Sábado, 18 de enero
HISTORIAS DE LA NOCHE
Generalmente duermo bien, de un tirón, sin sueños, y me
despierto como recién nacido. Pero de vez en cuando hay excepciones. Yo, que
tiendo a mirarlo todo desde el lado optimista, pienso que esas ocasionales
malas noches sirven para que aprecie más las otras, para que las aprecie como
un don, como un reiterado regalo y no mera rutina fisiológica. También las
malas noches me permiten tener algo que contar. La felicidad no tiene historia
o, si la tiene, es mortalmente aburrida.
La pasada
noche tardé en dormirme y cuando lo hice alguien abrió la caja de Pandora y
comenzaron a revolotear a mi alrededor viejos fantasmas que me susurraban
historias que creía olvidadas para siempre. Creo que no llegué a dormirme nunca
del todo, o quizá sí estaba dormido cuando oí una voz lastimera que me llamaba.
Me levanté sin pensarlo dos veces, me vestí y salí a la calle. El frío de la
noche me hizo reaccionar. “Pero ¿adónde vas?”, me dije. Caminaba muy deprisa,
más de lo habitual, como si fuera con urgencia a alguna parte. No iba a
ninguna, pero de pronto me apetecía caminar. Quizá así me entrara el sueño y
pudiera luego dormir bien, sin incómodas telarañas. En la calle de La Luna se abrió un antro de
mala muerte (a cuya puerta siempre me encuentro los desechos del fin de semana
cuando cada mañana de domingo me dirijo hacia el Fontán) y una mujer
desdentada, muy atrozmente maquillada, me invitó a pasar. Al fondo de la escalera
se adivinaba un barullo de música, humo y luces agrias. La mujer me había
agarrado del brazo y me empujaba dentro. Me costó librarme de ella. Me alejé de
allí rápidamente. “¿No te acuerdas de mí?”, me gritó. “Creí que estabas
muerta”, le respondí desde lo alto de la calle. Llegué hasta la plaza de la
catedral, que me parecía inmensa a aquellas horas, y luego descendí por la
calle del Águila. En la esquina con Jovellanos había un tipo con mala pinta. Me
asusté un poco, pero ya estaba demasiado cerca como para retroceder. Aceleré el
paso. Me miró al pasar y yo creí reconocerle. De pronto echó a andar tras de
mí. Yo me quedé quieto y le hice frente. No sé de dónde me vino el valor porque
soy la persona más asustadiza del mundo. Le reconocí de inmediato, habíamos
sido los mejores amigos del mundo, pero luego cada uno siguió su camino. Y
ahora, después de treinta años, volvían a cruzarse en una noche fría de enero
en la que yo no sabía muy bien si estaba dormido o despierto. Sigo sin saberlo
en la tarde del sábado cuando escribo estas líneas en medio del doméstico
ajetreo de Los Prados. Creo recordar que bebimos algo, que volvimos juntos a
casa, que le escuché algún reproche (“conmigo no te portaste bien”), que luego
dormí profundamente, que me levanté tarde, que no había ninguna señal de que
nadie más hubiera estado en casa. Los viejos fantasmas habían regresado al
sótano y yo me apresuré a dar otra vuelta más de llave a la cerradura. A veces
pienso que soy yo mismo quien los dejo salir de tarde en tarde solo para darme
el gusto de tener algo que contar. La felicidad carece de historia.
Domingo, 19 de enero
OTRA HISTORIA
Comienzo a ver La gran
belleza, la película de Sorrentino estrenada tardíamente en Oviedo, y de
inmediato siento que vuelvo a casa, a una de mis casas dispersas si no por todo
el ancho mundo. Son las doce de la mañana de un día de verano. Estoy en el
Gianicolo. Escucho el disparo del cañón que suena siempre a esa hora, la ciudad
entera en torno mío. Sobre una terraza cercana ondea una bandera conocida. Ahí
está la embajada y, muy cerca, la
Academia de España, donde me he alojado algunas veces, las
suficientes para hacer que este barrio de Roma sea también mi barrio. La
habitación daba en unas ocasiones al jardín y a la huerta del convento cercano;
me despertaban los pájaros “con su cantar suave, no aprendido”, como en el
poema de Fray Luis; en otras, al claustro que separa la Academia de la iglesia de
San Pietro in Montorio. Delante de mí, tenía el tempietto, casi podía tocarlo con la mano.
