Sábado,
19 de marzo
PIENSO COMO UN NIÑO
Me he pasado la
vida escribiendo sobre los libros de los demás, pero sobre los míos se ha
escrito poco. No he practicado el intercambio de elogios. Y no es que me
moleste demasiado, salvo por lo que pudiera tener de publicidad que ayude a la
venta. De ahí mi sorpresa cuando hojeando la nueva edición de Teatro de variedades, que recibí hace unos días, me encuentro con que Juan
Bonilla me dedica un capítulo, “Agarrar la vida”. Halaga mi vanidad, aunque no
salgo muy favorecido. Aprovecha para sacarse algunas espinitas que al parecer
le he ido clavando desde hace años en mis diarios y en mis reseñas (he
comentado puntualmente casi todos sus libros). Lo que yo diga en estas últimas no
le preocupa por su escaso efecto: “Nadie —que yo conozca—
me lee porque él me haya recomendado, y nadie —que me importe algo— me deja de
leer por haber oído el sonido de sus palmetazos”. Una sana actitud que deberían
compartir otros escritores, más o menos ilustres, a los que trato sin los
miramientos habituales. Pero no todo el mundo es tan equilibrado como Juan
Bonilla. En otro capítulo del libro, dedicado a las memorias de Alice Denham,
se refiere a esos autores que “a pesar de sus gloriosas ventas, de sus
apariciones en revistas, radios y televisiones, son tan débiles que una pequeña
nota negativa en cualquier periódico provinciano consigue que se les derrita la
seguridad y entren en depresión”. Afortunadamente, Juan Bonilla no es de esos.
Yo tampoco. Y por eso sonrío cuando leo: “José Luis García Martín, cuando se
mete en política, habla como un genio, porque está a punto de convencerte de
sus sofismas, hasta que te das cuenta de que piensa como un niño que cree en
los Reyes Magos y en los derechos de autodeterminación de las regiones
millonarias o en la posibilidad de que un tirano más o menos venezolano sea
menos tirano de lo que es porque quienes lo denuncian no son santos”.
Lo primero es como decir que el
derecho al voto está bien en los países pobres, pero no en los ricos. Y de lo
segundo, mejor no hablar. ¿Un tirano Hugo Chávez? Poco sabe de tiranos el bueno
de Bonilla. No sé si sus políticas —aplicadas siempre con el apoyo mayoritario
de los ciudadanos democráticamente expresado, con referéndum revocatorio
incluido— fueron buenas o malas para su país, pero sé que la catastrófica
situación actual de Venezuela se debe menos a esas políticas que a las
sanciones aplicadas por Estados Unidos, con el apoyo, como de costumbre, de los
monaguillos de la Unión Europea, para derribar primero a él —se les adelantó la
enfermedad— y luego a su sucesor. En cualquier caso, criticar los métodos
“democráticos” de la oposición para derribarle no me parece a mí que sea
defenderle.
¿Eso es pensar como un niño? Bueno,
ya se sabe que el genio es la infancia recuperada a voluntad.
Lunes,
21 de marzo
HABLA DE MÍ
Al entrar en el despacho del Milán, me encuentro, como casi siempre, con un regalo. Víctor Vázquez Quiroga, al que apenas conozco (me escribió a través de la editorial para quejarse de mis reparos a Mainer), me envía desde Monforte de Lemos, donde vive, el tomo del diario de Julien Green correspondiente a los años 1946-1950. Lo acaricio, huelo el papel amarillento (tiene los mismos años que yo) y lo abro al azar: “Cuando tiene razón, tiene razón de una manera agresiva; la bondad en él toma un aire de condescendencia y uno está tentado, a pesar suyo, de ponerse del lado de sus adversarios”. Habla de Claudel, pero me parece que podría estar hablando de mí.
Martes,
22 de marzo
SOY UN DEMAGOGO
“¿No te conmueve su
situación?”, me dice un amiga que pide dinero para los refugiados de Ucrania.
“¡Tienes un corazón de piedra!”
—Es posible, pero una cabeza que todavía funciona y
se niega a hacerle el juego a Biden, Macron, Boris Johnson y otros líderes que
han encontrado en Ucrania el remedio seguro para sus problemas electorales.
—Y para fastidiar
a políticos que no te gustan te niegas a aliviar las penalidades de los pobres
refugiados.
