Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de febrero de 2023

SERHIY ZHADAN. ORFANATO; PÁVEL FILÁTIEV. ZOV

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Pasado mañana, 24 de febrero, se cumple un año del comienzo de la invasión rusa a Ucrania. Con este desgraciado motivo, nuestro espacio os está ofreciendo, desde hace quince días, una breve serie de propuestas de lectura que tienen al país ahora trágicamente atacado como núcleo central, directa o indirectamente. Así, en las dos semanas precedentes han aparecido aquí sendos libros de Wendy Lower, Las arpías de Hitler y el excepcional La fosa, en los que pudimos constatar que la opresión, la tragedia, la ocupación, el asedio, los ataques y el sufrimiento del pueblo ucranio a causa de la guerra no son, por desgracia, una circunstancia propia de estos tiempos, sino que se retrotraen a un pasado del que los desmanes del nazismo constituyen un infausto precedente. Dos libros más vienen hoy a cerrar este ciclo, con una singularidad frente a sus precedentes: si aquellos -sobre todo La fosa- hablaban de Ucrania a partir de episodios de hace ochenta años, mis dos recomendaciones de esta tarde giran sobre el actual enfrentamiento, con una recreación novelística excepcional de la brutal, injusta y sanguinaria anexión de Crimea por el gigante ruso en 2014, de la que, en cierto modo, es consecuencia la guerra que ahora hace sufrir a los ucranianos y aterra al mundo, y un relato de la devastadora irrupción de las tropas de Putin en tierras de Ucrania contado desde dentro por uno de sus protagonistas. Me estoy refiriendo, respectivamente, a Orfanato, la sobrecogedora novela de Serhiy Zhadan, publicada hace un par de meses, a finales de 2022, por la editorial Galaxia Gutemberg, y a Zov, el testimonio de Pável Filátiev, un antiguo soldado ruso, combatiente en el frente ucranio y hoy desertor -vive en Francia, donde se le ha concedido asilo político-, sobre su experiencia bélica, que también ha visto la luz en la misma editorial en la versión española de Andrei Kozinets, igualmente responsable de la traducción de Orfanato; un extremo este, el de la traducción, sobre el que quiero dejaros un apunte posterior. Ambos libros resultan de lectura indispensable si se quieren conocer de cerca -de “muy” cerca: la experiencia lectora es por momentos angustiosa- los desastres de esta guerra (y por extensión de cualquier cruel conflicto armado; valga el pleonasmo). 

Vayamos, pues, con la primera y más sobresaliente -Orfanato es una novela magistral- de mis sugerencias. Su autor, un hasta ahora para mí desconocido Serhiy Zhadan, es, como informa la nota que la editorial incluye en la solapa del libro, uno de los más destacados representantes de la literatura de Ucrania. Nacido en Luhansk, en el hoy conflictivo este del país, escenario principal de la ilegal agresión rusa, vive en Járkiv (grafía con la que se nombra en el libro la ciudad, también ahora atacada, que, en general, conocemos como Járkov), en donde es, al parecer, una de las figuras más influyentes de la escena cultural. Poeta, líder de un grupo musical, Galaxia Gutemberg subraya en su breve apunte biográfico que en 2022 Zhadan ha sido nombrado “Personaje del Año” por la polaca Gazeta Wyborcza y ha recibido el prestigioso Premio de la Paz de los libreros alemanes, entre otros muchos galardones (todos el pasado año), como el Premio Hannah Arendt de Pensamiento Político, en Alemania, y el Premio de Literatura del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, en Reino Unido, este último por la novela que ahora os presento. 

Antes de entrar en la somera descripción del argumento y de los principales motivos de interés que encierra un libro -ya se ha dicho- excepcional, quiero detenerme, siquiera de manera sucinta, en su traducción. Una rápida búsqueda sobre Andrei Kozinets en internet no me proporciona más datos que su licenciatura en Filología Española y Rusa, su doctorado en Ciencias Políticas, su experiencia como profesor en el Instituto de lengua rusa Alexander Pushkin, una beca en una Universidad en Vladivostok y su labor como traductor al español de algunas obras de la literatura eslava. Ante esta muy escasa información, me atrevo a aventurar una hipótesis, fungiendo de modo irresponsable como un Sherlock Holmes de pacotilla: además de los datos conocidos, debe tratarse de alguien no del todo experto en el manejo de nuestro idioma, aprendido en Hispanoamérica, quizá en México o Argentina, y que vive habitualmente en Cataluña (o que, al menos, ha perfeccionado su castellano en aquella región). Mi disparatada conjetura surge a partir de las muy singulares opciones léxicas y sintácticas que elige para volcar a nuestro idioma la obra del escritor ucraniano. Recuerda que la primera vez que unos hombres armados le hablaron fue la primavera pasada, cuando recién empezaba todo [la negrita, en todos los ejemplos, es mía]; Recién hace media hora se ha ido la luz; La puerta abre hacia fuera. Si se la bloquea desde el pasillo, no hay chance de salir, son claramente, locuciones inusuales en España y muy frecuentes allende los mares atlánticos. El “sesgo” catalán se percibe en Hagamos un cigarro [fem un cigarro] y vamos luego –ruega la rubia; y también en ¿Que no piensas apagar la luz? De su relativa bisoñez en el uso de nuestra lengua dan fe un Iros al diablo (técnicamente aceptado por la RAE, pero poco recomendable en la lengua literaria: “Idos” sería lo correcto); un poniéndose de cuclillas en medio de la maleza; o un las mujeres salen en trompa de la estación, entre otros ejemplos. Además, no sé si en la devastada región ucrania del Donbás, en donde transcurre la acción, suena creíble que un personaje afirme Está cayendo la del pulpo (cierto que debe de ser difícil elegir el coloquialismo adecuado para trasladar una expresión que probablemente sea en el idioma originario tan informal como la mencionada, pero lo cierto es que yo no soy capaz de imaginarme a nadie usando esa locución en medio del fragor de la batalla en el impreciso frente oriental ucranio). En fin, pequeños obstáculos en el transcurrir de la lectura que, en general, no la entorpecen ni impiden disfrutar -no sé si es el verbo idóneo para describir una experiencia, la de avanzar por las páginas del libro, que se vive con un permanente nudo en el estómago- de una novela -insisto por tercera vez- soberbia. 

Estamos en enero de 2014, en el Donbás, la región del este de Ucrania, fronteriza con Rusia y que, en esos días, soporta la invasión de su expansionista vecino. Pasha, el protagonista del relato, desde cuya mirada se nos narra la historia -salvo en las últimas páginas de la novela, en las que hay un cambio de perspectiva-, es un maestro de Lengua Ucraniana, de treinta y cinco años, que vive una existencia anodina, ahora convulsionada por la guerra, junto a su padre y su hermana gemela con los que mantiene, pese a la convivencia bajo el mismo techo, una desapegada y fría relación. El hijo de su hermana, Sasha, que aún no ha cumplido los catorce años, se encuentra internado en un orfanato que, tras las idas y venidas de las confusas escaramuzas bélicas, ha quedado aislado del otro lado del frente de guerra. A lo largo de tres agobiantes días -el marco temporal en que se desenvuelve el libro- Pasha irá en busca de su sobrino a través de un espacio apocalíptico, que deberá recorrer en una suerte de viaje iniciático y alucinante; perdido y desorientado en unos parajes dantescos, inhóspitos, destruidos por las bombas, poblados de cadáveres; atravesando líneas fronterizas de ubicación difusa y cambiante; moviéndose aterrorizado entre edificios desventrados, coches calcinados, calles y carreteras levantadas por el impacto de los obuses; soportando un clima extremo, con nieblas y nevadas constantes; evitando el encuentro con las patrullas militares de ambos bandos, con hombres armados sin distintivos que los identifiquen y con los tiradores “anónimos” de dudosa adscripción a una u otra de las fuerzas en liza; y con el fondo sonoro del inquietante rugido de los tanques, el incesante tableteo de las metralletas y el persistente fragor de los cañones amenazando de continuo con un final funesto. 

Hay, desde mi punto de vista, al menos cinco aspectos de extraordinario interés en el libro, que hacen de él una obra muy remarcable. En primer lugar, ciertos rasgos de la escritura y el estilo de Zhadan, a quien se le nota la condición de poeta por la presencia de metáforas significativas, por las referencias simbólicas a diversos animales, perros, cuervos, o personajes denominados como tales -el Zorro, la Iguana-, que acentúan el anonimato y también la pérdida de identidad, la soledad y el desamparo de los protagonistas, y por una inusual capacidad de observación plasmada en la presencia en el libro de infinidad de descripciones -recreadas con un lenguaje muy rico- que apuntan a una visión más completa, como onírica y fantasmal, de la realidad que nos muestra. Del mismo modo, hay un recurso constante a las comparaciones, que amplían los ecos de la novela, como en los siguientes ejemplos (entre infinidad de ellos): Una mañana de enero, larga e inmóvil como la cola de espera en un centro de atención primaria; El aire húmedo hace resonar sus pasos como si alguien clavara clavos en el tronco de un árbol; El maquillaje se le ha diluido como un dibujo hecho sobre la arena de una playa; La cocina de campaña se va enfriando como un corazón después de un gran amor; cambiarlo [el mobiliario] para qué, decía, era lo mismo que hacerse un lifting a los setenta. Por otro lado, aunque, como se verá, los pensamientos del protagonista, sus reflexiones sobre las experiencias vividas, sobre su vida pasada, sobre su propia personalidad, forman parte sustancial del planteamiento de la novela, esta resulta memorable sobre todo por la muy vívida exposición, hiperrealista, muy precisa en los detalles, minuciosa en la fotografía del infernal escenario en que se desarrolla la acción. 

