viernes, 25 de junio de 2021

Después y todavía: Dime de qué presumes

 

Sábado, 19 de junio
DEL AMOR

“La confianza es una necesidad del amor y de la amistad; pero las almas grandes gustan poco de la confidencias”.

            Prefiero contar historias en lugar de contar mi vida. La historia de amor entre Guillermo de Humboldt y Carlota Diede, por ejemplo. El gran filólogo, el ilustre diplomático, el prócer prusiano, el hombre ejemplar, casado felizmente, tuvo un amor secreto, tan secreto que ni los más íntimos amigos llegaron a sospechar nada.

En 1788, recién cumplidos los veintiún años, se acercó hasta la estación balnearia de Pyrmont, entonces muy de moda. Allí, en la mesa redonda de la fonda en que se hospedaba, quedó deslumbrado por una joven, hija del pastor de un pueblo cercano. La atracción fue mutua. Los tres días siguientes apenas si se separaron uno del otro. Cuando llegó el momento de la despedida, Guillermo prometió a Carlota que no tardaría en acercarse a Luderhausen, donde ella residía, para pedir su mano. No lo hizo, no volvió a dar señales de vida. Muchos años después, ya un hombre ilustre, recibió una carta de aquella mujer desdeñada. Le contaba una historia triste, en la que había matrimonio, maltrato y pobreza, y le pedía su ayuda. Humboldt respondió de inmediato –no la había olvidado, dijo-- y continuó con esa correspondencia hasta su muerte. Tomó todas las precauciones para mantenerla en secreto, incluso la dirección en los sobres las escribía siempre otra persona.

Confiaba en que Carlota destruyera sus cartas una vez leídas, como él destruía las de la mujer. Solo se volvieron a ver dos veces: un día en Frankfort, en 1817, y otro en Cassel, en 1828. Esas cartas de amor son las más raras cartas de amor que se hayan escrito nunca y solo por ellas se leyó y se sigue leyendo al sabio Humboldt fuera del círculo de los especialistas. “Los verdaderos placeres son aquellos de los que podemos prescindir porque toda necesidad es un dolor que empieza”, escribió en este tratado de la renuncia y desasimiento, escrito por alguien que no renunció a nada, salvo a lo que más le importaba.

            “¿Qué necesito hacer para sufrir menos?”, le pregunta Carlota. “Necesita hacer lo que yo: mirar con indiferencia muchas cosas; convencerse de que todo lo que nos ayuda a madurar es bueno; tener cuidadosamente equilibrado el espíritu; adquirir este reposo del corazón que he poseído desde joven y que es preferible a la alegría”.

Domingo, 20 de junio
EN BIARRITZ

Qué difícil es ayudar sin ofender, cuánta inteligencia se necesita. Fernández Flórez contó la historia de aquel elegante caballero que, en Biarritz, a poco de su llegada, en cuanto algún conocido iba al casino, le pedía que apostara en su nombre cien francos.

Pero nadie apostaba ese dinero, sino que se lo devolvía añadiendo cien o doscientos francos más, como si hubiera ganado. Aquel caballero no aceptaría una limosna ni pediría prestado lo que no sería capaz de devolver. Necesitaba Biarritz para vivir como otros necesitan el aire. Era el primero en llegar y el último en marcharse. En París vive en casa de un hermano gruñón que le recuerda cada día que es él quien le mantiene.

Hace años yo fui aquel menesteroso de Biarritz y ahora no sé devolver sin ofender la ayuda que en otro tiempo recibí.

Martes, 22 de junio
QUÉ PERSONAJE

Lo mejor del libro de Ernesto Ekaizer El rey al desnudo es el subtítulo, “Historia de un fraude”, y el apéndice documental. Qué personaje, Dios mío, qué personaje, entre el esperpento y la novela negra, hemos tenido en España durante cuarenta años, cuarenta, como jefe del Estado. De él se rumoreaban muchas cosas, pero solo la justicia suiza, mientras la justicia española miraba para otro lado o se dedicaba a poner piedrecitas en las ruedas, ha cumplido con su deber iniciando una investigación criminal que hará pasar a la historia universal de la infamia al principal protagonista.

            Ekaizer reproduce el escrito, de fecha 5 de marzo de 2019 (un año antes de que los españoles tuviéramos conciencia de él al anunciar Felipe VI que renunciaba a la “herencia” de su padre que pudiera corresponderle), en el que los abogados londinenses de Corinna zu Sayn-Wittgenstein cuentan el acoso al que el llamado rey emérito y ciertos cuerpos de la seguridad nacional están sometiendo a su clienta.

Los hechos: “En 2012, nuestra clienta recibió del rey emérito una cartera bancaria, plenamente invertida, depositada en una cuenta del banco Mirabaud de Ginebra a nombre de una fundación llamada Lucum. Los beneficiarios de esta fundación son el rey emérito, su majestad Felipe VI y la infanta Leonor. Este regalo no fue solicitado y se presentó como irrevocable”. Dos años después, el rey emérito le solicitó a Corinna que le devolviera esos fondos. Como ella dijo que legalmente no podía hacerlo, la acusó de haberlos robado. Y esa acusación se hizo no solo en privado, sino “ante jefes de Estado extranjeros y ante los clientes y socios comerciales de nuestra clienta, así como ante su familia y sus hijos, que se han visto afectados de manera muy especial por esta campaña de desprestigio”. Y no se vayan porque aún hay más: “El rey emérito también ha atacado a los dos hijos de nuestra clienta, incluyéndolos como miembros en varios chats online de grupos privados en los que ha publicado reiteradamente comentarios falsos, peyorativos y ofensivos acerca de su madre”.

