Sábado, 17 de diciembre
BORGES Y YO
No sé si también como persona, pero como escritor soy lo menos fiable del mundo. Utilizo material ajeno, citando o sin citar la procedencia, y siempre variándolo a mi gusto, casi en cada párrafo que escribo. Y nunca he podido resistir la tentación, cuando traduzco o edito textos ajenos, de colocar en el mercado algunas falsificaciones (con relativo éxito: casi todas han sido descubiertas).
De vez en cuando se arma cierto escándalo porque, en tal o cual escritor famosillo, encuentran unas líneas ajenas. Recuerdo ahora la escandalera por unos versos de Lucía Etxebarría y sus parecidos con otros de Colinas. Si me leyeran a mí, encontrarían sospechosas semejanzas con media historia de la literatura. Como minucioso plagiario, como buen aprovechador del material ajeno, creo que solo dos autores me ganan: Valle-Inclán y Borges.
De Borges cuentan en Cuadernos Hispanoamericanos una curiosa historia. En 1963 un joven autor salvadoreño, Álvaro Menen Desleal, obtuvo un premio oficial con Cuentos breves y maravillosos, que homenajeaba desde el título la antología de Borges y Bioy Casares Cuentos breves y extraordinarios. El prólogo consistía en una elogiosa carta firmada por Borges. Menen Desleal “le da nuevo engaste” a viejos temas, como la fábula de Aquiles y la tortuga, “y logra con intensidad lo que otros, en más de veintitrés siglos, no lograron con extensión”; sus relatos “son flor para los años”; por ello no acepta “el homenaje que me rinde al declararse mi seguidor. Si de algo es usted seguidor es de sus propios sueños”. Esa carta-prólogo aparece reproducida en El círculo secreto, uno de los volúmenes póstumos de Jorge Luis Borges.
Ahora me entero de que esa carta no es de Borges, sino del propio narrador prologado. Quienes habían leído el libro completo no tenían dudas de la falsificación: se aclara en el epílogo. Pero quienes le dieron el premio no se enteraron: los jurados no suelen llegar tan lejos en su lectura de las obras presentadas a concurso, ni siquiera de aquellas a las que otorgan el galardón. Un rival de Menen Desleal llegó a escribir a Borges denunciando el engaño. Bioy Casares, en su minucioso recuento de cenas y conversaciones, nos cuenta lo que ocurrió entonces. “Tengo que consultarte sobre algo”, le dice Borges. Y le muestra el libro Cuentos breves y maravillosos que le acaban de enviar junto con la denuncia. Borges se muestra casi seguro de no haber escrito la carta-prólogo, pero no está tan seguro de que el autor la haya inventado: “Con tal de que Madre no haya contestado por mí, sin decirme nada”. Acaban descartando esa hipótesis: “la carta era demasiado larga; su madre no la hubiera escrito tan larga”.
Queda claro que la madre de Borges, informándole unas veces y otras no, solía escribir cartas de Borges. ¿Solo cartas? De su colaboración decisiva en algunos de los relatos, como “La intrusa”, ya teníamos noticia.
Bastantes de los textos míos, conocidos o desconocidos, son ajenos (también algún texto ajeno es mío). Por suerte nadie se ha tomado la molestia de mostrar esos hurtos. Perdería los pocos lectores que tengo. O no. No al menos los lectores inteligentes. Una antología de la literatura universal resulta preferible a las ocurrencias de un borroso escribidor.
Domingo, 18 de diciembre
UN CUENTO SIN FINAL
Mientras tomo un café en Los Prados, antes de entrar a ver The Artist, se me acerca un desconocido: “¿Puedo sentarme un rato? Me ha gustado lo que escribe hoy sobre Nueva York. Yo viví allí algún tiempo. Allí se me entreabrieron las puertas del paraíso y luego me dieron con ellas en las narices. Un día, caminando por la calle 42, en el cruce con la Biblioteca , me sorprendió una mujer que se hacía limpiar unas botas que le llegaban hasta las rodillas. Elegante y distante, muy delgada, recordaba a Audrey Hepburn y a Silvia Ugidos, otra amiga común. Quedé instantáneamente seducido. Me entretuve contemplando el espectáculo hasta que el limpiabotas terminó su labor y la mujer, sin fijarse en mí, subió a un taxi. Creí que no la volvería a ver; todas las noches soñaba con ella. Pero volví a verla. Fue en el cruce de la calle 56 con la Octava. Yo iba distraído y me detuve un momento a admirar la Hearst Tower ; ella caminaba con rapidez, me adelantó y entró en el rascacielos. Al día siguiente, a la misma hora, la encontré de nuevo. Trabajaba allí. A partir de entonces, no dejé de verla. Mi lugar de observación fue un local cercano, desde cuyo primer piso se divisaba perfectamente la entrada al edificio. La seguí más de una vez, siempre temeroso de que se diera cuenta. Nunca me decidí a hablarle. Mi estabilidad mental comenzó a no ser demasiado buena. Dejé el trabajo, apenas comía, solo me dedicaba a pensar en ella. Y un día cercano a la Navidad , hace ahora un año, ocurrió el milagro. Era sábado, yo no tenía que espiar sus entradas y salidas del trabajo, trataba de distraerme en el bullicio del Rockefeller Center, perderme entre la multitud. Por azar entré en una tienda, Anthropologie, que más que vender moda y cachivaches parecía una caótica galería de arte. Di vueltas por aquel laberinto y, de pronto, allí estaba ella, sentada en un sillón, hojeando un grueso libro de arte. Me quedé pasmado. Y entonces ocurrió el milagro. Alzó los ojos, me vio y me sonrió. Dejó a un lado el volumen y se levantó para saludarme. Trabajaba en una revista, Cosmopolitan o Elle, ya no recuerdo, en cuya edición española colaboraba Fruela Zubizarreta, amigo de Enrique Bueres; conocía muy bien a ambos y ellos le habían hablado de mí. Dentro de unos días se celebraba una fiesta en la redacción de la revista, que ocupaba una de las plantas de la Hearst Tower , con maravillosas vistas sobre el Central Park y sobre toda la ciudad. Me invitó a acompañarla. Yo no podía creérmelo. Aunque acepté la invitación, pensé no aparecer. Me dio la paranoia de pensar que todo era un sueño o una trampa. Es posible que Fruela, también amigo de Hilario Barrero, otro amigo mío, le hubiera hablado de mí. Pero ¿cómo me reconoció? ¿Le habían enseñado fotos mías? Un día antes de Nochebuena, lo mejor trajeado que pude, aparecí en el portal de su casa. Un taxi nos dejó frente a su lugar de trabajo y sin creérmelo del todo entré en aquel edificio que tantas veces había visto desde fuera junto a ella. Era como un cuento de Navidad con final feliz”.
