Han regresado las acerolas en la segunda mitad de septiembre. Con la constancia de cada año, este fruto humilde y poco comercial ha madurado. Me gusta porque me sabe a infancia y a tiempos en los que el mundo rural entraba en la ciudad y aparecía en las esquinas de las calles, en las plazas de los barrios. Como cada año traigo aquí las acerolas como muestra de que casi siempre lo más auténtico cabe en la palma de la mano. Un puñado de acerolas. Comerlas una a una por la calle.
Pero este año traen una mala noticia. El matrimonio que siempre ha vendido las acerolas en el puesto que me pilla camino de casa no estaba. Digo siempre porque siempre ha sido en mi vida. En su lugar, otro hombre, más joven. Pregunté por aquellas personas, ya mayores, con el susto en el cuerpo.
- Están destrozados. Han perdido casi toda la cosecha y sus acerolos están enfermos por el fuego bacteriano. Hasta hace poco esta región se había visto libre pero ya está matando los árboles sin que podamos hacer nada. Me han cedido el puesto esta temporada. Yo he podido salvar unos cuantos por la forma en la que los podo, pero no sé qué pasará el próximo año. No hay remedio.
La temporada de la acerola es breve -tres semanas, cuatro a lo sumo- y anuncia el otoño o lo anunciaba antes del cambio climático. Acerolas blancas, acerolas rojas. Como la azofaifa, el majoleto y la endrina, todas diferentes, todas humildes, todas con la certeza de cosas que no pueden engañarnos. Pronuncio sus nombres de nuevo: acerola, azofaifa, majoleto, endrina. Qué belleza.
El que come acerola de niño guarda el sabor para toda su vida aunque tarde años en volver a probarlas. Compré tres bolsas, casi como un tesoro, como si fueran las últimas acerolas de los últimos acerolos antiguos.