. En los textos literarios (no en los estudios académicos, por
supuesto), me gusta reproducir las citas tal como me vienen a la memoria, a
veces algo alteradas, y no siempre para peor. Creo que hay frases que, como los
cantos rodados, se van puliendo el tiempo, y que no son “de quien antes las
encuentre, / sino del que mejor las labre”.
Martes, 11 de febrero
TODO TIENE SU PORQUÉ
Tengo un amigo que de todos
los males de España le echa la culpa a la Inquisición. “Tú estás loco, Briones”,
le digo con el título de una vieja comedia, no sé si de Arniches. Él me lee unas
líneas de un libro que acaba de comprar en la librería de Valdés, en el
Campillín, de la que yo fui expulsado, por llevarle la contraria al dueño en
las discusiones políticas, como Adán del Paraíso: “Era práctica arraigada en
las clases adineradas y linajudas, la de prolongar la vigilia hasta la hora del
amanecer. Los nobles y los millonarios recibían después de salir de los
teatros. La gente joven se entregaba al baile y las personas de respeto o
jugaban partidas de tresillo o comentaban los acontecimientos políticos. Quien
no podía costear esos lujos, trasnochaba en los cafés hasta las tres de la
mañana. Se vivía de noche. En invierno, a las diez de la mañana –lo recuerdo
bien-- solo discurrían por las calles de Madrid los obreros, los barrenderos y
los burreros que repartían la leche. Las oficinas funcionaban por la tarde y
los ministros recibían en audiencia pasada la medianoche”.
---No he leído ese libro de Natalio Rivas, pero sí otros
muchos suyos. Tienen su encanto las anécdotas y las minucias que cuenta sobre
la España del siglo XIX. Pero no sé yo qué tiene que ver ese gusto de los
españoles por trasnochar, que todavía conservamos, aunque yo no, con la
Inquisición. Me parece que deliras un poco.
---Tiene, tiene que ver. Madrugar era cosa de pobres
gentes que tenían que ir al trabajo, no de hidalgos, no de cristianos viejos.
Recuerda que no sé que rey, creo que Carlos III, tuvo que promulgar una
pragmática sanción declarando que trabajar no era una deshonra. Los buenos
cristianos no tenían que trabajar, eso era cosa de cristianos nuevos, de
judaizantes y de protestantes. Y nadie quería pasar por uno de ellos, no fuera
a acabar quemado en la plaza pública. Otra mala señal era la afición a la lectura.
Por eso hemos tardado tanto en dejar de mirar los libros con recelo. Pero del
gusto por trasnochar, que tanto sorprende a los herejes del resto de Europa, no
nos hemos librado.
Jueves, 13 de febrero
TRATA TRUMP
Trata Trump de acabar con la
lucrativa carnicería de Ucrania, a pesar de que las empresas armamentísticas de
Estados Unidos son las más beneficiadas, y en seguida se alborota el gallinero
de la Unión Europea en un intento, esperemos que vano, de impedirlo: “¡Mejor
una guerra injusta, aunque dure cien años, que una paz injusta!”.
En esto parece haber acabado la culta Europa, que fue
–dicen-- la cuna de la civilización.
Viernes, 14 de febrero
TAMBIÉN YO
Como me gustan las
tradiciones, me paso la mañana esperando que me llamen de la Facultad para
avisarme de que ha llegado un ramo de flores a mi nombre. Lo recibo en esta
precisa fecha desde hace no sé cuántos años. Y me lo siguen enviando al Milán,
a pesar de que yo ya no trabajo allí. Esa anónima enamorada, tan de otro
tiempo, parece que ni me lee ni sabe mucho de vida laboral.
Sonrío, pero con cierta ternura. Yo también he
hecho el ridículo por amor, y más de una vez. Me avergüenzo un poco al
recordarlo, pero no me arrepiento demasiado. Recuerdo los versos de Álvaro de
Campos que hablan de que todas las cartas de amor son ridículas, pero que al
final solo son ridículos los que nunca han escrito cartas de amor, los que
nunca han hecho el ridículo por amor.