SERHIY ZHADAN. ORFANATO; PÁVEL FILÁTIEV. ZOV
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Pasado mañana, 24 de febrero, se cumple un año del comienzo de la invasión rusa a Ucrania. Con este desgraciado motivo, nuestro espacio os está ofreciendo, desde hace quince días, una breve serie de propuestas de lectura que tienen al país ahora trágicamente atacado como núcleo central, directa o indirectamente. Así, en las dos semanas precedentes han aparecido aquí sendos libros de Wendy Lower, Las arpías de Hitler y el excepcional La fosa, en los que pudimos constatar que la opresión, la tragedia, la ocupación, el asedio, los ataques y el sufrimiento del pueblo ucranio a causa de la guerra no son, por desgracia, una circunstancia propia de estos tiempos, sino que se retrotraen a un pasado del que los desmanes del nazismo constituyen un infausto precedente. Dos libros más vienen hoy a cerrar este ciclo, con una singularidad frente a sus precedentes: si aquellos -sobre todo La fosa- hablaban de Ucrania a partir de episodios de hace ochenta años, mis dos recomendaciones de esta tarde giran sobre el actual enfrentamiento, con una recreación novelística excepcional de la brutal, injusta y sanguinaria anexión de Crimea por el gigante ruso en 2014, de la que, en cierto modo, es consecuencia la guerra que ahora hace sufrir a los ucranianos y aterra al mundo, y un relato de la devastadora irrupción de las tropas de Putin en tierras de Ucrania contado desde dentro por uno de sus protagonistas. Me estoy refiriendo, respectivamente, a Orfanato, la sobrecogedora novela de Serhiy Zhadan, publicada hace un par de meses, a finales de 2022, por la editorial Galaxia Gutemberg, y a Zov, el testimonio de Pável Filátiev, un antiguo soldado ruso, combatiente en el frente ucranio y hoy desertor -vive en Francia, donde se le ha concedido asilo político-, sobre su experiencia bélica, que también ha visto la luz en la misma editorial en la versión española de Andrei Kozinets, igualmente responsable de la traducción de Orfanato; un extremo este, el de la traducción, sobre el que quiero dejaros un apunte posterior. Ambos libros resultan de lectura indispensable si se quieren conocer de cerca -de “muy” cerca: la experiencia lectora es por momentos angustiosa- los desastres de esta guerra (y por extensión de cualquier cruel conflicto armado; valga el pleonasmo).
Vayamos, pues, con la primera y más sobresaliente -Orfanato es una novela magistral- de mis sugerencias. Su autor, un hasta ahora para mí desconocido Serhiy Zhadan, es, como informa la nota que la editorial incluye en la solapa del libro, uno de los más destacados representantes de la literatura de Ucrania. Nacido en Luhansk, en el hoy conflictivo este del país, escenario principal de la ilegal agresión rusa, vive en Járkiv (grafía con la que se nombra en el libro la ciudad, también ahora atacada, que, en general, conocemos como Járkov), en donde es, al parecer, una de las figuras más influyentes de la escena cultural. Poeta, líder de un grupo musical, Galaxia Gutemberg subraya en su breve apunte biográfico que en 2022 Zhadan ha sido nombrado “Personaje del Año” por la polaca Gazeta Wyborcza y ha recibido el prestigioso Premio de la Paz de los libreros alemanes, entre otros muchos galardones (todos el pasado año), como el Premio Hannah Arendt de Pensamiento Político, en Alemania, y el Premio de Literatura del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, en Reino Unido, este último por la novela que ahora os presento.
Antes de entrar en la somera descripción del argumento y de los principales motivos de interés que encierra un libro -ya se ha dicho- excepcional, quiero detenerme, siquiera de manera sucinta, en su traducción. Una rápida búsqueda sobre Andrei Kozinets en internet no me proporciona más datos que su licenciatura en Filología Española y Rusa, su doctorado en Ciencias Políticas, su experiencia como profesor en el Instituto de lengua rusa Alexander Pushkin, una beca en una Universidad en Vladivostok y su labor como traductor al español de algunas obras de la literatura eslava. Ante esta muy escasa información, me atrevo a aventurar una hipótesis, fungiendo de modo irresponsable como un Sherlock Holmes de pacotilla: además de los datos conocidos, debe tratarse de alguien no del todo experto en el manejo de nuestro idioma, aprendido en Hispanoamérica, quizá en México o Argentina, y que vive habitualmente en Cataluña (o que, al menos, ha perfeccionado su castellano en aquella región). Mi disparatada conjetura surge a partir de las muy singulares opciones léxicas y sintácticas que elige para volcar a nuestro idioma la obra del escritor ucraniano. Recuerda que la primera vez que unos hombres armados le hablaron fue la primavera pasada, cuando recién empezaba todo [la negrita, en todos los ejemplos, es mía]; Recién hace media hora se ha ido la luz; La puerta abre hacia fuera. Si se la bloquea desde el pasillo, no hay chance de salir, son claramente, locuciones inusuales en España y muy frecuentes allende los mares atlánticos. El “sesgo” catalán se percibe en Hagamos un cigarro [fem un cigarro] y vamos luego –ruega la rubia; y también en ¿Que no piensas apagar la luz? De su relativa bisoñez en el uso de nuestra lengua dan fe un Iros al diablo (técnicamente aceptado por la RAE, pero poco recomendable en la lengua literaria: “Idos” sería lo correcto); un poniéndose de cuclillas en medio de la maleza; o un las mujeres salen en trompa de la estación, entre otros ejemplos. Además, no sé si en la devastada región ucrania del Donbás, en donde transcurre la acción, suena creíble que un personaje afirme Está cayendo la del pulpo (cierto que debe de ser difícil elegir el coloquialismo adecuado para trasladar una expresión que probablemente sea en el idioma originario tan informal como la mencionada, pero lo cierto es que yo no soy capaz de imaginarme a nadie usando esa locución en medio del fragor de la batalla en el impreciso frente oriental ucranio). En fin, pequeños obstáculos en el transcurrir de la lectura que, en general, no la entorpecen ni impiden disfrutar -no sé si es el verbo idóneo para describir una experiencia, la de avanzar por las páginas del libro, que se vive con un permanente nudo en el estómago- de una novela -insisto por tercera vez- soberbia.
