lunes, 8 de noviembre de 2010

1769.- EDUARDO D'ANNA


Eduardo D'Anna nació en Rosario, Santa Fe, Argentina, en 1948. Es poeta, ensayista, narrador y dramaturgo.

Libros publicados:

Poesía (entre otros)
"Muy muy que digamos" (1967)
"Aventuras con Usted" (1975)
"Carne de la Flaca" (1978)
"A la intemperie" (1982)
"Calendas argentinas" (1985)
"Los rollos del mar vivo"(1986)
"La máquina del tiempo" (1992)
"La montañita" (1993)
"Obra siguiente" (1999)
“2491”, Ediciones Recovecos, Córdoba, 2010

Ensayos
"La literatura de Rosario"





PIEDRA DE CHAIRAR

Flores tercas
suspendidas del aire
donde paseó
el amor ¿cayeron?
No se sabe.
¿Soñaron al crecer?
¿En medio del suceso,
sacando aire
del aire, como esas
flores, apoyadas en ellas?

Recordar el perfume
cuando está, no acordarse
de él cuando se ha ido;
esperanzas, comidas
de la víspera.
Alimentando miedo
con oscuros derechos

sobre nada. Ella era la piedra
cayendo por su peso
hasta la levedad del agujero
negro donde se volvería
antimateria. Era el silencio
nacido de las voces que desisten.
Parecía
saber aparecer. Aseguraba
que la podías invocar.
Que era posible
conocer su final
amándola en silencio.

Mientras que antes
la noche ardía
en la memoria, brasa
de los vientos, nada más.

Recuerdo
que ella combustionó
como un trapo
de sangre.

(Pequeños cuentos,
cosas
que uno, mirándola
pensaba. Reemplazos.
Plazos. Extraviado
desear).

Pero su voz venía
como un tren, del olvido,
entre terribles
ruidos de carga. Había
veces en esa voz. De muchas veces
en que sin escucharse
se la pudo escuchar.
Debió soñar. Debió,
para no entristecer
cuando caía.

Desde mi horca
y mi casa, pensándola
no vi crecer los pastos
que no planté. Aunque ellos
estaban en mis garras
de jardinero posible,
en mis macetas
que inventaría para tenerlos
cuando ya su canción
fingiera ser.
Y era el frío del mes, el que
las cosas temen cuando duermen,
pero se vivía.
Entre los corderos
nadaban nuestros ojos sin mirarse
y al apoyar las manos
nos sentimos.
Un viento atropellaba
un corazón tras otro
¿era ahí dónde estabas?
Se enganchaba
el mío entre los días.
La ciudad percibía ese proyecto.
Pero las almas estaban quietas,
demasiado trabajo
para sus átomos
hubiera sido andar.

Sólo una voz. Sólo una dolorosa
participación en lo dulce.
¿Dónde estará la pobre Eugenia?
¿Dónde navegarán sus náufragos?

Preguntas sin perdón. Abstenciones
del viento ¿Dónde estarán las piedras
las que lancé a volar
una tarde en Casilda?

Preguntas sin rehén,
sin rescate.

Y no estaban en tus ojos entonces
las señales de ser como serías:
las lentas nubes de los arcoiris,
del granizo ruidoso. Desdecirte
era fácil. Tu historia
desescribir. Con mano trémula,
pasto del poseer. La marca
fue anegándose en lo que crecía
sin saber, como el pasto.

No pasará más tiempo por enfrente
del lugar donde fuiste una vez sola.
No vas a estar de nuevo. Cosas
que dan al mundo su manera
de ser, su dictamen
sobre el mundo. Aunque los viejos átomos
se pongan a jugar con los recién
nacidos, rondas de imposibles.

De pasto abandonado, las visiones
retienen el perfume, la perversa
manera de tentar sin ser reales.
Dónde estará, ya no diré la Eugenia
sino tan sólo las rosas que iba a darle
en un día que no llegó a existir,
adónde, rosas? Ella las recogió,
bailando hacia la nada?

Pero hay tardes enteras,
y otras cosas: un ascensor real,
patios lejanos, el sabor
de provinciales especias.
Las cosas van llegando a la memoria,
son las reales pisoteando; exhalan
su olor a vida, sus fascinaciones
de existir, marchitando los sueños.

