Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de julio de 2018

A.S.A. HARRISON. LA MUJER DE UN SOLO HOMBRE

Hola, buenas tardes. Un miércoles más llega a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una recomendación de lectura que siempre pretendemos interesante. Esta tarde, la última por este curso, os traigo una novela de intriga policiaca, aunque el de las etiquetas y las taxonomías es en literatura, ciertamente, un asunto bastante evanescente, resultando difícil, como tantas otras veces, circunscribir una obra literaria a un determinado género. Es indiscutible que el libro se presenta en la serie black de la editorial Salamandra, y es verdad también que en él hay un asesinato y su consiguiente investigación más o menos detectivesca, pero estos aspectos de la trama sólo acontecen -y no creo desvelar ningún dato relevante que arruine o siquiera perjudique la lectura- en las últimas cincuenta páginas de un texto que supera las trescientas, de manera que será preciso matizar esta inicial adscripción de La mujer de un sólo hombre, pues así se llama mi propuesta de hoy, a la categoría policial. Pero empecemos por el principio... 

La mujer de un sólo hombre es el absurdo título con el que ve la luz en España The silent wife, (La esposa silenciosa) -expresión que, aparte de su literalidad, resulta más ajustada al personaje y a la situación que describe-, la primera y única y última novela -pues su autora falleció poco antes de verla publicada- de A.S.A. Harrison, una para mí desconocida escritora de obras de no ficción. Presentada en 2013 en su Estados Unidos natal con un inesperado éxito de ventas, la editorial Salamandra la ofreció a los lectores de nuestro país a finales de 2014 en traducción de Gemma Rovira Ortega. 

Con cuarenta y cinco años, Jodi todavía se considera una mujer joven. No piensa en el futuro, sino que vive el presente, concentrada en el día a día. Da por hecho, sin habérselo planteado siquiera, que las cosas continuarán así siempre, de forma imperfecta y, sin embargo, completamente aceptable. Dicho de otro modo: ignora que está en el mejor momento de la vida, que su juvenil capacidad de recuperación (que los veinte años de matrimonio con Todd Gilbert han ido erosionando poco a poco) se acerca a una etapa final de desintegración, y que sus conceptos de quién es y cómo debería comportarse son menos estables de lo que cree, dado que bastarán unos pocos meses para que se convierta en una asesina. En la primera página del libro nos encontramos con esta desconcertante afirmación, que pese a lo inusual -la autora nos da a conocer el asesino, la asesina en este caso, desde el inicio, cuando apenas nos hemos “ubicado” ante el texto- nos sitúa de entrada en el ámbito de la novela negra, tal y como he mencionado. Lo singular del enfoque que guía la historia que se nos va a narrar tras esta llamativa declaración es que no conoceremos hasta doscientas sesenta largas páginas después la identidad de la víctima -aunque sí serán abundantes las sospechas-, ni sabremos cuándo o cómo el asesinato tendrá lugar, ni siquiera si llegará a producirse; tampoco los motivos últimos, profundos, de la decisión que desencadenará la acción delictiva. 

La novela se organiza en torno a dicho crimen, que se constituye así en un eje o bisagra que la divide en dos partes. Antes del mismo, la primera parte del libro, que aparece bajo la rúbrica de Ella y Él, nos describe con agudeza y penetración psicológicas notables, la vida de los mencionados Todd y Jodi, a los que en capítulos alternos -de título explícito: Ella, Él, Ella, Él, y así sucesivamente-, y siempre en tercera persona, conoceremos en su vida de pareja -y no matrimonial en sentido estricto pues, contrariamente a lo leído en el párrafo precedente, los protagonistas no están casados-, tanto en lo que se refiere a su existencia en común como a los numerosos espacios de individualidad que la singular relación que mantienen deja a cada uno de ellos, incluidas las frecuentes rememoraciones de sus algo convulsos pasados individuales, que nos llevan a sus respectivas infancias y, en ellas, a sus como mínimo “complejas” y hasta turbulentas experiencias familiares. Nada -“apenas” nada, siendo estricto, pues la idea y la sensación de intriga quedan asentadas en el lector a partir de la “confesión” inicial- en la lectura de esta primera “sección” del libro apunta siquiera al hecho de que nos hallemos ante un thriller. En la segunda parte, en cambio, habiendo acontecido ya el asesinato, la obra se acomoda más al esquema de una indagación policial al uso, aunque pese a ello nos ofrece una vuelta de tuerca final auténticamente inesperada y de gran brillantez y que, como es obvio, no desvelaré. 

Todd Gilbert y Jodi Brett son una pareja aparentemente perfecta. Con un alto nivel económico que la novela subraya salpicando aquí y allá referencias de marcas de lujo -el Porsche deportivo, los trajes de Armani, los bolsos de Fendi, los zapatos de Jimmy Choo-, con una casa espléndida, su vida en Chicago, en donde ambos desarrollan su labor profesional, roza lo idílico, o al menos lo convencionalmente tenido por ideal. Sin embargo, las dos décadas de envidiable convivencia cuasi marital esconden, bajo esa capa de apacible armonía y de logros materiales, más de un foco de tensión. 

Todd es un hombre hecho a sí mismo, lo que hoy llamaríamos un emprendedor, con ese término tan manido que yo aborrezco, aunque me vea obligado a usarlo más de lo que quisiera. Es, así, el prototipo del más reconocible espíritu americano, ese que ensalza a quienes partiendo de la nada o de muy poco alcanzan las más altas cimas del éxito, que en ese esquema trivial es sinónimo de dinero. Dedicado a la construcción y la compraventa inmobiliaria, podría afirmarse que a sus cuarenta y seis años tiene todo lo que ha soñado, holgura económica, una mujer atractiva y fiel que, entregada y solícita, le prepara el martini o el bourbon de turno y cocina exquisiteces culinarias para él cuando llega cada día al deslumbrante apartamento tras la jornada laboral… Pero todo ello no parece colmar sus deseos, pues acaba de salir de un episodio de intensa depresión, necesita la frecuentación de prostitutas de lujo y mantiene alguna amante más o menos habitual, de las cuales la última, Natasha, una joven veinteañera hija de su mejor amigo, amenaza con quebrar la consolidada armonía familiar. 

Jodi, que conoce las infidelidades de su marido pero, consciente de la importancia de las apariencias, prefiere no darse por enterada, siendo el silencio, la evitación de incidentes y el no plantear problemas las estrategias más habituales en su comportamiento (así razona, y discúlpeseme la larga cita: Sin embargo, nada de todo eso [los reiterados engaños de Todd] importa. No importa, sencillamente, que una y otra vez él revele el juego, porque él sabe y ella sabe que la engaña, y él sabe que ella lo sabe, pero lo fundamental es que la fachada, la importantísima fachada se mantenga, la ilusión de que todo va bien y no pasa nada. Mientras los hechos no sean declarados abiertamente, mientras él hable con ella con eufemismos y circunloquios, mientras las cosas funcionen sin contratiempos y prevalezca una apariencia de calma, podrán seguir viviendo como siempre, pues todo el mundo sabe que una vida tranquila requiere una serie de acuerdos basados en la aceptación de las personas que te rodean, con sus necesidades individuales y sus idiosincrasias, que no siempre podemos adaptar a nuestros gustos ni constreñir para que encajen con normas sociales conservadoras), es inteligente y refinada. Psicóloga de formación, tiene además un doctorado y varios másteres, aunque sólo se dedica a tiempo parcial a su profesión, más por entretenimiento que por necesidad, lo que le permite obtener un dinero extra con el que pagar sus selectos caprichos personales y sus distinguidas actividades de ocio. 

Asumidas las discutibles premisas que dan forma a su estabilidad, la relación de la pareja y, sobre todo, la existencia de Jodi se verán convulsionadas por su descubrimiento de la presencia de Natasha -que ya no es sólo una mera aventura extraconyugal “asumible”, disculpable- en la vida de Todd, lo que, tras su inicial negativa ciega a aceptar el hecho hará aflorar en ella una serie de sentimientos desconocidos no siempre controlados por su parte. Surgen así el miedo, la mezquindad, los celos, la traición, la venganza, el deseo de asesinato... 