Estamos en enero de 2014, en el Donbás, la región del este de Ucrania, fronteriza con Rusia y que, en esos días, soporta la invasión de su expansionista vecino. Pasha, el protagonista del relato, desde cuya mirada se nos narra la historia -salvo en las últimas páginas de la novela, en las que hay un cambio de perspectiva-, es un maestro de Lengua Ucraniana, de treinta y cinco años, que vive una existencia anodina, ahora convulsionada por la guerra, junto a su padre y su hermana gemela con los que mantiene, pese a la convivencia bajo el mismo techo, una desapegada y fría relación. El hijo de su hermana, Sasha, que aún no ha cumplido los catorce años, se encuentra internado en un orfanato que, tras las idas y venidas de las confusas escaramuzas bélicas, ha quedado aislado del otro lado del frente de guerra. A lo largo de tres agobiantes días -el marco temporal en que se desenvuelve el libro- Pasha irá en busca de su sobrino a través de un espacio apocalíptico, que deberá recorrer en una suerte de viaje iniciático y alucinante; perdido y desorientado en unos parajes dantescos, inhóspitos, destruidos por las bombas, poblados de cadáveres; atravesando líneas fronterizas de ubicación difusa y cambiante; moviéndose aterrorizado entre edificios desventrados, coches calcinados, calles y carreteras levantadas por el impacto de los obuses; soportando un clima extremo, con nieblas y nevadas constantes; evitando el encuentro con las patrullas militares de ambos bandos, con hombres armados sin distintivos que los identifiquen y con los tiradores “anónimos” de dudosa adscripción a una u otra de las fuerzas en liza; y con el fondo sonoro del inquietante rugido de los tanques, el incesante tableteo de las metralletas y el persistente fragor de los cañones amenazando de continuo con un final funesto.
Hay, desde mi punto de vista, al menos cinco aspectos de extraordinario interés en el libro, que hacen de él una obra muy remarcable. En primer lugar, ciertos rasgos de la escritura y el estilo de Zhadan, a quien se le nota la condición de poeta por la presencia de metáforas significativas, por las referencias simbólicas a diversos animales, perros, cuervos, o personajes denominados como tales -el Zorro, la Iguana-, que acentúan el anonimato y también la pérdida de identidad, la soledad y el desamparo de los protagonistas, y por una inusual capacidad de observación plasmada en la presencia en el libro de infinidad de descripciones -recreadas con un lenguaje muy rico- que apuntan a una visión más completa, como onírica y fantasmal, de la realidad que nos muestra. Del mismo modo, hay un recurso constante a las comparaciones, que amplían los ecos de la novela, como en los siguientes ejemplos (entre infinidad de ellos): Una mañana de enero, larga e inmóvil como la cola de espera en un centro de atención primaria; El aire húmedo hace resonar sus pasos como si alguien clavara clavos en el tronco de un árbol; El maquillaje se le ha diluido como un dibujo hecho sobre la arena de una playa; La cocina de campaña se va enfriando como un corazón después de un gran amor; cambiarlo [el mobiliario] para qué, decía, era lo mismo que hacerse un lifting a los setenta. Por otro lado, aunque, como se verá, los pensamientos del protagonista, sus reflexiones sobre las experiencias vividas, sobre su vida pasada, sobre su propia personalidad, forman parte sustancial del planteamiento de la novela, esta resulta memorable sobre todo por la muy vívida exposición, hiperrealista, muy precisa en los detalles, minuciosa en la fotografía del infernal escenario en que se desarrolla la acción.
Y este es, sin duda, el segundo gran logro del libro, lo que podríamos llamar a visión objetiva, la fidedigna recreación de un escenario bélico pavoroso (hay algo del infierno dantesco en el recorrido de Pasha) y, ya se ha dicho, apocalíptico (en este sentido, en Orfanato, resuenan indudables ecos de La carretera, de Cormac McCarthy, también reseñada aquí hace años). El lector avanza por el libro con el corazón encogido entre el tronar de los obuses (la acústica en invierno es confusa: es difícil determinar desde dónde vuelan los obuses ni dónde caen); el inquietante silbido de los disparos de los lanzamisiles y sus devastadores efectos al estallar contra el suelo en llamaradas de metal y de muerte; el fuego y la metralla irrumpiendo por doquier de manera inopinada (La atmósfera entera está saturada de humo y fuego); el incesante paso de los convoyes de camiones, remolques, tanques, vehículos blindados; la presencia de los militares y los soldados sin identificación, con idéntica ropa de combate, de modo que resulta imposible conocer el ejército al que pertenecen, apostados, amenazantes, tras los bloques de hormigón derribados; los corrillos de jóvenes combatientes que se comunican por signos, casi todos sordos por la permanente exposición al estruendo de los cañones, con apariencia paradójicamente desamparada -acaban de volver del frente- con sus botas militares embarradas, sangre seca bajo las uñas, ropa de camuflaje sin lavar, voces roncas por el frío, barbas de varios días; el terrorífico tableteo de las ráfagas de metralleta; las minas, traicioneras, escondidas en cualquier camino, bajo los escombros, entre restos urbanos dispersos por las calles, ocultas por la nieve y el barro; los tanques, las granadas de mano, las marcas de los impactos de proyectiles, los restos abandonados de equipos militares. También, de súbito, la quietud inesperada de una callejuela que serpentea entre las dachas, silenciosa como la muerte. Un silencio que presagia una horrible amenaza, el tipo de silencio de cuando alguien ha salido un momento y está a punto de regresar, en otra de las muy reveladoras comparaciones que salpican el texto. Un silencio ominoso y fatal: –Parece que está tranquilo, ya no disparan –supone Pasha. –Ya han matado a todos, por eso han dejado de disparar.
