JAMES JOYCE. DUBLINESES; LOS MUERTOS
Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca, siguiendo una muy recurrente costumbre en los casi quince años de la existencia del espacio, suele dedicar, normalmente en los meses de febrero y marzo, cuando tienen lugar las ceremonias de entrega de los premios cinematográficos más prestigiosos del mundo, algunas emisiones a libros directamente relacionados con el cine o, como ocurrirá en esta serie que hoy comenzamos, a obras literarias de calidad que han sido objeto de traslación a la gran pantalla con resultados también valiosos o incluso -y es el caso en mis propuestas de este año- magistrales.
Anteayer, 3 de marzo, se entregaron los Oscar; una semana antes, los Cesar franceses; y los Bafta británicos el 16 febrero y nuestros Goya el 8 de ese mes, Día mundial del cine, además. En pleno frenesí, pues, de la industria y el arte cinematográficos surgen mis sugerencias empezando con la de esta tarde, una excepcional colección de cuentos, uno de los cuales sirvió de base a una película inolvidable. En 1914 el escritor irlandés James Joyce publicó su libro Dublineses, una recopilación de relatos, todos ellos teñidos de un profundo sentido de nostalgia y melancolía, que exploran diferentes aspectos de la sociedad dublinesa, sobre todo de su clase media y de los estratos más modestos, y dando cuenta en ellos, de manera sutil pero apreciable, de las tensiones, los enfrentamientos y los conflictos políticos, históricos, sociales, morales y hasta metafísicos de la Irlanda de aquel tiempo.
Hay varias ediciones de Dublineses en nuestro país, que incluyen los quince cuentos del libro original. Las más recomendables son las de Lumen, de 1972, con traducción Guillermo Cabrera Infante; las de Alianza Editorial, primero en la añeja edición de 1974, que mantenía la versión de escritor cubano y que fue la que me abrió la puerta al universo “joyceano”, y luego en infinidad de reediciones en traducción de Eduardo Chamorro; y, por fin, la de Cátedra, una excelente edición académica de 1993, con abundante y muy estimable aparato teórico a cargo de Fernando Galván y que mantiene la traducción de Chamorro. Hace ahora tres años, Reino de Cordelia, un sello muy querido por mí, algunas de cuyas publicaciones han aparecido en el espacio, dio a la luz una nueva edición del libro, preciosa y formalmente (casi) impecable (luego comentaré el matiz) con traducción de Susana Carral, ilustraciones magníficas de Javier García Iglesias y una breve presentación de Jesús Egido. Será este primoroso volumen el que tenga presente como referencia en la primera parte de mi reseña.
El último de los cuentos de la colección, Los muertos, es, sin duda, el mejor de todos y, desde mi punto de vista, el que deja -así ha ocurrido en mi caso- una huella indeleble en la memoria y la sensibilidad de los lectores. Aparte de la obvia inclusión del relato -en realidad, dada su extensión, mayor que el resto de los de la compilación, podríamos estar hablando de una novela corta- en los libros mencionados, el cuento ha sido objeto de ediciones autónomas y exentas al título principal. En particular, esta tarde, y tras el comentario general sobre Dublineses, me detendré con algo más de detalle en la publicación presentada por el sello barcelonés Navona en 2021.
Este relato sería objeto de una igualmente formidable traslación al cine, en una película del mismo título, dirigida por John Huston en su último trabajo, rodado, ya al borde de su muerte, en 1987. El resultado es, a mi juicio, una de las obras cinematográficas más deslumbrantes, conmovedoras y brillantes que alegran mis recuerdos cinéfilos. Es por ello por lo que mi entusiasta sugerencia de hoy es triple, Dublineses, la colección de relatos; Los muertos, el más destacado de ellos; y la película Los muertos; las tres, obras magistrales.
Empecemos, pues, con Dublineses. El libro de Reino de Cordelia es, ya se ha dicho, formalmente espléndido. Con tapas duras, sólida encuadernación, papel con “cuerpo” (y reciclado), tipografía amable, traducción, en general, irreprochable, e ilustraciones, en blanco y negro y a bolígrafo, de Javier García Iglesias que contribuyen a trasladar al lector al Dublín atrasado y oscuro de principios del siglo XX, el libro es un objeto valioso en sí, al margen de su contenido -que, obviamente, es también excelente-, muy propicio para el regalo. Hay, no obstante, algunos despistes menores, como un “al respeto” por “al respecto”, una línea que se duplica revelando un ostensible fallo de revisión editorial, y algún otro desajuste tipográfico; pero, pese a ello, el resultado final es sobresaliente.
