domingo, 29 de marzo de 2009

Para entregar en mano: Contra este y aquel

Sábado, 21 de marzo
DE LA VIDA LITERARIA

Estaba yo esta tarde en los Prados, entretenido con un libro de Almagro San Martín, crónica rosa y verde de la familia real, cuando se acerca a saludarme un desconocido con los suplementos del día bajo el brazo. “¿Molesto?”. Nada me molesta menos que los elogios –eso es lo que yo esperaba— de un lector anónimo. Pero el lector no era anónimo, sino un antiguo compañero de estudios que ahora trabaja en no sé qué editorial de Planeta, y tampoco parecía precisamente un devoto admirador.

—Siempre me divierte leerte. ¡Vamos a ver qué disparates dice hoy García Martín!, me digo cuando abro el periódico. Resulta curioso comparar cómo habláis del mismo libro Alberto Manguel en Babelia y tú en el Abc. Él divaga sobre la poesía de José Agustín Goytisolo y luego elogia la edición; tú no dices nada de la poesía de Goytisolo y arremetes contra la edición: que si falta el índice, que si sobran notas… Tonterías. Razón tienen para enfadarse Carmen Riera y Lola Lucio. A los críticos de nombre no se les paga para que lean (ya han leído bastante) y menos para que busquen erratas –y esto te lo digo yo, que algo sé del negocio editorial—, sino para que amplifiquen la publicidad. No hablo de cualquier libro, claro, sino de esos por los que los editores apuestan, en los que gastan dinero en promoción. Los reseñistas inteligentes, como Manguel, si les mandan un libro de que va a abrir el suplemente, pues lo hojean y luego enhebran una bonita divagación en prosa, un agradable ditirambo.

—Yo no soy así.

—Ya lo sé, y así te va.

Mi amigo me da su tarjeta, me pide que le llame cuando pase por Barcelona, y me mira con la condescendencia con que el triunfador mira al compañero que sacaba mejores notas durante los estudios, pero que luego ha fracasado en la vida real. El éxito de Isaac Rosa y de Menéndez Salmón lo considera cosa suya. Pero yo no escribo novelas, así que no dependo de avispados ejecutivos editoriales. Tampoco aspiro a que ningún suplemento me mande el compromiso de cada semana. Blanca Berasátegui lo intentó alguna vez. Luego me contaban su furia. “Pero cómo se atreve a decir esto de Muñoz Rojas, un caballero que va a cumplir cien años”. Sí, y la menor cantidad de poeta posible, añado yo. Antes de que las cosas llegaran a mayores dejé El Cultural. Qué peso se quitaron de encima.
Cada uno tiene su idea del éxito. Para unos es lograr adelantos suculentos, premios prestigiosos, o incluso el Planeta, ir a todas partes con un ministro delante y otro detrás, como mi admirado Gamoneda. Para mí el éxito es que le dejen a uno escribir a su aire, casi siempre contra este y aquel, mi deporte favorito.


Domingo, 22 de marzo
DROGODEPENDIENTE

Otro día más en que no me elogia nadie. Y con este van cinco. Llevo la cuenta. El vanidoso es como el drogadicto, necesita su dosis diaria. Yo me controlo bastante bien, incluso he llegado a resistir una semana. Más no. En ese caso, para no volverme insoportable, tomo metadona. Quiero decir que le escribo a algún amigo –a Andrés Trapiello, a Xuan Bello— felicitándole por su último artículo, que a veces ni siquiera he leído, y ellos me devuelven con puntual cortesía el correo elogiando mi más reciente publicación, que seguramente tampoco han leído.
Así soy yo de puerilmente vanidoso. Por un elogio soy capaz de cualquier cosa, salvo de abstenerme de arremeter contra el promocionado bodrio de algún benemérito figurón. En privado en cambio no me molesta mentir. En privado soy capaz de elogiar hasta a Cristina Peri Rossi y su Play Station, esa colección de desmañados chistes más o menos lésbicos –alguno incluso con gracia— con la que ha ganado el último Loewe.


Lunes, 23 de marzo
UNA PESETA

Sigo leyendo la Crónica de Alfonso XIII y su linaje, de Almagro San Martín, diplomático y hombre de mundo que sabía referir las licencias de la real familia con tan florido estilo que a nadie podía ofender. De Isabel II cuenta una anécdota que otros atribuyen a la condesa de Campo Alange: “Dice la crónica menuda de aquel reinado, que mientras el real marido pescaba en otras procelosas aguas, la reina, acompañada de alguna dama confidente, y disfrazada a lo popular, salía subrepticiamente de Palacio para misteriosas escapatorias nocturnas. Cierta noche en que había salido de bureo dio con sus salados huesos en la oscuridades del Prado, donde, cortejada íntimamente por un galante miembro de la milicia, recibió como óbolo de su amador una peseta, que la ilustre dama hizo rodear de brillantes y conservó toda su vida en recuerdo de aquel esforzado hijo de Marte”.



Martes, 24 de marzo
LA SUPERSTICIÓN DE LA NOVELA

Encuentro en Valdés un libro de Fernández Flórez, La conquista del horizonte, que lleva en la cubierta la indicación de “novela”. “No conocía esa novela suya”, me dice Marcos. “Es que no es una novela”, añado yo, “sino una colección de maravillosos artículos viajeros. Pero parece que la superstición de la novela es ya antigua. Entonces como ahora los editores trataban de engañar a los lectores más ingenuos. Pero somos bastantes los que respiramos aliviados al darnos cuenta de que lo que se nos presenta como novela –Gomorra, de Alberto Saviano, por ejemplo— no lo es”.
“Pues Javier Cercas afirmaba el domingo que hay que desconfiar de quienes no leen novela, de la gente seria que la considera una frivolidad para desocupados”.
“Leí ese artículo. Decía que es un género esencialmente irónico y que a la gente seria no le gusta la ironía. Es posible, pero hay novelas nada irónicas –la mayoría de las que venden mucho— y poesía, ensayo, diarios más o menos íntimos muy irónicos”.
“Lo que pasa es que tú detestas la novela”.
“Detesto solo a quienes consideran la novela como la culminación de la literatura, como el género supremo. Y nada me aterra más que esos amigos que son buenos poetas, memorialistas, críticos literarios, y de pronto me dicen que están escribiendo una novela. Pero ya he aprendido a elogiar a los amigos sin leerlas”.
“O sea, que no lees novelas”
“Muy pocas, una o dos a la semana. La última, La otra cara de la verdad, de Donna Leon. Una agradable forma de perder el tiempo, al contrario que tantas otras presuntas obras maestras, como las ficciones de Bernhard o Bolaño”.


Miércoles, 25 de marzo
EL OTRO LADO

No me gusta que me cuenten cuentos que parecen cuentos. Me gustan las novelas que parecen verdad y las verdades que parecen de novela.
Me gusta fingir lo que no siento y dejar que se pudran sin encontrar la palabra adecuada mis sentimientos verdaderos.
La novela que yo prefiero es la feria de las vanidades de la vida literaria. La mejor novela de humor que se haya escrito nunca.
Y la mejor historia de fantasmas, mi vida. Cualquier vida.


