sábado, 27 de abril de 2019

Revelación de secretos: Las cosas claras




Viernes, 19 de abril
OTRAS SON LAS TRAGEDIAS

Cada viernes, a partir de las siete de la tarde, desde hace casi cuarenta años, aún seguimos reuniéndonos unos cuantos amigos para charlar de todo lo divino y lo humano, como se decía antes, y nunca mejor dicho, porque la Teología y la astrología son dos de mis entretenimientos favoritos.
            Esta tarde se hablaba del incendio de Notre Dame, entre otros tópicos del momento, y yo dije:
            ––No fue una tragedia, fue un espectáculo. Una tragedia es que arda un piso en cualquier suburbio y que muera una anciana o una familia o que muera un bombero tratando de sofocar el incendio.
            ––¿Y a ti no te importa que se destruya una obra maestra de la arquitectura y un montón de reliquias?
            ––Reliquias más falsas que Judas, en la mayor parte de los casos, como esa corona de espinas que al parecer se salvó en el último momento. ¡Cuánto se han aprovechado algunos de la credulidad de las gentes! Se habla mucho ahora de las fake news. Sin fake news, cierto, Trump no sería presidente, pero tampoco la iglesia católica sería la poderosa multinacional que es.
            ––¡Irreverente estáis!
            ––La torre de la catedral de Oviedo no es del siglo XVI, sino de los oscuros años cuarenta del pasado siglo.  La aguja que se derrumbó en Notre Dame no era precisamente del siglo XII, sino del XIX, como la mayoría de las fascinantes gárgolas que desde lo alto de sus torres vigilan el cielo de París. Nada que pueda solucionarse con dinero es una tragedia. Los generosos mecenas que han puesto dinero para que vuelva a ser como era, o mejor, cuanto antes, recuperarán su inversión, que tiene más que ver con el lavado de imagen de sus oscuros negocios que con el amor al arte. Notre Dame es una máquina de hacer dinero. Basta subir un euro el precio de las entradas, que ya están solicitándose por adelantado.


Sábado, 20 de abril
UN JARDÍN

En él se come durante el verano, se tiende la ropa, se arrancan las malas hierbas, se medita, se pasea. Es en él donde se entierra a quienes han fallecido, se recoge miel, se cosechan manzanas y peras y donde cada día la hermana Ruth va a buscar las flores que sirven para adornar los altares de la iglesia.
            El jardín del monasterio Mariazell-Wuemabach, en el extremo superior del lago de Zurich, no es especialmente grande ni se ajusta al modelo tradicional, pero está lleno de vida. Yo me los encuentro en las páginas de un libro, Los jardines de los monjes, de Peter Seewald y Regula Freuler, y paso en él la tarde melancólica de este sábado en que a uno le apetecería estar lejos, muy lejos del mundo, pero sin dejar de estar en el centro del mundo que de verdad vale la pena.


Lunes, 22 de abril
CASI INSUPERABLE

Día de desencuentros con la gente que uno quiere, los peores desencuentros. Y carta de Miguel d’Ors en la que acepta mis tardías disculpas por lo que dije en uno de mis diarios –yo había olvidado en cuál, él me precisa que en Fuego amigo, del 2000–, aunque no por eso deja de considerarlas “de una miseria moral casi insuperable”.
            ¿Qué habré dicho? Cualquier torpeza. No me atrevo a revisar el volumen para comprobarlo. Ya se sabe que las ofensas que uno hace, aunque sean involuntarias, se olvidan primero que las que recibe.
            ¡Una miseria moral casi insuperable! Ahí es nada.
            Pero cristianamente acepta mis disculpas y perdona, aunque no olvida. Me alegran sus palabras, a pesar de lo de la miseria moral, que me deja un poco estupefacto, todo hay que decirlo.
            Yo nunca he dejado de admirar al gran poeta que descubrí en las páginas de la revista Poesía española allá por los primeros años setenta.


Martes, 23 de abril
TODOS LOS DÍAS

––Tú, con tal de llevar la contraria –me dice un amigo–, eres capaz de comprar libros todos los días, menos el día del libro.
            ––Qué bien me conoces.


