Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de marzo de 2025


JAMES JOYCE. DUBLINESES; LOS MUERTOS
 
Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca, siguiendo una muy recurrente costumbre en los casi quince años de la existencia del espacio, suele dedicar, normalmente en los meses de febrero y marzo, cuando tienen lugar las ceremonias de entrega de los premios cinematográficos más prestigiosos del mundo, algunas emisiones a libros directamente relacionados con el cine o, como ocurrirá en esta serie que hoy comenzamos, a obras literarias de calidad que han sido objeto de traslación a la gran pantalla con resultados también valiosos o incluso -y es el caso en mis propuestas de este año- magistrales. 

Anteayer, 3 de marzo, se entregaron los Oscar; una semana antes, los Cesar franceses; y los Bafta británicos el 16 febrero y nuestros Goya el 8 de ese mes, Día mundial del cine, además. En pleno frenesí, pues, de la industria y el arte cinematográficos surgen mis sugerencias empezando con la de esta tarde, una excepcional colección de cuentos, uno de los cuales sirvió de base a una película inolvidable. En 1914 el escritor irlandés James Joyce publicó su libro Dublineses, una recopilación de relatos, todos ellos teñidos de un profundo sentido de nostalgia y melancolía, que exploran diferentes aspectos de la sociedad dublinesa, sobre todo de su clase media y de los estratos más modestos, y dando cuenta en ellos, de manera sutil pero apreciable, de las tensiones, los enfrentamientos y los conflictos políticos, históricos, sociales, morales y hasta metafísicos de la Irlanda de aquel tiempo. 

Hay varias ediciones de Dublineses en nuestro país, que incluyen los quince cuentos del libro original. Las más recomendables son las de Lumen, de 1972, con traducción Guillermo Cabrera Infante; las de Alianza Editorial, primero en la añeja edición de 1974, que mantenía la versión de escritor cubano y que fue la que me abrió la puerta al universo “joyceano”, y luego en infinidad de reediciones en traducción de Eduardo Chamorro; y, por fin, la de Cátedra, una excelente edición académica de 1993, con abundante y muy estimable aparato teórico a cargo de Fernando Galván y que mantiene la traducción de Chamorro. Hace ahora tres años, Reino de Cordelia, un sello muy querido por mí, algunas de cuyas publicaciones han aparecido en el espacio, dio a la luz una nueva edición del libro, preciosa y formalmente (casi) impecable (luego comentaré el matiz) con traducción de Susana Carral, ilustraciones magníficas de Javier García Iglesias y una breve presentación de Jesús Egido. Será este primoroso volumen el que tenga presente como referencia en la primera parte de mi reseña. 

El último de los cuentos de la colección, Los muertos, es, sin duda, el mejor de todos y, desde mi punto de vista, el que deja -así ha ocurrido en mi caso- una huella indeleble en la memoria y la sensibilidad de los lectores. Aparte de la obvia inclusión del relato -en realidad, dada su extensión, mayor que el resto de los de la compilación, podríamos estar hablando de una novela corta- en los libros mencionados, el cuento ha sido objeto de ediciones autónomas y exentas al título principal. En particular, esta tarde, y tras el comentario general sobre Dublineses, me detendré con algo más de detalle en la publicación presentada por el sello barcelonés Navona en 2021. 

Este relato sería objeto de una igualmente formidable traslación al cine, en una película del mismo título, dirigida por John Huston en su último trabajo, rodado, ya al borde de su muerte, en 1987. El resultado es, a mi juicio, una de las obras cinematográficas más deslumbrantes, conmovedoras y brillantes que alegran mis recuerdos cinéfilos. Es por ello por lo que mi entusiasta sugerencia de hoy es triple, Dublineses, la colección de relatos; Los muertos, el más destacado de ellos; y la película Los muertos; las tres, obras magistrales. 

Empecemos, pues, con Dublineses. El libro de Reino de Cordelia es, ya se ha dicho, formalmente espléndido. Con tapas duras, sólida encuadernación, papel con “cuerpo” (y reciclado), tipografía amable, traducción, en general, irreprochable, e ilustraciones, en blanco y negro y a bolígrafo, de Javier García Iglesias que contribuyen a trasladar al lector al Dublín atrasado y oscuro de principios del siglo XX, el libro es un objeto valioso en sí, al margen de su contenido -que, obviamente, es también excelente-, muy propicio para el regalo. Hay, no obstante, algunos despistes menores, como un “al respeto” por “al respecto”, una línea que se duplica revelando un ostensible fallo de revisión editorial, y algún otro desajuste tipográfico; pero, pese a ello, el resultado final es sobresaliente. 

En su estudio preliminar para la muy ilustrativa edición de Cátedra, Fernando Galván comenta -entre una amplia variedad de interesantes temas de estudio- la accidentada peripecia editorial que siguieron los cuentos de Joyce hasta aparecer recogidos en Dublineses en 1914. Con apenas veintitrés años, en 1905, James Joyce terminó la primera versión de lo que acabaría por ser su libro. En diciembre de ese año, residente en Trieste, en donde llevaba unos meses viviendo tras la muerte de su madre y su enamoramiento de Nora Barnacle, circunstancias ambas que le darían el impulso definitivo a su voluntad de renunciar a una Irlanda que lo asfixiaba, envió doce cuentos -a la publicación final se sumarían otros tres- al editor londinense Grant Richards, el cual no se decidiría a publicarlos hasta nueve años después. 

Tres de los relatos, el primero del libro, Las hermanas, el formidable Eveline y Después de la carrera, ya habían aparecido en 1904 en The Irish Homestead, encubierto su autor bajo un seudónimo, Stephen Daedalus, que daría nombre a uno de los dos personajes principales del Ulises, la obra mayor del escritor irlandés. Ninguno de los otros doce cuentos restantes, todos escritos entre 1905 y 1907, mientras Joyce esperaba, con poco éxito, a que se produjera la publicación del libro, vio la luz de manera independiente. Durante la década transcurrida hasta la edición final del libro, los relatos fueron objeto de revisión, llevado el joven autor de su obsesivo afán de fidelidad a los hechos vividos -en muchos de ellos se incorporan elementos autobiográficos-, a los escenarios reales, a los nombres, los datos o los pequeños detalles citados en ellos (hay una reveladora carta de 1905 a su hermano Stanislaus para que se cerciore de algunas informaciones sobre Dublín que incluye en los relatos y que, viviendo él en Trieste, no puede comprobar en persona, en una prueba de su puntillosa y casi neurótica meticulosidad al respecto). 

Y es que Joyce era muy escrupuloso en el rigor y la precisión del más mínimo pormenor de sus textos y ello explica en parte la dificultad de la publicación del libro. Las objeciones morales que los distintos editores oponen a la difusión de la obra y que provocan la considerable demora en su edición (Jesús Egido, en su prólogo para Reino de Cordelia, señala que Joyce envió el manuscrito de Dublineses en dieciocho ocasiones a quince editores que se lo fueron rechazando uno tras otro), tenían que ver, fundamentalmente, con expresiones y contenidos que consideraban ofensivos y por ello, previsiblemente, podrían ser objeto de persecución judicial (las leyes de la época hacían responsable al linotipista de todo lo que se imprimiera, por lo que estos operarios eran muy cautelosos -llegando a una suerte de censura- a la hora de imprimir ciertos escritos). Se le cuestionaban, así, entre otros aspectos, ciertas alusiones supuestamente obscenas, algún vocablo (un bloody insoportable para la época, entre otros), la visión poco complaciente, desagradable, sombría e incluso sórdida de Dublín, la aparición de los nombres verdaderos de los comercios y negocios de la ciudad (lo que provocaba el miedo de los editores ante la posibilidad de ser demandados por sus propietarios si consideraban que su presencia en el libro pudiera perjudicar sus intereses), o las polémicas referencias políticas a la proyectada visita a Dublín del rey Eduardo VII en el cuento Día de la patria en la oficina del partido (sirva este título de ejemplo, al paso y entre paréntesis, de las variantes que introduce cada nueva traducción, prueba de la dificultad de la tarea. El cuento se llama, en su versión original, Ivy Day in the Committee Room; Eduardo Chamorro lo traduce como acabo de transcribir, Día de la patria en la oficina del partido; Susana Carral, El día de la hiedra; Cabrera Infante opta por un imaginativo Efemérides en el comité. Una vez más, subrayo desde aquí la conveniencia de darle la importancia que merece a la labor del traductor y de cotejar las referencias previas de cada profesional, valorando a quienes cuentan con una trayectoria acreditada, antes de adentrarse en una u otra edición de una determinada publicación). 

La extremada exigencia del escritor en relación con la integridad de su obra, su rotunda negativa a aceptar cambios en los cuentos -con alguna excepción de una relativa tolerancia, más o menos a regañadientes-, su proverbial arrogancia, su actitud despreciativa, su personalidad altiva y suficiente (No es culpa mía que el olor de los cubos de basura, de los yerbajos y los desperdicios dominen mis cuentos. Tengo la firme convicción de que retardará usted el curso de la civilización en Irlanda impidiendo que el pueblo irlandés tenga un buen retrato de sí mismo en mi pulido espejo, escribe a uno de sus editores, reprochándole su negativa a dar a la luz el libro), que le habían granjeado la fama de escritor -y persona- individualista, de carácter difícil, de comportamiento desafiante, provocaron constantes roces con los editores y dificultaron la publicación. Incluso en 1912, con el contrato firmado con George Roberts y Maunsel & Co, los constantes enfrentamientos llevaron a los editores a destruir los mil ejemplares ya impresos, amenazando con demandar a Joyce y exigiéndole una compensación por las pérdidas. Todo ello -el rechazo casi unánime- contribuyó, en otro orden de cosas, a hacer firme la decisión de Joyce de no volver nunca más a Irlanda (en la temprana resolución influirían, además, las crecientes dificultades económicas familiares; las desavenencias con el padre -un borracho egoísta que aparecería reflejado en alguno de los cuentos de la colección-; el ostensible distanciamiento, en intereses y sensibilidad, con el entorno literario de su patria; su visión amplia y universal, europeizante y cosmopolita, de Irlanda, frente al mediocre localismo insular, aldeano y carente de miras; y, ya se ha dicho, la aspereza de su talante, desdeñoso y soberbio, resentido y sarcástico, despectivo y hasta despiadado con sus colegas, no solo con sus rivales sino incluso con quienes apoyaban sus tesis). Sería, por fin, en 1914, cuando Richards, el primer destinatario del libro, se decidiera a publicarlo, pocos meses después de que otra de las obras del irlandés, Retrato del artista adolescente, hubiera empezado a aparecer en una revista merced al apoyo de Ezra Pound y William Butler Yeats, dos nombres entonces ya consagrados en el ambiente literario irlandés. 

