Hay días en que todos los libros hablan de lo mismo. También el Sartor Resartus, de Carlyle, que abrí al azar una tediosa tarde: “El Universo carece de Vida, de Propósito, de Voluntad y hasta de Hostilidad; es una enorme, inconmensurable y muerta máquina girando con la indiferencia de lo muerto para triturarme poco a poco… Vivo en un temor continuo, indefinido y agotador. Soy un hombre trémulo, pusilánime, temeroso de no sé qué. Me parece que todas las cosas, las de arriba, en el Cielo, y las de abajo, en la Tierra, están destinadas a hacerme daño; como si el Cielo y la Tierra fueran las mandíbulas de un monstruo devorador, mientras yo, tembloroso, permanezco a la espera de ser devorado”.
Cerré el libro. Cerré luego los ojos tras mirar hacia la ventana, sabiendo de sobra que una vez más no iba a tener fuerzas para dar el gran salto que tanto me apetecía. Y de pronto, estridente, suena el timbre de la puerta. Lo dejé sonar no sé cuántas veces. “Si llaman otra vez, abro”, dije. Pero no llamaron otra vez y yo me quedé lamentando no haber abierto, como si quien llamaba –seguramente un vendedor— trajera algún remedio para lo que no tenía remedio.
Una súbita curiosidad, rara en mí, me llevó a asomarme a la ventana. En ese mismo momento una mujer que salía del portal alzó la cabeza y nuestros ojos se encontraron. Supe al instante que era Ella, exactamente Ella, la mujer que, sin saberlo, yo esperaba.
Me lancé corriendo escaleras abajo, pero cuando salí a la calle ya había doblado la esquina de la Avenida de Galicia y desaparecido. Sentí una angustia aún más punzante que la que es mi constante compañera. Me faltaba el aire. Con esfuerzo me puse a caminar. Llegué hasta una cafetería cercana, me acodé en la barra, pedí una certeza. Y entonces noté algo a mi espalda, un resplandor. Me volví: sentada en una mesa junto al ventanal estaba Ella fumando distraída, como si esperara a alguien. Yo sabía que era Ella, aunque ahora llevara otro peinado: la luz de sus ojos era la misma.
No podía dejarla escapar otra vez. Con la cerveza en la mano, pensando en lo que le diría, me acerqué hasta su mesa. Antes de que llegara, se levantó bruscamente, saludó con un beso a una joven que acababa de entrar y las dos se marcharon. Pero antes de salir sus ojos se cruzaron un instante con los míos y en ellos se leía un claro mensaje: “No te olvides, te espero donde siempre”. Y no olvidé que me esperaba, lo que no recordaba era dónde.
Estábamos en el jardín, disfrutando de la fresca y clara noche. Almuzara nos había hecho escuchar dos o tres pasajes de L’incoronazione di Poppea; Xuan Bello había leído un poema de Al Mutamid, rey de Sevilla: “El vino derramaba su esplendor solitario, / la noche desplegaba el manto de la tiniebla, / y de pronto la luna llena surgió en Géminis, / como un rey en el apogeo de su pompa y de su fausto. / Pero eras tú: no era la luna llena”.
A todos nos sorprendió la confidencia de Marcos, hasta entonces mudo y atento asistente a nuestras conversaciones. Nos quedamos callados, un poco incómodos, sin saber qué decir. Fue el conde quien rompió el silencio.
“Yo sé quién es esa mujer, amigo Marcos. ¿No has leído a Jung? En todo hombre hay un Viejo Mundo de conciencia personal y, más allá de un profundo océano, una serie de Nuevos Mundos, la terra incognita del alma vegetativa, el Lejano Oeste del inconsciente colectivo, con su flora de símbolos y sus tribus de arquetipos aborígenes. Separado por otro océano, todavía más vasto, en las antípodas de la conciencia cotidiana, está el mundo de la Experiencia Visionaria”.
No pude evitar sonreír ante aquella palabrería más o menos freudiana. Marcos parecía ausente. Tras estar callado un largo rato, según su costumbre, volvió a hablar, sin mirarnos, como consigo mismo.
Todo el día estuve dando vueltas, entrando y saliendo de librerías y cafeterías. ¿Dónde podíamos haber quedado citados? En ninguna parte, me decía. A esa mujer no la has visto nunca antes, aunque no hayas hecho en tu vida otra cosa que soñar con ella. Eso me decía, eso era lo razonable. Pero seguía buscando, seguía tratando de recordar. Cansado, agotado más bien, me senté en un banco del Campo de San Francisco. Alcé lo ojos y me sorprendió una burlesca estampa del dios del amor. A la cabeza me vino el comienzo de un poema de Víctor Botas: “El loco Amor se me posó en los ojos / y te vi como solo él puede ver a sus hijos”. Sorprendido miraba yo el narigudo Cupido picassiano que colgaba, como otras reproducciones del Museo de Bellas Artes, entre las copas de los árboles, cuando unas manos me cerraron los ojos. Las aparté bruscamente, asustado, y me volví: era Ella. “¿Me he retrasado mucho?”, dijo sonriente. “Casi cuarenta años –dije—, solo me falta uno para cumplirlos”. “Pues nadie lo diría”. Me había puesto de pie y caminaba a su lado. “¿A dónde vamos?”. Me besó en los labios, como si tuviera la costumbre de hacerlo a menudo, aunque era –no me habría olvidado de algo así— la primera vez. “¿A dónde vamos a ir? A mi casa”. Me llevó a un ático de la calle Fruela, con una hermosa terraza sobre los tejados del palacio del Principado. Era como estar en París. Un apartamento diminuto, lleno de libros y también de discos. “Pon la música que quieras”, me dijo. Sobre el sofá estaba una recopilación de melodías francesas cantadas por Philippe Jaroussky. Recordé que habíamos escuchado algunas de ellas aquí en el pazo y me pareció que nada era más adecuado para aquel momento que los versos de Verlaine y la música de Reynaldo Hahn: “La lune blanche / luit dans les bois…”. Cerré los ojos mientras me dejaba acariciar por la melodía y tardé en abrirlos, temeroso de que todo fuera un sueño y me encontrara de nuevo en mi habitación, con el libro de Carlyle en la mano y las mandíbulas del tedio a punto de triturarme por completo. Los abrí, por fin, y ante mí había una mujer desconocida que me miraba sonriente. “¿No te habrás dormido?”, dijo. No, no me había dormido, pero era como si acabara de despertar de un sueño. No es que fuera fea, no, todo lo contrario. Pero no era Ella, de eso estaba seguro. “No sabes lo que me alegra haberte encontrado. Me gustan mucho tus poemas, algunos casi me los sé de memoria”. Comenzó a acariciarme el pelo, a desabrocharme los botones de la camisa.
“Pues parece que no eran solo tus poemas lo que le gustaba”, interrumpió Almuzara. Pero Marcos no pareció oírle.