Y este es, sin duda, el segundo gran logro del libro, lo que podríamos llamar a visión objetiva, la fidedigna recreación de un escenario bélico pavoroso (hay algo del infierno dantesco en el recorrido de Pasha) y, ya se ha dicho, apocalíptico (en este sentido, en Orfanato, resuenan indudables ecos de La carretera, de Cormac McCarthy, también reseñada aquí hace años). El lector avanza por el libro con el corazón encogido entre el tronar de los obuses (la acústica en invierno es confusa: es difícil determinar desde dónde vuelan los obuses ni dónde caen); el inquietante silbido de los disparos de los lanzamisiles y sus devastadores efectos al estallar contra el suelo en llamaradas de metal y de muerte; el fuego y la metralla irrumpiendo por doquier de manera inopinada (La atmósfera entera está saturada de humo y fuego); el incesante paso de los convoyes de camiones, remolques, tanques, vehículos blindados; la presencia de los militares y los soldados sin identificación, con idéntica ropa de combate, de modo que resulta imposible conocer el ejército al que pertenecen, apostados, amenazantes, tras los bloques de hormigón derribados; los corrillos de jóvenes combatientes que se comunican por signos, casi todos sordos por la permanente exposición al estruendo de los cañones, con apariencia paradójicamente desamparada -acaban de volver del frente- con sus botas militares embarradas, sangre seca bajo las uñas, ropa de camuflaje sin lavar, voces roncas por el frío, barbas de varios días; el terrorífico tableteo de las ráfagas de metralleta; las minas, traicioneras, escondidas en cualquier camino, bajo los escombros, entre restos urbanos dispersos por las calles, ocultas por la nieve y el barro; los tanques, las granadas de mano, las marcas de los impactos de proyectiles, los restos abandonados de equipos militares. También, de súbito, la quietud inesperada de una callejuela que serpentea entre las dachas, silenciosa como la muerte. Un silencio que presagia una horrible amenaza, el tipo de silencio de cuando alguien ha salido un momento y está a punto de regresar, en otra de las muy reveladoras comparaciones que salpican el texto. Un silencio ominoso y fatal: –Parece que está tranquilo, ya no disparan –supone Pasha. –Ya han matado a todos, por eso han dejado de disparar

Más allá de la presencia explícita del armamento, Zhadan nos muestra, con fidelidad portentosa, las consecuencias materiales de la guerra: las calles desiertas, pobladas tan solo por montañas y montañas de enseres domésticos: ropa, vajilla, muebles rotos, libros mojados que se parecen a pájaros abatidos bajo la lluvia; el asfalto cubierto con cascotes, el plástico vacío de las botellas, caca de perro y carteles rotos; las señales de tráfico volcadas, los amasijos de vigas de metal, maderas rotas, ropas desparramadas cubiertas de hollín, cristales fundidos, desperdicios; automóviles, furgonetas, autobuses acribillados a balazos; el oscuro interior de las tiendas, tras los escaparates destrozados y las ventanas arrancadas, arrasadas por el pillaje de los brutales combatientes y de los civiles hambrientos; los portales quemados como bocas de horno; los árboles calcinados, desmochados; las carreteras destrozadas, surcadas por cráteres causados por las bombas, atravesadas por escalofriantes pecios de aquel naufragio universal (Camina entre troncos mojados, mirando atentamente las sombras bajo sus pies para no tropezar con la cabeza cercenada de alguien); los postes de la luz derribados, con los cables colgando; los edificios que muestran sus entrañas, asemejándose al esqueleto de algún animal grande, con las paredes blanqueadas por la lluvia, las vigas hundidas bajo el peso de la nieve, el resto hace tiempo que fue saqueado y transportado a las madrigueras y a las casas, no queda ni una sola ventana, ni una sola puerta, no hay más que agujeros negros y corrientes de aire frío. Todo recuerda un basurero al que alguien prendió fuego por descuido

Y como “atmósfera” de esta tramoya siniestra entre la que se mueven los personajes, la persistente oscuridad (en esa época del año, luz casi no hay, es poca la luz y la que hay es húmeda y fría), las altas columnas de humo negro que se elevan en cualquier punto hacia el que se mire (¿Quién va a apagar esa humareda?», se pregunta Pasha. Arderá hasta que todo quede reducido a cenizas como si de una ciudad medieval se tratara: casa tras casa, calle tras calle, en unos días se habrá quemado la urbe entera); los olores, que impregnan el relato, una presencia recurrente en la novela, con sus muchas manifestaciones: “un olor incomprensible a barro, hierro, tabaco y pólvora”; “El aire huele a ciénaga y hierba muerta”; “El aire al instante empieza a tener un olor dulzón a quemado. Sabe a metal y a perro mojado”; “El viento arrastra desde el fondo del valle el olor a aguas estancadas, el olor a fármacos”; “recibe en pleno rostro una vaharada con olor a cientos de personas atemorizadas, a miedo y sudor, una tufarada espesa que huele a histeria y falta de sueño”; “Se aproxima el olor a humo, se aproxima la sensación del miedo, la de la impotencia también”; “intenta abrirse paso notando aquel olor a mujer que lo asedia, el aliento y el olor de cientos de mujeres, el olor a hogares abandonados y bártulos liados aprisa, el olor a congoja y quejas que no encuentran receptor”

Y es que el olor no es solo una sensación física sino, sobre todo, emocional y hasta moral. Es, como aflora en los fragmentos citados, el olor de la perplejidad, de la incertidumbre, de la desesperanza, de la impotencia, del miedo. Porque el “paisaje humano” de Orfanato, fundamental en el libro, está poblado por una masa anónima de gentes que deambulan por los espeluznantes parajes que con tanta verosimilitud Zhadan recrea, erráticos y alucinados algunos, solitarios sin destino aparente en aquel caos infernal, y otros, la mayor parte, buscando inútil amparo en la tenue protección del grupo, una aglomeración humana asustada y maloliente, confundida, trastornada. Es la gente, la gente común, las víctimas silentes de las guerras, casi siempre mujeres -abuelas, madres- y niños, refugiadas en los sótanos (Centenares de cuerpos femeninos somnolientos, ropa de abrigo, calzado de invierno, niños en brazos, enseres de cocina sobre trineos, baúles y cajas de cartón), saliendo a las calles para procurarse alimento entre ráfagas y explosiones, protegiendo a sus hijos, hacinadas en pabellones, escuelas o naves industriales (el edificio de la estación está a rebosar de personas, de que están allí dentro como si se refugiaran en una iglesia en medio de una ciudad incendiada pensando que allí estarán a salvo mientras contemplan a través de las ventanas el mundo que se va estrechando inexorablemente), perdida la noción del tiempo en esos interminables días de encierro, sin luz ni alimentos, ateridos por el frío (El frío insensibiliza las manos y la cara, dan ganas de encontrarse cuanto antes en un cuarto caliente: no importa que no tenga luz, tampoco agua, lo primordial es que no haga frío, lo primordial es entrar en calor), sin agua ni noticias del exterior, las ventanas cegadas con planchas de contrachapado. La aterrorizada y desvalida e indefensa y temerosa y desesperada población civil. Seres vulnerables, las verdaderas víctimas, con sus miradas perdidas, sintiéndose acorraladas, en sus ojos a la vez el miedo y la hostilidad (el miedo ha hecho oscurecer sus rostros, ha hinchado los párpados, ha arrugado el cutis alrededor de los ojos. Duermen apretando a los críos contra el pecho, para calentarlos con su calor, para protegerlos con su cuerpo), temblando en sus precarios escondrijos ante la previsible llegada del horror (cuando la espera es demasiada, tanta que provoca dolor del corazón, desde detrás de una esquina, en la plaza de la estación, hace su entrada torpemente un tanque, enfangado, verde, con unos troncos atados a su parte trasera y tres pasajeros encima de la torreta). 

Es en este ámbito, el de la precisa y sobrecogedora “fotografía” de la sombría vivencia íntima de sus personajes, sobre todo el del principal, en el que yo percibo el tercer gran eje sobresaliente del libro: su capacidad para trasladar al lector la terrible experiencia humana, anímica, emocional, sentimental, de la guerra. Así, la novela está cruzada por el miedo, vocablo que aparece cientos de veces en el texto: el de Pasha al encontrarse ante un grupo de hombres armados sin identificar, dudando entre afrontar su presencia o huir de ellos (Sigue indeciso sin saber cuál de las dos cosas le da más miedo. Pero quedarse allí de pie también le da miedo); el que experimenta en un puesto de control, ante la mirada aviesa de los soldados (están sopesando si deben seguirlo para prenderlo y fusilarlo detrás de las columnas o dejarlo vivir. Que viva, deciden); el que siente al atravesar un puente, indudable objetivo estratégico, y que, por tanto, puede volar en cualquier instante; el terror al atravesar a la carrera, con su sobrino de la mano, una calle vacía, expuestos a los disparos de cualquier francotirador (van deprisa, corren casi. Pero cuanto más rápido caminan, más miedo tienen, como si alguien los persiguiera por aquella calle muerta); el pavor ante las jaurías de perros abandonados, famélicos, asesinos en su hambrienta desesperación (Pasha suda por la tensión; intenta idear algo, febril; nota, presa de los nervios, cómo un nudo se le forma en la garganta a causa del pánico); el miedo, también, de las palomas, apretadas unas contra otras, tan semejantes, en ese panorama bárbaro, a los seres humanos, en un nuevo acierto en el uso de las metáforas (se apretujan como si tuviesen frío, aunque en realidad no tienen frío, sino miedo: tienen miedo del ruido que llega de detrás de la factoría, tienen miedo del silencio de las calles aledañas, tienen miedo de los reflejos color mercurio del cielo, tienen miedo porque no hay ni un alma alrededor); y, en todo momento, el espanto impreciso y diríase que inmotivado, por carecer de una sola causa concreta, un miedo frío y pegajoso, primigenio, metafísico, como si alguien se le acercara con un morral, extrajera de dentro su muerte, se la enseñara y la volviera a guardar

Y Zhadan nos traslada también, de modo magistral, la desesperanza que aflige a los pobres seres desvalidos que no encuentran salida a su situación: «No –dice–. No habrá tren. Mañana, tampoco –añade–. Pasado mañana, tampoco. –Suma y sigue–. Para ir allí, no habrá. Desde allí, tampoco. No habrá ninguno. –Pinta un cuadro bastante sombrío–. No está –dice–. Ese tampoco está. Ni ellos tampoco. ¡Ninguno, ninguno está!», no deja esperanza alguna. Aquí aparecen, de nuevo, los animales con su carga simbólica: el perro callejero, vagabundo, que se “aferra” a Pasha dándole a entender que no tiene adónde ir. Lo mismo que el protagonista, en realidad, que piensa, en su intenso y lúcido monólogo interior: Corren tiempos extraños: imposible retener a nadie, imposible evitar soltarse. Tuvo la misma sensación por primera vez varios meses atrás, en otoño, cuando empezó el asedio de la ciudad; el ferrocarril dejó de funcionar y la Estación se quedó desierta. Un desánimo y un abatimiento que comparecen en los refugios, en los que a las angustiadas multitudes solo les queda escuchar cómo, alrededor de uno, todo se aniquila y muere; en las atestadas dependencias de la estación (Dentro hay todavía más gente. A pesar de que no han dejado de bombardear la zona. Los que estaban antes, al sentirse faltos de espacio, miran con recelo a los que van llegando. La estación recuerda a un barco que zozobra mar adentro: mientras los pasajeros miran el agua que no para de entrar, desde las profundidades del océano emergen los náufragos de otro barco que acabó por hundirse antes. Estos trepan por la borda, agarrándose de las maromas y los salvavidas, pletóricos de haber tenido semejante suerte. Quienes los observan desde la cubierta, los miran con odio, los cubren de maldiciones, se indignan sin mostrar una pizca de empatía ni solidaridad. Es evidente, sin embargo, que tanto unos como otros terminarán por ahogarse); en las gentes que caminan sin sentido, sin propósito, entre las ruinas y el estruendo (la mitad de ellos sencillamente ya no tienen casa. Ni familia tampoco. Así que yerran de aquí para allá sin ninguna posibilidad de ponerse a salvo. Caminan en círculos, caminan en torno a su ciudad); en quienes han perdido ya cualquier atisbo de confianza en que su vida pueda mejorar (La muerte siempre está en algún lugar cerca, acechando); en la absoluta desolación que envuelve a esas existencias sin futuro y, lo que es peor, sin presente (El tiempo se ha detenido, no queda nada, nadie da lástima. «Nunca podré salir de aquí, nadie podrá salir vivo de aquí, aquí nos quedaremos todos, caeremos todos aplastados bajo estas aguas muertas.» Pasha repasa mentalmente los acontecimientos de los dos últimos días: recuerda todas aquellas miradas llenas de sufrimiento, los rostros deformados por la ira, todas las voces roncas por la deshidratación, los cuerpos tambaleantes por falta de sueño, todo aquel frío y la humedad, y por lo pronto comienza a sentir náuseas, porque está helado, porque tiene mucha hambre, porque está aquel abuelo que huele a muerto como si se estuviese descomponiendo allí mismo, bajo la lluvia torrencial). Todas estas estampas insufribles constituyen el núcleo del libro, al que ya apunta su título, simultáneamente literal y metafórico: Y es que todos nosotros aquí, si uno lo piensa bien, vivimos como en un orfanato: abandonados por todos