Qué angustia el pasado lunes al ver de nuevo en el palacio de Valdecarzana el documental de José Havel sobre Víctor Botas. Qué triste su sonrisa en ese último gesto de despedida al salir de la cafetería Oliver un día de hace quince años, como si presintiera quién le estaba esperando en casa para llevárselo al otro lado. ¿En qué sitio, a qué hora, qué día me estará esperando a mí?


Jueves, 26 de marzo
MALENTENDIDOS

“Reconozco al amor por una tristeza que corta la respiración”, decía Marina Tsvietáieva. Sus enamoramientos se desarrollan –afirma Todorov en el prólogo a Confesiones. Vivir en el fuego— “según un protocolo muy rodado y que conoce de memoria”. Comienzan por la elección de un hombre más joven (a veces, una mujer) que gusta de la poesía. Un encuentro basta, o mejor aún, una carta de algún admirador. Debido a que no sabe nada de la persona real puede dotarla de todas las cualidades. Su imaginación crea un ser magnífico a quien comienza a enviar poemas. El malentendido no tarda en perturbar la relación. El amado no experimenta los sentimientos que le adjudica, se siente sorprendido, mantiene las distancias, y eso provoca una nueva oleada de escritos, esta vez de reproche. Luego se inicia la tercera etapa: las ilusiones de Tsvietáieva se desvanecen, no encuentra ya ningún interés en la persona que provocó el encandilamiento y acaba por apabullarlo con su despreciativa superioridad.
Algo tienen en común mis enamoramientos con los de Marina Tsvietáieva. Llego a ti como quien llega a una ciudad desconocida. La alegría de los primeros pasos, de las continuas sorpresas, del mar que aguarda al fondo de una calle, de esa torre gótica con su carillón, de un jardín tras altos muros… Y luego irse antes de que pierda su capacidad de sorpresa.
Necesito enamorarme continuamente porque si no la vida se me queda sin argumento. Pero soy alérgico al amor correspondido.
No quiero que me quieras, quiero solo que te dejes querer. Y que sonrías siempre como ahora sonríes.


Viernes, 27 de marzo
PARA QUÉ

Unos versos de Rafael Montesinos: “Me muero porque me quieran, / pero nunca lo diré. / Y después de todo, ¿qué? / ¿Morir para que me quieran? / Que me quieran, ¿para qué?”.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Café con libros: Carretera y manta

MARCOS.— ¿Dónde escribió Pessoa que el mundo es más hondo que extenso? Antes lo citabas mucho, cuando decías que no te gustaba viajar.

MARTÍN.— Pessoa creía que los viajes eran para gente sin imaginación. A mí lo que me gusta no es ya no salir de casa, sino no salir de mi biblioteca. Lo que pasa es que, cuando uno crece, la casa y la biblioteca se van haciendo más grandes. Pero la naturaleza me dice poco. Del gran libro del mundo prefiero las páginas que han sido escritas por el hombre.

ALMUZARA.— Unamuno decía que viajar en tren o en coche no es propiamente viajar, que quien no es capaz de soportar “unas horas de diligencia, de carro, a caballo, en burro o a pie” nunca podrá conocer el mundo.


MARTÍN.— A Unamuno lo he tenido como guía constante en este último viaje que he hecho por los estantes de mi biblioteca. Comenzó en Urueña, una villa medieval encaramada sobre un cerro en la paramera castellana. Encerrada entre sus murallas, está llena de tesoros: libros, música y silencio. En la más antigua de sus librerías, Alcaraván, compré, como no podía ser de otra manera, un libro sobre libros de Anne Fadiman, y Carretera y manta, de Manuel Vicente González, un viaje por rincones perdidos de la frontera entre Badajoz y el Alentejo como los que le gustaban a Unamuno.

HERME.— Ex Libris, de Anne Fadiman, no es ninguna novedad. Yo lo leí hace tiempo. Se titula “Confesiones de una lectora” y me pareció fascinante. Los libros que hemos leído forman parte de nuestra biografía, los volúmenes concretos, con su olor y su color, y el lugar en que los leímos. Hay a quien no le gustan los libros viejos, los libros usados, a mí me encantan. El nombre de un antiguo poseedor, sus anotaciones en los márgenes, una postal o un billete de tranvía que se dejó olvidado entre sus páginas para mí constituyen auténticos tesoros. Le añaden otra historia, que yo puedo soñar a mi manera, a la historia que cuenta el libro.

ALFONSO.— Tampoco es novedad Carretera y manta. Yo también, cuando vivía en Madrid, una semana que tuve libre quise imitar esas andanzas por ventas y castillos al margen del tiempo. Pero me cansé pronto. Fui tan poco aventurero que solo llegué hasta Elvas. Al lado mismo de Badajoz, está siempre llena de turistas de paso, pero no importa. Españoles y portugueses se mueven a ritmos distintos, son como dos mundos que no acaban de mezclarse del todo. Subí al castillo, paseé por sus estrechas calles, me senté a tomar un café en la plaza de la República, dejé pasar tranquilamente las horas y decidí que allí acababa mi viaje. Busqué un hotel con ventanas que daban a la misma plaza y me quedé la semana entera. Fue, claro, antes de que naciera Ernesto.

MARTÍN.— Demasiada tranquilidad para mi gusto. Yo estuve unas horas en Urueña, paseé por sus calles acompañado del fresco viento, subí a la muralla, me emborraché de monotonía y tome el camino de Arévalo, de Peñaranda de Bracamonte, de Madrigal de las Altas Torres, de esos nombres que resuenan en la historia que aprendimos de niño y que parecen hechos solo de ensoñación y literatura.


HERME.— Me han contado que en Arévalo se comen los mejores cochinillos.

MARTÍN.— De Arévalo me gustaron sus plazas y sus soportales. La plaza del Real, con un verde quiosco modernista y un busto de Eulogio Florentino Sanz, la plaza de la Villa, la más hermosa, con las dos torres de San Martín y el ábside mudéjar de Santa María la Mayor, y el recuerdo de quienes se pasearon por sus calles en el revuelto siglo XV: el desdichado Enrique de Trastámara, la ambiciosa y usurpadora princesa Isabel, el rey sin reino Alfonso XII... En el cercano Madrigal de las Altas Torres, un pueblo que lo único bonito que tiene es el nombre, hay un monumento a Isabel la Católica, que allí nació, donde se la considera “fundadora de España”.

ALMUZARA.— El nacionalismo, cualquier nacionalismo, necesita de mitos y de cuentos. El azar de la historia hizo lo que llamamos España, el azar de la historia la hace y la rehace continuamente. Y el mundo ni se enturbia ni se acaba.

HERME.— Mejor no entrar en política. Con la historia en la mano se puede probar cualquier cosa. Los hombres hacen lo que más les conviene, las sociedades se unen o se desunen, y luego buscan justificaciones en la historia.

