Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 24 de abril de 2024

DAPHNE DU MAURIER. REBECCA; AA.VV. REBECA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, bienvenidos al espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. La semana pasada, con ocasión del sexagésimo aniversario del estreno en España de Matar un ruiseñor, que tuvo lugar el 16 de abril de 1964, os presentaba aquí algunos libros relacionados con la película. Se trataba de la novela homónima de Harper Lee, de su secuela, mucho menos apreciable, Ve y pon un centinela, y del libro, uno más de la formidable serie de publicaciones monográficas del sello Notorious sobre títulos clásicos de la historia del cine, Matar un ruiseñor. El libro de 60 aniversario. Todo ello dentro de una serie cinematográfica de nuestro programa en la que, siete días antes, os había hablado de otra novela y otra película magistrales, Las uvas de la ira, así como de otras manifestaciones culturales -discos, fotografías, reportajes periodísticos o ensayos- relativos a la doble obra maestra de John Steinbeck y John Ford. 

Hoy voy a iniciar un breve ciclo, dentro de esta misma pauta literario-cinematográfica de la serie que se extenderá a lo largo de mes y medio completando un total de siete emisiones, con centro en tres libros de la escritora Daphne du Maurier que fueron objeto de traslación a la gran pantalla a cargo de Alfred Hitchcock, favorito indiscutible de Todos los libros un libro, en donde he reseñado numerosas obras que tienen como centro a la figura y la deslumbrante trayectoria del cineasta. Coinciden ahora, además, dos aniversarios que hacen más oportuna esta confluencia de los dos británicos, director y escritora. Y es que Daphne du Maurier murió el 19 de abril de 1989; acaban de cumplirse, pues, treinta y cinco años de su desaparición. Por otro lado, en 1964 se estrenó en España Los pájaros, una de las más destacadas películas de Hitchcock, y sin duda una de las más conocidas y populares, basada en la novela corta -quizá sería más oportuno hablar de relato largo- de su compatriota y prácticamente coetánea. De este modo mi “especial Daphne du Maurier” se articula sobre cinco recomendaciones que giran en torno a ese doble eje. En primer lugar, las tres obras de Daphne du Maurier, La posada Jamaica, publicada en 1936, Rebeca, de 1938 y Los pájaros, de 1952, llevadas al cine por Hitchcock en 1939, 1940 y 1963, respectivamente. Siendo las dos últimas películas verdaderas obras maestras -no así La posada Jamaica, interesante aunque, a mi juicio, un título menor-, os traigo también dos nuevos libros de la editorial Notorious, en la misma serie monográfica a la que aludí a propósito de Matar un ruiseñor, que examinan desde todos los ángulos imaginables ambas cintas: Los Pájaros. El libro del 60 aniversario, publicado en 2023, con textos de Quim Casas, Carlos Díaz Maroto y Jaime Vicente Echagüe; y Rebeca. El libro del 80 aniversario, que con textos de Miguel A. Fidalgo, Alejandro Melero y Joaquín Vallet apareció en 2020, coincidiendo, efectivamente, con el cumplimiento de las ocho décadas de vida de la película. En la emisión de esta semana, el espacio se centrará en Rebeca, dejando para dentro de quince días -el próximo miércoles la festividad del Primero de mayo nos obliga a interrumpir la programación habitual- mis comentarios sobre Los pájaros y La posada Jamaica

Daphne du Maurier ya había protagonizado una emisión de Todos los libros un libro en junio de 2020, aunque entonces, confinados en nuestras casas por la pandemia, mi reseña no salió al aire y quedó en la muy solitaria reclusión del escasamente visitado blog del espacio. Entonces os presentaba Mi prima Rachel, una novela escrita en 1951 que, como la mayor parte de la obra de la británica, ya había visto la luz en España décadas atrás en ediciones hoy inencontrables, y que en esos días de hace cuatro años volvía al primer plano de actualidad a partir de su publicación en Alba Editorial, en la estupenda colección Rara Avis, traducido por Concha Cardeñoso Sáenz de Miera. El libro ha sido recreado en el cine, con una versión -un clásico- de 1952, dirigida por Henry Koster, con guion de Nunnally Johnson y música de Franz Waxman, e interpretada por una genial Olivia de Havilland y un joven Richard Burton, y otra, mucho más reciente, estrenada en septiembre de 2017, con Roger Michell en la dirección y Rachel Weisz y Sam Caiflin en los papeles principales. Y es que la obra de la escritora londinense (aunque sea Cornualles el ámbito geográfico de muchos de sus libros y el lugar en que murió, a los 81 años, en su casa, en la localidad de Fowey, hace ahora siete lustros), ha sido objeto de numerosas adaptaciones cinematográficas: El pirata y la dama (1944), de Mitchell Leisen; Donde el círculo termina (1959), dirigida por Robert Hamer, con Alec Guinness y Bette Davis; Amenaza en la sombra (1973), de Nicholas Roeg, con Donald Sutherland y Julie Christie; entre otras, incluyendo las tres “hichtcockianas”. 

La mención a estas trasposiciones cinematográficas de las obras de Daphne du Maurier, sobre todo Rebeca, es especialmente pertinente por cuanto en general todas ellas participan de la atmósfera, inquietante y algo misteriosa, de sus novelas (al menos las que yo he visto/leído): el clima de intriga psicológica a través de la creación de personajes sometidos a tensiones internas, atormentados, escondiendo secretos oscuros y deseos reprimidos; los escenarios que la propician, tanto “interiores” (inmensos caserones, dependencias oscuras tenuemente iluminadas por candelabros, sólidos muebles de maderas nobles, decoración abigarrada, paredes pobladas por acechantes retratos de antepasados desconocidos, almuerzos y cenas servidos en vajillas recargadas en enormes mesas atendidas por una troupe de mayordomos y sirvientes a cual más prototípico) como exteriores (un entorno natural de formidable intensidad: grato y acogedor, alegre y plácido en primavera y verano, en jardines coloridos de vistosa vegetación y abundantes flores; sometido a fenómenos meteorológicos extremos, temporales y lluvia, con los caminos embarrados, páramos cenagosos, el mar encrespado y rugiente en los acantilados y el húmedo y helador viento en las ventanas, durante el desapacible invierno); la figura poderosa de una protagonista femenina ambigua, enigmática y que encierra alguna indefinida amenaza (como en el caso de “mi” prima Rachel o la fantasmagórica y ausente Rebeca), mujeres, como tantas otras en la vida real (y espero que la versión más “estricta” del feminismo políticamente correcto no objete esta apreciación), con una capacidad de atracción irresistible, con un magnetismo simultáneamente placentero y funesto; la construcción del relato en torno a la muy presente “ausencia” -valga el oxímoron- de un personaje, alguien que, sin formar parte de la trama de un modo expreso, sobrevuela la historia con su influjo, que podríamos calificar “de ultratumba”. 

Daphne du Maurier fue una mujer singular. De origen acomodado (su abuelo fue el artista y escritor George du Maurier, su padre fue Gerald du Maurier, actor y director, su madre, Muriel Beaumont, también fue actriz), recibió una educación privilegiada, con la familia instalada en distintas mansiones en Cornualles, lo que le permitió canalizar en soledad y sin perturbaciones sus muy precoz vocación literaria. Casada con un militar y con tres hijos, su vida se desenvolvió siempre en ese ambiente que reflejan sus novelas: viviendas inmensas, grandes dependencias, numeroso personal de servicio, biblioteca frondosa, jardines apacibles, una vida desahogada a la que accedió gracias al muy temprano éxito de sus obras (Rebeca, que ganaría el National Book Award en 1938 y sería -y sigue siendo- un estruendoso best-seller, fue publicada cuando Daphne apenas había cumplido treinta años). Independiente, fuerte, amante de las actividades al aire libre -caminatas, navegación, equitación-, era también solitaria y reservada, algo tímida e insegura, en una dualidad psicológica que podemos rastrear en algunos de sus personajes femeninos. Pasa por ser uno de los más destacados exponentes de la literatura gótica o de misterio, con un enfoque muy característico, que huye del uso de efectos grandilocuentes para centrarse en la dimensión, mucho más inquietante y eficaz, del terror psicológico. 

Empezaré, pues, este acercamiento a la obra de Du Maurier con mis comentarios a Rebeca, sin duda la obra mayor de su autora. La edición que ahora os presento -como puede imaginarse en un título de tanto éxito son decenas las ediciones que ha conocido, incluso en nuestro país, desde su publicación- es la de la editorial Galaxia Gutemberg, aparecida en 2020 con su título original, Rebecca, y traducción de Fernando Calleja Gutiérrez. La acción de la novela se sitúa en la década de los treinta del siglo pasado. La protagonista principal y narradora en primera persona de la historia es una joven tímida, apocada y timorata, cuyo nombre no se da a conocer en ningún momento (solo sabemos que se trata de un nombre poco corriente y encantador), que trabaja como dama de compañía de la intransigente y altiva señora Van Hopper, una dama norteamericana afectada, altanera y esnob con la que ha viajado al sur de Francia. En su estancia en el Hotel Côte d’Azur, de Montecarlo, la pareja coincidirá con el afligido Maxim de Winter, un atractivo y elegante caballero al que la estadounidense envuelve en interesadas zalamerías y al que contempla -y así se lo hace saber a su acompañante y subordinada- como “apetecible” dueño de la fastuosa mansión de Manderley, con el encanto adicional que le aporta el aire de misterio que deriva de su alma torturada por su reciente viudez de la inolvidable Rebeca, que dará título al libro (—Una tragedia espantosa [es la señora Van Hopper la que habla]. Los periódicos, naturalmente, hablaron mucho del caso. Dicen que él nunca habla de ello ni menciona jamás su nombre. Su mujer, como sabrás seguramente, se ahogó en una bahía cerca de Manderley…). Liberada provisionalmente de sus funciones por una inesperada gripe de su “patrona”, lo que propiciará algunos encuentros no tan fortuitos -excursiones, cenas, conversaciones- con de Winter, la joven recibirá de éste una repentina y sorprendente propuesta de matrimonio, junto con la apremiante petición de que lo acompañe en su vuelta a Manderley, todo ello ante la perplejidad de la algo acomplejada, insegura y enamorada muchacha y el despecho, los celos, la envidia y la maledicencia de la arrogante dama, que se verá simultáneamente dolida por la preterición que de ella hace el interesante y adinerado galán en beneficio de una “mosquita muerta” británica, sin distinción ni clase alguna, y por el enojoso engorro que le supone tener que prescindir de su demasiado servicial ayuda. 

Instalados en Manderley, la ingenuidad, el carácter sumiso, la debilidad de espíritu, la baja autoestima, la fragilidad psicológica, la conciencia de su propia insignificancia, la desmesurada y neurótica falta de seguridad en sí misma (insignificante, desgarbada, con mi trajecillo de punto, agarrando nerviosamente, con las manos sudorosas, mis guantes de manopla), el sentimiento de hallarse fuera de su ámbito natural, desplazada de su vida de cortas miras, la inmadurez de la muchacha, su permanente sensación de no estar a la altura, su torpeza, su desmaño, convierten su presencia en el ambiente imponente y aterrador de la mansión -las inmensas dependencias, los distantes miembros del servicio, la sombra, desde muy pronto claramente perceptible, de Rebeca y su inalcanzable perfección- en una experiencia tortuosa, que la aflige y angustia, que la atormenta y hace sufrir. A ello contribuyen, de modo principal, dos hechos: la omnipresencia -oblicua, fantasmal, ilusoria y como sobrenatural- de la primera señora de Winter, que aflora en la decoración de la casa, la disposición de las habitaciones, las costumbres del hogar, los objetos (No tenía que mirar los candelabros que había en la repisa de la chimenea, el reloj, el florero lleno de flores, los cuadros de las paredes, y recordar, a diario, que eran de Rebeca, que ella los había escogido, que no me pertenecían), los cuadros de las paredes, las ropas en los armarios, la organización del jardín, los arreglos florales, hasta los menús que diligentemente prepara el personal de cocina; y, muy singularmente, la asfixiante figura, negra y cadavérica, de la señora Danvers, el ama de llaves de la difunta, que sigue rigiendo los destinos domésticos, envuelta en un acusado hieratismo, una poco acogedora frialdad y un aire misterioso e intrigante, siempre ceremonioso, oscuro y mortecino. 

No tiene demasiado sentido profundizar en estos elementos destacados de la novela, en primer lugar porque la presencia en el espacio de otro libro más relacionado con la magistral obra de Du Maurier me obliga a moderar los comentarios sobre cada uno de ellos para no exceder en demasía el tiempo del que dispongo, y, además, porque gran parte del aliciente que tiene la lectura del libro reside en los elementos de misterio y thriller psicológico de su trama, sus personajes y sus escenarios, de tal manera que por pocos que sean los datos que yo aporte sobre cada uno de estos frentes de la obra, probablemente merme el placer del descubrimiento que el lector puede experimentar al adentrarse en ellos sin condicionamientos previos. Por ello no voy a adentrarme en esas muy interesantes vertientes de la novela, en lo que constituye la, por así llamarla, trama argumental del libro (“un romance gótico”, “un estudio sobre los celos y el asesinato”, con huellas de Jane Eyre, en palabras de Miguel A. Fidalgo. Aun así, sí quiero resaltar, siquiera de un modo general y sin excesivo detalle, los que para mí son los cinco “elementos” que hacen de Rebecca una obra maestra y de su lectura una experiencia altamente estimulante. 