Y este desánimo va unido también a la indiferencia, a una suerte de impasibilidad que convierte a las personas en zombies que repiten sus rutinas sin otras miras que vayan más allá de la propia inercia biológica: Sea como sea, uno se abre paso entre la niebla, camina acarreando agua: un quehacer, en definitiva, que, al menos, tiene algún sentido. Mientras uno camina, no duda, a sabiendas de que tiene que llevar el agua hasta su destino. Y luego habrá que volver con las botellas vacías para coger más agua todavía. Esta apática ataraxia es compatible, sin embargo, con una difusa añoranza de la normalidad perdida: Hará un año y medio de aquello. Tan solo un año y medio. Qué tiempos aquellos, qué vida: tranquila, pausada. Hace no más de un año y medio Pasha iba al trabajo, por las noches y los fines de semana daba clases particulares, tenía suficiente para vivir. Un tiempo feliz, un pasado hoy inimaginable en el que solo existía el aire de marzo, fresco como el agua matutina, un aire que se iba calentando tras un largo invierno, un aire compuesto de una fe dulce en que todo estaba a punto de empezar, en que, a partir de entonces, todo no podía ir sino a mejor, y cada vez a mejor todavía, en una evocación que ahora, en medio de aquella devastadora vorágine, se antoja irreal y como soñada. 

Hay otras dos vertientes del libro que resultan remarcables y que comento de modo ya más sucinto: la figura de Pasha y las referencias -discretas, no demasiado explícitas, no planteadas de modo frontal y abierto- al contexto, al conflicto político, al enfrentamiento cultural, a los intereses militares y geoestratégicos en juego en la región. 

El personaje principal, con sus gafitas de intelectual que lo han aislado en la infancia, su ligera discapacidad -los dedos de una mano atrofiados-, es, en sus propias palabras, un blandengue, un cegato, alguien conformista (Yo no estoy de parte de nadie. ¿Qué tengo que ver yo?) y cobarde (siempre me escaqueo, me aparto, me falta valor para decir lo que pienso y pensar lo que me da la gana, y ¿cuándo voy a ponerle remedio de una vez por todas?», se fustiga Pasha. Y también siente lástima por él mismo), frágil, débil, de existencia irresponsable y anodina (Siempre lo pospongo todo, nunca tengo tiempo suficiente para lo más importante, lo primordial), de difícil implicación con los suyos, incapaz de retener a una mujer, solitario y único habitante de un espacio singular, hecho de extrañamiento y alienación, que lo aleja del mundo. 

Pese a que se trata de un maestro y, por tanto, de alguien presumiblemente inteligente y capaz de tener conciencia para interpretar el contexto que vive, su carácter pusilánime lo incapacita para enfrentarse a la realidad, para comprometerse con causa alguna. Así, se mantiene al margen de los acontecimientos que su pueblo lleva décadas padeciendo, soportando, sin tomar partido (Adónde iba a ir él, quién lo esperaba dónde, no tenían nada que temer, todo estaba en orden, él era un simple maestro): la imposición de la cultura y la lengua rusas, primero, la declaración de independencia de los territorios en los que vive, después, y, por fin, la invasión de los ejércitos de Putin que centra la novela. Ante las “acusaciones” de su sobrino, Pasha responde con evasivas, diciendo que aquello no le incumbía, que ninguno de los bandos gozaba de su simpatía y que se negaba a tomar partido. Ni siquiera en los primeros momentos del conflicto se siente concernido: Nunca me meto donde no me llaman. Simplemente hago mi trabajo

Orfanato es también, en este sentido, una reflexión sobre el compromiso, sobre la asunción de responsabilidades, sobre la necesidad de plantearnos, especialmente en situaciones extremas como las que ahora pone ante nuestros ojos la guerra de Ucrania, “de qué lado estamos”. El viaje “físico” de Pasha atravesando el frente para traer a su sobrino del orfanato es también un viaje “existencial”, un primer paso del camino que lo llevará a tomar conciencia de su propio destino, del de sus allegados y del de su pueblo. Pasha se dará cuenta de que fue un imbécil que se quedó esperando hasta el último momento, hasta que la ratonera se cerró, y, en ese entendimiento (Está claro que pelean justo contra ti, contra ti en concreto. Contra todo aquello que tiene que ver contigo. ¿Y qué es eso que tiene que ver conmigo? –se lía Pasha–. Pues todo eso –se da la respuesta–: tu asignatura, tu colegio, la bandera que ondea sobre este. Es por eso por lo que pelean. En contra de eso, para ser precisos) residirá uno de los escasos pero poderosos atisbos de esperanza que muestra el libro. 

Ya para terminar, una breve mención a las circunstancias -concretas, reales, actualísimas-, a la especificidad de la guerra en Ucrania. Zhadan ha elegido mantenerse en una postura de nebulosa imprecisión y consciente ambigüedad, que no excluye, claro está, la toma de partido, aunque manifestada de un modo sutil e inteligente, nunca subrayada de un modo burdo o panfletario. Más allá de las inequívocas connotaciones a las que apuntan los nombres de las ciudades y los parajes descritos, que nos sitúan en la región y en los hechos “reales”, bien conocidos, no hay en el libro nada que permita ubicarnos con detalle en los escenarios que recorre su protagonista. No sabemos si aquellos con quien Pasha se encuentra son “amigos” o “enemigos”, si ocupantes o invadidos (¿Con quién estáis, me lo puedes decir al menos?); no sabemos en qué lado de la frontera estamos; no sabemos de dónde proceden las bombas, quién dispara los misiles, quién ataca y quién defiende, quién está al mando y quién obedece. No hay ninguna mención expresa a las causas del conflicto, ni a por qué se ha desencadenado, ni a las pretensiones últimas de unos y otros. De hecho, una de las “líneas” más evidentes de la novela es la que subraya -y ello ocurre con muy significativa frecuencia- la confusión entre esos “unos y otros”. Los confines territoriales, imprecisos, se mueven, se confunden, se diluyen -Vienen del sur –se fija Pasha–. Del lado de la frontera nacional. La antigua frontera nacional –se corrige a sí mismo–. La antigua. También son lábiles las fronteras lingüísticas, y en numerosas ocasiones Pasha no acierta a comprender en qué idioma le hablan -¿en ruso?, ¿en ucraniano?- aquellos con los que se topa. El gobierno de las distintas zonas cambia de signo, sin que se explicite a cuál corresponde tras cada nuevo cambio (Se dedicarán a hacer una purga en la ciudad después de que los vuestros se marchen). Pero ese “vuestros” es equívoco, pues nadie sabe quiénes son “los suyos” (Según dicen, los nuestros lo abandonaron ayer y esos aún no han entrado. –¿Los nuestros? Vaya –suelta el chaval con desdén). Las tropas vuelven tras una retirada, con consecuencias funestas para vaya usted a saber quién (las tropas se están retirando de la ciudad y no conviene enfadar más de la cuenta a los que entren cuando se hayan marchado definitivamente). Las banderas -de estos y de aquellos- aparecen y desaparecen en los edificios oficiales, la entrega de documentación en los numerosos puestos de control es una lotería de resultado incierto (allí todo el mundo tiene pasaportes con la bandera que ellos consideran del enemigo). Esa indefinición, esa inseguridad contribuyen a aumentar el clima de recelo, de permanente sospecha, de amenaza latente que, además de la muy real de los obuses, ayuda a dibujar, con un realismo exacerbado, los horrores de la guerra. 

Será tan solo en las últimas páginas -y sin querer destripar el final- cuando, tras la muy pesimista visión que se refleja en todo el libro, afloren, de modo tímido, una esperanza leve, un atisbo de confianza, una posibilidad de olvidar el horror, que Zhadan subraya con el recurso literario del cambio de la voz narrativa (ahora quien “habla” es el chico) y con la aparición -de nuevo- de la imagen simbólica de los perros, en este caso dos cachorrillos, encontrados en la calle, uno muerto ya, el otro aterido, a punto de morir por el frío, a quien el muchacho acogerá, salvándole la vida. Una tenue, muy frágil esperanza, que apenas despunta entre la devastación presente. 

