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sábado, 16 de octubre de 2021

Liquidámbar

 


Hay palabras gozosas, que llenan la boca de aroma al pronunciarlas. Es el caso de liquidámbar. He probado a pronunciarla hacia adentro con la boca pequeña, pero exige disfrutar de cada sílaba. Hacerlo, además, ayuda a pedir perdón al árbol que así se llama, al que tuve mucho tiempo por arce al no acercarme al jardín en el que lo que veía. De lejos, cuando llega el otoño sus hojas se tornan naranjas y rojas. Procede de Norteamérica y sus antiguos habitantes utilizaban su corteza y otras partes por sus pretendidos beneficios medicinales y mascaban su goma, parecida al ámbar líquido y olorosa. De ahí su nombre. Pronunciar liquidámbar es llenarse la boca con ámbar líquido, ambrosía. Descubrir la palabra, además, retorna al árbol su esencia.

En gran medida, las palabras me hacen. De vez en cuando me doy cuenta de que he entendido mal a alguien porque aplico el significado de la expresión que pronuncia, relleno la sintaxis perdida o pongo las comas y los puntos en sus lugares. Sin querer, caminando por el correcto uso de la lengua me pierdo a las personas y me enzarzo en complicadas espirales de distanciamiento.

Me había resistido a ver El juego del calamar, la serie surcoreana de la plataforma de contenido Netflix de la que todo el mundo habla. Después de alguna experiencia, prefiero evitarme la manipuladora forma en la que estas plataformas sirven las series de televisión para provocar que les dediques horas que restas a otras muchas cosas, incluso al sueño. Algunas personas cuentan cómo han ido a trabajar sin haber dormido por ver todos los episodios de alguna de estas series. Algunos de mis alumnos me han confesado las horas que dedican a consumirlas, casi siempre nocturnas. Esta serie, estrenada en septiembre, se ha convertido en noticia por la alarma provocada en algunos maestros, que han visto a sus alumnos jugar en el patio del colegio a los mismos juegos que se practican en ella. Para los que no conozcan el argumento, puedo decir que un grupo de personas necesitadas económicamente acceden a participar en un juego que los miembros de una organización secreta han promovido como mera diversión. Los participantes deben superar diferentes pruebas -basadas todas ellas en juegos infantiles- y quien no la supera es eliminado, es decir, muere. La recompensa para el ganador es tan sustanciosa que, aunque tienen en su poder detenerlo votando, continúan. En el argumento se ponen en juego determinadas manipulaciones emocionales fáciles de detectar: la mayoría de los jugadores con los que empatiza el espectador tienen razones que todos podemos llegar a comprender (una madre enferma, un hermano en el orfanato, corregir decisiones erróneas que tienen implicación en familiares, reagrupar a la familia) y solo unos pocos son detestables desde el inicio. La necesidad de sobrevivir o de ganar, provoca reacciones violentas o de engaño incluso entre los que se nos presentaban como los más aceptables moralmente -ninguno de los participantes lo era del todo-. La trama está llena de trucos de guion fáciles, pero resulta interesante especialmente porque sitúa al espectador ante el espejo y le lleva a interrogarse sobre cómo se comportaría él mismo en esas situaciones. Para conseguir mayor efectismo, la serie no ahorra en situaciones violentas y la abundancia de sangre y se basa en la radical contraposición entre la inocencia de los juegos infantiles y la brutalidad de los asesinatos, planteando siempre la débil frontera de los valores morales. Ahora bien, ¿cómo es posible que la hayan visto tantos niños de primaria e infantil como para simular sus pruebas en el patio del colegio? Es curioso que una generación de niños que habían abandonado los juegos infantiles que practicaban sus padres y abuelos ahora se diviertan con ellos porque les ha llamado la atención el riesgo de morir que existe. No estoy tan seguro de que el problema sea que no puedan distinguir entre la realidad y la ficción, que aprenderán como todos hemos aprendido en el pasado, como que, según los testimonios de sus maestros, muchos hayan visto la serie por la noche en su teléfono, en la soledad de su cuarto, interrumpiendo el necesario descanso.