Miércoles, 24 de abril
UNA PERSONA ENCANTADORA

En la comida del Palacio Real, más concurrida que de costumbre, me toca sentarme entre Carmen Posada y Blanca Berasátegui. A nuestro lado está Eva García Sáenz de Urturi, de quien yo ni había oído hablar y que resulta ser una de las novelistas más vendidas de la actualidad. Con su Trilogía de la Ciudad Blanca va ya por más de un millón de ejemplares (no sé yo si Juan Marsé alcanzará esa cifra con todas su novelas juntas, incluida la peor, que fue premio Planeta).
            La Ciudad Blanca es Vitoria y, según nos cuenta Eva, gracias a sus libros se ha multiplicado por cuatro el turismo y ya hay rutas que recorren los lugares en que se sitúa la acción de sus novelas. Y aumentarán las visitas cuando se estrene la película de Atresmedia El silencio de la Ciudad Blanca, dirigida por Daniel Calparsoro y protagonizada por Javier Rey y Belén Rueda.
            Los escritores exquisitos tendemos a mirar por encima del hombro a los bestselleristas, como si serlo estuviera al alcance de cualquiera. Por mi confidente particular, el teléfono móvil, me entero de qué va esa exitosa trilogía: asesinatos rituales, restos arqueológicos, leyendas ancestrales, un joven inspector experto en perfiles criminales y con drama familiar incluido, una subinspectora con la que mantiene una complicada relación… Todo eso me suena, y mucho. Es el esquema de Asesinato en La Rochelle, Asesinato en Saint Malo y cualquier otro episodio de la serie de France 3, con la colaboración de la televisión belga, que yo veo a veces para desconectar antes de irme a dormir. Me gusta por los escenarios, sobre todo cuando reconozco lugares que he visitado. De la intriga, me desentiendo antes de que llegue al final.
            No está al alcance de cualquiera ser escribir de best seller, pero no sé yo si me decidiría a escribir una entretenida novela de quinientas páginas, aunque me garantizaran que se iba a vender mucho. Seguro que me aburriría antes de terminarla, como me aburriría de leerla antes de llegar al final. En este tipo de libros, soy de los que prefieren ver la película o la serie de televisión. Se acaba primero.
            Enfrente de mí, está otra escritora, Ayanta Barilli, que al parecer acaba de regresar de un viaje a Irán junto a su hija, y que también vende mucho y de la que no he oído ni hablar (luego me entero de que es hija de Fernando Sánchez Dragó, colaboradora de Jiménez Losantos y finalista del Planeta). A quien sí reconozco es a Boris Izaguirre, sonriente, encantador y feliz. Le comento que me gustó mucho la crónica que hizo del primero de estos encuentros, en el que coincidimos. “Además de un personaje, es un excelente escritor”, le digo a Alejandro Garmón Izquierdo, el joven poeta que me acompaña.
            Yo no soy de los que desprecian a los escritores que venden mucho, pero tampoco los envidio demasiado. A fin de cuentas, para ganarme la vida tengo un trabajo más agradable. Y que no requiere dedicarse al chalaneo y a la promoción, dos actividades que detesto especialmente. Soy incapaz de andar por ahí diciendo lo bueno que es mi último libro, aunque lo sea.
            Durante el café en el Salón Chino, tengo ocasión de charlar con gente más de mi mundo. Por allí anda mi admirado Enrique García-Máiquez, católico, apostólico y romano, pero también generoso, inteligente y cordial. “Me alegra ver por aquí a los viejos republicanos –me dice–, acabaréis todos cayendo del guindo”. “Hombre yo, monárquico, precisamente monárquico, no soy. El rey de España que prefiero es Amadeo de Saboya, elegido por el parlamento, y al que unos y otros hicieron la vida imposible. Pero siento afecto por Felipe de Borbón. La culpa la tiene Graciano García. Me ha hablado tanto de él, que ya es como de la familia. En cierto modo, le he visto crecer. Siempre supe que era una persona capaz y cabal, y eso es lo que importa. De su padre, no habría aceptado ni agua. Importan las personas, no el título que llevan”.
            “No necesitas disculparte tanto”, me dice que Martín López-Vega que también anda por allí. “Tú vienes porque te encantan los fastos monárquicos, yo por razones de trabajo. Por cierto, para la feria del libro sale mi poesía completa. Espero que cumplas tu palabra y no la reseñes, que de sobra sé lo mal que tratas a tus amigos”.
            Discutir un poco con Javier Gomá, el director de la fundación Juan March, es una de mis ocupaciones favoritas en estas sobremesas. “Diré a los de Pre-Textos que te envíen mi comedia, que este domingo anticipa El Mundo, seguro que te va a gustar. ¿Tú has publicado algo?”, “Un libro que se distribuye a principios de mayo, pero no lo leas, seguro que te va a irritar”, “¿Hablas de mí?” (ese es el tema que más importa a cualquier escritor, por mucha filosofía de la ejemplaridad que practique), “No, no, de nuestro anfitrión –digo bajando la voz charla en el corrillo de al lado–.Y tampoco es que hable mal, discrepo solo de cierta acción política suya poco acertada”.
            La verdad es que la irritación ya se me ha pasado. Vivimos entonces momentos complicados, que no tienen solución fácil, y no siempre se puede acertar. Yo le veo ir y venir entre los invitados, siempre atento y cordial, acercarse a acompañar a Luis María Anson, que está derrengado y solo en una silla (ya parece que no es el hombre poderoso de antes), despedirse cordialmente al final de la velada (la reina desaparece antes) y pienso –pero no se lo digo a nadie, no quiero pasar por un adulador– que es una suerte que esté ahí en estos momentos complicados.
            “Bueno, le digo a Javier Luzán, no estoy muy seguro de que no hable también de ti en mi libro, creo que algo digo a propósito de un artículo en el que afirmabas que la prosa española era chabacana y vulgar por seguir el ejemplo de la picaresca y no el de de Fray Luis de León, para ti nuestro mayor prosista, superior a Cervantes”. “¿Yo dije ese disparate?”. “Lo dijiste o lo diste a entender en dos páginas de Babelia”. (Ya tengo asegurado un lector para mi libro: yo también se vender.)
            “No he leído ni un poema suyo –me dice Luis Alberto de Cuenca señalando a la Premio Cervantes, escoltada por Vargas Llosa–.¿Qué tal poeta es?”,  “Una persona encantadora –le respondo–. Quién pudiera llegar a su edad con esa energía y esa cabeza”.
             