            Por supuesto, en el libro se incluye el contrato de donación entre S. M. Juan Carlos I, rey de España (Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón), en adelante “el donante”, por un lado, y Dña. Corinna zu Sayn-Wittgenstein, en adelante “la donataria”, por otro, de los famosos 65 millones de euros. Al exigir la devolución, el donante está admitiendo que era un contrato simulado para ocultar una fortuna no declarada al fisco y de origen oscuro, que le comprometía. Está admitiendo que es un delincuente. La fiscalía debería intervenir de oficio. Y es lo que hizo el fiscal Yves Bertossa. En Suiza, por supuesto.

Miércoles, 23 de junio
EL HONOR DE ESPAÑA

Leo a Schopenhauer: “El orgullo más barato es el orgullo nacional. Este orgullo denuncia en quien lo siente la carencia de buenas cualidades individuales de las que pudiera estar orgulloso, porque de tenerlas no recurriría a otras que ha de compartir con tantos millones de individuos. Cualquiera que tenga distinguidos méritos personales reconocerá, por el contrario, con mayor exactitud, los defectos de su país, porque los tiene constantemente a la vista. Pero todos esos imbéciles, dignos de lástima, que nada tienen en el mundo de que puedan enorgullecerse, se acogen a ese último recurso de sentirse orgullosos de la nación a la que, por casualidad, pertenecen; a ella se adhieren y en su gratitud se hallan prontos a defender, con el pie y con el puño, todas las majaderías propias de su patria”.

            Pues yo, admirado filósofo, a pesar de eso, me siento orgulloso de ser español, y profundamente avergonzado del anterior jefe del Estado, de quienes se enriquecieron con él y de quienes permitieron que eso ocurriera y de quienes le rieron las gracias y también, puestos a ello, de buena parte de mis compatriotas que lo consintieron y consienten, como agachando sumisamente la testuz consienten tantas otras cosas..

Jueves, 23 de junio
LA FAMOSA INVIOLABILIDAD

La famosa inviolabilidad que tantos usan como justificación para mirar para otro lado cuando se habla de delitos cometidos antes de 2014 (o de los de después, hasta que se vieron obligados por la justicia europea) es una mala excusa. Basta leer la Constitución –léanla, jueces y fiscales y catedráticos de Derecho Constitucional-- para enterarse de que los actos de los que el rey no es responsable, debido a su inviolabilidad, son responsables quienes los refrendan. Por lo tanto, deben ser investigados ante cualquier indicio de delito para enjuiciar a quien corresponda. Por ejemplo, si los famosos indultos del pasado martes fueran delictivos, como pretenden algunos, el responsable no sería Felipe VI, aunque los haya firmado, pero habría un responsable, el presidente del gobierno, y no solo político, sino también penal si ese fuera el caso.

Da un poco de reparo repetir estas verdades elementales. Pero todavía la inviolabilidad sigue utilizándose no para eximir al jefe del Estado por sus actividades como jefe del Estado, de las que sería responsable el gobierno, sino como particular, cosa que, desde Calígula para acá, no admite ninguna constitución del mundo. Ni siquiera Pinochet pudo acogerse a ella cuando, ente 1998 y 2000, se planteó en Londres su juicio de extradición, como muy bien recuerda Ekaizer en la página 316 de su libro, aunque en otras parece seguir aceptando el cuento de la inviolabilidad tal y como nos lo han habitualmente contado. 

Viernes 25 de junio
DE QUÉ PRESUMO

“Dime de qué presumes y te diré de que careces” afirma la sabiduría popular. Y nadie presume más de racionalidad y sentido común que yo.

Y nadie más torpe en las cosas que de verdad importan.





 

sábado, 19 de junio de 2021

Después y todavía: Sesión continua

 

Sábado, 12 de junio
NIHIL OBSTAT 

“La mejor manera de vencer a la tentación es caer en ella” decía Oscar Wilde. Y hay tentaciones que yo nunca he sido capaz de resistir. La de viajar en el tiempo, por ejemplo. 114 horas de vuelo alrededor del mundo se titula el vehículo al que me subo esta tarde. El piloto es Enrique Aguilar, de quien no sé nada más que lo que él me cuenta: que estudió con los jesuitas, que fue marino, que sigue siendo un buen católico y por eso su libro lleva el “Nihil obstat” de un canónigo y el “Imprimase” de un arzobispo.

Se publicó en Barcelona en 1957. “Sinfonía en negro” se titula uno de los capítulos: “Recuerdo que apenas tenía yo 18 años sostuve una polémica con un americano sobre la raza negra. Los negros, decía el americano, son una raza inferior y no pueden ni deben convivir con los blancos. Yo sostenía que Dios no distinguía de colores y que todos éramos hermanos”.