MARTÍN.— Nunca había estado en Yuste. Es un hermoso lugar, ciertamente. Pero un lugar remoto, perdido, de difícil acceso hasta casi ayer mismo. ¿Qué llevó al emperador a morir allí? A la entrada del palacio, que no es tal, sino unas pocas habitaciones adosadas al monasterio, en las que lo único hermoso es la vista, hay una copia de “La vida retirada”, de Fray Luis de León. Pero ¿no tenía otros lugares Carlos V para huir del mundanal ruido que aquel perdido lugarejo que no conocía y al que se tardaba en llegar, desde Laredo, donde desembarcó tras su abdicación, casi dos meses? Y encima, cuando se acercaba, le avisaron que aún no estaban listas sus habitaciones, y tuvo que quedarse largo tiempo a la espera en el palacio de los condes de Oropesa, en Jarandilla.

ALFONSO.— Quizá su retiro fue, en realidad, un destierro ordenado por su hijo, el cauteloso Felipe II. En aquella familia de usurpadores nadie se fiaba de nadie. La bisabuela, Isabel la Católica, le había robado el trono a su sobrina, la Beltraneja; a la abuela, Juana I de Castilla, le había quitado el trono su propio hijo, el emperador Carlos (y como a los disidentes soviéticos la había recluido en un psiquiátrico). Felipe II, que mandó matar a su propio hijo, el príncipe don Carlos, no se fiaba demasiado de la abdicación de su padre. Por eso le mandó lejos y a un lugar insalubre, para que muriera pronto. Pero aún tuvo tiempo de reconocer a otro hijo, don Juan de Austria, del que Felipe II siempre tuvo celos.


MARCOS.— Qué imaginación.

ALFONSO.— Hay que tener en cuenta además que Carlos V no murió de gota, que era de lo que estaba enfermo, sino de paludismo, una enfermedad endémica en la zona. No desapareció hasta bien entrado el siglo XX.


MARTÍN.— Toda aquella zona de la Vera es, como decía Unamuno, “una delicia de fresco verdor”. Qué transparente el agua de las gargantas rocosas que bajan de la alta sierra... Pero lo que más me impresionó de aquel lugar en que la naturaleza y la historia caminan de la mano fue el cementerio alemán de Cuacos, en la bajada del monasterio. Allí están enterrados soldados alemanes que murieron en la primera y en la segunda guerra mundial. Sobre la planicie rodeada de olivos se alza la simetría de las cruces, todas iguales, todas con un nombre y una fecha. Muchos de esos soldados fueron nazis, pero ya no importa. Algunos quizá fueran verdugos, pero de lo que no cabe duda es de que todos fueron víctimas.


MARCOS.— A uno de esos soldados le dedicaste un poema. Creo que en Treinta monedas.

MARTÍN.— Sí, y allí busqué su tumba, la primera a la derecha, con la inscripción ya casi borrada. He vuelvo a releer el poema. “In memoriam Ernst Rduch (1909-1944)” se titula. Dice así: “El azar se ha mostrado generoso conmigo. / Cuando se tambalean los cimientos / de mi mundo y del mundo / y el lodo anega el corazón de Europa, / ¿cabe mejor destino / que no seguir viviendo para verlo?”

ALMUZARA.— Una idea muy tuya. Mejor morir que seguir viviendo y ver el derrumbe de todo aquello por lo que luchamos.

MARTÍN.— De Yuste volví a Aldeanueva, donde la historia se vuelve íntima, y luego a Béjar.


HERME.— ¿Cuánto tiempo estuviste fuera? ¿Una semana?

MARTÍN.— Un día o dos. Soy un lector voraz y veloz. En Aldeanueva del Camino volví a pasear por las calles que me vieron de niño, me acerqué a la escuela, acaricié el tronco de los inmensos olmos, ya secos, que hay ante ella, me acerqué hasta el río Ambroz, al charco del puente donde me bañé tantas veces... Pero nadie se baña dos veces en el mismo río. De mi infancia ya no sé distinguir entre lo que he vivido y lo que he fantaseado. Toda historia es ficción, se reescribe desde el presente, lo mismo la gran historia que la pequeña historia de cada uno.

HERME.— Conozco Béjar, y los alrededores. Qué maravilla Candelario.


MARTÍN
.— Béjar, la ciudad roja del primer tercio del siglo XX, sigue su crisis perpetua. Qué melancolía pasear por su calle mayor, que recorre todo el largo espinazo de la colina en que se encarama. Casas en ruinas, tiendas a la moda de hace medio siglo... Pero también súbitos miradores a la ladera del Castañar y a la azul serranía. Béjar con sus 2.210 encristalados balcones y 144 miradores sigue siendo para mí una ciudad erguida y encantada, la primera que conocí. Como Unamuno, vuelvo siempre que puedo “a aquellas alturas de silencio y libertad, protegidas por el manto de la nieve”. Sus hondos telares, junto al río Cuerpo de Hombre, siguen para siempre laborando al fondo de mis sueños.

domingo, 22 de marzo de 2009

Para entregar en mano: Autorretratos

[Publicado por J. L. García Martín en La Nueva España - 22.03.2009]

Sábado, 14 de marzo
COMPLETAMENTE FELIZ

Me reconozco en todo lo que veo, en todo lo que leo. Habla Alfonso Reyes de Amado Nervo y quisiera que hablara de mí: “Cuando murió, era ya completamente feliz. Había renunciado a casi todas las ambiciones que turban la serenidad del pobre y del rico. Como ya no era joven, había dominado esa ansia de perfeccionamiento continuo que es la melancolía secreta de la juventud. Como todavía no era viejo, aún no comenzaba a quedarse atrás, y gustaba de todas las sorpresas de los sucesos y los libros: aún amanecía cotidianamente con el sol. Había logrado dos grandes conquistas: divertirse mucho con las propias ideas en las horas de soledad, y divertir mucho a los demás en los ratos de diversión y compañía”.




Domingo, 15 de marzo
AÚN

Llega un momento en la vida en que parece que solo nos queda esperar, dejar pasar los días con el menor daño posible, aguardar a quien siempre llega a la cita. Es lo que le ocurre a Walt Kowalski, un jubilado de la Ford que acaba de enterrar a su mujer y se considera superviviente de una América que desaparece invadida por los bárbaros. Aunque Walter Vale, profesor universitario en Connecticut, aún sigue dando clases, ya es también un jubilado, alguien en la antesala, alguien que se aburre mientras espera la llamada final.
The Visitor, la película de Tom McCarthy, es como una variación en tono menor del Gran Torino (grande de verdad) de Clint Eastwood. Qué fascinante ese pasmado profesor que poco a poco vuelve a la vida gracias al tamborileo del djembe y a la risueña vitalidad de un emigrante ilegal. Y qué sorpresa para mí cuando de pronto llaman a la puerta de su apartamento y aparece Hiam Abbas, la palestina de El jardín de los limones, de la que yo me enamoré en una sala de Turín mientras los israelíes masacraban Gaza.


