DAPHNE DU MAURIER. REBECCA; AA.VV. REBECA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, bienvenidos al espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. La semana pasada, con ocasión del sexagésimo aniversario del estreno en España de Matar un ruiseñor, que tuvo lugar el 16 de abril de 1964, os presentaba aquí algunos libros relacionados con la película. Se trataba de la novela homónima de Harper Lee, de su secuela, mucho menos apreciable, Ve y pon un centinela, y del libro, uno más de la formidable serie de publicaciones monográficas del sello Notorious sobre títulos clásicos de la historia del cine, Matar un ruiseñor. El libro de 60 aniversario. Todo ello dentro de una serie cinematográfica de nuestro programa en la que, siete días antes, os había hablado de otra novela y otra película magistrales, Las uvas de la ira, así como de otras manifestaciones culturales -discos, fotografías, reportajes periodísticos o ensayos- relativos a la doble obra maestra de John Steinbeck y John Ford.
Hoy voy a iniciar un breve ciclo, dentro de esta misma pauta literario-cinematográfica de la serie que se extenderá a lo largo de mes y medio completando un total de siete emisiones, con centro en tres libros de la escritora Daphne du Maurier que fueron objeto de traslación a la gran pantalla a cargo de Alfred Hitchcock, favorito indiscutible de Todos los libros un libro, en donde he reseñado numerosas obras que tienen como centro a la figura y la deslumbrante trayectoria del cineasta. Coinciden ahora, además, dos aniversarios que hacen más oportuna esta confluencia de los dos británicos, director y escritora. Y es que Daphne du Maurier murió el 19 de abril de 1989; acaban de cumplirse, pues, treinta y cinco años de su desaparición. Por otro lado, en 1964 se estrenó en España Los pájaros, una de las más destacadas películas de Hitchcock, y sin duda una de las más conocidas y populares, basada en la novela corta -quizá sería más oportuno hablar de relato largo- de su compatriota y prácticamente coetánea.
De este modo mi “especial Daphne du Maurier” se articula sobre cinco recomendaciones que giran en torno a ese doble eje. En primer lugar, las tres obras de Daphne du Maurier, La posada Jamaica, publicada en 1936, Rebeca, de 1938 y Los pájaros, de 1952, llevadas al cine por Hitchcock en 1939, 1940 y 1963, respectivamente. Siendo las dos últimas películas verdaderas obras maestras -no así La posada Jamaica, interesante aunque, a mi juicio, un título menor-, os traigo también dos nuevos libros de la editorial Notorious, en la misma serie monográfica a la que aludí a propósito de Matar un ruiseñor, que examinan desde todos los ángulos imaginables ambas cintas: Los Pájaros. El libro del 60 aniversario, publicado en 2023, con textos de Quim Casas, Carlos Díaz Maroto y Jaime Vicente Echagüe; y Rebeca. El libro del 80 aniversario, que con textos de Miguel A. Fidalgo, Alejandro Melero y Joaquín Vallet apareció en 2020, coincidiendo, efectivamente, con el cumplimiento de las ocho décadas de vida de la película. En la emisión de esta semana, el espacio se centrará en Rebeca, dejando para dentro de quince días -el próximo miércoles la festividad del Primero de mayo nos obliga a interrumpir la programación habitual- mis comentarios sobre Los pájaros y La posada Jamaica.
Daphne du Maurier ya había protagonizado una emisión de Todos los libros un libro en junio de 2020, aunque entonces, confinados en nuestras casas por la pandemia, mi reseña no salió al aire y quedó en la muy solitaria reclusión del escasamente visitado blog del espacio. Entonces os presentaba Mi prima Rachel, una novela escrita en 1951 que, como la mayor parte de la obra de la británica, ya había visto la luz en España décadas atrás en ediciones hoy inencontrables, y que en esos días de hace cuatro años volvía al primer plano de actualidad a partir de su publicación en Alba Editorial, en la estupenda colección Rara Avis, traducido por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. El libro ha sido recreado en el cine, con una versión -un clásico- de 1952, dirigida por Henry Koster, con guion de Nunnally Johnson y música de Franz Waxman, e interpretada por una genial Olivia de Havilland y un joven Richard Burton, y otra, mucho más reciente, estrenada en septiembre de 2017, con Roger Michell en la dirección y Rachel Weisz y Sam Caiflin en los papeles principales. Y es que la obra de la escritora londinense (aunque sea Cornualles el ámbito geográfico de muchos de sus libros y el lugar en que murió, a los 81 años, en su casa, en la localidad de Fowey, hace ahora siete lustros), ha sido objeto de numerosas adaptaciones cinematográficas: El pirata y la dama (1944), de Mitchell Leisen; Donde el círculo termina (1959), dirigida por Robert Hamer, con Alec Guinness y Bette Davis; Amenaza en la sombra (1973), de Nicholas Roeg, con Donald Sutherland y Julie Christie; entre otras, incluyendo las tres “hichtcockianas”.