Y por si el calvario editorial no hubiera sido suficientemente frustrante, la recepción posterior del libro una vez publicado, provocó, sin duda, nuevos sinsabores a su autor. La repercusión no fue, inicialmente, de gran alcance. Fernando Galván en el estudio citado menciona, basándose en la correspondencia del propio Joyce, que en el primer año tras la llegada de Dublineses a las librerías, se vendieron unos doscientos ejemplares, en el segundo sólo veintiséis, ¡y siete en el tercer año! Y si los lectores no apreciaron en su justa medida la obra, otro tanto ocurrió, salvo excepciones (singularmente la de Ezra Pound), con la crítica, que cuestionaba que el autor mostrara los aspectos más triviales y desagradables de la vida cotidiana de la capital y le reprochaban la sordidez de sus temas, el énfasis en detalles y escenas perturbadores, la carencia de argumento de sus historias, el estilo plano y, en general, el desaprovechamiento de unas cualidades literarias que, eso sí, se valoraban convenientemente. Serán las traducciones del libro, a partir de la francesa, en 1926, e inmediatamente la rusa, la alemana, la japonesa, la sueca y la italiana (la española no llegaría, con escaso -casi nulo- eco, hasta 1942), las que reconocieron la calidad y el interés de Dublineses. Bien es cierto que, para entonces, Joyce ya había publicado el Retrato del artista adolescente, una obra mayor, y, sobre todo -en 1922- el Ulises (en su origen, al parecer, un cuento más de Dublineses), que desde el principio fue acogido con gran curiosidad y generalizado entusiasmo en los ambientes literarios europeos y americanos, circunstancias que acabarían por “relanzar” el título y situarlo en su actual condición de clásico. 

Dublineses no es una acumulación arbitraria de relatos, un agregado de historias inconexas. Es cierto que se trata de cuentos autónomos, cada uno de ellos protagonizados por personajes diversos, representando situaciones diferentes y reflejando entornos distintos, cada uno de ellos narrando historias independientes, sin aparente conexión más allá de la coincidencia espacio-temporal en el Dublín de principios del siglo XX. Sin embargo hay en ellos una intención, un planteamiento, una atmósfera y una voluntad de estilo unitarios, que me parecen muy relevantes y en los que quiero detenerme brevemente en mis comentarios. 

En relación con la intención y el propósito que movieron a Joyce en su escritura, el propio autor los pone de manifiesto de manera expresa en una carta de 1906 a su editor Grant Richards: Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí Dublín para escenificarla porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. Aquí están, ya, algunas de las claves de interpretación de la obra. La primera es que los cuentos de Dublineses nos muestran la realidad de Irlanda, a través de su capital, de una manera “naturalista”, sin edulcorar, sin omitir -antes al contrario, poniéndolos de manifiesto- sus aspectos más sombríos. Pero ese afán realista no se agota en la mera reproducción superficial de esa realidad, de la roma transcripción de los sucesos, los lugares, los habitantes de Dublín, sino que, obedeciendo a una noción que Joyce acuñaría en relación con su obra, la de “epifanía”, utiliza esas apariencias externas, esos incidentes aislados y banales, esos hechos comunes, esas escenas insignificantes para revelar -la epifanía como sinónimo de revelación- lo oculto, lo escondido, lo reprimido. Y esa historia moral que trasciende los episodios anecdóticos narrados refleja una sociedad, un país, dibujados con rasgos nada complacientes, sumidos en lo que el escritor denomina en su carta como “parálisis”. 

Desde este mismo punto de vista, uno de los grandes valores del libro -quizá el más destacado- es esa capacidad para descubrir la belleza, la verdad, lo espiritual, el “alma” de las cosas, las gentes, la ciudad, el país, a partir de lo corriente, lo cotidiano. Joyce “fotografía” algunos episodios en apariencia triviales de la vida de sus conciudadanos para, a través de ellos y gracias a su inmenso talento -más deslumbrante aún si sabemos que los cuentos fueron escritos, como se ha dicho, con poco más de veinte años-, acceder a las más íntimas regiones del alma humana, de ahí el valor universal de su obra, y de ahí la emoción, el impacto, la conmoción, el entusiasmo, la exaltación que la lectura de los relatos de Dublineses provoca en el lector (siempre que, claro está, éste sea capaz de remontar una primera impresión, absolutamente falsa, de que los cuentos no cuentan nada, de que nada ocurre y de que las peripecias narradas en ellos son anodinas e insustanciales). 

Esta voluntad de plasmar la vida dublinesa -trascendiéndola, recuérdese: una historia moral- en sus cuentos, se lleva a cabo a través de una estructura muy claramente perceptible incluso para el lector que no esté sobre aviso de ella. Joyce muestra la vida de sus conciudadanos detenida, por así decirlo, en cuatro momentos o situaciones: la infancia, la adolescencia, la madurez y la vida pública. Así, en los tres primeros cuentos (todos los títulos están citados a partir de la versión de Susana Carral para la edición de Reino de Cordelia), Las hermanas, Un encuentro y Arabia, sus protagonistas son niños; la adolescencia está representada en Eveline, Después de la carrera, Dos galanes y La pensión; continúa con episodios de la vida adulta: Un leve nubarrón, Duplicados, Arcilla y Un caso doloroso, mientras que El Día de la hiedra, La madre y La gracia de Dios, se refieren a la vida pública. El último, el ya mencionado Los muertos, es un añadido posterior al que una parte de los analistas incluyen en la cuarta categoría y otros consideran un relato autónomo fuera de la pauta general de la obra. No obstante, pese a que, en efecto, hay una organización predeterminada en el libro, hay también interrelaciones, paralelismos y contrastes entre unos relatos y otros, de modo que, en más de una ocasión, las fronteras entre “secciones” son porosas, y las etapas cronológicas se trasvasan y diluyen, con personajes de edades distintas en cada parte o situaciones que pueden tocar diferentes “frentes” del armazón estructural de la obra. 

Más allá de esta disposición, se trata de quince historias de la vida cotidiana dublinesa: la muerte de un sacerdote cuya relación con el pequeño protagonista aparece envuelta en un halo de misterio; los “novillos” de dos chicos y su encuentro, durante la escapada escolar, con un extraño anciano; el enamoramiento idealizado de un niño, encarnado en la figura de la joven hermana de un amigo; una muchacha que se ve atrapada entre el deber que la ata a su familia y el deseo que la impulsa a huir con su amante; un joven dublinés con aspiraciones de ascenso social, que comparte una jornada con amigos europeos, adinerados y encantadores a los que conoce tras una carrera automovilística; dos hombres jóvenes que discuten un plan para seducir a una sirvienta; la dueña de una pensión que, en la sombra, maniobra para propiciar el matrimonio de su hija con uno de sus huéspedes, un hombre de buena posición; un fracasado aspirante a poeta que reencuentra a un antiguo compañero de colegio, de existencia hoy exitosa; un empleado de una oficina, insatisfecho con su vida laboral, humillado de continuo por su jefe, que de desquita de su frustración en su hogar familiar; una mujer solitaria, bondadosa y anodina, que asiste a una reunión familiar en Halloween; un hombre, también solitario, de vida austera, metódica y planificada, que entabla una inesperada amistad con una mujer casada; una madre, controladora y dominante, que quiere llevar las riendas de la carrera profesional de su hija, una joven pianista en cuyo éxito futuro ha depositado grandes expectativas; una reunión entre miembros de un comité político que pasan el Día de la Patria irlandesa discutiendo sobre la situación su país, de su historia, del nacionalismo, de las campañas políticas, de los representantes públicos; un grupo de hombres que pretenden redimir a un amigo, caído en desgracia por su alcoholismo; una fiesta navideña en la que los asistentes charlan, cantan, danzan y recuerdan los días pasados. 