Sin apenas tiempo ya, dos palabras para Zov, una obra de otro calibre, de nulo valor literario, aunque con cierto interés en tanto que permite conocer -de un modo no exento de polémica- la cruda realidad de la ocupación rusa, de manera complementaria a Orfanato, esta vez desde la perspectiva opuesta, la mirada, desde el primer momento escéptica y descreída, de un miembro del ejército invasor. El título del libro, Zov, que significa “llamada” o “llamamiento” en ruso, es también una alusión evidente a la letra Z -y a la V- que desde el inicio de la guerra aparecía pintada en los tanques invasores. Pável Filátiev, el soldado ruso que ha dicho no a la guerra de Ucrania, como reza el subtítulo que la editorial ofrece en su portada, es, en efecto, un militar, movilizado en febrero de 2022 e incorporado a las tropas que, en esos días, intentan tomar la ciudad de Jersón. Activo en el frente entre las 00.00 horas del día 24 de ese mes, hasta mediados de abril, cuando, a resultas de un bombardeo, le entrará tierra en un ojo provocándole una infección que derivó en un principio de queratoconjuntivitis. Ante el riesgo cierto de pérdida de un ojo, será evacuado y trasladado a un hospital para heridos de guerra en Sebastopol, en la península de Crimea, rusa ahora, tras su anexión por la fuerza en 2014. Un mes y medio después de su retirada de la primera línea de batalla, espantado por la experiencia bélica, empezará a escribir -en una muy rotunda y elocuente primera persona- el relato de los hechos vividos que acabará por ser el libro que ahora tenemos entre manos. Al poco tiempo, en agosto pasado publicó el manuscrito de su historia en una popular red social rusa -VKontakte, el equivalente al Facebook de aquel país-, y ante la más que presumible sospecha de que las autoridades rusas lo detendrían bajo la acusación de difusión de información falsa sobre el ejército, delito que conlleva una pena de quince años de prisión, huyó de su país, con la ayuda de una ONG -New Dissidents Foundation, en cuya página, Gulagu.net, había aparecido su relato-, para recalar en Francia, donde reside actualmente y en donde está a la espera de adquirir el estatuto de refugiado político, en una vertiente de su peripecia -más allá del contenido de su libro- en la que los puntos oscuros, las acusaciones, la polémica y hasta el escándalo han comparecido de modo abrupto. Pero vayamos, de entrada, con el libro. 

Narrado en dos hilos argumentales que se suceden en capítulos alternos, el relato de Filátiev, paracaidista de la 56 Brigada de Asalto Aéreo, militar de carrera, combatiente en Chechenia de 2007 a 2010 (pese a que en 2022 aún sigue siendo muy joven, solo treinta y tres años), hijo a su vez de un veterano militar presente en algunos de los más notables escenarios de la profusa actividad guerrera de su país, enlaza la descripción de los aciagos días del frente, que en el libro aparecen en cursiva, con las semanas de recuperación en retaguardia, para las que la edición elige la tipografía en redonda. El relato de la invasión, pese a la enojosa irrupción -casi de continuo- de infinidad de referencias técnicas a armamento, tanques, modelos de vehículos militares, y de especificaciones relativas a cuerpos del ejército, brigadas, compañías, batallones, regimientos, comandos, etc., es, sin duda, la dimensión más interesante del libro. En ella se detallan las consabidas -pero no por ello de innecesaria constatación- manifestaciones inherentes a cualquier guerra, tanto las más “cotidianas” y, por tanto, más tolerables también -el hambre, las enfermedades, las noches sin dormir, la falta de higiene y el exceso constante de adrenalina-, como las de mayor brutalidad y crudeza, presentes de modo notable, como se ha visto, en Orfanato: el sonido de los obuses y los misiles, las bombas y sus temibles ondas expansivas, los disparos constantes y las ráfagas de metralleta, el estado de continua amenaza, la permanente sombra de la muerte, el miedo atroz. A estos elementos de presencia acostumbrada en los libros bélicos, añade Filátiev lo que constituye la especial singularidad de su texto: la hiriente exposición del caos, el desconcierto, la desorganización, la chapuza, la improvisación, el descontrol, la corrupción rampante, la anarquía y el absoluto desorden que reina entre las tropas de asalto y, en general -a partir de otros episodios ajenos a la invasión de Ucrania que el autor recuerda-, del Ejército ruso. 

La trayectoria militar de Pável esta surcada por multitud de enfrentamientos, protestas, quejas, reclamaciones, denuncias, expedientes y sanciones; de, en definitiva, conflictos con los superiores y las autoridades de las fuerzas armadas, fruto de su carácter belicoso -también de su valentía e independencia, que en el libro el autor resalta con un indisimulado aire de exculpatorio orgullo-, de su afán de verdad y de justicia y de su supuesta rebeldía frente a las mentiras, los abusos y el sinsentido. Todo ello está en Zov, que, desde esta perspectiva, se puede resumir en una sucesión de desastres organizativos y disparates de intendencia, sazonados con las encendidas diatribas del protagonista, que arriesga de continuo su vida a causa de la inconsciencia y el desgobierno de sus mandos. En ello se centra el segundo hilo de la obra, en que, desde la retaguardia, durante su hospitalización y tratamiento, Filátiev critica la burocracia, las mentiras, la falta de información, la opacidad, la prohibición de la crítica, la sistemática eliminación de cualquier disidencia, el autoritarismo asesino del régimen de Putin. 

No obstante -y sigo hablando exclusivamente del texto en sí, sin incluir en mi análisis las repercusiones, controversias y litigios que surgieron tras su publicación-, el lector (al menos yo) tiene en todo momento la sensación, mientras avanza por las páginas del libro, de que hay algo impostado en su escritura, un intento de quedar bien, de salvar la cara en una suerte de antimilitarismo artificioso, de difícil encaje en un itinerario vital claramente “guerrero”, de subrayar su amor a Rusia denunciando los excesos de sus dirigentes, de mostrarse airada y permanentemente avergonzado por los horrores de la guerra, una postura sospechosa en quien los ha protagonizado en la primera línea de las trincheras desde los dieciocho años. Así, por ejemplo, Filátiev presencia escenas de saqueos en los territorios ocupados, en tiendas, en casas, en supermercados, pero él nunca participa -todo lo más el robo de un gorro, que se lleva acuciado por la necesidad; igualmente, se apunta -no sé si es el verbo adecuado, dado el contexto- a posibles actos de violencia con la población civil -una mujer que aparece escondida en una zanja, a la que se toma por espía; unos ancianos que niegan información a las tropas invasoras-, pero nunca se concretan y el propio autor, en el libro y en entrevistas posteriores, confiesa no haber participado ni tenido noticia de posibles crímenes de guerra. En definitiva, leyendo el libro asistimos, en cierto modo, a la construcción del personaje de un héroe, concienciado y sensible, cuando todo en su recorrido vital y profesional lo hace sospechoso de la auténtica sinceridad de tal “reconversión”. En el mismo sentido, incluso el extenso capítulo final, un furibundo y encendido alegato contra la guerra, contra las mentiras y la falta de información, contra la despiadada política de Putin, suena algo "sobreactuado". Quedan dudas, pues, y el en apariencia nítido mensaje antibelicista y “antiputiniano” acaba por dejar un rastro de ambigüedad. 

Y a ello, a la suspicacia y el escepticismo del lector, contribuye también la polémica suscitada tras el éxito de Zov, traducido a varias lenguas y, en cierto modo, un exitoso best-seller internacional que está generando cuantiosas ganancias a sus responsables. Estos beneficios, que, inicialmente, no se imaginaban copiosos, habrían sido cedidos, por contrato, por el propio Filátiev a New Dissidents Foundation, la entidad que le facilitó la huida de Rusia. Sin embargo, el exsoldado denunció a la organización por presunto fraude en dicho acuerdo. El contencioso, que hace pensar en el afán de lucro del autor ante la sobrevenida y muy fructífera repercusión de su libro, ha despertado la desconfianza y el recelo, no solo entre los dirigentes de la ONG, sino también en Ucrania y entre la oposición rusa, algunos de cuyos miembros dudan incluso de la veracidad de los hechos narrados. Sazónese la polémica con insinuaciones de espionaje, de chantajes del Kremlin o de sospechosos dobles juegos para que no quepa otro remedio que ser cauteloso ante el juicio último que nos merecen las andanzas del exparacaidista. En cualquier caso, la “fotografía” de la guerra que recoge el libro y la imagen de absoluto descontrol del Ejército, tomadas ambas desde la perspectiva de los propios combatientes, resultan interesante y justifican suficientemente su lectura. 

Como complemento musical a mi, para variar, muy extenso comentario, os dejo con una canción de Pink Floyd, una nueva tras 28 años de silencio. Se trata de un tema escrito para protestar contra la guerra en Ucrania. Hey Hey, Rise Up! (¡Oye, oye, levántate!) se basa en un tema del cantante ucraniano Andriy Khlyvnyuk, de la banda Boombox. La pieza original, The Red Viburnum in the Meadow, que ya se cantaba en la Primera Guerra Mundial, se ha convertido ahora en un símbolo de la causa de la población invadida y todos los beneficios de la particular recreación de Pink Floyd irán destinados a la ayuda al pueblo ucraniano. 


Tiene ganas de sentarse y de tomarse un respiro. Y de no ver a nadie. No oír nada. Olvidar todos aquellos ruidos y los olores. Olvidar la estación, el autobús, la carretera destrozada, el paisaje lunar detrás de la ventana, a la gente infeliz que deambula por los campos de enero, el bosque negro pasto de disparos, las casas oscuras, las voces de terror. Las ventanas sin un asomo de vida, las encrucijadas tras cada una de las cuales la muerte puede acecharle a uno. Todo aquello lo lastra con su peso de plomo frío, lo arrastra hacia el fondo, lo vuelve torpe y vulnerable. 

«¿Es posible olvidar todo eso? –se pregunta Pasha–. Claro que es posible –se da él mismo la respuesta–. Por supuesto. Lo olvidaré todo –se convence–, y el chaval también. No hace falta que recuerde todas estas cosas, la crudeza del olor a azufre y a carne humana, no vale la pena que se acuerde de la suciedad bajo las uñas. Una persona no debería retener en la memoria tanto miedo y tanto mal. ¿Cómo se puede seguir viviendo con todo esto? Lo olvidará todo, le irá todo bien, olvidará el orfanato, el desamparo, la sensación con la que uno se despierta encerrado en un sótano oscuro. Más vale que se acuerde de algo bueno, algo que no provoque odio ni desesperación. El olor a casa, el aroma de los árboles en el patio o el olor a un prolongado deshielo, en pleno enero, con fragancias del río. Recordará el deshielo –se convence Pasha–, lo recordará sin duda. Nada de sangre ni de metal.» Y cuanto más trata de convencerse, tanto mayores son la lucidez y la seguridad con las que comprende que eso no ocurrirá, que nadie olvidará nada ni pasará página, y que el chaval, le suceda lo que le suceda a partir de ahora, cargará con esos recuerdos como con bolsas llenas de piedras, y que ese olor a cuero roto y a saladas lágrimas masculinas lo perseguirá el resto de su vida, y la sombra del orfanato lo acechará esté donde esté, sean cuales sean los lugares soleados a los que vaya a parar. También la comida a partir de ahora no le dejará de saber a comedor del orfanato, y sus sueños se llenarán de voces huérfanas, y las mujeres le recordarán a sus amiguitas del búnker, pintarrajeadas y llorosas, y no podrá hacer nada con aquello ni nadie podrá ayudarle. Lo único que se puede hacer por él ahora mismo es lograr llevarlo a casa, bañarlo, reconfortarlo con un té dulce y acostarlo a dormir. Que descanse, que duerma todo lo que pueda, hasta que deje de soñar. Mañana todo será distinto, mañana todo será como antes: días normales en casa donde cada cual se dedica a lo suyo, donde todo está en su sitio, donde nada sobra ni falta. Las mañanas llenas de quehaceres domésticos, el trabajo al que uno se acostumbra como a su ropa habitual: no aprieta, no molesta, se lleva mientras se lleve. Tardes apacibles, noches oscuras. Cuánta alegría, cuánta calidez hay en todo aquello, al fin y al cabo. Ha valido la pena haber ido a parar allí, al corazón del infierno, para apreciar todo lo que uno tenía y lo que perdió. Sencillamente hay que regresar cuanto antes a casa, cesar en aquel deambular por los círculos de la desgracia ajena: ¡volver a casa! ¡Volver cuanto antes!