Rebecca es inolvidable, por encima de cualquier otra razón, por la majestuosa, impresionante y a la vez opresiva y siniestra presencia de Manderley, que se constituye en el núcleo central de la novela ya desde su legendario comienzo: Anoche soñé que volvía a Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante unos momentos no podía entrar. La puerta estaba cerrada con cadena y candado. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los barrotes mohosos de la verja, vi que la caseta estaba abandonada. Las vastas posesiones -la mansión inmensa, los jardines, el bosque frondoso, los senderos laberínticos, el mar rugiente, la recogida cala- del señor de Winter, bellísimas pero intimidantes (Era un lugar inquietante, se diría que encantado. No había imaginado tanta belleza), deslumbrantes pero amenazadoras, contribuyen a la creación de una atmósfera, entre onírica, nostálgica y espectral, de reserva, de angustia, de tensión, de inquietud, de misterio, de peligro latente, de intranquilidad, de opresión, en la que la maestría de Daphne du Maurier introduce al lector desde el inicio mediante descripciones detalladas (Los colores, los perfumes, los ruidos, la lluvia y el beso de las aguas, hasta las neblinas otoñales y el aroma de la pleamar, todos recuerdos de Manderley que no podremos olvidar) del lugar, tanto del interior de la casa: la exquisita escalera, el vestíbulo inabarcable, las alcobas inmensas, el mobiliario vetusto pero sólido y de calidad, los cuadros de añejos antepasados, las chimeneas talladas, la sillería tapizada, los anchos ventanales frente al mar; como de su entorno exterior: la abundancia de flores y plantas, la nota azul de las hortensias, los olorosos pétalos de las azaleas, los blancos botones de las magnolias, el frescor del castaño, la acogedora alfombra del césped, los embriagadores efluvios del lilo, el perfume añejo del musgo, el aroma de los setos espesos, los árboles que entrelazan sus copas en bóvedas retorcidas aunque acogedoras, la proliferación de la naturaleza, la modesta y variada fauna -gazapillos, garzas, mariposas, abejas y grillos, arañas, pájaros innúmeros- las olas imperturbables en su rutina, el mar tan presente en su impetuoso rugido como en su plácido silencio. Ese mar que incluso en sus momentos de tranquilidad y placidez evoca el trágico enigma de la desaparición de Rebeca en sus aguas. 

Este escenario imponente anonada a la joven esposa y ello, la caracterización psicológica de la pobre chica, que vive, torturada, en Manderley con una suerte de angustia claustrofóbica, víctima de su ardoroso enamoramiento juvenil, lastrado por su miedo y apocamiento (me faltaba experiencia, (…) era una tonta tímida y demasiado joven), por su falta de “saber estar” (Me sentía como el niño que se acerca a su primer colegio, o como una criadita palurda que va a buscar colocación por primera vez. El dominio que había adquirido sobre mí misma durante las siete semanas de matrimonio era ya un guiñapo ondulando al viento. Me parecía haber olvidado hasta las más elementales reglas de educación; no sabía decir a ciencia cierta cuál era mi mano derecha y cuál mi izquierda, ni si sentarme o quedarme de pie, ni qué tenedor ni qué cuchara usar durante la cena), por su timidez y cortedad (No estaba preparada para esta situación. Hubiera querido tener más años, más mundo), por su irremediable torpeza (Soy torpe y desmañada y me visto mal; soy tímida con la gente (…) no encajo en Manderley), por su ansia de no defraudar y su patético deseo de agradar a todos -al enigmático personal del servicio, a los amigos de Max, a su hermana y su cuñado (¡Qué joven, qué inexperta debía parecerles! ¡Y lo peor es que hasta yo misma me sentía así! Era demasiado susceptible, demasiado suspicaz, y muchas palabras dichas sin intención se me antojaban hirientes y punzantes), también del terror que le inspira la siniestra señora Danvers, resulta formidable y es otro de los grandes logros del libro. 

Aquella sensación de miedo, de inquietud furtiva, aquella lucha contra un pánico ciego e irracional que afligen y atenazan a la inocente y vacilante muchacha, se ven acrecentadas por la reserva, la distancia, el aire de permanente misterio que envuelven a su marido. He aquí otro elemento relevante de la novela, la construcción, algo elusiva, del personaje del señor de Winter, un hombre reservado, silencioso, que de continuo levanta una barrera entre él y los demás, incluyendo a su esposa. Un individuo solitario, atormentado, introspectivo, devorado por quién sabe qué extraños demonios, que encierra un secreto que lo mortifica y la hace sufrir, un hombre perturbado por un pasado que, durante la mayor parte de la novela, el lector solo puede intuir aunque deduce, sin ninguna duda, que ese ostensible íntimo padecimiento se asocia a la inesperada y trágica muerte de su anterior mujer. 

Y es la figura ausente de Rebeca la penúltima, aunque, junto a Manderley, la primera en importancia, razón de que la novela de du Maurier y su correlato cinematográfico, formen parte ya de la historia de la literatura y el cine del siglo XX, habiendo alcanzado el personaje la condición de mito cultural, cargado de un muy reconocible e imperecedero valor simbólico, como ocurre con Otelo, Don Juan, el Quijote, Drácula, Frankenstein y algunos otros. Rebeca es el personaje ausente más presente de la historia de la literatura (que abunda, por otro lado, en fantasmas), un espectro, un recuerdo vivo que planea sobre Manderley y sus habitantes, un espíritu que se materializa en cada dependencia de la casa, en cada mueble, en cada objeto, en cada elemento del ajuar marcado con su inicial, en cada lugar, en cada paraje, en cada recodo de la vasta propiedad de la familia de Winter. Rebeca aflora en cada conversación, en cada nimia circunstancia cotidiana, en cada trivial incidente doméstico, que son, siempre, ocasión para la remembranza elogiosa y nostálgica por parte de los que la conocieron y opresiva y aterradora para su cohibida “sustituta” (Ella estaba muerta, y no se deben pensar cosas de los muertos. Los muertos duermen apaciblemente, mientras crece la hierba encima de sus tumbas. Pero, sin embargo, ¡qué viva, qué fuerte estaba su escritura!, dirá, al leer su dedicatoria en un libro). Rebeca era encantadora, fascinante, es la perfección, el ejemplo inalcanzable, la más inteligente, la más bella, la más querida, la irremplazable. Su poderosa sombra oscurece, silenciosa y ausente, invisible y sobrenatural, la existencia de la nueva señora de Winter (me falta seguridad en mí misma, elegancia, belleza, inteligencia, desparpajo… ¡Dios mío! Todo lo que importa en una mujer…, y que ella tenía), convirtiendo su vida en un calvario, un examen permanente, un intento desesperado, condenado de antemano al fracaso, de traer hacia sí a un marido que ella imagina anclado en el recuerdo de la inolvidable Rebeca. En este sentido, conviene señalar que la novela tiene más de un elemento autobiográfico, no solo por el obvio correlato que los parajes de Cornualles y la casa familiar de la escritora encuentran en Manderley, sino también, y sobre todo, porque la coincidencia de rasgos de las dos señoras de Winter en la personalidad de Du Maurier, circunstancia confesada por la propia escritora. Como cierre a esta reseña os dejo un largo pero significativo fragmento en el que se resume este hilo principal del libro, el núcleo de esta singular propuesta literaria de Daphne du Maurier y, sin duda, el elemento más recordado tanto de la novela como de la genial película de Hitchcock. 

El emblema de eso que he llamado la “materialización” en el presente del fantasma de la difunta Rebeca lo encarna en la historia la señora Danvers, cuyo retrato literario es soberbio, convertida -y el fenómeno se acrecienta en su representación cinematográfica, con la caracterización hierática, gélida y retorcida que de ella hace Judith Anderson- en una mala “canónica”. Su antipatía, su ligera sonrisa despectiva, su figura negra, en pie, sola, aislada, distinta, callada, sus ojos oscuros y sombríos hundidos en la cara blanca, su voz apagada y monótona; su mirada de lástima y desprecio (Pero en aquellos ojos había algo más que mero desprecio: había antipatía y, acaso, maldad), su injustificado esnobismo de clase, sus apariciones silenciosas, apenas perceptibles, atravesando ominosa los pasillos de la mansión, espiando tras las puertas, entrando de manera súbita en los cuartos; todo ello la convierte para la joven y nueva dueña de Manderley en fuente de inseguridad, turbación, angustia y pánico (Comencé a bajar la escalera, con ella al lado como si fuese una carcelera y yo estuviese bajo su custodia) y hacen de ella el que, quizás, es el personaje más presente en la memoria de los lectores y espectadores de libro y película. 

Una película en la que están presentes con bastante fidelidad todas estas dimensiones de la novela, “formuladas” de un modo magistral por el genio de Hitchcock. El segundo libro que hoy os presento desentraña, con exhaustividad y un alto grado de detalle, con rigor y amenidad, las múltiples facetas de la excepcional obra cinematográfica. Se trata, como ya he indicado, de Rebeca. El libro del 80 aniversario, aparecido en 2020 en la editorial Notorious, de amplia recepción en Todos los libros un libro. Con inteligentes y muy informados y agudos textos de Miguel A. Fidalgo, Alejandro Melero y Joaquín Vallet, el libro se publicó coincidiendo, efectivamente, con las ocho décadas de vida del filme, estrenado en 1940. Rebeca fue la primera película norteamericana de Hitchcock, tras su adaptación británica de La posada Jamaica, de la que os hablaré la semana próxima y que había decepcionado a Daphne du Maurier. Interpretada por Laurence Olivier y Jean Fontaine en sus papeles principales, en su elenco de colaboradores destaca la participación en el guion del dramaturgo Robert E. Sherwood, la música de Franz Wasman y la brillante dirección artística de Lyle Wheeler. También es notable la presencia de algunos secundarios excepcionales como la mencionada Judith Anderson; George Sanders, que borda el rol del cínico Jack Favell, un personaje en el que no me he detenido en mi reseña del libro -ni lo haré en la de la película- por cuanto su intervención afecta a alguno de los elementos de intriga y misterio de su trama; C. Aubrey Smith, cuya figura imponente destaca en numerosas películas de la época clásica de Hollywood; Nigel Bruce, para siempre el Watson “oficial”; y Leo G. Carroll, recordado por su aparición en otras películas de Hitchcock y, sobre todo, para quienes ya tenemos unos años, por su severo pero rezumando humor papel en la serie televisiva de los sesenta El agente de CIPOL

Como es habitual en las publicaciones de Notorious, estamos ante un volumen espléndido, de gran calidad formal, presentado en un formato muy amplio y vistoso, con excelente papel satinado, numerosas fotografías de actores y actrices, del director y el productor, infinidad de imágenes en la que se reproducen pasajes de la película, carteles y, sobre todo, muy profundos y exhaustivos análisis sobre todas las vertientes posibles a las que se abre la película. Así, y en una muestra forzosamente superficial, nos encontramos con informaciones curiosas y muy interesantes sobre el modo en que el “estereotipo Rebeca” ha sido acogido en nuestro inconsciente colectivo y forma parte ya del ideario moderno (se habla de “síndrome de Rebeca” en psicología, para referirse a los celos hacia la expareja; “rebeca” es el nombre de la chaqueta de punto que popularizo Joan Fontaine en la cinta; la novela fue utilizada en 1942 por la contrainteligencia nazi, como código para cifrar los mensajes secretos en el frente africano de la Segunda Guerra Mundial); sobre los dos grandes temas de la película -y de la filmografía de Hitchcock-, los trastornos psicológicos y la muerte; sobre la afortunada confluencia de Hitchcock, du Maurier y el productor David O. Selznick, que fraguaría en la obra maestra final, una coincidencia temporal que se explora en un capítulo subyugante, La ruta hacia Manderley; la adaptación para la radio, previa a la película, que hizo Orson Welles en 1938; las vicisitudes del “desembarco” de Hitchcock en Estados Unidos, tras su etapa inglesa, en una sección, Un inglés en Hollywood, en que se recorre la trayectoria del director; las curiosidades del rodaje, no exento de conflictos, con la pretensión de Laurence Olivier de que fuera su mujer, Vivien Leigh, la protagonista (ella es, “en un juego metacinematográfico”, la auténtica Rebecca, la otra, la ausente que impone su tiranía silenciosa a Joan Fontaine, en un paralelismo con la perturbadora relación entre la primera y la segunda señora de Winter); la exigente, controvertida y triunfante carrera de un productor con mayúsculas, David O. Selznick (la “O” no significa nada, como le confesó al director), basada en sus tres muy intervencionistas reglas: férreo control de los mil y un detalles que intervienen en la creación y desarrollo de una película, plena integración en el proceso, e implacable imposición de un estilo propio a todos sus “productos”. 