Pero estos episodios, como se ve no especialmente relevantes y más bien insignificantes, insustanciales, interesan sobre todo por la atmósfera que los envuelve y que Joyce traslada con talento al lector. Ese “clima” de melancolía, de introspección, de fracaso, puede resumirse en la noción de “parálisis”, un concepto el propio escritor consideraba como aglutinador de las diferentes historias, como elemento que da coherencia al libro y, por lo tanto, como síntesis de su proyecto. Todos los personajes, de una u otra manera, se encuentran atrapados en situaciones de inercia emocional, social o moral, de deterioro vital, de monotonía existencial, que no solo describen las propias limitaciones personales de cada uno de ellos, sino que son símbolo también de las de la sociedad irlandesa de la época. La personalidad de casi todos los “retratados” está marcada por notas de indecisión, de resignación, de fatalismo e inevitabilidad, de impotencia acentuada por lo opresivo del entorno. Tras los anodinos sucesos referidos en cada cuento aflora una permanente sensación de estrechez, de estancamiento, de claustrofobia, de frustración, de represión, de difusa culpa, de falta de vitalidad, de muerte incluso. Esta visión funesta del microcosmos dublinés se apunta en pequeños detalles: la ciudad de calles estrechas, edificios viejos y clima gris; las descripciones naturalistas detalladas y precisas de los entornos locales, oscuros, decadentes, sucios callejones, sórdidas pensiones, bares desolados en donde se emborrachan individuos sin futuro, parques que son escenario de fugaces y gélidas efusiones sexuales; el uso del monólogo interior, que permite acceder a los sentimientos -la opresión, la melancolía, la esperanza, los sueños frustrados, los anhelos contrariados, la nostalgia por las oportunidades perdidas- de los personajes; el reflejo no solo tangencial de las desigualdades, las hipocresías, las tensiones sociales y personales, las pequeñas humillaciones, los desencantos, las mezquindades, las estrecheces, las limitaciones impuestas por la sociedad de la época que se plasman en las conversaciones superficiales, los diálogos intrascendentes y los pequeños conflictos; el constante juego de contrastes -de claro valor simbólico- entre la luz y la oscuridad, lugares oscuros, deslucidos, poco iluminados, pubs, escenas domésticas que representan el aislamiento, la insatisfacción, la ausencia de expectativas; el asfixiante peso de la religión, que comparece en muchos de los relatos -sacerdotes, ceremonias, alusiones- y que condiciona los valores, las actitudes y las decisiones de los personajes, subrayando simbólicamente, al mostrar el poder sofocante de la Iglesia católica, su hipocresía y su represión, ese clima de cerrazón y estancamiento que define el libro; la igualmente limitadora presencia, en varios de los cuentos, del nacionalismo, con sus complejidades, sus contradicciones, sus conflictos políticos, sus divisiones internas, su hostilidad hacia el “Imperio Británico”, su huella cultural, todo ello representativo también, para Joyce, del reduccionismo, de la cortedad de miras, de la inacción, de la parálisis que es el leitmotiv central de la obra. Todo ello sirve a los fines del escritor irlandés: hacer que Dublineses se constituya en un lúcido y detallado retrato de la ciudad y sus pobladores, que captura tanto su paisaje físico como espiritual, mostrando con tanto arte y fuerza persuasiva que esa ciudad de fantasía, nostalgia, rencor y (sobre todo) de palabras que es la suya acaba por tener, en la memoria de sus lectores, una vigencia que supera en dramatismo y color a la antiquísima urbe de carne y hueso —de piedra y arcilla, más bien— que le sirvió de modelo, en palabras de Mario Vargas Llosa, autor de un inspirado prólogo que abría una edición conmemorativa del libro publicada por el Círculo de Lectores en 1987. Un Vargas Llosa que en ese breve y esclarecedor estudio preliminar, disecciona, con profundidad y su habitual capacidad de penetración, las claves del libro: la obsesión puntillosa de Joyce en la descripción de la ciudad; la consideración de la obra como un todo orgánico y no una mera compilación de cuentos; la visión de Dublín teñida de nostalgia, por más que no se hurten al lector los aspectos más ásperos; la presencia de los grandes temas públicos (el nacionalismo, la política, la religión, la cultura) y privados (los usos y costumbres locales, los bailes, las comidas, las canciones, los vestidos); el equilibrio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo colectivo y lo individual; la condición de los relatos como estampas o instantáneas que revelan la complejidad psicológica de los personajes y, con ella, las frustraciones sentimentales y sexuales, los prejuicios, la represión religiosa de la sociedad a la que pertenecen; la mirada literaria, artística, a veces sarcástica, siempre crítica, que recrea y, en cierto modo, inventa la realidad que describe: la dignificación artística de la vida mediocre, escribe; la ausencia en el autor de los cuentos de propósitos reformadores y sentimientos edificantes, lo que hacía insólito el libro en su época y explica el porqué del rechazo inicial que suscitó; la evidente voluntad de Joyce de obviar la efusión retórica, la sobrecarga emocional y plañidera, de evitar cualquier indicio de autocompasión y del menor chantaje emocional al lector; la sobresaliente facilidad lingüística del escritor; entre otros. 

La mayor parte de estos elementos reseñados se hallan presentes, de manera paradigmática, en el último de los cuentos, el magistral Los muertos, del que quiero dejar aquí también algunas notas a partir de la ya mencionada publicación de Navona de 2021. Se trata de una edición modélica de poco más de cien páginas, que recoge exclusivamente ese relato en un volumen de tamaño reducido y formato acogedor, que cabe en un bolsillo, con cubierta de tela, cinta separadora, traducción impecable de Nuria Barrios y esclarecedor prólogo de otro gran escritor irlandés, John Banville; ambos, traductora y prologuista, presentes en otras emisiones de Todos los libros un libro en relación con obras de su propia autoría.

Los muertos nos traslada a Dublín en una noche de las Navidades de 1904 (no hay ninguna mención expresa a una fecha concreta, más allá de algún deseo de “feliz año nuevo” y de la obvia referencia navideña; en alguna fuente que ahora no puedo recordar he leído la datación exacta de los episodios relatados en la noche de Reyes, lo que concordaría con la noción de epifanía que ya he comentado; de aplicación pertinente, no obstante, para cualquiera de esas fechas de inicio de un nuevo ciclo). Un matrimonio, Gabriel y Gretta Conroy, acude al baile de Navidad de que celebran todos los años sus tías, miss Kate y miss Julia Morkan. Llegan parientes y conocidos, amigos e invitados habituales. Se cena, se habla, se canta, se danza. Se suceden con rutina ritual encuentros, charlas, bromas, pequeñas disputas, bailes, discursos. Al fin, todo acaba. Gabriel y Gretta abandonan la casa de sus tías. 

Con la ciudad cubierta de nieve, la voz del narrador, que se ha detenido en describir las conversaciones, las incidencias, los lances y las circunstancias de la cena, se adentra ahora en la corriente de pensamiento del marido, que, de camino a su hotel, se mueve entre la alegría, la ternura y el deseo que le suscita la presencia de su esposa y la inquietud por la sombra de tristeza y melancolía que nubla la mirada de Greta. Una canción que uno de los invitados interpretó en la fiesta, La joven de Aughrim, ha despertado en ella el recuerdo de un muchacho, Michael Furey, que, aún adolescentes los dos, la pretendía. Conmovida hasta las lágrimas, Greta contará a su esposo las circunstancias de amor del chico por ella, un amor trágicamente frustrado por la repentina muerte del joven, que no quiso seguir viviendo ante la imposible realización de su sentimiento. Gabriel, perplejo, paralizado por la sorpresa, la humillación y la rabia, se deja llevar por un torrente -arrebatado, intenso, sensible, emotivo- de reflexiones, en un repaso lúcido, apesadumbrado y desolador de su existencia, que vislumbra inútil, limitada, vacía, insulsa, incapaz de haber experimentado -solo ahora lo sabe- una pasión como la del pobre Michael Furey: Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. El sinsentido de su vida, plana, inane, carente de intensidad, mediocre, a la postre fracasada, se revela en toda su crudeza. Con su mujer apaciblemente dormida en el lecho tras la tempestad sentimental, con la nieve que cae, implacable tras la ventana de la habitación del hotel, Gabriel siente que ha desperdiciado su vida, se arrepiente de la superficialidad de los días y añora, nostálgico, un pasado que nunca ha sido, en un pensamiento memorable, una suerte de sentencia que ya forma parte de lo más destacado de la historia de la literatura y del cine: mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando o marchitarse tristemente con la edad

En el cuento, por entre lo que, no sin exceso podríamos llamar su trama narrativa, están -como he señalado- algunos de los principales rasgos de la obra de Joyce: la idea de la parálisis, de la absurdidad de la vida, del sinsentido, que refleja a la perfección el desmoronamiento final de Gabriel; la presencia de la Irlanda de principios de siglo XX, el nacionalismo, la influencia británica y la búsqueda de una identidad propia; la diáspora irlandesa, el exilio y la emigración; las desigualdades sociales y el latente conflicto entre clases; el peso de la Iglesia católica y su asfixiante moralidad, restrictiva y puritana; el singular y en la época innovador estilo literario, caracterizado por la exploración de la subjetividad, el monólogo interior, el flujo de conciencia, los pequeños detalles, apuntados con maestría: una mirada, un gesto, un leve movimiento; el lenguaje rico en metáforas y elementos simbólicos: la nieve, el frío, la música, los referentes cultos, el río Shannon, el encuentro navideño, el apacible calor hogareño y el gélido ambiente exterior, el espejo en que se mira Gabriel, la propia fecha en la que transcurre la “acción”, conectada directamente o por proximidad temporal al 6 de enero, día de la Epifanía, esa revelación que acontece a partir de la escucha de La joven de Aughrim y el recuerdo del desdichado Michael Furey. Y en el relato afloran también -con distinto grado de importancia- algunos de los temas “joyceanos”: el amor, la pasión, la pérdida, la identidad, el pasado, la nostalgia, la memoria, la fugacidad del tiempo, la finitud de nuestras vidas, la evanescente naturaleza de la realidad y, sobre todo, la muerte, presente ya desde el mismo título. En mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, dediqué una emisión hace unos años a este cuento, cuyo texto presenté envuelto en la melancólica música de otro irlandés, este del norte, Van Morrison. Podéis encontrarlo en el blog del programa. 

La belleza y la emoción de este cuento tienen su correlato, con idéntica intensidad, en la inolvidable película dirigida por John Huston en 1987, un filme que constituye, en cierto modo, el testamento cinematográfico de un director espléndido, con una larga, exitosa y muy brillante trayectoria creativa que cuenta entre sus logros con títulos como El halcón maltés, El tesoro de Sierra MadreCayo Largo, La jungla del asfalto, La reina de África, Moby Dick, Los que no perdonan, Vidas rebeldes, La noche de la iguana, Reflejos en un ojo dorado, Paseo por el amor y la muerte, Fat City, El hombre que quiso ser rey, Bajo el volcán, El honor de los Prizzi, entre otras muchas, casi todas películas que ocupan un lugar preeminente en la lista de honor de la historia del cine. 

Con esta magistral Los muertos Huston puso fin a su carrera. Tenía ochenta años y un enfisema pulmonar y se vio obligado a dirigir la cinta desde una silla de ruedas y con ayuda de máscaras de oxígeno. De hecho, el planteamiento inicial era que el equipo se desplazara a Dublín para la filmación; el estado de salud de Huston obligó a recrear la ambientación irlandesa en un estudio de Los Ángeles. La muerte simbólica que preside la película desde su mismo título era para él también real, pues fallecería a los pocos meses del final del rodaje. 

Pese a algunas licencias en el guion (obra de Tony, hijo del director), la adaptación del cuento es bastante fiel y recoge, con idénticas emoción e intensidad que el relato, sobre todo en su parte final, lo esencial de la historia narrada por Joyce, también su estructura e incluso los diálogos entre los personajes. Tenemos, así, la llegada de los invitados a la mansión de las hermanas Morkan (interpretadas por unas inolvidables Helena Carroll y Cathleen Delany, fallecidas hace ya lustros, como gran parte del elenco: han pasado casi treinta años); asistimos a los amables avatares de la cena, a los bailes, los discursos, las interpretaciones musicales, un personaje recita un poema (pasaje no presente en el cuento original), hay un leve desacuerdo político; se recrea con calidez lo acogedor del ambiente, la alegría de la amistad, una cierta euforia festiva, la placidez de la vida de las clases medias-altas del Dublín de la época de Eduardo VII (bisabuelo del actual rey británico), las charlas intrascendentes, la austera severidad de los hombres en esmoquin, el sumiso comedimiento de las mujeres (con alguna excepción), su tímida reserva… 

En consonancia con el planteamiento del escritor, toda esta primera parte del filme puede parecer poco interesante, las “acción” avanza sin sobresaltos entre episodios ligeros, sin aparente interés, casi anodinos: un intercambio de frases, las risas, las bromas, los recuerdos, alguna muy leve discordancia, los comentarios superficiales, un cotilleo, alguna “maldad” benévola (valga el oxímoron), unas palabras corteses, alguna muy recatada picardía, un no del todo discreto exceso con el alcohol, aquí una gentileza, allá un elogio cariñoso. Una educada cena entre personas relativamente cultivadas y, en cualquier caso, muy cordiales, atentas y agradables. Quien acceda a la película sin haber leído el cuento puede -legítimamente- preguntarse “¿y esto va a ser todo?... ¿la grabación de una obra teatral en la que se representa un grato acto social de hace más de un siglo?” 

