Me gustan, lo he dicho muchas veces, los viajes en el espacio que son también viajes en el tiempo. Tras recorrer, con cansino paso estival, el Giardino di Boboli me encuentro, en la dieciochesca y recién restaurada Limonaia –allí se refugiaron muchas de las maravillas de los Uffizi cuando la inundación de 1966—, con la exposición “Il giardino antico da Babilonia a Roma”. Ciencia, arte y naturaleza, como aclara el subtítulo, se unen para ofrecernos el más fascinante itinerario por los diversos intentos que el hombre a hecho para reconstruir el paraíso. Erudición y magia encontramos también en el minucioso catálogo, al cuidado de Giovanni di Pascuale y Fabrizio Paulucci.
Aquí están, sacados del mundo del mito y de los sueños, los pensiles de Babilonia, los bosques sagrados en que los griegos entreveían a sus dioses, los jardines de la filosofía por los que pasearon Epicuro y Platón, los jardines de Roma, los que sepultó la lava del Vesubio en Pompeya y Herculano... Dos de esos jardines, los de otras tantas villas pompeyanas, han sido reconstruidos a tamaño real, y podemos pasear bajo sus pórticos, escuchar el rumor de las fuentes, admirar las mismas flores y las mismas plantas que allí había un instante antes de la catástrofe.
Faltan, claro, otros jardines. Aquel, por ejemplo, en que bebía Li Po, sin más compañía que su sombra y la luna, o los de los poetas árabes: “¡Qué bella la alberca rebosante! Parece una pupila cuyas espesas pestañas son las flores!”
Observo los ingeniosos mecanismos hidráulicos que hicieron posible en cada ocasión el milagro, las estatuas que habitaron los jardines de ayer, las pinturas que los copiaron o los soñaron, y pienso en los jardines a los que ya no me está permitido regresar, aunque regrese. Este mismo florentino jardín de Boboli, que yo pisé por primera vez un verano de hace veinticinco años cuando “con un candelabro prendido en la diestra / volaba el Mercurio de Juan de Bolonia” y una Diana mostraba su mármol desnudo “como un efebo que fuese una niña”.
Nada conserva el fulgor de entonces. Una torpe mano lo ha ido emborronando estatuas, terrazas, rincones boscosos, el hermoso sendero que desciende entre cedros y cipreses, pinos y laureles.
Aquel jardín –donde todo parecía posible— no tenía serpiente, o eso me parecía a mí. Este sí. A la entrada de la muestra, un espléndido bronce de la Hidra de Lerna nos amenaza con sus múltiples cabezas.
Pero ahora sé que también aquel otro jardín –el que cantaron los poetas, el que todos atravesamos, a veces sin saberlo—, tenía una amenaza dentro, un monstruo de cien cabezas que lo iba devorando todo –tic tac, tic tac— minuto a minuto.
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jueves, 16 de abril de 2009
miércoles, 8 de abril de 2009
Café con libros: Estampas de Italia
MARTIN.— Italia es un país y un género literario. Todo el mundo ha pasado por allí, todo el mundo lo ha contado. Durante siglos fue el último curso en la formación de un caballero. El Grand Tour, el viaje formativo que señalaba el fin de la adolescencia, en Italia tenía sus principales etapas.
ÁNGEL.— Eran otros tiempos. Los viajes que antes duraban tres meses, ahora duran tres días. Poco provecho se puede sacar de ello.
ALMUZARA.— Tres días dan para mucho. Uno, por ejemplo, para Pisa, donde el avión te deja a unos minutos en tren del centro. En el Campo dei Miracoli están las cuatro maravillas que todo el mundo conoce, rodeadas siempre de una multitud que hace gestos raros para fotografiarse sosteniendo la torre.
MARTIN.— Siempre, no. Pisa es una ciudad con mucho turismo de paso. A dormir se queda menos gente. Pasear por los alrededores de la catedral solitaria, si uno madruga un poco, es fácil. También ya anochecido, cuando solo la luna nos acompaña. Pisa es una ciudad provinciana, llena de estudiantes y encanto antiguo. A mí me gusta cruzar el Ponte di Mezzo, recorrer el Borgo Stretto, con su doble hilera de soportales, la plaza que tanto recuerda al Fontán y que de noche se llena de bullicio. También leer en el Cafè dell’Ussero, que ya frecuentó Leopardi. Y visitar mis dos librerías favoritas, la Feltrinelli del corso Italia, con su patio arbolado, y la que está entre el Arno y la universidad. Abre hasta altas horas de la noche. En ella puedes encontrar una fotobiografía de Pirandello o Pavese por tres euros.
ALMUZARA.— O una antología de los poetas ingleses de la primera guerra mundial por un euro.
CATERINA.— El segundo día, Florencia. Parece imposible reducir Firenze a un día.