Hay también capítulos centrados en Joan Fontaine -La esposa sin nombre-, con curiosidades como que fue la única mujer que ganaría el Oscar en una película de Hitchcock, aunque no sería por Rebeca, sino, un año después, por Sospecha; su preferencia por los papeles de mujeres algo frágiles, acordes a su propia vulnerabilidad; la manipulación consciente del director para llevarla al extremo en la caracterización del personaje, exagerando su mala fama de “viejo verde”, provocándole momentos de auténtica ansiedad que la hacían vivir aterrorizada e incómoda en el rodaje, sugiriéndole que no le caía bien al resto del reparto, haciendo que el equipo entero se peleara, insinuando que Laurence Olivier quería a su mujer para el papel y que a ella la detestaba, llegando a darle un bofetón para “ponerla en situación” y conseguir que su llanto en una escena resultara creíble, despreciándola por la mediocridad de su marido en la vida real: ¿es que no podías aspirar a más?; el clima de “tiranía moral” que sufrió; la explotación por parte de Selznick, que la mantuvo “atada” durante años con contratos leoninos y un salario inferior al de los resultados económicos de las películas que protagonizaba; la enemistad entre hermanas de Fontaine con Olivia de Havilland, en la que esta accedió a papeles brillantes que estaban pensados para Fontaine, desarrollando por tanto una carrera más exitosa. Entre tantas informaciones “jugosas” hay espacio, incluso, para algún breve comentario sobre la consideración de su personaje en la película como referencia para el pensamiento feminista, sobre su lectura psicoanalítica, con notas sobre la posesión, los celos, la persecución, la angustia sin explicación, la paranoia o la histeria, extremos que se subrayan con sutiles movimientos de cámara que resaltan la opresión femenina y convierten la trama de la historia como una cuestión de poder. Y hay un estudio monográfico sobre Laurence Olivier, su brillante itinerario profesional, su matrimonio con Vivien Leigh, la triste historia -para ella- de su divorcio, el peso en la época de su condición de adúltera, y su accidentada carrera, con múltiples crisis nerviosas, depresiones, trastorno bipolar, una vida personal desgraciada, abortos y, finalmente, la muerte por tuberculosis. Se analizan también los actores y actrices secundarios, en un capítulo titulado Todos los caminos llevan hasta Maxim; la obra de Daphne du Maurier y su reflejo en el cine, con un interesante apunte sobre los cambios que introduce la censura, singularmente la explicación de la muerte “accidental” de la primera señora de Winter y la conversión del médico abortista de la novela en un convencional y muy formal doctor; el personaje de la señora Danvers y la interpretación de Judith Harrison -La dama desconocida-, en un apartado en el que se nos da a conocer a la actriz y, sobre todo, se aportan claves sobre su personaje, con reflexiones sobre “la otredad amenazante” o su homosexualidad latente, recalcándose, en este sentido, la llamativa y algo retorcida indicación de la PCA (Production Code Administration), que imponía las estrictas premisas del Código Hays: no debe haber sugerencia alguna de una relación pervertida entre la señora Danvers y Rebecca

No faltan, como en la mayor parte de los apetitosos volúmenes de esta serie, secciones dedicadas a aspectos menos principales -solo a priori- de la película, como la música, con un capítulo dedicado a Franz Waxman, del cabaret a Hollywood, el compositor huido del nazismo, el primero en lograr dos Oscar consecutivos, por El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder, y Un lugar en el sol, de George Stevens, y con otras cuatro nominaciones, Sospecha, de Hitchcock, El extraño caso del doctor Jekyll, de Victor Fleming, Objetivo: Birmania, de Raoul Walsh, y De amor también se muere, de Jean Negulesco; Ropas y ropajes, se ocupa, entre otras cosas, de Lyle R. Wheeler, uno de los grandes directores artísticos del cine clásico estadounidense, con cinco Oscar, entre ellos Lo que el viento se llevó, y diecisiete nominaciones más, Rebeca incluida. Hay, también un estudio, La loca en el ático, sobre el romance gótico en Hollywood, y otro, interesantísimo, sobre las numerosas versiones y recreaciones derivadas de la novela. 

En fin, un libro y una película soberbios que os van a procurar horas de entretenimiento interesante y placentero. Dentro de un par de semanas volveremos aquí con la segunda parte de este espacio dedicado a las novelas de Daphne du Maurier objeto de desarrollo cinematográfico por el magistral Alfred Hitchcock. Será entonces el momento de hablaros de Los pájaros y La posada Jamaica, otras dos sugestivas manifestaciones del genio de ambos británicos ilustres. Ahora os dejo, como acompañamiento musical, con una destacada pieza de la banda sonora de la película, obra, como ya he comentado, del maestro Franz Waxman. Se trata de Manderley, la música que suena como fondo en la presentación de la inquietante mansión de Cornualles. Antes, y como había anticipado, un muy revelador texto de la novela en el que queda de manifiesto el opresivo influjo que el “fantasma” de Rebeca ejerce sobre la desdichada segunda señora de Winter. 

No me pertenecía, pues pertenecía a Rebeca. Aún pensaba en Rebeca. Y nunca me querría a causa de Rebeca. Ella aún estaba en la casa, como había dicho la señora Danvers; en el cuarto del ala oeste, en el gabinete, en la galería, en el vestíbulo. Hasta su impermeable estaba todavía colgado en el cuarto de las flores. Y también estaba en el jardín, y en el bosque, y allá abajo en la casita de piedra junto a la playa. Sonaban sus pasos en los corredores y sus perfumes flotaban en las escaleras. Los criados continuaban obedeciendo sus órdenes, y nos daban de comer las cosas que a ella le gustaban. Sus flores preferidas llenaban las habitaciones. Allá, en los armarios de su cuarto, todavía colgaban sus vestidos, y sus cepillos sobre su tocador, sus zapatos bajo la silla y el camisón en su cama. Rebeca continuaba siendo la señora de Manderley. Rebeca era aún la señora de Winter. Yo nada tenía que hacer aquí. Había llegado, entrando a ciegas, como una intrusa en un terreno vedado. «¿Dónde está Rebeca? —había preguntado la abuela de Maxim—. Quiero que venga Rebeca. ¿Qué habéis hecho con Rebeca?». A mí ni me conocía ni me quería. ¿Por qué iba a quererme? Yo era una desconocida. Yo ni pertenecía a Maxim ni a Manderley. Y Beatrice, ¡cómo me miró de arriba abajo el día que me conoció, francamente, sin disimulos! «Eres tan diferente de Rebeca». A Frank, reservado, azorado, cuando le hablé de ella, le molestaron mis preguntas tanto como a mí; pero cuando contestó la última que le hice al acercarnos a casa, me dijo con voz grave y pausada: «Sí, era la criatura más bonita que he visto en toda mi vida». 

Rebeca, siempre Rebeca. Fuera donde fuera, en Manderley, me sentase donde me sentase, incluso en mis pensamientos y sueños, allí me encontraba con Rebeca. Ya la conocía con sus piernas largas y esbeltas, sus pies pequeños y estrechos. Era algo más ancha de hombros que yo y con unas manos llenas de destreza. Éstas, igual manejaban la rueda del timón que sujetaban un caballo. Eran manos que sabían arreglar flores y construir modelos de barcos y escribir: «A Max, de Rebeca», en la hoja blanca de un libro. Ya sabía también cómo era su cara: pequeña, ovalada, de tez blanca y sin mácula, con un magnífico pelo negro. Conocía su perfume y podía adivinar su risa. Si la hubiera oído entre mil otras, hubiera reconocido su voz. Rebeca, siempre Rebeca. Jamás me libraría de Rebeca.
 
 
Videoconferencia

Daphne du Maurier. Rebecca

miércoles, 17 de abril de 2024

HARPER LEE. MATAR A UN RUISEÑOR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el longevo espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Aunque, siendo estrictos, este último término que acabo de emplear en mi presentación no es aplicable del todo al caso ya que, en realidad, habría que hablar de sugerencias literario-cinematográficas, porque, como comenté aquí hace siete días, ya entonces mi propósito era abrir una serie, que en total constará de siete entregas -de la que la de hoy es la segunda-, dedicada a libros sobresalientes desde el punto de vista de la literatura, pero que, además, han sido objeto de una también excelente traslación a la gran pantalla, aprovechando, pues, para presentar libros de cine que, en propiedad, no son rigurosamente literarios. 

Así, el miércoles pasado nos adentramos en el universo de Las uvas de la ira, en un programa en el que os hablé, claro está, de la excepcional novela de John Steinbeck y, de modo igualmente obvio, de la película del mismo título dirigida por John Ford, en una muy plural propuesta que completé con las referencias a Los vagabundos de la cosecha, el trabajo periodístico de Steinbeck, germen, en cierto modo, del libro; a Elogiemos ahora a hombres famosos, el fundamental reportaje de James Agee sobre los migrantes de la Gran Depresión norteamericana; a la obra fotográfica de Dorothea Lange y Walker Evans, cuyas emblemáticas imágenes complementan las ediciones de estos dos últimos títulos; y a The Ghost of Tom Joad, el memorable disco de Bruce Springsteen. 

En el caso de esta tarde, y en un planteamiento también múltiple y diverso, la emisión gira sobre otra novela, Matar a un ruiseñor, que siendo un long-seller mundial desde su publicación en 1960, ha conocido igualmente una exitosa versión para el cine de cuyo estreno en España, el 16 de abril de 1964, se cumplieron ayer sesenta años. El redondo aniversario constituye la causa última -junto a esta recién estrenada serie cinéfila de Todos los libros un libro- de que yo recupere ahora una crítica -que dejé en el blog del espacio en septiembre de 2015, aunque finalmente el programa que la tenía como base no pudo emitirse- centrada en algunas interesantes aproximaciones al clásico de Harper Lee, en su dimensión literaria, y Robert Mulligan, en la cinematográfica; un acercamiento variado que incluye también, como se verá, otra novela, un ensayo, algún artículo periodístico, un par de programas televisivos y varios documentales de muy diversa índole. Todos esos “frentes” comparecían en mi reseña a partir del “revuelo” que en julio de 2015 ocasionó la publicación -que en este nuestro planeta globalizado y sin fronteras se produjo casi simultáneamente en medio mundo- de Ve y pon un centinela, la “nueva” novela de Harper Lee, autora hasta ese momento de una única obra, ese Matar a un ruiseñor que protagoniza el programa de hoy. Como consecuencia de ese hecho y de las extrañas circunstancias que dieron lugar a la aparición de ese tardío segundo libro, casi póstumo -Lee era entonces una anciana de ochenta y nueve años (moriría poco tiempo después, en 2016) que vivía en una residencia con sus facultades muy mermadas, sino del todo perdidas-, la presentación estuvo rodeada de una extraordinaria polémica que casi se sobrepuso en su repercusión mediática a la estricta valoración literaria de esta secuela o “precuela” -ya se verá- de su legendaria primera novela. El fenómeno editorial, pero también y sobre todo periodístico, publicitario o de mercadotecnia, se tradujo no solo en los millones de ejemplares vendidos en los pocos meses transcurridos desde su salida de las imprentas, sino también en numerosas reediciones de ese su primer éxito, de la obra maestra indiscutible Matar a un ruiseñor

Como mencionaba hace más de ocho años, vuelvo a confesar ahora, de entrada y abiertamente -y también con una cierta vergüenza-, que hasta ese 2015 yo no había leído -y bien que, retrospectivamente, lo lamento, tantos años en cierto modo perdidos- el libro, uno de los grandes hitos de la literatura norteamericana. Lo hice entonces de un modo compulsivo y apasionado que me llevó no solo a degustar conmovido y entregado la novela sino a “revisitar” -con idénticos placer y entusiasmo- la película, que yo había visto en mi juventud y que apenas recordaba. Llevado por esa sensación de carencia, me lancé también a disfrutar, además, de las maravillas que ofrece el completo “cofre” que contiene el film y que incluye comentarios del director, entrevistas al excelso Gregory Peck, su intérprete principal, y muchos otros interesantes contenidos adicionales. Por último, y siempre en relación con Matar a un ruiseñor, merecen la pena dos estupendos debates sobre la película (pueden encontrarse íntegros en Youtube) dirigidos por José Luis Garci, uno, de marzo de 1995, en el para mí inolvidable e inexplicablemente desaparecido por absurdas controversias políticas Qué grande es el cine; y otro, en septiembre de 2009, en Cine en Blanco y Negro, un programa de similar enfoque en Telemadrid. Además, hoy quiero hablaros de otro interesante libro de la editorial Notorious, escrito por César Bardés, Jesús Antonio López, Enric Ros y Lucía Tello Díaz, y aparecido en julio de 2023, dentro de la colección “El libro del… aniversario”, en este caso sexagésimo, centrado en la película, que se estrenó en Estados Unidos en 1962. 

Matar a un ruiseñor ha conocido en nuestro país infinidad de ediciones (y variaciones también en el título, en el que, en ocasiones, se prescinde de la preposición), desde la primera de Bruguera hace ya décadas hasta las dos últimas, casi simultáneas, con ocasión del ya mencionado “revival” de ese verano de 2015. La que yo he manejado es la publicada por Harper Collins Ibérica, de cuya versión castellana se ha hecho cargo una empresa -aparentemente- que se presenta bajo la rúbrica algo aséptica de Belmonte Traductores. 

Estamos en los primeros años treinta del pasado siglo en Maycomb, Alabama, un pequeño pueblo del deep south estadounidense, que en esos días todavía vive -como en cierto modo lo hará todo el país hasta los años sesenta- sin superar las heridas de la Guerra de Secesión que había enfrentado décadas atrás, con el conflicto racial como principal desencadenante, al Norte abolicionista y al esclavismo sureño. El pueblo (Maycomb era una vieja población, pero además era un vieja población cansada cuando yo la conocí. En el tiempo lluvioso las calles se convertían en un barrizal rojo; crecía hierba en las aceras, y el edificio del juzgado parecía combarse sobre la plaza. En cierto modo, hacía más calor entonces: un perro negro sufría los días de verano; las flacas mulas enganchadas a los carros espantaban moscas bajo la sofocante sombra de las encinas que había en la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos rígidos de los hombres se veían lánguidos. Las damas se bañaban antes de la tarde, después de su siesta de las tres, y al atardecer estaban como blandos pastelitos cubiertos de sudor y dulce talco. La gente se movía despacio entonces. Cruzaban la plaza a paso lento, entrando y saliendo de las tiendas que la rodeaban, y se tomaban su tiempo para todo. Un día tenía veinticuatro horas, pero parecía más largo. No había ninguna prisa, ya que no había ningún lugar adonde ir, nada que comprar y nada de dinero con el cual comprar, nada que ver fuera de los limites del condado de Maycomb), tan común en la Norteamérica profunda que cuando se hicieron localizaciones para la película se acabó encontrando su “doble” a miles de kilómetros, en California, padece las consecuencias de la Gran Depresión que había “devastado” el país pocos años antes y que ya compareció aquí hace siete días en relación con Las uvas de la ira

En ese escenario anodino (hay, sobre el pueblo, un interesante reportaje de Marc Bassets publicado en El País Semanal del 28 de junio de 2015 con el título de Las huellas del ruiseñor. El periodista visita Monroeville, ciudad natal de Harper Lee y evidente inspiración para la Maycomb del libro, y nos proporciona muchas claves para un más fecundo acercamiento a la novela), o al menos nada sobresaliente, Jean Louise -“Scout”- Finch, una niña de ocho años, narra su infancia junto a Jem, su hermano cuatro años mayor, y Dill, su joven y algo estrambótico compañero veraniego de juegos (en el que Harper Lee representó a Truman Capote, del que era gran amiga, en uno de los innumerables rasgos autobiográficos de la obra). Scout y Jem son hijos de Atticus Finch, un abogado viudo que compatibiliza -con la sola ayuda de su eficiente y sensata cocinera negra, Calpurnia- su labor profesional en la localidad con la educación de sus hijos, que perdieron a su madre cuando eran muy niños. Scout, con su inocencia infantil, da cuenta de los pequeños acontecimientos de la escasamente agitada vida de Maycomb: la señorita Stephanie Crawford cruza la calle -la muy típica calle principal de estos pueblos, con las casas de madera al borde del camino polvoriento, el juzgado, el banco, la “general store”, algo más alejadas la escuela y la iglesia (en plural en este caso: metodistas, presbiterianas, baptistas)- para comentar los últimos chismes a la señorita Rachel; la señorita Maudie se inclina sobre sus azaleas; la huraña y terrible señora Dubose refunfuña, como de costumbre, en el porche de su vivienda; un hombre saluda al pasar por la calle; un muchacho arrastra por la acera una caña de pescar; un perro con rabia atemoriza a chicos y mayores; un leve e inesperado movimiento de las cortinas en la ominosa Mansión Radley (estaba habitada por una entidad desconocida, cuya mera descripción era suficiente para hacer que nos portáramos bien durante días) desboca la imaginación de los niños, que fantasean llevados por la irresistible atracción que les provoca su enigmático y apenas atisbado habitante. 