Han pasado los años, ha pasado Enrique casi un mes en Estados Unidos (en una foto del libro se le ve junto a Cornel Borchers y Rock Hudson), y ya no puede ser tan categórico: “Como cristiano, sigo opinando que merece los mismos respetos un blanco que un negro, pero comprendo, no obstante, que la vecindad de un negro en la butaca de un teatro es molesta”. Y sigue: “Por otra parte, pese a sus estudios, el negro no tiene aún solera suficiente para reprimir sus instintos y cuando abusa del alcohol su primitivismo se pone inmediatamente de manifiesto”. Por eso los americanos, para librarse de los negros, inventaron la República de Liberia, pero el experimento fracasó: “La tragedia del negro consiste en haberse habituado al coche y a la nevera. ¿Cómo quieren ustedes que ahora se despoje de todo y vuelva a la jungla con su simple taparrabos?”. Antes que eso, prefieren seguir en Estados Unidos y ser objeto de vejaciones.

            Nos frotamos los ojos, no acabamos de creérnoslo. Enrique Aguilar, como buen cristiano, siente un poco de pena por el sufrimiento ajeno, pero enseguida se consuela: “Claro que su epidermis no es tan sensible como la nuestra y posiblemente cosas que a nosotros nos parecerían terribles ellos apenas llegan a percibirlas”.

            “Nihil obstat”, nada que objetar, por parte del doctor Cipriano Monserrat, canónico prelado doméstico de Su Santidad; “imprímase” ordena el arzobispo de Barcelona.

            Eran tiempos en que uno podía decir lo que pensaba sin miedo a la dictadura de lo “políticamente correcto”. Así comienza el capítulo dedicado al Japón: “Esto es un paraíso para los hombres. La mujer se educa desde que es niña para respetar y servir al hombre, de forma que cuando se casa considera como la cosa más normal el quitarle los zapatos al marido cuando llega cansado a su casa, el levantarse antes que este para que cuando despierte encuentre ya su desayuno preparado y el quedarse en la casa por la noche levantada esperando a que regrese su marido si este salió con unos amigos”.

Domingo, 13 de junio
EL AMOR Y UN VIEJO

Soy un espectador ingenuo. Cuando leo un libro, sobre todo si es un libro de poemas, siempre le miro las costuras y los zurcidos y no hay puntada mal dada que se me escape. Cuando entro en una sala de cine, entro dispuesto a dejarme engatusar. Hoy, gracias a Gaza mon amour, visito un  territorio que solo asoma a las noticias para traernos malas noticias. Voy al mercado, salgo a pescar en la estrecha zona permitida –apenas cinco kilómetros--, sueño con escapar a Europa, aunque sea arriesgando mi vida, maldigo a la policía político-religiosa que encuentra en el cerco israelí la mejor excusa para negarme todos los derechos, y me enamoro como un adolescente, que es como yo suelo enamorarme. Issa, el protagonista, tiene sesenta años en la ficción, pero Salin Dau, el actor que lo interpreta, nació el mismo año que yo. Con él bailo ilusionado mientras preparo la cena y suena una canción de Julio Iglesias: “que no se rompa la noche, que no se rompa”.

            Pero mi fascinación por este vivir otra vida, tan distinta a la mía y tan semejante, no impide que la otra parte del cerebro considere un disparate toda la historia de la estatua encontrada. Los hermanos gemelos Tarzán y Arab Nasser (lo de Tarzán es pseudónimo, por supuesto) habrían necesitado la ayuda de un buen guionista. Y yo, que soy de las personas que pueden hacer más de una cosa a la vez, me enamoro cándidamente con Issa y me entretengo preparando dos versiones alternativas, una en que no hay tal encuentro de la estatua de Apolo y otra en que el dios ejerce su papel y detiene misiles en el aire y convierte en perros a los fieles burócratas de Hamás..

Lunes, 14 de junio
ME ALEGRA COINCIDIR

¡Cómo me alegra coincidir cada vez más en lo esencial con mi admirado Andrés Trapiello! Pienso, como él, que si Pedro Sánchez para completar la mayoría hubiera necesitado los votos de Ciudadanos, en lugar de los de Esquerra, ahora competiría con Rosa Díez a la hora de encontrar contundentes argumentos con los que rechazar los inminentes indultos.

Solo discrepo de mi exitoso amigo en un pequeño detalle: para él, las exigencias de la aritmética parlamentaria son un atentando a la Constitución y a no sé cuántas cosas más; para mí, contribuyen a aliviar una monstruosa injusticia, la privación de libertad a unos hombres de bien.

Ahora solo falta que al Príncipe de Maquiavelo, quiero decir a nuestro presidente del Gobierno, la misma necesidad de aglutinar votos para impedir la convocatoria anticipada de elecciones le lleve a pactar con el govern un referéndum a la escocesa.  Y que sea lo que los votantes quieran.