Sin embargo hay, como en el relato, pese al clima de nada exaltada y complaciente felicidad, un tono de melancolía que alcanzará su máxima expresión en los últimos veinte minutos, en los que Huston recoge, con emoción y belleza indescriptibles, el desenlace dramático pero muy tierno, triste, profundo y conmovedor, del cuento, con el desvelamiento de la pasada peripecia del infortunado Michael Furey y el impacto de esa revelación en el matrimonio Conroy (interpretado por Donald McCann y Anjelica Huston, la hija del director). Este tramo final de la película es soberbio, emocionante, lleno de dulzura y sensibilidad, de encanto y fascinación, de gracia y delicadeza, de ternura y verdad, capaz -la voz en off de Gabriel, la hondura de su soledad, la pasión en cierto modo marchita por su esposa, el sinsentido de su vida súbitamente al descubierto, el recuerdo del amor sin límites de Michael Furey, las lágrimas de Greta, su reposado sueño posterior, la nieve que cae tras las ventanas, la evocación de la muerte que a todos nos llega- de dejar una huella indeleble en la memoria del espectador. 

A ello contribuyen los aspectos meramente cinematográficos: la cámara que se desliza por las salas, se detiene en los muebles, los cuadros, los objetos, la decoración navideña recreando con autenticidad la Irlanda eduardiana; el fidedigno tratamiento de otros detalles, como las vestimentas, por ejemplo, que permite apreciar el contexto socioeconómico de los personajes; la iluminación suave y cálida -que recoge la confortable y hogareña placidez del encuentro festivo y la amistad discreta aunque notoria entre los invitados- y también algo más oscura y sombría, sugiriendo memoria y secreto, en las escenas entre Greta y Gabriel, en una apuesta técnica que subraya la dualidad vida/muerte que subyace al relato; los planos largos que contribuyen a la creación de un clima demorado, tranquilo, rezumando sosiego y quietud (también el inmovilismo y la parálisis que Joyce denunciaba en sus cuentos); la grabación realizada casi en tiempo real, con un muy económico uso de un montaje que subraya esta idea del ritmo pausado: no hay cortes abruptos, no hay encadenamiento acelerado de planos, muy al contrario, las transiciones son suaves y enfatizan la continuidad y la fluidez del evento; el uso de la música, con la presencia de sones de la tradición musical irlandesa, con, claro está, el papel destacado de La joven de Aughrim, en cierto modo la representación simbólica nuclear del cuento y la película. En resumidas cuentas, una auténtica maravilla que no deberíais perderos bajo ningún motivo (hay una versión completa, en inglés, en YouTube). 

Os dejo, como cierre a esta reseña con el fragmento final de Los muertos, en la traducción de Nuria Barrios; un texto de una hondura, una emoción y una intensidad conmovedoras, que, como he dicho, aflora también en las escenas correspondientes de la película. Tras él, y como no puede ser de otra manera, La joven de Aughrim (“doncella”, prefiere Susana Carral). Se trata de una canción popular irlandesa que cuenta la seducción, traición, rechazo y muerte de una joven en Aughrim, un pueblo del condado de Galway. Aparte del indudable valor sentimental que la pieza tiene en el cuento, la referencia interesa además porque es una buena muestra del constante juego de referencias que brinda Joyce a su lector. El lugar, Aughrim, es también un hito muy significativo en la historia de Irlanda, pues aquí se libró una cruenta batalla en 1691 donde las fuerzas protestantes derrotaron a los nacionalistas irlandeses católicos. Os la ofrezco en la delicada, melancólica y tiernísima versión de Lisa Hannigan. 


Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte. Recordó las emociones en tropel de una hora antes. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto. 

El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo en sombras. Mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando o marchitarse tristemente con la edad. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo. 

Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose. 

Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el pantano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Rebosaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.

Videoconferencia
James Joyce. Dublineses. Los muertos

miércoles, 26 de febrero de 2025


JONATHAN LITTELL Y ANTOINE D'AGATA. UN LUGAR INCONVENIENTE

Hace un par de días, el 24 de febrero, se cumplieron tres años del comienzo de la invasión de Ucrania por las fuerzas de los ejércitos de Rusia, movidos por el afán imperialista del siniestro Vladimir Putin. En aquellos días, en Todos los libros un libro dediqué un programa -que se ha ido “actualizando” desde ese momento en cada nuevo aniversario- a libros relacionados, de modo directo o tangencial, con el pasado y el presente del país centroeuropeo, de convulsa historia, marcada por ocupaciones diversas, guerras, genocidios e innumerables padecimientos. En esas tres emisiones, las correspondientes a los años 2022, 2023 y 2024, os he ofrecido cerca de decena y media de libros, en su mayor parte novelas aunque impregnadas de la trágica y compleja realidad ucraniana. Así, han aparecido aquí HHhH, de Laurent Binet; el revelador Calle Este-Oeste, de Philippe Sands; Las benévolas, la desbordante novela de Jonathan Littell; La liebre con ojos de ámbar, el singular ensayo de Edmund de Waal; Los hermanos Ashkenazi y La familia Karnowsky, de Israel Yehoshua Singer; La octava vida (para Brilka), de la georgiana Nino Haratischwili; el clásico Vida y destino, de Vasili Grossman; el muy actual El orden del día, del francés Éric Vuillard; Orfanato, del ucranio Serhiy Zhadan; Zov, del ruso Pável Filátiev; Las arpías de Hitler y, sobre todo, La fosa, ambos de Wendy Lower; y, hace ahora un año, Un hogar para Dom, de la infortunada escritora ucraniana Victoria Amelina. 

Uno de estos autores, Jonathan Littell, vuelve hoy a Todos los libros un libro, con una obra espléndida, muy dura, insoportable casi en su aspereza, para recordar de nuevo a todos nuestros oyentes el terrible drama que sigue viviendo Ucrania, ahora que, pasados los primeros momentos en que la guerra ocupaba las primeras páginas de periódicos y noticiarios, su horror parece haber quedado olvidado, sepultado por una frenética actualidad, pródiga, por otro lado, en tragedias, catástrofes e infortunios. Mi propuesta resulta especialmente oportuna en estos días en que dos autócratas -cada uno a su manera- parecen decididos a repartirse el pastel económico y geoestratégico en disputa en los campos y las ciudades de Ucrania. 

Jonathan Littell es un escritor franco-norteamericano, nacido en Nueva York, de una familia judía de orígenes lituanos emigrante en los Estados Unidos. De formación mixta -bachillerato en Francia, en donde vivió su infancia a causa de la profesión de su padre, periodista, y universidad en Yale- Littell saltó a la fama literaria -y también a la polémica y la controversia- a partir de la publicación en 2006 de Las benévolas, una monumental novela, un best-seller mundial del que yo hablé aquí por primera vez en 2014 en el seno de una serie dedicada a conmemorar los setenta años del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Y es que el libro, publicado en nuestro país en 2007 por el sello editorial RBA en traducción de María Teresa Gallego Urrutia, relata la historia de Maximilian Aue, un alto oficial nazi, perteneciente a las SS que, décadas después de la finalización del espantoso enfrentamiento, ya mayor, casi anciano -había nacido en 1913-, director en Francia de una fábrica, casado y con familia, cuenta, amarga y descarnadamente, su experiencia durante los años de la contienda, en los que ocupó cargos de responsabilidad en el ejército alemán, y durante los cuales estuvo presente en todos los lugares y los momentos decisivos del brutal conflicto bélico. En la novela, cuya breve sinopsis argumental vuelvo a recordaros porque está muy relacionada con el título que ahora presento, conocemos el cruel itinerario vital de un Max Aue que formará parte de los Einsatzgruppen, los comandos de exterminio en Ucrania y Crimea, protagonistas de algunas de las más inhumanas masacres de la guerra, el asesinato indiscriminado de judíos y colaboradores comunistas en el Cáucaso; luchará en el frente de Stalingrado y participará de la organización y gestión de la “Solución final”, el transporte, “aprovechamiento” y eliminación de los prisioneros -no solo judíos- en diversos campos de concentración, sobre todo en Auschwitz. La novela, desbordante, se mueve en dos planos, el objetivo -la descripción, con precisión propia de un texto de historia, del panorama en el frente y en la retaguardia, en los pueblos asediados y en los cuarteles generales del nazismo, la cotidianidad de la guerra, los rutinarios y pese a ello despiadados hábitos de las campañas de exterminio- y el subjetivo y más “literario” relativo a la peripecia intelectual y vital de Auer, sus luchas internas, su conflictiva biografía. 

Littell posee también una amplia trayectoria como colaborador de asociaciones humanitarias, con actividad en los Balcanes, Chechenia, Afganistán, el Congo y Rusia. Especialmente concernido por la “cuestión judía”, la persecución y el Holocausto de millones de miembros de su pueblo, no solo centró en ese asunto su obra principal, sino que, ahora, casi veinte años después de su publicación vuelve a él en este Un lugar inconveniente, el estremecedor libro cuya indispensable lectura os recomiendo hoy, como correlato excepcional a este tercer aniversario del inicio de la injusta y atroz invasión rusa de Ucrania. Presentado por Galaxia Gutenberg en septiembre de 2024, con traducción del francés de Robert-Juan Cantavella, su publicación originaria contó -y el dato es relevante, como luego veremos- con una ayuda del Babyn Yar Holocaust Memorial Center (BYHMC). Un lugar inconveniente no es, en puridad, un libro de Littell en exclusiva; pues sus densas, dramáticas, demoledoras y pese a ello -o precisamente por ello- necesarias trescientas cincuenta páginas aparecen entreveradas de un centenar de imágenes -algunas de muy difícil contemplación, dada su crudeza- de Antoine d’Agata, fotógrafo francés con una amplia carrera profesional a sus espaldas. 

