Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de mayo de 2012

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA. JOAN BROSSA. CHEMA MADOZ. POESÍA VISUAL

Hola, buenos días. Sed bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica a los libros, fiel a su cita con vosotros como todas las mañanas de los miércoles. Nuestra sugerencia de hoy no es sólo literaria, aunque esta vertiente se muestra en una dimensión, como veréis, sumamente interesante, sino que se adentra también en los territorios del arte, tan cercanos a menudo a los de la literatura. El libro -los libros, en realidad, pues se trata de dos, reunidos en un manejable estuche- del que quiero hablaros, que participa, pues, como os digo, de ambas esferas artísticas, se titula Poesía visual, y su autor, por decirlo así, aunque el término requiere una aclaración posterior, es el fotógrafo Chema Madoz. Esta Poesía visual que presenta La Fábrica Editorial recoge dos libros que habían sido publicados por separado con anterioridad. El primero, de título Nuevas greguerías -y una rúbrica tan elocuente nos remite a todos a su autor, a uno de sus autores, más exactamente, el clásico Ramón Gómez de la Serna-, contiene una selección, una peculiar selección de greguerías del incontestable maestro madrileño de la primera mitad del siglo pasado. Sin embargo, Gómez de la Serna, el genial Ramón, es sólo uno de los dos protagonistas del libro. El otro, otro artista deslumbrante, aunque no disponemos todavía de suficiente perspectiva temporal como para evaluar plenamente la magnitud de su obra, es el citado fotógrafo, también madrileño, aunque contemporáneo nuestro, Chema Madoz. El segundo libro, llamado Fotopoemario, incluye poemas del catalán Joan Brossa, complementados, como en el caso anterior, con fotografías del excepcional Madoz.

Quizá alguno de los oyentes pueda recordar esa frase, que ha pasado a la pequeña historia de la literatura, escrita por Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, en su obra maestra, Los Cantos de Maldoror, en la que señalaba, a propósito de un adolescente, que era bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección. Desde que apareció en el libro de Ducasse, en 1869, la cita hizo fortuna y fue utilizada sobre todo por los surrealistas como emblema de una cierta forma de concebir la existencia acorde con los postulados de su irreverente movimiento. El encanto del azar y lo inesperado, las extrañas coincidencias de los sueños, las asociaciones aparentemente irracionales, el conocimiento alcanzado a través de lo no previsible, de lo no convencional, la belleza de lo extravagante, de lo bizarro, de lo marginal, las emocionantes sorpresas que deparan los encuentros fortuitos, el misterioso atractivo de la locura, la libertad sin trabas, los hallazgos que proporcionan los automatismos psíquicos, ajenos a las dictatoriales bridas de la razón, el libre fluir del inconsciente, fueron postulados del surrealismo (y aún lo son, en tanto que en las artes plásticas, en las letras e incluso en el cine existen manifestaciones actuales de esta cada vez menos revolucionaria tendencia).

Acaso también os preguntéis a qué obedece este paréntesis acerca de los principios definitorios del movimiento surrealista que irrumpe bruscamente en mi presentación del libro de hoy. Pero es que, a mi juicio, tanto las greguerías de Gómez de la Serna como los poemas de Joan Brossa y, singularmente, las fotografías de Chema Madoz y, sobre todo, la confrontación de textos y fotos que se hace en los volúmenes que encierra el precioso estuche que esta mañana quiero aconsejaros, participan de esta muy singular y extrañamente penetrante y radicalmente poética visión de la existencia, que encarnó durante el primer tercio del siglo pasado el círculo de líder surrealista André Breton y sus allegados, o más bien, dado el carácter del personaje, de sus súbditos.

Vayamos con el primero de los libros. Si se piensa bien, las greguerías representan, en lo literario, algo semejante a la máquina de coser y el paraguas coincidentes de un modo bellísimo sobre una mesa de quirófano. Las greguerías son una vuelta de tuerca a la realidad esperada, son el encuentro improbable y feliz de imágenes contrapuestas e incluso contradictorias, son concentrados de poesía que resultan de la agregación, aparentemente insostenible, de elementos disímiles, de infrecuente (por no decir imposible) coincidencia. Cuando Gómez de la Serna inventa estas píldoras contundentes, estos concentrados de belleza algo incómoda por imprevista, pero insólita y hermosísima, está apelando a la búsqueda de una verdad más profunda, más auténtica quizá, y que no vemos por nuestro sometimiento a las previsibles rutinas del día a día, a un día a día que nos pasa por delante de un modo anodino, sin que seamos capaces de penetrar en todo el sentido oculto en esos rituales convencionales. Cuando Ramón escribe Las flores tienen las manos frías, o Las hormigas le pican al jardín, o Viaje en avión: gente que se atraca de nubes, o El ancla se sonríe en el fondo del mar, nos está mostrando algo que está ahí de continuo pero que nosotros ignoramos, atenazados por la roma y apresurada y limitada y parcial visión de la realidad que nos acompaña en nuestras vidas poco atentas a estos otros mundos que están en éste y que la sabia maestría del escritor nos descubre con alborozo y alegría, con inmenso humor y magnífica poesía. En el libro Nuevas greguerías se recogen cuatrocientas veintiocho inéditas recuperadas por la hispanista Laurie-Anne Laget que concentran lo esencial del gran hallazgo literario de Gómez de la Serna.

Y esa misma capacidad para descubrir universos deslumbrantes en los muy humildes y limitados y prosaicos y repetidos objetos cotidianos se muestra en la genialidad presente en todas, sin excepción, en todas las fotografías de Chema Madoz. ¿Cómo puedo describiros, con mis torpes palabras, las fotografías de este artista esencial, una decena de las cuales os encontraréis si os decidís a adentraros en el libro? El cuello de camisa del que cuelgan, a modo de agobiante lazo, unas tenazas; la cuchara mellada como si el primer bocado ansioso le hubiera arrancado una parte; las hojas de afeitar haciendo las funciones de marcapáginas; la afilada hoja de cuchillo que corta el tiempo en rodajas y tantas otras imágenes sorprendentes, enigmáticas, intranquilizadoras incluso. Cada una de ellas plantea un reto a la inteligencia, un acertijo inquietante que cuestiona nuestras ideas preconcebidas, un misterio existencial si me apuráis. El paralelismo de algunas de las frases y las fotos enfrentadas es asombroso, pese a nacer unas y otras con muchas décadas de diferencia y en ámbitos diferentes.