“Si hubiera muchos españoles como tú, habría menos independentistas” me dijo una vez un anónimo lector catalán, no sé si en tono de elogio o de reproche. Si era lo segundo, que no se preocupe: mis compatriotas, en este punto, se parecen más a mi querido Andrés Trapiello que a mí, con lo que los independentistas tienen garantizado ser abrumadora mayoría en muy pocos años.

Martes, 15 de junio
PREDICAR EN EL DESIERTO
 

----Siempre te estás quejando, Martín. Pero no tienes motivo. Pocas personas tan libres como tú para decir lo que piensan. Has escrito lo que creías conveniente, sin cortapisa alguna, de los últimos cercas y gimferreres y otros bodrios muy promocionados; has llamado presos políticos a los presos políticos; te has burlado de los jefecillos autonómicos que perdieron la cabeza durante la pandemia y todo se les volvía abrir y cerrar bares según las últimas estadísticas; has levantado la cabeza cuando todos la bajaban y decían amén, amén. Y no te han censurado, multado ni encarcelado, como sí creo que hicieron en el franquismo. No sé de qué te quejas.

            ----Sí, me han dejado el derecho al pataleo y lo he ejercido abundantemente. Pero porque no soy nadie, porque soy un escritor sin lectores y sin influencia alguna. Puedo decir lo que quiera en mi rincón provinciano, pero a cambio de que nadie me entreviste jamás en un medio de difusión nacional (¡hasta a Miguel Bosé le dan más cancha que a mí!), de que mis libros no se reseñen, de que nunca se me pregunte mi opinión. El hombre más libre es también el más ninguneado. Puede decir lo que piensa porque quienes manejan los altavoces ya se encargan de que nadie le escuche.

            Juan Bonilla escribió una vez que mis reseñas a favor de sus libros no le habían hecho vender ni un ejemplar más y mis reseñas en contra no le había hecho perder ni un solo comprador. No sé si será verdad. Pero si me leyeran, que no me leen, el presidente del Gobierno y el del Principado pensarían lo mismo: “Lo que diga ese señor me la suda. Será muy sensato, será muy razonable, pero no me hace ganar ni perder un solo voto”.

Jueves, 17 de junio
SOÑANDO Y ESPERANDO
 

Cumplir años es una costumbre que suele tener la gente y a la que es fiel hasta la muerte. Yo no acabo de creerme que tenga ya 71 años, la edad que tenía Azorín en 1944 y Unamuno a comienzos de 1936. ¿De verdad soy tan viejo como ellos? Me parece inverosímil, debe ser que la falta de éxito, el no convertirse en una momia ilustre, es un buen conservante.

            Tengo además la suerte de haber disfrutado toda la vida de una excelente mala memoria: olvido pronto, en cuanto acaban, los malos ratos. Y duermo bien y gasto todo lo que gano, alguna parte incluso en mí.

            “Somos el tiempo que nos queda” afirmó Caballero Bonald. Pero mientras no sepamos el tiempo que nos queda siempre podemos pensar que tenemos todo el tiempo del mundo por delante. Es lo que yo pienso, como cuando era niño, como cuando era adolescente. Todavía creo que lo mejor, en la vida y en la literatura, está por llegar. Y lo que importa no es que llegue o no, sino que yo pase mi tiempo soñando y esperando, nunca desesperando.


 

 

sábado, 12 de junio de 2021

Después y todavía: Café de los espejos

 

Sábado, 5 de junio
SOGA Y CUCHILLO

El crimen ocurrió en esta misma plaza. Por entonces no estaba abierta al mar y en el lado junto al puerto se encontraba la Gran Fonda, el mejor alojamiento de la ciudad. Allí, en el cuarto número diez, se alojó un estudioso alemán que vivía en Roma y que ya era famoso en toda Europa por sus estudios sobre el arte clásico, que por entonces –tras el asombroso descubrimiento de Pompeya y Herculano-- se había vuelto a poner de moda. Se llamaba Johann Joachim Winckelmann. Venía de Viena, de entrevistarse con la emperatriz y volvía a Roma, donde ocupaba un alto cargo como encargado de las antigüedades.

Antonio Arcangeli, que había llegado a Trieste el mismo día que Winckelmann, se alojaba en el cuarto de al lado. En seguida, se hicieron amigos, aunque poco parecían tener en común. Uno era un célebre erudito que viajaba de incógnito; el otro, un aventurero veneciano, que había llegado a pie, sin equipaje, pero que se daba aires de gran señor. Winckelmann buscaba un barco que estuviera a punto de partir para regresar a Roma; Arcangeli se ofreció a proporcionárselo. Ese fue el comienzo de su insólita amistad. Paseaban juntos, tomaban café juntos, cenaban en la habitación de Arcangeli. A Winckelmann le gustaba jugar a intrigar a su compañero: no le dijo quién era, pero sí que era una persona de importancia que se había entrevistado con la emperatriz y que esta le había regalado unas monedas de oro y plata. Arcangeli quiso verlas, Winckelmann se las enseñó y le pregunto que cuánto creía que valían.