Richard Jenkins tocando el tambor en una estación del metro, Boadway-Lafayette (su manera de protestar contra la injusticia del mundo y de decir que sigue vivo); Clint Eastwood que cae con los brazos en cruz en medio de la calle para expiar una antigua culpa, para salvar a los nuevos americanos llegados de cualquier parte del mundo.
El cine de los domingos. Películas que hablan de muerte y resurrección, de amistad y paternidad. El gran cine habla siempre de mí. Qué vida más pobre la mía sin estas otras vidas.


Lunes, 16 de marzo
FIESTA

“A Brunetti le gustaba este campo, le había gustado desde niño, por sus árboles y por su amplitud: SS Giovanni e Paolo era muy pequeño, la estatua estorbaba, y las pelotas de fútbol solían caer en el canal; Santa Margherita tenía forma irregular, y siempre le había parecido muy ruidoso, y más ahora, que se había puesto de moda. Quizá era el escaso comercio la causa de su predilección por Campo San Polo, que solo tenía tiendas en dos de sus lados, ya que los otros dos habían resistido la tentación. La iglesia, cómo no, había sucumbido a ella y ahora cobraba entrada, después de descubrir que la belleza rinde más beneficio que la fe. Y tampoco había tanto que ver en su interior: unos cuantos Tintorettos, el viacrucis de Tiépolo…”


Leo La otra cara de la verdad, de Donna Leon, y me gusta detenerme en algún párrafo, salirme del libro, pasear por Venecia. A mí el Campo San Polo me parece un lugar de paso; yo prefiero el de Santa Margherita, siempre alegre de estudiantes, con sus librerías de viejo y sus cafeterías juveniles. Una noche de verano en que lucían todas las estrellas, después de beber solo, regresaba solo al hotel, y en un puente me tropecé con un grupo ruidoso; iban a una fiesta, y una chica algo borracha, se me colgó del brazo y se empeñó en que los acompañara… Lo hice porque no tenía sueño y me deprimía la perspectiva de la solitaria habitación. No me divertí más en la fiesta de lo que me habría divertido en el hotel: la chica que me había invitado pronto se olvidó de mí y yo me senté en un rincón del jardín y desde allí los vi bailar, gritar, hacer el amor, pelearse, no parar hasta el amanecer. Yo me había vuelto invisible, nadie se acercó a mí, yo no me acerqué a nadie, como si estuviera en otro mundo. Y lo estaba.
De cualquier libro lo que más me gusta son las ventanas que permiten mirar fuera del libro, las puertas que se abren al azar de las páginas y nos llevan a un lugar donde nos esperamos a nosotros mismos.


Martes, 17 de marzo
OTRA MUERTE

Un lunes de Carnaval, bajo la lluvia fría que desluce Roma, camina un anciano pequeño y vestido de negro, sin sombrero. Algunos le reconocen, pero no se atreven a acercarse. Avisan a un discípulo que lo cuida, pero no le resulta fácil hacerle volver a casa. Se negaba a detenerse y descansar. Los dolores no le daban tregua. Intentó montar a su caballo, pero no lo consiguió y cuando comprendió que ya no iba a cabalgar nunca más se dejó llevar por el pánico. Decía no temer a la muerte, pero cuando ahora llegaba con la lluvia gélida se asustó como todos los hombres, incluidos los que como él habían vivido ya demasiado tiempo. Dos días la aguardó sentado en una butaca próxima a la lumbre y otros tres tendido en el lecho.
En una miserable casucha del Macello dei Corvi moría uno de los hombres más grandes de su siglo, sin que le acompañara alguno de aquellos parientes para los que había trabajado y ahorrado toda la vida, sin su sobrino Leonardo, quizá la persona que más quería en el mundo, que allá en Florencia espera impaciente su muerte para hacerse con la herencia.
Toda su vida se había preparado para morir, pero ahora sentía pánico y pedía que no le dejaran solo. Vivía como un mendigo, pero debajo de la cama guardaba una caja con oro suficiente para comprar un palacio.
Le quiso ofrecer todo aquel dinero a la muerte, a cambio solo de un último paseo a caballo, pero la muerte dio una patada al cofre y las monedas de oro rodaron por la sucia habitación.
En cuanto se extendió la noticia, todos los cuervos de Roma y de Florencia llegaron para disputarse los despojos de Miguel Ángel, muerto como un pobre hombre, como un fardo de angustia y podredumbre, como lo que en realidad era, como lo que en realidad somos todos, los grandes y los pequeños.



Miércoles, 18 de marzo
RINCONES FAMILIARES

Recuerdo bien esa estación de metro en que el profesor Walter toca desesperadamente el tambor. Un poco más arriba se encuentra la librería Strand, la librería de viejo más grande del mundo, un laberinto en que es grato perderse; cerca de ella, las agujas neogóticas de Grace Church y una tienda de máscaras y disfraces con escalofriante escaparate. Este tramo de Broadway, el que va desde Union Square hasta Wall Street, es el que más me gusta. Los edificios, de finales del XIX, de principios del XX, anteriores a los rascacielos, tienen una monumentalidad y una fantasía historicista que no se encuentra en ninguna otra parte. Los domingos no hay tráfico en la Avenida y en ella se instala un mercadillo. Es muy grato pasear, descender lentamente, entretenerse con los infinitos puestos, con el guirigay multicolor. Washington Square y su pequeño estanque, su césped indolente y su arco de mármol también está muy cerca.


Como un niño, al que le es imposible estarse quieto, yo también, cuando leo un libro, cuando veo una película, me escapo a cada poco. Estación de Broadway-Lafayette: dejo al profesor en el andén y yo salgo al cruce de la Avenida con Houston Street; estoy citado en una cafetería cercana. Pero esa es otra historia que prefiero guardar para mí solo.


Jueves, 19 de marzo
CLAROS DEL BOSQUE

En los primeros días de nuestra relación –cuenta Mark Rowlands—, solíamos ir algunos fines de semana a Little River Canyon, en el rincón nororiental de Alabama. Allí montábamos la tienda de campaña y pasábamos el tiempo congelándonos y admirando la luna. El cañón del Little River es estrecho y profundo, y el sol se muestra reacio a abrirse paso entre los robles y abedules. Cuando el sol se oculta tras el borde occidental, las sombras se solidifican. Al cabo de una hora aproximadamente de recorrer con parsimonia un sendero abandonado se llegaba al claro. Si habíamos calculado bien, en ese momento el sol se despedía del cañón y una luz dorada reverberaba en el espacio. Entonces los árboles, ocultos en gran parte por la penumbra durante la última hora, se revelaban en todo esplendor.
Extraña pareja esa que descubre la belleza del mundo en un claro del bosque, la más extraña pareja que uno pueda imaginarse: un hombre y un lobo. Mark Rowlands nos cuenta su historia en El filósofo y el lobo, y es como si nos llevara de la mano por regiones desconocidas que están dentro de nosotros mismos.