En su estudio preliminar para la muy ilustrativa edición de Cátedra, Fernando Galván comenta -entre una amplia variedad de interesantes temas de estudio- la accidentada peripecia editorial que siguieron los cuentos de Joyce hasta aparecer recogidos en Dublineses en 1914. Con apenas veintitrés años, en 1905, James Joyce terminó la primera versión de lo que acabaría por ser su libro. En diciembre de ese año, residente en Trieste, en donde llevaba unos meses viviendo tras la muerte de su madre y su enamoramiento de Nora Barnacle, circunstancias ambas que le darían el impulso definitivo a su voluntad de renunciar a una Irlanda que lo asfixiaba, envió doce cuentos -a la publicación final se sumarían otros tres- al editor londinense Grant Richards, el cual no se decidiría a publicarlos hasta nueve años después.
Tres de los relatos, el primero del libro, Las hermanas, el formidable Eveline y Después de la carrera, ya habían aparecido en 1904 en The Irish Homestead, encubierto su autor bajo un seudónimo, Stephen Daedalus, que daría nombre a uno de los dos personajes principales del Ulises, la obra mayor del escritor irlandés. Ninguno de los otros doce cuentos restantes, todos escritos entre 1905 y 1907, mientras Joyce esperaba, con poco éxito, a que se produjera la publicación del libro, vio la luz de manera independiente. Durante la década transcurrida hasta la edición final del libro, los relatos fueron objeto de revisión, llevado el joven autor de su obsesivo afán de fidelidad a los hechos vividos -en muchos de ellos se incorporan elementos autobiográficos-, a los escenarios reales, a los nombres, los datos o los pequeños detalles citados en ellos (hay una reveladora carta de 1905 a su hermano Stanislaus para que se cerciore de algunas informaciones sobre Dublín que incluye en los relatos y que, viviendo él en Trieste, no puede comprobar en persona, en una prueba de su puntillosa y casi neurótica meticulosidad al respecto).
Y es que Joyce era muy escrupuloso en el rigor y la precisión del más mínimo pormenor de sus textos y ello explica en parte la dificultad de la publicación del libro. Las objeciones morales que los distintos editores oponen a la difusión de la obra y que provocan la considerable demora en su edición (Jesús Egido, en su prólogo para Reino de Cordelia, señala que Joyce envió el manuscrito de Dublineses en dieciocho ocasiones a quince editores que se lo fueron rechazando uno tras otro), tenían que ver, fundamentalmente, con expresiones y contenidos que consideraban ofensivos y por ello, previsiblemente, podrían ser objeto de persecución judicial (las leyes de la época hacían responsable al linotipista de todo lo que se imprimiera, por lo que estos operarios eran muy cautelosos -llegando a una suerte de censura- a la hora de imprimir ciertos escritos). Se le cuestionaban, así, entre otros aspectos, ciertas alusiones supuestamente obscenas, algún vocablo (un bloody insoportable para la época, entre otros), la visión poco complaciente, desagradable, sombría e incluso sórdida de Dublín, la aparición de los nombres verdaderos de los comercios y negocios de la ciudad (lo que provocaba el miedo de los editores ante la posibilidad de ser demandados por sus propietarios si consideraban que su presencia en el libro pudiera perjudicar sus intereses), o las polémicas referencias políticas a la proyectada visita a Dublín del rey Eduardo VII en el cuento Día de la patria en la oficina del partido (sirva este título de ejemplo, al paso y entre paréntesis, de las variantes que introduce cada nueva traducción, prueba de la dificultad de la tarea. El cuento se llama, en su versión original, Ivy Day in the Committee Room; Eduardo Chamorro lo traduce como acabo de transcribir, Día de la patria en la oficina del partido; Susana Carral, El día de la hiedra; Cabrera Infante opta por un imaginativo Efemérides en el comité. Una vez más, subrayo desde aquí la conveniencia de darle la importancia que merece a la labor del traductor y de cotejar las referencias previas de cada profesional, valorando a quienes cuentan con una trayectoria acreditada, antes de adentrarse en una u otra edición de una determinada publicación).