Comencé a sentirme mal, a sudar. “¿No hace mucho calor aquí?”, dije. Y salimos un momento a la terraza. La vista era espléndida, ciertamente. Pero yo no tenía ojos más que para la terraza de la cafetería La Corte. En una de las mesas, una mujer fumaba solitaria ante un libro y una taza de café. De pronto alzó los ojos, como si se diera cuenta de que yo la estaba mirando. Y no tuve ninguna duda: era Ella. Ni siquiera intenté buscar una disculpa. Salí corriendo del apartamento, no me entretuve en esperar el ascensor, bajé sin aliento las escaleras y, apenas pisaba la acera, vi que se levantaba, dejaba el importe de la consumición sobre la mesa y se ponía a caminar hacia mí. Pasó de largo por mi lado, sin que yo le dijera una palabra. Porque de pronto me entró la duda de si ella era en verdad Ella, o si en realidad quien era Ella era la mujer espléndida, más cerca de los cincuenta que de los cuarenta años, que había abandonado de mala manera en un apartamento lleno de libros y discos. Ahora que lo pienso bien, cada vez estoy más seguro de que era Ella. Y la he perdido para siempre. ¿Comprendéis mi desesperación?
Yo creo –dijo el conde— que de quien de verdad estás enamorado es de tu desesperación, y que no estás dispuesto a traicionarla con nadie.
sábado, 28 de agosto de 2010
sábado, 21 de agosto de 2010
Las veladas del jardín: Fin de fiesta
El día amaneció lluvioso, y el mal tiempo fue aumentando a medida que pasaban las horas. Yo apenas había logrado dormir, y amanecí con un humor no demasiado bueno. Pasé por la biblioteca del pazo: ningún libro parecía interesarme. Puse un poco de música: incluso Mozart me daba dolor de cabeza. Subí hasta la terraza más alta, en la torre medieval, y allí estaba, mirando sin ver, dejándome empapar por la lluvia, cuando apareció el conde. Amablemente me rogó que entrara, que iba a coger una pulmonía; yo tenía ganas de pelearme con alguien y la tomé con él: “No me creo nada de lo que nos ha contado. Usted ni es conde ni es mago. Usted es un farsante”. Hizo como si no me oyera y con un gesto me invitó a seguirle. Yo le seguí, con mi irritación en aumento, dispuesto a repetirle lo que pensaba de él.
Al descender la escalera, tras un corto pasillo, había un salón con un gran espejo. Me sorprendió verme: mi ropa estaba seca y sobre la cara llevaba una máscara veneciana. Me la arranqué de un manotazo. “Conmigo no valen los trucos”, dije irritado, pero no pudiendo disimular el asombro.
“El otro día aludió usted a la gran fiesta de Carlos de Beistegui en el palacio Labia, la última gran fiesta europea, según Paul Morand. Yo estuve en ella. Creí que le podrían interesar mis impresiones. Asistió gente verdaderamente curiosa. Pero no le voy a contar nada, no se preocupe. Me iré con mi magia y mis historias a otra parte”.
Me di cuenta entonces de lo absurdo de mi comportamiento. “Le ruego me disculpe; no sé qué me ha pasado. Estoy en su casa, soy yo el que debe irse”. “Puede irse cuando quiera, ya sabe que la primera condición del paraíso es tener las puertas abiertas, pero me daría un disgusto”. “Antes de irme me gustaría escuchar esa historia, la de la fiesta en el palacio Labia. Una de las veces que estuve en Venecia me alojé en el Hotel Amadeus. Desde la terraza de la habitación contemplaba el Campo de San Geremia y la fachada del palacio. De noche, sobre todo, con la plaza desierta y la fachada iluminada soñé muchas veces con esa mítica fiesta”.
----Cuando Beistegui, el millonario español de origen mexicano, compró el palacio en 1948 estaba en completa ruina, tras haber sido cuartel en época napoleónica y luego casa de vecinos. Durante tres años se dedicó a restaurar mármoles y estucos, a instalar agua corriente, electricidad, cuartos de baño, inexistentes hasta entonces. Creó salones que no habían existido nunca –un salón del reloj, una sala de los almirantes—, pero que parecían haber estado allí desde siempre. Devolvió su esplendor a los frescos de Tiépolo, el principal tesoro del palacio. ¿Le gusta a usted Tiépolo? Ya sabe que Berenson decía que era un gran decorador, no un gran pintor, del mismo modo que Metastasio no es un gran poeta, pero al igual que él representa como nadie el espíritu de una época. La fiesta de inauguración fue el 10 de septiembre de 1951. Hubo un baile de disfraces inspirado en “El convite de Cleopatra”, el fresco de Tiépolo que adorna el gran salón. Fue como si aquellas figuras volvieran a la vida. Del mismo modo que no se distinguían los motivos arquitectónicos reales de los pintados, también a veces era difícil distinguir entre los invitados de aquella Cleopatra dieciochesca y los del fantasioso millonario del siglo XX. El millar de invitados llegó en cuatrocientas góndolas que a una misma hora comenzaron a remontar el Gran Canal. Todo el que era alguien en aquel momento estaba allí, desde Lady Churchill hasta el Agha Khan, pasando por las más hermosas princesas romanas o napolitanas, las celebridades del cine, el arte, la literatura, y el inevitable Dalí, que se había ocupado de la escenografía.
La entrada principal del palacio da al canal del Cannaregio, al borde mismo del Gran Canal, y por allí fueron entrando los invitados. El anfitrión los recibía en lo alto de la escalera monumental, vestido con toga roja como procurador de la República de Venecia, encaramado sobre sus coturnos. En la parte de atrás del palacio, Beistegui dio otra fiesta para el pueblo de Venecia. Hacia las tres de la madrugada comenzaron los fuegos artificiales y al amanecer se formaron grupos que cantaron, rieron, hicieron el amor, se dispersaron por los salones y luego continuaron la juerga por los canales y los campi, hasta terminar muchos de ellos en la Piazza de San Marco, convertido en otro gran salón festivo. Solo hubo un temor a lo largo de aquella noche memorable: que el suelo se hundiera con el peso de los mil invitados. Claro que ese hubiera sido el más adecuado fin de fiesta: que, en el momento mejor, el gran palacio con todos ellos dentro fuera devorado por las aguas. No faltó quien se sintiera irritado por aquella ostentación. A Beistegui le atacaron desde los dos extremos: la iglesia católica y el partido comunista. Pero fueron más los que observaron admirados aquella fiesta en que por una noche la Venecia mítica resucitaba con toda su majestad. Por una noche: al día siguiente Beistegui perdió todo interés por el palacio y su contenido, que le había costado tanto esfuerzo reunir. Poco después la colección prodigiosa de cuadros y tapices, de muebles de época, sería subastada y el edificio vendido a la televisión italiana. Yo iba disfrazado de Cagliostro, aquel mixtificador que se vio envuelto en la estafa del collar que le costó el cuello a María Antonieta, y corrió el rumor de que no se trataba de un disfraz, sino que yo era el propio alquimista y adivino, inmortal como el judío errante. Con un jarrón de cristal, casi esférico, lleno de agua improvisé una bola mágica y se formaron largas colas pidiéndome que adivinara el porvenir. Dije las vaguedades de costumbre. Fue Cocteau quien me libró de pasarme la noche convertido en una atracción de feria. Alto, delgadísimo, era sin duda el más elegante. Iba disfrazado de Lord Strathcona, un joven que fue enviado en los primeros años de la ocupación inglesa de Canadá a Montreal. Era tan hermoso que nada más llegar se enamoró de él la esposa del gobernador de la Hudson Bay Company, jefe de la colonia. Inmediatamente fue desterrado al lugar más remoto, único inglés entre los esquimales. Allí permaneció durante casi una década. Su único contacto con la civilización era un velero que llegaba una vez al año. Pero Lord Strathcona mantuvo la disciplina de cambiarse de traje todas las noches para cenar solo, y cada mañana se hacía planchar y tender el ejemplar del Times correspondiente a ese día del año anterior. “El verdadero artista vive siempre entre esquimales y ha de saber conservar la disciplina”, me dijo Cocteau.
