X.-La obsesión freudiana de Pedro Sánchez
Allá por el año 629 de nuestra era, un monje
budista chino, llamado Xuanzang, abandona Luoyang y marcha en peregrinaje a la India. Entre otros
lugares sumamente interesantes, estuvo en la ciudad de Bamiyán, donde se
entremezclan elementos de arte griego, el persa y budista, dando origen a una
modalidad artística que conocemos colmo arte greco-budista.
En sus correrías por la famosa Ruta de la
Seda, Xuanzang visitó a los monjes de
los monasterios theravāda, que vivían austeramente en cuevas talladas en
los mismos acantilados de la ciudad y
pudo admirar las dos estatuas de Budas gigantes, esculpidas en la roca por los
propios monjes para embellecer sus celdas. La altura de estas estatuas, una
alcanzaba los 55 metros y la otra 37. Y tal como reflejó Xuanzang en su crónica, ambos Budas estaban
“decorados con oro y finas joyas”. Y
estas estatuas, de un valor histórico
incalculable por su evidente antigüedad, fueron reconocidas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad.
Aunque
los musulmanes siempre han sido iconoclastas e intransigentes con las imágenes
budistas, el patrimonio artístico de Bamiyán,
siempre había sido escrupulosamente respetado. Pero en el año 2001, los
talibanes rompen con esa tradición y deciden poner fin a casi 1.500 años de
historia, demoliendo con explosivos las dos estatuas de Buda, que adornaban el
milenario monasterio budista de esa ciudad afgana.
Se trata, cómo no, de un acto extremadamente
violento, condenado expresamente hasta por la misma Organización de la
Conferencia Islámica, que sentó un peligroso antecedente para el mundo musulmán
más fundamentalista y que ha sido copiado, en más de una ocasión, por otros
combatientes del Estado Islámico. La voladura de los Budas gigantes ha sido
también un mal ejemplo para nuestros fundamentalistas particulares, que
intentan aniquilar hasta el más mínimo
vestigio dejado por Franco en nuestra historia reciente.
Los yihadistas culturales, que soportamos,
querrían ir mucho más lejos, pero han tenido que conformarse con simples
amenazas. Los muyahidines, que militan en formaciones políticas tan mesiánicas
y ultraizquierdistas como Podemos, estarían completamente dispuestos a
dinamitar el portentoso conjunto monumental del Valle de los Caídos, construido por Franco en el valle de Cuelgamuros.
Tampoco se quedarían atrás los talibanes patrios que, desde puestos clave del
PSOE, harán todo lo posible para minimizar al máximo la obra de quien sacó
definitivamente a los españoles de su pernicioso ostracismo tradicional.
Y como saben todos ellos que no es posible
reducir esa ingente obra a un simple montón de escombros, la banalizan
premeditadamente para que pierda su “estremecedora simbología” franquista.
Quieren hacernos ver que el Valle de los Caídos se construyó para
homenajear exclusivamente a los que cayeron luchando en la “gloriosa cruzada”,
en busca de una “España mejor”. Obvian intencionadamente el Decreto-Ley del 23
de agosto de 1957, donde se establece que
estamos ante un monumento para la reconciliación de ambos bandos, dedicado, sin
distinción alguna, a “todos” los caídos en nuestra Guerra Civil.
Y de acuerdo con ese espíritu de concordia,
cuando llegó el momento de la transición
a la democracia, pudo realizarse el famoso “pacto del olvido” y
promulgar la Ley de Amnistía que entró en vigor el 17 de octubre de 1977. Y
gracia a esta Ley, Franco y el franquismo pasaron tranquilamente a formar parte
de la Historia de España, sin causar el más mínimo entorpecimiento a la
consolidación del nuevo régimen y el asentamiento definitivo de la democracia.
Pero todo cambió con el inesperado desembarco de José Luis Rodríguez Zapatero
en La Moncloa.
No olvidemos que Zapatero era un personaje
francamente gris que, sin merecimiento alguno, fue secretario general del PSOE
y presidente del Gobierno de España gracias a la diosa fortuna. Fue elegido
secretario general del PSOE en el 35º Congreso del PSOE, que se celebró en
julio del año 2000, para impedir simplemente que José Bono alcanzara ese
puesto. Y en marzo de 2004 terminó siendo presidente del Gobierno, contra todo
pronóstico, gracias al peor atentado terrorista de nuestra historia, perpetrado
el 11 de marzo contra cuatro trenes de
la red de Cercanías de Madrid
Con la llegada de Zapatero a La Moncloa,
cambian muchas cosas. Comienza a cuestionarse abiertamente nuestra modélica transición a la democracia y, por
supuesto, el ejemplar “pacto del olvido”, que dio paso a la
reconciliación nacional. Y aparecen, sin más, los primeros movimientos que
piden insistentemente la derogación inmediata de la Ley de Amnistía y que se
investiguen los ‘crímenes franquistas’.