La extremada exigencia del escritor en relación con la integridad de su obra, su rotunda negativa a aceptar cambios en los cuentos -con alguna excepción de una relativa tolerancia, más o menos a regañadientes-, su proverbial arrogancia, su actitud despreciativa, su personalidad altiva y suficiente (No es culpa mía que el olor de los cubos de basura, de los yerbajos y los desperdicios dominen mis cuentos. Tengo la firme convicción de que retardará usted el curso de la civilización en Irlanda impidiendo que el pueblo irlandés tenga un buen retrato de sí mismo en mi pulido espejo, escribe a uno de sus editores, reprochándole su negativa a dar a la luz el libro), que le habían granjeado la fama de escritor -y persona- individualista, de carácter difícil, de comportamiento desafiante, provocaron constantes roces con los editores y dificultaron la publicación. Incluso en 1912, con el contrato firmado con George Roberts y Maunsel & Co, los constantes enfrentamientos llevaron a los editores a destruir los mil ejemplares ya impresos, amenazando con demandar a Joyce y exigiéndole una compensación por las pérdidas. Todo ello -el rechazo casi unánime- contribuyó, en otro orden de cosas, a hacer firme la decisión de Joyce de no volver nunca más a Irlanda (en la temprana resolución influirían, además, las crecientes dificultades económicas familiares; las desavenencias con el padre -un borracho egoísta que aparecería reflejado en alguno de los cuentos de la colección-; el ostensible distanciamiento, en intereses y sensibilidad, con el entorno literario de su patria; su visión amplia y universal, europeizante y cosmopolita, de Irlanda, frente al mediocre localismo insular, aldeano y carente de miras; y, ya se ha dicho, la aspereza de su talante, desdeñoso y soberbio, resentido y sarcástico, despectivo y hasta despiadado con sus colegas, no solo con sus rivales sino incluso con quienes apoyaban sus tesis). Sería, por fin, en 1914, cuando Richards, el primer destinatario del libro, se decidiera a publicarlo, pocos meses después de que otra de las obras del irlandés, Retrato del artista adolescente, hubiera empezado a aparecer en una revista merced al apoyo de Ezra Pound y William Butler Yeats, dos nombres entonces ya consagrados en el ambiente literario irlandés.
Y por si el calvario editorial no hubiera sido suficientemente frustrante, la recepción posterior del libro una vez publicado, provocó, sin duda, nuevos sinsabores a su autor. La repercusión no fue, inicialmente, de gran alcance. Fernando Galván en el estudio citado menciona, basándose en la correspondencia del propio Joyce, que en el primer año tras la llegada de Dublineses a las librerías, se vendieron unos doscientos ejemplares, en el segundo sólo veintiséis, ¡y siete en el tercer año! Y si los lectores no apreciaron en su justa medida la obra, otro tanto ocurrió, salvo excepciones (singularmente la de Ezra Pound), con la crítica, que cuestionaba que el autor mostrara los aspectos más triviales y desagradables de la vida cotidiana de la capital y le reprochaban la sordidez de sus temas, el énfasis en detalles y escenas perturbadores, la carencia de argumento de sus historias, el estilo plano y, en general, el desaprovechamiento de unas cualidades literarias que, eso sí, se valoraban convenientemente. Serán las traducciones del libro, a partir de la francesa, en 1926, e inmediatamente la rusa, la alemana, la japonesa, la sueca y la italiana (la española no llegaría, con escaso -casi nulo- eco, hasta 1942), las que reconocieron la calidad y el interés de Dublineses. Bien es cierto que, para entonces, Joyce ya había publicado el Retrato del artista adolescente, una obra mayor, y, sobre todo -en 1922- el Ulises (en su origen, al parecer, un cuento más de Dublineses), que desde el principio fue acogido con gran curiosidad y generalizado entusiasmo en los ambientes literarios europeos y americanos, circunstancias que acabarían por “relanzar” el título y situarlo en su actual condición de clásico.
Dublineses no es una acumulación arbitraria de relatos, un agregado de historias inconexas. Es cierto que se trata de cuentos autónomos, cada uno de ellos protagonizados por personajes diversos, representando situaciones diferentes y reflejando entornos distintos, cada uno de ellos narrando historias independientes, sin aparente conexión más allá de la coincidencia espacio-temporal en el Dublín de principios del siglo XX. Sin embargo hay en ellos una intención, un planteamiento, una atmósfera y una voluntad de estilo unitarios, que me parecen muy relevantes y en los que quiero detenerme brevemente en mis comentarios.
En relación con la intención y el propósito que movieron a Joyce en su escritura, el propio autor los pone de manifiesto de manera expresa en una carta de 1906 a su editor Grant Richards: Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí Dublín para escenificarla porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. Aquí están, ya, algunas de las claves de interpretación de la obra. La primera es que los cuentos de Dublineses nos muestran la realidad de Irlanda, a través de su capital, de una manera “naturalista”, sin edulcorar, sin omitir -antes al contrario, poniéndolos de manifiesto- sus aspectos más sombríos. Pero ese afán realista no se agota en la mera reproducción superficial de esa realidad, de la roma transcripción de los sucesos, los lugares, los habitantes de Dublín, sino que, obedeciendo a una noción que Joyce acuñaría en relación con su obra, la de “epifanía”, utiliza esas apariencias externas, esos incidentes aislados y banales, esos hechos comunes, esas escenas insignificantes para revelar -la epifanía como sinónimo de revelación- lo oculto, lo escondido, lo reprimido. Y esa historia moral que trasciende los episodios anecdóticos narrados refleja una sociedad, un país, dibujados con rasgos nada complacientes, sumidos en lo que el escritor denomina en su carta como “parálisis”.