Viernes, 20 de marzo
TODA MI CIENCIA

No sé de quien son estos versos –quizá de Amado Nervo— que de vez en cuando me vienen a la memoria: “Toda mi ciencia / consista en ser más claro, más sereno, / más rico, pero solo de experiencia”.

miércoles, 18 de marzo de 2009

El mejor regalo

Aunque nunca he estado en Alejandría, creo que jamás he salido de las salas de su biblioteca. Como Borges, soy de los que se imaginan el paraíso “bajo la especie de una biblioteca” y siempre que he viajado ha sido para ir de una de las sucursales de ese paraíso a otra.
No, no conozco la biblioteca que estuvo en Alejandría –y que ahora mágicamente vuelve a estar- y a la que un mítico incendio inmortalizó en la memoria de los hombres. Pero entré en ella un día feliz de hace ya casi medio siglo. La puerta estaba en la calle Jovellanos, en el número 3. Entré temeroso en aquella gruta del tesoro, tras rondar varios días antes de decidirme, y quedé deslumbrado para siempre. Eran tiempos heroicos, los libros constituían un material escaso –no solo en mi caso y en mi casa- y además peligroso. La biblioteca del Instituto Carreño Miranda –todavía en el hermoso edificio racionalista del Carbayedo— estaba cerrada desde tiempo inmemorial –quizá desde el final de la guerra— y muchos títulos tenían que conseguirse a escondidas, como una rara droga de infaustas consecuencias para la salud pública, para la estabilidad de la dictadura, que entonces parecía perpetua.
Aquella gruta del tesoro no era enteramente de libre acceso. Había un fichero y una ventanilla y por ella se solicitaban los libros. Yo recuerdo la primera vez que –como raro favor- me permitieron circular entre los estantes para que yo mismo localizara el título que me interesaba. Qué deslumbramiento pasear entre las estanterías, acariciar los lomos de los libros. Una pared entera la ocupaba Galdós, todo Galdós, desde La Fontana de Oro hasta El caballero encantado: empecé a devorarla por una esquina y acabé por la otra.


La biblioteca Bances Candamo fue mi casa durante muchos años –todavía lo sigue siendo-, mi primera biblioteca de Alejandría. La segunda la encontré en París, recién muerto Franco. Acababan de inaugurar el centro Pompidou, para escándalo de muchos una especie de refinería en el centro urbano y suntuoso. Pero aquel raro edificio, rodeado de tuberías, guardaba un tesoro en lo alto. Y no me refiero a los cuadros de las vanguardias históricas, sino a la biblioteca rodeada de inmensas cristaleras sobre los tejados abuhardillados, las torres y las cúpulas. Era de libre acceso –algo no frecuente entonces— y algunos lectores se sentaban despreocupadamente en el suelo enmoquetado. No solo había libros en francés, también en otras lenguas, y la sección española atesoraba muchos títulos prohibidos: los tomos de El laberinto mágico, de Max Aub, por ejemplo.
Desde entonces, siempre que voy a París, no dejo de pasar por el Pompidou ni por el cercano centro comercial de Les Halles, que ocupa el lugar del mercado al que Zola llamó “el vientre de París”. Ahora, como un animal mitológico, alberga en su vientre otra gruta del tesoro, una FNAC inagotable, casi infinita.


Llegué a Avilés en enero de 1960. Desde entonces no he dejado de estar en Avilés, aunque estuviera en el más remoto rincón del mundo. Mi primer teatro fue el Palacio Valdés –en él asistí al estreno de El tragaluz, de Buero Vallejo, en 1967- y en cualquier gran teatro que descubra a partir de entonces resuena la emoción de aquella primera vez. Recuerdo la impaciencia con que, en la Metropolitan Opera House, del Lincoln Center, esperaba no hace mucho tiempo el comienzo de un fabuloso Giulio Cesare, de Haendel. El educado murmullo del público iba llenando las butacas. Cerré los ojos: volvía a ser –nunca he dejado de serlo- el adolescente deslumbrado que en Avilés comenzaba a descubrir toda la belleza del mundo.
Avilés, que siempre ha sido el centro de mi mundo, gracias a una iniciativa feliz, se coloca ahora en el centro del mundo. Esos lugares fabulosos con los que soñaba en otro tiempo se acercan hasta Avilés, le dan la mano.


Paseo por el Parque del Muelle y veo, junto al puerto, sobre los restos de la antigua siderurgia, alzarse la grácil cúpula blanca del Niemeyer. No parece obra humana, sino surgida de pronto una noche por obra de algún encantamiento.
Yo lo considero como un regalo personal. El más hermoso regalo que haya recibido, que vaya a recibir nunca.

domingo, 15 de marzo de 2009

Para entregar en mano: Callar lo que se piensa

Sábado, 7 de marzo
DE UN INSTANTE A OTRO

Una estampa de otro tiempo: “Ricardo Sáenz deja en mi casa una tarjeta y antes de las veinticuatro horas yo dejo otra en su hotel. Por teléfono hemos convenido luego una entrevista. A la hora fijada voy a verlo. Para en un hotel de la Avenida de Pi y Margall. El vestíbulo está silencioso. Dos o tres personas conversan en el ancho ámbito. Al verme entrar, allá en el fondo se levanta un caballero que avanza hacia mí, sonriendo. Nos estrechamos la mano. Como deseamos hablar con reposo, sin interrupciones, pasamos a un saloncito adjunto. Ricardo Sáenz es un caballero pulcro, limpio, atildado. Habla con lentitud; pone cuidado y delicadeza en sus palabras”.
Así comienza Azorín su artículo “Un libro sobre Montaigne”, publicado el 26 de julio de 1936. Cuando apareció en un diario argentino, pocos días después de haber sido escrito, ya se refería a una época desvanecida para siempre.
De sobra sé que, de un instante a otro, todo lo que parece más seguro puede venirse abajo.


Domingo, 8 de marzo
CRUZAR UN PUENTE


Después de admirar la reforma del Museo Arqueológico, tan funcional y elegantemente respetuosa, recorro la exposición sobre el Camino de la Plata. Bustos, inscripciones, maquetas, piedras milenarias, y de pronto, entre las muchas fotografías, una que me resulta familiar. Me acerco: no hay duda. Es el puente sobre la garganta Buitrera, en Aldeanueva del Camino, uno de los dos puentes romanos de mi pueblo. El otro está en las afueras, sobre el río Ambroz. Al charco del puente me iba yo a bañar las tardes de verano. En la garganta no era posible bañarse; en el invierno bajaba torrencial de la montaña; en el verano, se secaba. Cerca está el mercado, el mercado medieval de los miércoles que pude ver todavía en su esplendor: allí se vendía de todo, yo recuerdo especialmente a los tratantes de caballos. En el cine de la plaza del mercado, vi la primera película. No recuerdo qué película era, sí que yo tenía menos de seis años y que en ella aparecía un barco. Al salir, le di la vuelta al edificio para ver el boquete en la pared por el que podía haber entrado.


