BÉCQUER
Bécquer hablaba de esos misteriosos espacios que separan la vigilia del sueño. Yo los conozco bien. Para mí no tienen nada de misteriosos. O no más que cualquier otro espacio. Sonó el teléfono cuando estaba a punto de dormirme. La voz se oía muy lejos, pero la reconocí en seguida. Me vestí sin dudarlo un instante y a buen paso, hacía frío, me fui hasta el bar desde el que me había llamado, un cuchitril del Oviedo antiguo.
Hacía más de treinta años que no nos veíamos, pero nos reconocimos de inmediato. “No has cambiado nada”, dijo. “Tú tampoco”. Pero los dos mentíamos. Pagó en cuanto me vio entrar, como si tuviera prisa. “Tú no sabes de mí; yo de ti lo sé todo, te leo”. “Miento mucho”. “Lo dudo, nunca has tenido imaginación”.
Habíamos sido muy amigos en un tiempo ya tan remoto (para decirlo con una frase de Borges que me gusta repetir) como el paso de Aníbal por los Alpes. Quizá entonces habría querido ser algo más; ahora, ya no. Pero me había levantado de un salto y había salido de casa, aquella desapacible noche, nada más oír su voz.
De camino al hotel España, donde se alojaba, me dijo que necesitaba veinte mil euros, que debía prestárselos a primera hora, nada más abrieran los bancos. No valía una transferencia, tenía que ser en efectivo.
Quedé atónito. “No tengo ese dinero”. Y aunque lo tuviera, por supuesto que no iba a prestárselo a la primera sombra del pasado que volviera a aparecer en mi camino.
En la puerta del hotel cambió de opinión. “Vamos a tu casa. Sé que vives en la calle Murillo”. Yo comenzaba a asustarme. “¿A qué te has dedicado estos años?”, pregunté. “Oh, a muchas cosas, no todas salieron bien. Ya sé que tú has seguido siendo un buen chico. Ahora estoy en un apuro, no me puedes fallar otra vez”.
No se sorprendió al entrar en mi piso, que tiene más de desordenada librería que de espacio habitable. “Es como me lo imaginaba”, dijo. “Tú no podías vivir en otro lugar”. Quiso beber algo, pero en mi casa lo único que hay para beber es agua, y del grifo. Se encogió de hombros. “¿Te importa que me quede a dormir? No me encuentro a gusto en el hotel”. Le preparé la otra habitación, pero prefirió acostarse conmigo. “¿Te molesta?”. No, no me molestaba.
Tardé en dormirme. Cuando me desperté, a media mañana, ya se había ido. Pero antes había bajado a la cafetería de la esquina y había comprado un croissant y allí lo tenía junto al café recién hecho y el zumo de naranja. Y mientras desayunaba solo no sabía si sentirme feliz por mi recuperada tranquilidad o inmensamente desdichado.
Domingo, 22 de abril
ALAN WATTS
Al volver a casa después del cine, he recordado antiguas lecturas y he buscado un libro de Alan Watts, Esto es eso. Efectivamente, en sus primeras páginas se describe la “conciencia cósmica”, ese momento en que se tiene “la viva y abrumadora certeza de que el universo, tal como es exactamente en este momento, en su conjunto y en cada una de sus partes, es tan completamente adecuado que no necesita ninguna explicación ni justificación más allá de lo que simplemente es”.
En una obra de Bernard Berenson, Fragmentos para un autorretrato, encuentra descrita esa experiencia (de haberlos conocido, habría podido citar los poemas últimos de Vicente Gallego): “Era una mañana de principios de verano. Una neblina plateada rielaba temblorosa sobre los tilos, cuya fragancia impregnaba el ambiente. La temperatura era como una caricia. Me recosté contra un árbol, cerré los ojos y de pronto me sentí inmerso en la sustancia. Es una manera torpe de decirlo. Sentí que el mundo y yo no éramos cosas distintas y que todo era como tenía que ser”.
