Sábado, 22 de diciembre
UN RECUERDO DE INFANCIA
––Cuando yo
era pequeño, muy pequeño, tendría cuatro o cinco años, estuve casi un año entero
sin salir de casa, y no por enfermedad, sino por el miedo de mis padres a lo
que pudiera pasar. “Cuidado con lo que anda cantando Pepín –entonces me
llamaban Pepín–, recuerda lo de tu cuñado. Como oigan esas cosas algo malo os
puede pasar a todos”, le dijo una vecina a mi madre. Somiedo, al comienzo de la
guerra, estaba en manos de los rojos, y yo jugaba con ellos y aprendí a cantar
sus canciones. Todavía recuerdo cuando nos sentábamos debajo del hórreo y me
ponían capa y gorra y la gracia que a mí me hacía la borla que me caía sobre la
cara. También me gustaban mucho los botes de leche condensada, que se hervían
al baño María, y luego se les hacían dos agujeros y por uno de ellos yo chupaba
aquel dulce tan rico, nunca después he probado nada que me gustara más. Cuando
se fueron los milicianos, dejaron en mi casa una maleta y algunos libros.
Recuerdo todavía que uno era de Juan Valera y el otro un tratado de
matemáticas, creo que de Rey Pastor, que yo le regalé mucho tiempo después a Arturo Cortina, el cardiólogo. La maleta estaba preparada para transportar
bombas de mano y fue la que yo llevé al seminario cargada de libros y ropa
porque no teníamos dinero para comprar otra. A mí tío, al hermano de mi padre,
lo habían matado a palos los falangistas. Yo oí los tiros con que fusilaban
cerca de mi casa. Me subí a una silla para verlo todo desde la ventana, pero mi
padre me bajó en cuanto se dio cuenta. “Estas no son cosas para un niño”, dijo.
Yo cantaba, sin entender lo que decía, lo que le había oído a los rojos y una
vecina al escucharme se quedó espantada y corrió hacia mi casa. “Cuidado con
ese niño, que no le oiga nadie, que ya sabes lo que le pasó a tu cuñado”. Mi
madre, aterrada, me metió en casa y estuvo casi un año entero sin dejarme pisar
la calle.
(Con mi
amigo José Manuel Feito, mientras comemos cada sábado en el Atrio, suelo
charlar de teología, de Palacio Valdés, de cualquiera de sus muchas
erudiciones, pero de vez en cuando el habitual debate –para mí, charlar es siempre cuestionar las razones del interlocutor– deja paso a la melancolía de
los viejos recuerdos.)
Domingo, 23 de diciembre
NUNCA
Nunca se lo diré a nadie, pero siempre me fastidia un poco
encontrarme con gente que vale más que yo. Y eso que ya debería estar
acostumbrado, me pasa a menudo.
Lunes, 24 de diciembre
ACCIÓN DE GRACIAS
Solo soporto las alteraciones de la costumbre cuando se
convierten en costumbre, como cenar en familia en la vieja casa de Avilés una
vez al año y luego irme a dormir al hotel Ferrera, el caserón misterioso de
cuando yo era niño.
Deambulo por
sus pasillos, sin encontrarme a nadie, hasta llegar hasta el salón de la Torre
con su escalera de caracol. Desde lo alto, contemplo los tejados de la ciudad.
Las luces navideñas no ocultan del todo el tenue resplandor de las estrellas.
De pronto, me siento observado. Una oronda luna llena parece mirarme
amorosamente.
En la
templada noche de invierno, en confortable soledad, observado por la gran luna
y miles de ojillos distantes, hago recuento de mi vida. Y solo se me ocurre,
tras repasar pérdidas y ganancias, dar las gracias a ese Dios que no existe,
pero que renace una vez al año y en cada niño que nace.
Martes, 25 de diciembre
HAY DÍAS
Hay días que duran más que otros días y este es uno de
ellos. Me levanto temprano, como de costumbre, y paseo por el parque antes que
nadie. Qué placer tenerlo para mi solo. Fotografío este árbol, aquella flor, las
fuentes machadianas que murmuran incansables (es mi manera de guardar lo que
veo). Escucho lo que me dicen todos los que fui. Salgo a Galiana. Recorro los
soportales del Carbayedo hasta el Instituto donde estudié. Tomo un café, como
cada año, en la cafetería de enfrente. Dos o tres solitarios habituales, quizá
los mismos que el año anterior. Nunca me había fijado en que sobre el mostrador
hay escritos varios aforismos. El primero, de Malraux: “Quien quiera leer el
futuro habrá de hojear el pasado”. El que yo prefiero es un proverbio popular:
“Nada sucede antes de que tenga que pasar”. Otro, sin firma, nos revela el
secreto de la felicidad: “amar lo que es”. Bueno, añado yo, solo si merece ser
amado.
Hay días en
que uno se siente a gusto consigo mismo y este es uno de ellos. Tras la comida
familar y los encuentros amigos en Avilés, concluye charlando en el Vetusta,
recuperada ya la rutina, con Martín López-Vega y Enrique Bueres.
De tanto
haberlo ejercido durante todo el día, debe de habérseme agotado el caudal de
diplomacia. López-Vega me ha traído mi último diario, Sin trampa ni cartón, para que se lo dedique y al final me dice
irritado: “Llevátelo, ya lo he leído, no lo quiero, siempre dices lo mismo”.