Yo he pasado un mes y aún no la he agotado.
ALMUZARA.— Pero ¡cuántas maravillas caben en un día! Puedes comenzar subiendo a la cúpula del Duomo, que abre temprano. Son muchos y empinados escalones, pero vale la pena. Admiras de cerca los frescos de Vasari, ves toda la ciudad en torno tuyo, señalas los lugares que has de visitar. Ahí cerca, San Lorenzo, con la magia geométrica de Brunelleschi y la capilla de Miguel Ángel.
MARTIN.— Y no olvides el “Martirio de San Lorenzo”, del Bronzino, que a mí me gusta tanto. El santo, tan elegantemente recostado en la parrilla, podía servir para un anuncio de Dolce & Gabbana.
ALMUZARA.— Un poco más allá está el convento de San Marcos. Qué placidez irlo recorriendo celda tras celda, con su pequeña ventana a este mundo y el fresco de Fray Angélico que nos muestra otro mundo. Y muy cerca, todo está cerca en Florencia, la plaza de la Santissima Annunziata. Y allá, delante de la estación, Santa María Novella, que ahora cubre su rostro albertiano con un velo.
CATERINA.— En un día casi ni tienes tiempo para enumerar la maravillas de Florencia.
ALMUZARA.— Por la tarde, la Piazza de la Signoria, con un saludo especial para el David y el Perseo, y la sorpresa de una exposición de Dino Campana, el raro poeta de los Cantos órficos, que yo no sabía que fuera también un pintor fantasioso y alucinado.
MARTÍN.— Al frente de la exposición, en grandes letras, había una frase suya: “Essere un grande artista non significa nulla: essere un puro artista ecco ciò che importa”. En el cuaderno que recoge las impresiones de los visitantes, yo escribí: “Ya sé que ser un gran artista no significa nada, pero yo, modestamente, me conformo con eso”.
ALMUZARA.— Luego el Arno, el ponte Vecchio, las soledades del Giardino di Boboli y el museo de las porcelanas donde cada pieza era como un galante poema rococó... Y para concluir un concierto en Santa Maria dei Ricci, con el contratenor Marco Pupo cantando a Pergolesi y a Purcell: “If music be the food of love”.
CATERINA.— El contratenor era un espectáculo en sí mismo, con su musculatura de ginnasio, su camiseta negra, sus tatuajes, su cu... , su curiosa manera de moverse delante del órgano.
ÁNGEL.— Vale, vale, aceptamos Pupo como animal de compañía.
ALMUZARA.— Y la cena en Le Giubbe Rosse de la Piazza della Reppublica, donde tenían tertulia Guillén y Montale, amenizada por músicos callejeros y un falso Charlot.
MARTIN.— El tercer día es para Perugia. Carlos Dickens la vio “fortalecida por la naturaleza y por el arte, situada en un promontorio que se alza abruptamente en la llanura, donde las montañas de color púrpura se funden con el cielo lejano”. Yo no puedo olvidar el verano que pasé en Perugia, hace un cuarto de siglo. La ciudad sigue siendo para mí un enigma y una caja de sorpresas. Siempre que vuelvo descubro algo nuevo, a veces una iglesia, a veces un barrio entero. Nunca dejo de maravillarme cuando salgo de la estación y no la veo por ninguna parte. Si está situada en lo alto, ¿por qué no asoma sobre las casas de la ciudad nueva? El autobús da vueltas y más vueltas antes de llegar a ella. Ese autobús es como el tren que lleva al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, te deja en un lugar fuera del mundo, sometido a otras leyes.
ALMUZARA.— Para mí Perugia esta vez es un demorado helado en el corso Vanucci y la perspectiva desde Porta Sole. Recordaba allí los versos de la Divina Comedia: “onde Perugia sente freddo y caldo / da Porta Sole”.
CATERINA.— ¡Qué maravilla Dante! Yo lo he recordado muchas veces en Florencia: “la boca mi baciò tutto tremante”.
MARCOS.— A Dante se le cita más que se le lee. La verdad es que resulta difícil tragarse entera la Divina Comedia, difícil en el original y casi más difícil en la traducción de Ángel Crespo. Una buena manera de acercarse a ella es la selección que ha preparado Luis Martínez de Merlo en la editorial Anaya. Traduce de manera admirable los mejores pasajes y resume los otros de manera que no se pierda el hilo. Lo peor es el tono falsamente pedagógico que quiere dar a sus explicaciones.