Videoconferencia
Serhiy Zhadan. Orfanato

miércoles, 15 de febrero de 2023

WENDY LOWER. LA FOSA

Hola, buenas tardes. Alberto San Segundo, al frente de Todos los libros un libro, os da la bienvenida y os invita a disfrutar, un miércoles más, de nuestro espacio de recomendaciones de lectura en Radio Universidad de Salamanca. Desde el pasado miércoles, cuando están a punto de cumplirse los doce meses del comienzo de la invasión de Ucrania a manos de los ejércitos dirigidos por el déspota ruso Vladimir Putin, estoy proponiéndoos aquí algunos libros en los que el país hoy sangrientamente amenazado es, de un modo más o menos directo, protagonista de sus páginas. Así, hace siete días mi reseña tuvo como objeto Las arpías de Hitler, un interesante y a la vez sobrecogedor estudio, obra de la historiadora Wendy Lower, estadounidense experta en el Holocausto, sobre la participación de las mujeres en la espeluznante labor de exterminio de los judíos llevada a cabo por el régimen nazi en los territorios de Europa del Este -en las hoy independientes Ucrania, Bielorrusia, Eslovaquia y Polonia-, entre 1941 y 1944. 

Como os anticipé entonces, esta tarde quiero sugeriros la lectura de otro libro de la propia Wendy Lower en el que Ucrania resulta ser, de nuevo, el escenario principal de la trágica historia que en él se nos narra. Se trata de la última obra publicada en nuestro país de su autora. La fosa, presentada en España este mismo año por la editorial Confluencias en traducción de Elena Magro Sánchez, se mueve en el mismo marco temático y conceptual -y también geográfico- de Las arpías de Hitler. Con el revelador subtítulo de Una familia, una fotografía, una masacre del Holocausto revelada, el libro analiza de manera exhaustiva la fotografía a la que alude el referido subtítulo y que ocupa la portada y se repite en sus detalles a lo largo del texto: la instantánea que recoge la brutal ejecución en una fosa común de una madre y sus hijos, perpetrada por dos milicianos ucranianos y otros dos soldados nazis en Miropol (no la hoy devastada Mariúpol), una población de Ucrania, situada a medio camino -más o menos- de Lviv y Kiev, el 13 de octubre de 1941. En una intensa labor de investigación que le llevó diez años, Lower reconstruye los hechos y, a partir de ellos reflexiona sobre el llamado Holocausto de las balas, la primera fase -que podríamos llamar “artesanal”, si el término no resultara frívolo- de la “Solución final”, la aniquilación masiva de judíos en la Segunda Guerra Mundial, cuya manifestación más abominable la constituye el posterior tratamiento “industrial” de la infame tarea con la creación de los campos de exterminio. Entre uno y medio y dos millones de judíos fueron fusilados -un método cruento que ocasionaba no pocos problemas de “intendencia” a los asesinos, por lo que la “higiénica” alternativa de las cámaras de gas acabaría por imponerse- en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los citados países del centro de Europa que luego serían ocupados por la Unión Soviética. 

Wendy Lower, cuya condición de investigadora experta en la Segunda Guerra Mundial y en particular en el genocidio de los judíos, sobre todo en Ucrania, ya resalté aquí mismo en mi reseña de hace siete días, se encontraba en agosto de 2009 en Washington, rastreando en los archivos del Museo del Holocausto de los Estados Unidos en busca de documentación que pudiera llevar a juicio a Bernhard Frank, el “último nazi”, antiguo comandante del complejo Berghof de Adolf Hitler en los Alpes y protegido del comandante en jefe de las SS, Heinrich Himmler, responsable último del exterminio judío en Europa. Frank, que presumiblemente vivía en Alemania bajo identidad falsa (y que, fallecido en 2011 logró salir impune de sus atroces crímenes), había dado órdenes de incluir también a las mujeres judías en los primeros fusilamientos masivos, registrando con inusitado fervor burocrático los detalles de esas brutales operaciones. Entre julio y octubre de 1941, Frank registró el asesinato de más de cincuenta mil hombres, mujeres y niños judíos en los campos, pantanos y barrancos de Ucrania y Bielorrusia. Mientras consultaba los microfilmes de los informes policiales de las SS, dos jóvenes periodistas de Praga se acercaron a ella para mostrarle la fotografía, fechada el 13 de octubre de 1941 en Miropol, que constituiría la base del libro. 

Por su ya extenso historial investigador, Lower estaba acostumbrada a manejar miles de fotografías en torno al Holocausto y había estudiado con detenimiento precisamente aquellas que captaran a los asesinos en acción. Su primera reacción, a la vista del documento, fue de sorpresa, pues aunque el registro documental y fotográfico del Holocausto es mayor que el de cualquier otro genocidio, las fotografías incriminatorias como estas, que captan a los asesinos en el acto, son muy escasas. Su inmediata sensación fue la de una cierta ilusión -si puede hablarse en estos términos ante acontecimientos tan trágicos- al pensar en la posibilidad de identificar a los autores del fusilamiento que aparecían en la fotografía y en si ello podría servir para incriminarlos y juzgarlos por los asesinatos. Normalmente, las imágenes explícitas de fusilamientos, ejecuciones, asesinatos in fraganti, llevados a cabo por los nazis son tan icónicas que dan la falsa impresión de que son numerosas, cuando no son más que una docena. Lower comenta sucintamente algunas de ellas y nos traslada la constatación de que, en la mayor parte de los casos, poco se sabe, si es que se sabe algo, sobre quiénes son las personas que aparecen en ellas, y menos aún sobre sus autores

¿Qué se hace cuando se descubre una fotografía que documenta un asesinato?, se pregunta en las primeras páginas de su ensayo para, a continuación, en un registro cercano y familiar con el lector, plantear: imagina que, rebuscando en un mercadillo, en una tienda de antigüedades o en el desván de tu nueva casa, encuentras una fotografía en la que aparece una persona siendo asesinada, con el autor del crimen a plena vista. Si el asesinato parece reciente, de tu misma época, seguramente llevarías la fotografía a una comisaría y presentarías una denuncia para iniciar una investigación. Pero ¿y si el crimen fuera un linchamiento de hace un siglo? ¿O un tiroteo en 1941? 

Este es, en definitiva, el desencadenante del libro. La fosa es la historia de esa fotografía y de las pesquisas llevadas a cabo por su autora para desentrañar los enigmas que encierra; una indagación, profunda, rigurosa y abrumadoramente fundamentada (ochenta de las apenas trescientas páginas del libro las ocupan las notas que incluyen las referencias a libros, artículos, archivos, declaraciones, informes, grabaciones de audio y vídeo, que complementan y sustentan el carácter fidedigno de casi cada frase de su texto), que surge con un propósito múltiple, al que alude la propia Lower al comienzo de su estudio: revelar una gran cantidad de valiosa información sobre el Holocausto, inducir a la reflexión sobre unos hechos terribles para evitar -inútilmente, como nos demuestra día tras día la sucesión de atrocidades que se siguen produciendo en el mundo- su repetición y provocar un estado de conciencia que asuma la necesidad de una actuación para castigar a los culpables y devolver la dignidad y (simbólicamente) la vida a sus víctimas. En cuanto vi la fotografía y la sostuve en mi mano, quise romper el marco que rodeaba la escena del crimen y mantenía a las víctimas congeladas en ese horrible momento. Aunque la fotografía captaba un acontecimiento atrapado en el tiempo, yo sabía que formó parte de una situación dinámica real. ¿Qué sucedió antes y después del asesinato? ¿Cuál fue el destino de todas las personas que aparecen en ella? 

La investigación de la que da cuenta el libro tiene mucho -y eso lo hace apasionante como mera lectura, al margen de su dramático contenido- de labor detectivesca. Partiendo de la imagen y de los pocos datos constatables que la “ubican” -Miropol, 13 de octubre de 1941, uniformes nazis, vestimentas de los colaboracionistas locales, edades aproximadas de víctimas y victimarios, ropas de unos y otros, tenues referencias topográficas- Lower reconstruye la escena de la criminal ejecución agotando el examen de hasta el menor de los detalles en ella recogidos, manejando ingentes cantidades de documentos, viajando al pueblo ucraniano, intentando hablar con posibles testigos, explorando los parajes que pudieran haber sido “el lugar” de los fusilamientos, para, con todo ello, ofrecer una explicación plausible, verosímil y fehaciente de lo ocurrido. Y así, en los diversos apartados del libro se describe con precisión la imagen captada (capítulo I, “La fotografía”), se presenta el entorno físico del crimen (capítulo II, “Miropol”), se relata cómo se desenvolvieron los hechos y se desentraña la identidad de los autores nazis (capítulo III, “La Aktion: los asesinos alemanes”), se informa de las averiguaciones sobre la personalidad del “invisible” fotógrafo (capítulo IV, “El fotógrafo”), se da cuenta de la indagación sobre la mujer y los niños asesinados (capítulo V, “La búsqueda de la familia”), se relata la ardua tarea “arqueológica” de localizar, identificar y abrir la fosa (capítulo VI, “La historia de la excavación”), se aportan informaciones sobre otros desaparecidos en el mismo acto pero de cuya muerte no queda evidencia gráfica (capítulo VII, “Los desaparecidos no documentados”), se examina la actuación de los jueces y tribunales en relación con los hechos descritos y con la participación en ellos de los colaboracionistas ucranianos (capítulo VIII, “Justicia”), y por fin, en un emotivo “Epílogo”, se nos propone una serie de reflexiones en torno a la importancia de las fotografías de atrocidades tanto para revelar la capacidad del ser humano para hacer el mal como en su condición de pruebas del delito y su “eficacia” en la búsqueda de la verdad y la justicia, a partir del “enigma” de los zapatos de hombre vacíos y el abrigo arrugado abandonados al borde de la fosa en la fotografía analizada; un hombre que, no presente en la imagen, tiene sin embargo una historia que al lector no le queda más remedio que imaginar… 