El mayor logro de esta primera sección de la novela y donde el libro brilla a gran altura es, como se ha dicho, el penetrante análisis de las relaciones de pareja y la profunda indagación en las vidas y las personalidades de los dos personajes a través del rastreo en sus conflictivas infancias. La condición de psicoterapeuta de Jodi proporciona la excusa necesaria para que la presencia de autores (Adler, Freud, Jung), teorías y enfoques pertenecientes al dominio de la Psicología afloren de continuo en el libro, siendo una idea-fuerza básica en esa disciplina, la de la importancia de la infancia en la configuración de nuestra personalidad, la que encierra, a mi juicio, una de las claves de la obra: Quienquiera que seas y de dondequiera que vengas, creciste hasta adoptar tu forma actual en tu primera infancia. Dicho de otro modo: tu adaptación a la vida y al mundo que te rodea (tu marco psicogénico) ya existía antes de que fueras lo bastante mayor para salir de tu casa sin supervisión paterna. Tus inclinaciones y preferencias, dónde te atascas y dónde destacas, cómo circunscribes tu felicidad y dónde sientes tu dolor, todo eso te precede en el camino a la edad adulta, porque cuando eras muy pequeño, cuando eras un ser en desarrollo, impresionable e ingenuo, valorabas tus experiencias y las usabas para tomar decisiones relacionadas con el lugar que ocupabas en el mundo, y esas decisiones echaron raíces y se convirtieron en actitudes, hábitos mentales, un estilo de expresión, ese “tú” tuyo con el que has acabado identificándote profunda y firmemente. Y así, un oscuro incidente en la niñez de Jodi, con el protagonismo de sus dos hermanos, y el ambiente de caos, violencia y alcohol generado por su padre en la infancia de Todd, acaban mostrándose determinantes en la conformación de carácter de cada uno de ellos y explicando, en cierto modo, las vacilaciones, la fragilidad, las dudas, los miedos o el desconcierto que les asaltan cuando estalla la perfecta burbuja en la que se desenvolvían sus días. 

Más allá de esta componente psicologista del libro -su excelente núcleo central-, la trama criminal en sí está formulada con ingenio y originalidad, y se desarrolla con eficacia y muy notables dosis de intriga y suspense, haciendo de su lectura una experiencia apasionante. Una vez más, me veo obligado a silenciar los elementos más destacados de esta segunda parte del libro por no privaros del placer de su descubrimiento... 

Espero que este interés del libro pueda ser apreciado también por vosotros si os decidís a adentraros en sus páginas. Con Smells like teen spirit, el ya clásico de Nirvana, extraído de su disco Nervermind, y que aparece significativamente mencionado en la novela, os dejo hasta el próximo septiembre. Os deseo unas muy felices vacaciones agosteñas. 


Hubo un tiempo en que Jodi decía de Todd: “Es mi debilidad. Tengo debilidad por él”. Se lo decía a sí misma y a sus amigas a modo de justificación. Perder los papeles por un hombre no está bien visto hoy en día, y desde luego no es una forma progresista de abordar una relación. Sacrificar tus valores en el altar del amor ya no se sostiene como ideología. La tolerancia, más allá de cierto punto, no se predica mucho; pese a que, cuando dos personas se codean a diario, cuando inhalar la forma de ser del otro se convierte para ambas en una premisa vital, tiene que haber inevitablemente algún tipo de sacrificio. No eres la misma persona cuando sales de una relación que cuando entraste en ella. Pero al principio Jodi no lo entendía así. Cuando le plantaba cara, cuando él le pedía perdón, cuando lloraban los dos, cuando reafirmaban su amor, cuando hacían todo eso una y otra vez, ella no percibía la renuncia que estaba produciéndose en su interior, porque al fin y al cabo él era Todd, y ella lo quería muchísimo. Hasta sus traiciones podían ser valiosas, su forma de seguir siendo consecuente consigo mismo. Todd nunca fue cruel ni desagradable. Nadie habría podido decir que Todd fuera malo. Más bien todo lo contrario. Si enojabas a Todd, él te daba otra oportunidad, y si lo enojabas cien veces, él te daba cien oportunidades. Pero Todd estaba decidido a vivir su vida y, al final, lo único que ella podía hacer era aceptarlo, aun sabiendo que se había convertido en una versión de su madre. Pese a haber hecho distintas elecciones, pese a haber vivido en épocas diferentes, pese a estar advertida por sus estudios de Psicología, que le habían enseñado que en las familias la historia siempre se repite, había acabado precisamente en la situación que se había propuesto evitar.

miércoles, 18 de julio de 2018

JOHN D. MACDONALD. ADIÓS EN AZUL. PESADILLA EN ROSA


Iba a ser una velada tranquila y hogareña. 
El hogar es el Busted Flush, una casa flotante tipo gabarra de dieciséis metros de eslora, amarre F-18, Bahía Mar, Lauderdale. 
En el hogar es donde encuentro intimidad. Corres todas las cortinas opacas, cierras las escotillas y con el susurrante zumbido del aire acondicionado amortiguando todos los ruidos del mundo exterior, consigues olvidarte de que tienes pegados a los de la embarcación vecina. Podrías estar en un cohete viajando más allá de Venus o bajo el casquete polar. 
A bordo dispongo de un espacio que llamo el salón y allí es donde paso la mayor parte del tiempo. 
Estaba tumbado en el ángulo en curva del sofá esquinero, estudiando las cartas náuticas de los cayos, intentando reunir el entusiasmo y la energía suficientes para planificar el traslado del Busted Flush a un nuevo amarre durante algún tiempo. El barco lleva un par de motores diésel Hércules de 58 caballos cada uno, que me permitirían mantener una velocidad media de seis nudos. Nunca se me había pasado por la cabeza trasladarlo. Me gusta Lauderdale. Pero desde hace algún tiempo le doy vueltas a la conveniencia de hacerlo. 
Chookie McCall estaba ensayando una alocada coreografía. Venía porque aquí disponía de intimidad y espacio suficientes. Había apartado los muebles y había colocado estratégicamente un par de espejos del camarote principal y su pequeño pero estruendoso metrónomo. Llevaba unas viejas y descoloridas mallas color teja, zurcidas en un par de sitios con hilo negro. Y el cabello recogido con un pañuelo. 
La chica estaba trabajando duro. Repetía los pasos una y otra vez, retocando algún pequeño detalle en cada nuevo ensayo, y cuando quedaba satisfecha, se acercaba a toda prisa a la mesa y escribía unas notas en las hojas de su sujetapapeles. 
Las bailarinas trabajan tan duro como lo hacían los mineros. Chookie saltaba, resoplaba y contorneaba su espléndido y perfectamente proporcionado cuerpo. Pese al aire acondicionado, el salón se había llenado de ese tenue olor penetrante y dulzón que emiten las chicas cuando sudan mucho. Para mí tenerla allí era una distracción bienvenida. Bajo la luz del salón, la película de sudor resplandecía sobre sus largas y torneadas extremidades. 
—¡Maldita sea! —dijo, mientras repasaba sus anotaciones con el ceño fruncido. 
—¿Qué pasa? 
—Nada que no pueda arreglar. Tengo que visualizar de manera muy clara dónde se va a colocar cada bailarina, o acabarán dándose patadas en la cara unas a otras. A veces me armo un lío. 
Garabateó algunas anotaciones más. Yo seguí consultando la profundidad de la marea baja en las zonas menos profundas al noroeste de los cayos exteriores. Ella continuó trabajando duro otros diez minutos, tomó sus notas y se apoyó contra el borde de la mesa, con la respiración acelerada. 
—Trav, cariño… 
—¿Sí? 
—¿Me tomabas el pelo aquella vez que hablamos sobre… sobre cómo te ganas la vida? 
—¿Qué te conté? 
—Sonaba muy raro, pero supongo que te creí. Me dijiste que si X tenía algo valioso y aparecía Y y se lo quitaba, y no había ni la más remota posibilidad de que X pudiera recuperarlo, entonces aparecías tú y acordabas con X que si lograbas recuperarlo te quedabas con la mitad. Y entonces… vivías de lo que habías ganado hasta que se te empezaban a agotar esos fondos. ¿Es esto lo que realmente haces? 
—Es una simplificación, Chook, pero razonablemente cercana a la realidad. 
—¿No te metes en demasiados líos? 
—A veces sí, a veces no. Normalmente Y no está en situación de armar mucho jaleo. Como soy una especie de último recurso, mi tarifa es del cincuenta por ciento. Para X resulta mucho más interesante que quedarse sin nada. 
—Y siempre con discreción. 
—Chook, no voy por ahí con tarjetas de visita. ¿Qué pondría en ellas? ¿Travis McGee, cobrador? 
—Pero por el amor de Dios, Trav, ¿cuántos trabajos de este tipo puedes encontrar por ahí cuando empiezas a estar tan apurado que necesitas pasta? 
—Tantos que puedo permitirme elegir. Este es un país complicado, cariño. Cuanto más compleja se hace la sociedad, más sistemas semilegales de robo aparecen. A veces algún antiguo cliente le sugiere mi nombre a alguien. Y si coges una pila de periódicos y los lees atentamente, entre líneas puedes localizar a un orondo y sonriente Y y a un pobre X retorciéndose las manos desesperado. Me gusta perseguir a peces gordos. Tengo muchos gastos. Y puedo acabar comiéndome parte de mis ahorros para la jubilación. En lugar de poder retirarme a los sesenta, voy perdiendo fondos por el camino. 
—¿Y si ahora mismo te saliese uno de esos trabajos? 
—Cambiemos de tema, señorita McCall. ¿Por qué no te tomas unos días libres y así sacas de quicio a Frank, reunimos a un grupito, montamos una pequeña fiesta en la barcaza y ponemos rumbo a Marathon? Digamos cuatro caballeros y seis damas. Nada de borrachos, nada de quejicas, nadie ya emparejado, nadie sexualmente ambiguo, nadie demasiado aficionado a las cámaras, nadie que se queme con el sol, nadie que no sepa nadar, nadie que… 
—Por favor, McGee. Estoy hablando en serio. 
—Yo también. 