MARTIN.— En Pisa, en la plaza de los Caballeros, está la torre en que encerraron al conde Ugolino y a sus hijos hasta dejarlos morir de hambre. El propio conde le cuenta a Dante la historia. Primero tienen un sueño premonitorio, luego oyen clavar la puerta de entrada: “Yo no lloraba, tan de piedra era; / lloraban ellos, y el más niño dijo: / Cómo nos miras, padre, ¿qué te ocurre? / Pero yo no lloré ni respondí / en todo el día ni al llegar la noche, / hasta que un sol salía nuevo al mundo. / Como un pequeño rayo penetrase / en la penosa cárcel, y mirara / en cuatro rostros mi apariencia misma, / de pena mis dos manos me mordía; / e imaginando que de comer yo / ganas tenía, se alzaron bruscamente / diciendo: Padre, menos nos doliera / si de nosotros comes; quítanos / la carne de la cual nos has vestido”.
ALMUZARA.— A mí lo que más me fascinó de Pisa fue el cementerio. Como Dickens escribe en sus Estampas de Italia creo que “ni la memoria más embotada podría olvidar nunca el claustro y los juegos de luces y sombras que caen en su pavimento de piedra a través de la delicada tracería”. Ni los frescos de “El triunfo de la muerte”.
CATERINA.— Lo que queda de ellos tras las bombas del 27 de julio de 1944.
MARTÍN.— Lo curioso es que la destrucción permitió sacar a luz un tesoro escondido, las llamadas Sinopias, los dibujos originales que no se hacían sobre papel, sino directamente sobre el enlucido del muro con un pigmento rojo que venía de la ciudad de Sínope. Dibujaban los maestros mientras que el color a menudo lo aplicaban discípulos. De ahí que esos apuntes preparatorios tengan más calidad que los propios frescos.
ALMUZARA.— Tres días, amigo Ángel, dan para mucho, permiten incluso comenzar un soneto: “En una porcelana minuciosa / figurada una fragua se veía. / Un corazón al rojo vivo había...”
ÁNGEL.— Eran otros tiempos. Los viajes que antes duraban tres meses, ahora duran tres días. Poco provecho se puede sacar de ello.
ALMUZARA.— Tres días dan para mucho. Uno, por ejemplo, para Pisa, donde el avión te deja a unos minutos en tren del centro. En el Campo dei Miracoli están las cuatro maravillas que todo el mundo conoce, rodeadas siempre de una multitud que hace gestos raros para fotografiarse sosteniendo la torre.
MARTIN.— Siempre, no. Pisa es una ciudad con mucho turismo de paso. A dormir se queda menos gente. Pasear por los alrededores de la catedral solitaria, si uno madruga un poco, es fácil. También ya anochecido, cuando solo la luna nos acompaña. Pisa es una ciudad provinciana, llena de estudiantes y encanto antiguo. A mí me gusta cruzar el Ponte di Mezzo, recorrer el Borgo Stretto, con su doble hilera de soportales, la plaza que tanto recuerda al Fontán y que de noche se llena de bullicio. También leer en el Cafè dell’Ussero, que ya frecuentó Leopardi. Y visitar mis dos librerías favoritas, la Feltrinelli del corso Italia, con su patio arbolado, y la que está entre el Arno y la universidad. Abre hasta altas horas de la noche. En ella puedes encontrar una fotobiografía de Pirandello o Pavese por tres euros.
ALMUZARA.— O una antología de los poetas ingleses de la primera guerra mundial por un euro.
CATERINA.— El segundo día, Florencia. Parece imposible reducir Firenze a un día.
Yo he pasado un mes y aún no la he agotado.
ALMUZARA.— Pero ¡cuántas maravillas caben en un día! Puedes comenzar subiendo a la cúpula del Duomo, que abre temprano. Son muchos y empinados escalones, pero vale la pena. Admiras de cerca los frescos de Vasari, ves toda la ciudad en torno tuyo, señalas los lugares que has de visitar. Ahí cerca, San Lorenzo, con la magia geométrica de Brunelleschi y la capilla de Miguel Ángel.
MARTIN.— Y no olvides el “Martirio de San Lorenzo”, del Bronzino, que a mí me gusta tanto. El santo, tan elegantemente recostado en la parrilla, podía servir para un anuncio de Dolce & Gabbana.
ALMUZARA.— Un poco más allá está el convento de San Marcos. Qué placidez irlo recorriendo celda tras celda, con su pequeña ventana a este mundo y el fresco de Fray Angélico que nos muestra otro mundo. Y muy cerca, todo está cerca en Florencia, la plaza de la Santissima Annunziata. Y allá, delante de la estación, Santa María Novella, que ahora cubre su rostro albertiano con un velo.
CATERINA.— En un día casi ni tienes tiempo para enumerar la maravillas de Florencia.
ALMUZARA.— Por la tarde, la Piazza de la Signoria, con un saludo especial para el David y el Perseo, y la sorpresa de una exposición de Dino Campana, el raro poeta de los Cantos órficos, que yo no sabía que fuera también un pintor fantasioso y alucinado.