Jueves, 25 de abril
CON RAZÓN

No he tenido mucha suerte en mis intentos de reconciliación. Con Villena ni lo he intentado. ¿Para qué? Volvería a enfadarse en cuanto le comentara su borrosa colaboración en La figura escurridiza, el reciente homenaje a Juan Bonilla.
            Escribí a nueve amigos perdidos, contestaron menos de la mitad. Dos se limitaron a decir secamente “gracias”, otro habló de mi miseria moral, ninguno dio muestras de querer reanudar la antigua relación.
            Y es que mis delitos son de los que no prescriben: reseñas poco elogiosas, indiscreciones en el diario, que incluso han roto matrimonios o eso dice Andrés Trapiello.
            Además, por muy sinceras que sean mis disculpas (y lo son, sin duda), quizá sospechan que no hay verdadero propósito de enmienda. Y me temo que con razón.



domingo, 21 de abril de 2019

Revelación de secretos: Andar y ver



Sábado, 13 de abril
EN UN CUARTO DE HOTEL

Antes que El oficio de vivir, antes que “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, leí un poema de Juan Luis Panero: “A la mañana siguiente Cesare Pavese no pidió el desayuno”. Está incluido en Los trucos de la muerte, un libro de 1975 (la fecha del colofón es de dos días después de la muerte de Franco).
            Nunca he olvidado ese poema: “Solo bajó del tren, / atravesó solo la ciudad desierta, / solo entró en el hotel vacío, / abrió su solitaria habitación / y escuchó con asombro el silencio”.
            Cesare Pavese no bajó del tren aquella tarde de agosto para dirigirse al Albergo Roma, en la plaza de Carlo Felice, bajo los pórticos, al lado mismo de la estación. Vivía en Turín, con la familia de su hermana, que se había ido de vacaciones. En su piso tenía toda la soledad que deseaba, pero no quería dejarlo marcado con tan malos recuerdos. Prefirió una impersonal habitación de hotel, que se limpiara al día siguiente y que siguiera recibiendo huéspedes anónimos que no tendrían constancia de lo que había ocurrido allí.
            El veterano Albergo Roma –se fundó en 1854– es hoy el Hotel Roma e Rocca Cavour. No pasa inadvertido. Un neón, muy años sesenta, anuncia su nombre a quienes discurren bajo los soportales y se detienen ante los puestos de libros.
            La habitación 346, en la que se suicidó Pavese, no parece haber cambiado mucho desde entonces. El teléfono es de otro modelo, pero la cama estrecha, con su cabecero de madera, parece la misma y el viajero solitario cuelga su ropa en el hueco de la pared que se cubre con una cortina.
            ¿Y no es esta la misma mesita de noche sobre la que depositó el ejemplar de Dialoghi con Leucó en cuya página de cortesía había escrito: “Perdono a todos y a todos pido perdón. No chismorreéis demasiado”?
            El poema de Panero está dedicado a Calvert Casey, un escritor cubano que también se suicidó con una sobredosis de somníferos a una edad similar a la de Pavese. Seguramente pensaba en él, más que en el escritor italiano, al escribir su poema.
            Le había conocido; su madre, Felicidad Blanc, se había sentido un poco enamorada de él, como antes de Cernuda (era una mujer herida por la realidad y que se consolaba con amores soñados e imposibles).
            En 1969, poco antes de suicidarse, publicó Albert Casey Notas de un simulador, que incluye un relato que podría ser su nota de despedida: “Adiós, y gracias por todo”. Es probable que Panero escribiera su poema recordando el comienzo de ese relato: “Como estoy tan solo, a veces me duelen la cara y los hombros y me doy cuenta de que es la soledad que me tiene encogido de vergüenza”.
            Cierro los ojos, en esta habitación tan llena de fantasmas, y me repito lentamente un poema que me sé de memoria desde que lo leí por primera vez, hace más de cuarenta años, cuando preparaba el primer número de Jugar con fuego: “No había nadie a quien llamar, / nadie vivía en la ciudad, nadie en el mundo. / Bebió el vaso, las pequeñas pastillas, / y esperó la llegada del sueño. / Con cierto miedo a su valor /sintió el peso de sus párpados caer / y se anunció a sí mismo, tercamente, / la única certidumbre que al fín había adquirido: / jamás volvería a dormir solo / en un cuarto de hotel”.


Domingo, 14 de abril
FELICIDAD 

Nada me gusta más que la primera mañana en una nueva ciudad, desaparecidos con los primeros rayos del sol el cansancio del viaje y las telarañas de la noche.
            Una larga calle y cuatro plazas enlazan la estación de Porta Nova con el Palazzo Reale. La estación, majestuosa, se proyectó cuando Turín era la capital de Italia, pero, al inaugurarse, ya la capital se había ido a otra parte. No se pudieron llevar, sin embargo, su solemne prestancia. Bajo los soportales de la plaza Carlo Felice, frente a ella, se venden libros viejos y en su arbolado jardín central, en cuanto se hace de noche, hay oscuros trapicheos.
            Todavía no se ha despertado del todo la Via Roma, que tan bien conjunta dos estilos: la elegancia geométrica de los años treinta y el barroco saboyano. Émulo en esto de Napoleón (que le dio el último toque a Venecia), no le fue mal en el urbanismo a Mussolini. Aquí queda para siempre lo que pudo salvarse de su herencia.
            Desayuno en el Caffè Torino, entre ancianos que leen Il Corriere della Sera y sudorosos corredores domingueros.
            “El no hacer nada es para ti ocupación bastante”, escribió Cernuda y yo tengo la costumbre de repetirlo en ocasiones como esta, con todo un día por delante sin otra obligación que andar y ver.
            Dos ciudades hay en Torino, como en toda ciudad del mundo, una para los que viven en ella y otra para los que pasan por ella.
            Nietzsche vivió aquí sus últimos días de felicidad. Aquí encontró “una claridad maravillosa” y aquí fue donde entró para siempre en las tinieblas.
            En la Gallería Subalpina, que le gustaba frecuentar (une Piazza Castello con Piazza Carlos Alberto, donde él vivía), sigue abierto el Teatro Romano, ahora cine, en el que se entretenía escuchando operetas francesas; también el Caffè Baratti & Milano, donde escribió buena parte de su Ecce Homo.
            Hojeo ese libro en este domingo que parece fuera del tiempo mientras, frente a las vidrieras del café, se forma una pequeña cola para entrar al cine. Sonrío ante alguno de sus pasajes: “¿Por qué sé más que los otros? ¿Por qué soy tan inteligente? Porque nunca me he planteado nada que no fuera un auténtico problema, porque nunca he gastado mis energías en vano”.
            Umn día sin nada que hacer da para mucho. Lo termino paseando por el Parco Valentino y la orilla del Po. Cerca de la gran fuente con estatuas y del Borgo Medievale, me encuentro con el homenaje que sus amigos le han hecho al joven Andrea: una foto suya, coloreada y triste, rodeada de ramas y flores. ¿Otro suicida?
            Caminamos sobre el abismo, en cualquier momento podemos caer en él, y a pesar de eso somos capaces de cerrar los ojos y saborear los momentos de gratuita, imprevista, inmerecida felicidad.