Luego salimos por la entrada de tierra del palacio y, subiendo por Lista de Spagna, llegamos hasta la parada de góndolas de Santa Luzia. “Ya verás qué maravilla”. Y efectivamente allí nos esperaba el más esbelto y gallardo gondolero que se pueda imaginar: barbilampiño, delicadamente musculado, parecía una figura del Parmigianino. Ya estábamos bamboleándonos en medio del Gran Canal, disfrutando del espectáculo, cuando alguien comenzó a dar gritos desde la orilla. Nuestro gondolero, asustado, sorprendentemente dio la vuelta. Nos hizo bajar, descendió luego él también y en dialecto veneciano se puso a discutir con aquel hombre furibundo. Pensamos que iban a llegar a las manos. Pero de pronto el joven dios, para desilusión nuestra, comenzó a llorar y con la cabeza baja se marchó de allí. “Les ruego me disculpen, caballeros; yo les llevará a dónde ustedes quieran ir y no les cobraré nada. No es la primera vez que mi hija hace algo así, disfrazarse de hombre para conducir la góndola mientras yo duermo la mañana. Desde pequeñita ese es su sueño. Pero no hay gondoleras, es oficio de hombres. Ya me imagino su sorpresa cuando ustedes descubrieran que quien les acompañaba no era un hombre sino una mujer”. Cocteau, muy serio, dijo: “Efectivamente, ha hecho usted muy bien en advertirnos. Habría sido una gran desilusión. Amigo Aleister, hoy en día no se uno puede fiar de nadie”.
Al descender la escalera, tras un corto pasillo, había un salón con un gran espejo. Me sorprendió verme: mi ropa estaba seca y sobre la cara llevaba una máscara veneciana. Me la arranqué de un manotazo. “Conmigo no valen los trucos”, dije irritado, pero no pudiendo disimular el asombro.
“El otro día aludió usted a la gran fiesta de Carlos de Beistegui en el palacio Labia, la última gran fiesta europea, según Paul Morand. Yo estuve en ella. Creí que le podrían interesar mis impresiones. Asistió gente verdaderamente curiosa. Pero no le voy a contar nada, no se preocupe. Me iré con mi magia y mis historias a otra parte”.
Me di cuenta entonces de lo absurdo de mi comportamiento. “Le ruego me disculpe; no sé qué me ha pasado. Estoy en su casa, soy yo el que debe irse”. “Puede irse cuando quiera, ya sabe que la primera condición del paraíso es tener las puertas abiertas, pero me daría un disgusto”. “Antes de irme me gustaría escuchar esa historia, la de la fiesta en el palacio Labia. Una de las veces que estuve en Venecia me alojé en el Hotel Amadeus. Desde la terraza de la habitación contemplaba el Campo de San Geremia y la fachada del palacio. De noche, sobre todo, con la plaza desierta y la fachada iluminada soñé muchas veces con esa mítica fiesta”.
----Cuando Beistegui, el millonario español de origen mexicano, compró el palacio en 1948 estaba en completa ruina, tras haber sido cuartel en época napoleónica y luego casa de vecinos. Durante tres años se dedicó a restaurar mármoles y estucos, a instalar agua corriente, electricidad, cuartos de baño, inexistentes hasta entonces. Creó salones que no habían existido nunca –un salón del reloj, una sala de los almirantes—, pero que parecían haber estado allí desde siempre. Devolvió su esplendor a los frescos de Tiépolo, el principal tesoro del palacio. ¿Le gusta a usted Tiépolo? Ya sabe que Berenson decía que era un gran decorador, no un gran pintor, del mismo modo que Metastasio no es un gran poeta, pero al igual que él representa como nadie el espíritu de una época. La fiesta de inauguración fue el 10 de septiembre de 1951. Hubo un baile de disfraces inspirado en “El convite de Cleopatra”, el fresco de Tiépolo que adorna el gran salón. Fue como si aquellas figuras volvieran a la vida. Del mismo modo que no se distinguían los motivos arquitectónicos reales de los pintados, también a veces era difícil distinguir entre los invitados de aquella Cleopatra dieciochesca y los del fantasioso millonario del siglo XX. El millar de invitados llegó en cuatrocientas góndolas que a una misma hora comenzaron a remontar el Gran Canal. Todo el que era alguien en aquel momento estaba allí, desde Lady Churchill hasta el Agha Khan, pasando por las más hermosas princesas romanas o napolitanas, las celebridades del cine, el arte, la literatura, y el inevitable Dalí, que se había ocupado de la escenografía.
