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miércoles, 17 de junio de 2009

EL RELATIVISMO MORAL IMPERANTE


El relativismo moral, día a día, va ganando adeptos de un modo muy extraordinario. Ha dejado de ser una fiebre pasajera, para convertirse en una preocupante epidemia que lo invade todo, peligrando incluso hasta los cimientos de nuestra cultura tradicional. Tal parece que ha nacido otra nueva religión, cuyos creyentes se multiplican como hongos en plena primavera. Y la religión relativista no es casual, ni ha nacido por generación espontánea. Es debida, según los propios relativistas, a una especie de eugenesia ideológica, determinante de una mejora intelectual considerable.
Que los valores morales objetivos no existen es uno de los dogmas básicos de esta nueva religión. Por principio, carecemos de cualquier hito perenne que nos ayude a reconocer lo que está bien o mal. La verdad es algo personal de cada uno, ya que los principios, tanto filosóficos como religiosos y morales, son siempre relativos y dependen de las opiniones circunstanciales de las personas o de sus circunstancias. En consecuencia, según esta doctrina, la validez de los principios morales se vera realmente afectada por el tiempo y el lugar en que se produzcan.
De ahí que el ser humano sea incapaz, por naturaleza, de captar la verdad objetiva. Por este motivo, el relativismo se transforma siempre en agnosticismo. Y en el campo de la ética, estaríamos incapacitados para ir más allá de un simple individualismo o subjetivismo. Los gurús del relativismo están plenamente convencidos de que, todas las opiniones morales que se viertan, tienen el mismo nivel de validez, aunque sean contradictorias entre sí. No es posible, pues, jerarquizar las ideas, ya que todas ellas tienen la misma probabilidad de ser ciertas. Según esto, es ilógico que pueda haber principios morales objetivos que, a la vez, tengan ese carácter universal y absoluto para poder ser aplicados a todos los hombres en cualquier circunstancia y lugar.
Para el relativista, la verdad depende siempre de quien opina sobre algo y nunca del contenido de lo que se esta opinando. La importancia de cualquier principio filosófico, religioso o moral depende exclusivamente de las personas que lo están enjuiciando y nunca del principio en si. De aquí deriva ese carácter tan individualista y subjetivo de los relativistas, siendo sus teorías un tanto absurdas y confusas. Tan confusas, que frecuentemente confunden el deber de respetar a las personas que opinan con el deber de respetar toda opinión.
Aún hay más. La moralidad de un acto, más que del acto en sí, viene determinada por la sinceridad subjetiva del que realiza la acción, y nunca de su propia conducta, ya que los actos en si mismos carecen de maldad intrínseca. La moralidad de un acto está siempre ligada al sujeto que lo ejecuta.
Contrasta toda esta doctrina del carácter subjetivo de la moralidad de los actos, con el perfil absoluto y universal que exigen para sus tesis doctrinales, lo que no deja de ser una verdadera contradicción. Está claro que estos catecúmenos del ateismo de nuevo cuño adoptan esta postura, más que por convicción ideológica, por puro snobismo, ya que piensan que así son más progresistas y modernos. Y hay algunos que han llegado hasta el extremo de pedir la apertura de un Registro de la Apostasía, sin darse cuenta que es precisamente el mundo de las creencias lo más personal del individuo por lo que merece un respeto escrupuloso. El creer en algo trascendente, en algo que pueda dar sentido a nuestra vida, es un don gratuito que se nos da. Don que podemos transmitir voluntariamente a quien lo demande, pero que nunca debemos imponer a nadie.
Dada su doctrina, es paradójico que los relativistas sean tan extremadamente dogmáticos. Compiten en dogmatismo y en intransigencia hasta con los mismos integristas islámicos, lo que ya es decir. Y, sin comparación, son mucho más viscerales y fanáticos que los que creen en una realidad transcendente. Se da la circunstancia, aunque parezca increíble, que todos estos agnósticos y laicos se creen moralmente muy superiores a los fieles de cualquiera de las confesiones religiosas. Reivindican, sin pudor, la superioridad moral del laico sobre el creyente, y no toleran que estos puedan recomendar alguna que otra orientación moral. Les hay que, como Gaspar Llamazares, tratan de emular a Moisés y, sin pasar por el Sinai, nos ofrece ya los mandamientos o nuevas tablas de la ley laica.
Tienen, además, la mala costumbre de achacar a las distintas creencias religiosas los desastres más graves padecidos por la humanidad a lo largo de la historia. Y es aquí cuando aparece la Inquisición y la yihad islámica. Se olvidan por completo de los crímenes del comunismo, muchos de los cuales fueron cometidos para extirpar de raíz la religión que, según ellos, era el verdadero opio del pueblo.