En el segundo libro incluido en el precioso cofre, y de idéntico modo a lo reseñado en el caso anterior, los poemas de Joan Brossa se confrontan con la fotografía de Madoz, en ese mismo juego especular de emparejamientos, en la superficie absurdos, entre objetos heteróclitos. Cartas, antifaces, utensilios varios, pelucas, horquillas, gafas, plumines, partituras, sombreros, alfileres, relojes y notas musicales, aparecen en las fotos misteriosas de Chema Madoz y se complementan con los no menos intrigantes versos del excéntrico poeta catalán. En este caso, el diálogo entre ambos artistas se planteó sin distancia espacio-temporal. A pesar de la avanzada edad de Brossa (que murió con cerca de ochenta años) y de su precario estado de salud, el poeta, a partir de la sugerencia de las poderosas imágenes del fotógrafo, con el que, pese a la diferencia generacional, le unía una amistad intensa y recíproca, creó de modo expreso los poemas como comentario verbal a la magia poética de las fotos. De esta manera, en el libro podréis observar un diálogo magnífico y fecundo, lleno de sugerencias y evocaciones entre doce poemas y otras tantas fotografías de cada uno de los artistas, que se interrelacionan, se imbrican, se funden casi, de tal manera que uno no llega a saber qué fue primero, si la imagen o la palabra, si ésta explica a aquella o si, por el contrario, la foto ilustra los versos. Y como ocurría con las greguerías, el resultado de ese choque, de ese contraste, es una nueva realidad, transformada, más rica, más profunda, más iluminadora de algunos de los misterios del alma humana.

Debéis leer y mirar y disfrutar del contenido de este magnífico estuche que encierra dos libros muy interesantes, Nuevas greguerías, de Ramón Gómez de la Serna, con el estupendo acompañamiento de las fotografías de Chema Madoz. Y Fotopoemario, en donde las fotos del propio Madoz se enfrentan a los poemas de Joan Brossa. Publicado por La Fábrica Editorial es, insisto, una auténtica y doble delicia. Os dejo con una canción que habla de fotografías, Kodachrome, un clásico de Paul Simon (que en el vídeo aparece en un medley con Gone at last), y tras ella una breve selección de algunas de las a mi juicio más atractivas nuevas greguerías de Gómez de la Serna.


Si no hubiese luna, los ríos equivocarían su camino.

Ya a sus ojos los rodeaban encajes de sombra.

La poesía agujerea el techo para que veamos el cielo.

Amor: que unos ojos encajen exactamente con otros ojos.

A veces sentimos un apretón de manos en el corazón.

Soñar es bailar. El mar está lleno de escalofríos.

La suerte es que pasen las nubes por los ojos, pero no se quede en ellos ninguna.

Hay estrellas que se caen de la cama.

Golondrinas: lazos del pelo del cielo.

El lazo del beso enseguida se desata.

Es dura la almohada porque está llena de ilusiones muertas.

La vida que pasa y que vuelve es abrochar y desabrochar botones de camisa. ¿Por qué tienen tantos botones las camisas?

Cuando caen los pétalos amarillos muere un recuerdo de los soles que se fueron.

No miréis fijamente las goteras de las cornisas de los balcones porque os llenaréis de la melancolía de ver la caída fatal de lo monótono.


miércoles, 23 de mayo de 2012

JOSÉ ANTONIO GARRIGA VELA. PACÍFICO

Hola, buenos días, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os ofrece una propuesta de lectura que pueda interesaros. Hoy os traigo una excelente novela de un extraordinario escritor, no demasiado conocido para el gran público pues, pese a su calidad, es un autor discreto, poco proclive a ponerse bajo los fulgurantes y casi siempre engañosos focos de la atención mediática. Se trata de José Antonio Garriga Vela y la novela de la que quiero hablaros, la última que ha publicado, se titula Pacífico y la editó Anagrama hace ya cuatro años, en el pasado 2008.

Garriga Vela ha escrito cuatro o cinco novelas muy apreciables, de las que sobre todo una, la genial Muntaner, 38, es una auténtica maravilla, conmovedora, intensa, llena de emoción, de ternura, de sensibilidad, un magnífico exponente de la gran literatura. También este Pacífico del que os hablo hoy es un libro extraordinario que participa de algunas de las características más representativas de la obra de su autor: la descripción de ambientes familiares, recogidos; la ubicación de la acción, de la trama, en un escenario reducido, un edificio, unas cuantas calles, un barrio; la atmósfera melancólica, algo triste, desesperanzada que envuelve a unos personajes que han perdido la ilusión, que deambulan por existencias monótonas: solitarios, desgraciados, maltratados por la vida, zarandeados por el destino; la elección de la sociedad urbana en la España de los años 60 y 70 como telón de fondo para contar las historias de sus personajes, una sociedad que arrastra la grisura procedente de una posguerra apenas dejada atrás pero que, a la vez, ve nacer una nueva energía, que se abre a otras vidas, que permite atisbar algo de luz, una esperanza apenas incipiente de modernidad con sus corolarios de plenitud, de realización, de logro.