La entrada principal del palacio da al canal del Cannaregio, al borde mismo del Gran Canal, y por allí fueron entrando los invitados. El anfitrión los recibía en lo alto de la escalera monumental, vestido con toga roja como procurador de la República de Venecia, encaramado sobre sus coturnos. En la parte de atrás del palacio, Beistegui dio otra fiesta para el pueblo de Venecia. Hacia las tres de la madrugada comenzaron los fuegos artificiales y al amanecer se formaron grupos que cantaron, rieron, hicieron el amor, se dispersaron por los salones y luego continuaron la juerga por los canales y los campi, hasta terminar muchos de ellos en la Piazza de San Marco, convertido en otro gran salón festivo. Solo hubo un temor a lo largo de aquella noche memorable: que el suelo se hundiera con el peso de los mil invitados. Claro que ese hubiera sido el más adecuado fin de fiesta: que, en el momento mejor, el gran palacio con todos ellos dentro fuera devorado por las aguas. No faltó quien se sintiera irritado por aquella ostentación. A Beistegui le atacaron desde los dos extremos: la iglesia católica y el partido comunista. Pero fueron más los que observaron admirados aquella fiesta en que por una noche la Venecia mítica resucitaba con toda su majestad. Por una noche: al día siguiente Beistegui perdió todo interés por el palacio y su contenido, que le había costado tanto esfuerzo reunir. Poco después la colección prodigiosa de cuadros y tapices, de muebles de época, sería subastada y el edificio vendido a la televisión italiana. Yo iba disfrazado de Cagliostro, aquel mixtificador que se vio envuelto en la estafa del collar que le costó el cuello a María Antonieta, y corrió el rumor de que no se trataba de un disfraz, sino que yo era el propio alquimista y adivino, inmortal como el judío errante. Con un jarrón de cristal, casi esférico, lleno de agua improvisé una bola mágica y se formaron largas colas pidiéndome que adivinara el porvenir. Dije las vaguedades de costumbre. Fue Cocteau quien me libró de pasarme la noche convertido en una atracción de feria. Alto, delgadísimo, era sin duda el más elegante. Iba disfrazado de Lord Strathcona, un joven que fue enviado en los primeros años de la ocupación inglesa de Canadá a Montreal. Era tan hermoso que nada más llegar se enamoró de él la esposa del gobernador de la Hudson Bay Company, jefe de la colonia. Inmediatamente fue desterrado al lugar más remoto, único inglés entre los esquimales. Allí permaneció durante casi una década. Su único contacto con la civilización era un velero que llegaba una vez al año. Pero Lord Strathcona mantuvo la disciplina de cambiarse de traje todas las noches para cenar solo, y cada mañana se hacía planchar y tender el ejemplar del Times correspondiente a ese día del año anterior. “El verdadero artista vive siempre entre esquimales y ha de saber conservar la disciplina”, me dijo Cocteau.
Luego salimos por la entrada de tierra del palacio y, subiendo por Lista de Spagna, llegamos hasta la parada de góndolas de Santa Luzia. “Ya verás qué maravilla”. Y efectivamente allí nos esperaba el más esbelto y gallardo gondolero que se pueda imaginar: barbilampiño, delicadamente musculado, parecía una figura del Parmigianino. Ya estábamos bamboleándonos en medio del Gran Canal, disfrutando del espectáculo, cuando alguien comenzó a dar gritos desde la orilla. Nuestro gondolero, asustado, sorprendentemente dio la vuelta. Nos hizo bajar, descendió luego él también y en dialecto veneciano se puso a discutir con aquel hombre furibundo. Pensamos que iban a llegar a las manos. Pero de pronto el joven dios, para desilusión nuestra, comenzó a llorar y con la cabeza baja se marchó de allí. “Les ruego me disculpen, caballeros; yo les llevará a dónde ustedes quieran ir y no les cobraré nada. No es la primera vez que mi hija hace algo así, disfrazarse de hombre para conducir la góndola mientras yo duermo la mañana. Desde pequeñita ese es su sueño. Pero no hay gondoleras, es oficio de hombres. Ya me imagino su sorpresa cuando ustedes descubrieran que quien les acompañaba no era un hombre sino una mujer”. Cocteau, muy serio, dijo: “Efectivamente, ha hecho usted muy bien en advertirnos. Habría sido una gran desilusión. Amigo Aleister, hoy en día no se uno puede fiar de nadie”.
Etiquetas:
Las veladas del jardín
sábado, 14 de agosto de 2010
Las veladas del jardín: Café Sport
Uno de los títulos más sugestivos que conozco es de un escritor que aprecio poco, César Antonio Molina, el ex ministro despechado: Lugares donde se calma el dolor. Si yo tuviera que hacer una lista de esos lugares, uno de los primeros sería el Café Sport, en Chaves. No tiene nada de especial: una gran cristalera sobre la plaza del general Silveira (al fondo, la Biblioteca Municipal), una decoración de los años sesenta, ningún ajetreo… A mí me gusta sentarme al fondo, cerca de la cristalera, junto a la pared. Allí leo, miro a la gente que pasa, dejo pasar la vida con un café delante y sin ninguna preocupación. Si salgo y camino hacia la derecha, llego hasta el puente romano, sobre el río Támega; a la izquierda una calle asciende hacia el Largo de Camoens y el castillo, una almenada torre frente a las tierras de España.
Suelo alojarme en el Forte San Francisco, que está muy cerca y asoma una esquina de sus murallas junto a la Capella da Lapa, de oro en cada atardecer. Me gusta pasear entre las murallas, nada más amanecido, acercarme hasta la pajarera con sus coloristas aves exóticas, entrar en la iglesia del convento y escuchar el monocorde canto monacal.
Mis amigos no comprenden mi afición a este lugar, bueno para visto una vez, donde no tengo amigos ni fantasmas. O eso creía yo. En la última visita, caminando al azar de las calles, encontré en una librería de la Rua do Olival una novela sobre la muerte de Sidónio Pais, el presidente-rey al que Fernando Pessoa dedicó un poema. Lo asesinaron un 14 de diciembre de 1918 en la estación del Rossio. Su muerte nunca fue aclarada. Entre los papeles de Pessoa había un esbozo de novela policíaca en la que ponía al doctor Quaresma, su Sherlock Holmes particular, a investigar ese crimen. Cuando yo estuve en Coimbra, allá por 1980, reuní bastante documentación sobre el tema. Especialmente interesante me pareció una separata de los Archivos do Instituto de Medicina Legal de Lisboa en que se recogían los resultados de la autopsia. Pero luego mis intereses fueron por otro camino y olvidé la novela que quería escribir. Francisco Moita Flores tuvo la misma idea y la ha llevado a cabo. Absorto en la lectura de Mataram o Sidónio!, tardo en darme cuenta de que alguien me saluda desde el otro lado de la cristalera. Ha tenido que golpear con los dedos para llamar mi atención. Es una mujer elegante, de unos cincuenta años. Entra muy sonriente: “¿No me dirás que no te acuerdas de mí? ¡Soy Margarita! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!”. ¿Margarita? Sin duda se trata de una confusión. “¿Ya no te acuerdas de los compañeros del Curso de Férias en la Universidad de Coimbra?”. El libro sobre Sidónio me acababa precisamente de traer a la cabeza aquellos días. Pero a ella no la recordaba, aunque fingí reconocerla. “Tienes que venir a mi casa. Es aquí cerca. Te va a gustar. Era de mi marido. Murió hace tres años”. “Lo siento”, dije. “Nuno y tú andabais todo el día juntos aquel verano”.
¡Nuno! El olvidado amigo era de Chaves. Había un fantasma que me sujetaba a aquel lugar aparentemente sin fantasmas. ¡Nuno! Juntos traducimos a Camilo Pessanha y a Pessoa y a António Nobre. Él me regaló Matéria solar, un libro recién aparecido de un poeta del que no había oído hablar y que desde entonces sería uno de mis preferidos, Eugénio de Andrade. ¡Nuno! Los paseos por el Jardim da Sereia, las noches de charla interminable en la Praça da República, las traducciones mano a mano en el café de Santa Cruz, el único que todavía resiste, en el Arcádia, en el Mandarim...