La mención a estas trasposiciones cinematográficas de las obras de Daphne du Maurier, sobre todo Rebeca, es especialmente pertinente por cuanto en general todas ellas participan de la atmósfera, inquietante y algo misteriosa, de sus novelas (al menos las que yo he visto/leído): el clima de intriga psicológica a través de la creación de personajes sometidos a tensiones internas, atormentados, escondiendo secretos oscuros y deseos reprimidos; los escenarios que la propician, tanto “interiores” (inmensos caserones, dependencias oscuras tenuemente iluminadas por candelabros, sólidos muebles de maderas nobles, decoración abigarrada, paredes pobladas por acechantes retratos de antepasados desconocidos, almuerzos y cenas servidos en vajillas recargadas en enormes mesas atendidas por una troupe de mayordomos y sirvientes a cual más prototípico) como exteriores (un entorno natural de formidable intensidad: grato y acogedor, alegre y plácido en primavera y verano, en jardines coloridos de vistosa vegetación y abundantes flores; sometido a fenómenos meteorológicos extremos, temporales y lluvia, con los caminos embarrados, páramos cenagosos, el mar encrespado y rugiente en los acantilados y el húmedo y helador viento en las ventanas, durante el desapacible invierno); la figura poderosa de una protagonista femenina ambigua, enigmática y que encierra alguna indefinida amenaza (como en el caso de “mi” prima Rachel o la fantasmagórica y ausente Rebeca), mujeres, como tantas otras en la vida real (y espero que la versión más “estricta” del feminismo políticamente correcto no objete esta apreciación), con una capacidad de atracción irresistible, con un magnetismo simultáneamente placentero y funesto; la construcción del relato en torno a la muy presente “ausencia” -valga el oxímoron- de un personaje, alguien que, sin formar parte de la trama de un modo expreso, sobrevuela la historia con su influjo, que podríamos calificar “de ultratumba”.
Daphne du Maurier fue una mujer singular. De origen acomodado (su abuelo fue el artista y escritor George du Maurier, su padre fue Gerald du Maurier, actor y director, su madre, Muriel Beaumont, también fue actriz), recibió una educación privilegiada, con la familia instalada en distintas mansiones en Cornualles, lo que le permitió canalizar en soledad y sin perturbaciones sus muy precoz vocación literaria. Casada con un militar y con tres hijos, su vida se desenvolvió siempre en ese ambiente que reflejan sus novelas: viviendas inmensas, grandes dependencias, numeroso personal de servicio, biblioteca frondosa, jardines apacibles, una vida desahogada a la que accedió gracias al muy temprano éxito de sus obras (Rebeca, que ganaría el National Book Award en 1938 y sería -y sigue siendo- un estruendoso best-seller, fue publicada cuando Daphne apenas había cumplido treinta años). Independiente, fuerte, amante de las actividades al aire libre -caminatas, navegación, equitación-, era también solitaria y reservada, algo tímida e insegura, en una dualidad psicológica que podemos rastrear en algunos de sus personajes femeninos. Pasa por ser uno de los más destacados exponentes de la literatura gótica o de misterio, con un enfoque muy característico, que huye del uso de efectos grandilocuentes para centrarse en la dimensión, mucho más inquietante y eficaz, del terror psicológico.
