Es innegable que José Luis Rodríguez Zapatero, durante su etapa como presidente del Gobierno, cometió varios errores garrafales, no se si por impericia e ineptitud o plenamente consciente de lo que estaba haciendo. Uno de esos errores es tratar de deshacer con la disparatada ley de Memoria Histórica lo que, con gran acierto, hicieron o trataron de hacer los que prepararon la transición. A la muerte de Franco, las fuerzas políticas de entonces se ponen de acuerdo y, con buen criterio, deciden dar carpetazo a todo un pasado conflictivo, enterrando esas dos Españas para mirar juntos y unidos al futuro.
La transición española a la democracia, a pesar de su enorme complejidad, fue muy efectiva al permitirnos recuperar buena parte del tiempo perdido. Sin apenas traumas, pasamos pacíficamente de una dictadura a una democracia plena. Dejamos a un lado nuestro aislamiento tradicional y nos incorporamos plenamente a Europa y hasta comenzamos a ser tenidos en cuenta en el concierto internacional. Es cierto que, para lograr esa transición ejemplar, todos tuvieron que renunciar generosamente a alguna de sus exigencias, logrando así una amnistía política sin exclusiones, la legalización de todos los partidos políticos y la celebración, por fin, de unas elecciones libres. Una mayoría amplia de españoles aprobó también nuestra Constitución.
Aquel acuerdo trascendental entre las diferentes fuerzas políticas hizo posible que España fuera plenamente homologable a los países de nuestro entorno y que indistintamente se pudieran constituir gobiernos formados por centristas, socialistas o conservadores. Es cierto que nuestra democracia, como la de los demás países, tiene sus luces y sus sombreas, pero es innegable que se ha pasado de gobiernos de derechas a otros de izquierda y viceversa sin ningún problema. Con independencia de su color político, solamente se les ha exigido tener votos suficientes para configurar una mayoría capaz de gobernar.
Pero llegó José Luis Rodríguez Zapatero, y dando rienda suelta a sus caprichos y desvaríos personales, pone en marcha su ley de Memoria Histórica, abriendo así nuevamente las viejas heridas, que creíamos ya cicatrizadas. Con su afán de remover tumbas de hace 70 años, ha resucitado otra vez el fantasma de la Guerra Civil y ha vuelto a la clásica división de los ciudadanos en “rojos” y “fachas”, enfrentando a unos contra los otros. Antaño los “fachas” eran los buenos y los “rojos” los malos, ahora es al revés. Ahora son los “rojos”, los vencidos, los que exigen cuentas a los “fachas”, a los que se alzaron con la victoria de la Guerra Civil española.
A Rodríguez Zapatero le importan muy poco los muertos de la Guerra Civil, sean de un bando o del otro. Los utiliza simplemente para demonizar a los que él considera “fachas” a los que quiere dejar fuera de las instituciones. Y para eso, nada mejor que la gresca y la división. De ahí que, imitando a la Revolución francesa, utilice como jacobinos a los titiriteros, a los del sindicato de la ceja y a los sindicalistas para preparar todo tipo de algaradas. Tanto Zapatero como sus mesnadas pretorianas quieren hacernos ver que los culpables de todos los males son Franco y los que con él propiciaron la desaparición traumática de la Segunda República. Y esto demuestra o que no saben historia o que tratan descaradamente de alterarla a medida de su conveniencia. Según ellos, fue Franco, con su levantamiento militar, el que enfrentó cruelmente a unos españoles contra otros, dando así lugar a las dos Españas irreconciliables entre sí. Esa trágica división entre las dos Españas se acentuó aún más durante los cuarenta años de dictadura y ha sobrevivido hasta nuestros días porque no se depuraron a su debido tiempo las graves responsabilidades cometidas por el franquismo.
No se puede culpar a Franco del fracaso estrepitoso de la Segunda República. La culpa de su hundimiento definitivo hay que achacársela a los propios dirigentes republicanos por su negativa actitud ante la democracia. La Segunda República ya nació de manera irregular. Se proclamó en el contexto de unas elecciones municipales que, por añadidura, perdieron los republicanos. Y fue la izquierda revolucionaria, la izquierda que no sentía ni el menor respeto por la democracia y las instituciones la que se apropió de la República desde el primer momento. Por eso, cuando la derecha ganó limpiamente las elecciones en 1934, la izquierda se levantó en armas. Querían ganar por la fuerza lo que les negaban las urnas.
Y en este ambiente de extrema violencia llegan las elecciones de febrero de 1936. Aunque volvieron a ganar los partidos de la derecha, la izquierda revolucionaria agrupada en la coalición del Frente Popular, se valió de la extorsión y la fuerza para adulterar fraudulentamente los resultados del escrutinio. La Comisión de Validez de las Actas Parlamentarias, que presidía Indalecio Prieto, se encargó de los oportunos pucherazos, anulando los resultados de algunas mesas electorales, invalidando numerosas actas, para dar así el triunfo al Frente Popular. Ni siquiera respetaron las formas, constituyendo el Gobierno, sin que se celebrara la segunda vuelta electoral.