Acompañé a Margarita hasta su casa, más allá del puente romano, cerca del Jardim Público: una mansión de aire inglés, rodeada de árboles. “La familia de mi marido tenía algo de dinero y él era heredero único. Ahora todo es mío. ¿No has pensado en casarte? Soy un buen partido”, bromeó.
El interior de la casa resultaba todavía más sorprendente que el exterior. Me fascinó sobre todo la biblioteca, de dos alturas y con una escalera de caracol. “El abuelo de mi marido era amigo de Carlos de Beistegui, un millonario español de origen mexicano, cuya pasión era comprar casas y decorarlas fastuosamente. Él fue quien reconstruyó el palacio Labia, en Venecia, y dio una fiesta en 1951 que todavía se recuerda. A ti que te gusta tanto Venecia seguro que has oído hablar de ella”. “Sabes muchas cosas de mí”, le dije. “Tú, en cambio, ni siquiera me recordabas, no creas que no me he dado cuenta. ¿Cómo no voy a saberlo todo de ti si eres la persona que más he odiado en el mundo?”. Yo le prestaba poca atención, fascinado con la biblioteca, llena de esos libros fabulosos de lo que uno ha oído hablar infinitas veces pero que nunca ha tenido en las manos. De pronto me volví hacia ella, asustado. Parece que tengo un imán para las chifladas. “¿Odiado? ¿Y por qué?”. “Debía ponerme en contacto contigo, averigüé tu dirección en la calle Murillo, tu teléfono, tu correo electrónico, pero no acababa de decidirme. Y de pronto te encuentro leyendo tranquilamente en Chaves, como si vivieras aquí de toda la vida. No me dirás que no es casualidad. Tengo un encargo para ti, de mi marido: devolverte un cuaderno y hacerte una pregunta”.
De un cajón sacó un viejo cuaderno con anillas, lleno de versos manuscritos. En seguida reconocí mi letra. Eran poemas, o borradores de poemas, también alguna traducción: “No traigo nada y no encontraré nada. / Dejo escrito en este libro la imagen de mi designio muerto: / Fui como la hierba y no me arrancaron”. Recuerdo bien el momento en que le entregué ese cuaderno, resumen de un verano. Fue en la estación, en Coimbra B, hasta donde Nuno me había acompañado, poco antes de subir al expreso que me devolvería, tras no sé cuántos transbordos, a Asturias.
“La pregunta era: ¿por qué dejaste de escribirle? ¿Por qué no contestaste a sus cartas?”. “¡Pero si fue él quien dejó de responder a las mías! Me dolió un poco, la verdad. ¡Habíamos estado tan unidos!”. “No le dije, estaba ya muy enfermo, que a esa pregunta mejor que tú podía contestar yo. Fui yo quien destruí tus cartas, sin entregárselas; quien rompió las suyas, sin llevarlas a correos. Ya éramos novios, o medio novios, antes de que tú te fueras. Pero estaba más tiempo con sus libros y contigo que conmigo. Llegué a odiarte más que a nadie en el mundo. Un odio irracional. Si no te hubieras ido, no sé lo que habría ocurrido. Mi marido le habló a Carlos Reis, gran amigo de su familia, de ti y es posible que te hubieran encontrado un puesto como profesor de español. Si eso hubiera ocurrido… Pero no ocurrió. Tú te fuiste y yo me encargué de que desaparecieras para siempre. O eso creía yo, pero te quedaste aquí, como un fantasma más. Me alegra haberte encontrado, me alegra que te hayas sentado exactamente ahí, donde Nuno se sentaba. Puedes quedarte con ese libro que a él le gustaba mucho: una primera edición de Las flores del mal firmada por el autor. Pronto me veré libre de fantasmas. Venderé esta casa, imposible de sostener. Se habla de ella como casa de cultura o sede de la fundación Nadir Afonso. En el parque construirán, me temo. Por fin podré vivir tranquila, sin viejas cuentas que saldar”.
Ahora sé por qué me gusta tanto volver a Chaves, por qué me encuentro tan seguro y a salvo en el Café Sport, uno de esos lugares donde se calma el dolor. Tras despedirme de Margarita, de nuevo en el café, abro el cuaderno y leo en voz alta unos versos de Andrade: “Será que a noite para poder dormir / me pede a mim uma gota de água?”. Nuno, que acaba de escribirlos, se burla un poco de mi acento y los repite en buen portugués.
Suelo alojarme en el Forte San Francisco, que está muy cerca y asoma una esquina de sus murallas junto a la Capella da Lapa, de oro en cada atardecer. Me gusta pasear entre las murallas, nada más amanecido, acercarme hasta la pajarera con sus coloristas aves exóticas, entrar en la iglesia del convento y escuchar el monocorde canto monacal.
Mis amigos no comprenden mi afición a este lugar, bueno para visto una vez, donde no tengo amigos ni fantasmas. O eso creía yo. En la última visita, caminando al azar de las calles, encontré en una librería de la Rua do Olival una novela sobre la muerte de Sidónio Pais, el presidente-rey al que Fernando Pessoa dedicó un poema. Lo asesinaron un 14 de diciembre de 1918 en la estación del Rossio. Su muerte nunca fue aclarada. Entre los papeles de Pessoa había un esbozo de novela policíaca en la que ponía al doctor Quaresma, su Sherlock Holmes particular, a investigar ese crimen. Cuando yo estuve en Coimbra, allá por 1980, reuní bastante documentación sobre el tema. Especialmente interesante me pareció una separata de los Archivos do Instituto de Medicina Legal de Lisboa en que se recogían los resultados de la autopsia. Pero luego mis intereses fueron por otro camino y olvidé la novela que quería escribir. Francisco Moita Flores tuvo la misma idea y la ha llevado a cabo. Absorto en la lectura de Mataram o Sidónio!, tardo en darme cuenta de que alguien me saluda desde el otro lado de la cristalera. Ha tenido que golpear con los dedos para llamar mi atención. Es una mujer elegante, de unos cincuenta años. Entra muy sonriente: “¿No me dirás que no te acuerdas de mí? ¡Soy Margarita! ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!”. ¿Margarita? Sin duda se trata de una confusión. “¿Ya no te acuerdas de los compañeros del Curso de Férias en la Universidad de Coimbra?”. El libro sobre Sidónio me acababa precisamente de traer a la cabeza aquellos días. Pero a ella no la recordaba, aunque fingí reconocerla. “Tienes que venir a mi casa. Es aquí cerca. Te va a gustar. Era de mi marido. Murió hace tres años”. “Lo siento”, dije. “Nuno y tú andabais todo el día juntos aquel verano”.
¡Nuno! El olvidado amigo era de Chaves. Había un fantasma que me sujetaba a aquel lugar aparentemente sin fantasmas. ¡Nuno! Juntos traducimos a Camilo Pessanha y a Pessoa y a António Nobre. Él me regaló Matéria solar, un libro recién aparecido de un poeta del que no había oído hablar y que desde entonces sería uno de mis preferidos, Eugénio de Andrade. ¡Nuno! Los paseos por el Jardim da Sereia, las noches de charla interminable en la Praça da República, las traducciones mano a mano en el café de Santa Cruz, el único que todavía resiste, en el Arcádia, en el Mandarim...