Hay que tener en cuenta, eso sí, que Zapatero
pertenecía a la generación de los nietos de la Guerra Civil y, por
consiguiente, carecía de los complejos que pudieran tener los de la generación
anterior, los llamados hijos de la Guerra Civil. Y por si todo esto fuera
poco, tenía un desconocimiento
generalizado de los hechos más elementales de la Historia de España. Y esto,
claro está, influyó decididamente en la
simplificación que hace del
enfrentamiento que se desató en 1936 entre unos españoles y otros.
Cuando Rodríguez Zapatero asumió la
presidencia del Gobierno, ya no había ni rastro
del miedo y de las prevenciones que atosigaban a la generación de los hijos
de la Guerra Civil cuando pusieron en marcha la Transición. Habían desaparecido
lisa y llanamente con la consolidación del sistema democrático. No es de
extrañar, por lo tanto, que Zapatero tuviera un concepto excesivamente unívoco
de la Guerra Civil española. En uno de los bandos estaban los buenos, las víctimas del franquismo, que perdieron la
guerra. En el otro bando estaban los malos, los sublevados, los opresores que
terminaron imponiendo su ley.
Para reducir la Guerra Civil española a un
simple conflicto entre los partidarios y los enemigos o detractores de los
derechos civiles, el Gobierno de Zapatero intenta reescribir nuevamente la
historia, poniendo en marcha la llamada
Ley de Memoria Histórica, que entra en vigor el 26 de diciembre de 2007. La
necesita, cómo no, para reconocer y ampliar convenientemente los derechos de
quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la
Dictadura y, por supuesto, para promocionar la exhumación definitiva de los
restos que aún permanecen en las fosas comunes.
Con la Ley de Memoria Histórica, Rodríguez
Zapatero aún fue más lejos y pretendió despolitizar el complejo del Valle de
los Caídos, para convertirlo exclusivamente en un lugar de culto religioso. Y
redondeó la faena, prohibiendo que se utilice ese lugar para organizar actos de
naturaleza política, o de exaltación a los protagonistas de la Guerra Civil y,
menos aún, a los franquistas. El Valle de los Caídos, eso sí, tendría que
convertirse en un lugar de “reencuentro y concordia”, donde se garantice
plenamente la reconciliación, la memoria y la dignificación de todas las
víctimas de la Guerra Civil y la Dictadura.
Estamos, por lo tanto, ante una Ley de
Memoria Histórica manifiestamente ideológica y revanchista, que aplican
utilizando descaradamente un doble rasero. Se habla, por ejemplo, de proteger y
ampliar los derechos de las víctimas de
la Guerra Civil y la Dictadura y se ignoran, sin embargo, los crímenes de odio
anticatólico, cometidos por el Frente Popular durante la Guerra Civil. Y eso
que fueron muchos los miles de víctimas
que sufrieron persecución y muerte por sus creencias meramente religiosas.
Con esa absurda Ley de Memoria Histórica,
Zapatero volvió a reabrir el debate que, de manera pactada, habían cerrado
todos los partidos, cuando se aprobó la Constitución en 1978. Y como en las
zahúrdas socialistas no fueron capaces de digerir el franquismo, decidió
suprimir de la Historia reciente esa larga etapa protagonizada por Franco, que valió a los españoles para salir
definitivamente de su marasmo tradicional. A partir de entonces, claro está,
Zapatero se olvidó de la Transición y estableció nuestra legitimidad
democrática en 1931, cuando la monarquía de Alfonso XIII dejó paso a la Segunda
República Española.
Gijón, 2 de enero de 2019
José Luis Valladares Fernández
La Guerra Civil trajo dos consecuencias funestas: los vencedores no supieron ser magnánimos con los vencidos y, por otro lado, estos no han sabido superar la derrota y en vez de dedicarse a construir España, se dedican al revanchismo más trasnochado.
ResponderEliminarEsa es la triste realidad. Y España, mientras tanto, a verlas venir y loas problemas sin solucionar
EliminarSi pudieran no solo,destruirian El Valle,tambien matarian a cualquiera qûe fuera catolico,saludos,
ResponderEliminarSon muchos a los que la gran Cruz de Cuelgamuros les produce urticaria, ¡que le vamos a hacer! Saludos
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