Sábado, 23 de diciembre
ELOGIO DE LA VANIDAD
Soy de esas personas, bastante insoportables, que tienden a
considerarse más listos que nadie. Hablan con un matemático y le discuten algún
punto de las matemáticas, con un catedrático de Derecho Constitucional y
discrepan de la interpretación habitual entre los expertos de tal o cuál
artículo de la Constitución, con un teólogo y no están de acuerdo con la
lectura que la iglesia católica (o la evangélica, según se trate) hace de esta
o aquella expresión griega puesta en boca de Jesús.
Como de
sobra sé que no tengo enmienda, procuro sacarle todo el partido posible a esta
tendencia mía de querer tener siempre la razón. Últimamente andaba bastante
deprimido porque todos los días leía algo en los periódicos sobre un asunto que
no acababa de entender.
“¿Cómo voy
a ser más listo que nadie –me decía con tono burlón (la verdad es que reírme un
poco de mí mismo es una de mis actividades favoritas)– si ni siquiera soy capaz
de entender qué es un bitcoin?”
Acabo de empezar
a ponerle remedio. Comienzo con un vídeo titulado “Bitcoin, explicado para
torpes”, sigo con la entrada de la Wikipedia y de ahí voy pasando a otros
enlaces. Una hora después ya voy viéndolo un poco claro. Ahora lo que se me va
volviendo más misterioso es el dinero de toda la vida.
Hay unos
señores que se llaman “mineros” y que se dedican a crear bitcoins mediante
complejos sistemas informáticos, como los mineros tradicionales se iban a
California en busca de oro. El número de bitcoins que se pueden crear es
limitado: exactamente veintiún millones. Todas las transacciones que se hacen
entre usuarios quedan registradas para siempre en miles de ordenadores y son
imposibles de falsificar.
Comienzo a
entender, pero no entiendo del todo. Me vería en dificultades para explicar qué
es lo que realmente se crea cuando se crea un bitcoin. Parece más fácil cuando
se trata de un euro o un dólar porque pienso en la moneda o el billete. Pero la
mayoría de los dólares o euros que circular por el mundo (o por la tarjeta que
llevo en mi bolsillo) no tienen existencia física.
Seguiré
investigando. Ser vanidoso tiene sus ventajas. Recuerdo el ejemplo de Ortega
sobre aquel hondero que se entrenaba todas las noches para llegar a alcanzar la
luna. Nunca lo conseguiría, por supuesto, pero si no cejaba en el empeño
acabaría siendo uno de los mejores honderos del mundo.
Yo nunca
conseguiré ser más listo que nadie, de eso estoy seguro y también de que,
gracias a mi empeño por serlo, no resulta fácil vencerme en cualquier debate.
Domingo, 24 de diciembre
MISA DEL GALLO
¿En que se parece la Navidad al bitcoin? En que su número es
limitado y en que son enteramente virtuales: celebramos el nacimiento de un
niño, que si nació no nació ni tal día como hoy ni en el año en dicen que
nació.
Celebramos
que en la infancia celebrábamos la Navidad.
Celebramos
que hemos dado un paso más hacia la tumba.
Celebramos
que sabemos inventar jaulas y no llaves para escapar de ellas.
¿En el
Paraíso celebran la Navidad? ¿Jesucristo tiene que soplar las 2017 velas de un
gran pastel?
¿Jesucristo
sigue cumpliendo años o se mantiene en los 33 para toda la eternidad?
Las
religiones son una empresa basada en la confianza, funcionan a la perfección
mientras los clientes crean que existe un Dios (el que exista de verdad o no
carece de importancia). Dios es un ente virtual, como el bitcoin o cualquier
moneda. No existe, pero sostiene y hace funcionar el mundo.
Lunes, 25 de diciembre
CONEY ISLAND
Quizá no fue una buena idea ir a ver Wonder Wheel, la nueva película de Woody Allen, el día de Navidad.
Al principio me pareció el regalo perfecto, sobre todo cuando la taquillera me
dijo que los puntos de mi tarjeta de las salas Yelmo me daban derecho a la
entrada gratis.
Pero era un
regalo envenenado, que me deja muy mal sabor de boca. La última vez que estuve
en Coney Island, con un grupo de amigos, fue hace casi veinte años. Una mañana
radiante, con la gran noria presidiendo las melancólicas barracas, más
desoladas entonces que en el colorín de los años cincuenta que nos muestra
Woody Allen. Pero luego el día se nubló y cayó un repentino chaparrón que nos
hizo refugiarnos bajo el paseo de madera, en los mismos lugares en que Mickey
hace por primera vez el amor a Ginny. El día se nubló, también emocionalmente,
y ya solo recuerdo, o solo quiero recordar, los perritos calientes que comimos
en Nathan’s, los últimos que comimos juntos.
Y luego
están las navidades, esa otra noria emocional, con los sentimientos a flor de
piel, con tanta gente como vamos dejando en el camino y que, de pronto, cuando
menos lo esperas, se presenta a la cena, como en el anuncio de Coca Cola
(“Estamos más cerca de lo que creemos”), y hay que hacerles sitio en la mesa y
en un corazón tan vacío donde no cabe ya ni una ausencia más.
La película
de Woody Allen defrauda a todos. Comienza como un divertido juguete y termina
con un final tan sin esperanza que nos corta el resuello. Woody Allen lleva
años intentando que no le tomen por un payaso o por un aprovechado que va donde
le pagan bien (Roma, Barcelona, París) rueda un telefilme promocional, toma el
dinero y corre.