La tarde antes de la partida, Arcangeli compró un cuchillo y una cuerda. Cenaron juntos como siempre, como los mejores amigos. Al día siguiente, Arcangeli entró en el cuarto de Winckelmann. Una criada estaba terminando de arreglarlo. Los oyó charlar amigablemente. Luego Winckelmann se despidió de su amigo y se sentó en la mesa que estaba entre las dos ventanas que daban al puerto. Tenía que terminar unas anotaciones para la nueva edición de su historia del arte clásico. Pero Arcangeli no abandonó el cuarto. Se abalanzó sobre su amigo y le colocó la soga al cuello. Winckelmann, más fuerte que él, se puso en pie, lucharon, cayeron al suelo con tal mala suerte que quedó bajo Arcangeli, que le sujetó con sus rodillas y le apuñaló repetidas veces.

Un criado oyó el ruido de la pelea. Se acercó a la puerta y escuchó durante un rato, luego entró. El agresor estaba de rodillas junto a su víctima. Al ver al camarero salió huyendo. Todo lo que ocurrió después tiene la absurda lógica de los sueños. El camarero, en lugar de atender al herido, marcha en busca de un médico. Winckelmann baja las escaleras tras él. Una criada lo ve ensangrentado y en lugar de socorrerle sale corriendo aterrada. Winckelmann tiene todavía al cuello la soga con la que han intentado estrangularle. Va hasta la habitación del posadero. Está cerrada. Todos los que le ven se quedan espantados, sin atreverse a acercarse a él. Un hombre corre en busca de un cura. Por fin a alguien se le ocurre ayudarle y lo primero que hace es quitarle la soga que todavía lleva al cuello.

Cuando llegó el médico, Winckelmann, que podía haberse salvado, solo tuvo tiempo de dictar su testamento. Murió a las cuatro de la tarde. Llevaba consigo un reloj de oro, una lupa enmarcada en plata, dos bolsitas de seda verde con 81 ducados del emperador y 27 monedas de oro.

            ¿Quién era Antonio Arcangeli? Tenía 38 años, el rostro picado de viruela, había sido pinche de cocina, había cometido muchos pequeños hurtos, había estado en la cárcel, tenía cierta labia y la utilizaba para engatusar a quienes después estafaba.

            Sentado en el Caffè degli Specchi, en la Piazza Unitá d’Italia, antes plaza de San Pedro, me parece escuchar todavía los gritos de Johann Joachim Winckelmann que baja las escaleras con la soga al cuello, ensangrentado y espantando a todos los que deberían ayudarle. Nunca había estado en Trieste, no tenía ninguna razón para acercarse a esa ciudad, no era el mejor camino para regresar a Roma, pero allí le esperaba el ángel de la muerte, Antonio Arcangeli, que ni siquiera tenía la hermosura adolescente que a él tanto le había fascinado, en el arte y en la vida.

Domingo, 6 de junio
AMIGO FEITO

“De la vida, en los libros, / solo queda la ceniza” escribió Xuan Bello en un poema que a mí me gusta citar añadiéndole unos versos: “Y fuera de los libros / ni la ceniza queda”.

            De la vida de José Manuel Feito, el cura de Miranda, quedan poemas, infinidad de papeles eruditos y el recuerdo agradecido de todos los que le conocieron. Y ahora queda algo más: una vida rescatada del olvido en sus propias palabras. Hoy me llegan los primeros ejemplares de Hecho y dicho, su autobiografía hablada, contada a Saúl Fernández.

            Para mí, José Manuel Feito, con quien comía regularmente todos los sábados en Avilés, era el interlocutor ideal. No había nada que no le interesara, en eso coincidíamos, y no estábamos de acuerdo en casi nada. Recuerdo que muchas veces me pasaba las cuartillas con el sermón que iba a pronunciar el domingo. No se limitaba a la rutina consabida, buscaba siempre un enfoque original, le gustaban las anécdotas históricas y citar a escritores. Yo discrepaba a veces en algún punto, pero no de las referencias literarias, sino de las afirmaciones teológicas. Así soy yo, me gusta cuestionar lo que parece evidente, detectar la imprecisión, poner en apuros a un especialista.

            José Manuel Feito tuvo mucha paciencia conmigo (como con todo el mundo). Ahora abro este libro y vuelvo a escuchar su voz, como en tantas sobremesas. De la vida, en los libros, amigo Xuan, algo más que la ceniza queda. La muerte, que todo lo puede, contra tu voz, amigo Feito, no puede.

Lunes, 7 de junio
MINÚSCULA MONEDA

Me envía Rosa Navarro Durán un libro de título poco prometedor, Ensayos hispano-ingleses, editado en 1948 como homenaje a Walter Starkie. Cree que me puede interesar. Lo abro y con lo primero que me encuentro es con un soneto de Manuel Machado que no está en sus poesías completas, que ha escapado a la perspicacia de estudiosos como Fernández Ferrer o Miguel d’Ors. Y muy probablemente son los últimos versos que escribió. Aluden al propio volumen en que se insertan: “En este libro, suma de señores / del Arte puro y la sublime Ciencia, / es mi pobre presencia la presencia / de un humilde juglar entre doctores”,

            El soneto no añade nada a la gloria del poeta, pero no deja de ser un hallazgo que me alegra el día, como una minúscula moneda de hace siglos que brilla de pronto entre las piedras del camino.