Hola, buenas tardes. De este modo tan sugerente empieza hoy Todos los libros un libro, el programa de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Así comienza nuestro espacio y así se abre también Adiós en azul, la novela de John D. (Dann) MacDonald que inaugura la serie que su autor dedicó a este irresistible personaje que es el magnético detective -por llamarle algo que describa aproximadamente su profesión- Travis McGee cuya voz acabáis de conocer, pues es él el que narra sus peripecias en los libros. 

MacDonald, nacido en 1916 y muerto setenta años después, fue un escritor prolífico, con más de setenta novelas en su haber, muchas del género negro. De éstas, veintiuna forman parte de la serie protagonizada por el inefable McGee, un tipo singular, una especie de investigador privado que se desenvuelve profesionalmente en Florida. La editorial Libros del Asteroide parece dispuesta a recuperar la colección completa, en una estimulante iniciativa que comenzó en 2015 con Adiós en azul, continuó en 2016 con Pesadilla en rosa y que quizá pueda proseguir en unos meses con A purple place for dying, los tres primeros libros escritos y publicados originariamente en Estados Unidos en un mismo año, 1964, en un espectacular y desbordante “lanzamiento” de un personaje que repetiría en nuevas compulsivas entregas, todas con algún color en su título. Los dos primeros libros que hasta ahora han visto la luz en nuestro país se presentan en la traducción de Mauricio Bach, una versión que permite apreciar y disfrutar de la prosa fácil, el ritmo ágil y el tono desprejuiciado de las novelas, aunque en el debe -un debe menor- hay que criticar que se le haya colado (a él y a los correctores de la editorial) un chirriante la onceava planta, que aparece, de modo agresivo y doloroso (exagerando), en Pesadilla en rosa

Las novelas de McGee, al menos las dos que yo he leído, no son novelas policiacas en sentido estricto. La atmósfera oscura de los clásicos del género, las incursiones en los sinuosos territorios de los bajos fondos, el habitual elenco de tipos turbios -hampones, traficantes, proxenetas, delincuentes-, y su correlato, la variopinta fauna de inspectores, policías, investigadores, detectives y periodistas que, por distintos medios, persiguen el crimen, tan representativos de las obras de Chandler y Hammett de los años 30 y 40 del pasado siglo, no afloran en ellas, que se desarrollan en los ambientes más cálidos, más soleados, más alegres y “brillantes” de la Florida tropical y abierta, resplandeciente y colorida, aunque, como es obvio -la capacidad humana para el mal aflora por doquier-, los crímenes, la corrupción y el chantaje, los robos y las estafas, siguen produciéndose. El mundo ha cambiado, no en vano estamos a mediados de los sesenta, y la dura realidad del período de entreguerras, el clima de depresión y crisis de esa etapa por la que se movían Sam Spade o Philip Marlowe, los héroes canónicos del género, han sido sustituidos ya por el optimismo y la fe en el futuro de una sociedad norteamericana que vive en esos días de la década prodigiosa una etapa de expansión, de progreso, de modernidad, de ilusiones colectivas, unos años luminosos en los que Estados Unidos se constituye en la gran potencia universal; los libros de MacDonald reflejan esa sociedad que, aún con el recuerdo cercano de la segunda gran contienda mundial -McGee es un excombatiente-, sufre las tensiones derivadas del crecimiento y el desarrollo: la especulación, la codicia, la violencia, también la aventura de las drogas. En este contexto, los libros protagonizados por nuestro sin par personaje nacen en el marco de la literatura popular de la época -el pulp-, en algunos de cuyos rasgos determinantes coinciden: tanto la inusitada fecundidad del autor y su elevado ritmo de publicación, como lo asequible y fácil de sus narraciones, caracterizadas por lo entretenido, ágil y divertido de las tramas, la intriga y el suspense bien graduados, las inevitables dosis de intensa acción, un más que patente uso de un erotismo algo primario (en la narración de las peripecias de McGee, en cuanto aparece una mujer, es inevitable leer algún turgentes), poco sofisticado y, para los tiempos que corren, light, y, especialmente en el caso que nos ocupa, un protagonista atractivo, con ribetes de héroe, con el que resulta fácil la identificación, aunque sólo sea simbólica, idealizada. En consecuencia, puede deducirse que, a mi juicio -que no coincide esta vez con la mayoría de la crítica, que ve en John MacDonald una figura esencial de la literatura negra-, los libros que esta tarde os recomiendo me parecen, tan sólo, un digno entretenimiento, capaz de arrastrarnos al placentero torbellino de la lectura durante unas horas -lo que no es poco, obviamente-, pero sin otros valores que dejen un poso más duradero en la memoria del lector. 

McGee no es siquiera un detective, sino un vividor. Cómodamente instalado en el Busted Flush, su desvencijado barco de dieciséis metros de eslora amarrado en las aguas de Florida, una antigualla que ganó jugando al póker, disfruta de una existencia tranquila viviendo de las rentas que le proporcionan los casos en los que interviene; unos casos que solo se procura cuando el dinero falta. Entonces, aporta su inteligencia, su convencimiento moral, su saber estar, sus buenos contactos y sus recursos de investigador para recuperar, a cuenta de algún cliente, joyas, bienes o dinero, corriendo con los gastos y quedándose con la mitad de lo obtenido en concepto de honorarios. Estamos ante un tipo íntegro y exageradamente honesto, escéptico y con una visión descreída del mundo. Demasiado errante e inquieto, como lo definen en una ocasión, se lanza a resolver los encargos que le solicitan a bordo de su Miss Agnes, un Rolls Royce de 1936, reconvertido en camioneta, de color azul eléctrico y que recibe su nombre por una profesora que tuvo en cuarto y que usaba la misma tonalidad de azul en su pelo, y se implica en ellos hasta el final, jugándose la vida en numerosas ocasiones (Mi espejo refleja sistemáticamente la campechana imagen de un joven ingeniero que logra construir el puente sobre el río superando enormes dificultades, incluida la flecha envenenada que acaba haciendo diana en su heroico hombro), sin dejar, entretanto, de divertirse, pues en sus aventuras conoce y seduce a numerosas mujeres; aunque como aborrece el compromiso (Yo no estaba hecho para poseer, ni para poner empeño en nada duradero) acaba por volver a su oscilante refugio tras dejar a su subyugante paso a más de una enamorada llorosa, favorablemente dispuesto a encarar una nueva temporada ociosa gracias a los réditos de sus “operaciones”. Esta apariencia frívola del personaje no confunde al lector, pues su conciencia siempre le hace tomar partido, de modo inequívoco y con empeño, en las causas que defiende y así enfrentarse a un “mal” que a su rotundo juicio existe en el mundo, existe porque sí, la pustulosa herencia de la bestia, tan inexplicable como Bergen-Belsen, el campo de concentración nazi. 