Quiero resaltaros, en esta breve reseña, dos planos en los que la novela resulta especialmente interesante. Por un lado está lo que podríamos llamar el ámbito interno de la narración, una historia familiar con las características habituales en la literatura de Garriga Vela y que ya os he señalado: la tristeza, la introspección, la melancólica esperanza en unos tiempos mejores, la añoranza de una infancia que no fue ni lograda ni feliz, y que no presenta otro aliciente en el recuerdo que el haber sido infancia. Un chico, un joven que parece recoger en su peripecia vital aspectos de la propia biografía del autor, cuenta la desolada existencia de su familia: un padre, representante comercial, que ama a su mujer pero que la engaña con la joven dueña de una perfumería; una madre algo distante con sus hijos, implacable con su marido infiel; un hermano, Sebastián, algo hermético y reservado, torturado e infeliz, que vive una desgraciada circunstancia que marcará su matrimonio y su vida entera; la vecina Marta, que arrastra una dramática historia familiar a sus espaldas y con la que acabará casándose Sebastián; Fernando Nogueira, un periodista que vive realquilado en la casa de sus padres y que termina, tras la expulsión del padre del hogar familiar, por ganarse el cariño de la madre, con la que mantendrá una relación semiclandestina, mientras el padre “exiliado” observará esos amores desde la ventana de la pensión de enfrente. Y todo ello, toda esta confusión de vidas que se entremezclan, que se observan, que se viven entrelazadas, toda esta sucesión de triviales, de comunes acontecimientos vitales, desarrollándose en el estrecho espacio de una calle, la Calle Comercio: Al revisar nuestras vidas, me sorprende las cosas que nos pueden suceder sin apenas movernos de un radio de poco metros y relacionándonos con sólo seis personas, se dice en la novela. Y estas minúsculas y sin embargo intensas vidas, contadas con un tono sombrío, de lenta infelicidad, de profunda desdicha. Una extraña maldición parecía haber condenado a los hombres de mi familia a vivir solos y errantes, aislados de la sociedad, perseguidos por sus propios fantasmas, como también señala el personaje principal.

El segundo plano de interés del libro (entre otros muchos) está en la ambientación externa, podríamos llamar, de las vidas de los protagonistas. La novela está llena de referencias reales, que ayudan a ubicar la acción en un tiempo determinado y que contribuyen a colorear el relato con estos tonos apagados de los que os hablo: los asesinatos de Charles Manson, distintos aspectos de la vida y muerte de Ernest Hemingway, el atentado de Carrero Blanco, las proezas deportivas de Fangio, Paulino Uzcudun o Joaquín Blume, la llegada del hombre a la luna, la tragedia de Bhopal, la aparición televisiva de Uri Geller, el primer trasplante de corazón, van puntuando la acción, situándola en una época histórica muy concreta y reconocible y, como os digo, dotando al relato de ese clima opaco, pesimista y desgraciado que marca la novela. Es, pues, esta atmósfera "realista" otro de los elementos destacados de un libro excelente en sus dos dimensiones, la íntima y la "exterior", la sentimental y la sociológica.

Os dejo con un fragmento muy representativo del libro, que encierra alguna de sus claves esenciales. Espero que disfrutéis de este Pacífico, escrito por José Antonio Garriga Vela y publicado por Anagrama. El título de libro, lleno de connotaciones simbólicas, es, entre otras cosas, una referencia al océano del mismo nombre (en México dicen, ha declarado el autor en una entrevista, que el océano Pacífico no tiene memoria, y ello es relevante en el libro, pues su protagonista de alguna manera -sigue señalando Garriga Vela- quiere perder la memoria para olvidar el pasado y todo lo ocurrido, que son una serie de desgracias). Por ello he escogido como canción de cierre del programa la envolvente Blue Pacific Ocean, de The Verve. Hasta la semana próxima.


Vivíamos con nuestros padres y con Fernando Nogueira en calle Comercio. El señor Nogueira tenía realquilada una de las habitaciones de la casa. Cuando llegaba por las noches del periódico nos revelaba los sucesos del día siguiente. A veces se demoraba más de la cuenta porque surgían noticias de última hora. Él hablaba siempre del futuro inmediato:
-Mirad lo que pasará mañana.
El señor Nogueira era un confidente del más allá. Un adivino. Un hombre que vivía varias horas por delante del resto de los mortales.
Una noche mi padre y el señor Nogueira se pusieron a hablar de héroes en la sobremesa. Mi padre proclamó que Paulino Uzcudun era el dueño del ring, Juan Manuel Fangio de los circuitos y Joaquín Blume de las anillas. Sebastián interrumpió la conversación:
-Y nosotros, papá, ¿de qué somos dueños?
Mi padre se quedó pensativo y luego respondió con tono solemne:
-Nosotros, hijo, somos dueños de la desgracia.
Mi padre ignoraba que en ese instante acababa de predecir el futuro, pero no el futuro inmediato como hacía el señor Nogueira todas las noches, sino el que aún nadie, en ninguna parte del mundo, podía imaginar.

miércoles, 16 de mayo de 2012

PAUL TORDAY. LA PESCA DE SALMÓN EN YEMEN

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que cada miércoles os hacemos una recomendación de lectura que pueda ser de vuestro agrado. Hoy os traigo un nuevo libro, una nueva novela, de la editorial Salamandra, que tanta presencia tiene en nuestro programa. Y ello es debido, sobre todo, a una política de publicaciones que a mi juicio resulta excelente, con novelas de calidad de autores no siempre conocidos, una política que ha podido sustentarse y mantenerse, entre otras razones, debido al éxito de la serie de Harry Potter que, publicada por la misma editorial, le ha permitido a ésta una holgura económica favorecedora de apuestas literarias más atrevidas. No obstante, debo reconocer igualmente que la asiduidad con la que las publicaciones de la editorial Salamandra aparecen en Todos los libros un libro se debe también a que los criterios de la editorial coinciden en gran medida con mis particulares preferencias, mis pautas personales de lectura. Imagino que vosotros, como yo, leéis por múltiples y diversas aunque complementarias razones: para aprender sobre otros mundos y otras vidas; para divertiros y alejaros de los problemas cotidianos; para ampliar vuestro conocimiento de la realidad, de la naturaleza humana; para pasar un rato agradable; para experimentar emociones; para trascender la existencia… y así, de todas estas formas, os acercáis -como yo- a ensayos, poemarios, textos divulgativos, libros de viajes, novelas experimentales, tratados filosóficos. Pero estoy seguro de que también leéis por la fascinación que las narraciones, los cuentos, las historias han tenido y siguen teniendo sobre el alma humana, por el encantamiento, la magia que supone adentrarse en las peripecias vitales de unos personajes cuya existencia, diez minutos antes de abrir el libro, no podíamos ni imaginar. Los libros de editorial Salamandra, en general, cuentan historias, son narraciones normalmente lineales, aunque no simples, con un enorme poder de atracción, que capturan, que nos hacen partícipes, que nos contagian, desde las primeras páginas, el interés por las vidas ajenas. Confieso sin rubor que ese tipo de literatura, la que podríamos llamar decimonónica, la que, como ya creo haber contado aquí, Cortázar consideraba propia de lo que él llamaba lectores-hembra, que se pliegan a las exigencias del narrador, que se dejan llevar dócilmente por él, la de las historias encantadoras, la de los relatos torrenciales que envuelven, que atrapan, que arrastran a los que encuentran en su camino, este tipo de literatura en la que nos sumergimos y con la que nos dejamos fluir, meciéndonos al ritmo de una prosa arrebatadora y de una trama subyugante, lleva seduciéndome y atrayéndome enormemente desde mis ya lejanas adolescencia y juventud. Pues bien, al libro que hoy os presento le conviene doblemente esta imagen fluvial, esta metáfora de la literatura como torrente desbordado, primero porque en efecto se trata de una historia que ‘engancha’ desde su inicio y nos obliga a seguir leyendo y nos impulsa sin freno hacia su término como el avance irrefrenable de un río caudaloso, y también porque los ríos ocupan en ella, en su argumento y desarrollo, un papel esencial, como veréis a continuación. Se trata de La pesca de salmón en Yemen, su autor es un para mí desconocido Paul Torday y lo ha traducido para Salamandra Luis Murillo Fort. El libro se editó hace ahora cinco años, y por esas fechas lo leí yo, y también entonces escribí esta reseña que ahora he desempolvado y que os ofrezco, actualizada, debido al hecho de que hace algunas semanas se ha estrenado en nuestro país la película basada en el libro y que con idéntico título está dirigida por Lasse Hallström y protagonizada por Ewan McGregor, Emily Blunt y Kristin Scott-Thomas.