En 1990, un jovencísimo Littell, con solo veintitrés años, conoció, por motivos profesionales, la respuesta del escritor Maurice Blanchot a una propuesta de colaboración en una revista universitaria norteamericana para un número monográfico sobre “La literatura y la cuestión ética”. El intelectual francés contestó a la invitación confesando su miedo, su desesperación. En su carta, que Littell traduciría para la mencionada revista, Blanchot escribía: “Otra vez, otra vez”, me dije. No es que pretenda haber agotado un tema inagotable, al contrario, tengo la certeza de que ese tema vuelve a mí porque es intratable. En las primeras líneas de Un lugar inconveniente Jonathan Littell recupera esa idea como significativo preámbulo que, en cierto modo, explica el libro que tenemos entre manos: Un tema intratable que vuelve a mí. Y así es, en realidad. A comienzos de 2021, un amigo le pide que escriba sobre Babyn Yar. «¿Por qué no escribes algo sobre Babyn Yar? Deberías escribir sobre Babyn Yar.» le dice. ¿Otra vez? Oh, no, otra vez no, será su respuesta. Pero su amigo, muy persuasivo, insistirá. «Escucha, tú trabajas con Chernóbil –me decía–. Babyn Yar es lo mismo, es una Zona.» La idea no carecía de interés. Tanto más cuanto que «Zona de exclusión», el término de uso común en francés y en inglés, no es una traducción correcta: Zona vidtchouzhennia, el término ucraniano, lo mismo que el término ruso Zona ottchouzhdeniia, sería más bien «Zona de alienación». Y Littell apostilla: Casualmente, Antoine d’Agata estaba en Kyiv. «¿Y si lo hacemos juntos?», le dije. En mitad de la confusión, siempre es mejor tener compañía

Este es el desencadenante de Un lugar inconveniente, un comienzo azaroso, casual -o quizás no tanto- que lleva al escritor y al fotógrafo a Kyiv (en una nota introductoria al libro su autor precisa, a mi juicio con buen criterio, que en él privilegiará la grafía ucraniana de los nombres o los topónimos; y así Kyiv y no Kiev, Babyn Yar y no Babi Yar, Volodymyr antes que Vladimir; entre otros muchos; más discutible resulta, sin embargo, que la traductora mantenga el término Belarús, con el que Littell se refiere a Bielorrusia, el país vecino y, en tanto prorruso, enfrentado a Ucrania) para visitar el sitio, inventariar los restos del pasado, hablar con alguno de los muy escasos testigos vivos de los sucesos allí ocurridos, con vecinos, autoridades locales, investigadores, responsables de museos e instituciones en un intento de reconstruir la memoria del emplazamiento y de los atroces crímenes allí perpetrados (Porque a fin de cuentas todo esto no es más que una historia de recuerdos, de recuerdos más o menos verdaderos, más o menos desagradables, más o menos olvidados); una memoria que hoy aparece como totalmente fragmentada, forma[ndo] como un caleidoscopio en el que cada cual contempla a sus propios muertos, al tiempo que la imagen de los otros queda borrosa, difractada, indecisa

Babyn Yar, el primero de los dos lugares inconvenientes del libro, es un barranco situado a las afueras de Kyiv, hoy en parte urbanizado e integrado en el centro de la ciudad, en el que entre los días 29 y 30 de septiembre de 1941 fueron asesinados, a sangre fría y de manera despiadada, 33.771 judíos, según los ordenancistas cómputos de los responsables de los comandos nazis. En total, en los meses de la ocupación por las tropas de Hitler la cifra de fusilados en el barranco superó las cien mil personas (El total de víctimas se estima en unos cien mil, 60.000 judíos y otras 40.000 personas: soldados del Ejército Rojo, marineros de la flota del Dnipró, comisarios políticos, agentes del NKVD, civiles tomados como rehenes, gitanos, nacionalistas ucranianos, sacerdotes, enfermos mentales y muchos otros que tuvieron la desgracia de disgustar al ocupante. Eso en cuanto a los hechos acaecidos entre 1941 y 1943). Littell ya había relatado en Las benévolas, de un modo detallado, minucioso, desasosegante y perturbador, este espeluznante momento de la historia de Ucrania, de Europa y, en realidad, de la humanidad entera. La masacre en sí ya la describí en otra parte. Aquí no volveré sobre ella; y en su rotunda afirmación, uno cree percibir el eco del espanto. 

El Babyn Yar que el escritor y el fotógrafo se encuentran en esa su primera visita para el libro, en abril de 2021 (Littell ya conocía Ucrania, y Kyiv, desde 2002, cuando investigaba para una obra anterior), es un emplazamiento anodino, sin interés, una paraje urbano sin especial relevancia, tan insustancial que la pareja se cuestiona la conveniencia de iniciar siquiera su proyecto. Con un afán y una mirada casi periodísticos, Littell lleva a cabo un inventario de lo que allí se ve: dos parques, un bosque, un barranco grande y algunos otros más pequeños, un río subterráneo, monumentos (muchos monumentos), tres iglesias, una de ellas muy antigua y dos nuevas, una sinagoga también flamantemente nueva, un psiquiátrico, una prisión psiquiátrica, un instituto psiquiátrico inacabado, dos cementerios (uno ortodoxo, el otro militar), los restos de otros dos cementerios arrasados (uno judío, otro ortodoxo), las oficinas de la televisión ucraniana, la torre de la televisión ucraniana, edificios de apartamentos, tiendas, escuelas y parvularios, un cine abandonado, un metro, una maternidad, un hospital, una morgue. Salvedad hecha de los monumentos y, quizá, de los cementerios, nada apunta en el sitio a su terrible pasado. Estamos ante un lugar como cualquier otro. En viajes muy anteriores al suyo, John Steinbeck, en 1947, ni menciona el lugar, y Eli Wiesel, en 1965, se lamenta de que los guías turísticos se muestran reticentes ante una posible visita: No vale la pena el viaje; no hay nada que ver. En efecto, no hay “nada que ver” (Lo que se ve a simple vista puede uno verlo en otras partes. En cualquier sitio de Kiev. En cada plaza, en cada lugar público. Es como si Babyn Yar se extendiera a toda la ciudad). Todo se mantiene oculto, constatan los visitantes, hay como un fingimiento general sobre la normalidad de la zona, todo parece conspirar para que el espeluznante pasado no aflore; invisible, disimulado su secreto de horror, espanto, crueldad e ignominia. Otro tanto ocurre durante el viaje de Littell y d’Agata, el espacio actual se presenta como el lugar de la ausencia, como un “no lugar”, en cierto modo como una idea, también un símbolo que expresa una cierta dimensión del mundo mucho más vasta que sus pocas hectáreas plegadas bajo un barrio anodino de Kyiv. Y es que en Ucrania hay centenares de lugares -quizá no de tanta magnitud- como Babyn Yar (El investigador ucraniano Mijailo Tyaglyy ha identificado 140 lugares de matanza masiva de gitanos [¡solo de gitanos!] en el territorio contemporáneo de Ucrania; y traigo también ahora a la memoria de quien me siga el excepcional libro La fosa, de Wendy Lower, que yo presenté en Todos los libros un libro hace unos años, y que reconstruye una matanza -de menores dimensiones aunque igualmente atroz- en Mariúpol). 

Un Babyn Yar que aparece también, ya se ha apuntado, como un lugar invisible, que transmite, sin embargo, bajo su apariencia común, insignificante, bajo la superficie trivial de banal y, por tanto, no remarcable escenario urbano, una turbadora sensación de incomodidad, de extrañeza, de inconveniencia. Y es, precisamente, esa percepción de que la existencia del lugar molesta a muchos, hasta el punto de pretender borrar -los barrancos cubiertos, la tierra alisada, plegada- las huellas de la masacre y, así, esquivar el recuerdo, omitir su memoria, lo que lleva al escritor y al fotógrafo a descartar la engañosa fachada y perseverar en la indagación: El problema es la historia. En Babyn Yar la historia también está plegada. En la superficie actúa como un gendarme con capa y kepis que agita su bastón blanco: «Circulen, no hay nada que ver». Lo cual, por poco refractario que uno sea, lo animará precisamente a circular, a circular sin fin. Y esto es, en una primera instancia (habrá una segunda, que brota en paralelo y que acaba confluyendo con ella), Un lugar inconveniente, la crónica exhaustiva de la voluntad de sus autores de rescatar la memoria, de no despejar el sitio, de quedarse y recorrer, inventariar, fotografiar, describir. Día tras día, estación tras estación. A veces solos, a veces juntos

El paso del tiempo, la actual “normalización” de la zona, sepultada por la reconfiguración del espacio urbano a lo largo de las ocho décadas transcurridas desde los espantosos sucesos, la opacidad de las autoridades, el revelador silencio, quizá culpable, de la comunidad, los intereses políticos -incluso los de grupos de signos opuestos- comparecen para rodear de obstáculos su labor. Resulta elocuente, a propósito de la dificultad de la tarea, una valiosa reflexión que aparece en uno de los epígrafes del libro (estructuralmente, la obra se articula en 222 fragmentos -223, en realidad, porque el último lleva una breve coda también numerada con el 222- de diversa extensión; por lo común breve): Mi espíritu, escribe Littell, se debatía entre la contemplación del barranco del presente y el vano intento de imaginar el barranco del pasado, los hombres y las mujeres, los gritos, los disparos, los cuerpos blancos, la sangre, el olor. Me hallaba en el fondo de un yar [barranco, en ucraniano], y lo real, lo banal, constituía una pantalla aún más impenetrable al pensamiento que todos los esfuerzos de unos y otros por borrar ese lugar tan inconveniente