Lo mejor de ambas novelas, más allá de unas tramas como he dicho bien urdidas y contadas con el grado de tensión y misterio necesario para hacerlas atractivas, es, a mi juicio y sin ninguna duda, la creación de este personaje inefable al que el autor gusta describir de continuo, tanto en su irreprochable apariencia física (Soy alto y delgado. Parezco un tipo desgarbado y larguirucho de ochenta kilos. Pero quien se tome la molestia de mirar con atención el tamaño de mis muñecas se hará una idea mucho más clara de mi constitución física; Es usted espectacularmente fornido, luce un bronceado tan intenso que casi resulta vulgar y emana una especie de correoso y mortecino encanto adolescente; Portento de ojos grises y gran sonrisa de anuncio) como, sobre todo, en su peculiar, independiente, a menudo desapegada y siempre algo misántropa actitud ante la vida (No funciono demasiado bien cuando me dejo arrastrar por motivaciones emocionales. Recelo de ellas. Igual que recelo de otras muchas cosas, como las tarjetas de crédito, las deducciones de la nómina, los seguros, las rentas para la jubilación, las cuentas corrientes, los cupones de ahorro, los relojes, los periódicos, las hipotecas, los sermones, los tejidos milagrosos, los desodorantes, las listas de cosas pendientes, los créditos, los partidos políticos, las bibliotecas, la televisión, las actrices, las cámaras de comercio para jóvenes empresarios, los desfiles, el progreso y la predestinación). Disculpad la extensión de las citas, pero las creo indispensables para mostraros un retrato fidedigno de la personalidad y el fascinante atractivo de esta formidable, aunque algo estilizada y sin mácula, creación literaria: Ese tipo de ojos claros y cabello encrespado al que le gusta ligar; ese tipo corpulento y bronceado, bohemio, que vive en un barco y da paseos por la playa, se enfrenta como pescador a feroces peces de pequeño tamaño, se carga algunos mitos menores, discute, sonríe y es descreído; ese indiferente desecho de la sociedad biempensante lleno de cicatrices, que espera a que disminuyan sus reservas de dinero y entonces sale a buscar más y se lo coge al que se lo ha robado, se queda la mitad y le devuelve el resto a la víctima. Un tipo de asuntos que, sin embargo, se manejan mejor si no hay implicación afectiva. Y también: Ese holgazán cuyo hogar era un enorme barco destartalado, ese seductor de ojos claros y cabello rizado, ese asesino de pececillos, ese tipo al que le gusta caminar por la playa, beber ginebra, bromear, vivir tranquilo, ser iconoclasta y descreído, llevar la contraria, ser empecinado, de nudillos protuberantes, lleno de cicatrices, que vive al margen de la sociedad establecida

Pero en donde el encanto de Travis McGee resplandece especialmente y se hace arrollador es en la relación con las mujeres. Dice de sí mismo: Soy bastante bueno en camelarlas. Tengo uno de esos rostros que se prestan a ese juego. Un apuesto americano bien bronceado. Ojos resplandecientes y dientes blanquísimos que lanzan destellos desde el centro de una cara ancha, de facciones marcadas y tostada por el sol. Unas apropiadas arrugas de caballero juicioso en la comisura de los párpados, y esa sonrisa tímida y seductora que dibujo cuando es necesario. Sin embargo, de nuevo esta apariencia de ligereza y superficialidad engaña, pues nuestro héroe, en una primera instancia un seductor de manual, es por el contrario un romántico incurable que considera que las relaciones entre un hombre y una mujer no deberían convertirse en un concurso para ver si nos ponemos a la altura de los conejos. Honesto hasta forzar y reprimir su natural atracción por las mujeres si cree que la situación es desequilibrada y puede propiciar el aprovechamiento o la manipulación, hace ostentación de su respeto a las féminas (Resulta que las considero personas. No objetos bonitos. Considero que el hecho de que la gente haga daño a otra gente es el pecado original. Seducir como deporte degrada al hombre. No puedo respetar a una mujer que no se respeta a sí misma. Este el credo de McGee), de su genuino interés por sus personalidades y de su capacidad de escucharlas (Un buen oyente es menos habitual que un amante que sepa estar a la altura), lo cual es compatible con sus innumerables ligues (Un placer sin compromiso. Para gente liberal, a prueba de magulladuras sentimentales, capaz de jugar con la ficción de un romance), siempre planteados con honradez y transparencia, con sinceridad y respeto, aunque no sé si su desinhibido comportamiento sexual y su concepción última de las mujeres, no sería hoy, en estos días de corrección política exacerbada, objeto de crítica y censura. El universo femenino de McGee se reparte entre tres tipos de mujeres: las despampanantes y de buenas intenciones, siempre algo indefensas y necesitadas de protección y aleccionamiento (el discurso del detective está plagado de incisos “morales”, en los que nos espeta -a sus novias y a los lectores- unos a modo de sermones o reprimendas sobre el modo de comportamiento debido en cada situación particular y en la vida en general); las muy atractivas y ligeras de cascos, las conejillas que engatusan a los hombres para conseguir regalitos y acabar, con el paso del tiempo y el avance de la edad, tristes y solas; y el resto, en las que -sin senos turgentes, labios húmedos, curvas sinuosas ni camisas parcialmente desabotonadas (no se olvide que estamos en la calurosa Florida)- no repara con excesivo detenimiento: secretarias, camareras, dependientas o recepcionistas más o menos anodinas. 

En este marco general se inscriben las historias que centran ambos libros. En Adiós en azul, Cathy, una chica que ha sido maltratada y robada por su expareja, se dirige a McGee para recuperar su dinero. En su búsqueda, nuestro protagonista acabará encontrando a otras víctimas destrozadas física y psicológicamente por el siniestro Junior Allen, que así se llama el desalmado agresor, lo cual acrecentará su voluntad y su obligación moral de perseguirlo y capturarlo. La segunda novela transcurre en Nueva York, ciudad que odia McGee, con la fealdad de sus rascacielos impersonales, con la gente corriendo sin sentido por la calle, con sus trabajadores embrutecidos y las reivindicaciones laborales de sus mezquinos sindicatos, la antítesis de su despreocupado dolce far niente de Florida. Un antiguo compañero de armas y amigo del investigador, gravemente enfermo e inmovilizado a consecuencia de las heridas de guerra, le solicita ayuda para averiguar si el marido de su joven hermana, fallecido en un aparentemente azaroso atraco en la calle, ha muerto en realidad por ese motivo o si su desaparición obedece a causas más oscuras. McGee, siempre impecable en su proceder ante cuestiones con “filo” ético, dejará su hábitat natural para desplazarse a la gran urbe y desentrañar el asunto tras diversas arriesgadas peripecias, un desasosegante episodio “lisérgico” muy deudor de la época y, en justa compensación a tanto fatigoso afán, el encuentro, en el curso de sus pesquisas, con media docena de mujeres deslumbrantes, joven hermanita incluida, todas entregadas, de una u otra manera, a los varoniles encantos del apuesto galán, que ni se inmuta por las “víctimas” que va dejando a su paso, pues está persuadido de que las mujeres se recuperan de un desengaño amoroso comprando un visón… 

En fin, entretenidas e interesantes novelas estas dos primeras entregas de la serie escrita por John MacDonald en los años sesenta. Su lectura os hará disfrutar de unas horas ligeras y agradables. 