En este lento fluir de los días se producirá, en el verano de sus ocho años, un acontecimiento que cambiará la vida de Scout (y también del pueblo y hasta del país entero, si saltamos del plano literario al “real”, operación no demasiado atrevida pues la novela está, ya se ha hablado de su carácter autobiográfico, basada en hechos reales): Atticus, su padre, deberá defender en los Tribunales a Tom Robinson, un joven negro acusado de violar a una chica blanca. La descripción del proceso y consiguiente juicio constituirá el núcleo central del libro -y será, sin duda, lo más recordado de él- pero para dar cuenta de su desarrollo la niña deberá volver atrás en el tiempo, a aquel verano en que aún tiene cinco años y el repipi Dill llega al pueblo y los tres chicos se deciden por primera vez -con equivalentes miedo y fascinación- a adentrarse en la Mansión Ridley para hacer salir y poder por fin contemplar a su misterioso ocupante. 

La entrañable visión de la niña, esa emotiva descripción del mundo que hace Harper Lee a través de los inteligentes, limpios e inocentes ojos de Scout, su conmovedora voz evocando -lenta, demorada, descriptivamente- la infancia es, sin duda, el primero de los muchos aciertos de la novela. Educada sin madre y con un padre forzosamente ausente en el día a día, Scout, jugando con su hermano en la calle, rodando salvaje enroscada dentro de un neumático, subiéndose libre a los árboles, enfundada en su peto vaquero y negándose a vestir como una “señorita”, pegándose con los niños en la escuela, es una creación literaria excepcional, una niña viva, expresiva, franca, inquieta, atrevida, valiente, noble, decidida, rebelde, independiente, que adora a su sabio y sensato padre, que juega con él y escucha admirada sus pacientes explicaciones, que lee infatigablemente a su lado (Scout lee desde que nació, dice Jem al recién llegado Dill, y ni siquiera ha comenzado aún la escuela) y crece y aprende con él (Mientras regresaba a casa pensé que Jem y yo llegaríamos a mayores, pero que ya no podíamos aprender muchas cosas más, excepto, posiblemente álgebra, dirá al final de la obra, como resumen de aquellos intensos días), en esos años, sobre todo en ese último verano en que, en cierto modo, dejará atrás su infancia. 

Desde esa perspectiva infantil, y con el delicioso telón de fondo de la ya mencionada recreación de la vida de los niños y del pueblo y sus habitantes, son dos los frentes que destacan en el libro, dos líneas que corren en paralelo -sólo en cierto sentido, como luego se verá, pues una lo hace en primer plano, frontal y directamente, y la otra de un modo más soterrado, más lateral, más velado, más alusivo- y sólo confluyen en un final que, obviamente, no desvelaré. En ese segundo plano digamos secundario está el tema -un tópico literario de extraordinaria potencia, con Frankenstein como representante más conspicuo- del monstruo, de lo diferente, del ser rechazado por la comunidad, plasmado en la inquietante presencia que habita la Mansión Radley, ese Boo Radley fantasmal -en el personaje hay también ecos del Steinbeck de la también magistral De ratones y de hombres- a quien los niños persiguen vanamente. La ternura, la emoción, la belleza, la sencillez, la dulzura, la sensibilidad con las que Harper Lee presenta esta componente de la historia son sobresalientes y conmovedoras, suponiendo otro de los grandes aciertos de Matar a un ruiseñor

Es sin embargo la otra vertiente, la más evidente, la que podríamos llamar “pública”, la que deriva de la defensa por Atticus del inocente Tom Robinson, la que ha elevado el libro a la categoría de clásico, la que lo ha convertido en una especie de intemporal manifiesto en favor de los derechos civiles y de la igualdad y no discriminación racial, la que ha hecho de la novela una de las lecturas obligatorias en las escuelas en Estados Unidos. El personaje de Atticus, con su desinteresada defensa en los tribunales -y fuera de ellos: es memorable la escena en la que, en comprometida vela ante la cárcel que alberga a un aterrorizado Tom, evita su linchamiento, con la inconsciente intervención de una Scout magnífica en su naturalidad- de un negro acusado de un delito que no cometió, y ello en el peor ambiente racista, dominado por el fanatismo y los prejuicios, de un pequeño y cerrado pueblo del Sur más radical -la sombra del Ku Klux Klan aflora en algún momento del libro- en los años treinta del pasado siglo (pero también en los sesenta en que se publicó la novela), es ya un emblema de todos esos valores cívicos, y su ponderación, su honestidad, su valentía, su integridad, su sentido de la justicia, su bondad, su ecuánime sentido común, como abogado, como padre y, sobre todo, como excepcional ser humano, han sido admirados, respetados y puestos como ejemplo de lo mejor de nuestra naturaleza. Atticus es el héroe cotidiano, podríamos decir, una personalidad idealizada y casi imposible en la realidad (de nuevo aflora lo autobiográfico: Harper Lee quiso retratar en el ejemplar abogado a su propio padre, a quien también idolatraba), cuya intachable imagen pública -un referente moral para la mayor parte de sus conciudadanos- concuerda con su esforzada tarea de educación de sus hijos, a los que, a lo largo del libro, ilustra con abundantes reflexiones impregnadas de este valioso espíritu ético: Este caso, el caso de Tom Robinson, apela a la misma conciencia del ser humano. Scout, no podría ir a la iglesia y adorar a Dios si no intentara ayudar a ese hombre. Y también: Quería que vieras lo que es la verdadera valentía, en lugar de tener la idea de que valentía es un hombre con un arma en la mano. Es cuando sabes que estás vencido ya antes de comenzar, pero de todos modos comienzas, y sigues adelante a pesar de todo. Casi nunca ganas pero a veces lo haces. E igualmente: Nunca llegarás a entender realmente a una persona hasta que consideres las cosas desde su punto de vista (...) hasta que te metas en su piel y camines con ella. O en este otro pasaje: Para poder vivir con los demás primero tengo que vivir conmigo mismo. Lo único que la mayoría no rige es la propia conciencia. Y por último, a través de la expresión que da título al libro: Preferiría que disparéis a latas vacías en el patio trasero, aunque sé que perseguiréis a los pájaros. Disparad a todos los arrendajos azules que queráis, si podéis darles, pero recordad que es un pecado matar a un ruiseñor, a lo que la señorita Maudie apostilla: Lo único que hacen los ruiseñores es música para que la disfrutemos. No se comen nada de los jardines, no hacen nidos en los graneros de maíz, lo único que hacen es cantar con todo su corazón para nosotros. Por eso es un pecado matar a un ruiseñor. Demostrativas razones para encumbrar una obra y a su autora. 

Y pese que Matar a un ruiseñor es el núcleo central de la emisión, y a que aún falta mi presentación de la película y de algunos otros distintos acercamientos al universo del libro, quiero hacer un inciso para comentar también esa otra novela de Harper Lee que irrumpió, masiva y atronadoramente en el verano de 2015, ese Ve y pon un centinela, la segunda obra -¿o fue la primera?- de una autora que en toda su existencia -y murió con casi noventa años- solo había publicado una, el mencionado y magistral clásico. El libro apareció en España en edición de Harper Collins Ibérica, con traducción -en este caso, a diferencia de Matar a un ruiseñor, sí se proporciona el nombre de la persona responsable- de Victoria Horrillo Ledesma, que es quien firma las notas aclaratorias que salpican el libro. 

Dos son los frentes principales desde los que quiero encarar mi presentación de la novela. El primero, sustancioso aunque poco literario, tiene que ver con la sorprendente “aparición”, cincuenta y cinco años después, de una nueva obra de Harper Lee, una historia polémica en la que caben el misterioso descubrimiento de un manuscrito inédito, unos intereses editoriales no del todo nítidos, una provechosa operación de mercadotecnia, la intervención -siempre bajo sospecha- de un ambicioso bufete de abogados, varios conflictos judiciales por derechos de autor, la deteriorada salud mental de la anciana que en ese momento era Harper Lee, la parece que deseada muerte con más de cien años de otra, y, en definitiva, bastantes elementos “oscuros” que abonan las tesis paranoicas y las teorías conspiratorias en relación a la inesperada publicación de Ve y pon un centinela. El segundo eje de mi reseña, el comentario acerca de la novela en sí, será más breve y, por desgracia, impregnado de decepción, pues esa es la impresión que ha quedado en mí tras la lectura de una obra algo insulsa, por momentos farragosa, aparentemente menor, sin duda muy inferior -en todos los sentidos: el interés, la fluidez y la complejidad de la trama, la profundidad de los personajes, la hondura de la propuesta que plantea- a Matar a un ruiseñor con la que es forzosa la comparación no sólo porque se trata de las dos únicas obras de su autora, sino, sobre todo, porque la segunda es una suerte de continuación de la primera, que se desarrolla en el mismo espacio -ese Maycomb traslación literaria del Monroeville en el que vivió hasta su muerte, recluida en una residencia de ancianos, Harper Lee-; que cuenta casi con los mismos protagonistas principales: Atticus Finch, su hija Scout (que vuelve al pueblo veinte años después y narra la historia), Calpurnia, la tía Alexandra; y que plantea, desde otra lógica y con menos emoción, sensibilidad y belleza, algunos de los temas -el conflicto racial por encima de todos- que ya estaban en aquella originaria y excepcional novela. 

La peripecia editorial de Ve y pon un centinela es ciertamente curiosa y llena de dudas. Presentada como secuela de Matar a un ruiseñor es, en realidad, su “precuela” pues, al parecer, fue escrita con anterioridad. O ni siquiera eso, ni siquiera “es”, ni siquiera tiene existencia propia, ya que en algunas de las informaciones que sobre el libro se han difundido se habla de un mero borrador de la primera, sin entidad, pues, de obra autónoma. Harper Lee habría escrito en 1957 -y todo en este terreno son suposiciones debido a, entre otras cosas, el silencio de la autora, quizá inevitable, dado el también presunto deterioro de su estado mental en el momento en el que el libro se publicó- una novela, esta “actual” Ve y pon un centinela, que envió a decenas de sellos editoriales sin obtener respuesta alguna de ninguno de ellos. Por fin, una pequeña editora, Lippincott, vislumbró en el texto todo su potencial y aceptó su publicación sugiriendo a su autora algunas importantes correcciones. Maduradas estas a lo largo de tres años, el resultado del proceso ve la luz en 1960, convertido en una novela totalmente distinta, bajo el título hoy ya legendario de Matar a un ruiseñor

De manera inesperada, en septiembre de 2014 -aunque en algunos comentarios se habla de hasta tres años antes, en 2011, en uno más de los muchos aspectos confusos y contradictorios del asunto-, aparece el manuscrito/borrador original en manos de la abogada de Lee, Tonja Carter, que desempeñará un papel esencial en esta algo enigmática trama. La escritora, requerida por Carter, se niega reiteradamente a que se divulgue por considerarlo un texto incompleto y al entender -en coherencia con su silencio de décadas- que su propósito -su intención literaria- habría quedado sobradamente satisfecho con Matar a un ruiseñor. Algunas fuentes aseguran, no obstante, que fue la hermana de Harper, Alice Lee, la que, ante la pérdida de lucidez de aquella, frenaba cuanto ofrecimiento de publicación llegaba a sus manos. Convenientemente fallecida Alice, en noviembre de 2014, a la edad de ciento tres años, la abogada Carter, libre ya de frenos y con el supuesto consentimiento de la autora, publica el libro, en medio de excepcionales -y hasta férreas- medidas de control para evitar filtraciones no deseadas. La agencia literaria Andrew Nurberg Asociados negoció con dureza las condiciones de venta de los derechos a todo el mundo (el libro salió con una tirada inicial de tres millones de ejemplares sólo en Estados Unidos, Gran Bretaña, España e Hispanoamérica) obligando a los editores a una especie de “reclusión” en Londres durante tres semanas para la mera consulta del original previa a la decisión de compra de esos derechos de publicación (en los últimos años Harper Lee, si de verdad era ella la que tomaba las decisiones en esta etapa final de su vida, mantuvo -y ganó- pleitos relativos a la propiedad intelectual contra el Museo de su ciudad y contra una Compañía de teatro que difundían su obra sin las correspondientes autorizaciones y sin rendir cuentas de los logros económicos de su explotación), y exigiendo a los traductores, para la traslación a los muchos idiomas de los países interesados, unas muy rigurosas cláusulas de confidencialidad. Por fin, el libro vio la luz de manera más o menos simultánea en todos los países mencionados los días 14 y 15 del julio de 2015. 