El doctor Alfred Jones es un anodino, gris y bastante aburrido científico que desarrolla su vida personal -está casado con la igualmente fría, aséptica, egoísta e insoportable Mary- por los descoloridos cauces de la más estricta racionalidad, de un orden escrupuloso y de una rutina sistemática que no dejan sitio al mínimo atisbo no ya de locura, pasión o aventura en su vida, sino ni siquiera al menor, al más trivial acontecimiento inesperado, al azar, a lo espontáneo. Así, y a modo de ejemplo de unas costumbres que definen una personalidad, anota puntualmente en su diario la calidad y frecuencia de sus deposiciones, controla el tiempo medio previo al fallo de sus calcetines y pijamas, con el objeto de poder prever con exactitud cuándo deben de ser sustituidos por prendas nuevas, somete las relaciones sexuales con su mujer a un calendario estricto y austero, acepta y hasta considera signo de normalidad marital las insufribles veladas con su esposa, charlando de las oscilaciones del mercado de valores u otro tema igual de neutro y distante. Del mismo modo, en lo profesional su trayectoria se circunscribe a un escasamente interesante trabajo en las oficinas y laboratorios del Centro Nacional para el Fomento de la Piscicultura, organismo vinculado a la Administración medioambiental británica, en el que ha llegado a ser considerado como una autoridad en el difuso asunto de la reproducción de ciertos moluscos.

Un buen día recibe -a través de la intermediación de algunos dirigentes políticos que pretenden rentabilizar la operación- el encargo, tutelado por un jeque yemení, de estudiar la viabilidad, primero, y desarrollar después, un proyecto de implantación del salmón en el árido desierto de Yemen, con la finalidad de despertar en los ciudadanos de ese país la afición por la pesca del salmón. El jeque -un personaje entrañable- abriga la esperanza de que las virtudes que la pesca del salmón encierra -tolerancia, paciencia, respeto, superación de las diferencias personales y sociales, equilibrio- puedan arraigar en Oriente Medio, y no concibe medio mejor para ello que el poner en marcha una complejísima y muy cara iniciativa que lleva consigo la construcción de un hábitat artificial para los salmones en los cauces secos de los ríos yemeníes, los wadi, y el traslado hasta allí de miles de estos peces desde las heladas aguas de Escocia, Islandia o Groenlandia. Este encargo, aparentemente descabellado, que el siempre sensato Dr. Jones se verá obligado a aceptar, hará tambalear los pobres cimientos en los que fundamentó su vida, la irá cambiando gradual e imperceptiblemente, y acabará mostrándole las vertientes más apasionadas y emotivas de la existencia, que habían hasta entonces pasado desapercibidas para él.

La novela relata la evolución del insólito proyecto a la par que la transformación personal del doctor Jones, con un estilo indirecto, pues todo es contado a partir de, por así decirlo, documentos objetivos: el diario del propio doctor, cartas que se entrecruzan el científico y su esposa o las diversas autoridades que se inmiscuyen en el asunto, correos electrónicos varios (hay incluso algunos de Al-Qaeda, que considera la implantación del salmón en Yemen contraria al espíritu del Islam y decide intervenir), actas de las sesiones en el Parlamento británico, que acaba interesándose por la cuestión, transcripciones de declaraciones de diversos personajes ante comisiones de investigación, extractos también transcritos de programas televisivos…

No tengo tiempo para más comentarios, leed la novela, la disfrutaréis; pese a cierta previsibilidad en la trama y unos personajes algo esquemáticos y estereotipados, el libro es divertido, se lee con interés y nos traslada un mensaje optimista y esperanzador que creo puede resultar fecundo en nuestras a veces muy materialistas almas. No he visto aún la película, por lo que no puedo aventurar si será o no fiel al espíritu del libro o, si al margen de él, resultará interesante o prescindible. La larga y casi siempre convincente trayectoria de su director y la solvencia de sus intérpretes principales permiten predecir que no nos resultará decepcionante.

Os dejo una canción, como cierre de mi reseña, que nos habla, también con humor y desde una perspectiva irónica, del mundo de la pesca. En I’m gonna miss her el vaquero Brad Paisley desatiende a su mujer por culpa de su afición por los peces. Antes, un revelador fragmento del libro en el que el adorable jeque plantea las razones últimas de su disparatado proyecto. Hasta la semana próxima.