Acompañé a Margarita hasta su casa, más allá del puente romano, cerca del Jardim Público: una mansión de aire inglés, rodeada de árboles. “La familia de mi marido tenía algo de dinero y él era heredero único. Ahora todo es mío. ¿No has pensado en casarte? Soy un buen partido”, bromeó.
El interior de la casa resultaba todavía más sorprendente que el exterior. Me fascinó sobre todo la biblioteca, de dos alturas y con una escalera de caracol. “El abuelo de mi marido era amigo de Carlos de Beistegui, un millonario español de origen mexicano, cuya pasión era comprar casas y decorarlas fastuosamente. Él fue quien reconstruyó el palacio Labia, en Venecia, y dio una fiesta en 1951 que todavía se recuerda. A ti que te gusta tanto Venecia seguro que has oído hablar de ella”. “Sabes muchas cosas de mí”, le dije. “Tú, en cambio, ni siquiera me recordabas, no creas que no me he dado cuenta. ¿Cómo no voy a saberlo todo de ti si eres la persona que más he odiado en el mundo?”. Yo le prestaba poca atención, fascinado con la biblioteca, llena de esos libros fabulosos de lo que uno ha oído hablar infinitas veces pero que nunca ha tenido en las manos. De pronto me volví hacia ella, asustado. Parece que tengo un imán para las chifladas. “¿Odiado? ¿Y por qué?”. “Debía ponerme en contacto contigo, averigüé tu dirección en la calle Murillo, tu teléfono, tu correo electrónico, pero no acababa de decidirme. Y de pronto te encuentro leyendo tranquilamente en Chaves, como si vivieras aquí de toda la vida. No me dirás que no es casualidad. Tengo un encargo para ti, de mi marido: devolverte un cuaderno y hacerte una pregunta”.
De un cajón sacó un viejo cuaderno con anillas, lleno de versos manuscritos. En seguida reconocí mi letra. Eran poemas, o borradores de poemas, también alguna traducción: “No traigo nada y no encontraré nada. / Dejo escrito en este libro la imagen de mi designio muerto: / Fui como la hierba y no me arrancaron”. Recuerdo bien el momento en que le entregué ese cuaderno, resumen de un verano. Fue en la estación, en Coimbra B, hasta donde Nuno me había acompañado, poco antes de subir al expreso que me devolvería, tras no sé cuántos transbordos, a Asturias.
“La pregunta era: ¿por qué dejaste de escribirle? ¿Por qué no contestaste a sus cartas?”. “¡Pero si fue él quien dejó de responder a las mías! Me dolió un poco, la verdad. ¡Habíamos estado tan unidos!”. “No le dije, estaba ya muy enfermo, que a esa pregunta mejor que tú podía contestar yo. Fui yo quien destruí tus cartas, sin entregárselas; quien rompió las suyas, sin llevarlas a correos. Ya éramos novios, o medio novios, antes de que tú te fueras. Pero estaba más tiempo con sus libros y contigo que conmigo. Llegué a odiarte más que a nadie en el mundo. Un odio irracional. Si no te hubieras ido, no sé lo que habría ocurrido. Mi marido le habló a Carlos Reis, gran amigo de su familia, de ti y es posible que te hubieran encontrado un puesto como profesor de español. Si eso hubiera ocurrido… Pero no ocurrió. Tú te fuiste y yo me encargué de que desaparecieras para siempre. O eso creía yo, pero te quedaste aquí, como un fantasma más. Me alegra haberte encontrado, me alegra que te hayas sentado exactamente ahí, donde Nuno se sentaba. Puedes quedarte con ese libro que a él le gustaba mucho: una primera edición de Las flores del mal firmada por el autor. Pronto me veré libre de fantasmas. Venderé esta casa, imposible de sostener. Se habla de ella como casa de cultura o sede de la fundación Nadir Afonso. En el parque construirán, me temo. Por fin podré vivir tranquila, sin viejas cuentas que saldar”.
Ahora sé por qué me gusta tanto volver a Chaves, por qué me encuentro tan seguro y a salvo en el Café Sport, uno de esos lugares donde se calma el dolor. Tras despedirme de Margarita, de nuevo en el café, abro el cuaderno y leo en voz alta unos versos de Andrade: “Será que a noite para poder dormir / me pede a mim uma gota de água?”. Nuno, que acaba de escribirlos, se burla un poco de mi acento y los repite en buen portugués.
Etiquetas:
Las veladas del jardín
sábado, 7 de agosto de 2010
Las veladas del jardín: Atentado en Piazza Venezia
¿No os da miedo compartir cama y mantel con el hombre más perverso del mundo? –dijo el conde, sonriente—. Así me llamaban los periodistas cuando, en 1923, me expulsaron de Italia por practicar ritos satánicos y matar a uno de mis discípulos, Raoul Loveday, haciéndole beber sangre de gato.
En Cefalù, junto al mar Tirreno, a los pies de la inmensa roca en que la tierra parece alzar la cabeza, fundé una comunidad de elegidos. Mis diez mandamientos se resumían en uno: “Haz lo que desees; esa es toda la ley”. Aquella muerte fue solo un pretexto. Cierto que a veces íbamos en procesión, desnudos y coronados de mirtos, a contemplar la salida del sol; que me paseaba disfrazado de obispo y en coche de caballos; que nos ayudábamos de la química para llegar al éxtasis o al nirvana…, pero nadie se escandalizaba por eso. Sicilia es un viejo país al que nada humano le es ajeno, ni tampoco nada que tenga que ver con dioses y demonios. Los vecinos protestaron cuando la policía nos obligó a irnos; éramos la principal fuente de chismorreo y riqueza de aquel pueblo de pescadores. No sirvió de nada su protesta: la orden venía del hombre fuerte de Italia, Benito Mussolini, un iniciado al que sus maestros alertaron de que alguien tenía un poder astral semejante al suyo: Aleister Crowley, the wickedest man in the world, la Bestia del Apocalipsis.
Diez años después de que me desterraran volví a Italia con un único fin: dar muerte al dictador. Estaba entonces en la cumbre de su poder. El Papa había dicho que era “un hombre providencial” y Churchill que si fuese italiano “vestiría la camisa negra de los fascistas”. Todos le adoraban. En Riccione, una vez que se zambulló en el mar para nadar un rato, un enjambre de mujeres, jóvenes y viejas, se lanzó tras él con una despreocupación total, vestidas de calle, tal como estaban. Recuerdo los bolsos y sombreros que flotaban sobre el agua. Tres de ellas tuvieron que ser sacadas por la policía a punto de ahogarse.