Por mucho que interrogue al arce, que resultó ser liquidámbar, no obtengo respuesta.

lunes, 26 de diciembre de 2011

El teatro en Televisión Española.

Una de las cosas que definen la cultura en los medios de comunicación audiovisuales españoles es que lo normal es extraordinario. Por mucho que se estudien las parrillas televisivas, es difícil encontrar en horas compatibles con la vida cotidiana programas de calidad que informen sobre la vida cultural fuera de los pocos minutos que se le dedica a este sector en los informativos habituales. En este caso, además, no se puede adjudicar la ausencia ni al coste económico de estos programas -que suelen ser baratos en comparación con la mayoría de los que se emiten- ni al desinterés de la audiencia. No es verdad que no exista un público que quiera información sobre exposiciones artísticas, libros o los montajes escénicos. La tendencia fácil es negar lo que la realidad nos da incluso con parámetros contables: el llamado sector cultural da dinero, más que el que están dispuestos a reconocer los cómodos programadores televisivos.

En cuanto a la información sobre las artes escénicas, la situación es para echarse a llorar. Curiosamente, las cifras de los últimos años demuestran que el teatro (y la ópera y la danza y otras manifestaciones escénicas) cada vez tiene más espectadores y no solo en las exitosas obras musicales, por lo que no se comprende esta falta de interés de las televisiones por estos espectáculos cuando suelen cubrir con muchos medios cualquier tontería. Únicamente el segundo canal de la televisión pública tiene programas en los que se informa habitualmente de las novedades escénicas, pero la situación está muy lejos de ser óptima. Una de las labores de las televisiones públicas debe ser la de fomentar la cultura: la atención cuidadosa y constante a manifiestaciones artísticas que no suelen tener cabida en las televisiones comerciales. Entre ellas, el teatro.

Curiosamente, Televisión Española ya lo hizo con probado éxito hace tiempo. Todos los que tenemos cierta edad recordamos un espacio de gran interés y calidad (y también con cifras de audiencia notables, aunque la situación de la televisión fuera tan distinta en aquellas épocas): Estudio 1. En este programa se grababan para la televisión las obras que se representaban con mayor éxito en los teatros españoles: casi siempre en acertadas adapaciones para el formato televisivo. Muchos españoles pudieron conocer a los grandes actores del momento y obras de teatro imprescindibles gracias a esta labor.

Hay dos formas de grabación de estos espéctaculos, ambas válidas aunque tengan diferentes objetivos: la grabación de la obra en un directo sobre el escenario, con público en el teatro y todos los condicionantes que acarrea; y la grabación en un lenguaje televisivo o fílmico. Aquella respeta y documenta el montaje original, aunque cuente con limitaciones de imagen y sonido. Esta adapta mejor la obra escenificada para el medio que la trasmite aunque pierde el carácter de documento de lo que se ve en la escena. A los investigadores del teatro nos gustaría contar con la primera en grabaciones de calidad que sean fácilmente accesibles. Aunque ya existe un archivo en el Instituto Nacional de las Artes Escénicas y la Música, está muy lejos de ser lo que debería ser. En España, lamentablemente, hay tantas lagunas en la documentación que la reconstrucción completa de los montajes escénicos del último siglo es, en la práctica, una quimera que duele a los que tenemos una mínima sensibilidad sobre su importancia y lo que significa una labor de documentación cultural para que la cultura tenga labor eficaz de sedimento. Quedamos, en gran medida, en manos de la memoria oral, como sucedía hasta la invención de los medios tecnológicos que permiten la grabación y reproducción.