A la extrañeza que suscita esta insólita aventura editorial se suman algunos otros hechos llamativos. En primer lugar, el que Ve y pon un centinela se presente como una obra completa, acabada, que no habría necesitado, pues -de nuevo presuntamente-, de retoque o corrección algunos antes de su global “reaparición”. Si así fuera, resultaría difícil de entender la negativa a publicarla, sostenida durante más de cincuenta años de modo tozudo por su autora, pues por qué no dar a los lectores que tan fervientemente habían acogido Matar a un ruiseñor una obra, ya definitiva y “cerrada”, que volvía sobre el universo de aquella y que, por tanto, sólo podría ser recibida con entusiasmo por sus numerosos admiradores. ¿O es que las prevenciones de su autora afectaban a la calidad literaria del texto y por ello negó una y otra vez el permiso para que se difundiera? Y en caso contrario, si forzosamente la novela hubiera debido ser modificada o al menos ligeramente “pulida” para ofrecerla al público casi seis décadas después de su escritura, parece difícil mantener la total autoría de una Harper Lee impedida intelectualmente, como se ha dicho, para una tarea de este calibre. Más sospechas, pues, que ensombrecen la nitidez del fenómeno ¿literario? 

En otro orden de cosas resultan también sorprendentes, y ello siembra igualmente dudas sobre la auténtica naturaleza y la verosimilitud de la historia oficial relativa a la publicación de Ve y pon un centinela, las sustanciales diferencias entre los dos libros, algunas incluso de fondo, que afectan a la esencia del “mensaje” de Harper Lee. Y ya no es sólo el que la narración inocente, entrañable, desprejuiciada y encantadora de la niña Scout en Matar a un ruiseñor, se convierta ahora en la voz escéptica, resabiada, dubitativa y un punto insustancial de una chica algo “ortodoxamente rebelde” de veintiséis años, ya no es que haya alusiones constantes a los hechos del primer libro, menciones que presuponen, que exigen incluso, haberlo leído antes -lo cual, a mi juicio, invalidaría la tesis del borrador-, ya no es que haya errores ostensibles en la percepción que la joven Scout tiene en el presente de los hechos ocurridos casi veinte años atrás (el más destacado, en la página 112, cuando la narradora afirma que Atticus “logró la absolución” de Tom Robinson, el joven negro injustamente acusado de violación de una blanca en Matar a un ruiseñor, cuando cualquiera que haya leído el libro o visto la película objeto de mi reseña de hace siete días sabe que el resultado del proceso judicial no fue, por desgracia -desgracia en la ficción-, el que ahora se da por cierto), no son estos muchos detalles los que pueden “chirriar” en el contraste entre ambos textos, sino que lo más insólito, lo que realmente llama la atención y resulta difícil de entender es que ese gran Atticus Finch de la primera novela, un personaje ejemplar, paradigma de la integridad, de la justicia, de la dignidad, de la valiente defensa de la no discriminación (aunque nunca un activista o un militante contra la segregación, pues incluso el primer libro, pese a su noble discurso, aparece teñido de un discreto racismo, quizá deuda inevitable a pagar en la época y en la población sureña en la que está ambientado), ese Atticus emblema del coraje cívico es aquí una presencia menor, un oscuro individuo, sin encanto ni carisma alguno, de dudosas convicciones morales, tibiamente “equidistante” entre abolicionistas y segregacionistas... ¡¡¡y hasta miembro -bien que escéptico y coyuntural- del Ku Klux Klan!!! ¿Era este, de principio, el planteamiento de la autora y fueron las “recomendaciones” de la editorial Lippincott las que la “convencieron” de adoptar otro punto de vista diferente, cambiando radicalmente no sólo el enfoque sino el núcleo central de su manuscrito original? En fin... más ambigüedades que disparan las suposiciones y conjeturas y que forzosamente han de ser tenidas en cuenta a la hora de analizar el libro. 

Aunque si no lo hiciéramos, si fuéramos capaces de leer Ve y pon un centinela sin tener presentes todos estos hechos y, sobre todo, si pudiéramos obviar la poderosísima presencia de su anterior obra en la biografía de su autora, esta nueva novela seguiría resultando decepcionante. Es más, desde mi punto de vista -que no niego pueda estar influido por el extraordinario impacto que provocó en mí la tardía lectura de Matar a un ruiseñor- el nuevo libro de Harper Lee sólo interesa porque quien ha conocido y ha disfrutado y se ha apasionado con el gran clásico de la autora de Alabama “necesita” en cierto modo continuar en contacto con aquel territorio literario y aquellos personajes de dimensiones casi míticas, estando dispuesto por tanto a aceptar siquiera una migaja más de ese mundo con tal de poder seguir participando de aquel formidable encantamiento. Y pese a ello, más allá del indudable agrado que suscita el reencontrarse con un universo familiar y querido, la lectura de Ve y pon un centinela es francamente frustrante y descorazonadora. 

Sin tiempo ya para más profundizaciones y en un repaso a vuela pluma de la novela os diré tan sólo que en ella Jean Louise -Scout- Finch, la narradora, regresa con veintiséis años a Maycomb. La chica -como su creadora, en una muestra más de los innumerables rasgos autobiográficos, ya reseñados, de ambos libros- vive ahora en Nueva York y vuelve por un par de semanas al hogar familiar en donde se reencuentra con algunos de los personajes de sus días infantiles, una etapa que aparece en constantes evocaciones y flashbacks, y que la joven recuerda con una añoranza aún más melancólica en tanto la realidad que se presenta a sus ojos es muy distinta de la idílica estampa que guarda en su memoria. Su hermano Jem ha muerto, Dill, el singular compañero de juegos infantiles, viaja de continuo por el mundo y no comparece en el libro, Atticus ha derribado la vieja casa y construido una nueva, la tía Alexandra se ha instalado de manera estable en ella, el tío Jack, de presencia episódica en la primera obra, cobra aquí un mayor protagonismo, Calpurnia, anciana ya, no ocupa la cocina familiar, un amigo de infancia, Hank, no conocido hasta ahora por el lector, aparece como pretendiente y probable futuro marido de la chica y, en general, las novedades son tantas que no quedan apenas rastros del apacible y casi mágico escenario en el que la niña de Matar a un ruiseñor vivió sus primeros años. 

El cambio en el entorno se suma al ya mencionado y radical viraje en la personalidad de su padre. Sea porque el influjo cosmopolita y la atmósfera liberal del Nueva York en que reside han conformado en ella otra concepción del mundo, sea porque la visión infantil del pasado que permanece en su recuerdo ha deformado -embelleciéndola- la realidad, sea por la propia evolución del pensamiento de Atticus, sospechosamente cercano en su discurso ideológico a los delirios supremacistas del más rancio sur norteamericano, sea -no es descartable- porque la tortuosa trayectoria editorial de la que he hablado no nos permite saber cuál es, en realidad, el sustrato originario de las obras, su lógica última, el hecho es que Jean Louise -casi arrumbada para siempre la niña Scout- se ve sumida, primero, en una desconcertante perplejidad ante las desagradables novedades (¿Por qué he perdido en dos días todo lo que amaba en este mundo?), se siente extraña en el entorno que la vio nacer (Soy sangre de su sangre, he escarbado en esta tierra, este es mi hogar. Pero no soy de su sangre y a la tierra no le importa quién la escarbe, soy una extraña en una fiesta), experimenta luego rabia, decepción e ira ante su provinciano pueblo (si viviera en Maycomb, me volvería totalmente loca), su cobarde e hipócrita novio (los calificativos son de ella) y su irreconocible padre (El único ser humano en el que había confiado absolutamente, con toda su alma, le había fallado), hundiéndose por fin en un mar de dudas (¿Por qué he vuelto aquí? (...) Para mirar la gravilla del patio de atrás, donde antes estaban los árboles, donde estaba el garaje, y preguntarme si todo ha sido un sueño) al persuadirse de que la irreprochable figura de su progenitor se ha venido abajo (eres la única persona en la que he confiado por completo en toda mi vida, y ahora estoy acabada) y al reconocerse anclada, en cierto modo, en un pasado ideal que ya no existe (Quieres detener el reloj pero no puedes, le dice su prometido Hank; y ella misma se reprocha el que siempre esté haciendo viajes secretos al pasado y ninguno al presente). Percibe entonces que las bases sobre las que había situado su lugar en el universo se tambalean (ese significativo y ahora estoy acabada) y pide, en su estupor, alguna figura tutelar que sustituya al ídolo caído (necesito un centinela para que me guíe y me diga lo que ve cada hora a la hora en punto. Necesito un centinela que diga “esto es lo que dice fulano y esto es lo que quiere decir de verdad”, que trace una raya en medio y diga “aquí hay una justicia y aquí hay otra” y me haga entender la diferencia. Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que veintiséis años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea). 

En cualquier caso, siendo interesante, como he dicho, para el devoto de Matar a un ruiseñor, y recomendable por ello su lectura, esta nueva e inesperada novela de Harper Lee, Ve y pon un centinela, no dejará demasiada huella en un lector común, ni tampoco -pienso, a partir de mi propia experiencia- en ese otro que disfrutó, entusiasmado, del entrañable universo de Maycomb, de la limpia mirada de la Scout niña, del, por encima todo, valioso ejemplo de integridad de Atticus Finch, tal y como todo ello se mostraba en aquella obra maestra de 1960, escrita, sin duda, en un estado de gracia no siempre fácilmente repetible. 

Y si genial era la primera novela de Harper Lee no lo es menos su formidable traslación a la pantalla. El Matar un ruiseñor que presentó Robert Mulligan en 1962 es también una obra maestra indiscutible, uno de los grandes títulos de la historia del cine, ganadora de tres Oscars, uno de ellos para un Gregory Peck memorable, asociado desde entonces -indiscernibles ya para siempre el actor y su personaje- a la imagen, que también desempeñaron con mayor intensidad James Stewart y Gary Cooper, y muy destacadamente Henry Fonda (pienso, por ejemplo, en su inspiradora presencia en Doce hombres sin piedad o Las uvas de la ira), del ciudadano medio, del -como ya he señalado- héroe cívico, que continúa dando fe y defendiendo en su vida “civil” los mismos valores que tan magníficamente encarna en el cine; ese uomo qualunque que sin alharacas ni grandes gestos, sin necesidad de acciones excepcionales, con el sencillo -y a veces tan difícil- coraje que deriva del responsable y riguroso cumplimiento de las propias obligaciones morales, acaba por ser un ejemplo de comportamiento ético e integridad y valentía y dignidad, y que por ello es admirado por sus conciudadanos y “sentido”, en cierto modo, como la representación de lo más valioso, de lo más noble y encomiable y digno de estima y respeto en la vida de la comunidad a la que pertenece. Junto a él, una Mary Badham deslumbrante y llena de frescura en el papel de Scout y un primerizo Robert Duvall en una fugaz pero inolvidable actuación. Os aconsejo, como ya señalé en mi introducción, la visión del debate televisivo dirigido por José Luis Garci y con la participación de Antonio Giménez Rico, Luis Herrero y Juan Luis Álvarez, para profundizar sobre los muchos motivos de interés de la genial cinta. Igualmente, el abundante material adicional que presenta el DVD en el que se comercializa el film resulta muy apreciable y enriquece la experiencia cinematográfica. Los comentarios del director, las notas de producción, los distintos acercamientos a la vida y obra de Peck, incluso una entrevista con Mary Badham ya adulta que relata sus recuerdos de los días de rodaje, son muy ilustrativos y rezuman emoción, permitiendo “penetrar” más profundamente en el contenido de la obra y, por tanto, disfrutarla con mayor conocimiento y placer. 

Y además está el magnífico libro de Notorious, desbordante, como todos los de la editorial, de interesantes análisis y excepcionales fotografías, presentados con el habitual esmero y la acostumbrada pulcritud formal propios del sello: edición vistosa, tapas duras, papel satinado, gran formato…, una delicia. En un volumen misceláneo, sus autores, César Bardés, Jesús Antonio López, Enric Ros y Lucía Tello Díaz, se alternan en los comentarios que exploran las distintas vertientes de la cinta. Así, hay un capítulo introductorio y general en el que se presentan las líneas maestras del filme, sus antecedentes y su importancia, con notas sobre la elección del actor principal, un proceso en el que llaman la atención los rechazos iniciales de Spencer Tracy, que rehusó por problemas de agenda, y James Stewart, que se echó atrás por la mucha controversia que, a su juicio, envolvía al personaje; con anécdotas sobre el afortunado casting de los niños (los dos pequeños protagonistas vivían, sin conocerse, en la misma ciudad y a apenas cuatro calles de distancia; con interesantes apuntes sobre las localizaciones; con la presentación de Henry Bumstead, el oscarizado director artístico responsable de la “construcción” del escenario de la historia; con un breve repaso a la trayectoria de Horton Foote, el guionista de la película, ganador también de un Oscar. El segundo capítulo se centra en la figura del director, un Robert Mulligan destacado exponente de la “generación de la televisión”, realizadores -Sidney Lumet, Arthur Penn, John Frankenheimer, Martin Ritt o Stanley Kramer- fogueados en el medio televisivo antes de su salto al cine. Mulligan, y el resto de sus colaboradores en la cinta, representaban, a juicio de Jesús Antonio López, que firma el artículo, el ejemplo paradigmático de los profesionales progresistas de Hollywood, preocupados por reflejar en sus obras el compromiso cívico y la defensa de los derechos humanos. Con alguna que otra película notable -más allá de la indiscutible cima que es Matar a un ruiseñor- como Verano del 42, El próximo año a la misma hora o El otro, las tres de los setenta, su nombre no es uno de los más relevantes de la historia del séptimo arte pero sí es merecedor de reconocimiento aunque solo fuera por el título que hoy comento aquí en el que capturó el alma de la novela de Harper Lee, reflejó con fidelidad las pequeñas comunidades sureñas, envolvió en un halo de sensibilidad la tarea de ser padre, bajó la cámara para introducirnos sin postizos en el mundo infantil y, sobre todo, supo plasmar en la gran pantalla al mayor héroe americano de todos los tiempos: Atticus Finch

En consonancia habitual con este tipo de publicaciones de la editorial Notorious, en el libro se suceden los capítulos monográficos sobre las distintas vertientes del filme. Así, hay uno centrado en Gregory Peck, con su excepcional carrera trufada de películas memorables -Duelo al sol, Sospecha, Vacaciones en Roma, Moby Dick, Lord Jim, El mundo en sus manos, Los cañones de Navarone, La profecía, Gringo viejo, Los niños de Brasil, entre otras muchas-, sus cinco nominaciones a los Oscars, y el único ganado, precisamente por Matar a un ruiseñor (el capítulo se cierra con un resumen brillante, una elocuente "fotografía" del actor: No tuvo nunca el carisma de Bogart. No contagiaba la simpatía de Cary Grant. No representaba al ciudadano medio como James Stewart. No dio el perfil duro de John Wayne. No tenía la intensidad de Marlon Brando. Nunca enamoró como Clark Gable. No le hizo falta. Él era, sencillamente, Gregory Peck. Y no podemos imaginar un Atticus Finch mejor). Hay, igualmente, un apartado sobre Harper Lee y las huellas autobiográficas de su libro, incluyendo la figura de Truman Capote, amigo de la escritora desde su infancia y presente en la novela en el personaje del sabihondo y algo repipi Dill, una amistad, estrecha pese a las desavenencias finales, recogida fielmente en otras dos películas, Truman Capote, con Philip Seymour Hoffman y Catherine Keener en los papeles de Truman y Harper, e Historia de un crimen, con Toby Jones y Sandra Bullock interpretando a los dos personajes. Otra sección gira sobre las películas “con” niños y “sobre” niños, un recorrido exhaustivo y muy informado sobre este “subgénero” del que participa Matar a un ruiseñor con la nostálgica mirada al paraíso perdido de la infancia que supone la presencia en la cinta de los entrañables Scout, Jem y Dill. 