Desde este mismo punto de vista, uno de los grandes valores del libro -quizá el más destacado- es esa capacidad para descubrir la belleza, la verdad, lo espiritual, el “alma” de las cosas, las gentes, la ciudad, el país, a partir de lo corriente, lo cotidiano. Joyce “fotografía” algunos episodios en apariencia triviales de la vida de sus conciudadanos para, a través de ellos y gracias a su inmenso talento -más deslumbrante aún si sabemos que los cuentos fueron escritos, como se ha dicho, con poco más de veinte años-, acceder a las más íntimas regiones del alma humana, de ahí el valor universal de su obra, y de ahí la emoción, el impacto, la conmoción, el entusiasmo, la exaltación que la lectura de los relatos de Dublineses provoca en el lector (siempre que, claro está, éste sea capaz de remontar una primera impresión, absolutamente falsa, de que los cuentos no cuentan nada, de que nada ocurre y de que las peripecias narradas en ellos son anodinas e insustanciales).
Esta voluntad de plasmar la vida dublinesa -trascendiéndola, recuérdese: una historia moral- en sus cuentos, se lleva a cabo a través de una estructura muy claramente perceptible incluso para el lector que no esté sobre aviso de ella. Joyce muestra la vida de sus conciudadanos detenida, por así decirlo, en cuatro momentos o situaciones: la infancia, la adolescencia, la madurez y la vida pública. Así, en los tres primeros cuentos (todos los títulos están citados a partir de la versión de Susana Carral para la edición de Reino de Cordelia), Las hermanas, Un encuentro y Arabia, sus protagonistas son niños; la adolescencia está representada en Eveline, Después de la carrera, Dos galanes y La pensión; continúa con episodios de la vida adulta: Un leve nubarrón, Duplicados, Arcilla y Un caso doloroso, mientras que El Día de la hiedra, La madre y La gracia de Dios, se refieren a la vida pública. El último, el ya mencionado Los muertos, es un añadido posterior al que una parte de los analistas incluyen en la cuarta categoría y otros consideran un relato autónomo fuera de la pauta general de la obra. No obstante, pese a que, en efecto, hay una organización predeterminada en el libro, hay también interrelaciones, paralelismos y contrastes entre unos relatos y otros, de modo que, en más de una ocasión, las fronteras entre “secciones” son porosas, y las etapas cronológicas se trasvasan y diluyen, con personajes de edades distintas en cada parte o situaciones que pueden tocar diferentes “frentes” del armazón estructural de la obra.
Más allá de esta disposición, se trata de quince historias de la vida cotidiana dublinesa: la muerte de un sacerdote cuya relación con el pequeño protagonista aparece envuelta en un halo de misterio; los “novillos” de dos chicos y su encuentro, durante la escapada escolar, con un extraño anciano; el enamoramiento idealizado de un niño, encarnado en la figura de la joven hermana de un amigo; una muchacha que se ve atrapada entre el deber que la ata a su familia y el deseo que la impulsa a huir con su amante; un joven dublinés con aspiraciones de ascenso social, que comparte una jornada con amigos europeos, adinerados y encantadores a los que conoce tras una carrera automovilística; dos hombres jóvenes que discuten un plan para seducir a una sirvienta; la dueña de una pensión que, en la sombra, maniobra para propiciar el matrimonio de su hija con uno de sus huéspedes, un hombre de buena posición; un fracasado aspirante a poeta que reencuentra a un antiguo compañero de colegio, de existencia hoy exitosa; un empleado de una oficina, insatisfecho con su vida laboral, humillado de continuo por su jefe, que de desquita de su frustración en su hogar familiar; una mujer solitaria, bondadosa y anodina, que asiste a una reunión familiar en Halloween; un hombre, también solitario, de vida austera, metódica y planificada, que entabla una inesperada amistad con una mujer casada; una madre, controladora y dominante, que quiere llevar las riendas de la carrera profesional de su hija, una joven pianista en cuyo éxito futuro ha depositado grandes expectativas; una reunión entre miembros de un comité político que pasan el Día de la Patria irlandesa discutiendo sobre la situación su país, de su historia, del nacionalismo, de las campañas políticas, de los representantes públicos; un grupo de hombres que pretenden redimir a un amigo, caído en desgracia por su alcoholismo; una fiesta navideña en la que los asistentes charlan, cantan, danzan y recuerdan los días pasados.