Es muy propio de los relativistas enarbolar la tolerancia como bandera propia y exclusiva, y suelen defender que la calidad moral de las personas es previa a la posible condición de creyente. Y es precisamente la igualdad moral de todas las personas lo que forma el verdadero núcleo de la ética actual. De ahí que pidan a los poderes públicos la separación Iglesia-Estado y un trato moral e idéntico para todos los ciudadanos. En teoría, esto no está nada mal ya que la conciencia y el ideario de cada uno debe ser inviolable. Es éticamente incorrecto tratar de violentar el pensar y el sentir de las personas que nos rodean. Cada uno es muy libre de labrarse su propio mundo intelectual
Pero los relativistas, en la práctica, dejan mucho que desear. Dan a entender que, para ellos, es más excelsa la calidad moral del pensamiento laico que la del religioso. Es más, no toleran que los creyentes manifiesten públicamente sus creencias y que hagan manifestaciones de acuerdo con sus convicciones religiosas. Hasta los mismos signos que utilizan los creyentes resultan para ellos verdaderamente insoportables y tratarán, con todos sus medios, de hacerlos desaparecer de la circulación. Más que separación Iglesia-Estado, buscan la desaparición de la Iglesia del espacio público. Al menos, que no trascienda en absoluto de la conciencia privada de los creyentes.
Entre los agnósticos o ateos, aunque carezcan de fe en algo trascendente, puede muy bien haber personas moralmente aceptables cuyos actos estarán determinados por una conciencia correctamente formada. Lo mismo que, entre los creyentes, habrá también alguno que, como consecuencia de la debilidad humana, no actúe moralmente de acuerdo con el dictado de su conciencia. La rectitud moral de las personas depende, efectivamente, de la conciencia de cada uno, lo que nos obliga a tratar a los que nos rodean como si fuéramos nosotros mismos. En este sentido, tenía razón Kant cuando escribía que la moral no necesita recurrir a la idea de un ser por encima del hombre para conocer el deber de uno mismo. Basta la misma ley, al marcarte el camino, para actuar de un modo correcto.
El fallo de los relativistas radica en que ven en la religión una especie de andaderas para la moral de los creyentes, con lo que ésta sería sumamente débil y dependiente de condicionantes ajenos. En consecuencia, la moral del laico es más firme y más auténtica que la del creyente, ya que no necesita de la religión, se basta a sí misma porque se sustenta básicamente en la racionalidad humana. Querámoslo o no, en nuestra cultura, los valores e ideas morales, que han propiciado la aparición de cualquiera de las sociedades democráticas actuales, hunden sus raíces en el cristianismo, aunque no sea armónica la relación de la sociedad y la Iglesia.
La religión, aunque crean lo contrario, no es una simple muleta para sostener la moral de los que creen en el más allá. Es un motivo más para afianzar las convicciones morales y los principios que sustentan y conforman la propia moralidad. Los principios éticos son buenos o malos por sí mismos. No necesitan de la aprobación o rechazo de ninguna deidad. Y, aunque parezca mentira, todo buen católico, rechazará doctrinas, pero nunca a las personas que las defiendan. Respetaran siempre a la persona en si y a su forma de pensar, con independencia de la ideología que profese.
El relativista que se confiesa ateo, en cambio, no ha sido capaz de asimilar que también el hombre que cree en un Dios transcendente, tiene todo el derecho del mundo a ser respetado como cualquier laico y que también deben ser respetadas sus ideas y sus prácticas religiosas, lo mismo que el laico tiene el derecho a que nadie le obligue a involucrarse en ninguna de esas prácticas.
Aunque nadie obligue al ateo ni asistir a misa, ni a formar parte de sus procesiones, estos tratarán por todos los medios de desterrar todas estas manifestaciones religiosas a la más estricta intimidad. Algunos procuraran sustituir la Cruz por la hoz y el martillo y los Evangelios por las obras de Marx. Otros exigirán la desaparición y el vacío absoluto de creencias religiosas y de los signos materiales que las representan.
Habrá personas a las que guste la fastuosidad de las ceremonias religiosas. Para esta pobre gente, intelectualmente muy corta, se organizarán celebraciones de ritos típicamente eclesiásticos, una vez despojados de cualquier connotación religiosa, como el bautismo laico del hijo de Cayetana Guillen oficiado por el estrambótico Pedro Zerolo. Resulta tremendamente revelador que, cuando se pierde la fe, se comienza a creer en otras cosas evidentemente absurdas, como es el pasar el agua, las cartas o el tarot, y otras cosas por el estilo. Ahí están, para demostrarlo, la cantidad de vividoras que, a diario, intentan adivinar el futuro a tanta gente incauta ganada por estas supercherías.

José Luis Valladares Fernández