En uno de los episodios vividos por McGee, éste canta Love is a many splendored thing, la estupenda canción, con música de Sammy Fain y letra Paul Francis Webster, que aparece en la banda sonora de La colina del adiós, dirigida por Henry King en 1955 y protagonizada por William Holden y Jennifer Jones. Aquí os la dejo en la interpretación de Andy Williams.

 

miércoles, 11 de julio de 2018

RICHARD CROMPTON. LA HORA DEL DIOS ROJO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana continuamos con nuestra propuesta estival, centrada en libros del género negro, de lectura quizá más propicia para estos días de ligera holganza vacacional. La propuesta de hoy es, sin embargo, algo singular dentro del ámbito policiaco pues se trata de un libro, La hora del Dios Rojo, que se desarrolla en un espacio de escasa tradición literaria detectivesca como es Kenia, más exactamente Nairobi, su capital, y cuyo autor es un británico, Richard Crompton, que conoce bien el mundo que describe, pues vive en el África oriental desde 2005, primero en Tanzania y desde entonces, a partir de 2007, en la propia Nairobi, escenario de esta su muy interesante primera novela. La hora del Dios Rojo ha sido publicada en España en 2015 en una edición a cargo de la Editorial Siruela, que presentó posteriormente otra novela de la misma serie, Las puertas del infierno, que aún no he podido leer. La traducción desde el inglés originario es obra de Dora Sales, en una labor en general solvente pese a un par de errores de bulto”: un chirriante “atronan” en vez “atruenan” y un no por frecuente menos injustificable “iros a la mierda”, en el que el horrísono tiempo verbal nos asalta en lugar del preceptivo -aunque ciertamente inusual- “idos” (recientemente la Academia se ha plegado al uso vulgarizado, admitiendo ambas opciones). 

El libro del que hoy os hablo es, como digo, una novela policíaca cuya trama se desenvuelve dentro de los habituales parámetros del género, más allá de la relativa extrañeza que puede suscitar su ubicación en África. A partir de la aparición del cadáver de una mujer en un parque de Nairobi, el detective Mollel, que con algunas importantes singularidades que luego comentaré se acomoda también a los más reconocibles estereotipos que definen a estos personajes de la ficción detectivesca, se encarga de la investigación del crimen -pues todo, la violencia de la muerte, lo escondido del lugar, la ausencia de pistas, apunta a un asesinato- a partir de la presumible condición de prostituta de la víctima. 

Este Mollel, que protagoniza también Las puertas del infierno y otras nuevas aventuras en novelas ya publicadas en inglés aunque no en nuestra país, en una serie de la que La hora del Dios Rojo constituye la primera entrega, es una creación literaria muy atractiva, un personaje complejo, que además de la sagacidad, la perspicacia, el “olfato”, el instinto, el arrojo o la independencia que se presuponen a quienes se dedican a la investigación criminal -al menos en la ficción-, presenta una personalidad ciertamente especial que lo distingue de otras figuras de la novela negra. Por de pronto, Mollel es un masái, la muy conocida etnia local, tan universalmente identificable -incluso, para quienes no hayan visitado Kenia ni Tanzania, en películas y reportajes- por el colorido de su vestimenta -la shuka-, la belleza de sus individuos, su extraordinaria altura, sus vistosas dilataciones en las orejas, sus ceremonias tribales, en particular sus célebres y sorprendentes saltos, y su generalizada condición de pastores, mezclada ya -en una visión acepto que algo drástica y muy escéptica de quien sí los ha podido ver in situ- con una muy mercantilista propensión a aprovecharse de los beneficios -es dudoso que, en último término, lo sean- del turismo. Cierto es que Mollel es un masái en cierto modo desarraigado (una vez, fuiste masái -le dice una de las protagonistas de la novela-. Pero la forma en que vistes, la forma en que hablas... Ahora eres un hombre de ciudad. Lo has dejado atrás), pero que conserva, pese a llevar casi cuarenta años en Nairobi -había abandonado su poblado de muy niño- numerosos recuerdos de las vivencias de su infancia, de su padre y de su abuelo, de las historias que su madre le contaba, de su actividad infantil como pastor, de los rebaños de ovejas y cabras, acarreando el ganado de las secas llanuras a los pastos exuberantes, de los ritos y las leyendas del pueblo al que íntimamente sigue perteneciendo. 

La vida de Mollel cambia cuando el 7 de agosto de 1998, en el atentado terrorista contra la embajada estadounidense en Nairobi, que provocó más de doscientos muertos y miles de heridos, pierde a su mujer, Chiku. En su desesperado e infructuoso intento por encontrar su cuerpo entre los escombros, acaba -ignorante entonces de que no volverá a verlo hasta su reconocimiento, días más tarde, en el depósito de cadáveres- salvando a un centenar de personas de entre los restos derruidos de la embajada, hecho que lo convierte en un héroe en su país, reconocido y valorado; pero acabará dilapidando los positivos efectos de su efímera fama cuando aprovecha su repentina “visibilidad” para denunciar injusticias y corrupciones en el departamento de policía. Ello le hace ser degradado y perder su puesto, aunque, temerosas las autoridades de que condenar al ostracismo a un héroe popular pudiera ser una decisión repudiada por los ciudadanos, se le mantiene en un destino inane, bien lejos de cualquier parte en que pueda causar problemas. El asesinato de Lucy, la prostituta de cuya muerte se nos da cuenta al comienzo del libro, resulta ser la ocasión para su reaparición -bien que polémica y controvertida- como responsable de un caso relevante. 

Su singular origen étnico no es la única particularidad de nuestro detective. Destaca en él, también, una personalidad torturada, todavía bajo la influencia -casi diez años después del suceso; la acción se desarrolla en diciembre de 2007- del horrible trauma sufrido. Permanentemente medicado, consumiendo opiáceos y antipsicóticos y padeciendo algunos efectos -pérdida de memoria y alucinaciones, entre otros- de una suerte de locura, Mollel parece condenado a una visión oscura de la existencia (He estado rodeado de muerte -le oímos en un momento del libro- desde que era un bebé. Encontré el cuerpo de mi abuelo en lo alto de una montaña cuando estaba arreando a las ovejas. Treinta años después saqué el cuerpo de mi esposa de la embajada americana). Es, además, responsable de un hijo, Adam, un pequeño, fruto de su matrimonio, al que por su trabajo no puede dedicar mucho tiempo, viéndose obligado a “delegar” su educación en Faith, su suegra, con la que no congenia especialmente. 

A los “conflictos” derivados de sus raíces culturales, de los padecimientos de su salud mental y de los problemas de su difícil situación familiar, se unen las complicaciones que su rectitud e integridad le ocasionan en el trato con sus superiores. Mollel es un policía honesto, insobornable, que defiende la justicia (eres el primer compañero que he tenido que de verdad cree en el auténtico trabajo de investigación, le dice un colega) frente a las presiones del poder, y estas valentía y dignidad se mostrarán en el caso en que se ve envuelto, que pronto deja de limitarse a un mero asesinato, más o menos “habitual”, de una prostituta para mostrar infinidad de conexiones con lo más corrompido de la vida política de Kenia, lo que abrirá innumerables ocasiones de enfrentamientos y contrariedades al decente investigador.