Empezaré, pues, este acercamiento a la obra de Du Maurier con mis comentarios a Rebeca, sin duda la obra mayor de su autora. La edición que ahora os presento -como puede imaginarse en un título de tanto éxito son decenas las ediciones que ha conocido, incluso en nuestro país, desde su publicación- es la de la editorial Galaxia Gutemberg, aparecida en 2020 con su título original, Rebecca, y traducción de Fernando Calleja Gutiérrez. La acción de la novela se sitúa en la década de los treinta del siglo pasado. La protagonista principal y narradora en primera persona de la historia es una joven tímida, apocada y timorata, cuyo nombre no se da a conocer en ningún momento (solo sabemos que se trata de un nombre poco corriente y encantador), que trabaja como dama de compañía de la intransigente y altiva señora Van Hopper, una dama norteamericana afectada, altanera y esnob con la que ha viajado al sur de Francia. En su estancia en el Hotel Côte d’Azur, de Montecarlo, la pareja coincidirá con el afligido Maxim de Winter, un atractivo y elegante caballero al que la estadounidense envuelve en interesadas zalamerías y al que contempla -y así se lo hace saber a su acompañante y subordinada- como “apetecible” dueño de la fastuosa mansión de Manderley, con el encanto adicional que le aporta el aire de misterio que deriva de su alma torturada por su reciente viudez de la inolvidable Rebeca, que dará título al libro (—Una tragedia espantosa [es la señora Van Hopper la que habla]. Los periódicos, naturalmente, hablaron mucho del caso. Dicen que él nunca habla de ello ni menciona jamás su nombre. Su mujer, como sabrás seguramente, se ahogó en una bahía cerca de Manderley…). Liberada provisionalmente de sus funciones por una inesperada gripe de su “patrona”, lo que propiciará algunos encuentros no tan fortuitos -excursiones, cenas, conversaciones- con de Winter, la joven recibirá de éste una repentina y sorprendente propuesta de matrimonio, junto con la apremiante petición de que lo acompañe en su vuelta a Manderley, todo ello ante la perplejidad de la algo acomplejada, insegura y enamorada muchacha y el despecho, los celos, la envidia y la maledicencia de la arrogante dama, que se verá simultáneamente dolida por la preterición que de ella hace el interesante y adinerado galán en beneficio de una “mosquita muerta” británica, sin distinción ni clase alguna, y por el enojoso engorro que le supone tener que prescindir de su demasiado servicial ayuda.
Instalados en Manderley, la ingenuidad, el carácter sumiso, la debilidad de espíritu, la baja autoestima, la fragilidad psicológica, la conciencia de su propia insignificancia, la desmesurada y neurótica falta de seguridad en sí misma (insignificante, desgarbada, con mi trajecillo de punto, agarrando nerviosamente, con las manos sudorosas, mis guantes de manopla), el sentimiento de hallarse fuera de su ámbito natural, desplazada de su vida de cortas miras, la inmadurez de la muchacha, su permanente sensación de no estar a la altura, su torpeza, su desmaño, convierten su presencia en el ambiente imponente y aterrador de la mansión -las inmensas dependencias, los distantes miembros del servicio, la sombra, desde muy pronto claramente perceptible, de Rebeca y su inalcanzable perfección- en una experiencia tortuosa, que la aflige y angustia, que la atormenta y hace sufrir. A ello contribuyen, de modo principal, dos hechos: la omnipresencia -oblicua, fantasmal, ilusoria y como sobrenatural- de la primera señora de Winter, que aflora en la decoración de la casa, la disposición de las habitaciones, las costumbres del hogar, los objetos (No tenía que mirar los candelabros que había en la repisa de la chimenea, el reloj, el florero lleno de flores, los cuadros de las paredes, y recordar, a diario, que eran de Rebeca, que ella los había escogido, que no me pertenecían), los cuadros de las paredes, las ropas en los armarios, la organización del jardín, los arreglos florales, hasta los menús que diligentemente prepara el personal de cocina; y, muy singularmente, la asfixiante figura, negra y cadavérica, de la señora Danvers, el ama de llaves de la difunta, que sigue rigiendo los destinos domésticos, envuelta en un acusado hieratismo, una poco acogedora frialdad y un aire misterioso e intrigante, siempre ceremonioso, oscuro y mortecino.