Más allá de la presencia explícita del armamento, Zhadan nos muestra, con fidelidad portentosa, las consecuencias materiales de la guerra: las calles desiertas, pobladas tan solo por montañas y montañas de enseres domésticos: ropa, vajilla, muebles rotos, libros mojados que se parecen a pájaros abatidos bajo la lluvia; el asfalto cubierto con cascotes, el plástico vacío de las botellas, caca de perro y carteles rotos; las señales de tráfico volcadas, los amasijos de vigas de metal, maderas rotas, ropas desparramadas cubiertas de hollín, cristales fundidos, desperdicios; automóviles, furgonetas, autobuses acribillados a balazos; el oscuro interior de las tiendas, tras los escaparates destrozados y las ventanas arrancadas, arrasadas por el pillaje de los brutales combatientes y de los civiles hambrientos; los portales quemados como bocas de horno; los árboles calcinados, desmochados; las carreteras destrozadas, surcadas por cráteres causados por las bombas, atravesadas por escalofriantes pecios de aquel naufragio universal (Camina entre troncos mojados, mirando atentamente las sombras bajo sus pies para no tropezar con la cabeza cercenada de alguien); los postes de la luz derribados, con los cables colgando; los edificios que muestran sus entrañas, asemejándose al esqueleto de algún animal grande, con las paredes blanqueadas por la lluvia, las vigas hundidas bajo el peso de la nieve, el resto hace tiempo que fue saqueado y transportado a las madrigueras y a las casas, no queda ni una sola ventana, ni una sola puerta, no hay más que agujeros negros y corrientes de aire frío. Todo recuerda un basurero al que alguien prendió fuego por descuido.
Y como “atmósfera” de esta tramoya siniestra entre la que se mueven los personajes, la persistente oscuridad (en esa época del año, luz casi no hay, es poca la luz y la que hay es húmeda y fría), las altas columnas de humo negro que se elevan en cualquier punto hacia el que se mire (¿Quién va a apagar esa humareda?», se pregunta Pasha. Arderá hasta que todo quede reducido a cenizas como si de una ciudad medieval se tratara: casa tras casa, calle tras calle, en unos días se habrá quemado la urbe entera); los olores, que impregnan el relato, una presencia recurrente en la novela, con sus muchas manifestaciones: “un olor incomprensible a barro, hierro, tabaco y pólvora”; “El aire huele a ciénaga y hierba muerta”; “El aire al instante empieza a tener un olor dulzón a quemado. Sabe a metal y a perro mojado”; “El viento arrastra desde el fondo del valle el olor a aguas estancadas, el olor a fármacos”; “recibe en pleno rostro una vaharada con olor a cientos de personas atemorizadas, a miedo y sudor, una tufarada espesa que huele a histeria y falta de sueño”; “Se aproxima el olor a humo, se aproxima la sensación del miedo, la de la impotencia también”; “intenta abrirse paso notando aquel olor a mujer que lo asedia, el aliento y el olor de cientos de mujeres, el olor a hogares abandonados y bártulos liados aprisa, el olor a congoja y quejas que no encuentran receptor”.
Y es que el olor no es solo una sensación física sino, sobre todo, emocional y hasta moral. Es, como aflora en los fragmentos citados, el olor de la perplejidad, de la incertidumbre, de la desesperanza, de la impotencia, del miedo. Porque el “paisaje humano” de Orfanato, fundamental en el libro, está poblado por una masa anónima de gentes que deambulan por los espeluznantes parajes que con tanta verosimilitud Zhadan recrea, erráticos y alucinados algunos, solitarios sin destino aparente en aquel caos infernal, y otros, la mayor parte, buscando inútil amparo en la tenue protección del grupo, una aglomeración humana asustada y maloliente, confundida, trastornada. Es la gente, la gente común, las víctimas silentes de las guerras, casi siempre mujeres -abuelas, madres- y niños, refugiadas en los sótanos (Centenares de cuerpos femeninos somnolientos, ropa de abrigo, calzado de invierno, niños en brazos, enseres de cocina sobre trineos, baúles y cajas de cartón), saliendo a las calles para procurarse alimento entre ráfagas y explosiones, protegiendo a sus hijos, hacinadas en pabellones, escuelas o naves industriales (el edificio de la estación está a rebosar de personas, de que están allí dentro como si se refugiaran en una iglesia en medio de una ciudad incendiada pensando que allí estarán a salvo mientras contemplan a través de las ventanas el mundo que se va estrechando inexorablemente), perdida la noción del tiempo en esos interminables días de encierro, sin luz ni alimentos, ateridos por el frío (El frío insensibiliza las manos y la cara, dan ganas de encontrarse cuanto antes en un cuarto caliente: no importa que no tenga luz, tampoco agua, lo primordial es que no haga frío, lo primordial es entrar en calor), sin agua ni noticias del exterior, las ventanas cegadas con planchas de contrachapado. La aterrorizada y desvalida e indefensa y temerosa y desesperada población civil. Seres vulnerables, las verdaderas víctimas, con sus miradas perdidas, sintiéndose acorraladas, en sus ojos a la vez el miedo y la hostilidad (el miedo ha hecho oscurecer sus rostros, ha hinchado los párpados, ha arrugado el cutis alrededor de los ojos. Duermen apretando a los críos contra el pecho, para calentarlos con su calor, para protegerlos con su cuerpo), temblando en sus precarios escondrijos ante la previsible llegada del horror (cuando la espera es demasiada, tanta que provoca dolor del corazón, desde detrás de una esquina, en la plaza de la estación, hace su entrada torpemente un tanque, enfangado, verde, con unos troncos atados a su parte trasera y tres pasajeros encima de la torreta).