Cuando Jep
Gambardella lo visita en la película, hay una niña escondida en la cripta; la
madre la llama a gritos. No sé qué sentido tiene esa escena; quizá ninguno,
como tantas otras. Son solo un pretexto para mostrar lugares hermosos de Roma.
De todas
las veces que he estado en ella, pocas veces he disfrutado tanto de su magia
como esta tarde en el cine. Yo también, como el protagonista, he visitado
intrincados palacios cerrados al público, pero en mi caso no fue porque me los
mostrara ese inverosímil hombre de confianza de las viejas princesas que guarda
todas las llaves, sino porque uno de mis viajes coincidió con un día de puertas
abiertas de monumentos habitualmente cerrados.
La película
de Sorrentino hay que verla como quien escucha un bonito cuento, adormecido
cualquier espíritu crítico. ¿Qué periodista es ese Gambardella que una vez
escribió una novela y puede vivir en un ático fastuoso frente al Coliseo? El
cuento de hadas de Vacaciones en Roma
resulta más creíble que esta pretenciosa denuncia del vacío de la sociedad
contemporánea. Pero qué importa eso. Vuelvo a pasear por el Lungotevere, la
melena de la larga hilera de plátanos inclinada sobre las aguas del río; vuelvo
a escuchar, al igual que aquel amanecer, el incesante y fresco rumor de la fontanona, de la Fontana Paola … Como en el poema
de Alberti “las campanas del Transtevere / van y vienen por mis sueños”. Aunque
solo lo hicieran una noche, quizá la única noche de mi vida que pasé despierto
y feliz deambulando por la ciudad, subiendo luego hasta el Gianicolo para ver
amanecer: “Solos tú y yo en el mundo, cogidos de la mano / por el Campo dei
Fiori. Solos tú y yo en el mundo / por Via del Babuino, por el Corso, al pie /
del viejo Arco de Tito, bajo las rotas bóvedas / del Foro de Trajano…”
Pero esa es
otra historia. Que recordar no quiero. Y que olvidar no puedo.
Martes, 21 de enero
EL ENEMIGO ACECHA
El azar es un buen asistente, siempre dispuesto a ofrecerme
la lectura adecuada en el momento oportuno. Antes del café de la tarde paso por
la librería del Campillín porque no me apetece la compañía de ninguno de los
libros recién llegados. Me llama la atención Carta a mi madre sobre la felicidad, de Alberto Bevilacqua. ¿Es una
novela? Si es una novela, no me interesa, salvo que sea una obra maestra; si es
un texto autobiográfico, me interesa mucho, aunque sea una obra menor.
No es una
novela, sino una kafkiana historia verdadera. Los hechos son los siguientes: un
divorcio problemático y las intimidades del caso que acaban haciéndose
públicas; una mujer que se presenta en una comisaría con la inverosímil
denuncia de que Bevilacqua, el conocido escritor, el director de cine, el
incansable polemista, es nada menos que “el monstruo de Florencia”, un asesino
en serie que ejecutaba a las parejas mientras hacían el amor en el interior de
un coche; una periodista que decide hacer caso a la denunciante y se dedica a
propagar las acusaciones contra el escritor y a confirmarlas con fragmentos de
sus obras que, en su opinión, dejan a las claras su carácter sádico. Y por si
todo eso fuera poco, el teléfono que suena continuamente con amenazas de
muerte, llamadas a la puerta a altas horas de la noche, el gato del escritor
que aparece con la cabeza aplastada en la calle… Me interesa esta absurda historia
verdadera; me interesan mucho menos los edulcorados recuerdos de infancia, el retrato
idealizado de la madre, las recetas para ser feliz en medio del mayor
infortunio.