Y hay también análisis -ya solo presentados en una enumeración a vuelapluma- sobre el personaje de Arthur -Boo- Radley, del diagnóstico de su posible patología (hay estudios sobre ello), y sobre la carrera del actor que lo encarnó, un Robert Duvall en su primer papel; sobre Brock Peters, el actor negro que interpreta al desdichado Tom Robinson; sobre la evolución del cine norteamericano de la época, influido por la televisión, alejado de los grandes mitos del cine clásico, ya crepuscular, y distante igualmente de las novedades, más atrevidas, de la joven e irreverente cinematografía europea; sobre el estilo de la película, plasmado en planos, enfoques, movimientos de cámara, iluminación, que contribuyen a crear una obra que alterna entre el naturalismo y la evocación de la memoria; sobre la estratificación social que se muestra en la cinta: blancos privilegiados, white trash y comunidad negra, con los conflictos derivados de su a menudo difícil convivencia; sobre la presencia de los marginados e inadaptados en el cine norteamericano de la época: mujeres, negros, outsiders, enfermos mentales, “monstruos”, en suma, para la sociedad “biempensante”; sobre la condición de fábula moral de la película, su indudable valor ético, su defensa de los derechos humanos y la lucha contra la discriminación racial, su comprometido discurso -ejemplificado en la figura de Atticus Finch en su triple dimensión de ciudadano, abogado y padre- a favor de los valores democráticos y la libertad y cuestionando el perverso orden social y jurídico establecido; sobre la banda sonora de Elmer Bernstein, que se disecciona en profundidad y de manera exhaustiva. 

Hay, por fin, apuntes en el libro sobre el diseñador gráfico Stephen Frankfurt sus inolvidables títulos de crédito iniciales, la magnética presentación de la historia en los primeros momentos de la película; sobre la larga lucha contra la discriminación racial tanto en la sociedad como, consiguientemente, en la cinematografía norteamericana, con el repaso de algunos de los títulos que encarnaron significativamente los grandes hitos de ese proceso liberador; sobre el gótico sureño, ese género hecho a medias de fulgor apolíneo y terror oscuro e infernal, y sus principales exponentes literarios y cinematográficos; sobre la ya mencionada “generación TV” y la filmografía de sus más destacados miembros. 

En fin, una semana más os dejo mi recomendación de una obra maestra, en este caso Matar a un ruiseñor, a partir de diversos acercamientos literarios y cinéfilos. Os dejo ahora con un fragmento del discurso de defensa del pobre Tom Robinson, pronunciado ante el tribunal por Atticus Finch en la película. Además, y para cerrar mi reseña con el acostumbrado acompañamiento musical, he escogido, alejándome de la más previsible aunque excelente banda sonora del film y en consonancia con la importancia del tema de la injusticia y segregación raciales en la obra de Harper Lee, una pieza de blues sureño. Alberta Hunter, un nombre mítico del género, interpreta un muy significativo You Can't Tell The Difference After Dark


Empezaré diciendo que este caso no debería haberse traído a un tribunal desde el momento en que la acusación no ha presentado ninguna prueba médica de que el delito que se imputa a Tom Robinson se hubiera consumado. La oposición solo se apoya en el testimonio de los dos presuntos perjudicados cuyas declaraciones no solo han dado lugar a serias dudas durante sus declaraciones sino que han sido absolutamente desmentidas por el acusado. Existe la prueba circunstancial que demuestra que Mayella Ewell fue golpeada salvajemente por una persona que usa casi exclusivamente la mano izquierda, y Tom Robinson, que hoy se sienta en el banquillo para prestar juramento, ha tenido que emplear su única mano útil, la derecha. Yo no siento sino compasión, y muy sincera, por la principal testigo del señor fiscal. Ella es víctima de una cruel pobreza e ignorancia, pero mi compasión, no puede llegar nunca hasta el extremo de consentirle poner en juego la vida de un hombre, que es en realidad lo que ella ha hecho para tratar de ocultar su propia culpabilidad. Sí, culpabilidad he dicho, porque fue el hecho de sentirse culpable, sí señores, lo que la impulsó a esa acusación. Ella no ha cometido un crimen, nada más ha infringido un antiguo y rígido código del honor que aún subsiste actualmente, un código tan severo que a todo aquel que lo infringe lo alejamos de nuestro lado como indigno de convivir con nosotros. Por eso tenía que destruir la prueba de su grave falta. Pero, ¿cuál era en rigor la prueba de la mencionada falta? Tom Robinson, un ser humano señores. Había que quitar a Tom Robinson de en medio, barrerlo. Tom Robinson constituía el recuerdo constante de lo que ella había hecho. ¿Y qué era lo que había hecho? Había tentado a un negro. Ella era blanca y había incitado a un negro. Hizo una cosa que en nuestra sociedad es algo imperdonable. Besar a un hombre negro. No se trataba de un viejo; sino de un negro joven fuerte y vigoroso. No le importó ese código del honor antes de infringirlo, pero después encontró vergonzoso su comportamiento (…). Los testigos de la acusación, exceptuando al sheriff (…), se han presentado ante ustedes con la cínica confianza de que su testimonio no se pondría en duda. Confiaban en que ustedes estarían de acuerdo con ellos en la indigna suposición de que todos los negros mienten; de que, en el fondo, todos los negros son inmorales, de que nadie se puede fiar nunca de los negros cuando se hallan cerca de nuestras mujeres. Suposiciones que solo pueden brotar de mentes como las de esas personas y que no es ni más ni menos que una mentira insensata (…). A un negro humilde y respetable, porque ha tenido la incalificable osadía de sentir compasión de una mujer blanca, no se le puede aceptar su palabra contra la de dos seres de nuestra raza. El acusado no es culpable en modo alguno. 

En este país, los tribunales tienen que ser de una gran equidad y para ellos todos los individuos han nacido iguales. No soy un iluso que crea firmemente en la integridad de nuestros tribunales y en el sistema del jurado. No me parece lo ideal, pero es una realidad a la que no hay más remedio que sujetarse. Pero ahora confío en que ustedes, señores, examinarán, sin prejuicios de ninguna clase, los testimonios que han escuchado y su decisión devolverá a este hombre al seno de su familia. En el nombre de Dios, cumplan con su deber. En el nombre de Dios, den crédito a Tom Robinson.
 
Videoconferencia
Harper Lee. Matar a un ruiseñor

miércoles, 10 de abril de 2024

JOHN STEINBECK. LAS UVAS DE LA IRA
  
Todos los libros un libro se acerca a nuestros oyentes una semana más, tras la pausa de Semana Santa, con una muy sugerente propuesta, que se desarrollará a lo largo de todo el mes de abril y hasta bien avanzado mayo, centrada en novelas de gran calidad que han sido objeto de una traslación cinematográfica también sobresaliente, obras maestras en algunos casos, y que en los últimos meses han celebrado algún aniversario más o menos redondo o, sin efeméride alguna digna de recordar, han estado de actualidad por motivos diversos. 

En la emisión de esta tarde quiero hablaros de las múltiples dimensiones culturales -novelística, cinematográfica, musical, fotográfica, periodística- vinculadas a un título indispensable de la historia de la literatura, la obra mayor del escritor norteamericano John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura en 1962. En junio de 2011 ya os hablé aquí de Las uvas de la ira, una novela que en unos días cumplirá ochenta y cinco años, pues se publicó el 14 de abril de 1939. Además, la excepcional película que dirigió John Ford a partir de su texto y con el mismo título, estrenada en Estados Unidos en 1940, pudo verse por primera vez en España a finales de febrero de 1974, hace, por lo tanto, medio siglo. Por otro lado, su director nació en 1894, también en febrero, por los que acaban de cumplirse ciento treinta años de su nacimiento. Por todo ello, el propio interés de ambas obras, lo lejano en el tiempo de mi primera presentación en Todos los libros un libro, en un formato del programa bien distinto al actual, y el triple aniversario, recupero mis comentarios de entonces para volver a recomendaros de manera apasionada lo que va a ser un acercamiento plural, múltiple y, llamémoslo así, transversal al universo de The Grapes of Wrath, que os mostraré desde hasta cinco perspectivas diversas, complementarias y altamente sugerentes. 

En la década de los treinta del siglo pasado, la acción combinada del crack de la bolsa en 1929, de la posterior Gran Depresión de la economía norteamericana y de la desoladora sequía que afectó a gran parte de los estados del Medio Oeste de los Estados Unidos (la seca Dust Bowl, la así llamada ‘Taza de polvo’ o “Cuenca polvorienta”, en los estados de Oklahoma, Nebraska, Kansas, Texas) provocó que, como consecuencia de todo ello decenas de miles de granjeros, de campesinos, de pequeños agricultores, se vieran obligados a abandonar sus tierras, partiendo con sus familias y sus humildes pertenencias hacia la tierra prometida de California en busca de un trabajo, de un jornal, de sus muy pobres posibilidades de supervivencia; en busca, también y en definitiva, de su propia dignidad como seres humanos. 

En 1939, John Steinbeck relató en una novela, Las uvas de la ira, esa experiencia multitudinaria y dolorosa, ese trágico y masivo éxodo, sorprendente en una sociedad ya entonces tan desarrollada, tomando como protagonista a los Joad, una familia de ficción, pero fiel trasunto de cualquiera de las que en la realidad tuvieron que llevar a cabo tan infausta aventura, tan dramático viaje. El personaje principal, Tom, la madre, MaJoad, el padre, PaJoad, sus hermanos Ruthie, Winfield y Rosa Sharon, el marido de ésta, Coney, los ancianos abuelos, el predicador Casey, Noah, el tío John… son expulsados de sus tierras por las compañías especuladoras, y abandonan, a la fuerza, su hogar para, en una camioneta renqueante, iniciar su aventura de emigrantes en busca de un futuro mejor. Steinbeck nos muestra la digna peripecia de este puñado de nobles seres humanos poniéndose en todo momento del lado de los débiles, de los desfavorecidos, de los desamparados, de los abandonados de la fortuna, de los que sufren los abusos del poder, de los desvalidos, en una novela intensa y emotiva, profunda y repleta de humanidad que constituye una obra maestra de la literatura de todos los tiempos. Podéis encontrar una edición excelente de ella, con un prólogo esclarecedor del profesor Juan José Coy y traducción de María Coy, publicada en 2001 por la Editorial Cátedra. Asimismo, hay una versión más reciente, de 2010, en Tusquets, con una nueva traducción, totalmente distinta, radical en su interpretación del lenguaje del libro, de Pilar Vázquez. 

La historia que nos cuenta Las uvas de la ira comienza cuando los Joad son desalojados de su granja en Oklahoma. Malvenden sus escasas posesiones, amontonan sus exiguas y precarias pertenencias en un destartalado camión, abandonan las tierras que los vieron nacer y malvivir, y se embarcan en un viaje hacia el soñado paraíso californiano, en una odisea con resonancias míticas en la que la ilusión inicial va dejando paso a la desesperación. En su difícil periplo, los Joad descubrirán que la esperanza de una vida mejor es un espejismo y que las dificultades y los obstáculos del camino, las contrariedades y los escollos que plantea la subsistencia, la hostilidad de las gentes, las deplorables condiciones de trabajo (cuando lo hay), la explotación y la competencia despiadada, la lucha por la vida, en definitiva, son siempre difíciles y penosos, y que para quienes como ellos son proscritos, desclasados, indigentes, infortunados, desventurados, la miseria y el fracaso, la derrota y la pobreza serán siempre el único y triste horizonte, y que el anhelo de un existencia justa y feliz, decente y digna, respetable y decorosa, resultará inevitablemente estéril e inalcanzable. 

Más allá del prodigioso relato del éxodo, de la peregrinación de los Joad (y “éxodo” y “peregrinación” no son términos elegidos al azar: hay muchas connotaciones religiosas en la novela, como luego veremos), el libro interesa por diversos motivos: los aspectos estrictamente literarios y estilísticos; la soberbia construcción de un puñado de personajes memorables; la espléndida recreación del contexto histórico, el marco “real” en el que se desenvuelven las esforzadas peripecias de los Joad, fiel trasunto de la convulsa época en la que se ambienta la narración; y, claro está, el “mensaje” combativo e indignado en defensa de la libertad, la justicia y en contra la explotación laboral y las desigualdades sociales. 