He llegado a la conclusión de que crear un río salmonero en Yemen sería en todos los sentidos una bendición para mi país y mis compatriotas. Soy consciente de que, si llegara a hacerse realidad, sería un milagro divino. Mi dinero y su ciencia, doctor Alfred, no podrían lograrlo sin la ayuda de Dios, pero del mismo modo que Moisés halló agua en el desierto, quizá logremos que haya salmones en las aguas del wadi Aleyn. Si Dios lo quiere, los wadi se llenarán con las lluvias de verano, bombearemos agua de los acuíferos y los salmones nadarán en el río. Y después, mis compatriotas de las diversas tribus (sayyid, nukka, jazr), hombres de toda clase y condición, se alinearán en las riberas, codo con codo, y pescarán salmones. Y su manera de ser cambiará también. Experimentarán el hechizo de este pez plateado y el irresistible amor que tanto usted, doctor Alfred, como yo sentimos por el salmón y por el río en que habita. Y así, cuando la conversación derive hacia lo que dijo la tribu tal o hizo la tribu cual, o que si los israelíes o los americanos, y la cosa suba de tono, alguien dirá: Levantémonos y vayamos a pescar.

miércoles, 9 de mayo de 2012

PIERRE BAYARD. CÓMO HABLAR DE LOS LIBROS QUE NO SE HAN LEÍDO

Nací en un entorno en que se leía poco, no aprecio en modo alguno esa actividad y, de cualquier forma, tampoco dispongo de tiempo para consagrarme a ella. Sin embargo, a causa de esos cúmulos de circunstancias a los que la vida nos tiene acostumbrados, con frecuencia me he encontrado en situaciones delicadas en las que me he visto apremiado a pronunciarme a propósito de libros que no he leído.

Dado que imparto clases de literatura en la universidad, me es imposible escapar a la obligación de comentar libros que la mayoría de las veces ni siquiera he abierto. Es verdad que ése es también el caso de gran parte de los estudiantes que me escuchan, pero bastaría con que uno solo de ellos hubiera tenido la ocasión de leer el libro del que hablo para que mi curso se viera afectado por ello y estuviera expuesto en todo momento a padecer una situación embarazosa.

Por si fuera poco, soy requerido regularmente a dar cuenta de publicaciones en el contexto de mis libros y de mis artículos que, en lo esencial, se ocupan de los libros de otros. Ejercicio éste aún más complicado ya que, al contrario de mis intervenciones orales, que pueden dar lugar a impresiones sin consecuencias, los comentarios escritos dejan huellas y pueden ser verificados.

Debido a esas circunstancias que se han convertido en familiares para mí, tengo la sensación de encontrarme en una situación óptima si no para procurar una verdadera enseñanza, al menos para comunicar una experiencia en profundidad como no-lector y emprender una reflexión sobre ese tema tabú; reflexión que a menudo resulta imposible debido a la gran cantidad de prohibiciones que éste debe superar.


Hola, buenos días. Empezamos hoy así, con este sugestivo fragmento escrito por Pierre Bayard, una nueva emisión de Todos los libros un libro. El texto, llamativo, interesante, revulsivo, polémico, es el comienzo de una obra excelente de este profesor francés, la primera, creo, publicada en nuestro país. El título, también estimulante y provocador, rezumando ironía y humor, es Cómo hablar de los libros que no se han leído. La edición corre a cargo de Anagrama, y ha sido presentado hace unos meses en traducción de Albert Galvany. Teniendo en cuenta que en estos días se celebra en Salamanca la Feria del libro, convendréis en que mi propuesta no puede ser más oportuna.

Cómo hablar de los libros que no se han leído se abre con una reveladora y magistral cita de Oscar Wilde, que concentra el espíritu de todo lo que el lector se encontrará luego, en las poco menos de doscientas páginas del texto de Pierre Bayard: Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia. Más allá de una superficial postura antiintelectual, de una cínica pose de oposición a los beneficios de la lectura, (cínica pues proviene de un profesor universitario, alguien que por requerimientos profesionales habita en el territorio de los libros), el ensayo del profesor Bayard plantea numerosas cuestiones de extraordinario interés para quienes nos acercamos habitualmente a la literatura: para qué leer, cuál es nuestra relación con los libros, qué prejuicios imperan a propósito de la lectura, unos prejuicios que nos hacen tan incómodo reconocer que no hemos abordado ciertos clásicos de lectura irrenunciable, que no hemos podido con ciertas presuntas obras maestras, que hemos abandonado nada más comenzarlos algunos libros que la crítica, las autoridades literarias, la publicidad, y hasta nuestro entorno, los amigos, consideran indispensables. ¿Por qué hay que leer?, se pregunta Bayard, y aun más, ¿por qué hay que leer lo que hay que leer? Reparad en que todas estas cuestiones resultan especialmente pertinentes para quien como yo se dedica a recomendar a los demás lecturas variadas, con un cierto implícito afán de proselitismo, con un inevitable y pacífico y muy leve ánimo conminatorio. Pero seguro que también vosotros, personas normales, agobiados tantas veces por las exigencias ‘morales’ de editoriales, de revistas especializadas, de suplementos literarios, de medios de comunicación, os habéis preguntado: ¿de verdad es tan esencial la última novela de Fulanito?, ¿en realidad no puedo vivir sin este supuesto gran hito en la historia de la literatura?, y sobre todo, ¿por qué tengo que avergonzarme ante nadie de no haber leído tal o cual libro? Pierre Bayard describe y delimita conceptualmente las tres coacciones que nos asaltan como lectores y que, fruto de las exigencias de los tiempos, hemos interiorizado hasta hacerlas nuestras. En primer lugar, la obligación de leer, esa especie de sacralización de la lectura en nuestra sociedad que conlleva la exigencia de leer ciertos títulos que toda persona ‘culta’ debiera conocer. En segundo lugar, la obligación de leerlo todo, la necesidad de acabar los libros que se empiezan, la prohibición de hojear meramente un texto, la mala conciencia que genera el abandonarlo antes de tiempo. Por último, y aquí la argumentación del autor es más sutil y en ella alcanza su mayor penetración y originalidad, la exigencia, reduccionista a juicio del profesor francés, de haber leído un libro para poder hablar de él.

Sobre la base inicial de este planteamiento, escéptico y algo iconoclasta, Cómo hablar de los libros que no se han leído sostiene que la mayor parte de nosotros somos no-lectores, porque hay muchos más libros publicados que tiempo para abordarlos, y ése es un hecho que ya debiera hacernos reflexionar. Pero, yendo más allá, el libro defiende que la no-lectura encierra valores extraordinarios, porque toda lectura es imperfecta, nunca leemos un libro del todo, por lo que la vertiente creativa, inventada, de la lectura es esencial, porque todo lector pone siempre algo de su parte, como señala Umberto Eco en su comentario al libro.