“Pues lleváselo a un librero de viejo, valdrá más dedicado”. Y todo porque ha
creído entender de mis palabras que yo pienso que arremete o elogia a un escritor
según convenga a sus intereses y a los de la empresa, cosa que, si fuera así,
no sería peculiaridad suya sino de cualquiera que quiera ser algo en la vida y
figurar en Babelia.
Con Enrique
Bueres, uno de los fundadores de la tertulia allá por 1980, no soy más amable.
Una a una voy desmontando sus falacias argumentales a propósito de esto y
aquello –especialmente de aquello, del tema recurrente, del odio a la
democracia periférica por parte de la izquierda y la derecha españolas– y acabo
acusándole de ser alérgico al pensamiento racional.
Al final,
yo mismo me doy cuenta de que me he pasado un poco y trato de pedir disculpas,
pero a mi manera, o sea que acabo poniendo las cosas peor.
La verdad
es que no sé de dónde me viene esta seguridad en mí mismo, esta incapacidad
para comulgar con los cuentos de la tribu, este mirar a cualquiera –sea rey o
sea Marías–, no ya de igual a igual, sino incluso un poco por encima del
hombro.
Dinero no
tengo; propiedades, el piso en que vivo; no he ocupado ningún cargo académico y
me jubilaré siendo el último del escalafón; apenas se reseñan mis libros y mis
reseñas aparecen en diarios locales y no influyen para nada (como muy bien
afirma Juan Bonilla en el prólogo a mi último diario). Debería ser uno de esos
escritorzuelos amargados que están todo el día quejándose del poco caso que los
hacen. Y sin embargo (aunque esto no se lo diga a nadie) me considero un
triunfador y estoy encantado de haberme conocido. Misterios de la mente humana.
Yo mismo me río un poco de esta autosuficiencia mía.
Me río un
poco, pero no demasiado. Siempre digo que mi caso es el de la zorra y las uvas.
Tras hacer todo lo posible por alcanzar un racimo de uvas, cuando se convenció
de que no lo podía conseguir, la zorra se dio la vuelta desdeñosa y dijo:
“Están verdes”. Yo hago lo mismo con ciertas glorias de este mundo –los premios
literarios, los elogios de Juan Cruz, Anson o Mainer, las largas colas en la feria
del libro, el palabrero homenaje–, pero tengo la sospecha de que si las desdeño
no es solo porque no estén a mi alcance.
Es cierto
que no basta con comprar un billete de lotería para que a uno le toque la
lotería, pero si alguien no lo compra nunca seguro que no quiere que le toque.
El éxito
siempre envilece un poco, por eso yo prefiero la menor dosis posible.
Miércoles, 26 de diciembre
LA VIDA EN FACEBOOK
Como a todo el mundo, nada me gusta más que ser el centro de
atención, el rey de la fiesta. Presento un libro de Sergio C. Fanjul, La vida instantánea, y tengo que hacer
un esfuerzo para limitarme a mi labor de telonero.
Me preocupa
esta incapacidad mía para la falsa modestia, tan útil en las relaciones sociales.
Yo nunca seré nada en la vida. Se me nota demasiado que tiendo a creerme más
listo que nadie y eso no sirve precisamente para hacer amigos.
¿Cuánto
tiempo puedo estar yo calladito delante del público? Como siempre pongo el
reloj en la mesa, lo tengo bien calculado: algunas veces, incluso más de diez
minutos, pero nunca he llegado al cuarto de hora.
Así que doy
la vuelta al libro, y leo la frase promocional, sacada del prólogo: “Algún día,
los libros de texto reconocerán que el post de Facebook es también un género
literario”.
No digo qué
tontería (no soy tan maleducado), pero lo doy a entender. Un puñado de
ingeniosos, y a ratos hilarantes, artículos de costumbres reunidos en volumen
no dejan de ser lo que son porque, en lugar de haberse publicado previamente en
las páginas del Abc o de El País, lo hayan hecho en una cuenta de
Facebook.
Tampoco un
poema, por publicarse primeramente en Facebook o en Twiter, cambia de género
literario. El continente no hace al contenido, aunque influye por supuesto. En
Facebook, puedes publicar cualquier texto, pero por cada línea que pase de las cuatro
primeras pierdes un puñado de lectores. Lo tengo comprobado. Científicamente.
Sergio C.
Fanjul, o su editor, para dar apariencia de modernidad al libro, ponen al
comienzo de cada capitulillo el número de “likes” que ha obtenido. Yo sonrío y
recuerdo un aforismo: “Era tan ingenuo que hasta se creía los ‘me gusta’ de
Facebook”. Pero ni Fanjul ni su editor son ingenuos: buena parte de la
repercusión que ha tenido el libro se debe a esa engañifa. La falsa modernidad
vende tanto como la falsa modestia. Sobre todo entre la gente de cierta edad,
que no se enteran de qué va la fiesta, o entre los periodistas de cualquier
edad.
Pero el
libro, aunque venda por la cáscara mixtificadora, es un buen libro, escrito con
un desparpajo, una creatividad verbal y un lirismo nada empalagoso que
recuerdan al mejor Umbral.
Jueves 27 de diciembre
DEL AMOR
¿Cómo podría quererme a mí mismo si no quisiera a alguien
más que a mí mismo?
Viernes, 28 de diciembre
PERPETUO ADOLESCENTE
Esforzarse por no defraudar nunca al exigente adolescente
que fuimos. Ese es el secreto de la felicidad, si es que la felicidad tiene algún
secreto. He cambiado mucho desde entonces, pero no he cambiado nada.