Y aquí aparece el segundo de los elementos -el interesante perfil del detective es el primero- especialmente destacados del libro: el hecho de que su lectura nos pone en contacto con algunos aspectos muy significativos de la auténtica realidad de Kenia, la que permanece oculta a la mirada -siempre superficial- del turista ávido de naturaleza y fauna salvaje, aquel que no tiene ojos para nada que no sea el inexcusable -y por otro lado deslumbrante- safari. Y es que el fondo de la acción se imbrica, como digo, en la vida de la efervescente y compleja capital africana. Ambientada la novela entre los días 22 al 29 de diciembre de 2007, las cruciales elecciones de ese día 27 impregnan absolutamente la peripecia narrada. Las acusaciones de fraude electoral por las dos partes contendientes, la flagrante manipulación de los votos por el partido en el poder, las tensiones étnicas que afloraron con la tenue excusa de los problemas políticos, las protestas, los disturbios y la violencia que provocaron entre 800 y 1.500 muertos en los días postelectorales, no sólo constituyen el importante telón de fondo de la pesquisa policiaca sino que terminan por ser uno de los ejes esenciales del libro, junto a otros destacados rasgos de la sociedad keniana que el profundo conocimiento que demuestra Crompton de la vida del país hace surgir con pericia: la mutilación genital femenina, las ya mencionadas luchas tribales, con más de cuarenta grupos étnicos conviviendo no siempre de modo pacífico, las ventas de niños recién nacidos, las adopciones ilegales, las omnipresentes corrupciones políticas y policiales -la justicia es un lujo, el orden una necesidad-, la modernización ultrarrápida de la sociedad, los conflictos inherentes al abandono de las tradiciones, la devastadora presencia del sida, la convulsa historia del país, su muy costosa, en muchos sentidos, independencia del Imperio Británico en los años 50, son “subtemas” que permean -con inteligencia y sutileza, sin “despistar” al lector en el seguimiento de la intriga detectivesca- toda la obra. 

Igualmente, la pertenencia de Mollel a la etnia masái permite al autor recrear algunas de sus principales leyendas y tradiciones: la divertida, aunque trágica, historia de la pequeña honeyguide, el pajarillo que guía a la niña perdida; los relatos de la madre, repletos de leones y búfalos y gusanos y animales varios, rezumando ternura y sabiduría; el cuento de Ntemelua, recreación masái del nacimiento de Cristo en un pesebre, aunque eso sí, mucho más excesiva e hilarante; y, sobre todo, el relato del Dios Rojo, Enkai Nanyokie -clave del título y clave, en definitiva, del “mensaje” de la novela-, el ser caprichoso y vengativo, lleno de celos e ira, que según la mitología masái en ocasiones impone un tiempo de locura que lo invade todo y en el que la violencia resulta ser el único instinto humano. 

Si la presencia de África en el libro no fuera ya sustancial por todos los aspectos que hasta aquí he comentado hay aún una última razón que justifica con creces la lectura de la novela. Se trata de las múltiples muestras de “color local” que acompañan -sin forzar el desenvolvimiento de la historia, con absoluta naturalidad- la pesquisa del policía y sus colegas (especialmente destacado el personaje de Kiunga, que conforma el habitual contrapunto del protagonista principal, una figura casi “obligada” en la novela negra). Algunos ejemplos de este convincente “decorado” keniata son la abundancia de términos de los dialectos locales (sobre todo maa -la lengua masái-, kikuyu y swahili) que se recogen en un glosario final; la descripción de los mercados -llegando al detalle de consignar la presencia en un puestecito de los Al-Qaeda’s Greatest Hits, un DVD musical muy cotizado-; la extraordinariamente precisa “fotografía” de los alrededores de la morgue, con una abigarrada multitud de familiares de los muertos, comerciantes de ataúdes, mendigos, vendedores de amuletos y baratijas; los matices en acentos y tatuajes, escoriaciones y peinados que diferencian cada etnia; los atestados matatus, inenarrables autobuses colectivos; la presencia ominosa de los marabús, con su metro y medio largo de altura, sus picos afilados, caminando entre las gentes, por las calles, en busca de alimento entre los desechos de la urbe; la caótica locura del tráfico en la ciudad, sin más norma para salir indemne de él que las propias pericia e intuición y la concurrencia indispensable de la suerte; las precarias casuchas de tapa de cinc que albergan vetustas pantallas de televisión en las que los niños se embelesan en añosos videojuegos; las terminales de autobuses, un furor de revendedores, puestos de comida, hombres que anuncian destinos a voz en grito, furgonetas atestadas, mercancías imposibles, niños y animales arrastrados por sus “dueños” (cualquier cosa que viaje sobre tu regazo lo hace gratis); la terrible pobreza, la suciedad, la degradación, lo harapiento de Kibera, un distrito marginal cuya existencia y condiciones de vida son una ofensa a la humanidad; la, en hiriente contraposición, escrupulosa pulcritud de los barrios residenciales para wazungu, los blancos, espacios en los que prevalece el sosiego, con mansiones aisladas por bien podados setos, ornamentadas verjas de hierro forjado, relucientes anuncios de colegios privados y clubes de campo; las casuchas precarias, hechas con tablas de madera y tejados confeccionados con planchas de cualquier material y los rascacielos -algo opulentos- del nuevo Nairobi, todo el paisaje urbano de esta ciudad inmensa e inabarcable se recoge en La hora del Dios Rojo, una muy estimable novela de Richard Crompton que publica Siruela. 

Os dejo ya con un cierre de música, obviamente keniana. En este caso se trata de Ayub Ogada, un intérprete que escapa del omnipresente soukous o rumba africana que suena por doquier en todo el país. Conocido en Europa sobre todo tras su presentación en las filas de Real World, el ejemplar sello de Peter Gabriel, su música, más delicada e intimista, como podréis comprobar en Kothbiro, es un excelente contrapunto al libro comentado. 


El sol se está poniendo. Los rascacielos del centro de la ciudad solo se ven en el horizonte como siluetas púrpura oscuro contra el cielo carmesí. El primer plano es un panorama de casas y depósitos de agua, un paisaje de chapas de cinc, cemento y tejados de juncos makuti. Cada centímetro cuadrado parece habitado. Las antenas de televisión brotan como plantas de semillero, las parabólicas como hongos. Los repetidores para los móviles y los minaretes de las mezquitas rompen la monotonía, alzándose como si tratasen de escapar de la humanidad que hay por debajo. Y donde el cielo oscurece, lejos de la ciudad, las obras se elevan iluminadas con halógenos y fósforos, echando humo y supurando polvo: una ciudad de luna blanca, polvorienta, en contraste con el Nairobi bañado por el sol, empapado en sangre, hacia el noroeste. 

El ruido es constante: golpes mecánicos de las obras, el ruido sordo del tráfico en la carretera, música, rezos, gritos, chillidos, risas, vida. Mollel puede oír cientos de voces humanas, pero aparte de la mujer que está a su lado, no ve a ningún ser humano hasta que baja la vista. Y entonces la calle se abre ante él con todo su latido vital. La gente recorre su extensión moviéndose como un reguero de hormigas, cada cual siguiendo su propio camino pero sin dejar de formar parte del flujo de doble sentido. Mollel alcanza a ver a Kiunga apoyado sobre el mostrador de un puesto de nyama choma al otro lado de la calle; está comiendo un muslo de pollo y charlando con la chica que le ha servido. Más lejos en la calle está su coche, los dos chicos de la casucha de vídeo holgazanean como si fuesen los amos y señores, apoyados contra un guardabarros. Familias acicaladas con sus mejores ropas de los domingos, las niñas pequeñas con voluminosos vestidos de satén y los niños con réplicas de trajes; un vendedor de salchichas empuja su brasero; vendedores ambulantes ofrecen fruta y matamoscas y revistas; los revendedores de billetes de matatu pregonan sus ofertas; cabras y pollos pastan con toda tranquilidad en la basura donde quiera que haya un pedazo de suelo libre. 

-¿Sabe? -dice Honey-, esta ciudad ni siquiera existía hace cien años. Entonces era nuestra tierra. N’garan’airobi. El lugar de los manantiales frescos. Toda esta gente, estos kikuyu, luo, meru, embu, kalenjin, luhya, y cualquier otro, están aquí porque el hombre blanco vino un día y dijo: “Esta zona del país es agradable, fresca, fértil. Construiré mi ciudad aquí”. Mira la calle ahí abajo. ¿Cuánta gente calculas que hay? 