Pero estos episodios, como se ve no especialmente relevantes y más bien insignificantes, insustanciales, interesan sobre todo por la atmósfera que los envuelve y que Joyce traslada con talento al lector. Ese “clima” de melancolía, de introspección, de fracaso, puede resumirse en la noción de “parálisis”, un concepto el propio escritor consideraba como aglutinador de las diferentes historias, como elemento que da coherencia al libro y, por lo tanto, como síntesis de su proyecto. Todos los personajes, de una u otra manera, se encuentran atrapados en situaciones de inercia emocional, social o moral, de deterioro vital, de monotonía existencial, que no solo describen las propias limitaciones personales de cada uno de ellos, sino que son símbolo también de las de la sociedad irlandesa de la época. La personalidad de casi todos los “retratados” está marcada por notas de indecisión, de resignación, de fatalismo e inevitabilidad, de impotencia acentuada por lo opresivo del entorno. Tras los anodinos sucesos referidos en cada cuento aflora una permanente sensación de estrechez, de estancamiento, de claustrofobia, de frustración, de represión, de difusa culpa, de falta de vitalidad, de muerte incluso. Esta visión funesta del microcosmos dublinés se apunta en pequeños detalles: la ciudad de calles estrechas, edificios viejos y clima gris; las descripciones naturalistas detalladas y precisas de los entornos locales, oscuros, decadentes, sucios callejones, sórdidas pensiones, bares desolados en donde se emborrachan individuos sin futuro, parques que son escenario de fugaces y gélidas efusiones sexuales; el uso del monólogo interior, que permite acceder a los sentimientos -la opresión, la melancolía, la esperanza, los sueños frustrados, los anhelos contrariados, la nostalgia por las oportunidades perdidas- de los personajes; el reflejo no solo tangencial de las desigualdades, las hipocresías, las tensiones sociales y personales, las pequeñas humillaciones, los desencantos, las mezquindades, las estrecheces, las limitaciones impuestas por la sociedad de la época que se plasman en las conversaciones superficiales, los diálogos intrascendentes y los pequeños conflictos; el constante juego de contrastes -de claro valor simbólico- entre la luz y la oscuridad, lugares oscuros, deslucidos, poco iluminados, pubs, escenas domésticas que representan el aislamiento, la insatisfacción, la ausencia de expectativas; el asfixiante peso de la religión, que comparece en muchos de los relatos -sacerdotes, ceremonias, alusiones- y que condiciona los valores, las actitudes y las decisiones de los personajes, subrayando simbólicamente, al mostrar el poder sofocante de la Iglesia católica, su hipocresía y su represión, ese clima de cerrazón y estancamiento que define el libro; la igualmente limitadora presencia, en varios de los cuentos, del nacionalismo, con sus complejidades, sus contradicciones, sus conflictos políticos, sus divisiones internas, su hostilidad hacia el “Imperio Británico”, su huella cultural, todo ello representativo también, para Joyce, del reduccionismo, de la cortedad de miras, de la inacción, de la parálisis que es el leitmotiv central de la obra. Todo ello sirve a los fines del escritor irlandés: hacer que Dublineses se constituya en un lúcido y detallado retrato de la ciudad y sus pobladores, que captura tanto su paisaje físico como espiritual, mostrando con tanto arte y fuerza persuasiva que esa ciudad de fantasía, nostalgia, rencor y (sobre todo) de palabras que es la suya acaba por tener, en la memoria de sus lectores, una vigencia que supera en dramatismo y color a la antiquísima urbe de carne y hueso —de piedra y arcilla, más bien— que le sirvió de modelo, en palabras de Mario Vargas Llosa, autor de un inspirado prólogo que abría una edición conmemorativa del libro publicada por el Círculo de Lectores en 1987. Un Vargas Llosa que en ese breve y esclarecedor estudio preliminar, disecciona, con profundidad y su habitual capacidad de penetración, las claves del libro: la obsesión puntillosa de Joyce en la descripción de la ciudad; la consideración de la obra como un todo orgánico y no una mera compilación de cuentos; la visión de Dublín teñida de nostalgia, por más que no se hurten al lector los aspectos más ásperos; la presencia de los grandes temas públicos (el nacionalismo, la política, la religión, la cultura) y privados (los usos y costumbres locales, los bailes, las comidas, las canciones, los vestidos); el equilibrio entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo colectivo y lo individual; la condición de los relatos como estampas o instantáneas que revelan la complejidad psicológica de los personajes y, con ella, las frustraciones sentimentales y sexuales, los prejuicios, la represión religiosa de la sociedad a la que pertenecen; la mirada literaria, artística, a veces sarcástica, siempre crítica, que recrea y, en cierto modo, inventa la realidad que describe: la dignificación artística de la vida mediocre, escribe; la ausencia en el autor de los cuentos de propósitos reformadores y sentimientos edificantes, lo que hacía insólito el libro en su época y explica el porqué del rechazo inicial que suscitó; la evidente voluntad de Joyce de obviar la efusión retórica, la sobrecarga emocional y plañidera, de evitar cualquier indicio de autocompasión y del menor chantaje emocional al lector; la sobresaliente facilidad lingüística del escritor; entre otros.