Desconocidos peces que ya nunca
pescaré: aves por cuyo vuelo
jamás me pararé
para mirar (como se para
un albañil, para escuchar los árboles
en su pálido andamio); ya soy viejo collar
del nuevo perro de la tarde.

Nos miraríamos, Eugenia,
sedientos? Esas flores
probables, nunca han sido
probadas, y no valen
los ulteriores deseos
de ellas.

La voz se vuelve viento
en septiembre, y se entibia,
se perfuma, olvidándose
de sus tristes autores.

Estas ruinas de ojos, atadas
como están a recordarte
a cordones de nada, sin embargo,
siguen tratando de mirar.
Del mundo esperan
un renuevo, una auspiciosa
forma de abalanzarse
a los caminos, piden un alivio
a lo que existe y es distinto
de vos: desde el sur viene el viento
con árboles oscuros y quietudes
del alma entre resinas. Que estarán
con los glaciares de tu ausencia
dentro de mí. Y en la tormenta
ver llorar a las plantas me reanima.
Y el aire sobre el aire
encandila la luz. Y hay un perfume
viejo como la incertidumbre.

Brillan las telarañas.
Charcas. Ráfagas.
Hubo un diluvio, un pacto
nuevo. Y paraísos.
Volvemos a mirar:
entre leyendas, corroídos
por las deformaciones
de la gracia que se creyó
alcanzar. Rarefacciones
bancos de ensayo
de la muerte. Penas
sagradas que se ahogaron
en la lluvia. Por vos
no están cantando.

Un viento muerto
es nada más que un aire
que no sopla.
¿Por qué en nosotros
no es así?

Si yo pudiera
querer aire en vez de saber cosas
de ella, si la poseyera
como un paisaje, si poblara en ella
mitos de origen familiares, como
un capitán del siglo XVI
para morir en propiedad reconocida.

O mejor todavía: no ser nadie
a quien se pueda no querer. O írsele.

No.Yo no llegaría
a ser lo que seré en un instante
más: éste, que viene
entre arreboles, vientos y esperanzas:
Así las amo, ajenas, almas solas
que yo he vestido aquí de hablada niebla.

Por eso pasen, palabras sobre Eugenia,
grandes palabras con las que soñaba,
antes de hablar ya vino la tormenta;
nada quedó que no pueda guardarse
en el minúsculo recinto de una célula
cerebral renga, que vendrá agitada
a presentar su informe si la llamo
en esos días de ansiedad o angustia.

Sólo que ¿dónde estás?
¿dónde estoy?¿En qué patios
te disolviste dejándome sin filo
para chairar mi vida?
¿Estás pendiente
de mi aliento? ¿Al cortarse
sabrás lo que sostiene?





CARGANDO CON EL MUERTO

a Roberto De Gregorio
Estar solo no se debe
a razones metafísicas: es un modo
social de ser, una consecuencia
de actos libres en sí, pero que no conservan
tal condición cuando el tiempo
los acumula; esos ómnibus
recalentados de cuerpos
que se estrechan no todo lo posible
sino lo que su astucia
y las órdenes del chofer les permiten
hacer; rincones, manoseos
estrategias para bajarse, o aún
diminutas defraudaciones.

Cada cosa que vas
descubriendo, te aleja
de los que todavía
la ignoran, porque no es posible
transmitirla, ¡ay! haría falta
un mito, una leyenda; pero
no hay una forma rápida, sencilla
de producirlos, de atribuirle
a tus palabras ese valor que cualquier médico
brujo de una remota tribu
conoce y puede dar; en esta selva.

Nuestra magia es solamente
individual: es lo que hicimos
lo que sin darnos cuenta
acumulamos, en días
faltos de gloria, que el viento
juntó azarosamente y sin escrúpulos.
Distinto de los otros ¿cómo
leerán ellos el libro?
¿Cómo lo harán incluir
en el olvido? Bah, leyendas,
sólo un pueblo las hace
y no lo sabe.

Y porque pasa esto
por más fe que se tenga
cuando estás solo, estás
solo: el mito
al hablar no lo hará
como querías; ahí está
el muerto, aquéllos
de los que te distancia
lo sabido por vos, la caridad
imposible que en ellos
querrías realizar.
Lector: yo aumento
la distancia entre tus sueños
y los míos cada vez ¿habías
visto? ya no soy más
quién parecía hablarte
en tus recordados episodios
al despertar en medio de la noche
angustiado por los fantasmas dulces;
es más difícil ya
saber si te he servido.