No me enteré de lo que ocurrió después. Le película comenzaba dentro de cinco minutos y tenía que despedirme. Mejor así. Ningún cuento tiene final feliz si se sigue contando hasta el final.
Lunes, 19 de diciembre
HABLAR, HABLAR, HABLAR
Me gusta hablar de todo, salvo de lo que de verdad me importa.
Hablar, hablar, hablar, no callar nunca, no dejar que el silencio descubra nuestro secreto.
Miércoles, 21 de diciembre
TRAS LA PRESENTACIÓN DE UNO DE MIS LIBROS
Nunca tuve gran aprecio por mí, pero creo que he sabido disimularlo bastante bien.
Si de pronto se cumplieran todos mis deseos, qué aburrida se me volvería la vida.
No quiero ser feliz porque entonces tendría que dejar de quejarme, que es lo único que me hace verdaderamente feliz.
Jueves, 22 de diciembre
LAMENTO DE NARCISO
Mi amiga María Jesús, fotógrafa compulsiva, me pasa las imágenes de la presentación de ayer. Qué humillante sensación al repasar las más de cien fotos en que aparezco. No se me ahorran muecas ridiculizantes, calva, sonrisa desdentada, todo el ultraje de los años acentuado por la mala iluminación. Con lo que a mí me gusta posar con falsa naturalidad, mostrando mi mejor perfil, tratando de parecer más joven. En fin, que este monstruo de las fotos es lo que soy y no quien fantaseo ser. Pero seguro que solo me sorprende a mí. Los que me conocen ya lo tienen muy sabido.
Viernes, 23 de diciembre
EL OTRO BORGES
“No voy a leer más a Borges”, afirma, dolido, un amigo. “Se mete con el guaraní, dice que es una lengua inferior, propia de gente ignorante”. “Borges ha dicho muchas tonterías en sus declaraciones, pero no hay que hacerle demasiado caso; una cosa son sus opiniones y otra su literatura”. “No lo dice en una entrevista, sino en un cuento”.
Y efectivamente, cuando llego a casa, abro El libro de arena y allí, en el primero de los relatos, “El otro”, me encuentro con que el Borges anciano le comenta al Borges juvenil, sentados ambos en el mismo banco, pero uno frente al río Charles, en Cambrigde, al norte de Boston, y el otro junto al Ródano, en Ginebra, lo siguiente: “Ahora las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera sustituida por la del guaraní”.
“El escritor Borges parodia aquí los prejuicios del hombre Borges”, le digo a Cristian. Siempre me había fijado en lo de “la superstición de la democracia”, pero nunca en el desdén por el guaraní, que es la lengua materna de mi amigo.
Hay quienes critican lo políticamente correcto como una forma de censura; no hay articulista español –de Marías a Savater, por no citar a Pérez-Reverte o Sánchez Dragó— que no haya arremetido contra esa moda norteamericana. Pero yo creo que supone un avance de la civilización, de respeto a todas las minorías.
El hombre Borges tenía muchos lunares, infinitos lunares. ¡Hay que ver lo que afirma de los negros en alguna entrevista! Pero todo eso lo ponemos de lado cuando leemos sus poemas: “Sé dueño de tu vida. Sé más fuerte / que el azar o el destino. Que tu nombre / sea tuyo. Que sea cada hora / una gota de ámbar que eternice / tu existencia. Que todo se deslice / según tu voluntad dominadora”.
Interviene entonces Almuzara, que acaba de llegar y ha escuchado parte de la conversación: “Estoy de acuerdo con lo que dices. Pero esos versos tan borgianos, no son de Borges, sino de Miguel Postigo”.
Sospecho que a Borges no le habría importado que la memoria del lector se los atribuyera.
Sábado, 24 de diciembre
SOÑÉ
Soñé que el director de una gran superproducción, La fabulosa historia de la humanidad, me buscaba como guionista. Pero yo no quería ser guionista, sino el protagonista principal.