Es en este ámbito, el de la precisa y sobrecogedora “fotografía” de la sombría vivencia íntima de sus personajes, sobre todo el del principal, en el que yo percibo el tercer gran eje sobresaliente del libro: su capacidad para trasladar al lector la terrible experiencia humana, anímica, emocional, sentimental, de la guerra. Así, la novela está cruzada por el miedo, vocablo que aparece cientos de veces en el texto: el de Pasha al encontrarse ante un grupo de hombres armados sin identificar, dudando entre afrontar su presencia o huir de ellos (Sigue indeciso sin saber cuál de las dos cosas le da más miedo. Pero quedarse allí de pie también le da miedo); el que experimenta en un puesto de control, ante la mirada aviesa de los soldados (están sopesando si deben seguirlo para prenderlo y fusilarlo detrás de las columnas o dejarlo vivir. Que viva, deciden); el que siente al atravesar un puente, indudable objetivo estratégico, y que, por tanto, puede volar en cualquier instante; el terror al atravesar a la carrera, con su sobrino de la mano, una calle vacía, expuestos a los disparos de cualquier francotirador (van deprisa, corren casi. Pero cuanto más rápido caminan, más miedo tienen, como si alguien los persiguiera por aquella calle muerta); el pavor ante las jaurías de perros abandonados, famélicos, asesinos en su hambrienta desesperación (Pasha suda por la tensión; intenta idear algo, febril; nota, presa de los nervios, cómo un nudo se le forma en la garganta a causa del pánico); el miedo, también, de las palomas, apretadas unas contra otras, tan semejantes, en ese panorama bárbaro, a los seres humanos, en un nuevo acierto en el uso de las metáforas (se apretujan como si tuviesen frío, aunque en realidad no tienen frío, sino miedo: tienen miedo del ruido que llega de detrás de la factoría, tienen miedo del silencio de las calles aledañas, tienen miedo de los reflejos color mercurio del cielo, tienen miedo porque no hay ni un alma alrededor); y, en todo momento, el espanto impreciso y diríase que inmotivado, por carecer de una sola causa concreta, un miedo frío y pegajoso, primigenio, metafísico, como si alguien se le acercara con un morral, extrajera de dentro su muerte, se la enseñara y la volviera a guardar.
Y Zhadan nos traslada también, de modo magistral, la desesperanza que aflige a los pobres seres desvalidos que no encuentran salida a su situación: «No –dice–. No habrá tren. Mañana, tampoco –añade–. Pasado mañana, tampoco. –Suma y sigue–. Para ir allí, no habrá. Desde allí, tampoco. No habrá ninguno. –Pinta un cuadro bastante sombrío–. No está –dice–. Ese tampoco está. Ni ellos tampoco. ¡Ninguno, ninguno está!», no deja esperanza alguna. Aquí aparecen, de nuevo, los animales con su carga simbólica: el perro callejero, vagabundo, que se “aferra” a Pasha dándole a entender que no tiene adónde ir. Lo mismo que el protagonista, en realidad, que piensa, en su intenso y lúcido monólogo interior: Corren tiempos extraños: imposible retener a nadie, imposible evitar soltarse. Tuvo la misma sensación por primera vez varios meses atrás, en otoño, cuando empezó el asedio de la ciudad; el ferrocarril dejó de funcionar y la Estación se quedó desierta. Un desánimo y un abatimiento que comparecen en los refugios, en los que a las angustiadas multitudes solo les queda escuchar cómo, alrededor de uno, todo se aniquila y muere; en las atestadas dependencias de la estación (Dentro hay todavía más gente. A pesar de que no han dejado de bombardear la zona. Los que estaban antes, al sentirse faltos de espacio, miran con recelo a los que van llegando. La estación recuerda a un barco que zozobra mar adentro: mientras los pasajeros miran el agua que no para de entrar, desde las profundidades del océano emergen los náufragos de otro barco que acabó por hundirse antes. Estos trepan por la borda, agarrándose de las maromas y los salvavidas, pletóricos de haber tenido semejante suerte. Quienes los observan desde la cubierta, los miran con odio, los cubren de maldiciones, se indignan sin mostrar una pizca de empatía ni solidaridad. Es evidente, sin embargo, que tanto unos como otros terminarán por ahogarse); en las gentes que caminan sin sentido, sin propósito, entre las ruinas y el estruendo (la mitad de ellos sencillamente ya no tienen casa. Ni familia tampoco. Así que yerran de aquí para allá sin ninguna posibilidad de ponerse a salvo. Caminan en círculos, caminan en torno a su ciudad); en quienes han perdido ya cualquier atisbo de confianza en que su vida pueda mejorar (La muerte siempre está en algún lugar cerca, acechando); en la absoluta desolación que envuelve a esas existencias sin futuro y, lo que es peor, sin presente (El tiempo se ha detenido, no queda nada, nadie da lástima. «Nunca podré salir de aquí, nadie podrá salir vivo de aquí, aquí nos quedaremos todos, caeremos todos aplastados bajo estas aguas muertas.» Pasha repasa mentalmente los acontecimientos de los dos últimos días: recuerda todas aquellas miradas llenas de sufrimiento, los rostros deformados por la ira, todas las voces roncas por la deshidratación, los cuerpos tambaleantes por falta de sueño, todo aquel frío y la humedad, y por lo pronto comienza a sentir náuseas, porque está helado, porque tiene mucha hambre, porque está aquel abuelo que huele a muerto como si se estuviese descomponiendo allí mismo, bajo la lluvia torrencial). Todas estas estampas insufribles constituyen el núcleo del libro, al que ya apunta su título, simultáneamente literal y metafórico: Y es que todos nosotros aquí, si uno lo piensa bien, vivimos como en un orfanato: abandonados por todos.