Partiendo, paradójicamente, de ejemplos literarios, Musil, Proust, Paul Valéry, el propio Umberto Eco, Montaigne, Graham Greene, David Lodge o Balzac, e incluso de alguna película, como la conocida El día de la marmota, Pierre Bayard analiza todas estas dimensiones de la lectura en los tres grandes apartados de su libro. En la primera parte estudia los distintos tipos de no-lectura, porque no sólo quien no lee un libro es un no-lector, lo son también, lo somos también, todos con respecto a aquellos libros que sólo hojeamos o que hemos leído y olvidado o de los que meramente hemos oído hablar. En la segunda sección de la obra, Bayard lleva a cabo un análisis de las situaciones concretas en las que podemos vernos obligados a hablar de libros que no hemos leído: en la vida mundana; frente a un profesor; cuando debemos pronunciarnos sobre un libro ante quien lo ha escrito; o cuando pretendemos usar nuestros comentarios como arma de seducción con el ser amado. Por último, en la tercera parte, se nos ofrece una serie de consejos sencillos para hablar de los libros no leídos: no tener vergüenza en sostener nuestros argumentos; imponer nuestras ideas sobre el libro, ya que éste no es un objeto fijo y cerrado que admita una sola interpretación, que tenga un único significado; inventar los libros, pues los textos son móviles, tejidos movedizos y en perpetua transformación, que se reinventan en cada lectura; o, por fin, hablar de uno mismo, porque la subjetividad, la lectura autobiográfica siempre están permitidas.

Os recomiendo este Cómo hablar de los libros que no se han leído, escrito por Pierre Bayard y publicado por la editorial Anagrama, que contiene muy interesantes reflexiones sobre la lectura. Estoy seguro de que vais a disfrutar con él. Como complemento musical a mi recomendación de esta semana, una canción sobre libros: I’m Reading a book, de Julian Smith. Hasta dentro de siete días. Adiós.

PD.- Ni que decir tiene, como habréis sospechado quienes me conocéis, que yo mismo no me aplico los bienintencionados consejos de Pierre Bayard: yo sí leo, íntegros, hasta el final, todos los libros de los que os hablo aquí. Jamás reseñaré un libro que no haya leído, ni os aconsejaré una lectura que, al menos por algún motivo, aunque sea menor, no me haya interesado. Espero que mi "excusatio non petita", no os haga extraer conclusíones erróneas...

miércoles, 2 de mayo de 2012

ISAAC ROSA. LA MANO INVISIBLE

Hola, buenos días. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Ayer fue 1 de mayo, fecha en la que como sabéis se celebra el Día internacional de los trabajadores, con el que se recuerda la masiva y a la postre tristemente trágica huelga que ese mismo día, pero en 1886, tuvo lugar en Chicago para reivindicar la jornada de ocho horas, uno de los emblemas del movimiento obrero mundial desde sus orígenes. Es por ello, y por obvias razones personales (uno de los ejes de mi diario acontecer profesional se relaciona con el ámbito del Derecho laboral), por lo que esta semana la propuesta de Todos los libros un libro se centra en una publicación -literaria, narrativa, estamos ante una novela, no ante un ensayo- que tiene al trabajo como motivo central. Se trata de La mano invisible, un título de inequívoca raigambre económica y social, y que supone un guiño obvio, una evidente referencia previa para situar al lector en el peculiar universo que se describirá en el libro. Su autor es el joven -no llega a los cuarenta años- pero bastante prolífico Isaac Rosa, cuyas primeras obras han sido celebradas por la crítica y han obtenido diversos premios y reconocimientos varios. La mano invisible ha sido publicada por la editorial Seix Barral.

La novela se cierra -más allá de una significativa sección de agradecimientos a la que luego me referiré, pues es importante para una cabal comprensión del sentido último del libro- con una cita del filósofo español José Luis Pardo que resulta, incluso leída a posteriori, cuando ya hemos agotado la lectura de la obra, una muy convincente justificación de su razón de ser, una explicación del propósito último que ha debido animar al autor al encarar la redacción de su novela. Dice, en ella, José Luis Pardo: El trabajo, en sí mismo considerado, parece ser, en efecto, inenarrable, y quizás haya motivos profundos -e irrebasables- para que ello sea así, o sea para que el trabajo sea una parcela de la existencia particularmente inhumana. Ciertamente, hay muchas narraciones que transcurren total o parcialmente en lugares de trabajo, pero lo que estas narraciones relatan es algo que ocurre entre los personajes al margen de su mera actividad laboral, y no esa actividad en cuanto tal, porque su brutalidad o su monotonía parecen señalar un límite a la narratividad (¿cómo contar algo allí donde no hay nadie, donde cada uno deja de ser alguien?)

Pues bien, Isaac Rosa asume ese reto supuestamente imposible y relata en su novela el trabajo en sí, no como un mero escenario de la existencia de sus personajes, sino como núcleo esencial de la acción narrativa. Y lo hace sin regatear riesgos, encarando -más aún erigiéndolas, casi, como protagonistas- esa brutalidad y esa monotonía al parecer inherentes a la actividad laboral y de imposible recepción, al decir de Pardo, en una obra literaria. (¿Al parecer? Recuerdo al oyente, a propósito de brutalidad y monotonía, que el término trabajo procede del latín, tripalium, un instrumento de tortura medieval , formado por tres palos a los que se ataba al reo, y que por una operación metonímica se ha asociado en primer lugar al sufrimiento -ganarás el pan con el sudor de tu frente- que la labor productiva conlleva, y en una segunda instancia pasó a describir a la esforzada actividad en sí misma). Y es que, en efecto, el protagonista principal de La mano invisible es, sin duda, el propio trabajo, encarnado en el absurdo, el finalmente frenético, el irracional, el devastador, el inhumano quehacer de una docena de trabajadores, encerrados en una algo siniestra nave industrial en la que desarrollan su tarea profesional ante un público que les aplaude y abuchea desde un graderío, sin conocer, en su insensata laboriosidad, el sentido último -ni aun el primero- de la experiencia que tan extrañamente viven.