No tiene demasiado sentido profundizar en estos elementos destacados de la novela, en primer lugar porque la presencia en el espacio de otro libro más relacionado con la magistral obra de Du Maurier me obliga a moderar los comentarios sobre cada uno de ellos para no exceder en demasía el tiempo del que dispongo, y, además, porque gran parte del aliciente que tiene la lectura del libro reside en los elementos de misterio y thriller psicológico de su trama, sus personajes y sus escenarios, de tal manera que por pocos que sean los datos que yo aporte sobre cada uno de estos frentes de la obra, probablemente merme el placer del descubrimiento que el lector puede experimentar al adentrarse en ellos sin condicionamientos previos. Por ello no voy a adentrarme en esas muy interesantes vertientes de la novela, en lo que constituye la, por así llamarla, trama argumental del libro (“un romance gótico”, “un estudio sobre los celos y el asesinato”, con huellas de Jane Eyre, en palabras de Miguel A. Fidalgo. Aun así, sí quiero resaltar, siquiera de un modo general y sin excesivo detalle, los que para mí son los cinco “elementos” que hacen de Rebecca una obra maestra y de su lectura una experiencia altamente estimulante.
Rebecca es inolvidable, por encima de cualquier otra razón, por la majestuosa, impresionante y a la vez opresiva y siniestra presencia de Manderley, que se constituye en el núcleo central de la novela ya desde su legendario comienzo: Anoche soñé que volvía a Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante unos momentos no podía entrar. La puerta estaba cerrada con cadena y candado. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los barrotes mohosos de la verja, vi que la caseta estaba abandonada. Las vastas posesiones -la mansión inmensa, los jardines, el bosque frondoso, los senderos laberínticos, el mar rugiente, la recogida cala- del señor de Winter, bellísimas pero intimidantes (Era un lugar inquietante, se diría que encantado. No había imaginado tanta belleza), deslumbrantes pero amenazadoras, contribuyen a la creación de una atmósfera, entre onírica, nostálgica y espectral, de reserva, de angustia, de tensión, de inquietud, de misterio, de peligro latente, de intranquilidad, de opresión, en la que la maestría de Daphne du Maurier introduce al lector desde el inicio mediante descripciones detalladas (Los colores, los perfumes, los ruidos, la lluvia y el beso de las aguas, hasta las neblinas otoñales y el aroma de la pleamar, todos recuerdos de Manderley que no podremos olvidar) del lugar, tanto del interior de la casa: la exquisita escalera, el vestíbulo inabarcable, las alcobas inmensas, el mobiliario vetusto pero sólido y de calidad, los cuadros de añejos antepasados, las chimeneas talladas, la sillería tapizada, los anchos ventanales frente al mar; como de su entorno exterior: la abundancia de flores y plantas, la nota azul de las hortensias, los olorosos pétalos de las azaleas, los blancos botones de las magnolias, el frescor del castaño, la acogedora alfombra del césped, los embriagadores efluvios del lilo, el perfume añejo del musgo, el aroma de los setos espesos, los árboles que entrelazan sus copas en bóvedas retorcidas aunque acogedoras, la proliferación de la naturaleza, la modesta y variada fauna -gazapillos, garzas, mariposas, abejas y grillos, arañas, pájaros innúmeros- las olas imperturbables en su rutina, el mar tan presente en su impetuoso rugido como en su plácido silencio. Ese mar que incluso en sus momentos de tranquilidad y placidez evoca el trágico enigma de la desaparición de Rebeca en sus aguas.
Este escenario imponente anonada a la joven esposa y ello, la caracterización psicológica de la pobre chica, que vive, torturada, en Manderley con una suerte de angustia claustrofóbica, víctima de su ardoroso enamoramiento juvenil, lastrado por su miedo y apocamiento (me faltaba experiencia, (…) era una tonta tímida y demasiado joven), por su falta de “saber estar” (Me sentía como el niño que se acerca a su primer colegio, o como una criadita palurda que va a buscar colocación por primera vez. El dominio que había adquirido sobre mí misma durante las siete semanas de matrimonio era ya un guiñapo ondulando al viento. Me parecía haber olvidado hasta las más elementales reglas de educación; no sabía decir a ciencia cierta cuál era mi mano derecha y cuál mi izquierda, ni si sentarme o quedarme de pie, ni qué tenedor ni qué cuchara usar durante la cena), por su timidez y cortedad (No estaba preparada para esta situación. Hubiera querido tener más años, más mundo), por su irremediable torpeza (Soy torpe y desmañada y me visto mal; soy tímida con la gente (…) no encajo en Manderley), por su ansia de no defraudar y su patético deseo de agradar a todos -al enigmático personal del servicio, a los amigos de Max, a su hermana y su cuñado (¡Qué joven, qué inexperta debía parecerles! ¡Y lo peor es que hasta yo misma me sentía así! Era demasiado susceptible, demasiado suspicaz, y muchas palabras dichas sin intención se me antojaban hirientes y punzantes), también del terror que le inspira la siniestra señora Danvers, resulta formidable y es otro de los grandes logros del libro.
Aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, aquella lucha contra un pánico ciego e irracional que afligen y atenazan a la inocente y vacilante muchacha, se ven acrecentadas por la reserva, la distancia, el aire de permanente misterio que envuelven a su marido. He aquí otro elemento relevante de la novela, la construcción, algo elusiva, del personaje del señor de Winter, un hombre reservado, silencioso, que de continuo levanta una barrera entre él y los demás, incluyendo a su esposa. Un individuo solitario, atormentado, introspectivo, devorado por quién sabe qué extraños demonios, que encierra un secreto que lo mortifica y la hace sufrir, un hombre perturbado por un pasado que, durante la mayor parte de la novela, el lector solo puede intuir aunque deduce, sin ninguna duda, que ese ostensible íntimo padecimiento se asocia a la inesperada y trágica muerte de su anterior mujer.
Y es la figura ausente de Rebeca la penúltima, aunque, junto a Manderley, la primera en importancia, razón de que la novela de du Maurier y su correlato cinematográfico, formen parte ya de la historia de la literatura y el cine del siglo XX, habiendo alcanzado el personaje la condición de mito cultural, cargado de un muy reconocible e imperecedero valor simbólico, como ocurre con Otelo, Don Juan, el Quijote, Drácula, Frankenstein y algunos otros. Rebeca es el personaje ausente más presente de la historia de la literatura (que abunda, por otro lado, en fantasmas), un espectro, un recuerdo vivo que planea sobre Manderley y sus habitantes, un espíritu que se materializa en cada dependencia de la casa, en cada mueble, en cada objeto, en cada elemento del ajuar marcado con su inicial, en cada lugar, en cada paraje, en cada recodo de la vasta propiedad de la familia de Winter. Rebeca aflora en cada conversación, en cada nimia circunstancia cotidiana, en cada trivial incidente doméstico, que son, siempre, ocasión para la remembranza elogiosa y nostálgica por parte de los que la conocieron y opresiva y aterradora para su cohibida “sustituta” (Ella estaba muerta, y no se deben pensar cosas de los muertos. Los muertos duermen apaciblemente, mientras crece la hierba encima de sus tumbas. Pero, sin embargo, ¡qué viva, qué fuerte estaba su escritura!, dirá, al leer su dedicatoria en un libro). Rebeca era encantadora, fascinante, es la perfección, el ejemplo inalcanzable, la más inteligente, la más bella, la más querida, la irremplazable. Su poderosa sombra oscurece, silenciosa y ausente, invisible y sobrenatural, la existencia de la nueva señora de Winter (me falta seguridad en mí misma, elegancia, belleza, inteligencia, desparpajo… ¡Dios mío! Todo lo que importa en una mujer…, y que ella tenía), convirtiendo su vida en un calvario, un examen permanente, un intento desesperado, condenado de antemano al fracaso, de traer hacia sí a un marido que ella imagina anclado en el recuerdo de la inolvidable Rebeca. En este sentido, conviene señalar que la novela tiene más de un elemento autobiográfico, no solo por el obvio correlato que los parajes de Cornualles y la casa familiar de la escritora encuentran en Manderley, sino también, y sobre todo, porque la coincidencia de rasgos de las dos señoras de Winter en la personalidad de Du Maurier, circunstancia confesada por la propia escritora. Como cierre a esta reseña os dejo un largo pero significativo fragmento en el que se resume este hilo principal del libro, el núcleo de esta singular propuesta literaria de Daphne du Maurier y, sin duda, el elemento más recordado tanto de la novela como de la genial película de Hitchcock.