-¿Quinientos, seiscientos? -tantea Mollel. 

-Y es una pequeña calle lateral. Hay veinte, treinta calles así en Kitengela, y Kitengela es solo un distrito. Están Mlolongo, Athi, South B, South C, Embakasi, Donholm, Pipeline, Industrial Area. Todos tienen calles como esta, llenas de gente. Y solo estamos hablando de los distritos de esta parte de la ciudad. ¿Qué es eso, una cuarta, una octava parte de la ciudad? 

Mollel se encoge de hombros. La escala del lugar parece incognoscible. Mareante. 

-Están todas las zonas ricas, Karen, Hardy, Lavington, Westlands. Los distritos indios. Luego la zona somalí: Eastleigh. Y ni siquiera he mencionado Mathare, Kibera, Kawangware, Dagoretti; si piensas que esto está abarrotado, aquellas zonas hacen que este sitio parezca el Masai Mara. 

Mollel siente una pequeña opresión en el pecho, una respiración superficial. Es un recuerdo físico de su llegada a esta ciudad: un muchacho que había crecido en un pueblo de dos docenas de habitantes, cuya única experiencia en cuanto a las multitudes había sido un rebaño de cabras o un día de mercado con doscientas o trescientas personas dando vueltas. Nairobi le pareció abrumador, aterrador, excitante, estimulante: lo había odiado y amado, y se había dado cuenta, con alegría y miedo de que esta era la jungla en la que esperaba perderse. 

-Ya no es nuestro lugar -dice. 

  

miércoles, 4 de julio de 2018

JAMES ELLROY Y OTTO PENZLER. AMERICAN NOIR

La palabra francesa noir (que significa negro) se relacionó por primera vez con la palabra “cine” gracias a un crítico francés en 1946, y desde entonces se ha convertido en un término prodigiosamente manido para describir un cierto tipo de película u obra literaria. Curiosamente, la categoría de lo noir no difiere mucho de la de lo pornográfico, en el sentido de que ambas resultan virtualmente imposibles de definir, pero todo el mundo cree saber reconocerlas cuando las ve. Como tantas otras certezas, ésta resulta a menudo francamente inadecuada. 

Este volumen está dedicado a la narrativa breve de género negro del siglo pasado, pero resulta imposible divorciar el género literario por completo de su contrapartida fílmica. Sin duda, la evocación más común que provoca lo noir son las grandes películas del cine negro de los años 40 y 50, filmadas en blanco y negro con una estética ampliamente influenciada por el expresionismo alemán de principios del siglo XX: líneas rectas (persianas, ventanas, vías de tren) y fuertes contrastes de luz, La mayor parte de nosotros conservamos la impresión de que el cine negro tenía algunos elementos esenciales: la femme fatale, algunos criminales duros y un policía o detective tan duro como ellos, ambiente urbano y la noche…, la noche interminable. Hay bares, clubs nocturnos, callejones amenazantes y sórdidos cuartos de hotel. 

Aunque resulte reconfortante reconocer esos elementos como la mismísima definición de film noir, es un punto de vista tan simplista como el que limita el género a la ficción detectivesca, dejando así fuera de la definición genérica otros muchos elementos de esta rica literatura, como la novela criminal y las historias de suspense. 

Ciertamente, la era dorada del cine negro transcurrió en esas décadas, los 40 y los 50, pero ya había ejemplos soberbios en los 30, como M (1931), en la que Peter Lorre debutó como protagonista, y Freaks (1932) el biopic inolvidable de Tod Browning, en el que los actores principales eran auténticas “curiosidades humanas” de carnaval. Y lo más probable es que nadie discuta que el cine negro siguió hasta los 60 y más adelante, como ponen de evidencia clásicos como El candidato de Manchuria (1962), Taxi Driver (1976), Fuego en el cuerpo (1981) y L.A. Confidencial (1997). 

En la mayor parte del cine negro no aparecen todos los referentes visuales preestablecidos del género, por supuesto (o incluso a veces ninguno de ellos), pero esos elementos dominadores que se asocian con las películas no son tan evidentes en la literatura, que confía más en la trama, el tono y el tema que en los efectos de claroscuro coreografiados por directores y cámaras. 

Más allá de las diferencias entre estos dos medios, también creo que la mayor parte de los críticos de cine y literatura se equivocan por completo en sus definiciones de lo negro, un género cuyas raíces suelen ubicarse -con insistencia clásica, aunque errónea- en las novelas de detectives hard-boiled escritas en Estados Unidos. De hecho, las dos subcategorías del género de misterio -narrativa negra e historias de detectives- son diametralmente opuestas, con premisas filosóficas recíprocamente excluyentes. 

Las obras del género negro, ya sean películas, novelas o relatos breves, son historias existenciales, pesimistas, sobre gente con graves carencias, gente moralmente cuestionable, incluidos (especialmente) sus protagonistas. El tono suele ser árido y nihilista, con personajes que -por codicia, lujuria, celos o enajenación- caen en una espiral descendente a medida que sus planes y argucias van fallando. 

Tanto si su motivación es tan transparente como un atraco a un banco o tan sutil como la voluntad de renunciar a la integridad a cambio de algún beneficio, las figuras centrales de las historias negras están condenadas a la desesperanza. Quizá los motive la persecución de un dinero aparentemente fácil, o el amor -o más frecuente, el deseo físico-, proyectado casi con certeza en la persona menos indicada del sexo contrario. Las maquinaciones de su lujuria implacable les llevarán a mentir, robar, engañar y hasta matar a medida que se vean cada vez más atrapados en una red de la que les resulta imposible escapar. Y mientras se ven comprometidos en esa persecución desesperada, se verán traicionados, engañados y, en última instancia, destrozados. La posibilidad de encontrar un final feliz en una historia negra es remota, incluso si definimos “feliz” a partir de los criterios establecidos por el propio protagonista para una resolución satisfactoria. No, ha de acabar mal porque la corrupción de los personajes es inherente y ése es el destino inevitable que les espera. 

La historia de detectives privados es un asunto distinto por completo. Es célebre la asociación establecida por Raymond Chandler entre el detective privado y el caballero andante, un hombre que podía recorrer las calles de la maldad sin ser él mismo malvado, lo cual resulta cierta en una abrumadora mayoría de héroes al uso. Pueden verse inmersos en una situación exageradamente oscura y enfrentarse a personajes engañosos, violentos, paranoides, carentes de consistencia moral, pero el detective privado a la americana conserva su sentido del honor frente a toda adversidad y duplicidad a que se enfrenta. Sam Spade vengó la muerte de un compañero porque sabía que “se suponía que debía hacer algo al respecto”. A Mike Hammer le resultaba fácil matar a una mujer por la que sentía cierta atracción, porque se había enterado de que ella había matado a su amigo. Lew Archer, Spenser, Elvis Cole y otros detectives privados ya icónicos, así como algunos policías que -como en el caso de Harry Bosch y Dave Robicheaux- a menudo actúan como si su cargo oficial no supusiera una limitación, pueden forzar (o hasta quebrantar) la ley, pero su sentido de la moral actuará siempre en pos de la justicia. Aunque no todos sus casos lleguen a una conclusión feliz, el héroe saldrá de ellos, en cualquier caso, con su historial ético intacto. 

El cine negro difumina la distinción entre el detective privado hard-boiled y las historias de género estrictamente negro al emplear estilos y tratamientos de cámara similares para ambos, aunque el espectador informado reconocerá fácilmente los puntos de vista opuestos entre un detective moral, incluso heroico y a menudo romántico, y los personajes perdidos en la negrura, atrapados en las prisiones infranqueables de sus propias estratagemas, encerrados para siempre en el aislamiento que los aleja de sus almas al mismo tiempo que de la sociedad y de las restricciones morales que permiten considerarla civilizada. 

