Las circunvalaciones modernas nos llevan de un lado a otro para no atravesar el núcleo urbano. Hay algunas que atraviesan cientos de quilómetros de páramos desiertos en los que podría ser posible grabar una película en la que imaginar que somos los únicos supervivientes de un planeta devastado: nuestro afán de llegar rápido nos hace cada vez más solitarios.
Yo he querido hoy circunvalar mi ciudad para llegar a lo más profundo de ella. Han sido horas de fatigosa marcha con la mochila a cuestas atravesando parques de nueva construcción aprovechando los desmontes de las nuevas carreteras, pasarelas sobre vías rápidas o tendidos del ferrocarril, urbanizaciones a medio construir como monumentos de la memoria de nuestra locura cuando éramos ricos, límites en los que confusamente se guardan las huellas de un entorno rural con casas molineras o pequeñas agrupaciones de viviendas antiguas en las que vivían los servidores del Canal. Me he sorprendido recordando una casa de adobe que antes tenía huerta y ahora se encuentra en ruinas acosada por el crecimiento industrial que dobló provisionalmente las rodillas junto a ella hasta el siguiente empujón de ilusoria prosperidad que terminará engulléndola. Los caminos que yo recordaba de tierra o pobremente asfaltados que nos llevaban al último merendero de la ciudad en la que pasábamos felices las tardes de los domingos se encuentran ahora urbanizados y no llevan a ningún sitio más que a unos edificios iguales a otros edificios.
Pasear los polígonos industriales un domingo nos presenta el reto de la soledad y la incógnita de la verdadera utilidad de todo esto. He visto cientos de naves cerradas que lucían en sus fachadas viejos carteles de alquiler o venta, decenas de enormes restaurantes que se abrieron para servir a los trabajadores de estos polígonos que anuncian menús ajados por el sol y la lluvia.
Pero mi meta era otra en esta circurvalación de la ciudad: hacia lo más profundo de mis recuerdos. Daba la vuelta para subir un cerro que veía desde la casa en donde trascurrió mi infancia, de la que ya no queda nada. Quería ver desde arriba si me encontraba abajo. No subí por la carretera que lo rodea y facilita la ascensión sino hacia arriba directamente, por su lado más empinado junto a La Cistérniga, arañándome el rostro y los brazos con las ramas bajas de los pinos y a punto de caer en varias ocasiones sobre latas de conservas oxidadas y arrojadas al azar sobre la ladera, algunas con huellas visibles de perdigones.
Cuando yo era niño, desde mi casa, el día de San Cristóbal, cada 10 de julio, veía los faros de los vehículos que subían a la cima del cerro para celebrar al santo católico patrón de los conductores. Los taxis, los autobuses urbanos y los camiones de reparto se adornaban con ramas de árboles. Al atardecer, los focos tenían el aspecto de una culebra luciente en movimiento.
He subido como meta final de mi mañana de domingo, fatigado de tanta fealdad como dejan las ciudades modernas en sus límites. Allá arriba tomé un café del termo, lentamente. En este día de calor inesperado en el que el veranillo del membrillo quería ser verano auténtico, el horizonte me llevaba hacia la meseta, más allá de los valles del Esgueva, del Pisuerga y del Duero que quedaban a mis pies. No hay abajo ya nada de lo que fui. No sé cómo expresarlo pero quizá me he dado cuenta de que, como nunca me había ocurrido antes, yo me acompañaba.