Jueves, 18 de junio
PASEOS DE TINTA Y DE PAPEL
A la entrada de la librería Acqua alta, si no la más bella librería
del mundo, como se anuncia, sí la más pintoresca, me entero por un cartel de la
desaparición de Pirro, uno de los dos gatos que deambulaban por allí y a los
que tantas fotografías he hecho. Y me acuerdo de Trisca, la gata que llegó a la
tertulia casi recién nacida, que escuchó tantas discusiones y cuyas cenizas,
como si fuera una princesa (y lo era) guarda una urna en el secreto parque Savorgnan.
Hojeo
algunos libros antes de seguir deambulando y en seguida me quedo enredado en páginas
manchadas por la humedad: “Un amigo mío, cierta noche, con el gesto que se hace
a los niños cuando se les lleva en busca de un juguete escondido, me invitó a
acompañarle por algunas callejuelas desconocidas. Las estrellas habían
aparecido después de un día de lluvia. Gatos enamorados maullaban sobre los
puentes disputándose a la hembra que esperaba acurrucada en el vano de una
puerta, La ciudad parecía abandonada, las barcas se mecían solitarias a lo
largo de los canales. Tras callejuelas y puentes, llegamos a un ancho canal en
el que se entreveían jardines y palacios abandonados. Nos detuvimos a escuchar
un murmullo como de colmena: en algún lugar cercano ensayaba una orquesta. Más
adelante, un estrecho pórtico con pilastras de ladrillo corroídas por la
humedad y, tras él, una placita donde blanqueaban en la sombra las estatuas
sobre el portal de la iglesia, Un puente de madera atravesaba el canal. Otra
iglesia se alzaba por allí, altísima. La luna se reflejaba en el agua”.
No
sigo leyendo, quiero prolongar el misterio de aquel paseo, tan parecido a
tantos otros como he hecho por esta ciudad; por la de agua, mármol y ladrillo y
por la otra, no menos verdadera, de tinta y de papel. Compro el libro, de
Giovanni Comisso, y y en el claustro de San Francesco della Vigna, tras admirar
La Madonna y el niño con santos, de
Bellini, continúo leyendo hasta que se hace casi de noche.
Entre
todos los secretos que Venecia guarda, hay uno que está reservado solo para mí.
Algún día, en un jardín escondido tras un sottoportego
oscuro, daré con él. Pero no tengo ninguna prisa y tampoco me importaría seguir
buscándolo toda la vida sin encontrarlo nunca.
Viernes, 19 de junio
OLVIDO Y NADA
El habitual paseo por la rivera del Lido
hasta el monasterio de San Nicolò. Allí se guardan las campanas que resonaron
un día de 1571 para anunciar la batalla de Lepanto, “la más grande ocasión que
vieron los siglos”, y una lápida recuerda el último hecho de armas de la Serenísima:
a la entrada del puerto el capitán Alvise Viscovich respondió a las
provocaciones de la armada francesa. Me gusta el lema de la inscripción: “Ti
con nu, nu con ti”. Ante el antiguo cementerio hebraico, recuerdo que allí se
agrupaban los curiosos para ver a Lord Byron descender de su barca cuando venía
a cabalgar al Lido.
A
las doce en punto, según costumbre, compro el periódico, La Repubblica, y lo hojeo en la terraza de un pequeño café, frente
a la laguna. Me entero de que Michele Obama está también por aquí y que se
aloja en en el hotel Molino Stucky, la inmensa fábrica tanto tiempo abandonada
cuya silueta, cuando se navega por la Giudecca, más parece una cárcel que otra
cosa. Yo, de poder elegir, habría preferido el Excelsior, con su playa privada
y su embarcadero en el inmenso jardín.
Las
calles arboladas del Lido huelen a verano antiguo y a felicidad. De vez cuando
pasa algún ciclista y eso me hace recordar que el lujo mayor de Venecia no es
la ausencia de coches, sino de bicicletas, esos ecológicos tábanos siempre al
acecho del paseante ocioso.
