Las monarquías medievales fueron
evolucionando paulatinamente hacia un absolutismo cada vez más intenso,
concentrando cada vez más poder en la figura del rey. Culminó este proceso
absolutista, a finales de la Edad Media, con la llegada al trono de Francia del
rey Sol Luis XIV. Las decisiones de este monarca francés eran sentencias
inapelables. Ahí está para atestiguarlo su famosa frase, que hizo también
famoso a todo su reinado: "L'état,
c'est moi". No había nada más que un poder y éste era ejercido
exclusivamente por el rey. Hubo, es cierto, intentonas revolucionarias de
burgueses y liberales para acabar con ese poder omnímodo de los reyes. Pero
éste se mantuvo hasta la Revolución francesa de 1848 que, además de acabar con
la mal llamada Santa Alianza, depuso al rey de Francia Luis Felipe I e instauró
la Segunda República Francesa.
A España llegó también la fiebre del
absolutismo de la mano del rey Felipe V, que era nieto del rey francés Luis
XIV. Una vez consolidado en el trono, Felipe V se dedicó a la reorganización
del aparato del Estado, imponiendo una mayor centralización y el absolutismo. Los
episodios más sonados que el absolutismo monárquico provocó en España tuvieron
lugar durante el reinado de Fernando VII en
su enfrentamiento violento con los liberales de las Cortes de Cádiz,
sobre todo durante el período que conocemos como la década ominosa.
La ilustración del denominado Siglo de
las Luces fue sentando las bases para poner límites al absolutismo o despotismo
ilustrado de aquella época. Los intelectuales de entonces se ocupaban
prioritariamente de hacer saber a los gobernantes absolutistas que, parte de
los derechos del hombre nacen de su condición humana y no de la organización
estatal. Explica Juan Jacobo Rosseau que, antes de existir la sociedad, los
hombres eran libres y completamente felices. Y como querían aún ser más felices
decidieron de común acuerdo ceder voluntariamente parte de sus derechos para
crear esa sociedad. Lo que implica que el soberano es el pueblo aunque se de
ese nombre al encargado de regir los destinos de esa sociedad. Son, por tanto,
los ciudadanos, los que pueden pedir cuentas al que abuse del poder.
Detrás vino Charles-Louis de Secondat,
el famoso barón de La Brède y de Montesquieu y elaboró una teoría que, para
aquella época, era absolutamente revolucionaria. En su obra describe
perfectamente la manera de vigilar al poder del Estado mediante la separación o
división de poderes para que éste no se corrompa. Según Montesquieu, los poderes fundamentales del
Estado son tres: el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial. El poder o
función legislativa correspondería a los Parlamentos, el ejecutivo a los
Gobiernos y el judicial a los Tribunales de Justicia.
Para que estos tres poderes o funciones
salvaguarden eficientemente los derechos de las personas, deben implicar una independencia escrupulosa entre
uno y otro poder. Doctrina que cautivó al liberalismo político y que, además,
pasó a ser un elemento básico del Constitucionalismo moderno. Esa división de funciones
y la no subordinación de unos poderes a los otros acabó con el absolutismo y es,
cuando en realidad, se puede hablar con toda propiedad del Estado de Derecho.
Lo malo es que, a lo largo de la historia,
los políticos de vía estrecha, que hemos padecido frecuentemente, han adulterado considerablemente el valioso
legado dejado por los intelectuales de la ilustración. A nuestros políticos no les valía el
absolutismo por razones obvias: tenían un protagonismo excesivamente
limitado. Como siempre han querido estar
en la procesión sin dejar de repicar las
campanas, tampoco les solucionaba mucho la independencia real de los poderes
propuesta por Montesquieu. No quieren ni frenos, ni contrapesos que limiten su
actuación en alguno de los poderes clásicos y menos que se les reduzca a
simples menestrales de la política del Estado.