Desde el primero de esos frentes, los recursos técnicos que usa Steinbeck para dar cuerpo a su historia, destaca, de entrada, el realismo minucioso y casi documental con el que se nos describen los paisajes, las miserables condiciones de vida, los rasgos físicos y las expresiones, los mil y un detalles de todo tipo, ropas, muebles, objetos varios, espacios, con los que se recrea de modo fidedigno el entorno social en que se desarrolló la dramática aventura de los campesinos obligados a la emigración. A esa lograda voluntad de verosimilitud, que puede ser corroborada, como veremos luego, en la copiosa documentación existente, sobre todo fotográfica, sobre las consecuencias de la Gran Depresión, contribuyen también la abundancia y la riqueza de los diálogos, que reflejan con autenticidad los matices del lenguaje coloquial y el habla de la época y del entorno social (en particular, la reproducción de la jerga de los okies, como se llamaba a los originarios de Oklahoma obligados al “destierro”), además de ayudar a la hora de hacer llegar al lector el sentir, el pensar y la personalidad de los personajes. En este sentido, resultan relevantes las traducciones al español de la novela en las dos ediciones que hoy os traigo, la de Coy, más académica y “neutra”, y la última, de Pilar Vázquez para Tusquets, en la que se refleja de un modo más “actual” el slang que se maneja en el libro. Del mismo modo, el enfoque narrativo en tercera persona, que permite al lector acceder a los pensamientos y los sentimientos de distintos individuos, también propicia una visión más objetiva y general de los hechos. 

Por otro lado, el libro se estructura en un doble eje, podríamos decir, que alterna capítulos que narran las vicisitudes de la marcha de la familia en su recorrido hacia California con otros más “objetivos” que se adentran en la explicación del contexto social y económico. Muy significativa resulta también la ya mencionada presencia de referentes bíblicos, que subrayan -a mi juicio de un modo sustancial para la cabal inteligibilidad del “mensaje” del libro- el paralelismo entre el desarraigo y la afanosa búsqueda de un lugar en el mundo por parte de los Joad con la experiencia del pueblo judío. Así, por ejemplo y en un repaso sin pretensión de exhaustividad: el viaje de los Joad en busca de la fecunda California, la tierra que mana leche y miel, que remite al Éxodo y la búsqueda de la Tierra Prometida; Tom como hijo pródigo que vuelve al hogar; Casy una suerte de Juan Bautista, que se adelanta y, con su muerte, anuncia la llegada de un nuevo redentor; el baño en el río, que evoca el del Jordán y el (re)nacimiento a una nueva vida; el nombre de Rose of Sharon, que está en el Cantar de los Cantares; la unión de la familia, reflejo de la comunidad cristiana; el discurso de Tom -En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré- y su correlato, el Sermón de la montaña, y su promesa del Reino de los cielos para los mansos, para los que tienen hambre de sed y justicia, para los pobres de espíritu, para los limpios de corazón, para los que lloran, para los perseguidos y para quienes trabajan por la paz. 

Desde este punto de vista, las muchas muestras de simbolismo que encierra el libro no se limitan a lo religioso y alcanzan un sentido más general, como el viaje de los Joad, traslación metafórica de la búsqueda del sueño americano; como la familia en tanto símbolo del pueblo, de la gente, de la comunidad que lucha por sus derechos y su dignidad; como la leche de Rosa Sharon, con una presencia trascendental en el final de la obra (que no quiero desvelar), o como la propia significación del título de la novela, esas “uvas de la ira” explícitas en el siguiente párrafo: La gente viene con redes para pescar en el río y los vigilantes se lo impiden; vienen en coches destartalados para coger las naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar podredumbre; y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia. Y todo ello narrado con un tono melancólico, que refleja de modo muy convincente la ilusión desesperanzada de los desplazados, la dureza de su esfuerzo, la severidad de sus condiciones de vida, su implacable resistencia frente a las muchas contrariedades, la constancia de su lucha pese al desengaño constante en la búsqueda de la felicidad. 

Otro elemento destacado del libro reside en sus personajes, los sufrientes miembros de la familia Joad, empezando por Tom, el proscrito, a quien conocemos al comienzo de la novela cuando, recién salido de la cárcel en la que cumplió condena por homicidio involuntario, regresa a su hogar para dirigir, tutelar y liderar a la familia durante su travesía hacia California. Su postura indiferente y algo tibia al comienzo de su viaje va evolucionando hacia una progresiva toma de conciencia, para acabar convirtiéndose en un símbolo, ya intemporal, de la lucha contra la injusticia. Y está MaJoad, el otro gran personaje del libro, la matriarca de la familia, el sostén del grupo en su arriesgada aventura. Llena de fuerza y coraje, resistente y decidida, soporta las adversidades y es capaz de levantarse y perseverar ante cada nuevo contratiempo. Su encarnación cinematográfica en la película de John Ford, de la que luego hablaré, a cargo de Jane Darwell, es memorable. Y Casy, el predicador, valiente, generoso, combativo, la luz que, con su convicción, sensatez y clarividencia, iluminará la conciencia de Tom, despertando su compromiso e implicación. Y están también PaJoad, resignado, presa del desánimo y progresivamente necesitado de la capacidad de arrastre de su mujer; y los abuelos, Granpa y Granma Joad, obligados, en su vejez, a abandonar unas tierras que representan su historia, su tradición y la vida que acabarán perdiendo en su odisea; y Al, hermano de Tom, joven y despreocupado, pero finalmente concernido en el drama general; y Rose of Sharon, la hija embarazada de los Joad, llamada a engendrar una nueva vida que proporcione esperanza a la familia y con, como se ha dicho, una importancia trascendental en las últimas páginas de la novela; y Connie Rivers, su renuente esposo; y los adolescentes Winfield y Ruthie, y Noah y el tío John, y Jim Rawley, el bonachón director del campamento del Gobierno, todos con personalidades bien perfiladas; y tantos otros individuos secundarios, de presencia episódica o circunstancial pero que dotan a la historia de una dimensión de fresco muy completo de una clase social y una época. 

El tercer aspecto por el que el libro ha alcanzado la condición de clásico es por la muy fiel representación del contexto histórico en el que se inscribe la acción novelesca, que adquiere un especial protagonismo, que va mucho más allá de constituir un mero telón de fondo de la trama. Quien quiera conocer y estudiar, sin altas pretensiones académicas pero sí animado por una genuina voluntad de aprendizaje, el fenómeno de la Gran Depresión de entre 1929 y 1939, encontrará en la novela no un ensayo científico, como es obvio, pero sí una muy consistente y fiable fuente de conocimiento sobre las principales causas y efectos de la recesión económica que a partir del colapso del mercado de valores en octubre de 1929 afectó durante una década a todo el mundo, con consecuencias particularmente devastadoras en los Estados Unidos. En Las uvas de la ira están las sequías severas y las prácticas agrícolas no sostenibles que llevaron a la degradación y la esterilidad de la tierra; la insoportable situación laboral de los trabajadores agrícolas, con salarios bajos, interminables jornadas de trabajo, deplorables condiciones de vida en los campamentos y explotación por parte de los grandes terratenientes y corporaciones agrícolas; el desalojo de las granjas por el efecto combinado de la progresiva maquinización del campo y la codicia de las grandes corporaciones; las consecuencias de la evolución del capitalismo industrial; la falta de empleo, la pobreza extrema y la desesperación de cientos de miles de marginados; la discriminación y la hostilidad por parte de los habitantes de los territorios que atravesaban los desplazados, a los que aquellos consideraban enojosos competidores en la lucha por los empleos y los recursos limitados, en un fenómeno por desgracia tan común hoy en día, casi un siglo después; los movimientos sociales y políticos de la década de los treinta; la lucha por los derechos laborales y la organización de sindicatos en procura de salarios justos y condiciones de trabajo dignas; las distintas manifestaciones del movimiento obrero, las reivindicaciones de los trabajadores, las huelgas; los “revolucionarios” programas económicos de la administración del presidente Franklin D. Roosevelt, que se conocerían como el “New Deal”, destinados a aliviar los efectos de la crisis y a proporcionar asistencia a los ciudadanos. 

Permeando todos estos frentes aflora de continuo el “mensaje” explícito que Steinbeck pretende transmitir al lector y que ya he anticipado: la denuncia de las injusticias sociales, de la explotación y la carencia de derechos de los trabajadores, de la insoportable situación de los marginados, los oprimidos, los desheredados. El libro nos habla también del problema de la pobreza, de sus causas y sus posibles soluciones, de la necesaria intervención del Estado, de la exigencia de instituciones laborales sólidas (protección por desempleo, Seguridad Social, legislación social protectora, regulación laboral garante de derechos mínimos), de la miseria de las gentes y de la dignidad última del ser humano, de la resistencia frente a la adversidad, de la contradictoria consideración del trabajo, alienante o liberador. Encierra, en definitiva, una furibunda y demoledora crítica contra un sistema social abusivo y arbitrario que condena a las gentes del común a la errancia y el desamparo. 

Esta dimensión de la novela que podríamos llamar “ensayística” o de tesis se ve prolongada -y prologada, pues es previa a ella- en lo que constituye la segunda aproximación posible al universo de Las uvas de la ira, la vertiente “periodística” del libro. En 2007, la editorial Libros del Asteroide publicó, en traducción de Marta Alcaraz, Los vagabundos de la cosecha, una serie de reportajes, escritos por el propio John Steinbeck en el verano de 1936 y aparecidos en el diario San Francisco News, que se centran, esta vez sin la distancia de la ficción, con la cercanía y la verdad documental del periodismo, en la situación de esos cientos de miles de emigrantes forzosos, esas almas en pena que surcaron, en los años treinta, las carreteras norteamericanas. En el curso de esa labor periodística, Steinbeck, junto a Tom Collins, el director del único campamento de acogida que había en toda California, que acabaría siendo el referente real de Jim Rawley, el director del campamento estatal en la novela, se subiría a la vieja furgoneta de reparto de una panadería —el único vehículo del que disponía la agencia— para empezar a recorrer los valles agrícolas de California y dar posterior cuenta de los hechos y personajes observados. Estos reportajes constituyeron el entramado base a partir del cual, algunos años después, Steinbeck escribiría su novela. 

Los vagabundos de la cosecha es ante todo, como señala Eduardo Jordá en su excelente y muy iluminador prólogo al libro, un espléndido documento periodístico y un airado alegato social, pero también puede leerse como una suerte de novela preliminar a Las uvas de la ira. En estas crónicas, añade Jordá, Steinbeck descubrió los rostros reales de los personajes que más tarde se convertirían en la familia Joad que protagoniza su novela. (…) Gracias a estos reportajes, Steinbeck conoció las chabolas en las que malvivían aquellos emigrantes, los márgenes de las carreteras en los que aparcaban sus coches desvencijados y levantaban un campamento provisional, los estanques malolientes en los que se aprovisionaban de agua y los jornales miserables que los encargados de las explotaciones les ofrecían, con la correspondiente advertencia conminatoria de «lo tomas o lo dejas». Y lo que aún es más importante: en los archivos del campamento de Tom Collins, Steinbeck leyó los informes que recogían las historias de docenas de familias que habían tenido que emigrar a California. Muchas de estas historias pasaron a engrosar la trama de Las uvas de la ira. 

La edición de Libros del Asteroide nos presenta los artículos ilustrados con espléndidas fotografías de Dorothea Lange, en una serie de estampas ya clásicas de la historia del octavo arte, lo que me permite hablaros de una tercera vertiente de Las uvas de la ira, la fotográfica. Y es que el contexto social de la época fue objeto del interés de algunos muy destacados fotógrafos, dos de los cuales, la mencionada Dorothea Lange y Walker Evans, son nombres legendarios, grandes exponentes de los más destacados logros del universo de la imagen fotográfica. En concreto, Dorothea Lange, que había nacido en 1895 en New Jersey y se había iniciado en la fotografía, aún muy joven, en San Francisco, trabajó en los años de la Gran Depresión, entre 1935 y 1943, para la referida agencia estatal de ayuda a los trabajadores migrantes, la FSA, la Farm Security Administration. Las series de fotos resultantes de esa actividad reflejan fielmente las dramáticas experiencias del éxodo de granjeros empobrecidos en su triste deambular por las carreteras que llevaban a California, constituyendo, junto a la novela y la película de John Ford en ella basada y de la que luego os hablaré, los referentes más identificables de aquellos años, aquellos acontecimientos y aquellas vivencias. De Dorothea Lange es la icónica foto -y controvertida; se puede leer su intrahistoria en el prólogo de Eduardo Jordá- “Madre emigrante”, la mujer, de mirada triste y algo perdida, de rostro sufriente y cansado, que arropa a sus hijos agotados ante una muy precaria tienda de campaña, en una instantánea que se ha convertido en símbolo “vivo” de la Gran Depresión. 

A caballo del periodismo y la fotografía hay otro libro de consulta indispensable que nos traslada a esa época en esa doble dimensión, la del documento sociológico y la de la ilustración fotográfica. Se trata de Elogiemos ahora a hombres famosos, obra del escritor James Agee y el fotógrafo Walker Evans, que, al igual que hicieron en paralelo Steinbeck y Lange, convivieron, movidos también por un encargo -en este caso de la revista Fortune-, y durante los meses de julio y agosto de 1936, con tres familias de aparceros de ese devastado sur de los Estados Unidos para realizar un reportaje periodístico sobre las condiciones de vida de los emigrantes trabajadores en los campos de algodón. Desde el punto de vista de su contenido escrito, el texto es algo árido y frío, sobresaliendo en él el carácter divulgativo, informativo, más técnico, más austero, con capítulos dedicados a asuntos como el dinero, la vivienda, la ropa, la educación o el trabajo, cuya mera enumeración ya resulta reveladora de ese tenor sociológico del libro. Por el contrario, las decenas de fotografías que acompañan e ilustran la narración son formidables, a la altura de las de Dorothea Lange y, como aquellas, suponen la aproximación más veraz y fiel posible a la realidad de aquel dramático período de la historia de los Estados Unidos (Si pudiera, afirma Agee en el preámbulo de su obra, no escribiría nada aquí. Serían fotografías; el resto serían fragmentos de ropa, trozos de algodón, puñados de tierra, frases aisladas, pedazos de madera y hierro, frascos de olores, platos de comida y de excremento). En nuestro país, hay, al menos, dos ediciones, una, a la que tengo mucho cariño, de 1993, en Seix Barral, y otra, algo más reciente, de formato y presentación más vistosos, aparecida en Backlist, un sello de la editorial Planeta en 2008. En ambos casos se mantiene la misma traducción, de Pilar Giralt Gorina. 