¡El puente de la garganta! ¡Cuántas veces el niño que yo fui ha cruzado ese puente que un día construyeron los romanos! Mientras lo contemplo en el renovado Museo Arqueológico, siento a ese niño más remoto en el tiempo que Horacio y que Virgilio y me siento yo mismo un eslabón más de una historia milenaria.


Lunes, 9 de marzo
INDEPENDENCIA

Para no molestar, ya lo he dicho más de una vez, procuro callar lo que pienso, pero no siempre lo consigo. Un amigo me escribe extrañado desde Sevilla: “Creía que eras socialista y ahora te veo criticando la ley de partidos y el disparate del País Vasco”. Bueno, no soy un hombre al uso que sabe su doctrina. Observo, tomo nota, reflexiono y luego callo las obviedades que se me ocurren, Que una buena separación es mejor que un mal matrimonio, por ejemplo. Y que si en el País Vasco quienes se enfrentan en el resto de España se empeñan en unirse frente al enemigo común -el partido político más votado en ese territorio-, quizá haya que ir haciéndose a la idea de que ese país es otro país. Y sacar las consecuencias. Educadamente y sin prisas, por supuesto.


Martes, 10 de marzo
EXPERIENCIAS

No, no soy un hombre al uso que sabe su doctrina. Por eso, aunque reflexivamente ateo, una de las revistas que leo con mayor provecho es la católica, pero poco romana, El Ciervo. “Un estudio de la Universidad de San Francisco -se afirma en el último número- ha demostrado que si lo que queremos es que nuestro dinero nos dé felicidad lo que hemos de comprar no son cosas, sino experiencias”.
Es lo que yo hago desde siempre. Me gustaría morirme -bien cumplidos los noventa años- sin tener de mi propiedad nada más que lo indispensable, pero habiendo disfrutado de toda la maravilla del mundo: poemas, cafés, atardeceres, amores de una noche, trenes, charlas con amigos, el silencio emocionado de la sala este domingo, al terminar Gran Torino, un amanecer en el Egeo, Lisboa desde el castillo de San Jorge, los secretos callejones de Venecia en que un caballero -lo decía Robert Browning- no puede ni siquiera abrir el paraguas, las calles de Gijón que llevan hasta el mar…


“¿A dónde vas?”, me pregunta un amigo que me ve subir con la maleta al taxi. “A Coimbra”. “¿A qué?”. “A nada, a tomar un café”. “Pues te va a salir un poco caro”.
Sonrío. No conviene hablar de dinero en estos tiempos de crisis. Me callo mi receta: gastad, gastad, todo lo que podáis. Pero ¿qué se yo de economía? Aunque por poco que sepa, nunca sabré tan poco como los economistas profesionales.
Yo tengo gustos muy sencillos: prefiero siempre lo mejor. Lo mejor que pueda permitirme, aclaro.


Miércoles, 11 de marzo
DE ÁNGELES Y BESTIAS

Si me atreviera a decir lo que pienso, defendería el derecho de los palestinos a votar a Hamás, no más terrorista que los partidos políticos antiárabes a punto de entrar en el gobierno de Israel. Y sin embargo, nadie más admirador de la cultura judía que yo. Leo el libro de Moradiellos, La semilla de la barbarie, inteligente síntesis del antisemitismo, y me viene a la memoria el Poema de la bestia y el ángel, de Pemán. No recuerdo haber visto subrayado su carácter antisemita. Apareció en 1938, el año de la noche de los cristales rotos. Uno de los cantos se dedica al “Protomártir”, José Calvo Sotelo. Para Pemán, contradiciendo la propaganda posterior, no le asesinaron los comunistas, sino “los grandes poderes internacionales de la finanza judaica”. Antes de los versos, se elogia a Isabel la Católica, que se atrevió a enfrentarse a la Bestia, y se refieren como hecho histórico las más bárbaras leyendas: “La Aldeíta de La Guardia. Altas estrellas sobre los campos de Toledo. Silencio en las colmenas. Y de pronto: golpes acompasados sobre madera. Uno, otro, otro… ¿Están remachado las llantas de un carro? ¿están ajustando la esteva de un arado o los dientes de un bieldo? Viene por los caminos la voz de una aldeana: ¡Están crucificando a un niño!”.


Se habla luego de narices ganchudas y de “dos monstruos enormes, con cabezas de chivo” que se abalanzan rugiendo sobre España: “No pintó el Visionario bestia alguna / como esas dos que abarcan con sus múltiples / patas, desde el más negro abismo hasta el más alto azul… / ¡Pulpo grasiento de la Standar Oil! / ¡Ágil leopardo de la Royal Dutch!”. Miles de hombres mueren mientras “tiemblan de incontenida risa loca / sobre mil vientres hartos, las mil cadenas de oro”. José Calvo Sotelo osó retar “al pulpo americano / y a la codicia del leopardo inglés” y por eso acabó “en la alta mesa fría / de un blanco cementerio”.
¿No sentiría ni siquiera un mínimo remordimiento el sonriente prócer gaditano al enterarse de los millones de judíos muertos en los campos? ¿No se le ocurriría pensar que quienes se creyeran lo que él decía en su poema podían considerar un acto de justicia eliminar a esos asesinos de niños, a esas bestias apenas humanas? ¿Nunca le quitó el sueño saberse cómplice de esas muertes?


Jueves, 12 de marzo
OASIS

Abro un libro de Gabriel Miró: “Estaba el huerto todavía blando, redundando del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero. En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas”. Paladeo su prosa sensual, demorada. De pronto, se me ocurre mirar el colofón y descubro que esta edición, la cuarta, del Libro de Sigüenza ha sido impresa en Madrid, en 1938. En aquel Madrid hambriento y desesperanzado, la existencia de libros como éste parece imposible. Pero hubo gente que lo compuso, lo imprimió, lo encuadernó; librerías que lo vendieron; gente que lo llevó a su casa y que lo abrió dispuesta a ser feliz, aunque fuera por unos instantes, en medio del estruendo de las bombas.


Viernes, 13 de marzo
NO ANALICES

Me gusta callarme lo que pienso. Recuerdo los versos de Bartrina: “Si quieres ser feliz, como me dices, / no analices, muchacho, no analices”. Y contemplo con una sonrisa a esos energúmenos más o menos filosóficos que saltan al ruedo de papel de periódico en cuando se agita ante ellos un trapo vagamente rojo.
Los judíos crucifican niños y las izquierdas destruyen las glorias de España, como la presunta celda de Feijoo. Una réplica en realidad, como la plaza del Fontán (la celda verdadera -al contrario que la plaza- no la destruyó ningún político en activo).
No analices, muchacho, no analices; toma ejemplo de los preclaros intelectuales de Vetusta. Pero a ser posible tampoco embistas, como acostumbra a hacer alguno.

jueves, 12 de marzo de 2009

Haikus del mal tiempo

No se imagina uno a esta isla peñascosa y florida, hecha de seducciones y secretos, de azul y de literatura, bajo la tormenta. Pero llueve, graniza, el agua inunda las estrechas calles, en las que apenas se puede abrir el paraguas, y los pocos turistas vagan aturdidos sin saber qué hacer. Yo me atrevo a llegar hasta los solitarios jardines de Augusto y contemplo la línea de sombra del horizonte y los oscuros farallones que emergen del agua más amenazadores que nunca. No se escucha el canto de ninguna sirena, no es necesario taparse los oídos. Tambaleante, como quien camina por la cubierta de un barco, vuelvo a la Piazetta y en uno de sus dos o tres diminutos y abarrotados cafés (el Bar Tiberio está cerrado por obras) encuentro un lugar libre. Al abrigo del temporal, abro el cuaderno y procuro no pensar en nada para que las palabras digan lo que ellas quieran decir.


