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sábado, 13 de octubre de 2012

ASÍ ACTUA LA CASTA POLÍTICA


Las monarquías medievales fueron evolucionando paulatinamente hacia un absolutismo cada vez más intenso, concentrando cada vez más poder en la figura del rey. Culminó este proceso absolutista, a finales de la Edad Media, con la llegada al trono de Francia del rey Sol Luis XIV. Las decisiones de este monarca francés eran sentencias inapelables. Ahí está para atestiguarlo su famosa frase, que hizo también famoso a todo su reinado: "L'état, c'est moi". No había nada más que un poder y éste era ejercido exclusivamente por el rey. Hubo, es cierto, intentonas revolucionarias de burgueses y liberales para acabar con ese poder omnímodo de los reyes. Pero éste se mantuvo hasta la Revolución francesa de 1848 que, además de acabar con la mal llamada Santa Alianza, depuso al rey de Francia Luis Felipe I e instauró la Segunda República Francesa.

A España llegó también la fiebre del absolutismo de la mano del rey Felipe V, que era nieto del rey francés Luis XIV. Una vez consolidado en el trono, Felipe V se dedicó a la reorganización del aparato del Estado, imponiendo una mayor centralización y el absolutismo. Los episodios más sonados que el absolutismo monárquico provocó en España tuvieron lugar durante el reinado de Fernando VII en  su enfrentamiento violento con los liberales de las Cortes de Cádiz, sobre todo durante el período que conocemos como la década ominosa.

La ilustración del denominado Siglo de las Luces fue sentando las bases para poner límites al absolutismo o despotismo ilustrado de aquella época. Los intelectuales de entonces se ocupaban prioritariamente de hacer saber a los gobernantes absolutistas que, parte de los derechos del hombre nacen de su condición humana y no de la organización estatal. Explica Juan Jacobo Rosseau que, antes de existir la sociedad, los hombres eran libres y completamente felices. Y como querían aún ser más felices decidieron de común acuerdo ceder voluntariamente parte de sus derechos para crear esa sociedad. Lo que implica que el soberano es el pueblo aunque se de ese nombre al encargado de regir los destinos de esa sociedad. Son, por tanto, los ciudadanos, los que pueden pedir cuentas al que abuse del poder.

Detrás vino Charles-Louis de Secondat, el famoso barón de La Brède y de Montesquieu y elaboró una teoría que, para aquella época, era absolutamente revolucionaria. En su obra describe perfectamente la manera de vigilar al poder del Estado mediante la separación o división de poderes para que éste no se corrompa. Según  Montesquieu, los poderes fundamentales del Estado son tres: el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. El poder o función legislativa correspondería a los Parlamentos, el ejecutivo a los Gobiernos y el judicial a los Tribunales de Justicia.

Para que estos tres poderes o funciones salvaguarden eficientemente los derechos de las personas,  deben implicar una independencia escrupulosa entre uno y otro poder. Doctrina que cautivó al liberalismo político y que, además, pasó a ser un elemento básico del Constitucionalismo moderno. Esa división de funciones y la no subordinación de unos poderes a los otros acabó con el absolutismo y es, cuando en realidad, se puede hablar con toda propiedad del Estado de Derecho.

Lo malo es que, a lo largo de la historia, los políticos de vía estrecha, que hemos padecido frecuentemente,  han adulterado considerablemente el valioso legado dejado por los intelectuales de la ilustración.  A nuestros políticos no les valía el absolutismo por razones obvias: tenían un protagonismo excesivamente limitado.  Como siempre han querido estar en la procesión sin dejar de repicar  las campanas, tampoco les solucionaba mucho la independencia real de los poderes propuesta por Montesquieu. No quieren ni frenos, ni contrapesos que limiten su actuación en alguno de los poderes clásicos y menos que se les reduzca a simples menestrales de la política del Estado.