El emblema de eso que he llamado la “materialización” en el presente del fantasma de la difunta Rebeca lo encarna en la historia la señora Danvers, cuyo retrato literario es soberbio, convertida -y el fenómeno se acrecienta en su representación cinematográfica, con la caracterización hierática, gélida y retorcida que de ella hace Judith Anderson- en una mala “canónica”. Su antipatía, su ligera sonrisa despectiva, su figura negra, en pie, sola, aislada, distinta, callada, sus ojos oscuros y sombríos hundidos en la cara blanca, su voz apagada y monótona; su mirada de lástima y desprecio (Pero en aquellos ojos había algo más que mero desprecio: había antipatía y, acaso, maldad), su injustificado esnobismo de clase, sus apariciones silenciosas, apenas perceptibles, atravesando ominosa los pasillos de la mansión, espiando tras las puertas, entrando de manera súbita en los cuartos; todo ello la convierte para la joven y nueva dueña de Manderley en fuente de inseguridad, turbación, angustia y pánico (Comencé a bajar la escalera, con ella al lado como si fuese una carcelera y yo estuviese bajo su custodia) y hacen de ella el que, quizás, es el personaje más presente en la memoria de los lectores y espectadores de libro y película.
Una película en la que están presentes con bastante fidelidad todas estas dimensiones de la novela, “formuladas” de un modo magistral por el genio de Hitchcock. El segundo libro que hoy os presento desentraña, con exhaustividad y un alto grado de detalle, con rigor y amenidad, las múltiples facetas de la excepcional obra cinematográfica. Se trata, como ya he indicado, de Rebeca. El libro del 80 aniversario, aparecido en 2020 en la editorial Notorious, de amplia recepción en Todos los libros un libro. Con inteligentes y muy informados y agudos textos de Miguel A. Fidalgo, Alejandro Melero y Joaquín Vallet, el libro se publicó coincidiendo, efectivamente, con las ocho décadas de vida del filme, estrenado en 1940. Rebeca fue la primera película norteamericana de Hitchcock, tras su adaptación británica de La posada Jamaica, de la que os hablaré la semana próxima y que había decepcionado a Daphne du Maurier. Interpretada por Laurence Olivier y Jean Fontaine en sus papeles principales, en su elenco de colaboradores destaca la participación en el guion del dramaturgo Robert E. Sherwood, la música de Franz Wasman y la brillante dirección artística de Lyle Wheeler. También es notable la presencia de algunos secundarios excepcionales como la mencionada Judith Anderson; George Sanders, que borda el rol del cínico Jack Favell, un personaje en el que no me he detenido en mi reseña del libro -ni lo haré en la de la película- por cuanto su intervención afecta a alguno de los elementos de intriga y misterio de su trama; C. Aubrey Smith, cuya figura imponente destaca en numerosas películas de la época clásica de Hollywood; Nigel Bruce, para siempre el Watson “oficial”; y Leo G. Carroll, recordado por su aparición en otras películas de Hitchcock y, sobre todo, para quienes ya tenemos unos años, por su severo pero rezumando humor papel en la serie televisiva de los sesenta El agente de CIPOL.
Como es habitual en las publicaciones de Notorious, estamos ante un volumen espléndido, de gran calidad formal, presentado en un formato muy amplio y vistoso, con excelente papel satinado, numerosas fotografías de actores y actrices, del director y el productor, infinidad de imágenes en la que se reproducen pasajes de la película, carteles y, sobre todo, muy profundos y exhaustivos análisis sobre todas las vertientes posibles a las que se abre la película. Así, y en una muestra forzosamente superficial, nos encontramos con informaciones curiosas y muy interesantes sobre el modo en que el “estereotipo Rebeca” ha sido acogido en nuestro inconsciente colectivo y forma parte ya del ideario moderno (se habla de “síndrome de Rebeca” en psicología, para referirse a los celos hacia la expareja; “rebeca” es el nombre de la chaqueta de punto que popularizo Joan Fontaine en la cinta; la novela fue utilizada en 1942 por la contrainteligencia nazi, como código para cifrar los mensajes secretos en el frente africano de la Segunda Guerra Mundial); sobre los dos grandes temas de la película -y de la filmografía de Hitchcock-, los trastornos psicológicos y la muerte; sobre la afortunada confluencia de Hitchcock, du Maurier y el productor David O. Selznick, que fraguaría en la obra maestra final, una coincidencia temporal que se explora en un capítulo subyugante, La ruta hacia Manderley; la adaptación para la radio, previa a la película, que hizo Orson Welles en 1938; las vicisitudes del “desembarco” de Hitchcock en Estados Unidos, tras su etapa inglesa, en una sección, Un inglés en Hollywood, en que se recorre la trayectoria del director; las curiosidades del rodaje, no exento de conflictos, con la pretensión de Laurence Olivier de que fuera su mujer, Vivien Leigh, la protagonista (ella es, “en un juego metacinematográfico”, la auténtica Rebecca, la otra, la ausente que impone su tiranía silenciosa a Joan Fontaine, en un paralelismo con la perturbadora relación entre la primera y la segunda señora de Winter); la exigente, controvertida y triunfante carrera de un productor con mayúsculas, David O. Selznick (la “O” no significa nada, como le confesó al director), basada en sus tres muy intervencionistas reglas: férreo control de los mil y un detalles que intervienen en la creación y desarrollo de una película, plena integración en el proceso, e implacable imposición de un estilo propio a todos sus “productos”.