—Trato de ayudar a
los que más lo necesitan, pero es difícil hacerlo. Nadie pide para ellos. Ayer
leí una crónica de Silvia Ayuso que cuenta cómo el albergue juvenil de Calais
se ha convertido en centro de acogida para refugiados ucranios. Es casi un
hotel de lujo, a dos pasos del mar, con jardín. Allí, además de productos
básicos, reciben ayuda para gestionar de inmediato sus papeles. Lo pueden hacer
por Internet. Si tienen que acudir al consulado británico, que se ha abierto
para ellos en una localidad cercana, tienen un vehículo continuamente a su
disposición. En Gran Bretaña los reciben con los brazos abiertos, a fin de
cuentas han sacado a Johnson de la resaca producida por las cervezas que al
parecer se bebía durante el confinamiento. Todo perfecto, si no fuera porque en
torno a ese lugar, cercano al puerto, hay que atravesar carreteras, calles y
parques rodeados de vallas y hasta muros
de hormigón con concertinas. Se trata de dificultar el acceso a los miles y
miles de migrantes que tratan de llegar a territorio británico. Muchos han
huido también de un país en guerra, pero de una guerra más o menos remota a la
que no se puede sacar rendimiento electoral. Muchos vieron como sus compañeros
se ahogaron al cruzar el Mediterráneo en patera y ahora quizá se ahoguen ellos
al tratar de cruzar a nado el canal de la Mancha.
—¡Eres un
demagogo! Esas pobres gentes no son europeos, como los de Ucrania.
—No, no son arios. Son musulmanes e incluso negros. Hace bien la culta Europa en pagar a Turquía para que los retenga en campos de concentración y el gobierno de España en traicionar a los saharauis para que Marruecos contenga mejor a esa chusma de desarrapados.
Miércoles,
23 de marzo
CHAPUZA MUNICIPAL
A Antonio Gamoneda,
de quien fui admirador y amigo y de que quien me distanciaría progresivamente (el
guerra civilismo poético de los ochenta nos colocó en trincheras enfrentadas),
le han homenajeado colocando una placa donde estaba su casa natal. Conocía el
lugar, en la calle Melquiades Álvarez, al lado de una tienda de ultramarinos de
las de antes, Casa Veneranda, y esta mañana me acerco a verla. Quedo espantado.
Menuda chapuza. ¿Pero es que no hay nadie en el Ayuntamiento de Oviedo con un
mínimo de sensibilidad estética? Copio el texto: “En este solar, el / 30 de
mayo de 1931, / nació el poeta / Antonio Gamoneda, / premio Europa y premio
Cervantes / de las letras españolas”. Qué horror, qué inmenso horror. ¿Pero a
quién se le ocurrió hacer nacer al poeta en un solar? ¿Y encabalgar el artículo
en la primera línea? ¿Y qué premio es ese, el Europa, que algún resumidor del
currículum ha considerado digno de figurar en el bronce? ¿Y lo de llenar una
línea con “de las letras españolas”, como si hubiera un Cervantes de las letras
húngaras o catalanas?
Es en casos como este cuando lamento ser un don nadie, no tener ningún poder. Si lo tuviera, le diría al alcalde: “Quite usted esa torpeza, indigna de la ciudad y del homenajeado y coloque de inmediato otra placa más adecuada, pagándola de su bolsillo, por supuesto”. Incluso me atrevería a sugerirle un texto:
ANTONIO GAMONEDA
POETA DE LA POBREZA Y LA MEMORIA
NACIÓ EN ESTE LUGAR
EL 30 DE MAYO DE 1931
También podría ser “poeta / de la
lucidez y el compromiso”, como él prefiriera. Redactar una inscripción que se
pretende memorable, señor alcalde, no está al alcance de cualquier rutinario funcionario.
Jueves,
24 de marzo
TOCAR LAS NARICES
Acabo gozosamente
fatigado, tras tres horas y media de debate en la tertulia virtual de los
miércoles. Eran todos contra mí, o mejor, yo contra todos, que es mi modo de
combate favorito. Se hablaba de lo políticamente correcto y si suponía o no un
nuevo modo de censura. Naturalmente, del mayor al menor —de Jon Juaristi a Daniel Rodríguez Rodero— todos
estaban en contra. Ya se sabe que en España lo políticamente correcto es
presumir de no ser políticamente correcto. Yo, como siempre, me atuve al
sentido común: criticar los abusos no es criticar el uso. Un coplilla más o
menos popular dice así: “Me casé con un enano / pa jartarme de reír. / Le puse
la cama en alto y no podía subir”. Que no se cante ya en público, ¿es un
triunfo de la censura? La tolerancia cero en los abusos sexuales, ¿supone
convertirnos en una sociedad represiva? No reírnos de la bromas que menosprecian
a la mujer —lo de los cabellos largos e ideas cortas, que decía Schopenhauer—, ¿es
haber perdido el sentido del humor?
Claro que si ser políticamente
correcto es aceptar borreguilmente la verdad oficial de cada momento, yo sería
lo menos políticamente correcto del mundo. A fin de cuentas, tocar las narices
siempre ha sido uno de mis deportes favoritos. “Pues cualquier día te rompen la
tuya”, me advierte un amigo. Por suerte sigo ágil y hábil en el arte de driblar
y esquivar los golpes.