Y este desánimo va unido también a la indiferencia, a una suerte de impasibilidad que convierte a las personas en zombies que repiten sus rutinas sin otras miras que vayan más allá de la propia inercia biológica: Sea como sea, uno se abre paso entre la niebla, camina acarreando agua: un quehacer, en definitiva, que, al menos, tiene algún sentido. Mientras uno camina, no duda, a sabiendas de que tiene que llevar el agua hasta su destino. Y luego habrá que volver con las botellas vacías para coger más agua todavía. Esta apática ataraxia es compatible, sin embargo, con una difusa añoranza de la normalidad perdida: Hará un año y medio de aquello. Tan solo un año y medio. Qué tiempos aquellos, qué vida: tranquila, pausada. Hace no más de un año y medio Pasha iba al trabajo, por las noches y los fines de semana daba clases particulares, tenía suficiente para vivir. Un tiempo feliz, un pasado hoy inimaginable en el que solo existía el aire de marzo, fresco como el agua matutina, un aire que se iba calentando tras un largo invierno, un aire compuesto de una fe dulce en que todo estaba a punto de empezar, en que, a partir de entonces, todo no podía ir sino a mejor, y cada vez a mejor todavía, en una evocación que ahora, en medio de aquella devastadora vorágine, se antoja irreal y como soñada.
Hay otras dos vertientes del libro que resultan remarcables y que comento de modo ya más sucinto: la figura de Pasha y las referencias -discretas, no demasiado explícitas, no planteadas de modo frontal y abierto- al contexto, al conflicto político, al enfrentamiento cultural, a los intereses militares y geoestratégicos en juego en la región.
El personaje principal, con sus gafitas de intelectual que lo han aislado en la infancia, su ligera discapacidad -los dedos de una mano atrofiados-, es, en sus propias palabras, un blandengue, un cegato, alguien conformista (Yo no estoy de parte de nadie. ¿Qué tengo que ver yo?) y cobarde (siempre me escaqueo, me aparto, me falta valor para decir lo que pienso y pensar lo que me da la gana, y ¿cuándo voy a ponerle remedio de una vez por todas?», se fustiga Pasha. Y también siente lástima por él mismo), frágil, débil, de existencia irresponsable y anodina (Siempre lo pospongo todo, nunca tengo tiempo suficiente para lo más importante, lo primordial), de difícil implicación con los suyos, incapaz de retener a una mujer, solitario y único habitante de un espacio singular, hecho de extrañamiento y alienación, que lo aleja del mundo.
Pese a que se trata de un maestro y, por tanto, de alguien presumiblemente inteligente y capaz de tener conciencia para interpretar el contexto que vive, su carácter pusilánime lo incapacita para enfrentarse a la realidad, para comprometerse con causa alguna. Así, se mantiene al margen de los acontecimientos que su pueblo lleva décadas padeciendo, soportando, sin tomar partido (Adónde iba a ir él, quién lo esperaba dónde, no tenían nada que temer, todo estaba en orden, él era un simple maestro): la imposición de la cultura y la lengua rusas, primero, la declaración de independencia de los territorios en los que vive, después, y, por fin, la invasión de los ejércitos de Putin que centra la novela. Ante las “acusaciones” de su sobrino, Pasha responde con evasivas, diciendo que aquello no le incumbía, que ninguno de los bandos gozaba de su simpatía y que se negaba a tomar partido. Ni siquiera en los primeros momentos del conflicto se siente concernido: Nunca me meto donde no me llaman. Simplemente hago mi trabajo.
Orfanato es también, en este sentido, una reflexión sobre el compromiso, sobre la asunción de responsabilidades, sobre la necesidad de plantearnos, especialmente en situaciones extremas como las que ahora pone ante nuestros ojos la guerra de Ucrania, “de qué lado estamos”. El viaje “físico” de Pasha atravesando el frente para traer a su sobrino del orfanato es también un viaje “existencial”, un primer paso del camino que lo llevará a tomar conciencia de su propio destino, del de sus allegados y del de su pueblo. Pasha se dará cuenta de que fue un imbécil que se quedó esperando hasta el último momento, hasta que la ratonera se cerró, y, en ese entendimiento (Está claro que pelean justo contra ti, contra ti en concreto. Contra todo aquello que tiene que ver contigo. ¿Y qué es eso que tiene que ver conmigo? –se lía Pasha–. Pues todo eso –se da la respuesta–: tu asignatura, tu colegio, la bandera que ondea sobre este. Es por eso por lo que pelean. En contra de eso, para ser precisos) residirá uno de los escasos pero poderosos atisbos de esperanza que muestra el libro.