Hay dos tipos de políticos, los que se dedican ocasionalmente a la política  y los profesionales que eligieron esta ocupación como único  modus vivendi. Los verdaderamente peligrosos son éstos últimos, los profesionales, los que integran esa nueva casta política, porque no saben hacer otra cosa. Estos últimos tienen algo de autistas y son desmedidamente autocráticos. Aisladamente ya son peligrosos por su manifiesta incompetencia, pero lo son mucho más si llegan a la cúpula de los partidos. Entonces, para ser más poderosos, tratarán de controlar hasta el más mínimo movimiento social. Y así, en vez de ayudar a los ciudadanos, a los que pagan sus platos rotos, les crearan  abundantes  problemas y asfixiaran impunemente a la sociedad. Y a la vista está que, sin representarnos ni consultarnos, nos suplantan y deciden desvergonzadamente por nosotros.

Los líderes políticos debieran ser simplemente meros ejecutores de la voluntad popular. Pero ellos van siempre más allá y rompen cualquier tipo de amarra con el ambiente que les rodea. Como saben perfectamente que no podrían ganarse la vida de otra manera, buscan con verdadero ahínco su propia autonomía ya que no quieren verse condicionados por las ataduras de la sociedad a la que pertenecen. Anteponen sus propios intereses a las necesidades que pueda tener el pueblo, aunque estas sean muy acuciantes. De ahí que su divorcio con la sociedad sea cada vez mayor y crezca desesperadamente el ya enorme desprestigio social con que cuentan.

Como la sociedad no es muy dada a movilizarse, los políticos han aprovechado esta contingencia para burocratizarse y convertir a su partido en una institución oligárquica.  Hacen todo lo que pueden para que sean las propias leyes las que respalden de manera eficaz sus intereses y así perpetuarse indefinidamente en la política, dominando el mayor número posible de parcelas del poder. Los de la casta política buscan afanosamente, como primera medida, ampliar lo más posible sus derechos y por supuesto garantizar su blindaje. Y para eso, nada mejor que colonizar debidamente las instituciones y ahormarlas a su propio interés y al de sus amigos y familiares, aunque se corra el riesgo  de volverlas inoperantes.

De una manera un tanto insolente, se han apropiado del poder popular y lo ejercen de manera prepotente, sin dar ningún tipo de explicación de sus actos a los ciudadanos que les dieron su confianza. Y abusará desvergonzadamente de ese poder, hasta que encuentre un límite que se lo impida y le haga entrar en razón. Lo dijo muy bien Montesquieu en El Espíritu de las Leyes: “para que nadie pueda abusar del poder, es necesario conseguir, mediante la adecuada  ordenación de las cosas que el poder frene al poder”.

La política hoy día está llena de paracaidistas. Es la única ocupación a la que se accede directamente sin someterte a un examen previo y sin oposiciones. El inefable José Bono lo explica muy bien y lo justifica diciendo que sabe bien de lo que habla. Fue al programa de Telecinco “El Gran Debate”, más que nada para hacer propaganda de su libro, y allí afirmó rotundamente que, para alcanzar una plaza de diputado o senador, no hacía falta nada extraordinario. Bastaba con afiliarse a un partido con posibilidades y dedicarse concienzudamente a hacer la pelota al jefe.

La mayor parte de los que integran hoy las inacabables listas de políticos son unos advenedizos, que llegaron ahí de la mano de algún preboste por enchufe o porque ingresaron de jovencitos en las Juventudes del partido y supieron dar jabón en toda regla al jefe. Son muchos los que, con una capacidad intelectual normalmente escasa y sin experiencia alguna en el sector privado, optan por la política para seguir viviendo del cuento y porque saben perfectamente que no valen para otra cosa. Y hoy abundan ejemplares de estos en todos los partidos que, hasta sin estudios y sin preparación alguna, tratan de regir nuestros destinos.

No harán otra cosa bien, pero son maestros en cultivar nuestros favores para perpetuarse en el mundo de la política y no harán nada que les perjudique. Por eso, que nadie espere que los políticos se embarquen en reformas que puedan dar al traste con sus expectativas. Y eso, aunque estas sean absolutamente imprescindibles y las demande el pueblo. Estos políticos suelen perder la vergüenza y, como dijo hace mucho tiempo el profesor alemán Georg C. Liechtenberg, “cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.

Gijón, 8 de octubre de 2012

José Luis Valladares Fernández