Pese a ello, llevarán a cabo su recorrido, provistos de mapas, planos de la ciudad -de hoy y del tiempo del exterminio- explorando la zona -la cartografían, casi- rastreando en ella, en una labor de extraordinaria complejidad, vestigios del pasado que les permitan reconstruir -o imaginar- las atrocidades que allí ocurrieron. Y así, se aventuran por un bosquecillo, atraviesan diversos parques, en donde observan a los niños jugando, a las madres con sus cochecitos, charlando, a los ancianos sentados en los bancos, a los corredores, apresurados; ascienden una pequeña colina; cruzan rotondas, ven pasar los tranvías, caminan por avenidas, pasan de un lado a otro de las travesías esquivando los coches; se detienen en un café; flanquean modernas tiendas, un gimnasio, un garaje, los quioscos de bebidas; se entrevistan con el director del psiquiátrico ubicado en el lugar, con habitantes del barrio. En su deambular dejan a los lados edificios de apartamentos, dependencias administrativas, la icónica torre de la televisión, obras de construcción; intuyen sombras fugaces en inmuebles abandonados, repletos de basura, de jeringuillas, de botellas vacías; se adentran en iglesias y cementerios; realizan una expedición subterránea por asfixiantes tuberías; observan perplejos el repertorio de inconcebibles y contradictorios monumentos, triste catálogo de monumentos, el de Babyn Yar, sembrados en el decorado para fundirse en él de forma inmediata, tan poco excelsos como una papelera, y no tan útiles como un banco público: el Campo de los Espejos, la primera creación del BYHMC; la Menorá, un gran candelabro de bronce de siete brazos, el primer monumento postsoviético; el muro de Marina Abramović, inaugurado en octubre de 2021; el pequeño rectángulo blanco lleno de huellas de pies descalzos; el controvertido recordatorio de las víctimas del fascismo, del sufrimiento del pueblo soviético, de los fusilados por el invasor alemán, por fin, en 1989, la tenue mención al pueblo judío; el surrealista monumento a la gloria de Olena Teliha y de sus compañeros de la OUN, Organización de Nacionalistas Ucranianos, furibundos militantes pronazis. Es nuestra esquizofrenia –me comentó una vez en Lviv la historiadora Sofia Dyak (…). El barullo de la memoria ucraniana hace que, entre las autoridades, nadie parezca darse cuenta de semejante contradicción, ni aprecien la ironía del hecho de que la única calle de Kyiv que honra a una víctima de Babyn Yar, y que además pasa justo por arriba del propio emplazamiento de la masacre, lleve el nombre de una colaboracionista fascistoide y antisemita. Decenas de monumentos y proyectos de memoria ocupando el espacio, en acumulación caótica, por iniciativa de una amplia variedad de asociaciones, fundaciones, iglesias y distintos gobiernos. 

Y bajo ese territorio confuso y caótico, informe, sin estructura, con sus edificios vetustos, su abundante vegetación, sus heridas ocultadas y borradas, se intuyen los espacios del pasado, los barrancos profundos invadidos por la vegetación, las callejuelas polvorientas, las miserables casuchas periféricas de lo que entonces era un suburbio de Kyiv. Y en ese gradual reconocimiento de los escenarios de ochenta años atrás, y entre retazos de la historia de Ucrania, de las investigaciones conocidas sobre los hechos (en un libro muy documentado, que incluye casi doscientas notas con sus correspondientes referencias bibliográficas), Littell va evocando las imperceptibles huellas del horror, de los disparos, los golpes, los gritos y la muerte. 

Aunque, de un modo más o menos inopinado, mientras transcribe a diario sus notas y avanza en la redacción del libro que lo ha llevado a Kyiv, las noticias alertan de la presencia rusa en la frontera con Ucrania, primero 100.000 soldados, poco después 135.000, más adelante 150.000. Los tanques del Kremlin maniobran en la cercana Bielorrusia, sus barcos de guerra llegan a Sebastopol, en Crimea, ocupada por Putin desde 2014. Por fin, el 24 de febrero de 2022 se produce la invasión, con la, a la postre fallida, ofensiva sobre la capital. Cuando, ya en marzo, las tropas rusas se retiran, ante la inesperada y resuelta resistencia ucraniana, para concentrarse en Járkiv y el Dombás, en donde la respuesta de la población y los ejércitos locales también fue infatigable y valiente, los soldados ucranianos que entran en las aldeas liberadas, descubren espantados -y con ellos, la prensa y la opinión pública mundiales- el rastro que los rusos habían dejado a su paso: centenares de cadáveres de civiles esparcidos por las calles, los patios de los edificios, los jardines de las casas, abandonados en los caminos rurales y tirados en los arcenes de las autopistas. Las ciudades pequeñas y las aldeas ocupadas estaban en ruinas, en cualquier pueblo aparecían fosas comunes, los sobrevivientes referían torturas, violaciones sistemáticas, ejecuciones sumarias, fusilamientos indiscriminados. El conflicto, escribe Littell, cambió de significado. Ya no se trataba de un ejército imperial atroz y sin escrúpulos, sino de una horda de criminales, de violadores, de asesinos sádicos

Bucha, un pequeño suburbio de Kyiv, a apenas veinticinco kilómetros de la capital, una idílica ciudad residencial, rodeada de bosques y con un gran lago artificial, se convierte en un símbolo universal del horror, y las imágenes de los cadáveres de ciudadanos comunes paralizados en “escenas” de su cotidianidad dan la vuelta al mundo: cuerpos bajo las marquesinas de las paradas de autobús, ancianos caídos junto a sus bicicletas, mujeres con las bolsas de la compra, hombres atrapados en sus furgonetas fundidas, desventradas. Littell, que había salido de Ucrania durante unas semanas, puede volver en mayo con Antoine d’Agata. Con el encargo y los medios de Le Monde para trabajar en la zona, ambos se encaminan a Bucha, “liberada”, junto con Irpin y otras aldeas de la comarca, el 31 de marzo; queríamos ver las cosas con nuestros propios ojos, leemos. Lo que encuentran -Escombros, desolación, una lóbrega tristeza. Alguna que otra persona que regresaba para reconstruir un poco, o para recuperar lo que pudiera. Tanques rusos carbonizados y oxidados con las torretas arrojadas a un lado por el poder de las explosiones. A veces un cadáver, un soldado que se había arrastrado para morir en un gallinero- cambia el sentido y el propósito originarios de su proyecto. Ahora Babyn Yar y Bucha confluyen, superpuestas las respectivas monstruosidades que representan, las matanzas nazis de 1941 y las de Putin en 2022, ambos lugares asemejándose en su “inconveniencia”. La investigación, siempre más difusa e imprecisa en el primer caso, por el mucho tiempo transcurrido, la escasez de testimonios directos -paliada en parte por la abundante documentación existente- y la dificultad del reconocimiento topográfico -facilitado hoy por la más moderna tecnología-, se hace en Bucha más dolorosa y atrozmente factible por la cercanía de los hechos, la posibilidad de su constatación directa, la facilidad para el recorrido inmediato por los escenarios de los crímenes, para las entrevistas a los protagonistas, a las víctimas de las atrocidades, a los supervivientes de los muchos suplicios y padecimientos infligidos por los brutales ocupantes. 

Desde este momento y hasta completar los dos tercios del libro, el escritor y el fotógrafo recorren el pueblo masacrado y dan cuenta, de nuevo con precisión documental, en una suerte de escrupulosa y objetiva crónica periodística, de la brutalidad, del espanto y de la inhumanidad que reflejan sus calles devastadas, sus casas derruidas, sus sótanos truculentos, y del dolor, la tristeza, el desamparo, el desvalimiento, la amargura y la aflicción, también el odio y el ansia de venganza de sus gentes. Como en Babyn Yar, resulta ineludible la necesidad de testimoniar, de dar fe: Puede que de huellas visibles no quedase gran cosa, pero en la memoria las heridas no cicatrizaban. Heridas dispersas, individuales, totalmente aleatorias, dictadas por el azar y la topografía. Así que era a esta última a la que había que recurrir: recorrer, fotografiar y anotar lo insignificante como esencial

Guiados por un plano de la zona de las matanzas, que había publicado el New York Times, van recorriendo el pueblo al azar, siguiendo el itinerario terrible que marcan las zonas con mayor concentración de cadáveres. La narración es detallada, con mención de los nombres de las calles (la ya tristemente famosa Yablonska, que ha aparecido, repleta de cuerpos sin vida, en todos los telediarios del mundo), de los números de las casas visitadas, de la ubicación exacta de los edificios, todos con marcas de artillería, con las ventanas destrozadas, con los apartamentos quemados, con los cristales rotos, los techos reventados, la estructura al descubierto, las habitaciones revueltas, sucias, con los armarios, los cajones saqueados. El lector tiene noticia de las tiendas asoladas, de los saqueos masivos, de los miles de ordenadores, de televisiones, de bicicletas, de aparatos electrodomésticos llevados a Bielorrusia en camiones del ejército. Es muy revelador el fragmento en que se analizan la destrucción y el salvajismo rusos desde la óptica del resentimiento de clase: los invasores telefonean a sus madres o esposas, deslumbrados por la “riqueza” ucraniana: Tienen agua caliente en las casas, baños de cerámica; en un vídeo difundido en línea, un soldado ruso abre una nevera y dice: «¡Oh, Nutella! Joder, no se privan de nada»; una pintada rusa se queja: ¿Quién os ha dado permiso para vivir tan bien?; «¿Qué TV quieres –pregunta un soldado ruso llamado Serguei a su novia, en otra comunicación telefónica interceptada–, LG o Samsung?» – «Seriozha, ¿traerás también una aspiradora?» – «Sí, ya la tengo embalada.»

Se describen las rotondas, los patios, los árboles mutilados, arrancados, los postes eléctricos calcinados (y cuando no, repletos de avisos de búsqueda de animales perdidos), los carteles publicitarios medio derrumbados, los pequeños jardines abarrotados de cascotes, de muebles destrozados, de armamento abandonado, de casquillos de bala, de ropas, de residuos orgánicos. Los siniestros pógreb, trasteros, subterráneos, sótanos testigos del espanto, con restos de preservativos usados, botellas de alcohol vacías, prendas de ropa desgarradas, collares de bisutería barata, en alguna ocasión el cadáver agusanado de una mujer muerta. Las avenidas atascadas por esqueletos de maquinaria pesada militar, tanques rusos destruidos, vehículos de combate o camiones cisterna empotrados unos contra otros, a veces incluso los unos sobre los otros, abatidos y tumbados como consecuencia de las explosiones, restos de proyectiles, morteros herrumbrosos. De vez en cuando la aparición espectral de alguna persona en busca de alimento, una mujer que camina sola con una caja de cartón bajo el brazo, un perro solitario. Por doquier cuerpos en descomposición, cadáveres putrefactos. 