Por todo ello debe alabarse el tímido intento de recuperar Estudio 1 que se propone Televisión Española, tanto en los archivos históricos de la institución (lamentablemente, no se conservan copias de todas las obras que se emitieron) como en la tarea de grabación y emisión de teatro contemporáneo. Me gustaría que esta labor continuara y se ampliara, que todas las semanas pudieramos tener en este canal una obra de teatro acompañada de documentales sobre el autor, los actores y el montaje, como se ha hecho con uno de los mejores montajes de los últimos años, Urtain, de Animalario. En fin, que a uno le gustaría que lo normal fuera normal y no extraordinario.

martes, 8 de noviembre de 2011

La Noria del morbo y la hipocresía social.


Desde el conocido como crimen de Alcácer en el que fueron asesinadas tres adolescentes en 1992, los medios de comunicación españoles han prestado atención morbosa sin tapujos a los hechos cruentos que ocurren para cumplir, con tozuda persistencia, la estadística negra de toda sociedad. La crónica de sucesos, desde el inicio del periodismo en papel, siempre apasionó a los lectores: algunas cabeceras se dedicaron en exclusiva a esta tarea, inclinándose pronto por los aspectos más cruentos y los detalles menos relevantes pero de mayor gusto popular. En España era el campo en el que se movía el semanario El Caso, de gran tirada y que, curiosamente, comenzó a declinar cuando el resto de los periódicos, las televisiones y las radios dieron entrada generosa a estas cuestiones para ganar audiencia. El crimen de 1992 marcó un triste hito en la historia del periodismo español: lo que antes se reservaba para algunas publicaciones en papel o pequeñas gacetillas en periódicos más o menos serios, saltaba, por primera vez, a las televisiones en horas de máxima audiencia y llenaba horas de su parrilla y de las emisiones de las cadenas de radio. Se había levantado, para siempre, la prudencia a la hora de tratar estos temas. Esta circunstancia ha motivado la reflexión de sociólogos y se insertó en la literatura desde un punto de vista crítico, como en la novela Plenilunio de Antonio Muñoz Molina.

Desde entonces, el interés de la audiencia y de los responsables de los medios de comunicación, ha ido en aumento vertiginoso. Se ha demostrado, además, que no sirve de nada la conmoción creada cuando sucede algún escándalo nuevo porque alguien rompe el nuevo techo creado cuando se pensaba que ya no se podía ir más lejos. El último caso ha ocurrido con la presencia -cobrando, según parece, una buena cantidad de euros- de la madre de El Cuco en el programa de Tele5, La Noria. El Cuco es uno de los implicados en el asesinato de Marta del Castillo y la posterior ocultación de su cadáver, que todavía no ha aparecido. La novedad de la situación es el éxito obtenido por la campaña lanzada a través del blog de Pablo Herreros, que ha conseguido presionar a las empresas patrocinadoras del espacio, que han terminado por retirar sus anuncios del horario que ocupa este espacio. Sin duda, esta retirada de los anunciantes ocasionará un perjuicio al programa mayor que cualquier crítica y si no consigue sustituirlos por otros, puede ser motivo para que se replantee su orientación o desaparezca, cosa que me parece difícil porque es uno de los programas estrella de esta cadena televisiva que, cada vez más, se orienta al morbo y el sensacionalismo como espectáculo, tendencia avalada por el aumento de espectadores. Lo peor es que suele encubrirlo de ideología, dañando irremediablemente lo que aparenta proteger.

Los mejores analistas de televisión han dirigido el dedo acusador a los programadores de esta cadena y a los profesionales que conducen estos programas. Yo no lo voy a hacer hoy así. La Noria es el espejo de una parte de la sociedad española con capacidad de decisión: si los medios de comunicación tienen una responsabilidad ética -aunque ya no sé qué significa esta palabra hoy- cuando programan contenidos como estos y deciden cómo tratarlos, cada una de las personas que se sientan en su sofá para ver estos programas tienen también su cuota de participación en esa responsabilidad. Me niego a considerar que esta parte de la sociedad española -como aquella que ve canales de TDT en los que se trata la información como si fuera basura de interés propio sin ningún tipo de reparo, como la que consulta espacios de internet claramente manipuladores cuando no delictivos como referente de pensamiento- sea víctima de los programadores. Aquí todos somos responsables de nuestros actos diarios.

lunes, 16 de julio de 2007

La historia de Clara o la tendencia al serial lacrimógeno.



