En la novela de George Orwell, titulada 1984 (en su versión original: Nineteen Eighty-Four), nos encontramos con unas organizaciones políticas, que se comportan de una manera claramente totalitaria y represora. La acción se desarrolla en un Londres muy peculiar, lúgubre y ficticio, donde los ciudadanos están estrechamente controlados por la Policía del Pensamiento y donde se reescribe la historia sin miramiento alguno, para adaptarla a la versión oficial que dictamine el Partido.
La sociedad de ese Londres ilusorio consta de tres grupos bien definidos. En primer lugar están los miembros del Consejo dirigente, que marcan la pauta a seguir con manifestaciones oportunas y soltando consignas para dar rienda suelta al fervor fanático de los servidores. Después están los servidores o miembros externos, que se encargan de la burocracia. Y por último nos encontramos con la plebe, a la que se mantiene intencionadamente pobre y entretenida, para que acepten la sumisión y no puedan rebelarse.
Si no supiéramos que esta novela fue publicada en junio de 1949, diríamos que George Orwell la escribió, inspirándose en la sociedad actual española, ya que hoy día, en España, llevamos una vida muy similar a la que se describe en esa obra literaria. Pues es evidente, que el Gobierno Frankenstein que padecemos, manipula descaradamente la información, vigila a la masa borreguil, y la castiga política y socialmente cuando desobedece sus mandatos.
El autor de la novela 1984, es verdad, no habla en ningún momento de “ministros”, pero nos da una información bastante detallada de los Ministerios del Amor, de la Paz, de la Abundancia y de la Verdad. El Ministerio de la Verdad, que se ocupa de las mentiras, es muy similar en todo a la siniestra organización, creada por el patrañero Pedro Sánchez, según dice, para censurar y luchar eficazmente contra la desinformación y que, por desgracia, acabará también con la libertad de expresión.
Gracias a esta nueva organización, que las redes sociales comenzaron a llamar Ministerio de la Verdad, el presidente Sánchez y su cohorte de lacayos pueden fiscalizar a los medios y determinar qué informaciones son veraces y cuáles no, sin dar ninguna explicación. Y en vez de conformarse simplemente con desenmascarar los distintos “eventos desinformativos”, los que en realidad mandan van mucho más allá y doblegan a su antojo la voluntad de los ciudadanos normales, limitando su movilidad y prohibiéndoles salir a la calle. Y también los amenazan con expropiar todos sus bienes, si se presenta la ocasión.
Todos sabemos que, cuando el insaciable Pedro Sánchez llegó a La Moncloa, se encontró con muchas dificultades para proceder a cercenar derechos y libertades. Para poder adormecer a los sufridos ciudadanos y encerrarlos sin más en el ansiado redil del pensamiento único, tenía que eliminar previamente el principal obstáculo, que no es otro que el actual sistema de reparto de poderes, fijado por nuestro modelo constitucional. Pues es evidente que, cada uno de esos poderes actúa siempre como contrapeso y límite de los demás.
Y eso fue, ni más ni menos, lo que pretendió hacer el líder del Ejecutivo español, nada más asumir la Presidencia del Gobierno. Si quería actuar libremente y sin ataduras, tenía que comenzar neutralizando o desactivando los distintos contrapoderes de nuestro Estado de derecho. Se hizo muy pronto con el apoyo de los distintos medios de comunicación a base de subvenciones y otras prebendas. También son evidentes las múltiples injerencias del presidente Sánchez en la Abogacía del Estado. Y no digamos nada de la Fiscalía General del estado, regentada, como es sabido, por su alter ego, la ex ministra de Justicia Dolores Delgado.
Para dar satisfacción a su desmedida voracidad y aumentar su poder político, el autócrata Pedro Sánchez también pretendió meter baza en el Consejo General del Poder Judicial, aunque esta vez se vio obligado a desistir por la oposición firme del Partido Popular. Y como deseaba realizar su viejo sueño de suplantar a las Cortes y al jefe del Estado, para imponer sus propios dogmas a la sociedad, buscó la manera de disponer de una mayoría parlamentaria suficiente, que le permitiera reducir la capacidad de acción de los ciudadanos y recortar drásticamente sus derechos fundamentales.