Pese a que en un programa de radio -más allá de este blog, Todos los libros un libro es una emisión radiofónica- no puede mostrarse, como es obvio, la fotografía sobre la que gira el profundo análisis de Lower, la minuciosa descripción que se hace de ella en el primer capítulo de la obra permite a cualquier lector -y también al oyente- hacerse una idea muy completa de la desgarradora escena que en ella se representa. Os dejo, en la sección final que siempre complementa estas reseñas, con un fragmento del libro en el que se explican, de modo pormenorizado, los detalles de la atroz imagen. Antes, y de modo resumido para que podáis seguir mis comentarios con un mínimo conocimiento de causa, os adelanto sus elementos esenciales: una mujer se encuentra inclinada sobre el borde de una fosa. Agarrado a su mano izquierda, un niño, descalzo, cayendo de rodillas. Casi tapado por ambos, se intuye la presencia de otro chiquillo, apoyado en el regazo de la mujer. Tras ellos, cuatro hombres armados. Dos -uniforme, gorras, botas altas- son comandantes alemanes. Otro dos -abrigos de lana, brazaletes- auxiliares ucranianos. Un oficial nazi y uno de los colaboracionistas disparan sus rifles sobre el grupo de indefensas víctimas. El humo de los fogonazos inunda la imagen y oculta casi totalmente la cabeza de la mujer, a la que casi toca el arma del ucraniano, que muestra un gesto esforzado. Al fondo, un civil contempla la escena. En primer plano un par de botines de hombre, un abrigo tirado en el suelo, algunos casquillos. Enmarcando la acción, los árboles del bosque dejan filtrar de modo tenue la luz del sol. 

La foto había estado guardada, oculta, en los archivos de la sede del Servicio de Seguridad de Praga, un equivalente al KGB en la Checoslovaquia sometida al dominio de la Unión Soviética, a los que llegó tras una peripecia de la que se nos da cuenta en la sección del libro dedicada a la investigación sobre el fotógrafo que la tomó. El desmoronamiento del régimen soviético en 1991 permitió que saliera a la luz y propició que, desde Occidente, se reavivaran las investigaciones sobre los terribles hechos. La presencia entre los ejecutores de miembros de la milicia local ucraniana que, probablemente, eran vecinos y conocían bien a algunas de las víctimas, conlleva -así ocurre a menudo en casos similares- el que se levante un muro de silencio sobre los sucesos pasados, bien sea porque los descendientes, familiares y amigos, tanto de los muertos como de sus asesinos, prefieren no remover unos hechos muy dolorosos, bien sea porque, en muchas ocasiones, quienes encarnan los poderes actuales son los desmemoriados herederos de los que perpetraron las matanzas: Aún a día de hoy, más de setenta años después, los académicos del este de Europa que investigan y publican información sobre estos asesinos locales en Ucrania, Polonia, Hungría y otros países, son a menudo silenciados, amenazados e incluso criminalizados por desenterrar el oscuro pasado de antisemitismo, codicia, oportunismo y violencia que tuvo lugar en toda Europa

Con el fin de desentrañar los enigmas de la foto, Lower viaja a Miropol en 2014. En el capítulo correspondiente a ese viaje, la autora expone las dificultades iniciales nacidas, ya en una primera instancia, de la existencia de al menos tres pueblos con este nombre en Ucrania, y probablemente algunos más en Rusia y en Bielorrusia. Además, las diferentes grafías con las que aparece reflejado -Myropol, Miropol, Myropil’ y Miropolye- confundían y limitaban las posibilidades de dar con el lugar exacto a partir de la información registrada en los archivos. Tras un sucinto repaso, que se retrotrae a los siglos XVI, XVII y XVIII, a la historia de la región (el asentamiento judío creado por la emperatriz rusa Catalina la Grande, la muy dilatada dominación polaca, la sujeción a Rusia tras las divisiones de Polonia, y por fin las convulsas ocupaciones rusa y soviética, para llegar a la actual adscripción a Ucrania), en el que se subraya la importancia de la comunidad judía en la zona (Miropol fue nombrada ciudad santa de los judíos a partir de su protagonismo en una obra de teatro, El Dybbuk, de 1914, que tuvo mucha repercusión y que dio lugar a una conocida y exitosa película de 1937, muy relevante, incluso en la actualidad para las comunidades judías de todo el mundo) y su existencia relativamente pacífica en ella (ucranianos y judíos habían convivido durante siglos, casi siempre en paz, pero los lazos que los unían eran tenues), la investigadora relata su posterior decadencia (Durante el siglo XIX y principios del XX tuvo lugar un rápido declive de la cultura judía, causado por distintos factores como la rusificación, el antisemitismo, el nacionalismo, el sionismo, la urbanización o la inmigración de judíos a Palestina, Europa occidental y el Nuevo Mundo) que desembocaría en la hostilidad, la persecución y los pogromos (una de cada cuatro víctimas del Holocausto murieron en el territorio de lo que hoy es Ucrania, la mitad en la amplia región central del país en la que se ubica Mirupol, en una abominable sucesión de matanzas que, a diferencia del proceso abierto con los campos de concentración y exterminio, se produjeron en muy poco tiempo y de manera muy rápida). 

Ubicada por fin en la ciudad, acompañada de un intérprete y un conductor, provista de mapas extraídos de las actas de un juicio celebrado en Miropol en 1986 contra una milicia ucraniana, manejando planos locales, asesorada por topógrafos y arqueólogos forenses, con la ayuda de sus entrevistas a los lugareños de mayor edad, descendientes de protagonistas o testigos ellos mismos de los aciagos episodios de aquellos días, y contando con los vívidos recuerdos de Ludmilla Blekhman, la única judía que sobrevivió a las masacres de la ciudad y cuyo testimonio pudo consultar en vídeo (la mujer murió antes de que Lower tuviera ocasión de visitarla), la historiadora acaba por localizar el barranco de la fotografía entre decenas de lugares que habían sido también fosas comunes y en los que se apreciaban vestigios de los crímenes perpetrados (los procesos de contracción y expansión de las distintas capas del suelo son diferentes en las fosas que albergan cadáveres de seres humanos, por la acción de los líquidos y los vapores expelidos por los cuerpos y por la tierra removida por las alimañas o en los saqueos posteriores de los vecinos del lugar -a quienes resulta aplicable, con más pertinencia que en el caso de las bestias, el término “alimaña”-, lo que facilitaba la localización de los enterramientos). 

Una vez situado el escenario de la matanza, la investigación se centra en identificar a sus responsables. En su transcurso, Lower comprueba registros militares, indaga en archivos, rastrea órdenes policiales, estudia minuciosamente documentos judiciales, escudriña en álbumes de retratos oficiales de la policía, analiza los botones de las chaquetas, los emblemas de las gorras, los tamaños y colores de las mangas de uniformes de los militares nazis reflejados en la foto, examina transcripciones de testimonios, consulta correspondencia legal (un total de ochenta mil páginas repletas de detalles horripilantes: era como leer páginas manchadas de sangre) para acabar dando con un formulario -del que se ofrece una foto en el libro- cumplimentado en enero de 1969 en la comisaría de Laatzen, un pueblo a pocos kilómetros de Hannover, en el que Kurt Hoffmann, un funcionario de aduanas alemán ya jubilado, denunciaba (los recuerdos de los hechos vividos no le dejaban vivir en paz) cómo dos compañeros suyos en los Servicios de Protección fronteriza -el Batallón 303- habían participado en un fusilamiento cuyas circunstancias -la fecha, el emplazamiento, los ejecutores, las víctimas- se acomodaban a las recogidos en la fotografía que había desencadenado la búsqueda. Los asesinos alemanes habían sido reconocidos (no encontrados, porque uno de los sospechosos, Hans Vogt, nunca fue localizado, y el otro, Erich Kuska, absuelto ante la imposibilidad de probar su participación en los hechos, por lo que el caso fue archivado en 1969). En un capítulo escalofriante, el libro detalla, casi minuto a minuto, la cronología de la catástrofe, el calendario de la temible Aktion de Miropol sobre la que cualquier judío sabía ya, en esas fechas, que no era la deportación a la tierra prometida de Israel, ni tan siquiera a un campo de trabajo cercano, sino que se trataba de una marcha fúnebre hasta las afueras de la ciudad para ser fusilados. A partir de las declaraciones de dieciocho ucranianos que aceptaron ser entrevistados entre 2014 y 2016 en torno a las atrocidades contempladas (quienes observaron el tiroteo cuando eran adolescentes, escondidos detrás de los árboles; quienes vieron a sus vecinos judíos ser transportados desde el mercado, en donde habían sido obligados a concentrarse, hasta el bosque, y oyeron después los disparos; quienes se vieron obligados a cavar las fosas; quienes saquearon las casas y negocios judíos y “profanaron” incluso las fosas comunes en busca del oro y los objetos de valor que pudiera haber entre los cadáveres), utilizando cientos de testimonios de alemanes, eslovacos y ucranianos que pasaron o residieron en Miropol, con la inestimable ayuda de la única superviviente, la ya mencionada Ludmilla Blekhman, Lower reconstruye el antes, el durante y el después de la fatídica jornada en que se tomó la fotografía que “protagoniza” su libro. 