Lunes, 15 de abril
EN AVIGLIANA

Asciendo por las estrechas calles del Borgo Vecchio de Avigliana y de pronto me sorprende un cartel con el orden del día del próximo consejo municipal; en él se invita a intervenir a todos los ciudadanos que lo deseen. Antes de subir al tren que me trajo hasta aquí vi cómo dos policías y otros tantos soldados acorralaban a un hombre de aspecto latino que sudoroso les mostraba arrugados papeles. La Italia que uno ama y la Italia de Salvini.
            Hace una hora ni siquiera sabía el nombre de esta localidad, pero me la encuentro camino de la Sacra de San Michele, la abadía donde transcurre El nombre de la rosa,  y que se encuentra en la mitad del itinerario medieval que llevaba, en línea recta, y siempre bajo la protección del arcángel, desde Irlanda hasta Jerusalén.
            Por Avigliana tenían que pasar quienes iban de Roma a Avignon. Los Alpes se atravesaba dificultosamente en lentas carretas, a caballo o a pie hasta que en 1871 se inauguró en Traforo de Frejus, el túnel más largo del mundo, con más de trece kilómetros de extensión. Fue posible la hazaña gracias a la invención de la dinamita (en Aviglana está la fábrica Nobel) y a la ayuda, según cuenta la leyenda, del diablo. Por eso, como agradecimiento, su imagen corona el monumento dedicado a esta hazaña en la Piaza Statuto, en Turín. No es el diablo medieval con cuernos y rabo, sino el hermoso Luzbel, el eterno tentador, con una estrella en la frente y que parece sostenerse ingrávido en el aire.
            La plaza del Conte Rosso, centro de la antigua Avigliana, es solo un decorado de las viejas mansiones con borrosos frescos en las fachadas, sin el bullicio de otro tiempo. Camino por la calle principal hasta la puerta de Santa María y contemplo la nevada cumbre de los Alpes resplandecientes al sol. Cierro los ojos y me parece escuchar el rumor de la historia: pasos de peregrinos, fragor de ejércitos, explosiones que horadan la montaña.
            Con su Lago Grande y su Lago Piccolo, con las caries de su castillo y el campanario de Santa María dominando el caserío, con la Sacra de San Michele allá lejos, diminuta y vigilante en lo alto, con su consejo municipal abierto a todos, Avigliana me parece un lugar donde la vida transcurre apacible y calma. Una ilusión, sin duda. En todas partes se está a la misma distancia del cielo. Y del infierno.
            Pero leo la Repubblica en el Caffê della Stazione y por un instante me olvido de que estoy solo de paso, en Avigliana y en la vida, a la espera de que lleguen el tren y la barca de Caronte.


Martes, 16 de abril
LA REINA Y LAS LAVANDERAS

En la basílica de Superga, que domina la ciudad, están enterrados los Saboya, en un helado y dorado laberinto vigilado por un sensual Arcángel dieciochesco; detrás, al aire libre, un monumento recuerda a los jugadores del Torino que aquí perdieron la vida en un accidente de aviación hace setenta años.
            En el panteón real, me sorprende una lápida, escrita en español: “En prueba de respetuoso cariño / a la memoria / de doña María Victoria / las lavanderas de Madrid / Barcelona, Valencia, Alicante, Tarragona / a tan virtuosa señora”.
            Enterrada aquí, me imagino que sería la esposa de Amadeo de Saboya, el rey de España elegido por el parlamento. Nada más sé de ella, pero en cuanto salgo del opresivo sótano y tengo cobertura me entero de todo lo que me interesa saber. Tenía poco más de veinte años cuando llegó como reina de España, hablaba perfectamente el español (al contrario que su marido), creó la primera guardería para que las lavanderas pudieran dejar a sus hijos mientras realizaban su trabajo. Murió muy joven, antes de cumplir los treinta años. Tras la abdicación de 1873, siguió ayudando a los que habían sido sus súbditos, discretamente, por intermedio de Concepción Arenal. Mientras ella se dedicaba a sus hijos y a sus obras de caridad, Amadeo de Saboya, un gentiluomo, se distraía de los sinsabores de su reinado con diversas amantes, una de ellas, Adela, hija de Mariano José de Larra, la niña que con solo seis años descubrió su cadáver.