Mi experiencia es más prosaica, no menos intensa y verdadera. Había estado leyendo, tratando de escribir, dándole otra vuelta de tuerca a mis obsesiones de siempre. Y al entrar en la sala de cine y sentarme en la butaca de costumbre (siempre pido la misma: fila siete, junto al pasillo), sentí que los problemas quedaban fuera, o mejor, que no eran verdaderos problemas. Se apagaron las luces, comenzaron los anuncios y las promociones, y todo era lo mismo y distinto. Vi la película, La pesca del salmón en el Yemen (un elegante cuento de hadas), en el mismo estado de ánimo: una especie de acorde con el universo. Y regresé a casa, atravesando sin prisa bajo una tenue lluvia el parque solitario, viendo las cosas que veo todos los días como si las viera por primera vez, maravillado –como leo ahora en Alan Watts– ante la naturaleza “autoevidente y autosuficiente” de la realidad.
No entré de golpe en la experiencia, sino poco a poco, como en una sesión de hipnosis; tampoco desperté de golpe, poco a poco se fue diluyendo. Busqué el libro de Watts para tratar de racionalizarla. No fui capaz. Tampoco sería capaz de narrarla adecuadamente. ¡Si hubiera ocurrido en el claro de un bosque, en lo alto de una montaña o una mañana de primavera entre los tilos! Pero ocurrió en una sala de cine de un centro comercial, rodeado de gente y palomitas… Y sin embargo fue allí donde supe que, a pesar del dolor y de la muerte, el mundo está bien hecho. Estaba, porque mientras escribo estas líneas va dejando de estarlo. Y yo dejo de ser un dios para ser solo un hombre que envejece y resbala aterrado hacia el precipicio.
Lunes, 23 de abril
JONATHAN SWIFT
Jonathan Swift es autor de un famoso panfleto titulado Una modesta proposición para impedir que los hijos de Irlanda sean una carga para sus padres o para el país. Esa modesta proposición consiste en vender a los bebés de tierna carne como exquisito manjar para los sofisticados terratenientes ingleses. Un buen negocio, con una materia prima que nunca escasearía, ya que si de algo no se olvidan los pobres, por muy pobres que sean, es de hacer hijos.
Alguien ha copiado el macabro humor de Swift y por la Red circula un presunto capitulo final para el programa de rigurosos ajustes que han de llevar a cabo los países de la zona euro. Ahorro los detalles técnicos. Solo diré que, tras rigurosos razonamientos técnicos y muchos datos macroeconómicos, se afirma que no es posible reducir el déficit a los términos adecuados sin una adecuada reducción de los empleados públicos, los pensionistas, los parados que cobran alguna prestación, etc, etc. Habrá que ajustar finalmente, para que las medidas de Angela Merkel resulten eficaces, también la población de cada país. España, por ejemplo, para que sea realmente viable, necesita prescindir de diez millones de habitantes. Como la emigración no sería un modo suficiente de corregir ese exceso de población, se propone una limpia y discreta y, a ser posible, indolora solución final que no me atrevo a describir aquí.
Puedo imaginarme perfectamente a nuestro presidente del gobierno afirmar con el mismo gesto adusto y decidido con que cada día anuncia un nuevo tijeretazo: “La solución no es agradable, pero es la única solución”.
Luego ya no sobrará ningún funcionario ni habrá listas de espera en la seguridad social. El único problema será cómo deshacerse de tantos cadáveres.
Martes, 24 de abril
GOYA Y MORAND
Vuelvo agotado de las clases, con la cartera llena de trabajos para corregir, y en la plaza de la Escandalera me encuentro con un amigo. Aprovecho para quejarme un rato. Me mira burlón. “¿Pero no eras tú el que consideraba una ofensa que le propusieran jubilarse cobrando el sueldo íntegro, con todos los complementos? Seguro que ahora te tiras de los pelos por no haber aceptado esa oferta. Y no te quejes, que según el ministro los profesores sois unos vagos y os va a poner el doble o el triple de carga docente”.
