Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de julio de 2012

STANLEY BUCHTHAL Y BERNARD COMMENT. MARILYN MONROE. FRAGMENTOS, POEMAS, NOTAS PERSONALES, CARTAS.

Hola, buenos días, sed bienvenidos, por última vez por este curso, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. El próximo 5 de agosto se cumplen los cincuenta años de la muerte de Marilyn Monroe, una Marilyn que tendría ahora, de seguir viva, 86 años. Resulta difícil imaginar con esa edad a una mujer que, por esa muerte prematura, a unos jovencísimos treinta y seis años, permanece en nuestras mentes en la imagen de belleza y lozanía que rezuman sus innumerables fotografías. Marilyn sigue con nosotros como símbolo, como icono, y es sabido que los mitos no mueren, no se deterioran, se deslizan, imperecederos e inmarcesibles, imperturbables en su condición sobrehumana, de generación en generación. Es pues de la bella Marilyn Monroe, de su legendaria figura, y no de esa ancianita más que improbable, esa ancianita en la que, para fortuna de sus admiradores (no sé si incluso para fortuna de la propia Marilyn), nunca llegó a convertirse, de la que quiero hablaros esta mañana.

Y lo haré con la presentación de un libro, publicado hace algunos meses, que acrecienta -más aún si cabe- esa cualidad quimérica, esos rasgos de ídolo que la rodearon en vida y, sobre todo, tras su muerte. Un libro que mostrando la cara más humana de la diosa, la más íntima, la más sensible, la más sufriente y a priori más alejada del glamour cinematográfico, de la fascinación hollywoodiense, de la mágica seducción que transpiraba cada paso de la diva por el mundo, contribuye, paradójicamente, a divinizarla un poco más.

Pero vayamos ya con los datos, porque el inmenso encanto de la artista amenaza con hacernos olvidar la razón de mi presencia ante el micrófono. Marilyn Monroe. Fragmentos, poemas, notas personales, cartas, es el título de un cuidado volumen misceláneo, con muchos textos y numerosas fotografías e ilustraciones, en gran formato, que vio la luz en 2010 en la Editorial Seix Barral. La edición original se debe a Stanley Buchtal y Bernard Comment y cuenta también con un interesante prólogo de Antonio Tabucchi. Todos los textos, los de la propia actriz, los de sus editores y los del prologuista, están vertidos al español desde, respectivamente, el francés, el inglés y el italiano por el escritor Ramón Buenaventura.

Pese a que el tópico así lo quiere, pese a que muchos de los personajes que interpretó -recordad, por encima de todos, el memorable de La tentación vive arriba- alimentaban ese lugar común, Marilyn Monroe no se amoldaba en absoluto al consabido papel de rubia explosiva e ingenua, exuberante y algo descerebrada, superficial e inconsciente del mundo a su alrededor (en particular de la brutal fascinación que ejercía sobre los hombres), bellísima pero candorosamente inculta. Por el contrario, lo que se ha ido sabiendo a partir de las investigaciones de estos últimos años (en una figura cuya vida, a partir de su trágico desenlace, ha sido escudriñada hasta el más mínimo detalle), y lo que el libro del que os hablo revela, es que la actriz era una persona relativamente cultivada, que leía bastante, sobre todo poesía, y que, además, era capaz de plasmar en sus propios poemas la perplejidad que el mundo le causaba, las dificultades, de todo tipo, de su difícil existencia, la complejidad de su alma torturada, los sinuosos recovecos de su mente, los oscuros procesos de sus terapias con diferentes psicoanalistas, sus dolorosos internamientos en clínicas psiquiátricas, sus inseguridades y sus miedos, sus incertidumbres y sus anhelos, sus proyectos, su decidida voluntad de seguir aprendiendo, de completar sus carencias culturales y de formación, las muchas heridas de su delicada sensibilidad. Dicho lo cual, llevar las cosas al extremo afirmando, como hace Tabucchi en el prólogo, que Marilyn Monroe era una especie de intelectual escondida, deliciosamente oculta, tras la funda perfecta de su cuerpo universalmente deseado, es, a mi modesto juicio, ciertamente excesivo y hasta, si me apuráis, ridículo, confirmando una vez más que la dimensión mítica de la actriz, su envolvente y arrebatadora capacidad de seducción acaba obnubilando el juicio e impidiendo una lectura ponderada de su personalidad, sin duda fascinante, pero en el fondo humana.