En mis paseos por la Historia de la literatura he podido comprobar que los géneros más atractivos para el gran público eran siempre los que hablaban de infortunios, desgracias y luchas contra el destino. Desde la tragedia griega. Aunque los máximos niveles de éxito en la recepción del texto se obtienen con gente normal que resiste con virtud todos los males para ser premiada al final: léase el Libro de Job. Luego, cada modalidad literaria, cada época, los recubría de técnica y retórica. A partir del siglo XVIII, y cuanto más se desarrollaba el mercado masivo de lo literario, aquello se convirtió en populismo y dio nombre, incluso, a alguna fórmula literaria como la comedia lacrimógena. Gran parte de la banalización de la sensibilidad romántica vino por ahí y terminó en la novela rosa de quiosco. Y luego, ya en el XIX, el descubrimiento de la comercialización a través del folletín lo inundó todo. Y en el teatro, grandes dramones o el melodrama ya amputado de música, en los que a los pobres infelices les pasaba de todo en dos horas.


En el fondo, todo aquello era una perversa utilización de la moralización que partía del buenismo: pobre pero honrado, se decía. Era una especie de bula para tener una recompensa en otra vida ya que en esta era imposible y una invitación a que el castigo o el premio fuera sobrenatural. A este mundo los buenos habían venido a llorar (se concibió el mundo como un valle de lágrimas) y sufrir. El espectáculo de las lágrimas ajenas, en la literatura o en la vida, consolaba y consuela de las propias. Nuestros padres lo vivieron en los seriales radiofónicos (recuerdo a mi madre, planchando, mientras oía Simplemente María). Hoy aquellos márgenes los ocupan series de televisión o programas en los que la gente va a exponer sus miserias delante de millones de espectadores.

Llevamos tan dentro esta cultura de la lágrima que, cuando se nos da la oportunidad de construir una vida de ficción, no renunciamos a caer en ella. Clara es un personaje nacido en dos programas de la Cadena Ser, Hoy por hoy y La ventana. Su historia se teje lentamente gracias a las sugerencias que dan los oyentes que llaman, aunque los redactores tienen un voto de calidad, como ellos lo llaman, para decidir entre las que les parecen mejor. En alguna ocasión ha servido para rechazar una línea argumental el hecho de que la propuesta daba pena a la locutora (así se cambió un retraso mental por la ceguera). Entre unos y otros, Clara, que hoy cumplía un año, ha resultado ser una niña mulata, hija de una sevillana y un subsahariano venido en patera (que ya tenía un hijo en su país) y ciega. Dos de los que han llamado han querido aliviar tanta pena y sufrimiento que se venía acumulando entre las sugerencias de los que han dado ideas hasta ahora (algunas de auténtica crueldad sádica). Y han salido por lugares comunes de esta vieja literatura de la lágrima: el primero hacía llegar en el día del cumpleaños de Clara la notificación de la administración por la que se le concedía una anhelada plaza en una guardería pública; la segunda, ha celebrado el primer año de la niña con un premio en el cupón de la ONCE. Los recursos del pobre: la subvención (antiguamente también la limosna de un bienientencionado protector) y la lotería. Sólo falta que, al final, el inmigrante ilegal acabe heredando una fortuna y resulte reconocido como hijo por un millonario norteamericano que, en un viaje a África conoció el amor de su vida del que una desgracia -una enfermedad, una guerra, un desastre natural- le separó sin que su búsqueda afanosa le permitiera reencontrar a aquella mujer.
De fondo, se oía la voz de uno de los invitados en el estudio, creo que guionista de cine, que reclamaba sufrimiento, porque sin drama no había interés en el conflicto.

Nunca saldremos de la lágrima.