Hay también capítulos centrados en Joan Fontaine -La esposa sin nombre-, con curiosidades como que fue la única mujer que ganaría el Oscar en una película de Hitchcock, aunque no sería por Rebeca, sino, un año después, por Sospecha; su preferencia por los papeles de mujeres algo frágiles, acordes a su propia vulnerabilidad; la manipulación consciente del director para llevarla al extremo en la caracterización del personaje, exagerando su mala fama de “viejo verde”, provocándole momentos de auténtica ansiedad que la hacían vivir aterrorizada e incómoda en el rodaje, sugiriéndole que no le caía bien al resto del reparto, haciendo que el equipo entero se peleara, insinuando que Laurence Olivier quería a su mujer para el papel y que a ella la detestaba, llegando a darle un bofetón para “ponerla en situación” y conseguir que su llanto en una escena resultara creíble, despreciándola por la mediocridad de su marido en la vida real: ¿es que no podías aspirar a más?; el clima de “tiranía moral” que sufrió; la explotación por parte de Selznick, que la mantuvo “atada” durante años con contratos leoninos y un salario inferior al de los resultados económicos de las películas que protagonizaba; la enemistad entre hermanas de Fontaine con Olivia de Havilland, en la que esta accedió a papeles brillantes que estaban pensados para Fontaine, desarrollando por tanto una carrera más exitosa. Entre tantas informaciones “jugosas” hay espacio, incluso, para algún breve comentario sobre la consideración de su personaje en la película como referencia para el pensamiento feminista, sobre su lectura psicoanalítica, con notas sobre la posesión, los celos, la persecución, la angustia sin explicación, la paranoia o la histeria, extremos que se subrayan con sutiles movimientos de cámara que resaltan la opresión femenina y convierten la trama de la historia como una cuestión de poder. Y hay un estudio monográfico sobre Laurence Olivier, su brillante itinerario profesional, su matrimonio con Vivien Leigh, la triste historia -para ella- de su divorcio, el peso en la época de su condición de adúltera, y su accidentada carrera, con múltiples crisis nerviosas, depresiones, trastorno bipolar, una vida personal desgraciada, abortos y, finalmente, la muerte por tuberculosis. Se analizan también los actores y actrices secundarios, en un capítulo titulado Todos los caminos llevan hasta Maxim; la obra de Daphne du Maurier y su reflejo en el cine, con un interesante apunte sobre los cambios que introduce la censura, singularmente la explicación de la muerte “accidental” de la primera señora de Winter y la conversión del médico abortista de la novela en un convencional y muy formal doctor; el personaje de la señora Danvers y la interpretación de Judith Harrison -La dama desconocida-, en un apartado en el que se nos da a conocer a la actriz y, sobre todo, se aportan claves sobre su personaje, con reflexiones sobre “la otredad amenazante” o su homosexualidad latente, recalcándose, en este sentido, la llamativa y algo retorcida indicación de la PCA (Production Code Administration), que imponía las estrictas premisas del Código Hays: no debe haber sugerencia alguna de una relación pervertida entre la señora Danvers y Rebecca.