El libro recoge, en este afán de mostrar la otra cara de la diva, infinidad de documentos misceláneos: poemas, cartas, diarios íntimos, notas tomadas al azar, recetas de cocina, apuntes varios en los que Marilyn muestra los aspectos más recónditos de su alma. Así, y en una enumeración apresurada, vemos pasar por las páginas del libro, una nota personal mecanografiada de 1943 en la que, con 18 años, se plantea sus interrogantes sobre el primer matrimonio a partir de la traición de su marido, sus expectativas vitales, su desilusión. A continuación aparecen algunos poemas sin fecha, esbozos de poemas más bien, textos asimilables a poemas, notas que enseñó a sus amigos íntimos. Se trata de fulguraciones, sensaciones en las que puede vislumbrarse el instinto y los reflejos de un poeta, pero sin su maestría. Su tercer marido, Arthur Miller, escribe sobre algunos de esos textos, sobre la frágil sensibilidad que expresan: Para sobrevivir habría tenido que ser más cínica o por lo menos estar más cerca de la realidad. En lugar de eso, era una poeta callejera intentando recitar sus versos a una multitud que, mientras tanto, le hace jirones la ropa. El libro recoge también diversos cuadernos: uno, de comienzos de los 50, nos muestra su miedo, su temor a defraudar, el pánico de rodar una escena, afloran sus lecturas, utiliza, para referirse a sí misma, las palabras ‘depresiva’, ‘loca’, en un texto emocionante; en otro, de 1955, ofrece un esfuerzo de introspección, nos permite ver de nuevo sus miedos, el comienzo con el psicoanálisis, de modo que los fragmentos recogidos surgen como un esbozo de autoanálisis, conmovedor y apasionante. Hay también agendas, como una de entre 1955 y 1956, en la plasma sus ocurrencias, en una suerte de escritura automática, con imágenes casi oníricas: la mujer de los grandes pechos, los recuerdos traumáticos de la infancia, su maestra infantil, una agresión sexual. Se incluyen, igualmente, notas garabateadas en papeles con membretes de hoteles, como las correspondientes a su estancia, en 1955, en el Waldorf Astoria. Marilyn conoce y trata a la élite hollywoodiense, se muda a Nueva York, su vida va de una costa a otra, aparecen sus sueños, rozando las pesadillas, sus clases de interpretación con Lee Strasberg, letras de canciones. Podemos leer notas tomadas después del matrimonio con Arthur Miller, su traslado a Londres, la lectura por azar del diario íntimo de su marido y la conmoción que le produce, se siente traicionada, hay un tono melancólico, aflora el temor al envejecimiento. Ello es especialmente patente en sus notas de Roxbury, en donde vive con Miller, en 1958. Se observa el rostro con lupa para enumerar los ataques del tiempo, afloran sus tristes pensamientos sobre el fracaso de la maternidad, el ‘otro’ siempre inalcanzable; vemos un alma torturada ante su realidad sin horizonte, frente a la imposibilidad del amor. Aparecen, en fin, notas de cocina, reflexiones sobre su experiencia en el Actor’s Studio, cartas a sus distintos psicoanalistas, una respuesta a un cuestionario para una entrevista. Hay, además, diversos interesantes suplementos, una muestra de algunos de los libros de su biblioteca personal, su foto preferida, el elogio fúnebre que le hace Strasberg a su muerte, una detallada nota biográfica y un glosario final de escritores en el que se resalta su relación con Marilyn.