Noche de invierno
y esas llamas que danzan
en unos ojos.

Cuando regreso
todo es lo mismo,
nada es igual.

En blanco y negro
la tarde y yo,
ermita y cuervo.

Un barco pasa
lejos muy lejos
en el silencio.

Qué buena cara
al mal tiempo le pone
la gaviota.



Vino un instante
la primavera.
Pasó sin verme.

Qué negra tarde,
pero siguen brillando
los limoneros.

En un jardín
que ya no existe
florecen rosas.

Un instante mis ojos
en otros ojos
y el sol asoma

En la calleja
la puerta abierta
y al fondo el mar.


La vida es esto:
esperar a que llegue
quien ya ha venido.

Un pasadizo
que lleva hasta un jardín
y un precipicio.

También hermosa
la plaza con la lluvia
y los paraguas.

Qué maravilla.
Amarillos y rojos
cruzan la tarde.

Teme al mal tiempo
el tiempo y se resiste
a dar un paso

Déjame que te quite
tarde de marzo
la húmeda ropa.


Entre las sombras
las monedas de oro
del limonero.

¿Quién sabe lo que dice
allá en lo alto
el pino loco?

Vaya pareja
sin nada que decirse,
el tiempo y yo.

Entre la niebla
un huerto claro
y unos laureles.

El día enfurruñado
cuando nadie le mira
canta en voz baja.

domingo, 8 de marzo de 2009

Para entregar en mano: Mentir con la verdad

Sábado, 28 de febrero
SIN ANTES NI DESPUÉS

Los únicos encuentros que dejan huella son los que no dejan huella. Ayer, al volver a casa cansado de pontificar sobre todo lo humano y lo divino, una sonrisa y una invitación. “Bueno, pero solo una copa, que mañana tengo que madrugar”. “¿Mañana sábado?”. “Para mí todos los días son iguales, siempre me levanto a la misma hora”. “Eres demasiado rutinario; te conviene poner un poco de desorden en tu vida”.
Puse exactamente una hora y diez minutos, pero por supuesto me levanté hoy a la misma hora. De buen humor.
¿Me gustaría que nos volviéramos a ver? Por supuesto. Pero por eso mismo haré todo lo posible para que no nos volvamos a ver.
Historia sin antes ni después, historia sin historia, biología y magia. Nada que con contar.


Domingo, 1 de marzo
DOS MUJERES

Una tuvo siempre suerte; la otra solo tuvo la suerte de ser su esclava. La primera, en un examen que no había preparado, escribió: “Querido profesor James: Lo lamento mucho, pero lo cierto es que hoy tengo poquísimas ganas de hacer un examen de filosofía”. Luego abandonó el aula. Al día siguiente recibió una postal del profesor: “Querida señorita Stein: Comprendo perfectamente sus sentimientos. A mi me ocurre lo mismo a menudo”. Y le pone la máxima nota.
Sí, siempre fue afortunada Gertrude Stein. Llega a París y se hace amiga de pintores desconocidos. Pocos después, los cuadros que le han regalado o ha comprado por casi nada valen una fortuna. Un día, al ir a visitar a Picasso en el sur de Francia, ve a lo lejos una casa en medio de un valle. “Ahí me gustaría vivir”, dice de inmediato. Imposible, la casa está alquilada a un teniente que no tiene intención de dejarla. Nada hay imposible para ella: mueve sus contactos y el teniente es ascendido a capitán y destinado a Marruecos. Junto a su compañera Alice, toma posesión de la casa soñada: una mansión solariega del siglo XVII, situada cerca de la villa de Belley, en el alto Ródano. “Incluía varios edificios anexos, huertos, árboles frutales y un jardín en terraza con vistas al valle y a las montañas”, cuenta Janet Malcolm. Comenzaron pasando allí los meses de verano y acabaron pasando la mayor parte del año. Los malos tiempos de la ocupación no fueron malos tiempos para ellas. Se negaron a dejar Francia cuando llegaron los alemanes a pesar de que todo parecía estar en su contra: eran judías, lesbianas, coleccionistas de arte degenerado. Pero no les pasó nada. Uno de sus mejores amigos, Bernard Fay, era amigo del mariscal Petain. El propio mariscal firmó una orden para que les proporcionaran leña para el frío invierno y doble ración de alimentos.
Todo el mundo adoraba a Gertrude Stein y ella, desde niña, se sintió con derecho a la adoración de todo el mundo. Todo el mundo detestaba a Alice Toklas, su compañera durante cuarenta años, siempre detrás de ella, atenta al cumplimiento de sus menores deseos. En las reuniones en el piso de París, Gertrude charlaba con los grandes hombres, mientras que la solícita Alice atendía a sus aburridas esposas.
Janet Malcolm ha tenido la curiosidad de mirar tras las bambalinas de ese cuento de hadas: “Stein era la mascota lista y revoltosa de la que Toklas cuidaba ejemplarmente y de cuya dependencia dependía”. La servicial Alice, cuando no había nada presente, daba órdenes, exigía, humillaba. Algún visitante inesperado ha dejado constancia de ello. Si Gertrude Stein, caprichosa y enamoradiza, daba muestras de mostrar interés especial por alguien –hombre o mujer--, esa persona no volvía a pisar la casa.
La vida de Gertrude Stein fue un cuento de hadas, pero un cuento de hadas en el que la bruja y la princesa eran la misma persona: Alice B. Toklas.


Lunes, 2 de marzo
CARA Y CRUZ

Qué desesperantes las personas con las que uno no sabe a qué atenerse. Cuando hablan más en serio es cuando parecen hablar en broma. Cuando de verdad se ponen serias, entonces es seguro que nos están tomando el pelo.
Qué desesperantes, pero qué entretenidas. Con ellas es imposible aburrirse.