Miércoles, 17 de abril
NADIE A QUIEN LLAMAR

Me sigo repitiendo el poema de Juan Luis Panero: “No había nadie a quien llamar, / nadie vivía en la ciudad, nadie en el mundo”.
            ¿Quién no ha sentido eso alguna vez? Yo también lo siento esta noche, al encender la luz de la solitaria habitación en que Pavese, con un gesto sin vuelta atrás, se despidió para siempre de la escritura, aunque esté acostumbrado a dormir solo. Quizá necesito poco a los demás, pero ese poco lo necesito mucho.



miércoles, 17 de abril de 2019

Revelación de secretos: Mi vida sentimental



Viernes, 5 de abril
GOLPES DE PECHO

Tal día como hoy, el 5 de abril de 1956, se reunió en Bucarest el Comité Central del Partido Comunista Español. El camarada Vicente Uribe, hasta hacía poco uno de sus máximos dirigentes, fue forzado a hacer autocrítica. Reconoce su soberbia, su mal carácter, su vanidad. Una y otra vez se da golpes de pecho: “Camaradas, debo luchar sin piedad contra los defectos descubiertos. Estoy convencido de que no será tarea fácil, porque tienen hondas raíces según ha puesto de manifiesto la discusión y mi actitud. Tengo el firme propósito, la inquebrantable voluntad de hacerles frente, de echarlos de mí sin contemplaciones. Estoy plenamente convencido de que no me faltará la ayuda del Buró Político, del Comité Central y de los camaradas, pero sus esfuerzos se estrellarán si yo no estoy dispuesto a corregirme”.
            Vicente Uribe fue ministro de Agricultura durante los años de la guerra civil. Tras su defenestración de la dirección del partido, llevada a cabo por el tándem Carrillo-Claudín, se dedicó a dictar sus memorias, que han permanecido inéditas hasta hoy. Se editan ahora y, como epílogo, su mea culpa, mea culpa en la reunión del Comité Central. Se acusa de haber tratado mal a los compañeros y de haber contribuido al culto a la personalidad de Stalin.
            No habla de su participación, junto a Margarita Nelken y Jesús Hernández, en el frustrado complot para sacar a Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, de la prisión mexicana de Lecumberri. Pero sí de otras muchas cuestiones que dejan bien a las claras de cuánta sangre y mugre está hecha la historia, cualquier historia.
            Yo también, cada noche de insomnio, me veo forzado a hacer autocrítica ante el Comité Central de mi conciencia.
           

Sábado, 6 de abril
MANÍAS PERSONALES

Estoy convencido de que si me aparto un milímetro de la costumbre, si no hago cada día exactamente lo mismo que el anterior, me ocurrirá una desgracia.
            Por eso soy tan rutinario, por eso llego siempre a la misma hora a los mismos sitios, por eso mi desasosiego cuando en la cafetería de costumbre mi sitio de costumbre está ocupado.
            Por eso vivo solo, porque vivir conmigo sería como vivir con un robot, no con un ser humano.

Domingo, 7de abril
EL DAÑO QUE HICIMOS

Ayer, al volver de Avilés como cada sábado, me encontré con pequeños detalles que indicaban que alguien había estado en mi casa. Pequeños detalles, casi imperceptibles, salvo por alguien como yo: un libro ligeramente desviado, el reloj de arena cambiado de lugar (un poco más a la derecha de donde suele estar siempre), los papeles revueltos que hay sobre mi escritorio revueltos de otra manera… No me preocupé demasiado, quizá era solo que los años me iban volviendo más distraído y yo mismo era el autor de esos cambios. “O quizá vuelven a visitarme los fantasmas”, pensé con una sonrisa. Porque, naturalmente, yo no creo en fantasmas.
            Últimamente sueño mucho con viejos amigos, con antiguos amores, con gente a la que hace tiempo que he perdido la pista y con la que me siento en deuda. Nunca fui demasiado delicado en el trato con los demás: ofendía sin querer y luego, en lugar de pedir disculpas, me sentía yo ofendido porque alguien se ofendiera por tan poca cosa.
            De joven –y en mí la juventud duró más o menos hasta los cincuenta o sesenta años (y a veces me temo que todavía dure) – era muy enamoradizo. Me enamoraba para siempre con excesiva frecuencia, pero me desenamoraba con la misma rapidez. De un día para otro, aquel ser mágico se convertía en alguien de lo más vulgar.
            Como la mayor parte de mis amores eran no correspondidos, ese desencanto suponía un alivio, salir de una prisión. Lo malo era en los otros casos, que no fueron muchos, pero sí más de los convenientes.
            Este sábado desperté a media noche y supe que no estaba solo en casa y no tuve miedo. En el salón, hojeando un libro, una primera edición de La realidad y el deseo, que me había regalado allá por 1977 o 78, estaba alguien a quien quise mucho y a quien había dejado de querer de un día para otro.
            ––Me rompiste el corazón.
            ––Lo sé.
            ––Pero no te preocupes. Se arregló pronto. Ahora tengo hijos de más de treinta años. Nunca pienso en ti.
            ––Soy yo quien no puede olvidarte. ¿A qué has venido?
            ––A pedirte que te perdones, como yo te he perdonado. Es más fácil olvidar el daño que nos hicieron que el que hicimos.