Yo me hice amigo de los jardineros de Villa Torlonia. Paseé por el parque, como un jardinero más, y le vi montar en bicicleta y hacer ejercicios deportivos. Le gustaban los caballos y tenía algunos espléndidos, de los que yo también me enamoré: el alazán Ned, que le habían regalado unos admiradores ingleses, o Frufrú, grácil como una bailarina, que había montado en Trípoli cuando los musulmanes le ofrecieron la espada del Islam. Una vez hizo a Frufrú subir las escalinatas de la casa y entrar en ella, con gran espanto de su mujer, donna Rachele. Pero yo quería matar al tirano y no al apacible hombre de familia y por eso decidí hacerlo en el Palazzo Venezia, donde pasaba la mayor parte de las horas del día. Seguro que conocéis ese palacio, que habéis entrado alguna vez en él a visitar una exposición. Entonces el acceso era casi tan fácil como ahora. Los soldados de la milicia hacían guardia ante la doble puerta siempre abierta y un portero cubierto de galones plateados preguntaba qué se deseaba. En el piso principal estaba la Biblioteca Arqueológica y la tarjeta para visitarla podía conseguirse fácilmente, bastaba la firma de cualquier catedrático. Yo pasé muchas horas en ella, maquinando mi plan, pero también distraído con libros de arquitectura y los grabados de Piranesi. Una gran escalera de piedra llevaba a los aposentos del Duce, que impresionaban por sus dimensiones. Había pocos muebles, pero algunos magníficos cuadros y vitrinas con piezas antiguas; parecía entrarse en un museo. El despacho de Mussolini, la Sala del Mapa Mundi, era la estancia mayor de todas. Tenía veinte metros de largo, trece de ancho y trece de alto. Podía albergar cómodamente a doscientas o trescientas personas. Tres ventanas gigantescas, con sus bancos de piedra adosados a los muros, se abrían a la plaza. La mesa de Mussolini estaba en el lado más alejado a la puerta de entrada. El visitante lo veía a los lejos, inclinado sobre sus papeles, a la luz de una lámpara, y avanzaba y avanzaba; le parecía que no iba a llegar nunca; solo cuando estaba cerca el dictador alzaba la cabeza y sonriente se levantaba para saludar, si era extranjero. Sus colaboradores despachaban de pie, mientras él seguía sentado y a veces los tenía largo tiempo inmóviles, aterrados y sudorosos.
Escogí para la ejecución un día de gran gala: se celebraban los diez años del régimen; veinte mil hombres llenaban la plaza, varias orquestas tocaban, todo era bullicio y fiesta. Aquella vez me fue más fácil que nunca llegar hasta la Sala del Mapa Mundi, llena de jerarcas. Mussolini, de uniforme, charlaba con unos y con otros, hasta que un oficial le preguntó si podía abrir ya el gran ventanal. Pidió su gorra y sin pararse un momento a reflexionar se dirigió hacia donde le aguardaba la multitud. Yo me había colocado en otra de las ventanas, oculto por los grandes muros. Un inmenso rugido de entusiasmo, que pareció hacer retemblar la ciudad toda, acogió su aparición. Con un leve gesto lo redujo a un silencio tan absoluto que yo podía oír mi respiración. El discurso fue breve, unas treinta frases, cada una de ellas acogida con mayor fervor. Saludó solo una vez y se retiró mientras fuera seguía el entusiasmo.
En ese momento comenzaron a golpear en las puertas de la sala; mandó abrir y entraron precipitadamente unos sesenta oficiales fascistas que de inmediato le rodearon. Eran los secretarios del partido de todas las regiones de Italia. Fue saludándolos uno por uno, diciendo, no su nombre, sino el de la ciudad que representaban. Le miraban con la veneración con que se mira a un padre, se comportaban como niños, y cuando, cansado, los quiso despedir con el habitual saludo a la romana, uno de ellos dijo “¡Duce, una foto, una foto!” y él condescendió con gesto de cansancio, y entró un fotógrafo y todos posaron, entre bromas, como escolares en torno a su maestro.
Por fin Mussolini consiguió quedarse solo en la inmensa sala y entonces aparecí yo. Le apunté con una pistola, pero él no pareció sorprenderse, como si me esperara. Y ciertamente, me esperaba. “¿Ha llegado el momento? Estoy dispuesto”, dijo. Y en ese instante supe por qué me había sido tan fácil llegar hasta él. Mussolini era un iniciado con poderes incluso superiores a los míos. La expulsión de la Abadía de Thelema, en Cefalù, el afán de venganza que había ido creciendo dentro de mí, las facilidades para entrar en Villa Torlonia, para introducirme en el centro mismo en que ejercía su poder: todo estaba previsto. Nuevo César, como César debía morir en el momento de su mayor gloria para entrar en la historia junto a Augusto y Alejandro Magno.
Estaba con los brazos cruzados delante de mí, mirándome majestuoso, esperando el disparo mortal, convertido en estatua de sí mismo. Pero entonces yo arrojé lejos la pistola, crucé también los brazos, y le miré a los ojos. “Te condeno a seguir vivo”, dije, “a morir de tu propia muerte”. Y él entonces dio un grito, aterrado. Quizá vio a unos bomberos que del montón de cadáveres que en una plaza de Milán son pisoteados e insultados por la multitud, alzan dos y los cuelgan a dos metros y medio del suelo, cabeza abajo, descoyuntados… El griterío de Piazza Loreto se confunde con el que aquel mismo día había resonado en Piazza Venezia.
El momento de terror pasó pronto. La serenidad volvió a su robusto rostro de condottiero. “Nuestra vida pertenece a otra ley”, dijo, “a dioses que no comprenden ni perdonan”. Me dio luego la mano –nunca lo hacía, le parecía un gesto antihigiénico— y me acompañó hasta la puerta del despacho.
Desde entonces yo sería el mayor de sus admiradores. Estaba con él cuando cerca del pueblo de Dongo unos partisanos detienen el convoy en que viajaba. Pero esa es una historia que os contaré otro día, como la de la desaparición de su cadáver, que tengo aquí enterrado en el pazo.
En Cefalù, junto al mar Tirreno, a los pies de la inmensa roca en que la tierra parece alzar la cabeza, fundé una comunidad de elegidos. Mis diez mandamientos se resumían en uno: “Haz lo que desees; esa es toda la ley”. Aquella muerte fue solo un pretexto. Cierto que a veces íbamos en procesión, desnudos y coronados de mirtos, a contemplar la salida del sol; que me paseaba disfrazado de obispo y en coche de caballos; que nos ayudábamos de la química para llegar al éxtasis o al nirvana…, pero nadie se escandalizaba por eso. Sicilia es un viejo país al que nada humano le es ajeno, ni tampoco nada que tenga que ver con dioses y demonios. Los vecinos protestaron cuando la policía nos obligó a irnos; éramos la principal fuente de chismorreo y riqueza de aquel pueblo de pescadores. No sirvió de nada su protesta: la orden venía del hombre fuerte de Italia, Benito Mussolini, un iniciado al que sus maestros alertaron de que alguien tenía un poder astral semejante al suyo: Aleister Crowley, the wickedest man in the world, la Bestia del Apocalipsis.