Martes, 8 de junio
TAL DÍA COMO HOY
 

Tal día como hoy, un ocho de junio de 1768, fue asesinado Winckelmann por el hombre que le acompañó de la mañana a la noche en sus últimos días. Pero yo prefiero no pensar en la absurda e inexplicable tragedia de la Gran Fonda, en la plaza de San Pedro (¿por qué se encaprichó el asesino con las medallas que le había regalado la emperatriz y no se limitó a hurtarle alguna de las monedas de oro que el sabio llevaba consigo?), y volver a pasear por el Giardino del Capitano, junto a la catedral y el castillo de San Giusto, donde está su tumba, donde se le conmemora de la más hermosa manera posible.

Entre el verdor y las rosas, en esta tarde de finales de primavera, parecen dorarse al sol de la historia capiteles, columnas, restos de lápidas conmemorativas. Al fondo, el templete neoclásico donde se guarda el cenotafio de Winckelmann. Sobre él, un ángel melancólico que apoya una mano en la frente y otra sobre un medallón con el rostro del sabio. Le rodean hermosos fragmentos escultóricos, el mejor homenaje a quien nos descubrió la hermosura del arte antiguo.

Quiero no pensar en ella, pero una vitrina me trae de nuevo a la memoria la tragedia de la Gran Fonda: en ella se reproducen las actas del proceso y el cuchillo que dio muerte al incógnito viajero.

            Antonio Arcangeli era un pillo de poca monta. Condenado por pequeños hurtos, nunca se había mostrado violento. Durante el juicio, no fue capaz de explicar por qué había hecho lo que había hecho. Dijo que perdió la cabeza. Pero su acción no tuvo nada de arrebato. Había comprado el cuchillo y la soga el día antes.

Quizá él también se ilusionó con Winckelmann, le propuso convertirse en su sirviente, que le llevara a Roma, soñó con ser el Crispín –recordemos Los intereses creados-- de este Leandro. Pero Winckelmann no aceptó la oferta. Se había cansado de este acompañante de los días tristes de Trieste, ya solo quería regresar a Roma, reanudar su vida de antes junto al cardenal Albani. Y la desilusión de Arcangeli, un pobre hombre que nunca había tenido suerte en la vida, al que la amistad de Winckelmann llenaba de orgullo, lo convirtió en el ángel de la muerte.

Miércoles, 9 de junio
UNA ESPOSA EJEMPLAR

Compro, en la librería Don Quijote, por cincuenta céntimos (dos libros, un euro), el André Maurois de Jacques Suffel. Maurois compartió la fama, en los años veinte y treinta, con Stefan Zweig, pero su vida sin misterio y sin tragedia no ha facilitado, al contrario de lo ocurrido con el escritor austriaco, su rescate del purgatorio. Del libro de Suffel, lo que más me interesa son las notas con que Maurois comenta cada capítulo de la hagiografía.  Y lo que más me sorprende, una líneas sobre Simone Maurois, que trabaja largas horas en la habitación contigua a la de su marido: “También allí los libros cubren las paredes hasta el techo. Pero, cerca de la ventana, puede verse una gran mesa dotada de un mecanismo que hace surgir o desaparecer una máquina de escribir. La que el escritor llama ‘mi otro yo’ permanece en esta austera mesa siete u ocho horas al día. Copia a máquina la fina escritura de André Maurois y sigue, día tras día, la creación de su obra”. Y esa imagen de colaboración “ejemplar” es precisamente la que el editor ha querido llevar a la cubierta del volumen, aparecido en una colección muy popular en los sesenta y setenta.

            Ya no quedan mujeres así. Ahora el bueno de Maurois, si no sabía escribir a máquina, no tendría más remedio que contratar a un mecanógrafo o mecanógrafa, con sueldo y derecho a vacaciones pagadas.



sábado, 5 de junio de 2021

Después y todavía: Puertas abiertas

 