Martes, 3 de marzo
EL CABALLERO DEL LIDO


Leyendo Dos vidas, de Janet Malcolm, he recordado un encuentro de hace algún tiempo. Era un día desapacible. Yo no había tenido mejor ocurrencia que subir al vaporetto e ir a pasear por la playa. Comenzó de pronto a llover y me refugié en la terraza de un hotel. Seguía lloviendo, así que me puse a hojear el libro que llevaba conmigo (nunca salgo sin un libro): la Autobiografía de Alice B. Toklas. Cuando alcé los ojos, un anciano elegante se había sentado en una mesa cercana. “Yo conocí a la autora”, dijo. “¿A Gertrude Stein?”. “No, a Alice Toklas”. Sonreí con suficiencia. “Ya sé, ya sé que pasa por ser obra de Gertrude. Dicen que para poder elogiarse a sí misma puso su autobiografía en boca de su compañera. Cuando yo la conocí era una anciana encorvada y esquelética, con bigote, una especie de institutriz jubilada. También conocí a Leo Stein. Ese sí que era un genio. Tenía talento para todo y, sin embargo, no fue capaz de hacer nada. Gertrude, en cambio, tenía el talento de conseguir lo que le apeteciera. No había persona menos dotada para la escritura, decía su hermano. Todos sus libros son ilegibles. ¿Ha leído usted Ser norteamericanos? Nadie lo ha hecho. Juan Gil-Albert, a quien también conocí, decía con mucha gracia: Una losa es una losa es una losa, parodiando su frase más famosa. La Autobiografía y los otros libros que vale la pena leer los escribió Alice, que era quien tenía verdadero talento literario. Y fue a ella a quien se le ocurrió mentir con la verdad. Curiosa la relación entre esas dos mujeres. Solo una de las dos estaba enamorada. Solo una de las dos tenía talento. Gertrude Stein no fue nunca más que la primera actriz en una obra de teatro que escribía día a día Alice B. Toklas. La obra que vale la pena leer y el personaje que fascinó a todos fue obra de ella. Antes de conocerla, Gertrude no era más que una niña gorda y desdichada. Ella es básicamente idiota y yo soy básicamente inteligente, repetía su hermano, que la odiaba. Muchas veces nos emborrachamos juntos”.


Miércoles, 4 de marzo
LAS BELLEZAS DE MONTEVIDEO

Estos oscuros días de lluvia tienen también su encanto. Dan ganas de quedarse en casa, encender el fuego de la chimenea, abrir un libro de muchas páginas, un novelón decimonónico y vivir la vida de la imaginación, no los triviales enredos de cada día. Yo acompaño a un caballero francés, Santiago Arago, en su viaje alrededor del mundo. Mientras cae la lluvia y el ambiente fuera es cada vez más desapacible, el buque atraca en Montevideo: “Pequeña es la ciudad, pero airosa y coqueta. Se guardan allí los usos de la madre patria con tal respeto que más bien parece ternura que costumbre. La siesta se duerme con regularísima puntualidad, y ninguna modificación ha sufrido el traje español, ni aun las que hace indispensables la diferencia de clima. Esa magia que tiene la española en su porte, ese descaro en la mirada, esa suave desenvoltura en el andar, y esa peligrosa perfidia en la sonrisa se encuentran aquí con tal refinamiento que necesariamente sucumben todos los extranjeros. ¡Juzgad lo que experimentarían unos pobres náufragos que hacía por lo menos siete meses que no habían visto rostro humano!”.
Y yo paso la página, ajeno a todo, dispuesto a dejarme seducir por las bellezas de aquel remoto Montevideo.


Jueves, 5 de marzo
INVITACIÓN AL VIAJE

¿Qué tenéis que temer en vuestras casas, en vuestras blandas camas, en vuestros enarenados paseos?, pregunta Santiago Arago. Un ruido incómodo de carruajes llevando al orgullo y la pereza, la incomodidad de una joven celosa, las salpicaduras de un caballo que pasa al galope…
Pero en el mar, amigos míos, las contrariedades se acumulan activas y amenazadoras. Aquí una borrasca que os hace perder el equilibrio y rodar como una pelota; en esta otra parte cesan los vientos y quedáis sumidos en una insufrible tranquilidad; ya choca el buque contra una roca y perturba el golpe vuestro necesario sueño; ya os levantáis despavoridos al oír el espantoso ruido de la tempestad; ora os veis expuestos a ser arrastrados por un violento remolino, ora finalmente no veis en torno vuestro más que un tenebroso caos…
Probad la vida del marino, aunque no sea más que por algunos meses, y comprobaréis que en el mar la transición de la alegría a la tristeza, del entusiasmo a la desesperación es rápida y violenta.
Cierro el libro. Ganas me dan de preparar el macuto y, como un personaje de Melville, irme al puerto a la espera del primer barco que necesite gente.



Viernes, 6 de marzo
EL SECRETO

Me gusta mentir con la verdad. Parecer que lo cuento todo y contarlo todo, salvo tres o cuatro pequeños detalles, que son los que dan verdadero sentido a todo.
El secreto está en desnudarse con gracia y nunca desnudarse del todo.

jueves, 5 de marzo de 2009

Jardín y Averno

Está cerrado el túnel que, entre las tumbas de Virgilio y Leopardi, lleva al Averno y a la gruta de la Sibila. El rayo de sol que, dos días al año, limpiamente lo atravesaba de parte a parte hace tiempo que no puede hacerlo: lo impide la desidia de los hombres.

No es éste el mejor momento para visitar Nápoles: la basura se acumula en las calles, la indignación en las gentes, casi tan harta de intrigantes políticos como de los otros honestos e ineptos. Pero la belleza convulsa, turbia y deslumbrante de la ciudad se conserva intacta. Ni siquiera en los peores momentos –y casi todos lo son— pierde su capacidad de fascinación.

El ruido de los trenes de la estación de Mergellina sirve solo para acrecentar la sensación de silencio y soledad. No sabemos si Virgilio está enterrado aquí, en el añoso columbario. Tampoco importa demasiado. Sabemos que por este lugar anduvo Eneas, en busca de la Sibila, camino del infierno: “Iban oscuros por las sombras bajo la noche sola, / como el camino bajo una luz maligna que se adentra en los bosques”. Es posible que tampoco Leopardi repose tras el mármol solemne. Cuando él murió, casi ciego, una epidemia de cólera –otra más— asolaba Nápoles: su cadáver se confundiría con el de tantos otros anónimos. Pero junto al énfasis neoclásico y mussoliniano de este monumento está la amistad sin tregua de un napolitano, Antonio Ranieri, su Antígona en los últimos y malos días. Y aquí resuenan sus versos sobre “la infinita vanidad de todo”.


En este jardín ilustrado, donde se dan cita las plantas que aparecen en los poemas de Virgilio y Leopardi acompañadas de los versos correspondientes, el tiempo conserva ecos del tiempo sin tiempo en que Eneas se acercó a Nápoles para visitar el infierno. Quizás sigue estando aquí, pero menos en el lago Averno que en el centro histórico –con mugre de siglos— y en tantos otros barrios sin pasado y sin futuro, con solo un precario presente, un vivir de milagro.

Pero también aquí está el paraíso, no solo para el viajero ocasional que llega con los ojos cegados de erudición y magia, sino para el napolitano que charla sin prisa en las terraza del Gambrinus, llena de festivo bullicio via Toledo y via de Chiaia, caracolea orgulloso en su moto y sabe encogerse de hombros ante cada nueva frustración y gozar del instante porque “del mañana no hay certeza”.