Una fotografía de la que se rastrea también sus componentes “técnicos” y las consecuencias -de cara a la completa indagación sobre los hechos retratados- que de ellos se deducen. Así, el que la foto ofrezca una composición impecable, que se respeten los tres tercios “canónicos” en la distribución del espacio (la fosa, los asesinos y, en el centro, las víctimas), el que la cámara esté fija, el que el encuadre no presente inclinaciones y esté a la altura correcta, el que la imagen sea nítida y el enfoque adecuado, el que en la investigación aparecieran otras cuatro fotos que parecen integrar una serie formando parte de una misma secuencia, son, en principio, indicios de que quien las tomó era un fotógrafo profesional que, además, habría sido colaborador de las fuerzas nazis, teniendo en cuenta que se había podido mover libremente por la escena (así permiten deducirlo los diferentes ángulos de las fotos que integran la serie) y tomando las fotografías abiertamente a la vista de todos (los ejecutores no le prestaban atención, indiferentes a la presencia de una cámara que debía ser habitual en situaciones similares). Con estas referencias de partida, Lower dirige sus pesquisas hacia la figura del fotógrafo, para acabar descubriendo que se trataba de Lubomir Škrovina, cuya vida, apasionante, daría para un relato novelesco. Škrovina era un soldado eslovaco que había sido movilizado muy joven (obligado como todos los eslovacos entre dieciséis y sesenta años) y mandado a servir al frente ucraniano. A finales de 1941 fue dado de baja en el Ejército por motivos de salud (ante las atrocidades contempladas se negó a seguir en el frente y fingió una enfermedad). En realidad, se trataba de un tibio simpatizante del Partido Comunista, un militante de la resistencia eslovaca infiltrado entre las fuerzas germanas, que había aprovechado su presencia en el frente y su pasión fotográfica para documentar los crímenes nazis. Tras la guerra, propietario de una tienda de radios en Banská Bystrica, fue llamado a declarar en Bratislava por miembros de la seguridad del Estado eslovaca, ya entonces dependiente de la Unión Soviética, en mayo de 1943. Su identificación como autor de las fotos de la masacre de Miropol lo hacían sospechoso de cooperación con el nazismo. Admitió haber presenciado la matanza y haber sacado fotos de ella, viéndose obligado a entregarlas a las autoridades. Pese a que los informes de la inteligencia lo tildaban de “gánster” y “parásito”, con capacidad para engañar a cualquiera, pudo comprobarse su participación en la resistencia y por ello el protocolo iniciado se dio por cerrado. Con los años se casó, tuvo hijos (la autora los conoció en 2017 y compartieron con ella la historia familiar), siguió al frente de su tienda de radios, dio clase en un Instituto técnico y, en 1958, volvió a ser citado por el aparato de Seguridad del Estado checo y el KGB soviético para revisar su “colaboración” con las fuerzas nazis, acrecentadas las sospechas sobre él por haber conservado los negativos sin hablar de ellos a las autoridades. Lower, que había solicitado el expediente con las fotos en 2016, supo por el hijo de Lubomir, que el fotógrafo borró de esos negativos a un compañero, también guardia eslovaco, que aparecía observando la escena, pues su presencia en la foto podía hacer pensar a los soviéticos que la presencia de ambos se producía en concepto de participantes, colaboradores o cómplices, frente a la tesis de Škrovina que sostenía su carácter de mero espectador y testigo. Quedó demostrado que, durante la guerra, él enviaba desde el frente a su esposa (hay pruebas de la correspondencia entre ellos), escondidos en ropa u otros objetos, los negativos de los monstruosidades contempladas, para documentar así los crímenes de guerra y distribuir las imágenes a las organizaciones de la resistencia. También se probó que había acogido a judíos en su casa, ayudándoles a huir hacia los bosques. 

Hacia el final de su vida -murió en 2005-, escribió al ministro del Interior, en la Eslovaquia post-soviética ya independiente, solicitando la devolución de las fotos. También donó la cámara -la muy popular, en los años de la guerra, Zeiss Ikon Contax- al Museo de Historia de los Judíos de Bratislava, en donde pudo verla Lower en septiembre de 2017 (se recoge una fotografía en el libro, así como detalles técnicos del artefacto, entre ellos, uno relevante a la hora de explicar la escena central de la obra: la cámara solo podía hacer siete u ocho fotos seguidas). 

La pesquisa sobre la trayectoria vital del fotógrafo permite a la historiadora norteamericana incluir en su estudio reflexiones de teóricos de la fotografía como Susan Sontag o James Curtis, mencionar algún escrito de Hannah Arendt sobre el valor de las imágenes del Holocausto (un instante de la verdad) e intentar responder a preguntas cruciales sobre la participación de Škrovina en la escena: ¿Qué revelan sus elecciones fotográficas? ¿Qué nos dicen las imágenes sobre el autor? ¿Por qué decidió tomarlas? ¿Por qué las conservó? Como ocurre con alguna otra de las circunstancias relativas a la foto, hay cuestiones que permanecen sin resolver: Nunca se encontraron sus sesenta y seis negativos, y ello pese a que Lower confiesa que tras el conocimiento de los hechos volví a intentar buscarlos, también sin éxito

Idéntico relativo fracaso se produjo en la búsqueda de la familia, pues, al término de su pesquisa, Lower no fue capaz de identificar a la familia ejecutada en la foto, limitándose a hacer una “suposición aproximada”. El relato de su labor investigadora en lo relativo a este asunto es también muy interesante. La historiadora consultó antiguos archivos regionales soviéticos y bases de datos genealógicas judías, ante la ausencia de referencias alemanas, pues en los documentos nazis y en las investigaciones alemanas sobre los crímenes rara vez aparece un nombre judío. El material consultado resulta casi inabarcable, pues diferentes museos e instituciones mundiales han recopilado un número incalculable de documentos. Solo “La Infraestructura europea para la Investigación del Holocausto” recoge en formato digital las colecciones de 2.165 archivos de cincuenta y nueve países. Del mismo modo, el Yad Vashem, el Centro Mundial de Conmemoración del Holocausto, reúne una colección documental en Las Hojas de Testimonios que contiene nueve mil cajas con 2.7 millones de páginas de consultas y declaraciones de posguerra. También la Unesco dispone de sus archivos de víctimas, pero en su mayor parte se corresponden con judíos exterminados en Europa occidental y central, y apenas de Europa oriental, de la que quedan más de un millón de víctimas sin registrar. 

A partir de este arsenal de información manejado llega a saber que “La Comisión Soviética Extraordinaria para la Investigación de Crímenes Nazis” había fijado en 960 los civiles muertos en Miropol en dos fusilamientos masivos, uno, el recogido en la foto, el 13 de octubre de 1941, y otro el 16 de febrero de 1942. De esos casi mil asesinados consta un primer registro de 214 nombres judíos, ordenados alfabéticamente, con sus respectivas fechas de nacimiento, que acabó ampliándose, en documentos de 1944, a 450 de un total, vuelvo a subrayar, de 960. Examinando sus nombres, buscando coincidencias en los apellidos, identificando las unidades familiares, cotejando las fechas de nacimiento con la edad probable de la mujer fotografiada, intentando localizar en el listado niños que hubieran nacido en 1935 o 1936, la edad aproximada del niño que cae a la fosa en el primer plano de la foto, acaba por localizar la referencia de una mujer, Khiva Vaselyuk, cuyos datos pudieran corresponder con los de la trágica protagonista de la imagen analizada. Aparece también una foto de los Vaselyuk, que muestra a cinco mujeres y dos pequeños. Averigua que una descendiente de esa familia vive en Michigan, logra entrevistarse con ella. Sin embargo, por más que lo intenté -escribirá-, con todas las ventajas de la tecnología y accesibilidad de hoy en día, no pude identificar a la familia con certeza

El capítulo que relata esta fase de sus averiguaciones incluye también muy interesantes reflexiones acerca de la importancia de la familia en la cultura judía. En sus sistema de valores, el destino individual no es tan importante, lo esencial es la pervivencia de la familia, la continuidad, de ahí la perplejidad, la impotencia, el dolor, cuando intuían que la familia entera iba a ser aniquilada, quién recitaría sus oraciones fúnebres, se preguntaban. Porque la familia suponía un sustento material y emocional; a través de ella se trasladaban, de generación en generación, las tradiciones, los ritos, las ceremonias, los cantos, los rezos, las leyes religiosas, los textos, las oraciones. Todo esto es precisamente lo que los genocidas trataron de destruir social, cultural y biológicamente, en una sangrienta paradoja de la política nazi, defensora enfática del bienestar del núcleo familiar ario y cruel destructora de los linajes judíos: Algunas de las peores historias del sufrimiento de las víctimas del genocidio y la violencia masiva, aquellas que apenas podemos soportar, las que nos hacen apartar la vista con repugnancia, se centran en la familia

El libro aborda también, en esta misma sección, la reciente historia de la familia como sujeto jurídico. Ni en la creación originaria del delito de genocidio por Raphael Lemkin, protagonista de Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, que presenté aquí hace unos años, ni en la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948, ni en los juicios de Núremberg de ese mismo año, se menciona expresamente a la familia como sujeto jurídico autónomo (en todos los casos se define a la víctima como un grupo nacional, étnico, racial o religioso; aunque, como es natural, la agrupación familiar aparece de modo implícito formando parte de alguno de esos grupos). Por fin, en la Declaración de los Derechos Humanos, la Asamblea General de la ONU se refiere a la familia como elemento fundamental de la sociedad y con derecho por tanto a la adecuada protección de la sociedad y el Estado. 

En otro capítulo muy interesante, el libro relata la historia de la excavación de la fosa que aparece en el libro. Conocemos así que en 1992, el Comité de Preservación Judía de Ucrania había identificado 495 fosas comunes, barrancos y emplazamientos que habían sido escenario de matanzas y fusilamientos; también que la Comisión de Estados Unidos para la Preservación del Patrimonio Americano en el Extranjero, incluye una lista de 1.500 cementerios, fosas comunes y sinagogas en las que se produjeron asesinatos masivos. Una vez más, como hace de continuo en el curso de su rigurosa investigación, Lower estudia la documentación existente sobre los lugares de los crímenes (normalmente las afueras de las ciudades, no demasiado lejos de las carreteras para que pudieran llegar los camiones con las víctimas o ellas mismas caminando), sobre las edificaciones cercanas (fortalezas, graneros, cobertizos, que “servían de “sala de espera” mientras se preparaban las fosas y durante los fusilamientos, y en los que se perpetraban robos -los judíos debían entregar allí sus objetos de valor- humillaciones, torturas, violaciones de mujeres ante sus padres, hermanos e hijos), también sobre las características topográficas y geológicas de los enterramientos (La topografía revela cómo los autores planificaron y ejecutaron los crímenes). 

Y es que la investigación del Holocausto -señala- se ha convertido en un trabajo multidisciplinar que reúne a un sinfín de profesionales y legos en un raro caso de solidaridad internacional. En efecto, un sinfín de investigadores, intérpretes, fotógrafos, cámaras, historiadores, topógrafos, geólogos, forenses, geógrafos, entrevistadores, conductores, expertos en balística, militares, juristas, policías, profesores, religiosos -particulares o miembros de instituciones- están involucrados en todo el mundo en el proceso de arrojar luz sobre los crímenes nazis. 

En el caso concreto del impacto geológico de los enterramientos de Miropol (El Holocausto de Miropol dejó su huella en las orillas de los ríos, en los barrancos, en los campos y en los bosques, un paisaje cicatrizado que podía leerse como una fuente extratextual), se analizó con detalle el terreno en busca de indicios, pues al haber sido profanada la fosa varias veces (por parte de “excavadores negros”, saqueadores locales en busca de oro, y, en dos ocasiones, en 1945 y 1986, en exhumaciones llevadas a cabo por la Unión Soviética), las distintas excavaciones provocaron extrañas depresiones y montículos en el terreno, irregularidades en el suelo, un diferente crecimiento de la vegetación en zonas aledañas, la aparición de huesos humanos que salen a la superficie (de hecho, la propia autora encuentra algún resto óseo en su recorrido por la zona). 