Ya para terminar, una breve mención a las circunstancias -concretas, reales, actualísimas-, a la especificidad de la guerra en Ucrania. Zhadan ha elegido mantenerse en una postura de nebulosa imprecisión y consciente ambigüedad, que no excluye, claro está, la toma de partido, aunque manifestada de un modo sutil e inteligente, nunca subrayada de un modo burdo o panfletario. Más allá de las inequívocas connotaciones a las que apuntan los nombres de las ciudades y los parajes descritos, que nos sitúan en la región y en los hechos “reales”, bien conocidos, no hay en el libro nada que permita ubicarnos con detalle en los escenarios que recorre su protagonista. No sabemos si aquellos con quien Pasha se encuentra son “amigos” o “enemigos”, si ocupantes o invadidos (¿Con quién estáis, me lo puedes decir al menos?); no sabemos en qué lado de la frontera estamos; no sabemos de dónde proceden las bombas, quién dispara los misiles, quién ataca y quién defiende, quién está al mando y quién obedece. No hay ninguna mención expresa a las causas del conflicto, ni a por qué se ha desencadenado, ni a las pretensiones últimas de unos y otros. De hecho, una de las “líneas” más evidentes de la novela es la que subraya -y ello ocurre con muy significativa frecuencia- la confusión entre esos “unos y otros”. Los confines territoriales, imprecisos, se mueven, se confunden, se diluyen -Vienen del sur –se fija Pasha–. Del lado de la frontera nacional. La antigua frontera nacional –se corrige a sí mismo–. La antigua. También son lábiles las fronteras lingüísticas, y en numerosas ocasiones Pasha no acierta a comprender en qué idioma le hablan -¿en ruso?, ¿en ucraniano?- aquellos con los que se topa. El gobierno de las distintas zonas cambia de signo, sin que se explicite a cuál corresponde tras cada nuevo cambio (Se dedicarán a hacer una purga en la ciudad después de que los vuestros se marchen). Pero ese “vuestros” es equívoco, pues nadie sabe quiénes son “los suyos” (Según dicen, los nuestros lo abandonaron ayer y esos aún no han entrado. –¿Los nuestros? Vaya –suelta el chaval con desdén). Las tropas vuelven tras una retirada, con consecuencias funestas para vaya usted a saber quién (las tropas se están retirando de la ciudad y no conviene enfadar más de la cuenta a los que entren cuando se hayan marchado definitivamente). Las banderas -de estos y de aquellos- aparecen y desaparecen en los edificios oficiales, la entrega de documentación en los numerosos puestos de control es una lotería de resultado incierto (allí todo el mundo tiene pasaportes con la bandera que ellos consideran del enemigo). Esa indefinición, esa inseguridad contribuyen a aumentar el clima de recelo, de permanente sospecha, de amenaza latente que, además de la muy real de los obuses, ayuda a dibujar, con un realismo exacerbado, los horrores de la guerra.
Será tan solo en las últimas páginas -y sin querer destripar el final- cuando, tras la muy pesimista visión que se refleja en todo el libro, afloren, de modo tímido, una esperanza leve, un atisbo de confianza, una posibilidad de olvidar el horror, que Zhadan subraya con el recurso literario del cambio de la voz narrativa (ahora quien “habla” es el chico) y con la aparición -de nuevo- de la imagen simbólica de los perros, en este caso dos cachorrillos, encontrados en la calle, uno muerto ya, el otro aterido, a punto de morir por el frío, a quien el muchacho acogerá, salvándole la vida. Una tenue, muy frágil esperanza, que apenas despunta entre la devastación presente.
Sin apenas tiempo ya, dos palabras para Zov, una obra de otro calibre, de nulo valor literario, aunque con cierto interés en tanto que permite conocer -de un modo no exento de polémica- la cruda realidad de la ocupación rusa, de manera complementaria a Orfanato, esta vez desde la perspectiva opuesta, la mirada, desde el primer momento escéptica y descreída, de un miembro del ejército invasor. El título del libro, Zov, que significa “llamada” o “llamamiento” en ruso, es también una alusión evidente a la letra Z -y a la V- que desde el inicio de la guerra aparecía pintada en los tanques invasores. Pável Filátiev, el soldado ruso que ha dicho no a la guerra de Ucrania, como reza el subtítulo que la editorial ofrece en su portada, es, en efecto, un militar, movilizado en febrero de 2022 e incorporado a las tropas que, en esos días, intentan tomar la ciudad de Jersón. Activo en el frente entre las 00.00 horas del día 24 de ese mes, hasta mediados de abril, cuando, a resultas de un bombardeo, le entrará tierra en un ojo provocándole una infección que derivó en un principio de queratoconjuntivitis. Ante el riesgo cierto de pérdida de un ojo, será evacuado y trasladado a un hospital para heridos de guerra en Sebastopol, en la península de Crimea, rusa ahora, tras su anexión por la fuerza en 2014. Un mes y medio después de su retirada de la primera línea de batalla, espantado por la experiencia bélica, empezará a escribir -en una muy rotunda y elocuente primera persona- el relato de los hechos vividos que acabará por ser el libro que ahora tenemos entre manos. Al poco tiempo, en agosto pasado publicó el manuscrito de su historia en una popular red social rusa -VKontakte, el equivalente al Facebook de aquel país-, y ante la más que presumible sospecha de que las autoridades rusas lo detendrían bajo la acusación de difusión de información falsa sobre el ejército, delito que conlleva una pena de quince años de prisión, huyó de su país, con la ayuda de una ONG -New Dissidents Foundation, en cuya página, Gulagu.net, había aparecido su relato-, para recalar en Francia, donde reside actualmente y en donde está a la espera de adquirir el estatuto de refugiado político, en una vertiente de su peripecia -más allá del contenido de su libro- en la que los puntos oscuros, las acusaciones, la polémica y hasta el escándalo han comparecido de modo abrupto. Pero vayamos, de entrada, con el libro.