¿Qué hacer, entonces, pues,
sino ficción con mis sentimientos,
transformar las verdades descubiertas
tan dolorosamente
en un cuento de irreales bosques?

Si. Darse a pertenecer
a tradiciones que ayuden
a engañarte. Construidas
con materiales en desuso
o aún poco estacionados (Todo
urge). Las verdaderas quejas
serán ardorosamente
personales sólo para morir
disueltas en ese quemante
ácido: es mejor que si algo
duele, nos dispongamos
a incrementar ese dolor
con esta nueva insoportable
sensación, vomitando
el líquido funesto. Volviéndonos
a quemar otra vez la garganta
ulcerada; si el propósito
es hacer con ello un arte.

Pues de este modo,
sólo lo corroído llegará.
Legibles, las pequeñas
payasadas moderarán,
por último, el innoble
espectáculo: el estilo
de crónica
policial, abundante
en frases hipercultas,
agua colonia
entre la mugre,
deslumbrecillos;
conservantes,







En “2491”, Ediciones Recovecos, Córdoba, 2010

JARDÍN

Dulcemente, no existe.
No existir, desde luego, lo hace
más hermoso: llama la
atención, por ejemplo, cómo cambia,
cómo posee primaveras propias
o tórridos veranos, por su cuenta.

Cómo sus rosas se marchitan
por las malas noticias. O reviven
los días de cumpleaños. Hay, a veces,
arboledas larguísimas: un parque
parece más que nada; y otros días
tiene las dimensiones de un cantero
donde a cada malvón se lo conoce
por su nombre.

Jardín de nuestras torvas maquinaciones,
del que no hay que espantar
ni ratones ni pájaros ni perros;
del que no erradicamos jamás
ninguna mala hierba.








CORDERO A LA GRIEGA

“El trozo que se utiliza
es la pata, que se hace
cortar, por supuesto, en
la carnicería. Se pasa
por harina (para que
no se pierda el jugo),
y después se sella
con aceite de oliva.

Se sacan los pedazos,
y se van terminando
de freír. Volvés
a poner, después, todo
en la olla, y le ponés
tomate al natural,
unas cuántas cabezas
de ajo, un chorro

de vino tinto y un
generoso puñado
de aceitunas negras.
Y se revuelve
bien. Se lo termina
de condimentar, y se lo
deja cocinar una hora.
Así que sáquenlo

ustedes, que yo me voy
a atender los pacientes;
que cocinar no es
lo único que sé hacer,
ni lo único
que me tocó en la vida.”





EL BALCÓN DE PUEYRREDÓN

Este balcón, antes, vivía entre árboles;
ahora talados (algunos vecinos
no podían entrar el auto).
Lo hemos llenado de plantas y flores,
pero la desolación de la realidad
igual lo cubre. Pasan autos
a gran velocidad, no sé por qué;
pasa la hinchada visitante
camino hacia y desde la cancha,
sin poder dotarlo de alegría
(es lógico). El balcón vive
esperando esos árboles que él cree
que salieron a caminar
y no han vuelto.







EL BALCÓN DE ZEBALLOS

Acá pasó al revés: la tristeza
de los días se fue mudando en árboles,
en otros árboles, plantados por nadie
-nadie de aquí; quiero decir, funcionarios-,
que crecieron casi sin enterarse
de los desaparecidos de la vuelta.
Sin saber la tristeza de la calle
vecina. Y hay tilos, y perfuman;
y su olor a los jazmines se mezcla
en las noches. Hermoso. Muy
hermoso. Pero el caso, lo grave del caso,
es que tenemos dos balcones.








EL CABALLETE

Irene no pinta en el caballete
que era de mi madre, porque
los tiempos han cambiado, y el
arte conceptual, parece que
no precisa que el artista mire
así, a cierta distancia del cuadro,
lo que está haciendo, como antes hacían
los pintores en la calle. Ellos
se ponían en la barranca, y el río
se quedaba detenido, imposible,
en la tela. A los chicos nos parecía
una magia. Y lo era. Era la magia
de la representación, una
mentira como cualquiera; mi madre
pintaba así sus flores, sus edificios
rosarinos en construcción –que hoy
están ya viejos o demolidos- poniendo
la tela sobre ese caballete.
¿Y qué es, Irene, para vos, hoy, eso,
un apoyo para poner tus construcciones,
pero una vez que están terminadas?