La mayor parte de estos elementos reseñados se hallan presentes, de manera paradigmática, en el último de los cuentos, el magistral Los muertos, del que quiero dejar aquí también algunas notas a partir de la ya mencionada publicación de Navona de 2021. Se trata de una edición modélica de poco más de cien páginas, que recoge exclusivamente ese relato en un volumen de tamaño reducido y formato acogedor, que cabe en un bolsillo, con cubierta de tela, cinta separadora, traducción impecable de Nuria Barrios y esclarecedor prólogo de otro gran escritor irlandés, John Banville; ambos, traductora y prologuista, presentes en otras emisiones de Todos los libros un libro en relación con obras de su propia autoría.
Los muertos nos traslada a Dublín en una noche de las Navidades de 1904 (no hay ninguna mención expresa a una fecha concreta, más allá de algún deseo de “feliz año nuevo” y de la obvia referencia navideña; en alguna fuente que ahora no puedo recordar he leído la datación exacta de los episodios relatados en la noche de Reyes, lo que concordaría con la noción de epifanía que ya he comentado; de aplicación pertinente, no obstante, para cualquiera de esas fechas de inicio de un nuevo ciclo). Un matrimonio, Gabriel y Gretta Conroy, acude al baile de Navidad de que celebran todos los años sus tías, miss Kate y miss Julia Morkan. Llegan parientes y conocidos, amigos e invitados habituales. Se cena, se habla, se canta, se danza. Se suceden con rutina ritual encuentros, charlas, bromas, pequeñas disputas, bailes, discursos. Al fin, todo acaba. Gabriel y Gretta abandonan la casa de sus tías.
Con la ciudad cubierta de nieve, la voz del narrador, que se ha detenido en describir las conversaciones, las incidencias, los lances y las circunstancias de la cena, se adentra ahora en la corriente de pensamiento del marido, que, de camino a su hotel, se mueve entre la alegría, la ternura y el deseo que le suscita la presencia de su esposa y la inquietud por la sombra de tristeza y melancolía que nubla la mirada de Greta. Una canción que uno de los invitados interpretó en la fiesta, La joven de Aughrim, ha despertado en ella el recuerdo de un muchacho, Michael Furey, que, aún adolescentes los dos, la pretendía. Conmovida hasta las lágrimas, Greta contará a su esposo las circunstancias de amor del chico por ella, un amor trágicamente frustrado por la repentina muerte del joven, que no quiso seguir viviendo ante la imposible realización de su sentimiento. Gabriel, perplejo, paralizado por la sorpresa, la humillación y la rabia, se deja llevar por un torrente -arrebatado, intenso, sensible, emotivo- de reflexiones, en un repaso lúcido, apesadumbrado y desolador de su existencia, que vislumbra inútil, limitada, vacía, insulsa, incapaz de haber experimentado -solo ahora lo sabe- una pasión como la del pobre Michael Furey: Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. El sinsentido de su vida, plana, inane, carente de intensidad, mediocre, a la postre fracasada, se revela en toda su crudeza. Con su mujer apaciblemente dormida en el lecho tras la tempestad sentimental, con la nieve que cae, implacable tras la ventana de la habitación del hotel, Gabriel siente que ha desperdiciado su vida, se arrepiente de la superficialidad de los días y añora, nostálgico, un pasado que nunca ha sido, en un pensamiento memorable, una suerte de sentencia que ya forma parte de lo más destacado de la historia de la literatura y del cine: mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando o marchitarse tristemente con la edad.