Esta colección apenas se permite excepción alguna a esos principios fundamentales del género negro. Sus historias son oscuras y a menudo opresivas, y no suelen redimir a la mayor parte de la gente que habita en su mundo triste violento y amoral. Los planes tramados con todo cuidado se desmoronan, los amantes se engañan, la normalidad se transmuta en decadencia y la decencia resulta escasa, amén de no merecer premio alguno. No obstante, los escritores que trabajan duro en este paisaje opresivo han creado historias de tan implacable fascinación que se cuentan entre los gigantes del mundo literario. Algunos, como David Goodis y Jim Thompson, fueron prolíficos, pero apenas produjeron nada fuera de la categoría negra, que reflejaba con exactitud sus propias vidas, trágicas y conflictivas. Otros, como Elmore Leonard y Lawrence Block, han probado un espectro más variado dentro del género criminal, de lo oscuro a lo luminoso, de lo taciturno a lo cómico. Pero no en esta antología. Si usted encuentra algo de luminosidad o comicidad en estas páginas, insistiré en recomendarle que acuda a la consulta de algún especialista en trastornos mentales. 


Hola, buenas tardes, bienvenidos a una edición un tanto singular de Todos los libros un libro, cuya excepcionalidad radica en que hoy he cedido mi voz y una parte importante del tiempo de la emisión a uno de los prologuistas de la obra que quiero presentaros. Y lo he hecho, como habréis podido constatar por vosotros mismos, por la muy evidente razón de que el texto que acabo de transcribir ilustra mucho mejor que cualquier torpe intento de glosa por mi parte el contenido, el planteamiento y el propósito de este American noir, la interesantísima selección de relatos del género negro escritos por autores norteamericanos que presentó en 2014 la Editorial Navona (en una edición algo descuidada, con numerosas erratas y fallos tipográficos) en traducción de Enrique de Hériz. Con un primer prólogo -el que ha abierto el espacio esta tarde- de Otto Penzler y un segundo preámbulo también sugerente y esclarecedor, del otro antologuista, James Ellroy, American Noir recoge diez cuentos pertenecientes a la narrativa criminal, relatos policiacos, detectivescos, de suspense o como prefiráis denominarlos conforme a las taxonomías que tan bien disecciona el breve estudio introductorio, escritos por otros tantos grandes nombres del género, en una antología indispensable tanto para el conocedor como para el mero lector ajeno a los muchos atractivos de la literatura y el cine negros. Con ella abrimos, además, una serie de cuatro programas, que no serán radiados, dedicados al “noir”, un género muy propicio para la lectura veraniega. 

Cada uno de los diez relatos se presenta precedido de una semblanza biográfica y literaria, sucinta pero significativa, de los autores de las respectivas historias. Unos textos, los que la estupenda edición nos ofrece, que, moviéndose sin duda dentro de los parámetros del género, son, sin embargo, muy variados y se desenvuelven en los distintos escenarios, ámbitos narrativos, tramas argumentales, épocas históricas (los cuentos se ordenan cronológicamente, desde el primero, Pastorale, de James M. Cain, publicado en 1928, hasta el último, Cuando las mujeres salen a bailar, de Elmore Leonard, que es de 2002), planteamientos estilísticos y registros expresivos de una literatura negra que más allá de unos rasgos comunes muy claramente identificables es, como recoge el propio preámbulo que acabo de ofreceros, plural y heterogénea, poliédrica y extraordinariamente rica y diversa. 

Y así, el primer cuento, debido a James M. Cain (que pasará a la historia del cine y la literatura aunque sólo sea por su autoría de las novelas que dieron lugar a esas dos obras maestras cinematográficas como El cartero siempre llama dos veces y Perdición), se desarrolla en un mundo rural, con una ambientación que recuerda los tópicos del western, en una historia macabra pero no exenta de humor. Mickey Spillane, creador del famoso detective Mike Hammer (al que muchos recordaréis por la serie televisiva de los ochenta), presenta ¡Muere, dijo la dama!, una historia de misterio, con un interesante tono enigmático y algunos otros elementos relevantes, resuelta en un final sorprendente, aunque en conjunto floja y poco convincente; quizá la, a mi juicio, menos lograda de las piezas del libro. Otro escritor cuyas obras fueron “muy llevadas” al cine, David Goodis, es el autor de Un profesional, que refleja todas las claves del género, un cuento intenso, oscuro, descarnado, austero, medido, sin una sola frase superflua, excelente, tristísimo. Otro de los nombres mayores de la literatura y el cine negros, Jim Thompson, autor de La huída, 1.280 almas o Los timadores, entre otros muchos títulos, y guionista de dos grandes películas de Stanley Kubrick, la estupenda e inaugural Atraco perfecto y la excepcional Senderos de gloria que presenté aquí hace años, firma Para siempre jamás, en donde el marco más reconocible de las historias noir se abre a otras dimensiones menos “terrenales”, en una pirueta final inesperada y muy imaginativa. Patricia Highsmith, también con una importante presencia en las pantallas, una muestra más -y muy relevante- de la fecunda colaboración entre ambos mundos, literario y cinematográfico, impregna Lenta, lentamente al viento de su habitual tono inquietante, con las consabidas dosis de misterio y un regusto final -algo previsible- escalofriante y siniestro. 

El sexto relato se debe a James Ellroy que, como ya he señalado, es uno de los responsables de la antología y uno de los grandes autores del género (¡¡quién no recuerda La Dalia negra o L.A. Confidencial!!). Desde que no te tengo se mueve en el más típico ambiente negro: la noche, clubes clandestinos, callejones oscuros, cadáveres, mujeres que llevan irremisiblemente al abismo, prostitutas y policías, lealtades y traiciones... Joyce Carol Oates, la muy prolífica escritora, eterna candidata al Nobel, capaz de desenvolverse con acierto y éxito en cualquier ámbito literario, ensayo, periodismo y crítica, novela y cuento, teatro y literatura infantil y juvenil, nos ofrece en Infiel una historia familiar, opresiva, que se desenvuelve a lo largo de décadas en un pequeño pueblo, cerrado y agobiante, de la zona rural cercana a Nueva York, escenario de la infancia de la propia autora-, en la que la huída de una joven esposa sume a su marido y sus dos hijas en un abandono poblado de desconcierto y perplejidad, de dudas y especulaciones, de rumores e infundios, de silencios y traumas, de tristeza y pesar y rencor, que se resolverá décadas después con un giro argumental postrero no por esperado menos dramático. El autor menos conocido de la serie -al menos para mí- es Lawrence Block, quien a lo largo de las poco más de treinta páginas de Como un hueso en la garganta nos arrastra a una historia tortuosa, retorcida, sinuosa, maquiavélica, de una perversidad odiosa y ruin, casi diabólica, insoportable en su maligna crueldad, pero que se ofrece envuelta, sin embargo, en una muy nítida trama, aparentemente limpia, incluso inocua y “normal”, que se va volviendo despreciable y amenazadora con el discurrir de los hechos. Con Dennis Lehane, que ya ha comparecido en nuestro espacio y que está también muy presente en el cine y la televisión (sus libros Mystic River o Shutter Island llamaron la atención de Clint Eastwood y Martin Scorsese, respectivamente, para su traslación a las pantallas), volvemos al entorno rural, un perdido pueblo sureño dejado de la mano de Dios, en Quedarse sin perros, una historia de perdedores, sofocante y claustrofóbica, con la sombra de Vietnam como trasfondo último de la cruda violencia que subyace en el relato. Por fin, el último de los cuentos se debe a Elmore Leonard, que en Cuando las mujeres salen a bailar narra la historia de una joven que cae en la tentación de transitar un camino rápido -y obviamente delictivo- para acceder a la riqueza y el ascenso social; un camino de deslealtad, maquinaciones criminales y asesinato que -también de manera obvia- acaba por atrapar en la irremisible trampa que tantas veces encierran los atajos fáciles. 

En fin, una estupenda ocasión para disfrute esta magnífica colección de relatos, American noir, con lo mejor del género negro. Play a simple melody, una pieza del musical Wacht your step, de Irving Berlin, que se menciona en el cuento de Joyce Carol Oates, cierra esta reseña en la voz de Jo Stafford.