Narrado en dos hilos argumentales que se suceden en capítulos alternos, el relato de Filátiev, paracaidista de la 56 Brigada de Asalto Aéreo, militar de carrera, combatiente en Chechenia de 2007 a 2010 (pese a que en 2022 aún sigue siendo muy joven, solo treinta y tres años), hijo a su vez de un veterano militar presente en algunos de los más notables escenarios de la profusa actividad guerrera de su país, enlaza la descripción de los aciagos días del frente, que en el libro aparecen en cursiva, con las semanas de recuperación en retaguardia, para las que la edición elige la tipografía en redonda. El relato de la invasión, pese a la enojosa irrupción -casi de continuo- de infinidad de referencias técnicas a armamento, tanques, modelos de vehículos militares, y de especificaciones relativas a cuerpos del ejército, brigadas, compañías, batallones, regimientos, comandos, etc., es, sin duda, la dimensión más interesante del libro. En ella se detallan las consabidas -pero no por ello de innecesaria constatación- manifestaciones inherentes a cualquier guerra, tanto las más “cotidianas” y, por tanto, más tolerables también -el hambre, las enfermedades, las noches sin dormir, la falta de higiene y el exceso constante de adrenalina-, como las de mayor brutalidad y crudeza, presentes de modo notable, como se ha visto, en Orfanato: el sonido de los obuses y los misiles, las bombas y sus temibles ondas expansivas, los disparos constantes y las ráfagas de metralleta, el estado de continua amenaza, la permanente sombra de la muerte, el miedo atroz. A estos elementos de presencia acostumbrada en los libros bélicos, añade Filátiev lo que constituye la especial singularidad de su texto: la hiriente exposición del caos, el desconcierto, la desorganización, la chapuza, la improvisación, el descontrol, la corrupción rampante, la anarquía y el absoluto desorden que reina entre las tropas de asalto y, en general -a partir de otros episodios ajenos a la invasión de Ucrania que el autor recuerda-, del Ejército ruso.
La trayectoria militar de Pável esta surcada por multitud de enfrentamientos, protestas, quejas, reclamaciones, denuncias, expedientes y sanciones; de, en definitiva, conflictos con los superiores y las autoridades de las fuerzas armadas, fruto de su carácter belicoso -también de su valentía e independencia, que en el libro el autor resalta con un indisimulado aire de exculpatorio orgullo-, de su afán de verdad y de justicia y de su supuesta rebeldía frente a las mentiras, los abusos y el sinsentido. Todo ello está en Zov, que, desde esta perspectiva, se puede resumir en una sucesión de desastres organizativos y disparates de intendencia, sazonados con las encendidas diatribas del protagonista, que arriesga de continuo su vida a causa de la inconsciencia y el desgobierno de sus mandos. En ello se centra el segundo hilo de la obra, en que, desde la retaguardia, durante su hospitalización y tratamiento, Filátiev critica la burocracia, las mentiras, la falta de información, la opacidad, la prohibición de la crítica, la sistemática eliminación de cualquier disidencia, el autoritarismo asesino del régimen de Putin.
No obstante -y sigo hablando exclusivamente del texto en sí, sin incluir en mi análisis las repercusiones, controversias y litigios que surgieron tras su publicación-, el lector (al menos yo) tiene en todo momento la sensación, mientras avanza por las páginas del libro, de que hay algo impostado en su escritura, un intento de quedar bien, de salvar la cara en una suerte de antimilitarismo artificioso, de difícil encaje en un itinerario vital claramente “guerrero”, de subrayar su amor a Rusia denunciando los excesos de sus dirigentes, de mostrarse airada y permanentemente avergonzado por los horrores de la guerra, una postura sospechosa en quien los ha protagonizado en la primera línea de las trincheras desde los dieciocho años. Así, por ejemplo, Filátiev presencia escenas de saqueos en los territorios ocupados, en tiendas, en casas, en supermercados, pero él nunca participa -todo lo más el robo de un gorro, que se lleva acuciado por la necesidad; igualmente, se apunta -no sé si es el verbo adecuado, dado el contexto- a posibles actos de violencia con la población civil -una mujer que aparece escondida en una zanja, a la que se toma por espía; unos ancianos que niegan información a las tropas invasoras-, pero nunca se concretan y el propio autor, en el libro y en entrevistas posteriores, confiesa no haber participado ni tenido noticia de posibles crímenes de guerra. En definitiva, leyendo el libro asistimos, en cierto modo, a la construcción del personaje de un héroe, concienciado y sensible, cuando todo en su recorrido vital y profesional lo hace sospechoso de la auténtica sinceridad de tal “reconversión”. En el mismo sentido, incluso el extenso capítulo final, un furibundo y encendido alegato contra la guerra, contra las mentiras y la falta de información, contra la despiadada política de Putin, suena algo "sobreactuado". Quedan dudas, pues, y el en apariencia nítido mensaje antibelicista y “antiputiniano” acaba por dejar un rastro de ambigüedad.