Un albañil construye una y otra vez su hilera de ladrillos, levantando una pared que al término de su jornada destruirá con un mazo. Un carnicero da cuchilladas sobre la tabla despiezando animales, cerdos, pollos y terneras, en una sucesión sin fin. Una chica encaja piezas en la cinta mecánica en una rutina absorbente e insulsa: círculo, triángulo, cuadrado, rectángulo. Un mecánico desatornilla, pieza a pieza, un coche condenado al desguace, para empezar de nuevo, con otro automóvil, la jornada siguiente. Una administrativa copia, con su tecleo monótono e imparable, textos sin sentido. Una costurera cose impertérrita larguísimas piezas de tela entre el soniquete de su máquina. Una limpiadora pasa la fregona, en una acción interminable, por las instalaciones de la nave, los asientos del público, los baños. Un joven mozo aporta animales para que el carnicero lleve a cabo su tarea. Un camarero ofrece consumiciones a sus compañeros trabajadores y al público asistente a la enigmática ceremonia. Un vigilante de seguridad supervisa el lugar, impide el paso de extraños, evita amotinamientos y disturbios, guarda el local en las horas en que cesa la actividad. Una teleoperadora recita su poco convincente cantinela a un cliente tras otro. Un informático ejecuta extraños programas ante la pantalla de su ordenador. Una prostituta capta clientes entre la variopinta población de la nave.

Ninguno sabe por qué está en ese lugar. Han sido contratados a través de una empresa de trabajo temporal. Se les paga bien, más de lo que percibirían por realizar la misma actividad en un empleo convencional. Su tarea es relativamente descansada, aunque de modo progresivo los ritmos aumentan, quienes mandan -desconocidos, ocultos- incrementan sus exigencias con el tiempo. Sin embargo, no son las obligaciones laborales las que les resultan insoportables. Es la experiencia en sí, el que mientras dura su jornada laboral estén encerrados en la nave, cada uno en su cubículo abierto al público, ciegos por la intensa luz de los reflectores que les enfocan y expuestos a las miradas y los comentarios de los espectadores, lo que les sorprende inicialmente y les subleva y provoca su individual desánimo o rebelión o huída finales.

En los diferentes capítulos los distintos personajes toman la palabra y relatan, en monólogos interiores eficacísimos, no sólo sus respectivas peripecias en el extraño lugar sino que aprovechan, con la excusa de la sorprendente situación que viven, para rememorar sus propias experiencias laborales, sus vidas marcadas por el trabajo, sufridas en el trabajo, hechas -en realidad- de trabajo. De esta manera, la novela constituye una reflexión muy vívida, contada desde dentro, acerca del significado del trabajo en nuestras sociedades, de su valor liberador y dignificante o, por el contrario -y ésta es sin duda la apuesta del libro, muy militante- su carácter alienante y embrutecedor. Y es que, como se dice en un momento de la novela, ellos no estaban aquí por nada de todo aquello que alguna vez les prometieron que sería el mundo del trabajo: realizarse como personas, ganar una identidad, participar en sociedad, contribuir al desarrollo, aportar cada uno según su capacidad para recibir según su necesidad, aprender, crecer, sentirse plenos, encontrar su lugar en el mundo, nada de eso. Estaban aquí por dinero, aunque ellos mismos evitasen hablar de dinero, porque su trabajo, su vida, se reduce a eso, perdidas otras motivaciones, decepcionados por promesas incumplidas: a ganar dinero, no mucho, ni siquiera lo justo, apenas para vivir, para cubrir sus necesidades y tal vez para consolarse al final del día, el final de la semana, con una cena en un restaurante donde te llamen caballero con obsequiosidad, un viaje barato pero que te hace sentir privilegiado, un domingo en el centro comercial para comprar algo que justifique que hayas llegado hasta ese día despellejando terneras, bordando metros de tela, rondando una nave industrial vacía.

Y así, en ese sinsentido laboral y existencial -que es quizás el de muchos trabajadores-, el mecánico desconecta los bornes de la batería, el albañil coloca otro ladrillo, el carnicero da un golpe de cuchillo contra un costillar, la administrativa reanuda su tecleo en el ordenador, la chica de las cajas reinicia la secuencia de piezas geométricas, el mozo dobla un folio y lo corta por la mitad antes de meterlo en un sobre, la costurera enciende la máquina, la teleoperadora mueve los labios al hablar, el informático desplaza el ratón sin apartar la vista de la pantalla. Y suena el ris-ras-ris-ras de la paleta del albañil, el tomp-tomp de las cuchilladas del carnicero sobre la tabla, el tac-tac-tac de las teclas golpeadas con furia, el clin-clin de las piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares, el risss del folio al rasgarse, el treq-treq-treq-treq de la máquina de coser, el susurro sshh-sshh de la sonrisa telefónica, el clic-clic del ratón activado con nervio, el planc del capó al soltarlo en el suelo, y los espectadores -y con ellos el lector- asisten a una especie de coreografía de movimientos sincronizados que sería bellísima de no resultar dramática: el carnicero levanta el cuchillo y el albañil mueve la paleta a la vez mientras la chica se gira a colocar la caja, la administrativa vuelve una página, la costurera se agacha para soltar otro metro de tela...

El libro, más allá de la minuciosa y exhaustiva y muy documentada descripción de las distintas actividades de los personajes, intercala numerosas reflexiones o referencias a algunos teóricos, economistas, sociólogos, pensadores, que han estudiado la experiencia laboral humana. Desde Mandeville, con La fábula de las abejas, a Friedrich Engels, con El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Desde Principios de Economía política, probablemente de Stuart Mill, a Salario, precio y ganancia, de Karl Marx. Y sobre todos ellos, Adam Smith, cuya conocida mano invisible da nombre a la novela y cuyos textos copia una y otra vez la adormilada administrativa: No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentara fomentarlo. Una frase, emblema del liberalismo económico, que, en cierto modo, explica el libro.

