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miércoles, 14 de septiembre de 2011

Dos países de espaldas. Notas a partir de un verano portugués y la exposición Primitivos. El siglo dorado de la pintura portuguesa (1450-1550)


 Aunque conozca las razones que se suelen dar, no deja de sorprenderme lo lejos que viven, en el día a día, Portugal y España, dos países que comparten tantas cosas en la historia y que deberían compartir mas aun en los proyectos de presente y futuro. El iberismo, como proyecto cultural y económico, debería ser una de las bazas de juego constante en ambos países, pero no lo es. Entiéndase, por supuesto, un iberismo moderno y encajado en el ámbito mayor de Europa (otro proyecto también en horas bajas en el sentir colectivo) y no tanto en la utopía decimonónica de la unión política de los dos estados.

Por eso mismo, cualquier iniciativa que conduzca al mejor conocimiento entre ambos países debe ser aplaudida con entusiasmo. Más aun si tiene la calidad del Verano portugués que se ha organizado en el Museo San Gregorio. El punto central de las actividades organizadas es una extraordinaria exposición: Primitivos. El siglo dorado de la pintura portuguesa (1450-1550), mostrada ya con éxito en el Museo de Arte Antiguo de Lisboa. Su montaje en el Museo San Gregorio la realza, puesto que permite confrontar las piezas portuguesas con algunas de las españolas que se exhiben en él y que son contemporáneas. Ambos países reciben las mismas influencias: impacto directo de las manifestaciones pictóricas de Flandes, huellas evidentes de la Edad Media, manifestaciones primeras de un humanismo en el que el peso de la religión católica es predominante, etc.

En estos tiempos, en los que nadie parece querer ser portugués o griego, hay que recordar cuánto se debe a estos países en la construcción del concepto de Europa. Y actividades como estas deberían darse más a menudo.



jueves, 27 de septiembre de 2007

Vertebración de la fachada.


España nació como concepto geográfico y administrativo. España, como idea, se edificó en los voluntariosos proyectos de unos pensadores visionarios que, con unos u otros fines, pusieron las bases ideológicas que empujaron finalmente a los Reyes a un mundo de alianzas y matrimonios que estabilizaran sus dinastías y su poder, en especial, para no desangrarse en guerras continuas y obtener las fuerzas suficientes para empresas mayores. Muchos de los humanistas vieron en ese concepto de España la oportunidad de construir un estado que evitara las miserias de lo que enseñaban las crónicas y se propulsara hacia la modernidad, la racionalidad y el fundamento legal. El último de esos sueños de modernidad fue el iberismo del siglo XIX, que continúa hasta hoy, como ha demostrado Saramago hace poco y en otras ocasiones. Los pueblos se sumaban a aquellas nuevas entidades a veces convencidos, a veces de perfil. Pero toda la construcción, tan frágil como nuestra historia plagada de guerras civiles y de banderías, sólo se sostiene con empeños comunes. La dificultad radica en que, en las escasas épocas en las que España ha vivido en democracia, se deben sanar las viejas heridas y al calor de los sentimientos más sencillos nacen políticos populistas que buscan, a través de discursos eficaces pero generalmente mentirosos, el beneficio electoral. La historia, que no es más que una narración de los hechos pasados, se reinventa: lo hizo Franco, que era un nacionalista; lo hacen los nacionalismos regionales y locales. Se cuenta, por ejemplo, que León está en la misma comunidad que Castilla porque nadie se ponía de acuerdo en el reparto de lo que se llamó Castilla la Vieja. El Bierzo reclama su identidad, con lógica también en este tipo de discurso. Y en los últimos días, en Barcelona, se ha aumentado el sentimiento de abandono del gobierno central porque no han funcionado los servicios públicos y al calor del discurso fácil el presidente del Barcelona quiere que su equipo siga jugando en la liga española pero exista una selección catalana puesto que sólo está dispuesto a asumir una parte del nacionalismo del que hace gala. Así, cada vez, el mapa es más pequeño siendo el mundo tan grande. Sin embargo, también la Historia nos enseña de estas tendencias que van y vienen y se mezclan con inereses económicos, fanatismos religiosos y ambiciones personales. Y de lo que cuesta restañar las heridas. ¿Pero dónde encontramos ahora un discurso superador de estas barreras que no caiga en el españolismo fácil y en la queja instrumentada o en el rechazo irracional de los sentimentos del otro? ¿Lo hay?
España, por su mismo origen y composición, es un país que para existir debe repensarse cada cierto tiempo. Debemos asumirnos en esta mezcla. Y eso no es malo. Sólo continuará adelante si encontramos un impulso que supere las inercias de disgregación y los intereses de los grupos políticos que quieren imponer las diferencias o que quieren anularlas a la fuerza.