El relato se hace aquí difícilmente soportable, en su sucesión de episodios de una barbarie y una inhumanidad indescriptibles, a partir de los testimonios de las gentes con las que se encuentran (y todo ello, no se olvide, con su correlato fotográfico, descarnado aunque no obscenamente explícito). El preciso mapa del New York Times se convierte en un detallado plano de la aberración. El escenario dantesco descrito por los primeros soldados que liberaron Bucha: cadáveres de civiles, retorcidos sobre el asfalto, cuerpos destrozados por las explosiones, fosas comunes con centenares de difuntos en su interior; chicos torturados por haber grabado con su móvil a los ocupantes; un joven que trepa a un mástil para izar la bandera ucraniana descolgada por los rusos a su llegada y que, identificado en un vídeo por los siniestros mercenarios chechenos de la compañía Wagner, será objeto de su represalia terrible, torturándolo y asesinándolo en una agonía de horas; madres que relatan el suplicio de sus hijas en los tétricos sótanos que sirven de refugio a las fuerzas invasoras; incontables testigos que dan cuenta de la crueldad de los fusilamientos, de los asesinatos de individuos indefensos que se topan por azar con escuadrones de militares borrachos; decenas de mujeres violadas, abusadas, víctimas de sevicias infames. Algún relato es especialmente cruel -y por ello- muy elocuente y revelador sobre lo más oscuro de la naturaleza humana: Entonces empezaron a torturar al hombre del teléfono. Lo mataron lenta, metódicamente, disparándole una bala tras otra en los brazos y las piernas durante una hora y media. (…) Al final le dispararon una última bala en el vientre y lo echaron a un lado para dejarlo morir. Luego se sentaron a comer y a beber: «Vaya, hoy toca ensalada con mayonesa, deliciosa». Pese a la brutal insensibilidad de la escena, Littell no subraya el carácter monstruoso de sus protagonistas, sino, en tesis perceptible en el libro entero, su humanidad, su normalidad: no hay comportamiento patológico, no hay malignidad demoníaca, hay seres humanos capaces de infligir violencia, de asesinar, de violar, sin cuestionarse sus acciones, sin sentimiento alguno de culpa, en una visión de la especie humana si cabe más inquietante y perturbadora que la más “tranquilizadora” (si puede hablarse en estos términos) que supondría aceptar la condición enfermiza, aberrante y monstruosa de algunas almas. 

En más de una ocasión, los ciudadanos se niegan a ser entrevistados, cansados de la sobreexposición, agotados por la “espectacularización” de su sufrimiento. El hartazgo llega también al propio escritor, que, sin embargo se ve en el deber moral de seguir (y a esa pertinacia debemos el libro): a mí estas historias también me tenían harto, pero que la gente tenía que saber lo que había pasado aquí. Y siguen, pues, con las visitas y la búsqueda de interlocutores, oficiales, soldados, un médico forense (se describe con descarnado realismo -al que contribuyen más que nunca las fotografías- un recorrido por la morgue, por los diversos cementerios, por las fosas y los enterramientos improvisados), un pastor protestante que se salvó de milagro de ser ejecutado, individuos varios, sufrientes protagonistas, en distinta medida, de la barbarie desatada. 

Y es que, en todos los casos, asistimos a la exposición del horror. Y a las dudas del narrador: Podría detenerme aquí, pero no me detendré aquí. Vosotros me diréis: Podrías seguir hasta el infinito. Pero tampoco voy a seguir hasta el infinito. Solo voy a abrir un poco el foco. Y, tras el “paseo” por Bucha, escritor y fotógrafo viajan a Motyzhyn, una pequeña aldea en el óblast de Kyiv, a unos cincuenta kilómetros al oeste de la ciudad, tomando la siniestra autopista A40, en la que fueron asesinadas decenas de personas que trataban de escapar de la invasión, familias enteras ametralladas o aplastadas en sus coches. Y una vez allí, más violencia gratuita, salvaje, brutal.
 
En la actualidad existen, y Littell ya los maneja en su libro, informes, artículos y documentales -algunos de carácter oficial, en el curso de la investigación para obtener evidencias de la más que patente comisión de crímenes de guerra- que refieren sin asomo de dudas lo ocurrido en Bucha (a diferencia de Babyn Yar, a principios de abril de 2022 toda la ciudad fue convertida en una fosa común. Según el fiscal general de Ucrania, durante el mes de ocupación rusa, 637 de sus residentes fueron asesinados, alrededor del 12% de la población que permaneció en el lugar) y, en particular, lo sucedido en la intersección de las calles Vokzalna y Yablonska. Hay una película, producida también por el New York Times, montada a partir de un gran número de vídeos recogidos por cámaras de vigilancia y drones ucranianos, que muestra los asesinatos de soldados desarmados, de gentes desprotegidas. Hay registros sonoros, escuchas telefónicas de soldados rusos, en conversaciones con sus familiares, llevadas a cabo por los servicios de inteligencia ucranianos, que constatan la voluntad expresa rusa de no tomar prisioneros, de dispararles directamente: “Hubo un chico de dieciocho años al que hicimos prisionero. Primero le dispararon en la pierna con una ametralladora y luego le cortaron las orejas. Lo confesó todo y lo mataron. No se toman prisioneros. Lo que significa que no se deja a nadie con vida”, y también: “Esas son las órdenes: no importa si son civiles o no. Matadlos a todos”. Se trata, y ello se conoce ya de modo inequívoco, de un método previsto, organizado y sistematizado. Las atrocidades de Motyzhyn, como las de Bucha o las que se fueron descubriendo en todas las ciudades liberadas de Ucrania, Izium, Limán, Jersón, no dependen de un error ni de un delirio individual. Se trata de un sistema, de una violencia estratégica cuyo objetivo es eliminar a todo opositor o potencial guerrillero en las zonas ocupadas, y aterrorizar a la población hasta tal punto que sea incapaz de resistir en modo alguno a la potencia rusa

En este momento reaparece en el libro Babyn Yar, a donde la pareja vuelve tras el inicio la guerra, en mayo de 2022, y luego Littell, solo, en septiembre de ese mismo año. En este último tercio de la obra, y sin que se omitan los testimonios (impresionante el de Ruvim Israílovich Shtein, uno de los pocos supervivientes de Babyn Yar lo suficientemente mayor en el momento de los hechos para poder atestiguarlos con fidelidad, que recuerda con precisión, en unas emotivas grabaciones en vídeo, mil y un detalles terribles de aquellos días), las descripciones de episodios sangrientos y las visitas a cementerios judíos y militares, a morgues y dependencias forenses y a otros lugares de los hechos, Un lugar inconveniente se adentra en las causas históricas, étnicas, culturales, políticas, ideológicas, religiosas, económicas, de los padecimientos sufridos por Ucrania en su tortuoso pasado, y apunta a las dificultades que se presentan de cara a una posible solución al conflicto (no solo el inmediato, provocado por la guerra, sino el subyacente, de mayor alcance, acerca de la identidad ucrania y la configuración de un futuro satisfactorio que pueda conciliar las diversas fuerzas, contradictorias y opuestas entre sí, que coexisten en la sociedad ucraniana). Hay, así, páginas muy ilustrativas acerca de los distintos ocupantes de la región a lo largo de la historia (guerreros escandinavos llegados del norte, el cristianismo ortodoxo en el límite del primer milenio, la invasión mongola en el siglo XIII, el Hepmanato cosaco a mediados del siglo XVII, la soberanía polaco-lituana, en la mitad occidental del país, y la moscovita en la otra mitad, el sometimiento al dominio de los zares; y más recientemente, la ocupación nazi, la dictadura soviética, la independencia); de la negación de la identidad ucraniana por parte de Rusia, y en particular de Putin, autor de un significativo texto, De la unidad histórica de los rusos y los ucranianos, y de una alocución televisada, pocos días antes del fatídico 24 de febrero de 2022, en los que sostenía la tesis de que Ucrania no es solo un país vecino, es una parte inalienable de nuestra propia historia, cultura y espacio espiritual; de la notable huella nazi en la región y, consiguientemente, de la oportuna coartada ideológica -la “desnazificación” del país- para justificar la “operación especial”. 

En esta última dimensión el libro resulta especialmente interesante porque pone en contacto al lector con esa realidad apenas conocida en nuestro ámbito, al menos al nivel de la opinión pública y del ciudadano común, referida al grado de implicación de los dirigentes y la población ucranianos en el exterminio nazi, encarnado de modo especialmente sangriento en las matanzas de Babyn Yar. La identificación de Ucrania, su pueblo y su Gobierno con el nazismo, que manejan Putin y sus ideólogos, obviando incluso el sinsentido que representa el que el presidente Zelensky sea judío, se apoya en unos fundamentos que Littell desentraña en estas páginas postreras del libro. 

Conocemos así la controvertida presencia histórica de la OUN, la Organización de Nacionalistas Ucranianos, el elefante en la sala de la memoria contemporánea de Ucrania, el que rompe las costuras pero que todo el mundo finge ignorar. La organización, nacida en 1929 en Polonia para oponerse al dominio polaco de ciertas regiones de Ucrania, fue desde muy pronto un movimiento racista, antisemita y con tintes abiertamente fascistas. Desde estos postulados, sus miembros alentaron, incitaron, colaboraron y participaron en distintos grados, a título individual o como organización, en las matanzas perpetradas por los ocupantes nazis, en venganza -se dice- por la masacre de miles de detenidos ucranianos llevadas a cabo por la potencia colonial del estalinismo soviético. Parte del pueblo vio con buenos ojos y hasta participó en la violencia, el hostigamiento y la aniquilación de los judíos, pues ello suponía el simultáneo acercamiento a Alemania y el rechazo al poder de la, para muchos, odiada Rusia. Los pogromos, que ya habían tenido lugar bajo el dominio soviético, se “relanzaban” con la presencia nazi. Littell subraya en varios momentos de su texto que la persecución y el exterminio de los judíos ucranianos había sido una coproducción germano-soviética, con, en ambos casos, importante participación local. Tras el fin de la guerra, la incorporación de Ucrania a la URSS dio carta de naturaleza a ese supuesto “colaboracionismo” ucraniano ejemplificado en la OUN (pese a que una de las dos facciones en que se había dividido el grupo se enfrentó al nazismo y sus responsables fueron fusilados, y a que la otra escisión del movimiento, la UPA, la sangrienta rama militar de la organización independentista, con solo, en el mejor de los casos, unos doscientos mil simpatizantes -responsables, no obstante, de decenas de miles de asesinatos, no solo de judíos-, representaba una cantidad mucho menor que los siete millones de ucranianos que lucharon contra los alemanes en el Ejército Rojo; por no hablar del pacto que el propio Stalin firmó con Hitler). Ello permite que Putin y sus colaboradores sostengan hoy la siniestra ecuación que justifica su guerra: los ucranianos fueron colaboracionistas, por lo tanto los ucranianos son nazis, en consecuencia hay que desnazificar a los ucranianos. En el fondo, el hecho de que la realidad actual del país y aquellos episodios del pasado no tengan nada que ver, no resulta relevante para el actual invasor. Como señala el historiador y profesor norteamericano Timothy Snyder, especialista en la historia de Europa central y oriental, en un artículo que se transcribe parcialmente en el libro, la historia real de los nazis reales y sus crímenes reales en las décadas de 1930 y 1940 quedan completamente fuera del tema, se dejan de lado. […] Por ese motivo Volodymyr Zelenski, a pesar de ser un presidente elegido democráticamente y un judío cuyos familiares lucharon en el Ejército Rojo y murieron en el Holocausto, puede ser tildado de nazi. Zelenski es ucraniano, y eso es todo lo que significa “nazi”. Para añadir, cerrando de modo tajante su clarividente análisis: Un nazi es un ucraniano que se niega a admitir que es ruso (…). De ahí que, si no resulta posible convencer a un ucraniano de su intrínseca rusidad, matarlo sea perfectamente legítimo. A partir de semejante paradigma, los acontecimientos de Bucha, de Motyzhyn y de todos los territorios ucranianos ocupados por Rusia no tienen nada de sorprendente