Por
la tarde, un chaparrón repentino me lleva a refugiarme en Ca’Fosccanon, actual
sede de correros, ocupada por uno de los eventos colaterales que extienden la Biennale
por los rincones más imprevistos de la ciudad. Se escuchan poemas de todas las
lenguas del mundo. Y allí de pronto, entre musicales galimatías de Corea o de
Indonesia, de Azerbaijan o de Uzbekistan, unas palabras familiares: “Al olmo
viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido / con las lluvias de abril y
el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido”. Y luego unos versos
escritos solo para mí, un soneto de Borges de desengañado y barroco final: “Soy
eco, olvido, nada”.
Sábado, 20 de junio
COMO EN TODAS PARTES
Paso la mañana en el Arsenale,
convertido en un agotador, exasperante y deslumbrante parque de atracciones.
Las inmensas naves, con sus paredes desconchadas, el entramado de las vigas y
las claras ventanas, no son lo menos admirable. Cada rincón guarda una sorpresa.
Me fascinan los juegos de espejos que multiplican mi imagen, las láminas de
agua que reflejan techos y ventanales, y muy especialmente los tesoros
escondidos. Vanessa Beecroft, genovesa que vive en Los Ángeles, oculta tras un
especie de muro (solo se pueden ver por una rendija), rotas esculturas de
mármol, bronce descabezadas, columnas rotas que recuerdan un prodigioso
yacimiento arqueológico como los que aparecían en ilustraciones del siglo XIX.
Sarah Sze esconde un jardín en una especie de depósito al que es imposible acceder
y que solo es visible gracias un espejo colocado en lo alto. Ese jardín
secreto, como la gruta de las esculturas, yo lo he recorrido muchas veces en
sueños.
A
las seis, en Ca’Foscari, se inaugura "Art night Venezia", la noche blanca en que
todos los museos permanecen abiertos y son gratuitos. Bastante antes se forma una
larga cola que cubre el puente y obstaculiza el paso por la estrecha calle.
Desde la puerta de la librería “Amor del libro”, contemplo aquella aglomeración
en la que, cosa extraña, no predominan los turistas. Me imagino que a las seis
habrá algún concierto o algún espectáculo digno de verse. Pero no, el rector y
no sé qué autoridades dicen cuatro banalidades y los aburridos agradecimientos
de costumbres. A continuación se desvela el secreto: toda aquella multitud se
había reunido porque regalaban unas camisetas con el logo de esa noche
especial, una luna que recuerda una góndola.
Sí,
también la banalidad habita en Venecia, como en todas partes, no siempre la
traen los turistas.
Domingo, 21 de junio
REGALOS
Ayer el Arsenale y hoy los Giardini. Los
dos no caben en el mismo día. El pabellón de España es al que uno llega más
descansado (está junto a la entrada) y casi siempre el que más defrauda.
Como
me gusta llevar la contraria, y ponerme del lado del más débil, siempre visito
entre los primeros el pabellón de Venezuela. “Te doy la palabra” se lee escrito
en negro sobre una pared pintada de rojo: “La palabra ha definido el devenir
histórico de la República Bolivariana de Venezuela. La arenga, el libro
impreso, el discurso encendido, la toma de la calle, el mensaje irreverente, el
grito emancipado, toda nuestra historia ha transitado sobre sus rieles, y la
palabra en sí misma ha sido la razón y el combustible de los grandes cambios
sociales que se han operado con la Revolución Bolivariana”.
El
pabellón del Uruguay parece vacío, pero si uno se acerca a las blancas paredes
como si fuera miope, encuentra extrañas inscripciones, planos, enigmas. En el
pabellón de Austria, por mucho que uno se acerque, no ve nada: la obra de arte
es el interior vacío con el único adorno de una pared abierta al verdor de los
jardines. En otra instalación, una especie de gran teatro en el que nunca hay
más de dos o tres personas que se sientan para descansar un momento, dos
actores leen El Capital.