Lunes, 8 de abril
OTROS TIEMPOS

En 1927, a Vicente Uribe le enviaron a Asturias para que se enterara de la situación del Partido. Trilla, que entonces lo dirigía, no le dio ninguna credencial. Decía que bastaba con que llegara por los cauces adecuados.
            ––Yo no me fié y me hice una credencial como miembro de la dirección de la Juventud y como entonces estaba yo solo, me firmé la credencial hecha por mí mismo, acreditando mi persona.
            Establecido el contacto con los miembros del Comité Regional de Asturias, que entonces residía en Turón, le llevaron en plena noche a un lugar apartado del Naranco. Allí le acribillaron a preguntas y a punto estuvieron de acribillarle a tiros. Al final le dejaron marchar sin contarle nada de la organización del Partido en Asturias: “Vuelve a Vizcaya y dile a Trilla que si quiere saber algo que venga él, que tenemos muchas cosas que arreglar”.
            Tras la exitosa huelga de agosto del 31, ocurrieron los hechos de la calle Somera. Uribe los cuenta así:
            ––Ese día volvía a Bilbao al anochecer, después de una reunión con una organización del Partido en la zona minera. Me trasladé a un café que solíamos frecuentar y allí estaban todos los que después habrían de participar en los hechos. Hablamos un rato y dice Jesús Hernández a los otros “¡Bueno, vámonos!”. Después pude comprobar, por la hora, que desde el café donde habían estado conmigo habían ido directamente a cometer la barbaridad. Por supuesto, no me indicaron lo que tramaban ni me invitaron a ir con ellos. Pude reconstruir el desarrollo de los hechos, cuyo principio fue una bronca que tuvieron por la tarde con algunos socialistas en un baile público. Desde el café, donde yo les encontré, se encaminaron directamente a una taberna frecuentada por los socialistas. Esta taberna tenía dos puertas: la principal por Somera y otra secundaria en otra calle. Los nuestros se dividieron en dos grupos y cuando llegaron a ambas puertas empezaron a disparar desde los dos sitios contra los que se encontraban en el interior de la taberna. El resultado fue de dos socialistas muertos, dos barrenderos municipales, y algunos más heridos. De los nuestros, cayó muerto Gallo y herido Ambrosio Arrarás. Por la forma en que se produjo este hecho, a los socialistas, en caso de que estuvieran armados, no les dio tiempo de disparar. Al muerto, Gallo, miembro del Comité Regional, lo mató Hernández, según me dijo después uno de los participantes al explicarme pormenores de lo sucedido. Me dijo que al verle caer, por las circunstancias en que se produjo y el sitio, supo que su muerte había sido obra de la pistola de Hernández.



Martes, 9 de abril
PEDIR DISCULPAS

A los amigos que dejan de serlo –con razón o sin ella–, pronto dejo de echarlos de menos. A lo mejor no eran tan amigos, me digo.
            Pero como con la edad uno se va volviendo más blando, ahora me ha dado por ir pidiéndoles disculpas por “la ofensa”, digámoslo así, que motivó su alejamiento. En el caso de Miguel d’Ors, creo recordar que fue algo que dije de él en mi diario, ya no recuerdo qué ni en qué tomo.
            Yo pido disculpas y luego unos las aceptan y otros no, pero así duermo más tranquilo.
            No me importa que alguien me deteste. Estoy acostumbrado. Lo que me molesta es que me deteste con buenos motivos.

Miércoles, 10 de abril
ESA VISIBLE OSCURIDAD

Para Carlos López-Otín, mi admirado Carlos López-Otín, el mundo se quebró un día de finales del verano de 2017. Lo que parecían unas pequeñas disputas profesionales le causaron “una tristeza tan honda”, que el mundo comenzó a temblar bajo sus pies, según nos cuenta en el prólogo a La vida en cuatro letras, su reciente libro.
            Pero un catedrático de Universidad, un investigador de prestigio está más que acostumbrado a las rencillas entre colegas. Nadie se hunde porque cuestionen su labor en blogs anónimos. Tampoco porque una infección acabe con los ratones preparados genéticamente para determinados experimentos (el propio López-Otín explica que eso ocurrió cuanto ya estaba “en plena vorágine de tristeza y decepción”).
            El escrutinio minucioso de sus publicaciones científicas, que llevaron a la retirada de algunos artículos por cuestiones formales, o la muerte de los ratones en el bioterio de la Universidad de Oviedo no fueron causa del derrumbe de López-Otín, sino intentos –ante sí mismo y ante los demás– de explicar lo inexplicable.
            Pero mejor buscar razones químicas o neurológicas para el derrumbe que biográficas: López-Otín sufrió una depresión, enfermedad que puede atacar a cualquiera –incluso al hombre más feliz del mundo– en cualquier momento y que por eso nos aterra tanto.
            En el prólogo a La vida en cuatro letras, nos cuenta bellamente su destierro por “desfiladeros de niebla y laberintos de desilusión”, y eso es buena señal. Cuando sabemos describir –como William Styron en Esa visible oscuridad–  la depresión, ya hemos salido o estamos a punto de salir de ella.
            La vida en cuatro letras vale poco, apenas si se salva el prólogo. López-Otín ha estado mal aconsejado al publicarlo. Especialmente inanes son los capítulos finales, “Las claves de la felicidad” y “El arte de la felicidad”. López-Otín no solo es un gran investigador, sino también un maestro en el arte de la divulgación y un humanista que sabe que ciencia y poesía no son nada si no van de la mano. Pero no se encuentra en el mejor momento para darnos lecciones sobre el arte de ser feliz.
            Llevo el libro a la tertulia del Vetusta. “Acabo de ver a López-Otín en el programa Vidas públicas, vidas privadas –me dice Ana Vega– y estoy deseando leer ese libro”.
            Se lo paso. No le digo mi opinión. A lo mejor ella tiene otra distinta. Contra lo que piensan mis amigos (y mis enemigos), a mi me gusta rectificar.
            Al López-Otín caído, derrotado por la enfermedad, no le admiro menos (a pesar de este libro), pero le aprecio más.


Jueves, 11 de abril
MI INTERLOCUTOR FAVORITO

“¿Con quien le gustaría pasarse una tarde conversando?”, preguntan de la revista El Ciervo.
            En las respuestas encontramos a Aleixandre, Azaña, Machado, Lennon, Sócrates… Todos muertos.
            La verdad es que a mí, salvo que tenga que entrevistarle o para contarlo después, no me gustaría pasar una tarde con ningún admirado escritor.
            Para pasar una tarde entera conversando con alguien, mejor alguien que me admire. Y que me deje hablar a mí.