Hay dos tipos de políticos, los que se
dedican ocasionalmente a la política y
los profesionales que eligieron esta ocupación como único modus
vivendi. Los verdaderamente peligrosos son éstos últimos, los
profesionales, los que integran esa nueva casta política, porque no saben hacer
otra cosa. Estos últimos tienen algo de autistas y son desmedidamente
autocráticos. Aisladamente ya son peligrosos por su manifiesta incompetencia,
pero lo son mucho más si llegan a la cúpula de los partidos. Entonces, para ser
más poderosos, tratarán de controlar hasta el más mínimo movimiento social. Y así,
en vez de ayudar a los ciudadanos, a los que pagan sus platos rotos, les crearan abundantes
problemas y asfixiaran impunemente a la sociedad. Y a la vista está que,
sin representarnos ni consultarnos, nos suplantan y deciden desvergonzadamente por
nosotros.
Los líderes políticos debieran ser
simplemente meros ejecutores de la voluntad popular. Pero ellos van siempre más
allá y rompen cualquier tipo de amarra con el ambiente que les rodea. Como
saben perfectamente que no podrían ganarse la vida de otra manera, buscan con
verdadero ahínco su propia autonomía ya que no quieren verse condicionados por
las ataduras de la sociedad a la que pertenecen. Anteponen sus propios
intereses a las necesidades que pueda tener el pueblo, aunque estas sean muy
acuciantes. De ahí que su divorcio con la sociedad sea cada vez mayor y crezca
desesperadamente el ya enorme desprestigio social con que cuentan.
Como la sociedad no es muy dada a
movilizarse, los políticos han aprovechado esta contingencia para
burocratizarse y convertir a su partido en una institución oligárquica. Hacen todo lo que pueden para que sean las
propias leyes las que respalden de manera eficaz sus intereses y así perpetuarse
indefinidamente en la política, dominando el mayor número posible de parcelas
del poder. Los de la casta política buscan afanosamente, como primera medida, ampliar
lo más posible sus derechos y por supuesto garantizar su blindaje. Y para eso,
nada mejor que colonizar debidamente las instituciones y ahormarlas a su propio
interés y al de sus amigos y familiares, aunque se corra el riesgo de volverlas inoperantes.
De una manera un tanto insolente, se han
apropiado del poder popular y lo ejercen de manera prepotente, sin dar ningún
tipo de explicación de sus actos a los ciudadanos que les dieron su confianza. Y
abusará desvergonzadamente de ese poder, hasta que encuentre un límite que se
lo impida y le haga entrar en razón. Lo dijo muy bien Montesquieu en El
Espíritu de las Leyes: “para que nadie pueda abusar del poder, es necesario
conseguir, mediante la adecuada
ordenación de las cosas que el poder frene al poder”.
La política hoy día está llena de
paracaidistas. Es la única ocupación a la que se accede directamente sin
someterte a un examen previo y sin oposiciones. El inefable José Bono lo explica
muy bien y lo justifica diciendo que sabe bien de lo que habla. Fue al programa
de Telecinco “El Gran Debate”, más que nada para hacer propaganda de su libro,
y allí afirmó rotundamente que, para alcanzar una plaza de diputado o senador,
no hacía falta nada extraordinario. Bastaba con afiliarse a un partido con posibilidades
y dedicarse concienzudamente a hacer la pelota al jefe.
La mayor parte de los que integran hoy
las inacabables listas de políticos son unos advenedizos, que llegaron ahí de
la mano de algún preboste por enchufe o porque ingresaron de jovencitos en las
Juventudes del partido y supieron dar jabón en toda regla al jefe. Son muchos
los que, con una capacidad intelectual normalmente escasa y sin experiencia
alguna en el sector privado, optan por la política para seguir viviendo del
cuento y porque saben perfectamente que no valen para otra cosa. Y hoy abundan
ejemplares de estos en todos los partidos que, hasta sin estudios y sin
preparación alguna, tratan de regir nuestros destinos.
No harán otra cosa bien, pero son
maestros en cultivar nuestros favores para perpetuarse en el mundo de la
política y no harán nada que les perjudique. Por eso, que nadie espere que los
políticos se embarquen en reformas que puedan dar al traste con sus
expectativas. Y eso, aunque estas sean absolutamente imprescindibles y las
demande el pueblo. Estos políticos suelen perder la vergüenza y, como dijo hace
mucho tiempo el profesor alemán Georg C. Liechtenberg, “cuando los que mandan
pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.
Gijón, 8 de octubre de 2012
José Luis Valladares Fernández