Es obvia también la mención al Gran hermano orwelliano, no sólo por el propio hecho de la actividad realizada a la vista del público, sino sobre todo a través del personaje del informático que aprovecha la tecnología para el control de los trabajadores. Y son explícitas también, pues no las oculta el autor, las referencias finales, incluidas en el capítulo de agradecimientos, a pensadores como Richard Sennett, Michael Foucault, Eric Hobsbawn, Zygmunt Bauman, André Gorz, a cineastas como Charles Chaplin o Laurent Cantet, a sindicatos como CGT, CCOO o UGT, y a tantos otros, artistas y periodistas y filósofos, que han hecho del trabajo el sujeto principal de su obra.

En definitiva, ¿de qué somos espectadores en La mano invisible? ¿Cuál es el sentido final de la muy trágica experiencia de los esforzados personajes? ¿Una burla a los trabajadores?, ¿una apología de la explotación?, ¿un oscuro experimento de ingeniería social?, ¿una campaña encubierta de la patronal para naturalizar la explotación?, ¿una empresa que busca notoriedad para presentar sus productos?, se nos dice en la novela. Espectáculo, experimento, circo, reality show, verdad fidedigna... En cualquier caso, La mano invisible nos hace pensar, mientras disfrutamos de una narración espléndida, en ese fenómeno esencial para nuestras vidas -la mitad de nuestro tiempo despiertos lo pasamos trabajando- que es el trabajo. Y la nitidez con la que el autor nos muestra la terrible realidad laboral es tal que, en adelante, ya no podremos contemplar ninguna situación cotidiana sin pensar en la frenética actividad que conlleva. Como señala un personaje del libro, en un aeropuerto, antes que preguntarse cómo una cacharro de cuatrocientas toneladas levante el vuelo con doscientas personas a bordo, le parece más inexplicable el propio aeropuerto, que miles de personas trabajen cada una en lo suyo pero al final funcionen como un solo cuerpo y un solo cerebro para hacer posible despegues y aterrizajes consecutivos, cintas repartiendo maletas, camiones de queroseno acudiendo al repostaje, monitores asignando puertas de embarque a miles de pasajeros que se cruzan por los pasillos, taxis esperando en la puerta, y además mecánicos, azafatas, vigilantes de seguridad, limpiadoras, todos a una y así veinticuatro horas al día, trecientos sesenta y cinco días al año. Y el teléfono, y un gran hospital, un rascacielos en construcción, un satélite orbitando, una red de metro, un polígono industrial lleno de naves y cada una de ellas fabricando algo, una calle bulliciosa, un edificio de oficinas que desde fuera se ve transparente e iluminado con cientos de personas que tal vez estén conectadas a otros trabajadores en la otra esquina del mundo...

No deberíais dejar de leer este libro, La mano invisible, de Isaac Rosa, editado por Seix Barral, sobre todo en estos días laboral y económicamente convulsos. Es una poderosísima ficción, de muy bien construida estructura y magníficamente escrita, y a la vez un estimulante foco de sugestivas reflexiones sobre un aspecto primordial en la vida de los ciudadanos en este siglo XXI por ahora en crisis. Os dejo como correlato musical Cleaning windows, una canción de Van Morrison en la que cuenta sus primeras experiencias como músico en bares nocturnos mientras, para sobrevivir, se veía obligado a trabajar limpiando ventanas.


Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, cualquiera pensaría que en esas circunstancias, con un trabajo de pura repetición, sin exigencia de actividad mental, sin tener que elegir entre piezas diferentes o leer una secuencia, el cuerpo funciona solo, el gesto se repite sin pensarlo y tienes la cabeza libre para tus cosas, las que sean, pero tampoco; la velocidad de los brazos es más rápida que el pensamiento, no puedes despistarte porque la pieza tiene que encajar bien en su marca, y acabas pensando sólo en el gesto, en hacerlo bien, en repetirlo, nunca llegas a un automatismo total. Ella se obligaba a pensar, porque le asustaba la mente en blanco, sabía que no existía tal, que siempre se piensa algo, aunque sea la secuencia, triángulo, rectángulo, triángulo, rectángulo, pero le deprimía cuando después de siete horas y media llegaba a su casa y, en la ducha, intentaba recordar en qué había pensado ese día, trataba de recuperar un solo pensamiento y no era capaz, había estado un día entero sin pensar, concentrada en el gesto, tomar la chapa, ponerla en la máquina, apretar el botón, taladrar, echar al contenedor, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, por eso se obligaba a pensar mientras trabajaba, planeaba lo que iba a hacer al salir de la fábrica, pensaba en el fin de semana, organizaba tareas domésticas, repasaba la lista de la compra, o recordaba, se empeñaba en hacer memoria, lo mismo recuerdos importantes que banales, repasaba momentos de su vida, se obligaba a pensar y recordar porque aquello tenía mucho de obligado, de forzado, de decirse a sí misma voy a pensar en esto o aquello, de lo contrario no pensaba, o solo pensaba el movimiento, coger, aproximar, sujetar, taladrar, triangular, rectangular, triangular, rectangular, y aunque se obligaba, el pensamiento se iba debilitando, se disipaba o se volvía repetitivo, se quedaba atascada en un mismo pensamiento circular, sin avanzar. Era como nadar en la piscina; hubo un tiempo en que iba dos días por semana, le venía bien para la espalda, siempre amenazada de ciática por la postura en el trabajo: era una piscina pequeña, de veinticinco metros, hacía cuarenta, cincuenta, sesenta largos, y mientras daba brazadas se daba cuenta de que su cabeza funcionaba como en la fábrica, nadar era el mismo tipo de automatismo que taladrar piezas de chapa, brazo derecho avanza, brazo izquierdo avanza mientras brazo derecho vuelve atrás, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada; uno no piensa los movimientos mientras nada, no dice ahora voy a adelantar el brazo derecho, ahora el izquierdo, el cuerpo nadaba solo y la cabeza se desentendía, acababa también calculando, contando largos, multiplicando para saber cuántos metros nadaba y en cuánto tiempo lo hacía, a qué velocidad, qué distancia habría recorrido en un mes, en un año, porque pensar bajo el agua era como pensar mientras trabajaba, si cantaba se quedaba atascada en el estribillo, planificaba algo que tenía que hacer y no avanzaba tampoco, triangular, rectangular, triangular, rectangular.