Desde el primer momento, la coalición del Frente Popular se adueñó de la calle, para acabar de una vez por todas con las tradiciones de mayor arraigo en el pueblo, como es la fe y nuestra cultura milenaria. Y para eso, nada mejor que la violencia, la quema de Iglesias y conventos y hasta el crimen generalizado. Les urgía, además, importar cuanto antes la revolución soviética, de acuerdo con los planes establecidos por Largo Caballero que, por cierto, aspiraba a convertirse en el Lenin español. En consecuencia, la República nacida en 1931 ya no les servía. Había que sustituirla por otra de corte popular y totalitaria, donde se pudiera implantar la Dictadura del Proletariado.
La intolerancia política y el sectarismo alocado de la izquierda republicana acabaron con la seguridad más elemental y, por supuesto, con todo atisbo de libertad. Para el 18 de julio de 1936, la extorsión más abyecta y el crimen generalizado hacían inviable la paz y cualquier tipo de convivencia social. La situación en España llegó a ser tan crítica que el enfrentamiento bélico fue inevitable. Y esa Guerra Civil la ganó quien la gano, no se si por méritos propios o por deméritos de los republicanos. ¿Hubo represión después de finalizada la contienda? Normal. En una guerra fratricida como aquella se genera tal cantidad de odio y animadversión, que es muy difícil que quien se alce con la victoria no quiera exigir cuentas a su enemigo.
Si la victoria hubiera caído del lado del Frente Popular, es muy posible que la represión hubiera sido mayor y más inhumana ya que, a los motivos estrictamente políticos, habría que añadir la persecución ideológica por cuestiones puramente religiosas y culturales. La prueba es evidente, ya que las únicas personas que, después de tantos años, mantienen vivo cierto grado de prevención contra los del bando opuesto, son los de izquierdas, aunque no hubieran nacido cuando se desató la contienda bélica. Hasta el mismo Franco fue mucho más benévolo que algunos de esa izquierda rancia, ya que a los 30 años de finalizada la guerra, mediante el Decreto-Ley 10/1969 del 31 de marzo, declara prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, fecha en que finalizó la guerra.
Más aún: aunque la Fundación del Valle de los Caídos nació inicialmente para albergar los caídos del llamado bando nacional, a partir de 1960 los objetivos fundacionales del monumento se orientaron ya hacia una reconciliación clara y decidida y se dispuso que durmieran allí en paz los muertos de uno y otro bando. En la izquierda sin embargo son más reacios a olvidar y a perdonar, e incluso quieren que la consensuada Ley de Amnistía de 1977 preste cobertura a los desmanes del Frente Popular, pero no a los del franquismo. Recuérdese, por ejemplo, la querella criminal presentada en 1998 por la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Genocidio de Paracuellos del Jarama contra Santiago Carrillo, el PCE, el PSOE, y el Estado. El juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, la rechazó sin más, amparándose precisamente en dicha Ley de Amnistía. Este mismo magistrado, sin embargo, jaleado ampliamente por buen número de esa progresía contumaz, se olvida de esa amnistía y trata de investigar, a toda costa, los crímenes del franquismo.
Con esta Ley de Memoria Histórica, con la que Zapatero pretendía establecer la legitimidad democrática en 1931, aparece esa fiebre revisionista de nuestra historia pasada, que no ha servido nada más que para abrir viejas y dolorosas heridas. Aunque hace ya 36 años que murió Franco y lleva enterrado desde entonces bajo una gruesa losa, Zapatero lo ha convertido en un cadáver totalmente indigesto y no sabe como deshacerse de él. Le ha faltado muy poco para imitar a Esteban VI, que tras ser elegido papa, mandó desenterrar a su antecesor el papa Formoso que llevaba nueve meses muerto, para someterle a juicio en un concilio, convocado a tal efecto, y que pasó a la historia con el nombre de “Concilio Cadavérico”.
Es cierto que a Rodríguez Zapatero apenas si le queda un suspiro al frente del Gobierno. Pero no es menos cierto que, su aversión manifiesta a una etapa de nuestra historia, ha encontrado adeptos que se han integrado en distintos foros y que, como Zapatero, han puesto su principal diana en la monumental obra del Valle de los Caídos. Como buenos alumnos de la LOGSE, además de desconocer nuestra historia, no tienen ni idea del significado de ese monumento y menos del significado real de esa gran cruz que se eleva majestuosamente a los cielos. Para ellos esa cruz es simplemente un “símbolo de muerte y venganza”. De ahí que el Foro por la Memoria de la Comunidad de Madrid y el Foro Social de la Sierra del Guadarrama pidan insistentemente la voladura de la cruz que preside la basílica del Valle de los Caídos, culminando así “un gran acto público nacional de desagravio a las víctimas del franquismo".
Como la Federación Estatal de Foros por la Memoria considera que el conjunto del Valle de los Caídos es, hoy día, “el único parque temático mundial del fascismo”, piden al nuevo Gobierno que, además de desmantelar la gran cruz, se desacralice la basílica, que los monjes que la atienden sean trasladados a otro sitio y que se exhumen los restos del General y de José Antonio. Y dando una vez más muestras de su ignorancia, piden que se investigue la identidad de los allí sepultados y que todo el conjunto, ya sin la cruz, sin Franco y sin José Antonio, se reconvierta en un "memorial dedicado a las víctimas del fascismo y a los presos políticos que lo construyeron como trabajadores forzados". Esta sería, según ellos, una “solución justa” para el Valle de los Caídos.
Gijón, 7 de diciembre de 2011
José Luis Valladares Fernández