En
la Biennale el arte a veces da la impresión que se ha ido con la música a otra
parte. Pero yo, afortunadamente, no estoy aquí para juzgar. Soy más bien, ya lo
he dicho, un niño en un parque de atracciones, y no tengo que subirme a todas,
hay donde escoger. Por ejemplo, el pabellón japonés y su barca enredada en una
telaraña de la que cuelgan llaves que no abren ninguna puerta. Qué ganas de
subirse a ella y navegar hacia una de esas islas que no están en ninguna parte.
Por
la tarde, recién liberado del laberinto de los Giardini, visita al “atelier
aperto” de Silvano Gosperini y Nicolà Sene, Silvano y Lilli para los amigos,
los fundadores del Centro Internazionale della Grafica di Venezia y de la
librería Amigos del Libro. Está en el palazzo Minelli, donde se alojó George
Sand, tras la ruptura con Musset. Su apartamento se situaba casualmente junto
al del doctor Pagello, el médico veneciano que trató a Musset cuando una
inoportuna disentería convirtió lo que iba a ser una noche de amor en el
Danieli en otra cosa. Desde las ventanas del taller, que dan al canal, nos
llega el rumor de las aguas y el canto de los gondoleros. Lilli me cuenta que,
hace algún tiempo, tuvieron una librería, cerca de la casa de Goldoni, en la
que se vendía toda la literatura anarquista del mundo y que colaboraron con
Ruedo Ibérico y con los antifascistas españoles.
Termina
el día en la Sale Apollinee de La Fenice. La soprano Carmela Remigio y el
pianista Leone Magiera nos ofrecen un programa “interamente italiano con
canzonette, romanze da salotto e liriche vocali da camara”. Los versos son de
Metastasio, D’Annuzio y Carducci; la música de Rossini, Tosti, Martucci y Fano.
El
concierto lo organiza el Archivio Musicale Guido Alberto Fano, un compositor de
que quien yo no había oído hablar antes. Dirige el Archivio su nieto, Vitale
Fano, con quien ayer cené en casa Elías Benavides, muy cerca del campo dei
Santi Apostoli.
Este
mes de junio es de celebraciones, que no todos los años cumple uno sesenta y
cinco, y no hay día que no reciba algún regalo, pero a veces yo mismo debo
reconocer que el azar se pasa un poco. Comenzar el domingo en la Biennale, recorrer
una vez más el Gran Canal, perderse por callejuelas y descubrir un Tiziano
perdido en una iglesia, visitar un taller de entrañables anarquistas lleno de
homenajes a Aldo Manuzio, el mejor editor del mundo, y terminar en La Fenice no
es algo a lo que esté acostumbrado. Aunque debo reconocer que a cosas así uno
se acostumbra pronto.
Lunes, 22 de junio
ELOGIO DE NAPOLEÓN
Soy un poco provocador, la verdad. Junto
a Elías Benavides, Fermín Santos y el gentil Romeo, presento en A Venezia en Amor del libro. Leo un
breve texto en italiano, un poema y luego varios aforismos. Escojo precisamente
aquellos que más pueden chocar a los venecianos que me escuchan. Sonríen
educadamente, incluso aceptan mi elogio del turista. Yo sigo leyendo: “Venecia
es obra de siglos, pero la pincelada final la puso Napoleón”. Y entonces,
Antonio Simionae, cónsul de España, ya no puede aguantar más: “¡Napoleón fue un
bárbaro! ¡Saqueó, destrozó Venecia!”
Yo
me froto las manos, ha llegado la hora de practicar mi deporte favorito: “No
niego saqueos ni destrozos, pero la Piazza de San Marco, tal como la conocemos
hoy es obra de Napoleón y la Via Garibaldi, tan veneciana, y los jardines
públicos, y el Museo de la Accademia y el Ospitale en San Giovanni e Paolo;
también el cementerio en San Michele. ¿Sigo? A él se debe el primer alumbrado
público y el puerto de la isla de San Giorgio. Y eso que solo estuvo diez días
en Venecia”.
Sin un buen debate, no hay para mí
día completo. Relajado y feliz vuelvo por la ya familiar Strada Nova hasta mi
alojamiento veneciano, el Hotel Universo, que no es mal nombre para un hotel.