En el cuento, por entre lo que, no sin exceso podríamos llamar su trama narrativa, están -como he señalado- algunos de los principales rasgos de la obra de Joyce: la idea de la parálisis, de la absurdidad de la vida, del sinsentido, que refleja a la perfección el desmoronamiento final de Gabriel; la presencia de la Irlanda de principios de siglo XX, el nacionalismo, la influencia británica y la búsqueda de una identidad propia; la diáspora irlandesa, el exilio y la emigración; las desigualdades sociales y el latente conflicto entre clases; el peso de la Iglesia católica y su asfixiante moralidad, restrictiva y puritana; el singular y en la época innovador estilo literario, caracterizado por la exploración de la subjetividad, el monólogo interior, el flujo de conciencia, los pequeños detalles, apuntados con maestría: una mirada, un gesto, un leve movimiento; el lenguaje rico en metáforas y elementos simbólicos: la nieve, el frío, la música, los referentes cultos, el río Shannon, el encuentro navideño, el apacible calor hogareño y el gélido ambiente exterior, el espejo en que se mira Gabriel, la propia fecha en la que transcurre la “acción”, conectada directamente o por proximidad temporal al 6 de enero, día de la Epifanía, esa revelación que acontece a partir de la escucha de La joven de Aughrim y el recuerdo del desdichado Michael Furey. Y en el relato afloran también -con distinto grado de importancia- algunos de los temas “joyceanos”: el amor, la pasión, la pérdida, la identidad, el pasado, la nostalgia, la memoria, la fugacidad del tiempo, la finitud de nuestras vidas, la evanescente naturaleza de la realidad y, sobre todo, la muerte, presente ya desde el mismo título. En mi otro espacio de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, dediqué una emisión hace unos años a este cuento, cuyo texto presenté envuelto en la melancólica música de otro irlandés, este del norte, Van Morrison. Podéis encontrarlo en el blog del programa.
La belleza y la emoción de este cuento tienen su correlato, con idéntica intensidad, en la inolvidable película dirigida por John Huston en 1987, un filme que constituye, en cierto modo, el testamento cinematográfico de un director espléndido, con una larga, exitosa y muy brillante trayectoria creativa que cuenta entre sus logros con títulos como El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, La jungla del asfalto, La reina de África, Moby Dick, Los que no perdonan, Vidas rebeldes, La noche de la iguana, Reflejos en un ojo dorado, Paseo por el amor y la muerte, Fat City, El hombre que quiso ser rey, Bajo el volcán, El honor de los Prizzi, entre otras muchas, casi todas películas que ocupan un lugar preeminente en la lista de honor de la historia del cine.
Con esta magistral Los muertos Huston puso fin a su carrera. Tenía ochenta años y un enfisema pulmonar y se vio obligado a dirigir la cinta desde una silla de ruedas y con ayuda de máscaras de oxígeno. De hecho, el planteamiento inicial era que el equipo se desplazara a Dublín para la filmación; el estado de salud de Huston obligó a recrear la ambientación irlandesa en un estudio de Los Ángeles. La muerte simbólica que preside la película desde su mismo título era para él también real, pues fallecería a los pocos meses del final del rodaje.
Pese a algunas licencias en el guion (obra de Tony, hijo del director), la adaptación del cuento es bastante fiel y recoge, con idénticas emoción e intensidad que el relato, sobre todo en su parte final, lo esencial de la historia narrada por Joyce, también su estructura e incluso los diálogos entre los personajes. Tenemos, así, la llegada de los invitados a la mansión de las hermanas Morkan (interpretadas por unas inolvidables Helena Carroll y Cathleen Delany, fallecidas hace ya lustros, como gran parte del elenco: han pasado casi treinta años); asistimos a los amables avatares de la cena, a los bailes, los discursos, las interpretaciones musicales, un personaje recita un poema (pasaje no presente en el cuento original), hay un leve desacuerdo político; se recrea con calidez lo acogedor del ambiente, la alegría de la amistad, una cierta euforia festiva, la placidez de la vida de las clases medias-altas del Dublín de la época de Eduardo VII (bisabuelo del actual rey británico), las charlas intrascendentes, la austera severidad de los hombres en esmoquin, el sumiso comedimiento de las mujeres (con alguna excepción), su tímida reserva…
En consonancia con el planteamiento del escritor, toda esta primera parte del filme puede parecer poco interesante, las “acción” avanza sin sobresaltos entre episodios ligeros, sin aparente interés, casi anodinos: un intercambio de frases, las risas, las bromas, los recuerdos, alguna muy leve discordancia, los comentarios superficiales, un cotilleo, alguna “maldad” benévola (valga el oxímoron), unas palabras corteses, alguna muy recatada picardía, un no del todo discreto exceso con el alcohol, aquí una gentileza, allá un elogio cariñoso. Una educada cena entre personas relativamente cultivadas y, en cualquier caso, muy cordiales, atentas y agradables. Quien acceda a la película sin haber leído el cuento puede -legítimamente- preguntarse “¿y esto va a ser todo?... ¿la grabación de una obra teatral en la que se representa un grato acto social de hace más de un siglo?”