Domingo, 30 de mayo
LA FE SALVA
 

Como San Pablo, yo también me he caído del caballo. Al hombre viejo sustituye el hombre nuevo. Antes me guiaba por la razón, ahora sé que solo la fe salva. ¿Cuándo ocurrió el milagro? Iba yo en el avión, durante un obligado viaje de trabajo, y me pareció de pronto que no sería capaz de resistir las pocas horas de vuelo. A un lado, por el lado de la ventanilla, tenía a un señor doble ancho; al otro, por el del pasillo, a una señora mórbidamente obesa. “¿Podría cambiar de sitio?”, le dije a la azafata. “Es que materialmente no quepo”. “Pues tendrá que acomodarse como pueda, vamos completos”, respondió ante lo que le pareció un capricho. Y allí me acomodé, casi con calzador. Efectivamente, íbamos completos. ¿Doscientos, trescientos pasajeros? Tocábamos a poco más de un metro cúbico de aire por cabeza en la estrecha cabina. El avión tardó en salir, hasta que no se puso en marcha no comenzó a funcionar el aire acondicionado. ¿Era yo el único que estaba a punto de desmayarse? Pensé que muy pronto el pasaje empezaría a protestar, pero todos callaban y bajaban los ojos resignados, salvo tres o cuatro bebés que no dejaban de patalear y llorar. Una voz monótona repetía: “Señores pasajeros, les rogamos que respeten la distancia de seguridad en el pasillo”. Ganas me dieron de levantarme y gritar: “¿Y por qué solo en el pasillo? ¿Por qué no nos permiten mantenerla en nuestro asiento? ¿Cómo es que, si los bares, los cines, las tiendas y hasta los espectáculos deportivos al aire libre tienen limitaciones de aforo, no las tienen los aviones? A poco estuve de organizar un motín. Pero entonces me vino la iluminación. Recordé primero los versos de Bartrina: “Si quieres ser feliz como me dices, / no analices, muchacho, no analices”. Y yo quiero ser feliz, no que la cabeza me estalle de incomprensión cuando viajo en ALSA de Oviedo a Madrid con el pasaje completo o cuando veo que en los asientos de las estaciones del metro marcan los lugares en que uno no puede sentarse para mantener la distancia de seguridad mientras que el interior del vagón los viajeros se sientan unos al lado de otros, sin limitación ninguna. ¡En qué manos estamos, Dios mío, desde hace ya más de un año! Mejor no pensar, limitarme a obedecer, ser uno más del sumiso rebaño que acata sin rechistar lo que le echen y repetir los versos, no sé si de Juan Ramón o de Pemán, o quizá de José María Jiménez, que diría Cernuda: “Bendito seas, Señor, / por tu infinita bondad, / porque pones con amor, / sobre espinas de dolor, / rosas de conformidad. / Gracias si queréis que viva, / gracias si queréis matarme. / Gracias por todo y por nada / y sea lo que queráis”. (Donde dice “Señor”, debe leerse, por supuesto, “autoridades político-sanitarias”.)

Lunes, 31 de mayo
CRÍTICA ACRÍTICA

Hablo en Ca´ Foscari, la laberíntica universidad de Venecia que juega a asomarse y esconderse junto al Gran Canal, de las relaciones entre la crítica académica y la crítica valorativa o crítica policíaca o crítica higiénica, para utilizar la terminología de Clarín. Cuento que hasta hace no muchos años en la universidad no se estudiaba la literatura actual, que al catedrático Martínez Cachero no le dejaron dedicar su tesis doctoral a las novelas de Azorín y que tuvo que hacerla sobre un poeta segundón del XIX. Fue Bousoño, con su tesis sobre Aleixandre, el primero el estudiar en la universidad española a un poeta contemporáneo, y eso gracias a que el director, Dámaso Alonso, era amigo del poeta estudiado. Algo de razón había en ello. Aplicar a una edición de Luis Alberto de Cuenca los mismos métodos que a las de Garcilaso no es hacerla más rigurosa, sino solo más ridícula y Juan José Lanz no me dejará mentir. La minuciosa enumeración de borradores y variantes tiene sentido –si se hace bien-- cuando se trata de un clásico, no de un contemporáneo del que contamos con una edición fiable preparada por el propio autor.

            Es necesaria una cierta distancia temporal, para que sepamos qué autor forma parte de la historia de la literatura y cuál de la efímera actualidad. Y eso no se decide –o no solo o no principalmente-- en los departamentos universitarios. La crítica universitaria suele ser acrítica. Allí los autores deben llegar acreditados en otra parte.

 

Martes, 1 de junio
TENGO LA SOSPECHA

Ningún lugar mejor para comenzar mi mes favorito que esta Venecia que hoy estalla de luz y júbilo. Vuelve a abrir el interior de los bares y restaurantes, puede uno acomodarse de nuevo en la barra y contarle sus cuitas al camarero. Las terrazas están llenas de felicidad. Comemos en el  restaurante kosher que está frente al canal del Cannaregio, a la entrada del gueto. Un amigo se niega a acompañarnos. “No es que yo tenga nada contra los judíos, por supuesto que no, pero estos de Venecia son ultraortodoxos y no me gustan nada. Hace poco hubo un gran escándalo que salió en los periódicos. Despidieron en ese restaurante a un camarero, que no era judío, porque se enamoró de una camarera judía. Los denunció por despido improcedente y el caso aún está en los juzgados. Además he oído que jóvenes judíos de vez en cuando se juntan para apalear a algún musulmán”. Yo no me creo nada, por supuesto, pero luego, mientras disfruto de nuevos sabores, me entretengo en tratar de adivinar cuál de las dos camareras que deambulan por el local, las dos muy reina de Saba, es la que despertó esa pasión prohibida.

            En el conflicto entre el gobierno de Israel y los palestinos, nunca tuve dudas de en qué parte estaban la razón y la justicia, y nunca dejaré de denunciar el terrorismo de Estado, pero eso no afecta en nada a mi pasión por la cultura judía. Me gusta imaginar que entre mis antepasados hubo algún criptojudío de los que se quedaron por tierras de Extremadura tras la expulsión.