Como el presidente Sánchez no contaba nada más que con los votos del PSOE y con los de sus socios de Gobierno, necesitaba concertar acuerdos con otras formaciones políticas para alcanzar los 176 escaños, para disponer de una mayoría absoluta en el Congreso. Y recurrió, quién lo iba a decir, al nacionalismo y al separatismo más extremo. Y conjugando hábilmente subvenciones jugosas con los consabidos indultos a los golpistas catalanes y las mejoras a la situación de los presos etarras y otras concesiones, algunas de ellas de dudosa constitucionalidad, consiguió el apoyo de ERC, Bildu, Compromis y los del PDeCAT.
Con toda esta tropa de indeseables, nuestro aprendiz de déspota ya tenía muchas posibilidades de imponer su voluntad a los sufridos españoles. No obstante, para evitar sorpresas y andar sobrado de apoyos, amplió aún más esa lista con Más País, Nueva Canarias, PRC y Teruel Existe. De este modo tan simple, amarraba nada menos que 181 votos y, al superar ampliamente la mayoría absoluta, podía actuar a capricho sin depender de nadie.
A partir de ese momento, aparece el verdadero Pedro Sánchez, que está tan endiosado como el famoso superhombre de F. Nietzsche y piensa que puede superarse a sí mismo y a su naturaleza. Y esto le habilita, cómo no, para romper definitivamente con todas las ataduras tradicionales que condicionan su libertad. Y esto fue lo que le llevó a decretar un estado de alarma ilegal, para dotarse de un poder casi ilimitado, desconocido hasta entonces.
Así que, el 3 de noviembre de 2020, con la disculpa de poner freno a la alarmante propagación de la pandemia, el autócrata Pedro Sánchez decide prorrogar el estado de alarma actual, que era de solo quince días, nada menos que por un período de seis meses. Y lo hace evidentemente, qué le vamos a hacer, obviando lo que dice la Constitución española y con el sorprendente aval, del Congreso de los Diputados.
Sin la más mínima dilación, el sanchismo se aprovechó de esa prórroga ilegal del estado de alarma, realizando controles exhaustivos a la sociedad y entorpeciendo deliberadamente su evolución natural y sometiéndola a arbitrariedades más propias de regímenes totalitarios que de Gobiernos democráticos. Comenzó, como es lógico, recortando derechos, para cargarse al individuo libre e independiente y aborregarlo, dejándolo sin ideas y sin iniciativas propias.
En este caso concreto, el nefasto sanchismo comenzó a tomar decisiones arbitrariamente y sin el menor control. Y como no le gustan las críticas, procuró acallar las voces discordantes con medidas restrictivas y, sobre todo, recortando la libertad de expresión. Así evita, que los medios de comunicación, que aún son libres e independientes, puedan censurar su desafortunada gestión de los asuntos públicos. Y para evitar malos entendidos, se dedicó a regular de manera sumamente clara y precisa, los límites que no deben ser traspasados.
De todos modos, debemos tener en cuenta que, para el presidente Sánchez, es mucho más importante la verdad oficial que la verdad real. Y eso es precisamente lo que le llevó a crear un organismo muy similar al orwelliano Ministerio de la Verdad, con el encargo especial de vigilar las noticias falsas que aparecen frecuentemente en las redes sociales.
Según la orden ministerial que crea ese organismo, la prerrogativa de determinar qué informaciones son falsas o no, corresponde exclusivamente al Ejecutivo. Porque esa era la mejor manera de “influir en la sociedad” y poner coto a los bulos que inundan las redes, ofreciendo en todo momento a los ciudadanos una “información veraz y diversa”.
Gijón, 14 de mayo de 2022