Diez años después de que me desterraran volví a Italia con un único fin: dar muerte al dictador. Estaba entonces en la cumbre de su poder. El Papa había dicho que era “un hombre providencial” y Churchill que si fuese italiano “vestiría la camisa negra de los fascistas”. Todos le adoraban. En Riccione, una vez que se zambulló en el mar para nadar un rato, un enjambre de mujeres, jóvenes y viejas, se lanzó tras él con una despreocupación total, vestidas de calle, tal como estaban. Recuerdo los bolsos y sombreros que flotaban sobre el agua. Tres de ellas tuvieron que ser sacadas por la policía a punto de ahogarse.
Yo me hice amigo de los jardineros de Villa Torlonia. Paseé por el parque, como un jardinero más, y le vi montar en bicicleta y hacer ejercicios deportivos. Le gustaban los caballos y tenía algunos espléndidos, de los que yo también me enamoré: el alazán Ned, que le habían regalado unos admiradores ingleses, o Frufrú, grácil como una bailarina, que había montado en Trípoli cuando los musulmanes le ofrecieron la espada del Islam. Una vez hizo a Frufrú subir las escalinatas de la casa y entrar en ella, con gran espanto de su mujer, donna Rachele. Pero yo quería matar al tirano y no al apacible hombre de familia y por eso decidí hacerlo en el Palazzo Venezia, donde pasaba la mayor parte de las horas del día. Seguro que conocéis ese palacio, que habéis entrado alguna vez en él a visitar una exposición. Entonces el acceso era casi tan fácil como ahora. Los soldados de la milicia hacían guardia ante la doble puerta siempre abierta y un portero cubierto de galones plateados preguntaba qué se deseaba. En el piso principal estaba la Biblioteca Arqueológica y la tarjeta para visitarla podía conseguirse fácilmente, bastaba la firma de cualquier catedrático. Yo pasé muchas horas en ella, maquinando mi plan, pero también distraído con libros de arquitectura y los grabados de Piranesi. Una gran escalera de piedra llevaba a los aposentos del Duce, que impresionaban por sus dimensiones. Había pocos muebles, pero algunos magníficos cuadros y vitrinas con piezas antiguas; parecía entrarse en un museo. El despacho de Mussolini, la Sala del Mapa Mundi, era la estancia mayor de todas. Tenía veinte metros de largo, trece de ancho y trece de alto. Podía albergar cómodamente a doscientas o trescientas personas. Tres ventanas gigantescas, con sus bancos de piedra adosados a los muros, se abrían a la plaza. La mesa de Mussolini estaba en el lado más alejado a la puerta de entrada. El visitante lo veía a los lejos, inclinado sobre sus papeles, a la luz de una lámpara, y avanzaba y avanzaba; le parecía que no iba a llegar nunca; solo cuando estaba cerca el dictador alzaba la cabeza y sonriente se levantaba para saludar, si era extranjero. Sus colaboradores despachaban de pie, mientras él seguía sentado y a veces los tenía largo tiempo inmóviles, aterrados y sudorosos.
Escogí para la ejecución un día de gran gala: se celebraban los diez años del régimen; veinte mil hombres llenaban la plaza, varias orquestas tocaban, todo era bullicio y fiesta. Aquella vez me fue más fácil que nunca llegar hasta la Sala del Mapa Mundi, llena de jerarcas. Mussolini, de uniforme, charlaba con unos y con otros, hasta que un oficial le preguntó si podía abrir ya el gran ventanal. Pidió su gorra y sin pararse un momento a reflexionar se dirigió hacia donde le aguardaba la multitud. Yo me había colocado en otra de las ventanas, oculto por los grandes muros. Un inmenso rugido de entusiasmo, que pareció hacer retemblar la ciudad toda, acogió su aparición. Con un leve gesto lo redujo a un silencio tan absoluto que yo podía oír mi respiración. El discurso fue breve, unas treinta frases, cada una de ellas acogida con mayor fervor. Saludó solo una vez y se retiró mientras fuera seguía el entusiasmo.
En ese momento comenzaron a golpear en las puertas de la sala; mandó abrir y entraron precipitadamente unos sesenta oficiales fascistas que de inmediato le rodearon. Eran los secretarios del partido de todas las regiones de Italia. Fue saludándolos uno por uno, diciendo, no su nombre, sino el de la ciudad que representaban. Le miraban con la veneración con que se mira a un padre, se comportaban como niños, y cuando, cansado, los quiso despedir con el habitual saludo a la romana, uno de ellos dijo “¡Duce, una foto, una foto!” y él condescendió con gesto de cansancio, y entró un fotógrafo y todos posaron, entre bromas, como escolares en torno a su maestro.
Por fin Mussolini consiguió quedarse solo en la inmensa sala y entonces aparecí yo. Le apunté con una pistola, pero él no pareció sorprenderse, como si me esperara. Y ciertamente, me esperaba. “¿Ha llegado el momento? Estoy dispuesto”, dijo. Y en ese instante supe por qué me había sido tan fácil llegar hasta él. Mussolini era un iniciado con poderes incluso superiores a los míos. La expulsión de la Abadía de Thelema, en Cefalù, el afán de venganza que había ido creciendo dentro de mí, las facilidades para entrar en Villa Torlonia, para introducirme en el centro mismo en que ejercía su poder: todo estaba previsto. Nuevo César, como César debía morir en el momento de su mayor gloria para entrar en la historia junto a Augusto y Alejandro Magno.
Estaba con los brazos cruzados delante de mí, mirándome majestuoso, esperando el disparo mortal, convertido en estatua de sí mismo. Pero entonces yo arrojé lejos la pistola, crucé también los brazos, y le miré a los ojos. “Te condeno a seguir vivo”, dije, “a morir de tu propia muerte”. Y él entonces dio un grito, aterrado. Quizá vio a unos bomberos que del montón de cadáveres que en una plaza de Milán son pisoteados e insultados por la multitud, alzan dos y los cuelgan a dos metros y medio del suelo, cabeza abajo, descoyuntados… El griterío de Piazza Loreto se confunde con el que aquel mismo día había resonado en Piazza Venezia.
El momento de terror pasó pronto. La serenidad volvió a su robusto rostro de condottiero. “Nuestra vida pertenece a otra ley”, dijo, “a dioses que no comprenden ni perdonan”. Me dio luego la mano –nunca lo hacía, le parecía un gesto antihigiénico— y me acompañó hasta la puerta del despacho.
Desde entonces yo sería el mayor de sus admiradores. Estaba con él cuando cerca del pueblo de Dongo unos partisanos detienen el convoy en que viajaba. Pero esa es una historia que os contaré otro día, como la de la desaparición de su cadáver, que tengo aquí enterrado en el pazo.
Etiquetas:
Las veladas del jardín
Suscribirse a:
Entradas (Atom)