El capítulo es también la ocasión para repasar las fórmulas seguidas por los nazis para borrar el rastro criminal que suponían los enterramientos: el uso de cal viva para acelerar la descomposición de los cuerpos, y de molinillos de trigo para triturar los huesos, la creación de los Sonderkommandos, compuestos por judíos obligados a exhumar y quemar los restos, antes de ser asesinados ellos mismos. Utilizaron el suelo para asfixiar, los ríos para ahogar, la ladera de un barranco para arrojar a las víctimas alcanzadas por las balas y las paredes del barranco dinamitadas para tapar los cuerpos

Hay también referencias a los fusilamientos de Babi Yar, en Kiev, cuando entre los días 29 y 30 de septiembre de 1941 fueron asesinados 33.771 judíos (un millón y medio en toda Ucrania). Igualmente interesan las reflexiones de la autora sobre cómo este atroz anonimato de las fosas comunes violaba -añadiendo aún más dolor a la tragedia- las costumbres seculares y religiosas de los judíos, lo que llevó al Convenio de Ginebra de 1949 a legislar sobre los derechos de los civiles asesinados en tiempo de guerra, entre ellos el derecho a un entierro honorable y a la asignación de una tumba. 

El penúltimo capítulo en la formidable labor de reconstrucción histórica que supone La fosa se centra en los desaparecidos no documentados, un elenco heterogéneo que incluye a trasladados, desplazados, y a los supervivientes autodenominados con el término yidish “oysgevorzlte”, “remanente”, “el no matado, el no asesinado, el no abatido”. Soy, recogen algunos testimonios, lo que queda. Entre ellos, Ludmilla Blekhman, llorando desconsolada cuando volvió a Miropol, el 30 de julio de 1944, con dieciséis años, al darse cuenta de que su familia y hogar, todo lo que tenía, ya no estaban. Había logrado escapar de la masa de cuerpos hacinados en la fosa, y estuvo huyendo durante dos años y nueve meses, resistiendo frente al miedo y el hambre, escondiéndose en los campos, subsistiendo como un animal en el bosque, defendiéndose de las ratas, sobreviviendo a la detención y las torturas infligidas por la Gestapo. 

Finalizada la guerra, los trabajadores de las organizaciones humanitarias de Hamburgo y Múnich (a ellos en exclusiva se refiere el dato que aporta el libro) ayudaron a diez millones de personas a reencontrarse, investigando el rastro de familiares desaparecidos, casi siempre sin éxito. En el primer año tras la contienda los aliados repatriaron al este a 4,2 millones de soldados y civiles (algunos de los cuales vivirían un nuevo calvario en sus destinos, al ser enviados al gulag ruso por las autoridades soviéticas si los consideraban sospechosos de algún tipo de connivencia con el enemigo). Wendy Lower relata cómo, cuando el rastro en papel era escaso o inexistente y resultaba casi imposible o llevaba mucho tiempo determinar el destino de los desaparecidos, los particulares publicaban anuncios, enviaban cartas, acudían a los organismos especializados, a los trabajadores sociales y a las agencias de búsqueda. Cualquier objeto era válido si contribuía a aportar algún indicio sobre el destino de los seres queridos. El libro incorpora una fotografía conmovedora y que, a la vez, perturba, de una gran sala repleta de zapatos de judíos muertos y desaparecidos, con los familiares intentando encontrar en ellos alguna pista que pudiera facilitar la identificación y posterior localización. Los supervivientes mostraban fotos de los muertos en los campos de concentración, en las fosas comunes, suplicando a los vivos -a nosotros- que los recordemos, exhortándonos a mirar las fotografías e interpretar el elocuente silencio de las imágenes: Esto es lo que le ocurrió a mi familia y a los judíos de toda Europa

El destino de los asesinos ucranios mostrados en la foto de Maripol se examina en el último capítulo del libro. Bajo la rúbrica “Justicia”, conocemos su destino, que no fue tan benévolo como el de los oficiales nazis exonerados. Pese a que, como tantos otros, tras escapar después de la guerra adoptaron nuevas identidades, formaron otras familias y se pretendieron pasar desapercibidos en el anonimato de sus renovadas existencias, la mano de hierro del KGB (su poder opresivo, leemos), logró identificarlos y juzgarlos. Eran voluntarios -los dos que aparecen en la foto y otros participantes no reflejados en la imagen- que se prestaron libremente a llevar a cabo la matanza. Fueron condenados; uno de ellos, menor de edad en el momento del crimen, a quince años de prisión, el resto a la pena de muerte. En 1986 todos fueron fusilados, salvo uno, desaparecido. Lower cierra esta sección postrera del libro con una muy encendida defensa del valor de la fotografía como testimonio fidedigno de los hechos que contribuye a desvelar. Repasa así los casos de otros criminales de guerra juzgados y condenados gracias a la evidencia irrefutable de fotografías incriminatorias. 

La fosa finaliza con un breve y emotivo Epílogo, en el que se fija en la algo enigmática y siniestra aparición en la foto de unos zapatos masculinos que, al borde de la fosa, permiten presuponer la existencia de un hombre -padre, marido- que ya ha sido fusilado y yace en el interior del barranco al que la mujer y los niños van a precipitarse tras los disparos. Esos zapatos gastados comparecen en forma de preguntas, son reflejo de aquello que no conocemos. En esas páginas finales, Lower evoca la recurrente presencia de la imagen de los zapatos vacíos en el Arte (pienso en cuadros de Vincent Van Gogh, Magritte o Miró, en la instalación de Can Togay y Gyula Pauer en Budapest), que siempre representan una pérdida, un símbolo, la ausencia de quien los portó. Los zapatos son el desencadenante de un ardoroso alegato final invitando al recuerdo y la investigación de los crímenes a partir de las imágenes que de ellos nos llegan: Las imágenes de atrocidades, sobre todo las escasas que atestiguan los actos de genocidio, el crimen de todos los crímenes, nos ofenden y avergüenzan. Si les damos la espalda, fomentamos la ignorancia, pero si las exponemos en los museos sin pie de foto o las descargamos de internet sin atender a su contexto histórico, denigramos a las víctimas. Y, de igual manera, si dejamos de investigarlas, dejaremos también de preocuparnos por la justicia histórica, la amenaza del genocidio y las víctimas desaparecidas

Un último y ya muy breve apunte sobre esa “amenaza del genocidio”. La fosa se escribió antes de la invasión de Ucrania. En declaraciones recientes que he podido leer, Wendy Lower afirma haber restringido los actos de presentación y promoción de su libro en razón a una muy comprensible prudencia y a criterios de oportunidad “política”. El hecho de que dos de los asesinos de la foto fueran ucranianos colaboracionistas de los nazis puede abonar la delirante tesis de Putin de la “desnazificación” de Ucrania como desencadenante último de su “operación especial”. Sin embargo, y como es obvio, la historiadora tiene muy claro, y así lo subraya en las entrevistas a las que me refiero, que en el caso actual si se dan planteamientos y prácticas “homologables” a los del terror nazi son, sin lugar a dudas, los que rigen la política del dictador ruso dentro y fuera de su país, y si esa amenaza de un nuevo genocidio está hoy presente de nuevo en Europa es a causa exclusiva del delirio criminal del autócrata. 

En fin, un libro de lectura imprescindible, este La fosa de Wendy Lower. Completo esta muy larga reseña con el prometido fragmento en el que se describe con precisión la foto analizada. Os dejo también con un tema musical cuya presencia aquí hubiera querido que se vinculase con un episodio narrado en el libro. En una escena de las recogidas en la obra, correspondiente a la terrible jornada de la matanza del 13 de octubre de 1941, la autora relata cómo, en el edificio que albergaba la comisaría local y la cárcel de Miropol, una docena de policías ucranianos, borrachos, tambaleándose a causa del alcohol, agitando sus rifles, custodiaban a los judíos a los que, minutos después fusilarían a las afueras del pueblo, infligiéndoles la despiadada humillación adicional de corear de manera burlona el Todeslied, una marcha fúnebre. Ante la imposibilidad de identificar la pieza exacta a la que se refiere la autora, he optado por ofreceros Avinu Malkeinu, la canción tradicional de la liturgia judía, cantada en tiempos de aflicción, en una interpretación actualizada de Barbra Streisand, cuya condición de judía es bien conocida. 


En la fotografía aparece un grupo de cuatro hombres armados, en formación abierta. En el fondo se encuentran dos comandantes alemanes, y en un primer plano, a la derecha, dos auxiliares ucranianos rodeando a las víctimas. Uno de los alemanes, con chaqueta y pantalones de montar, y el ucraniano que está detrás de él, con un pesado abrigo de lana del Ejército Rojo, acaban de apretar sus gatillos. 

Las víctimas de esta masacre fueron llevadas al borde de la fosa. Los fogonazos de los múltiples y reiterados disparos que recibieron dejaron halos de humo flotando en el aire. El rifle del ucraniano está a escasos centímetros de la cabeza de la mujer, oculta por el humo. 

Ella está inclinada hacia delante, con un vestido de lunares, medias oscuras y zapatos de cuero estilo Mary Jane. Sostiene la mano de un niño descalzo, vestido con un pequeño abrigo y pantalones, que cae de rodillas. En el primer plano de la fotografía se pueden observar un par de botines de hombre, hechos de cuero, colocados como si la persona acabara de quitárselos usando la punta del zapato derecho para sacar el izquierdo. Junto a ellos hay un abrigo tirado en el suelo, pareciendo la silueta del torso de un hombre descansando. Los casquillos disparados, restos de ese asesinato en masa, yacen esparcidos por el suelo. 

Las víctimas están al borde de la fosa. La mujer muere por la herida de bala en la cabeza, y arrastra al niño, aún vivo, hasta su tumba. Según el protocolo nazi, las balas no debían desperdiciarse en niños judíos. En su lugar, dejaban que fueran aplastados por el propio peso de sus familiares y que se asfixiasen con la sangre y la tierra amontonada sobre los cuerpos. 

Debió ocurrir a media mañana. Los rayos de luz quedaron captados por la cámara en el momento en que se tomó esta fotografía. Los contrastes entre el blanco y el negro están muy marcados: el pelo oscuro y bien cortado del niño y su cara blanca, el cuero brillante y las insignias plateadas de la visera del alemán o los lunares que resaltan en los pliegues oscuros del vestido de la mujer. El fondo del bosque parece un lienzo pintado con troncos verticales oscuros y manchas blancas que distinguen las ramas. 

Se trata de una foto tomada en medio de la acción. Se puede observar el movimiento en la explosión, las posturas tensas y las muecas de los asesinos, en la nube de humo que rodea la cabeza de la mujer y en el niño arrodillado que sostiene la mano de su madre. Un espectador civil con un gorro de lana se mantiene alerta, listo para ayudar.

Videoconferencia
Wendy Lower. La fosa