Y a ello, a la suspicacia y el escepticismo del lector, contribuye también la polémica suscitada tras el éxito de Zov, traducido a varias lenguas y, en cierto modo, un exitoso best-seller internacional que está generando cuantiosas ganancias a sus responsables. Estos beneficios, que, inicialmente, no se imaginaban copiosos, habrían sido cedidos, por contrato, por el propio Filátiev a New Dissidents Foundation, la entidad que le facilitó la huida de Rusia. Sin embargo, el exsoldado denunció a la organización por presunto fraude en dicho acuerdo. El contencioso, que hace pensar en el afán de lucro del autor ante la sobrevenida y muy fructífera repercusión de su libro, ha despertado la desconfianza y el recelo, no solo entre los dirigentes de la ONG, sino también en Ucrania y entre la oposición rusa, algunos de cuyos miembros dudan incluso de la veracidad de los hechos narrados. Sazónese la polémica con insinuaciones de espionaje, de chantajes del Kremlin o de sospechosos dobles juegos para que no quepa otro remedio que ser cauteloso ante el juicio último que nos merecen las andanzas del exparacaidista. En cualquier caso, la “fotografía” de la guerra que recoge el libro y la imagen de absoluto descontrol del Ejército, tomadas ambas desde la perspectiva de los propios combatientes, resultan interesante y justifican suficientemente su lectura.
Como complemento musical a mi, para variar, muy extenso comentario, os dejo con una canción de Pink Floyd, una nueva tras 28 años de silencio. Se trata de un tema escrito para protestar contra la guerra en Ucrania. Hey Hey, Rise Up! (¡Oye, oye, levántate!) se basa en un tema del cantante ucraniano Andriy Khlyvnyuk, de la banda Boombox. La pieza original, The Red Viburnum in the Meadow, que ya se cantaba en la Primera Guerra Mundial, se ha convertido ahora en un símbolo de la causa de la población invadida y todos los beneficios de la particular recreación de Pink Floyd irán destinados a la ayuda al pueblo ucraniano.
Tiene ganas de sentarse y de tomarse un respiro. Y de no ver a nadie. No oír nada. Olvidar todos aquellos ruidos y los olores. Olvidar la estación, el autobús, la carretera destrozada, el paisaje lunar detrás de la ventana, a la gente infeliz que deambula por los campos de enero, el bosque negro pasto de disparos, las casas oscuras, las voces de terror. Las ventanas sin un asomo de vida, las encrucijadas tras cada una de las cuales la muerte puede acecharle a uno. Todo aquello lo lastra con su peso de plomo frío, lo arrastra hacia el fondo, lo vuelve torpe y vulnerable.
«¿Es posible olvidar todo eso? –se pregunta Pasha–. Claro que es posible –se da él mismo la respuesta–. Por supuesto. Lo olvidaré todo –se convence–, y el chaval también. No hace falta que recuerde todas estas cosas, la crudeza del olor a azufre y a carne humana, no vale la pena que se acuerde de la suciedad bajo las uñas. Una persona no debería retener en la memoria tanto miedo y tanto mal. ¿Cómo se puede seguir viviendo con todo esto? Lo olvidará todo, le irá todo bien, olvidará el orfanato, el desamparo, la sensación con la que uno se despierta encerrado en un sótano oscuro. Más vale que se acuerde de algo bueno, algo que no provoque odio ni desesperación. El olor a casa, el aroma de los árboles en el patio o el olor a un prolongado deshielo, en pleno enero, con fragancias del río. Recordará el deshielo –se convence Pasha–, lo recordará sin duda. Nada de sangre ni de metal.» Y cuanto más trata de convencerse, tanto mayores son la lucidez y la seguridad con las que comprende que eso no ocurrirá, que nadie olvidará nada ni pasará página, y que el chaval, le suceda lo que le suceda a partir de ahora, cargará con esos recuerdos como con bolsas llenas de piedras, y que ese olor a cuero roto y a saladas lágrimas masculinas lo perseguirá el resto de su vida, y la sombra del orfanato lo acechará esté donde esté, sean cuales sean los lugares soleados a los que vaya a parar. También la comida a partir de ahora no le dejará de saber a comedor del orfanato, y sus sueños se llenarán de voces huérfanas, y las mujeres le recordarán a sus amiguitas del búnker, pintarrajeadas y llorosas, y no podrá hacer nada con aquello ni nadie podrá ayudarle. Lo único que se puede hacer por él ahora mismo es lograr llevarlo a casa, bañarlo, reconfortarlo con un té dulce y acostarlo a dormir. Que descanse, que duerma todo lo que pueda, hasta que deje de soñar. Mañana todo será distinto, mañana todo será como antes: días normales en casa donde cada cual se dedica a lo suyo, donde todo está en su sitio, donde nada sobra ni falta. Las mañanas llenas de quehaceres domésticos, el trabajo al que uno se acostumbra como a su ropa habitual: no aprieta, no molesta, se lleva mientras se lleve. Tardes apacibles, noches oscuras. Cuánta alegría, cuánta calidez hay en todo aquello, al fin y al cabo. Ha valido la pena haber ido a parar allí, al corazón del infierno, para apreciar todo lo que uno tenía y lo que perdió. Sencillamente hay que regresar cuanto antes a casa, cesar en aquel deambular por los círculos de la desgracia ajena: ¡volver a casa! ¡Volver cuanto antes!
Videoconferencia
Serhiy Zhadan. Orfanato