Viernes, 12 de abril
UNA CONFESIÓN

Amo a quien me detesta, detesto a quien me ama. Mi vida sentimental podrá ser un desastre, pero no es aburrida.


sábado, 6 de abril de 2019

Revelación de secretos: Pocas bromas



Jueves, 28 de marzo
LA BAÑERA

Llego a la ciudad a las tres de la madrugada, me espera un chófer con mi nombre en un cartel. Sin decir palabra me lleva hasta un caserón en una calle poco iluminada, me abre la puerta exterior, saca una llave de debajo del felpudo (o eso me parece), me invita a pasar y antes de que yo me dé cuenta ya ha desaparecido.
            El caserón es un hotel, la llave que me ha entregado el mudo asistente es la de mi habitación, pero en este raro hotel las habitaciones no tienen número, sino nombre (la mía se llama Tzarevetz) y yo subo por escaleras y avanzo a solas por pasillos cuyas luces se encienden y se apagan automáticamente sin ser capaz de encontrarla.
            La encuentro al fin, abro la puerta y me sorprende una suite palaciega con su salón, sus grandes ventanales y, en el dormitorio, a un lado de la inmensa cama una bañera con patas de león como aquella en la que se baña Burt Lancaster en El gatopardo. Está llena de agua y perfumada de sales, como a mi espera. Resisto la tentación de usarla. A la memoria me viene un cuadro de David, La muerte de Marat, y temo que entre sigilosa Carlota Corday para acabar con mi vida.
            Tengo la impresión de que estoy en el comienzo de un relato de la baronesa que firmaba como Isak Dinesen: he llegado a una mansión encantada y pronto van a comenzar inverosímiles y fantásticas peripecias.
            Pero el viaje ha sido tan agotador desde la remota y mal comunicada Asturias que no tardo en dormirme, a pesar de los raros augurios. Entre sueños, oigo unos suaves golpes en la puerta. “Adelante”, digo o creo decir. Cuando me levanto, sobre la mesa, junto al gran ventanal por el que entra un sol madrugador, hay dos suntuosas bandejas de desayuno. Devoro el mío con buen apetito y bajo a la recepción para tratar de entender qué pasa.
            ––¿Han dormido bien? –me pregunta el recepcionista en perfecto español–. Les agradecemos que hayan escogido nuestro hotel para pasar la noche de boda.
            ––No, no, se equivoca. No hay ninguna boda, yo he venido solo a dar una conferencia.
            En ese momento, deja de atenderme porque le llaman por teléfono. Me encojo de hombros, renuncio a entender nada y salgo a dar una vuelta. Estoy en la calle Oberitshte, que conozco bien, y que no tiene el aire misterioso con que me recibió por la noche. Camino por ella hasta el Doctors Park, como me había imaginado antes de venir aquí, me detengo ante el British Council, uno de los edificios Art Decó de Sofía que prefiero (allí vivieron, entre 1921 y 1948, Yovka y Dontcho Palaveevs con sus hijos Semko, Louka, Todor, Nestor y Dobri: una novela por escribir), me acerco a la Biblioteca Nacional con sus estatuas de Cirilo y Metodio; en ella, allá por 2005, para inaugurar una exposición cervantina junto a Luis Alberto de Cuenca, recité un soneto de Darío: “Horas de pesadumbre y de tristeza / paso en mi soledad, pero Cervantes / es buen amigo…”
            Me encuentro a las once con Javier Valdivieso, el director del Cervantes, y comienza el programa que me ha traído hasta aquí. Cuento, entre risas burlonas, mi aventura de la mañana: “¡Toda la noche estuve temiendo que apareciera la novia fantasma!”
            Pero llega de nuevo la noche, me quedo solo, regreso a la Tzarevetz King Suite y me vuelve a entrar el desasosiego. Abro lo armarios temiendo encontrarme allí colgada ropa que no es la mía, miro bien por todos los rincones, también bajo la cama.
            Sobre la mesa, han dejado frutas y flores, manos diligentes han vuelto a llenar la bañera. Esta vez no resisto la tentación. Cuando estoy zambullido en el más feliz de los mundos, llaman suavemente a la puerta. ¿Será Carlota Corday? No, no era ella, pero hasta aquí puedo contar.


Viernes, 29 de marzo
AL ESTE DEL CANTE

Coincido, en la Radio Nacional, con el director y una de las cantantes del coro que este domingo acompañan a Arcángel en su espectáculo Al este del cante (hace unos días tuvieron un gran éxito en Estambul). Qué bien se entrelaza el flamenco con los sonidos populares búlgaros.
            Lo más propio de un país suele ser también lo más universal. Una melodía tradicional búlgara me dicen que es de origen albanés, como el “Asturias, patria querida” parece que viene de Polonia. Recuerdo la cita de Eugenio d’Ors que Xuan Bello coloca al frente de Historia universal de Paniceiros: “En lo hondo, en el perdurable florecer de su prehistoria, el alma popular es la misma en todas partes. Una canción popular asturiana podrá pasar, con solo que le traduzcan la letra, por una canción popular rusa, o incaica, o del País de Gales”.
            Mientras escucho los intermedios musicales, le pongo a la música y la queja la ancestral letra de unas coplas que no sé si recuerdo o invento.

Al pie de la sepultura,
ya para echarme o no echarme,
vino la muerte y no pudo
de tu querer apartarme.

No me has roto el corazón
porque corazón no tengo,
te lo entregué una mañana
y tú lo echaste a los perros.

Lo que yo digo es verdad,
lo que tú dices mentira,
pero una mentira tuya
muerto me vuelve a la vida.