“¡Yo soy el
nuevo Ingmar Bergman, no un payaso, no un simple cómico de Brooklyn!”, grita
sin que nadie le haga demasiado caso.
Martes, 26 de diciembre
EL VERDADERO FINAL
Inesperadamente, pero sin demasiada sorpresa, un amigo que
trabaja en Amazon (es un alto ejecutivo) me informa de que Woody Allen cortó en
el montaje los últimos minutos que había rodado de Wonder Wheel. El final que vemos en las salas de cine es un falso
final. Tras el rostro desolado de Ginny, esa nueva Blanche DuBois, Clitemnestra
que ha sacrificado a Ifigenia para nada, vuelve a aparecer sonriente, como en
las primeras secuencias, Mickey, el donjuanesco salvavidas.
“Así
acababa la obra que yo escribí con mis experiencias de aquel verano en Coney
Island imitando a mis admirados Tennesse Williams y Eugene O’Neill. Fue un gran
éxito de crítica, aunque no duró más que una semana, quizá porque se estrenó en
Navidad y a la gente no le gusta que le cuenten dramones por esas fechas,
bastante tiene con lo que tiene en casa y en la primera página de los
periódicos. Las cosas fueron de otra manera y quizá hubiera tenido más éxito si
las hubiera contado tal como fueron”.
Volvemos a
la escena en que la dulce Caroline, tras despedirse de Mickey a la puerta de la
pizzería Capri, camina sola seguida de un ominoso coche negro. El automóvil se
detiene junto a ella. Se abre la puerta y un hombretón la obliga a entrar. Pero
dentro está su marido, que la abraza y le cuenta que ha confesado y está en un
programa de protección de testigos. Quienes fueron a buscarla a la casa de su
padre, el bondadoso bruto Jumpty, no eran matones de la mafia, sino policías;
querían ofrecerla también protección para que testificara ante el gran jurado.
Ginny
acepta finalmente la invitación a pescar de su marido, prueba, en un intento de
congraciarse con él, a lanzar torpemente la caña y su anzuelo se enreda con el
de un joven pescador solitario y atormentado. Es el comienzo de una buena
amistad, otra vuelta de la noria que, por unos momentos, parece quedarse
inmóvil mientras la nueva pareja, en lo más alto, creen poder tocar el cielo
con las manos.
El niño
pirómano acaba ingresando en el cuerpo de bomberos y es el primero en llegar a
cualquier incendio, como si supiera antes de que empezara dónde van a
producirse; ha salvado más vidas que nadie y ha recibido más condecoraciones
que ningún otro miembro del cuerpo.
“Y yo,
bueno, yo he terminado el Máster en la Universidad de Nueva York y me gano la
vida en el teatro. Tampoco me puedo quejar”.
Vemos al
sonriente Mickey en Time Square ofreciendo entradas a mitad de precio para los
musicales de Broadway.
Miércoles, 27 de diciembre
SU OTRO BANCO
Sigo dándole vueltas al asuntillo del bitcoin, a la cadena
de bloques y al enigmático Satoshi Nakamoto. Se me ocurre pensar que lo que ha
creado un grupo excepcional de ingenieros informáticos –Nakamoto es un cuento– no
es ni más ni menos que un banco descentralizado que convierte al mundo entero en
paraíso fiscal. Un banco que se dedica, como todos, a captar nuestro dinero y a
producir beneficios que redistribuye entre sus accionistas. ¿Y quiénes son esos
accionistas? En primer lugar, los llamados “mineros”, que con sus ordenadores
particulares crean y mantienen la “cadena de bloques”, que es como el gran
libro de cuentas del banco, donde se anotan todas las transacciones, un libro
de cuentas que es de acceso público, que no puede ser alterado y del que se
guarda copia en miles de ordenadores distribuidos por el mundo.
Los bitcoins
son las acciones de ese banco digital. Suben continuamente –al menos de
momento– porque cada vez hay más gente interesada en complementar su banco de
toda la vida con ese otro banco que le permite hacer pagos rápidos y con bajo
coste a cualquier parte del mundo, sin que nadie husmee la razón de esos pagos,
y guardar los ahorros a escondidas del fisco.
Ese nuevo
banco sin oficinas ni banqueros que compren periódicos y les hagan cambiar su
línea editorial es la Wikipedia de los bancos. Pero una Wikipedia que se ha
convertido en una empresa muy rentable para los intermediarios informáticos
(cada vez hacen falta equipos más poderosos y gente más preparada para
sostenerla) y para los especuladores de toda la vida. Hay quien dice que el nombre del presunto
creador del prodigioso artefacto no es más que un anagrama de las grandes compañías
que están detrás y son su primeras beneficiarias: SAmsung, TOSHIba, NAKAmichi y
MOTOrola.
Jueves, 28 de diciembre
ES EL MEJOR
“Es el mejor de tus discípulos”, me dice Graciano García en
la Biblioteca del Fontán mientras escuchamos a Javier Almuzara presentar su
libro A la de tres. Un poco
fastidiado porque tenga más admiradores que yo, mientras él lee sus haikus me
entretengo en escribir otros.
Ventanas ciegas,
/ puertas tapiadas. Todos / seguimos dentro.
Mejor que
mármol / para tan largo sueño / la tierra leve.
Todos los
sueños / no valen lo que vale / un despertar.
En el poema
/ los ojos del lector / dejan su huella.