Hay palabras gozosas, que llenan la boca de aroma al pronunciarlas. Es el caso de liquidámbar. He probado a pronunciarla hacia adentro con la boca pequeña, pero exige disfrutar de cada sílaba. Hacerlo, además, ayuda a pedir perdón al árbol que así se llama, al que tuve mucho tiempo por arce al no acercarme al jardín en el que lo que veía. De lejos, cuando llega el otoño sus hojas se tornan naranjas y rojas. Procede de Norteamérica y sus antiguos habitantes utilizaban su corteza y otras partes por sus pretendidos beneficios medicinales y mascaban su goma, parecida al ámbar líquido y olorosa. De ahí su nombre. Pronunciar liquidámbar es llenarse la boca con ámbar líquido, ambrosía. Descubrir la palabra, además, retorna al árbol su esencia.
En gran medida, las palabras me hacen. De vez en cuando me doy cuenta de que he entendido mal a alguien porque aplico el significado de la expresión que pronuncia, relleno la sintaxis perdida o pongo las comas y los puntos en sus lugares. Sin querer, caminando por el correcto uso de la lengua me pierdo a las personas y me enzarzo en complicadas espirales de distanciamiento.
Me había resistido a ver El juego del calamar, la serie surcoreana de la plataforma de contenido Netflix de la que todo el mundo habla. Después de alguna experiencia, prefiero evitarme la manipuladora forma en la que estas plataformas sirven las series de televisión para provocar que les dediques horas que restas a otras muchas cosas, incluso al sueño. Algunas personas cuentan cómo han ido a trabajar sin haber dormido por ver todos los episodios de alguna de estas series. Algunos de mis alumnos me han confesado las horas que dedican a consumirlas, casi siempre nocturnas. Esta serie, estrenada en septiembre, se ha convertido en noticia por la alarma provocada en algunos maestros, que han visto a sus alumnos jugar en el patio del colegio a los mismos juegos que se practican en ella. Para los que no conozcan el argumento, puedo decir que un grupo de personas necesitadas económicamente acceden a participar en un juego que los miembros de una organización secreta han promovido como mera diversión. Los participantes deben superar diferentes pruebas -basadas todas ellas en juegos infantiles- y quien no la supera es eliminado, es decir, muere. La recompensa para el ganador es tan sustanciosa que, aunque tienen en su poder detenerlo votando, continúan. En el argumento se ponen en juego determinadas manipulaciones emocionales fáciles de detectar: la mayoría de los jugadores con los que empatiza el espectador tienen razones que todos podemos llegar a comprender (una madre enferma, un hermano en el orfanato, corregir decisiones erróneas que tienen implicación en familiares, reagrupar a la familia) y solo unos pocos son detestables desde el inicio. La necesidad de sobrevivir o de ganar, provoca reacciones violentas o de engaño incluso entre los que se nos presentaban como los más aceptables moralmente -ninguno de los participantes lo era del todo-. La trama está llena de trucos de guion fáciles, pero resulta interesante especialmente porque sitúa al espectador ante el espejo y le lleva a interrogarse sobre cómo se comportaría él mismo en esas situaciones. Para conseguir mayor efectismo, la serie no ahorra en situaciones violentas y la abundancia de sangre y se basa en la radical contraposición entre la inocencia de los juegos infantiles y la brutalidad de los asesinatos, planteando siempre la débil frontera de los valores morales. Ahora bien, ¿cómo es posible que la hayan visto tantos niños de primaria e infantil como para simular sus pruebas en el patio del colegio? Es curioso que una generación de niños que habían abandonado los juegos infantiles que practicaban sus padres y abuelos ahora se diviertan con ellos porque les ha llamado la atención el riesgo de morir que existe. No estoy tan seguro de que el problema sea que no puedan distinguir entre la realidad y la ficción, que aprenderán como todos hemos aprendido en el pasado, como que, según los testimonios de sus maestros, muchos hayan visto la serie por la noche en su teléfono, en la soledad de su cuarto, interrumpiendo el necesario descanso.
Por mucho que interrogue al arce, que resultó ser liquidámbar, no obtengo respuesta.