Sábado, 30 de marzo
CRUZAR UN PUENTE

Seis o siete veces he estado en Plovdiv y siempre sigo el mismo itinerario. Comienzo el recorrido en la gran plaza junto al edificio de correos; busco luego las ruinas del Odeón, el teatro de bolsillo sobre cuyo escenario jugué alguna vez a recitar a Horacio (traducido por Fray Luis); tomo un café en alguna de las terrazas de la plaza del Ayuntamiento; recorro la calle peatonal y comercial del zar Alexander I, admirando sus fachadas deterioradas o repintadas con colores habaneros; me llego hasta la plaza del Estadio romano, me siento un rato en las gradas a escuchar los gritos de los gladiadores; entro en la mezquita Dzhumaya, donde me gusta escuchar el latido de una divinidad que no existe; subo luego por las empinadas calles de la vieja ciudad hasta el teatro romano; desciendo por sus desgastadas gradas; en el escenario, si estoy con algún amigo, juego a representar Los intereses creados (“Gran ciudad ha de ser esta, Crispín. En todo se advierte su señorío y riqueza”); me acerco después hasta la casa de Lamartine, enciendo una vela a Dios (y otra al diablo, para que no se enfade), en alguna iglesia ortodoxa; regreso a la plaza del Estadio y por la calle peatonal y arbolada de Rayko Daskalov camino lentamente hasta el puente sobre el río Maritsha, que es también galería comercial, una versión posmoderna del florentino Ponte Vecchio. Nunca me atreví a cruzarlo. Ahí terminaba para mí la ciudad.
            En esta ocasión, antes de venir, soñé varias veces con él. Siempre me han fascinado los puentes, unión entre dos mundos. Recuerdo aquel traqueteante sobre el Miño, la primera frontera que crucé, y tantos otros.
            Me obsesionaba el puente sobre el Maritsa, que nunca me había decidido a atravesar. Esta vez lo hice. Solo. Mis amigos Iván y Rada, que me habían acompañado, se quedaron descansando de la caminata (yo no sé caminar despacio y su cortesía les obligaba a ir a mi ritmo).
            El largo puente, el extraño puente como un pasillo del metro o de un centro comercial, el río que solo se podía entrever en las ventanas del fondo de los locales, y luego la salida a esa otra parte de la ciudad que nunca había pisado. Recordé unos versos: “La luz se hacía por momentos mina / de transparencia y desvanecimiento, / diafanidad de ausencia vespertina, / esperanza, esperanza del portento”.
            Al otro lado del río, al lado del que yo venía, se desvanecía la ciudad en la luz del atardecer y las aguas del Maritsa refulgían con extrañas tonalidades. De pronto, se hizo el silencio, desapareció incluso el distante rumor del tráfico, y cantó un pájaro, como en el soneto de Gerardo Diego. Y no ocurrió nada más, no hubo ninguna revelación. ¿O sí? Volví de Plovdiv con la sensación de que había hecho lo que había venido a hacer, aunque no supiera muy bien qué era.


Domingo, 1 de abril
SIN COMENTARIOS

Checkpoint Charlie se llama el restaurante de Sofía al que nos llevó a cenar el director del Cervantes tras la charla sobre poesía en el Club Peroto. La época comunista se ha convertido ya en materia de nostalgia. Los manteles de papel sobre las mesas reproducen portadas de los periódicos de entonces, con su hoz y martillo en la cabecera, y las paredes están llenas de recuerdos y pintadas. Los clientes escriben en ellas su opinión sobre el local. Alguien ha escrito en catalán “moltes gràcies por la calurosa acollida”. Y encima, un compatriota, tras indicar que “genial el sitio”, añade señalando con una flecha: “Te jodes, Cataluña es España”. Cánovas, aquel gran conservador al que se le atribuye la frase de que es español aquel que no puede ser otra cosa, no podría haberlo hecho mejor.


Lunes, 2 de abril
OBZOR

Estuve un tiempo suscrito a Obzor. Revista búlgara de letras y artes que ahora nadie recuerda en Bulgaria. Mi amiga Liliana, a la que le envío la imagen de la portada de uno de los números, me dice que era propaganda sin interés. Pero abro hoy el número 83 y encuentro, entre los refranes populares recogidos por Petko R. Slaveikov (1827-1895), algunos que yo mismo podría haber escrito.
            Si una vela a Dios, al diablo dos.
            Sin dinero, hasta la salud es enfermedad.
            Vio el sapo que herraban al buey y él también levantó las patas.
            Con buenas palabras se llega lejos y con malas aún más lejos.
            Hasta que no consumas un kilo de sal con alguien no podrás saber qué clase de persona es.
            Cásate joven o no te cases nunca.
            Quien persigue dos liebres no caza ninguna.
            Mejor estar en el infierno con gente inteligente que en el paraíso con tontos.
            Son preferibles los reproches de un sabio a los elogios de un necio.
            A uno mismo es fácil perdonarle cualquier cosa.
            Lo que estropean los sabios lo arreglan los necios.


Jueves, 4 de abril
UN AVISO

No es que sea supersticioso, pero ando últimamente un poco preocupado. Resulta que a mediados de este mes aparece Hablando claro, donde comento acontecimientos recientes de la historia de España de manera poco convencional, y el día 24 estoy invitado a una comida presidida por uno de los personajes cuya actuación crítico en ese libro.
            Le contaba estas cosas a Rada e Iván, en una cafetería de Plovdiv, frente al Ayuntamiento, cuando me da por abrir un papelito que han traído con el café y que es una especie de galleta de la suerte de los restaurantes chinos. Dice: “Sheguite s ‘tsarasete’ ne sa bezopasni”. Algo así como “con los reyes, pocas bromas”. La palabra “reyes” va entrecomilladas, alude a los poderosos en general.
            Pero en este caso… Llevo varias noches soñando con el periodista Khashoggi, el consulado de Arabia Saudí y el Príncipe Siniestro. Me despierto aterrado, empapado en sudor.