Pero, más allá de estos distintos acercamientos, la difusión universal de la novela y de los hechos que en ella se describen se debe, sobre todo, a una película, una magnífica película, una obra maestra también de la historia del cine. La dirigió, en 1940 y con el mismo título que el libro, el genial John Ford, con Henry Fonda en el papel de Tom Joad. La película logró ese año dos Oscars de Hollywood, el de mejor director y el de mejor actriz secundaria a la magistral Jane Darwell en el papel de MaJoad. Hay infinidad de motivos, estrictamente cinematográficos -al margen, pues, del interés que pueda tener la traslación de la novela a otro medio y otro lenguaje-, por los que el visionado del film (disponible gratuitamente en archive.org: Las uvas de la ira) resulta una experiencia inolvidable. 

Entre ellos, y en primer lugar, la excelencia “técnica”, con la sobresaliente dirección de John Ford, en la que se detectan claramente algunos de los rasgos más destacados de su cine: la indudable referencia al western; el tratamiento de la relación entre el hombre y el espacio, con los paisajes desolados y la travesía del desierto; la condición de road movie de la película, que remite de modo inequívoco a La diligencia, otro clásico “fordiano”, tanto desde el punto de vista formal, con las carreteras, las camionetas destartaladas, los carteles al borde de la ruta, los caminos, los paneles de entrada a las ciudades, los bares de carretera, las gasolineras, como desde una perspectiva más sustancial, con la evolución del personaje de Tom Joad, desde una cierta indiferencia inicial a una toma de conciencia y compromiso activo al término de su viaje. Habituales de John Ford son también la fortaleza de las mujeres, con ese personaje inolvidable de MaJoad en la encarnación que de él hace la inigualable Jane Darwell, la cercanía, la solidaridad, el calor humano que vemos en sus personajes principales y también la representación en pantalla de la lucha del individuo frente a la adversidad, características definitorias del cine del mítico director. 

Este último aspecto remite a otro de los frentes notables de la película, su evidente conexión con la mitología fundadora de los Estados Unidos, con los emigrantes en el rol de los pioneros, los campamentos improvisados, el valor simbólico del viaje al Oeste, California como esperanza y sueño, el difícil paso del desierto, la música nocturna en los campamentos a la luz de la hoguera, la fiesta, las canciones y los bailes en los escasos momentos de esparcimiento que encuentran los migrantes, los paisajes inmensos, sin horizonte, los nombres míticos de esa aventura, el río Pecos y el Colorado, Oklahoma y Kansas, la ruta 66… 

Todos estos elementos aparecen realzados por una fotografía excepcional, obra de Gregg Toland, que participó en su brillante carrera en decenas de películas, algunas de ellas auténticos clásicos: Bola de fuego, La loba, Los mejores años de nuestra vida, Ciudadano Kane, Cumbres borrascosas, Callejón sin salida, Hombres intrépidos, entre otras muchas. El muy eficaz blanco y negro, el juego constante de sombras y claroscuros, los primeros planos con los rostros a media luz o iluminados solo en parte, el recurso en ocasiones a las velas, que envuelven las imágenes en una suerte de tenebrismo que recuerda a Caravaggio o Georges de La Tour (al margen del color), los encuadres atrevidos, que asemejan ciertos planos a obras pictóricas, el tratamiento de la fotografía de la naturaleza, de los grupos, de las carreteras, el acercamiento casi documental a los marginados, suponen una continuidad de estilo con las fotografías de Walker Evans y Dorothea Lange, que, sin duda, tanto Ford como Toland tuvieron bien presentes. 

A destacar también el guion de otro nombre mítico de la profesión, Nunnally Johnson, responsable, como director, productor o guionista, de algunos grandes títulos del cine de Hollywood, La mujer del cuadro, El hombre del traje gris, Doce del patíbulo o Cómo casarse con un millonario. Modificando determinados aspectos de la novela, algunos sustanciales, eliminando los pasajes menos “narrativos”, pero manteniendo el espíritu y la atmósfera del relato de Steinbeck (el hilo conductor del viaje, la denuncia de la explotación y la manifestación explícita del “combate” entre la solidaridad y la insolidaridad, los grandes parlamentos de los personajes, el elemento religioso), su labor le valió la nominación al Oscar, que en esa categoría -mejor guion adaptado- ganaría ese año, no obstante, Donald Ogden Stewart, otro clásico, con la genial Historias de Filadelfia

No hay tiempo apenas para subrayar las interpretaciones de Jane Darwell, ya referida, un personaje fuerte, decidido, valiente, corajudo, tierno, sensible, lleno de matices; y, claro está, la de un magnífico Henry Fonda, en uno de los papeles que lo harían convertirse en una señera representación del americano medio -del ciudadano universal, en realidad-, íntegro, comprometido, noble, solidario, el “hombre cualquiera” al que la vida pone ante un destino duro y complejo, repleto de pruebas y obstáculos, de escollos y dificultades y que, lejos de arredrarse, evadir sus responsabilidades o huir ante la contrariedad, lucha, se enfrenta, se esfuerza, se sacrifica y se entrega para salvar a los suyos. Un héroe cotidiano, como tantos otros que Fonda protagonizó en su exitosa carrera -pienso, como ejemplo paradigmático, en su papel en Doce hombres sin piedad- y por los cuales alcanzó el reconocimiento y el cariño de sus compatriotas. Descollante también la interpretación, en el rol del predicador Casy, de John Carradine, gran patriarca de una perdurable saga de actores y él mismo actor legendario con más de doscientas películas en su haber, diez de ellas con John Ford. 

Y, por último, para aportar un breve apunte final a mi comentario sobre la película, quiero detenerme en su responsable, otro nombre de enorme prestigio en la historia del cine, Alfred Newman, que fue nominado cuarenta y tres veces a los Oscar habiendo obtenido nueve galardones, con títulos inolvidables como Qué verde era mi valle, El diablo dijo no, Laura, Que el cielo la juzgue, Carta a tres esposas, Eva al desnudo, La tentación vive arriba, Papá piernas largas o La conquista del Oeste. En Las uvas de la ira, apreciamos los registros variados -optimista y entusiasta durante el viaje, intensa y melancólica ante las duras pruebas que padecen los migrantes, recogida e íntima cuando Ford muestra los sentimientos de MaJoad, festiva y alegre en el campamento del Gobierno- de una banda sonora que se completa con algunos temas de presencia diegética, como la conocida canción vaquera Red River Valley, que canturrea Tom mientras baila con su madre, y la tradicional I'm Goin Down This Road Feelin' Bad, que canta y acompaña a la guitarra Eddie Quillan, el actor que interpreta a Connie, el marido de Rose of Sharon, en la escena nocturna en el primer campamento en que recalan los granjeros. 

Y ello nos lleva al último frente -tras el literario, el periodístico, el fotográfico y el cinematográfico- al que se abre Las uvas de la ira: su dimensión musical. La obra de Steinbeck ha dado lugar a, al menos, dos discos magistrales. El primero, Dust Bowl Ballads, es un álbum -dos, en realidad, con tres discos cada uno y con una canción en cada una de las dos caras respectivas- de Woody Guthrie, grabado en 1939 y publicado un año después. El combativo cantante folk, él mismo un okie, siempre cercano en sus propuestas musicales al compromiso con los marginados y desvalidos, siguió, subido a un tren de mercancías que viajaba hacia el oeste, a un grupo de vagabundos y jornaleros sin empleo. A llegar a California encontró trabajo en el campo, al igual que muchos de sus compañeros, y basándose en su propia experiencia y en la de los emigrantes con los que compartía vida y pesares, compuso estas Baladas de la Cuenca Polvorienta. De manera expresa, una de las piezas, que por su extensión, incompatible con los registros de la época, hubo de grabarse en dos partes, se titulaba Tom Joad, en referencia explícita a la novela de Steinbeck, que el cantante apreciaba. En ella, relata, casi episodio por episodio, la historia que narran la novela y la película, finalizando con el estremecedor parlamento de Tom unido para siempre a Henry Fonda, el actor que le dio voz (hasta el punto de que, años después, en agosto de 1982, cuando murió Fonda, un amigo leyó en su funeral ese emotivo discurso). El disco incluye, con el título de Blowin’ Down the Road, la canción del folklore tradicional norteamericano que, con ligeras variaciones en la letra, canta Connie en la película y que según las distintas fuentes e intérpretes aparece mencionada como Dusty Old Roads, Going Down This Road, I'm A-goin' Down This Road Feelin' Bad, Ain't Gonna Be Treated This Way, Goin' Down The Road Feeling Bad o Lonesome Road Blues. Entre los muchos artistas que la han versionado, aparte de Guthrie, están Grateful Dead, Bob Dylan y, con un especial interés en relación con mi muy larga reseña de esta tarde, Bruce Springsteen. 

Porque Las uvas de la ira es también, en cierto modo, un disco, un conmovedor, triste y emotivo disco. Bruce Springsteen tituló en 1995 The Ghost of Tom Joad, el fantasma o el espíritu de Tom Joad, un álbum que recrea, casi sesenta años después, el universo de Las uvas de la ira pero con personajes de finales del siglo XX, con los marginados, con los excluidos, con los okies del mundo actual, con los parias de nuestras opulentas sociedades como protagonistas: inmigrantes mexicanos que buscan salvar las fronteras que les impiden el acceso al sueño americano, expresidiarios, desempleados, jóvenes a los que la precariedad de sus condiciones de vida pone en manos de los cárteles de la droga, niños condenados a prostituirse, amantes “fatales”, vagabundos, agentes de policía ante dilemas irresolubles, parejas rotas, perdedores, veteranos de cualquier guerra, patéticos supervivientes de toda laya. También el “paisaje” que envuelve las doce canciones del disco es muy similar al de la novela de Steinbeck y la película de Ford, aunque con los cambios debidos al paso del tiempo: los flujos de inmigrantes que recorren espacios industriales ruinosos tras las reconversiones, parajes urbanos desolados, suburbios paupérrimos, líneas fronterizas que separan geografías y que, sobre todo, marcan los límites del odio. El tratamiento musical es austero, solo la voz de Springsteen que susurra los temas con el leve apoyo de la guitarra y la armónica, aunque en alguna canción hay ligeros arreglos y suenan los teclados, la batería, un bajo, algún violín. 

Esa sobriedad es, sin embargo, muy eficaz, pues permite al oyente transportarse, con esa música sencilla y muy hermosa, envuelta en una atmósfera densa y opresiva, al mundo de perdedores humildes y fracasados sin suerte, al mundo de rebeldes con causa y de anónimas víctimas de las injusticias que deambulan también por la novela de Steinbeck. Parece obligado, por tanto que la pieza musical con la que voy a cerrar por hoy el espacio deba ser, necesariamente, una canción de este disco, en concreto la que le da título, The Ghost of Tom Joad. Esta es su intensa y conmovedora letra: 

Hombres caminando a lo largo de las vías del tren 
en ruta hacia algún sitio. No hay vuelta atrás. 
Helicópteros de tráfico ascendiendo sobre la ladera. 
Sopa caliente en una hoguera bajo el puente. 
La cola del refugio alargándose hasta doblar la esquina. 
Bienvenidos al nuevo orden mundial. 
Familias que duermen en sus coches en el sudoeste, 
sin hogar, sin trabajo, sin paz, sin descanso. 

La carretera está viva esta noche, 
pero nadie engaña a nadie sobre su destino. 
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata, 
buscando al fantasma de Tom Joad. 

Saca un libro de oraciones de su saco de dormir. 
El predicador enciende una colilla y le pega una calada esperando 
el momento en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos. 

En una caja de cartón bajo el paso subterráneo 
tiene un billete de ida a la tierra prometida. 
Tú tienes un agujero en el estómago y una pistola en la mano. 
Durmiendo sobre una almohada de roca sólida, 
bañándote en el acueducto de la ciudad. 

La carretera está viva esta noche. 
Su destino lo conoce todo el mundo. 
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata, 
esperando al fantasma de Tom Joad. 

Pues Tom dijo: Mamá, dondequiera que haya un poli atizando a un tío, 
dondequiera que un recién nacido hambriento llore, 
donde haya una pelea contra la sangre y el odio en el ambiente, 
búscame, mamá, allí estaré. 
Dondequiera que haya alguien luchando por un sitio donde estar, 
o un trabajo decente o una mano amiga. 
Dondequiera que alguien esté luchando por ser libre, 
mírales a los ojos, mamá, y me verás. 

Bueno, la carretera está viva esta noche,
pero nadie engaña a nadie sobre su destino. 
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata, 
con el fantasma del viejo Tom Joad. 

Os dejo ahora, como es habitual, con un texto, uno de los más representativos del libro, aunque os lo ofrezco a partir de su versión cinematográfica, más contundente. Se trata de parte del discurso final de Tom Joad, inspiración evidente de la canción de Bruce Springsteen. Espero que cualquiera de las muchas aproximaciones -mejor aún, todas ellas- con las que he querido introduciros en Las uvas de la ira, puedan interesaros, conmoveros y haceros reflexionar. 


Estaba pensando en nuestra gente que vive como los cerdos teniendo bajo sus pies una tierra tan rica, que no tienen que comer porque se les niega un trabajo al que tienen derecho. He estado pensando qué pasaría si nos pusiéramos todos a gritar. Yo de todas formas soy un proscrito. Tal vez pueda hacer algo, tal vez pueda encontrar algo… tal vez llegue a saber lo que anda mal y ver si se puede hacer algo por remediarlo. No hay un alma para cada uno de nosotros, sólo un pedacito de un alma más grande, un alma que pertenece a todos. Y entonces ya no importa. Porque yo estaré en todas partes, en la oscuridad, en todas partes, dondequiera que mires, donde haya una posibilidad de que los hambrientos coman, allí estaré; donde haya un hombre que sufre, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré.

  
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John Steinbeck. Las uvas de la ira