EL SABIO

Estaciono en una ciudad
desconocida. Dejo el auto
preocupado. Como si no
supiera que a él, estar solo
por un ratito, no le molesta.

Quedarse descansando así,
sin buscar pruebas
de la existencia del mundo.

Un auto grande ya,
con algunos problemas físicos;
pero que sabe lo que vale
dejarse estar, tranquilo,
en una calle
de la que no se sabe ni el nombre.






EL DORMITORIO

Aquí siento los ruidos, es decir,
aquí siento el silencio:
siento el enarbolarse del aire
para ser viento, cómo aparta
las hojas, cómo le contestan,
cómo me invade, cómo nos invade,
y cómo prepotente nos obliga
a respirar. Aunque querramos
morir. Aunque querramos
irnos con los fantasmas de la noche
que ni siquiera saben respirar
ni lo precisan.







PERSIANAS

Árboles de metal, creadoras
de penumbra en la siesta,
diosas del Tercer Mundo, llenas
de vejez y de óxido; oh, amadas,
amadas sin doblez, transparentes
tan sólo en la intención, pero opacas;
sustanciosas ventanas refractarias
al progreso y al sol. Maravillosas
en la noche también, cuando la luz
humana y otoñal de las cocinas
saben dejar filtrar, para llenarnos
de evocaciones misteriosas y dulces
en torno a afectos, en relación a hogares
de los que no sabremos jamás una palabra.




NUESTRO AMIGO SE SALVA DEL INFARTO

Al principio la conversación
tiene un tono convencionalmente serio.
Después, como conjuro, los chistes
acusan nuestro miedo. Alguien
imagina a la Muerte, con su túnica
acercándose a nuestro amigo.
Imaginamos el diálogo, absurdo,
como todas las empresas que se gestan
hoy. Reímos, con todas nuestras fuerzas,
porque a pesar de todo, de todas las miserias
todavía podemos
hablar con nuestro amigo de la muerte.

En “El espiniyo”, revista de poesía, nº 01, 2005.
Director: José María Pallaoro.







CUMPLEAÑOS EN UN BAR

Toda esta gente que no conozco,
que me rodea con su presencia,
con su conversación; ignora
que hoy cumplo años. Es por eso
que vine. Al bar, quiero decir,
no al mundo. Vine
por eso, ¿qué mayor
celebración, que pasar este día
sin adiciones especiales al hecho
simple, fantástico, casi obsceno
de haber vivido cincuenta y tres años?

Porque en este lugar no me conocen,
pero saben quién soy. No han tasado
mi vida, pero la han sentido
palpitar. Yo soy inmenso
para ellos, sin límite.
Soy la ciudad. Soy nadie.






FERIA AMERICANA

Busco en el Centro una calle olvidada,
con galerías donde ya no entra nadie,
y allá voy a venderme y a comprarme
en medio de los locales vacíos.

Transfigurado, mitad basura
y mitad útil, veo a los vivos
muertos, y a los muertos
veo esperando el ómnibus.

Y a los ómnibus, detenidos
los veo, esperando el regreso
de choferes que un otoño se fueron
y los dejaron ahí, entre las hojas.

No hay tal cosa llamada vida.
No hay tal cosa llamada muerte.
Hay injusticias, vientos, aromas,
gente que trata de ser
feliz, que se releva
dentro de un remolino
de instantes. Que se sabe
un instante. Después,

ya es otro precio.







DE VERDAD

Es un vivero, pero el hombre
lo llama bosque cuando va,
salta el alambrado y se mete.
Él no puede ir a un verdadero
bosque, así que camina
entre los eliotis, olfateando,
sintiendo el ruido de la pinocha
bajo sus pies. Pero tiene
que olvidar la regularidad
de las filas, las líneas rectas
que le recuerdan al dueño
mientras se bebe la filtrada luz
y procura escuchar un pájaro.

Y de repente, en medio
de esa farsa, cortando
el camino, ve un árbol.
Distinto. Un árbol
que ha crecido de verdad.


Estos poemas, seleccionados por Gustavo Caso Rosendi,
pertenecen a “Historia moral”, Editorial Ciudad Gótica, 2004.



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