Miércoles, 2 de junio
MOLO AUDACE

Hay ciudades que he pisado infinitas veces antes de pisarlas por primera vez. Trieste es una de ellas. Con el placer del reencuentro, del primer abrazo después de tantos años, toda una vida, abandono la estación central e impaciente camino hacia los lugares que primero fueron de tinta y de papel y ahora se alzan en tres dimensiones en una historia ilustrada de la literatura. Corso Cavour adelante, en seguida me encuentro con el Canal Grande, la neoclásica iglesia de san Antonio Taumaturgo al fondo y James Joyce caminando junto a uno de los puentes. Admiro, desde fuera, la iglesia ortodoxa serbia, pero sin detenerme. Tengo prisa por saludar a uno de mis más queridos amigos de esta ciudad. Paso por delante de su librería –hoy está cerrada, es el día de la República--, pero me lo encuentro en el cruce de Dante Alighieri con San Nicoló, sin duda va a trabajar al local, aunque no esté abierto. Recuerdo sus: “Trieste tiene una hosca / gracia. Si gusta, / es como un áspero y voraz granuja, / de ojos azules y manos ya muy grandes / para dar una flor, / como un amor / con celos. / En torno a cada cosa / circula / un aire extraño, un aire tormentoso: / es el aire nativo”.

            Ningún aire extraño, amigo Umberto Saba, ningún aire tormentoso encuentro yo en esta ciudad que acaricio hoy por primera vez. Me dejo sorprender por la fastuosidad de la Piazza della Unità d`Italia, con uno de sus lados abierto al mar y al mundo, y luego voy hasta un pequeño parque, el Giardino Hortis, a cuya entrada, entre puestos de libros, me espera Ettore Schmitz, discreto comerciante en la fábrica de pintura de sus suegros, amigo de Joyce y autor de una novela, La conciencia de Zeno, que hizo famoso a partir de los años veinte, no su nombre, sino el pseudónimo tras el que quiso esconderse. La antivida de Italo Svevo tituló Maurizio Serra la biografía que le dedicó. Pocas vidas más aparentemente anodinas e insignificantes que la suya. Todas sus tormentas fueron interiores. En eso creo que nos parecemos.

El libro que compro en uno de los puestos es la crónica de un viaje a la Rusia soviética cuando asombraba y espantaba al mundo. Nella terra dei Soviet, de Mario Nordio, se publicó en Trieste en el año 1932, el año X de la era fascista (y así se indica en el colofón), pero no tiene nada del panfleto antisoviético que podría esperarse. Todo lo contrario. Son tantos los puntos de contacto que encuentra que concluye afirmando que “Roma y Moscú son  los únicos centros que construyen el porvenir en un mundo que cruje bajo el peso del pasado”. Faltaba un año, pero por entonces nadie pensaba que Hitler pudiera llegar al poder.

            Hojeo el libro en un banco del parque (me sorprende que los árboles estén dedicados a distintas personas, como los bancos del Central Park) y luego asciendo hasta la catedral y el castillo de San Giusto. Desde allí diviso toda la ciudad y el inmenso azul. Juego a ir reconociendo los lugares. Lo que más me llama la atención es una especie de pista de aterrizaje llena de gente que se adentra en el mar. De pronto la reconozco. ¡Es el Molo Audace, el antiguo Molo de San Carlo!

            Termino la tarde, la hermosa tarde en la que no me canso de acariciar la ciudad, paseando yo también por él, emborrachándome de infinito. En el siglo XVIII aquí se hundió un barco, el San Carlo, y en lugar de retirar los restos se decidió construir un nuevo muelle. Se fue ampliando varias veces y en los años veinte, como homenaje a otro navío, el torpedero Audace, que fue el primero en entrar en el puerto tras la Gran Guerra, cambió su nombre por el que ahora tiene, que parece propio de una aventura de Corto Maltese. Aquí atracaron durante años los barcos de pasajeros, pero ahora lo hacen en otra parte y sirve solo como fantástico paseo sobre las aguas. Al final hay una rosa de los vientos y junto a ella puede uno soñar con lugares que están fuera del mapa y del calendario..

Jueves, 3 de junio
VILLA MARAVEGE

El rio San Trovaso une el canal de la Giudecca con el Gran Canal. Al comienzo, junto a a Fondamenta  Zattere, está el squero de San Trovaso, el más hermoso de los talleres de góndolas. Aquí tuvo lugar una famosa representación al aire libre de El mercader de Venecia a la que asistió Eugenio d’Ors, quien la comentó en sus glosas. La tarde en la que yo paso por allí está lleno de estudiantes que celebran su graduación. Lo que no sabía es el secreto que el río encierra al final. Siempre lo cruzaba por el ponte de le Maravegie, el puente de las Maravillas, pero hoy he avanzado un poco más por la acera sin salida y he descubierto la Pensione Accademia, que ocupa Villa Maravege, una mansión del siglo XVIII que fue embajada rusa durante la República Veneciana y consulado después durante mucho años. Aquí se alojaba Josif  Brodsky y aquí escribió buena parte del libro que en español se titula Marcas de agua y en el original lleva el nombre de la cercana Fondamenta degli Incurabili. Con un jardín de verano y otro de invierno y dos columnas supervivientes del campanile original (el que se derrumbó en 1902) ningún lugar mejor para esconderse del mundo y estar en el centro del mundo.