No faltan, como en la mayor parte de los apetitosos volúmenes de esta serie, secciones dedicadas a aspectos menos principales -solo a priori- de la película, como la música, con un capítulo dedicado a Franz Waxman, del cabaret a Hollywood, el compositor huido del nazismo, el primero en lograr dos Oscar consecutivos, por El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, y Un lugar en el sol, de George Stevens, y con otras cuatro nominaciones, Sospecha, de Hitchcock, El extraño caso del doctor Jekyll, de Victor Fleming, Objetivo: Birmania, de Raoul Walsh, y De amor también se muere, de Jean Negulesco; Ropas y ropajes, se ocupa, entre otras cosas, de Lyle R. Wheeler, uno de los grandes directores artísticos del cine clásico estadounidense, con cinco Oscar, entre ellos Lo que el viento se llevó, y diecisiete nominaciones más, Rebeca incluida. Hay, también un estudio, La loca en el ático, sobre el romance gótico en Hollywood, y otro, interesantísimo, sobre las numerosas versiones y recreaciones derivadas de la novela.
En fin, un libro y una película soberbios que os van a procurar horas de entretenimiento interesante y placentero. Dentro de un par de semanas volveremos aquí con la segunda parte de este espacio dedicado a las novelas de Daphne du Maurier objeto de desarrollo cinematográfico por el magistral Alfred Hitchcock. Será entonces el momento de hablaros de Los pájaros y La posada Jamaica, otras dos sugestivas manifestaciones del genio de ambos británicos ilustres. Ahora os dejo, como acompañamiento musical, con una destacada pieza de la banda sonora de la película, obra, como ya he comentado, del maestro Franz Waxman. Se trata de Manderley, la música que suena como fondo en la presentación de la inquietante mansión de Cornualles. Antes, y como había anticipado, un muy revelador texto de la novela en el que queda de manifiesto el opresivo influjo que el “fantasma” de Rebeca ejerce sobre la desdichada segunda señora de Winter.
No me pertenecía, pues pertenecía a Rebeca. Aún pensaba en Rebeca. Y nunca me querría a causa de Rebeca. Ella aún estaba en la casa, como había dicho la señora Danvers; en el cuarto del ala oeste, en el gabinete, en la galería, en el vestíbulo. Hasta su impermeable estaba todavía colgado en el cuarto de las flores. Y también estaba en el jardín, y en el bosque, y allá abajo en la casita de piedra junto a la playa. Sonaban sus pasos en los corredores y sus perfumes flotaban en las escaleras. Los criados continuaban obedeciendo sus órdenes, y nos daban de comer las cosas que a ella le gustaban. Sus flores preferidas llenaban las habitaciones. Allá, en los armarios de su cuarto, todavía colgaban sus vestidos, y sus cepillos sobre su tocador, sus zapatos bajo la silla y el camisón en su cama. Rebeca continuaba siendo la señora de Manderley. Rebeca era aún la señora de Winter. Yo nada tenía que hacer aquí. Había llegado, entrando a ciegas, como una intrusa en un terreno vedado. «¿Dónde está Rebeca? —había preguntado la abuela de Maxim—. Quiero que venga Rebeca. ¿Qué habéis hecho con Rebeca?». A mí ni me conocía ni me quería. ¿Por qué iba a quererme? Yo era una desconocida. Yo ni pertenecía a Maxim ni a Manderley. Y Beatrice, ¡cómo me miró de arriba abajo el día que me conoció, francamente, sin disimulos! «Eres tan diferente de Rebeca». A Frank, reservado, azorado, cuando le hablé de ella, le molestaron mis preguntas tanto como a mí; pero cuando contestó la última que le hice al acercarnos a casa, me dijo con voz grave y pausada: «Sí, era la criatura más bonita que he visto en toda mi vida».
Rebeca, siempre Rebeca. Fuera donde fuera, en Manderley, me sentase donde me sentase, incluso en mis pensamientos y sueños, allí me encontraba con Rebeca. Ya la conocía con sus piernas largas y esbeltas, sus pies pequeños y estrechos. Era algo más ancha de hombros que yo y con unas manos llenas de destreza. Éstas, igual manejaban la rueda del timón que sujetaban un caballo. Eran manos que sabían arreglar flores y construir modelos de barcos y escribir: «A Max, de Rebeca», en la hoja blanca de un libro. Ya sabía también cómo era su cara: pequeña, ovalada, de tez blanca y sin mácula, con un magnífico pelo negro. Conocía su perfume y podía adivinar su risa. Si la hubiera oído entre mil otras, hubiera reconocido su voz. Rebeca, siempre Rebeca. Jamás me libraría de Rebeca.
Videoconferencia
Daphne du Maurier. Rebecca