MARTÍN.— Al frente de la exposición, en grandes letras, había una frase suya: “Essere un grande artista non significa nulla: essere un puro artista ecco ciò che importa”. En el cuaderno que recoge las impresiones de los visitantes, yo escribí: “Ya sé que ser un gran artista no significa nada, pero yo, modestamente, me conformo con eso”.
ALMUZARA.— Luego el Arno, el ponte Vecchio, las soledades del Giardino di Boboli y el museo de las porcelanas donde cada pieza era como un galante poema rococó... Y para concluir un concierto en Santa Maria dei Ricci, con el contratenor Marco Pupo cantando a Pergolesi y a Purcell: “If music be the food of love”.
CATERINA.— El contratenor era un espectáculo en sí mismo, con su musculatura de ginnasio, su camiseta negra, sus tatuajes, su cu... , su curiosa manera de moverse delante del órgano.
ÁNGEL.— Vale, vale, aceptamos Pupo como animal de compañía.
ALMUZARA.— Y la cena en Le Giubbe Rosse de la Piazza della Reppublica, donde tenían tertulia Guillén y Montale, amenizada por músicos callejeros y un falso Charlot.
MARTIN.— El tercer día es para Perugia. Carlos Dickens la vio “fortalecida por la naturaleza y por el arte, situada en un promontorio que se alza abruptamente en la llanura, donde las montañas de color púrpura se funden con el cielo lejano”. Yo no puedo olvidar el verano que pasé en Perugia, hace un cuarto de siglo. La ciudad sigue siendo para mí un enigma y una caja de sorpresas. Siempre que vuelvo descubro algo nuevo, a veces una iglesia, a veces un barrio entero. Nunca dejo de maravillarme cuando salgo de la estación y no la veo por ninguna parte. Si está situada en lo alto, ¿por qué no asoma sobre las casas de la ciudad nueva? El autobús da vueltas y más vueltas antes de llegar a ella. Ese autobús es como el tren que lleva al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, te deja en un lugar fuera del mundo, sometido a otras leyes.
ALMUZARA.— Para mí Perugia esta vez es un demorado helado en el corso Vanucci y la perspectiva desde Porta Sole. Recordaba allí los versos de la Divina Comedia: “onde Perugia sente freddo y caldo / da Porta Sole”.
CATERINA.— ¡Qué maravilla Dante! Yo lo he recordado muchas veces en Florencia: “la boca mi baciò tutto tremante”.
MARCOS.— A Dante se le cita más que se le lee. La verdad es que resulta difícil tragarse entera la Divina Comedia, difícil en el original y casi más difícil en la traducción de Ángel Crespo. Una buena manera de acercarse a ella es la selección que ha preparado Luis Martínez de Merlo en la editorial Anaya. Traduce de manera admirable los mejores pasajes y resume los otros de manera que no se pierda el hilo. Lo peor es el tono falsamente pedagógico que quiere dar a sus explicaciones.
MARTIN.— En Pisa, en la plaza de los Caballeros, está la torre en que encerraron al conde Ugolino y a sus hijos hasta dejarlos morir de hambre. El propio conde le cuenta a Dante la historia. Primero tienen un sueño premonitorio, luego oyen clavar la puerta de entrada: “Yo no lloraba, tan de piedra era; / lloraban ellos, y el más niño dijo: / Cómo nos miras, padre, ¿qué te ocurre? / Pero yo no lloré ni respondí / en todo el día ni al llegar la noche, / hasta que un sol salía nuevo al mundo. / Como un pequeño rayo penetrase / en la penosa cárcel, y mirara / en cuatro rostros mi apariencia misma, / de pena mis dos manos me mordía; / e imaginando que de comer yo / ganas tenía, se alzaron bruscamente / diciendo: Padre, menos nos doliera / si de nosotros comes; quítanos / la carne de la cual nos has vestido”.
ALMUZARA.— A mí lo que más me fascinó de Pisa fue el cementerio. Como Dickens escribe en sus Estampas de Italia creo que “ni la memoria más embotada podría olvidar nunca el claustro y los juegos de luces y sombras que caen en su pavimento de piedra a través de la delicada tracería”. Ni los frescos de “El triunfo de la muerte”.
CATERINA.— Lo que queda de ellos tras las bombas del 27 de julio de 1944.
MARTÍN.— Lo curioso es que la destrucción permitió sacar a luz un tesoro escondido, las llamadas Sinopias, los dibujos originales que no se hacían sobre papel, sino directamente sobre el enlucido del muro con un pigmento rojo que venía de la ciudad de Sínope. Dibujaban los maestros mientras que el color a menudo lo aplicaban discípulos. De ahí que esos apuntes preparatorios tengan más calidad que los propios frescos.
ALMUZARA.— Tres días, amigo Ángel, dan para mucho, permiten incluso comenzar un soneto: “En una porcelana minuciosa / figurada una fragua se veía. / Un corazón al rojo vivo había...”
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