La verdad es que no me quejo. O sí, pero no de tener que trabajar más (eso me distrae), sino de no poder hacer las cosas todo lo bien que quisiera. Estos días tengo la sensación de que estoy superando ampliamente mi nivel de incompetencia.
Pero si de algo no me arrepiento es de haber rechazado esa incomprensible propuesta que recibí al cumplir los sesenta (la Universidad no tiene dinero para pagar a los nuevos profesores que necesita, pero sí para sobornar a otros a fin de que dejen de trabajar). Me moriría de vergüenza si con la que está cayendo me pagaran por estar en casa mano sobre mano incluso un poco más de lo que cobro ahora.
Pronto se me pasa el mal humor. Yo tengo dos lemas. Uno lo he tomado del grabado de Goya en que un anciano decrépito garabatea unos palotes. “Todavía aprendo”, se titula. El otro es de Paul Morand: “Rápido y bien”. Cumplir lo primero me ha resultado fácil (va con el carácter); a ver si puedo con lo segundo antes de los setenta. Tendré que esforzarme: ya me queda poco. Por suerte, todavía aprendo.
Viernes, 27 de abril
AGNIESZKA MARYASZCZYK
Hojeo los Cuentos populares polacos que Agnieszka Maryaszczyk publica en Cátedra y de pronto me encuentro con un relato que conozco bien. Me lo contaba mi abuela, en las noches de invierno, allá en Aldeanueva, mientras el viento y la nieve se agitaban fuera y yo era feliz al amor de las llamas. Había una vez tres hermanos. Dos altos y fuertes y uno pequeño del que todos se burlaban. Una bruja, transformada en halcón, rompía cada noche una de las vidrieras de la iglesia. Los hermanos mayores, grandes cazadores, la aguardaban con sus escopetas. Pero siempre se dormían antes de que llegara y solo se despertaban cuando oían el estrépito de cristales. El hermano pequeño quiso hacer guardia un día. Bajo la barbilla se puso una rama de espino. En cuanto se quedó dormido, bajó la cabeza. Se hizo sangre, pero despertó de golpe. En aquel mismo instante apareció el halcón. Le derribó de un tiro. Entre las plumas que revoloteaban apareció la bruja, toda huesos. En el lugar en que golpeó en el suelo se abrió un pozo. Al fondo brillaba algo dorado. Los hermanos mayores trajeron una cuerda y le mandaron al pequeño que bajara a buscar aquel tesoro. El hermano pequeño bajó y se encontró en un jardín, lleno de flores y árboles frutales. Junto a una fuente dormía una joven. Se despertó al acercarse él, le cogió de la mano y le llevó hasta un castillo. Otras dos jóvenes dormían a la entrada. “Son mis hermanas mayores”, dijo. Una habitación estaba llena de joyas y monedas de oro. Con ella llenaron más de una docena de grandes cestas y los hermanos las fueron subiendo a lo alto del pozo, atadas con una cuerda. Luego ascendieron las tres doncellas. Cuando el hermano menor se iba a atar la cuerda a la cintura, para subir él, apareció la bruja. “Me has querido matar y me has arrebatado a mis tres hijas, pero yo te voy a salvar la vida. Antes de subir tú, ata esta gran piedra”. El joven lo hizo y cuando la piedra estaba a medio camino, los hermanos cortaron la cuerda. “Ya ves lo que te quieren. Ahora te quedarás aquí para servirme por los siglos de los siglos”. Y soltó una gran carcajada que retumbó en la enorme caverna. Porque no había jardín ni fuente ni castillo, solo una gruta oscura y maloliente. Yo temblaba al oír el relato de mi abuela, que continuaba lleno de truculencia y maravilla hasta un final feliz, mientras el viento golpeaba las contraventanas y el frío y la oscuridad me esperaban fuera.
Que sigan esperando. Abro el libro de Agnieszka Maryaszczyk y vuelvo a ser aquel niño que, con los ojos muy abiertos, no se cansa nunca de oír cuentos de hadas, las únicas historias verdaderas.