¿Cómo puede
un escritor transformarse de pronto para la opinión común en el más célebre
asesino de la Italia
contemporánea? El “perverso mecanismo” que permite esa metamorfosis se explica
así: “Al principio hay una mujer de treinta años, odontóloga genovesa, que
escribe poesías y me pide opinión sobre ellas. Son situaciones engorrosas con
las que suelen encontrarse los escritores… El escritor recibe a la mujer en su
casa ‘durante media hora’, como ha explicado a los magistrados. La mujer dice
que se acostaron y que él le confesó ser ‘el verdadero monstruo’, pero sin
llegar a especificar que era ‘el monstruo de Florencia’. En ese momento aparece
en escena la otra mujer, que es periodista y dirige un seminario”.
No importa
que la policía no encontrara convincente la acusación ni que contra la
acusadora se iniciara un proceso por calumnias; la periodista está dispuesta a
explotar al máximo esa noticia.
Leo el
libro de Bevilacqua saltándome los pasajes líricos; solo me interesa la
historia del falso culpable, que hace realidad una de mis más recurrentes
pesadillas. En el principio hay siempre una mujer, un determinado tipo de
mujer: “Se ponen en contacto manteniéndose al principio en el anonimato, para
lo cual utilizan un diminutivo o un pseudónimo. Escriben mensajes y cartas, a
veces también poemas, en los que reflejan sus obsesiones, sus manías y sus ardientes
fantasías. Las cartas llegan primero por correo. En un segundo momento, las
depositan furtivamente en el buzón o bajo el felpudo. Por último, la mujer se
presenta de pronto en la puerta”.
La
actuación de estas presuntas admiradoras se manifiesta siempre en tres fases:
la del intento de captura; la del despecho, si no consiguen su objetivo; la del
rencor y el odio, cada vez más acentuados y vengativos, hacia la persona antes
idealizada.
Yo hasta
ahora he sabido dar un salto atrás a tiempo, no me he dejado enredar por
ninguna telaraña. Pero uno se va haciendo viejo y cada vez se acentúan más la
vanidad y el miedo a la soledad, cada vez me vuelvo más vulnerable. El enemigo
acecha. En las noches de insomnio oigo su respiración anhelante. Pero yo sigo
en guardia. De momento solo logra derribar la puerta en mis pesadillas.
Miércoles, 22 de enero
Deprisa, deprisa. Me gusta que con los años el tiempo se
acelere. Antes cada curso duraba, como el embarazo, nueve meses; ahora dura
apenas cuatro. Mañana otra vez cambian las caras de los alumnos, las
asignaturas, los horarios. Esa expectativa me tiene todo el día de buen humor.
El comienzo de curso se relaciona siempre para mí con el mito de la resurrección;
el tiempo lineal se vuelve circular, todo recomienza y yo participo un año más
de ese nuevo comienzo.
Me gustan
tanto las rutinas que hago colección de ellas. En el paraíso que yo me imagino
todos los días son iguales y ninguno está repetido.
Jueves, 23 de enero
SILENCIOS ESCOGIDOS
En el libro de aforismos de José Mateos, que acabo de
recibir, encuentro este: “Cuando hablo de mí mismo, me oculto. Solo hablo de mí
cuando hablo de los demás”.
Por eso yo me
paso la vida hablando de mí mismo. Para esconderme mejor.
Viernes, 24 de enero
POR NADIE
“¿Pero es que a ti nunca te han roto el corazón?”, me
pregunta mi amigo Luis cuando yo trato de frivolizar un poco con sus cuitas
amorosas. “¿Y qué fue lo más duro que te dijeron en una ruptura?”, añade.
Sonrío. Yo no hablo de esas cosas. Que me cuente si quiere sus problemas que yo
no pienso contarle los míos. Pero recuerdo perfectamente lo que me dijeron. Y
todavía me duele: “Cuanto más te conozco, menos me gustas”. Quizá por eso desde
entonces no me dejo conocer por nadie.