Sin embargo hay, como en el relato, pese al clima de nada exaltada y complaciente felicidad, un tono de melancolía que alcanzará su máxima expresión en los últimos veinte minutos, en los que Huston recoge, con emoción y belleza indescriptibles, el desenlace dramático pero muy tierno, triste, profundo y conmovedor, del cuento, con el desvelamiento de la pasada peripecia del infortunado Michael Furey y el impacto de esa revelación en el matrimonio Conroy (interpretado por Donald McCann y Anjelica Huston, la hija del director). Este tramo final de la película es soberbio, emocionante, lleno de dulzura y sensibilidad, de encanto y fascinación, de gracia y delicadeza, de ternura y verdad, capaz -la voz en off de Gabriel, la hondura de su soledad, la pasión en cierto modo marchita por su esposa, el sinsentido de su vida súbitamente al descubierto, el recuerdo del amor sin límites de Michael Furey, las lágrimas de Greta, su reposado sueño posterior, la nieve que cae tras las ventanas, la evocación de la muerte que a todos nos llega- de dejar una huella indeleble en la memoria del espectador.
A ello contribuyen los aspectos meramente cinematográficos: la cámara que se desliza por las salas, se detiene en los muebles, los cuadros, los objetos, la decoración navideña recreando con autenticidad la Irlanda eduardiana; el fidedigno tratamiento de otros detalles, como las vestimentas, por ejemplo, que permite apreciar el contexto socioeconómico de los personajes; la iluminación suave y cálida -que recoge la confortable y hogareña placidez del encuentro festivo y la amistad discreta aunque notoria entre los invitados- y también algo más oscura y sombría, sugiriendo memoria y secreto, en las escenas entre Greta y Gabriel, en una apuesta técnica que subraya la dualidad vida/muerte que subyace al relato; los planos largos que contribuyen a la creación de un clima demorado, tranquilo, rezumando sosiego y quietud (también el inmovilismo y la parálisis que Joyce denunciaba en sus cuentos); la grabación realizada casi en tiempo real, con un muy económico uso de un montaje que subraya esta idea del ritmo pausado: no hay cortes abruptos, no hay encadenamiento acelerado de planos, muy al contrario, las transiciones son suaves y enfatizan la continuidad y la fluidez del evento; el uso de la música, con la presencia de sones de la tradición musical irlandesa, con, claro está, el papel destacado de La joven de Aughrim, en cierto modo la representación simbólica nuclear del cuento y la película. En resumidas cuentas, una auténtica maravilla que no deberíais perderos bajo ningún motivo (hay una versión completa, en inglés, en YouTube).
Os dejo, como cierre a esta reseña con el fragmento final de Los muertos, en la traducción de Nuria Barrios; un texto de una hondura, una emoción y una intensidad conmovedoras, que, como he dicho, aflora también en las escenas correspondientes de la película. Tras él, y como no puede ser de otra manera, La joven de Aughrim (“doncella”, prefiere Susana Carral). Se trata de una canción popular irlandesa que cuenta la seducción, traición, rechazo y muerte de una joven en Aughrim, un pueblo del condado de Galway. Aparte del indudable valor sentimental que la pieza tiene en el cuento, la referencia interesa además porque es una buena muestra del constante juego de referencias que brinda Joyce a su lector. El lugar, Aughrim, es también un hito muy significativo en la historia de Irlanda, pues aquí se libró una cruenta batalla en 1691 donde las fuerzas protestantes derrotaron a los nacionalistas irlandeses católicos. Os la ofrezco en la delicada, melancólica y tiernísima versión de Lisa Hannigan.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se posaron un gran rato en su cara y su pelo, y, mientras pensaba cómo habría sido ella entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte. Recordó las emociones en tropel de una hora antes. ¿De dónde provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella también sería muy pronto una sombra. Había atrapado al vuelo aquel aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba. Pronto, quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda sobre las rodillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y soplándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales, inútiles y torpes. Sí, sí, ocurrirá muy pronto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo en sombras. Mejor pasar a ese otro mundo impúdicamente, en la plena euforia de una pasión, que irse apagando o marchitarse tristemente con la edad. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágrimas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces. Sí, los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre el pantano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Rebosaba, espesa, al azar, sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos.
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James Joyce. Dublineses. Los muertos