En cualquier caso, estos hechos de hace ocho décadas sí que permiten explicar el porqué de la inconveniencia de Babyn Yar, su condición de lugar molesto y perturbador, sobre el que unos y otros han querido extender su manto de silencio: En época soviética, lo que hizo tan inconveniente Babyn Yar fue el antisemitismo. Pero si después de 1991 [año de la independencia de Ucrania] el lugar ha seguido estando cubierto por un semisilencio tan embarazoso y extraño, si ha seguido siendo un no-lugar tan caótico, se debe sin duda al nacionalismo integral ucraniano, o más bien a la ambigua relación que la Ucrania contemporánea ha podido mantener con él. 

Es aquí donde surge la reflexión, lúcida y algo desesperanzada, acerca de la complejidad de resolver -más allá del fin de la guerra y del sufrimiento que provoca- el difícil futuro del país. En Ucrania todo se mezcla, todo es confuso, nada es blanco o negro, dada la multiplicidad de fuerzas, de intereses, de enfoques en juego -muchos contradictorios entre sí-, del mismo modo que lo son -complejos, ambivalentes, oscuros, imprecisos, revueltos y muchas veces difusos- los acontecimientos del pasado. Prueba de ello es que un personaje tan controvertido como Stepán Bandera, líder de la facción más radical de la OUN, detenido por los nazis y asesinado por el KGB en 1959, es, incluso hoy en día, objeto de culto para gran parte de la población ucraniana, convertido en icono paradigmático de la resistencia contra el invasor. En los acontecimientos del Maidán, la movilización popular a favor del acercamiento a Europa y rechazando la influencia rusa, se exhibían con naturalidad símbolos nacionalistas, entre ellos las banderas rojas y negras de la UPA, retratos de Bandera, y cantos de la OUN, con gritos de «Slava Ukraíne! Heróyam slava! » («¡Gloria a Ucrania! ¡Gloria a los héroes!», el eslogan de la UPA, recuperado y banalizado por el conjunto de la población desde el inicio de la invasión rusa); circunstancias todas exprimidas hasta la saciedad por los medios de difusión rusos, que reforzaban así la siniestra tesis de la pervivencia del nazismo en Ucrania (Los rusos atrapan a los Azov [la polémica brigada de filiación neonazi, un batallón paramilitar que lucha contra Rusia], sacan fotos de sus tatuajes y dicen: “¿Así que en Ucrania no hay fascismo?”. Pero últimamente me he dado cuenta de que los tatuajes no tienen nada que ver con el fascismo. El fascismo es cuando la oposición está prohibida en el país, cuando no hay libertad de expresión, cuando se prohíben los desfiles gays… Estado totalitario, líder, toda esa mierda, el fascismo está allí, en Rusia. Lo de Azov no es fascismo, es una subcultura, con símbolos que ni siquiera significan lo que representan, declara, con vehemencia, otro de los entrevistados, para añadir: Porque según la antigua forma de entender, los rusos son los antifascistas y Azov son los fascistas. Ahora bien, en realidad es al revés. Solo que el gobierno ruso no ha adoptado la estética nazi, como nosotros. Su estética es soviética. Pero su ideología es nazi)

Y además, en un bucle aún más alambicado, ello consolida y robustece los planteamientos nacionalistas ucranianos: «Si los rusos dicen que somos banderistas –me explicaba una vez la militante de izquierdas Anna Shtiken-Shnaider–, poust, seamos banderistas», recoge el autor. El carácter paradójico de este enrevesado cruce de referencias llega al delirio al constatar que hasta los gays y las lesbianas llevan banderas de la UPA el día del Orgullo, pues operan como símbolo antirruso, al desconocer la mayor parte de los ciudadanos la terrible historia subyacente. Bandera no es hoy, afirma otro de los entrevistados, una persona histórica, es un simulacro

No puedo dejar de transcribir, pese a su extensión, algunos fragmentos en los que Jonathan Littell expone los lúcidos corolarios que extrae de estos hechos, en lo que, a mi juicio, representa una de las conclusiones fundamentales de Un lugar inconveniente y su dimensión más prospectiva sobre el futuro de la guerra y, sobre todo, del país.  


Este remiendo identitario [la ambigua presencia -y escasa y poco representativa, sin siquiera un diputado en el Parlamento- del pasado pronazi del país], medio fantasioso y medio autorreferencial, confeccionado con una profunda mezcla de ignorancia, humor, segundo grado y pasotismo, es sin duda lo más característico de Ucrania. Y es, por supuesto, un gran inconveniente cuando lo que se pretende es memorializar un sitio como Babyn Yar, cuando lo que se pretende es abordar seriamente cuestiones serias sobre el pasado, con sus montañas de muertos y todo su dolor y sufrimiento. Pero ahora mismo, puede que esta memoria quebrada y sus consecuencias sean las que salven al país, las que hayan permitido que la gente con una memoria y una identidad tan diferentes a las de Lviv, Odessa, Jersón, Dnipró y Járkov se una en un bloque compacto, sólido y determinado para resistir ante la apisonadora rusa. 

(…) 

Sin embargo, a mucha gente le cuesta entender que para una causa justa se pueda invocar el nacionalismo integral y el terrorismo de los años cuarenta, que puedan ir a jugarse el pellejo contra una dictadura fascista y cada vez más totalitaria bajo la bandera de asesinos, racistas y antisemitas. Lo cierto es que, tras cuarenta y cinco años de sovietismo y treinta años de capitalismo salvaje, acompañado de una democracia coja pero robusta, los ucranianos de hoy en día no tienen nada que ver con los «ucranianos» de la época de Stalin y de Hitler.

(…) 

Esa ambigüedad en la relación de la Ucrania contemporánea con la memoria de la OUN puede resultar comprensible. Ucrania se quiere un país occidental orientado hacia Europa y la democracia; pero tal como señala Per Rudling, «en Ucrania, [las] dos culturas de la memoria, el culto de los héroes nacionalistas y la cultura de la memoria propia de Europa occidental, donde el Holocausto desempeña un papel central, son mutuamente incompatibles». Sin embargo, el Gobierno ucraniano está obligado a forjar un discurso común, capaz de hablar al conjunto del país de estas memorias tan diferentes. 

(…) 

Y Ucrania, de algún modo, tiene un problema parecido: ¿cómo detener al agresor, pero al mismo tiempo hacer que Ucrania siga siendo capaz de unirse a Europa? ¿Qué respuesta puede ofrecer Ucrania a esa prueba, a la formación de una nueva mentalidad ucraniana, de una nueva identidad de la sociedad? También aquí es indispensable el arrepentimiento. ¿Se ha arrepentido Ucrania del hecho de que ciertos ciudadanos ucranianos participaran en las masacres del Holocausto? ¿Ha habido algún tipo de disculpa pública? Ucrania tiene la misma enfermedad que Rusia, Ucrania también está enferma. Y esa desovietización va a ser mucho más complicada que cambiar simplemente el nombre de las calles.


Como cierre a mi reseña de un libro excepcional que, aparte de los temas mencionados, se abre a muchas otras vertientes que no hay tiempo ya para comentar, y tras un significativo texto de la obra, os dejo una canción, quizá la más emblemática de un combativo grupo cuya música escuchan unos desesperanzados jóvenes drogándose en uno de los innumerables inmuebles vacíos en el actual Babyn Yar: In the end, de Linkin Park.


En 1947 Steinbeck escribió: «Es difícil imaginar a estos alemanes. Difícil imaginar lo que sucedía en sus cabezas, cuál era el proceso de sus pensamientos, esos niños tristes, destructivos, horribles». De escenas como las que acabo de describir pueden relatarse hasta el infinito. Otra cosa distinta es reflexionar sobre ellas. Si me esfuerzo por imaginar a un hombre torturando hasta la muerte a otro hombre, y luego abandonándolo sin siquiera acabar con él para ir a comerse una ensalada con mayonesa mientras intercambia bromas obscenas con sus compañeros, me veo abocado al vértigo, un agujero negro en el pensamiento rodeado de un horizonte de acontecimientos infranqueables, cerca del cual toda idea vira a rojo y luego desaparece, atrapada sin retorno. Ahí es donde aparece la tentación de aferrarse a un modelo, una idea que aunque no explique nada sirva como etiqueta. Por ejemplo podría pensar: ese hombre es un anormal, su padre le pegaba, o acaso fue violado cuando era un niño, es un hombre traumatizado, un psicótico. Pero si para hacer ese tipo de cosas uno tuviera que estar loco, entonces Ucrania no estaría llena de una frontera a otra de Buchas, de Motízhyns y de todos esos Babyn Yar a pequeña escala. Los locos no bastarían, ni siquiera en el ejército ruso. No, el hombre que hizo eso es un hombre normal. Tuvo una infancia, feliz o no, fue a la escuela, jugó, exploró el bosque, recogió setas con su madre o pescó con su padre, se enamoró, tuvo unos hijos a los que ama y protege como todo el mundo. Es un hombre común, un hombre como tú y como yo.


Videoconferencia
Jonathan Littell y Antoine d’Agata. Un lugar inconveniente