No dejéis de leer este Marilyn. Fragmentos, poemas, notas personales, cartas, que publica Seix Barral, podréis profundizar en la dimensión más humana de un mito imperecedero del cine y, no sólo eso, de todo el pasado siglo XX. Os dejo con uno de sus textos, teñido, dentro de la naturalidad con la que se narra, de un tono dramático y triste. Alegre en cambio es la aparición de Marilyn Monroe en el vídeo con el que cerramos esta reseña. La diva interpreta, sensual, I wanna be loved by you, entre los disparatados comentarios de Tony Curtis y Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco. Con ella (y con la promesa, para después de las vacaciones, de un par de emisiones monográficas "marilynmonroeanas" en Buscando leones en las nubes, mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca) despedimos Todos los libros un libro hasta el próximo mes de septiembre. Pasad un buen final del verano.

Anoche volví a pasar despierta toda la noche. A veces me pregunto para qué sirve el tiempo nocturno. Casi no existe para mí, todo me parece un largo y horrible día. Bueno, pero pensé que más me valía ser constructiva al respecto y me puse a leer las cartas de Sigmund Freud. Cuando abrí el libro la primera vez encontré la foto de Freud dentro en frente del título y me eché a llorar, parecía muy deprimido (la deben de haber tomado muy al final de su vida), murió decepcionado, pero la doctora Kris me dijo que había sufrido mucho dolor físico, lo cual ya sabía yo por el libro de Jones -pero sabiéndolo sigo confiando en mi instinto porque en su amable rostro veo un hombre decepcionado. El libro revela (aunque no sé si me parece muy bien que se publiquen las cartas de amor de nadie) que no era tan estricto: quiero decir que su humor triste y amable e incluso su espíritu combativo eran eternos en él. Aún no he avanzado mucho porque al mismo tiempo estoy leyendo la primera autobiografía de Sean O’ Casey (¿he llegado a contarte que una vez me escribió un poema?). Este libro me altera mucho del modo en que debe uno alterarse ante estas cosas, al fin y al cabo.

Me interrogaron después de meterme en una celda (quiero decir bloques de cemento y todo) para pacientes muy alterados y deprimidos (sólo que yo me sentía en una especie de cárcel por un delito que no había cometido). Lo inhumano de todo ello me pareció arcaico. Me preguntaron que por qué no me encontraba a gusto allí (todo estaba bajo llave; cosas como las luces eléctricas, los cajones de las cómodas, los cuartos de baño, las barras ocultas de las ventanas); las puertas tienen ventanucos para que los pacientes estén visibles todo el tiempo, también la violencia y las marcas de otros pacientes todavía quedan en las paredes. Yo contesté: “Bueno, tendría que estar chiflada para que gustara esto”, luego unas mujeres aullaron en sus celdas -quiero decir que aullaban como si la vida les resultara insoportable supongo-, en momentos así creo que tendrían que disponer de un psicoanalista que hablase con ellas. Quizá para aliviarles aunque sólo fuera temporalmente el sufrimiento y el dolor. Creo que los médicos podrían aprender algo incluso -pero lo único que les interesa es lo que han estudiado en los libros-, me sorprendió que ya supieran todo eso. Quizá pudieran averiguar más de algún ser humano vivo -tuve la sensación de que les interesaba más la disciplina y que se desentendían de los pacientes en cuanto los pacientes habían ‘cedido’. Me pidieron que alternara con los pacientes, que asistiera a Terapia Ocupacional. Yo les dije: “¿Para hacer qué?”. Y ellos me dijeron: “Puedes coser o jugar a las damas, incluso a las cartas, o hacer calceta”. Traté de explicarles que el día en que me vieran hacer eso sería cuando verdaderamente tendrían una loca entre manos. Eran cosas que estaban muy apartadas de mi pensamiento. Me preguntaron que por qué me sentía ‘diferente’ (de los demás internos, supongo), de modo que decidí que si verdaderamente eran tan estúpidos tenía que darles una respuesta simple, de modo que les dije: “Es que lo soy”.

miércoles, 18 de julio de 2012

HARUKI MURAKAMI. TOKIO BLUES

Hola, buenos días. Una semana más estamos aquí en Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda resultar de vuestro agrado. Hoy os traigo una novela de un autor que me entusiasma y al que ya he dedicado alguna emisión en Buscando leones en las nubes, mi otro programa en la radio universitaria. Se trata de Haruki Murakami, el magnífico y cada vez más valorado escritor japonés, del que se habla reiteradamente como candidato al Premio Nobel de Literatura. El título original de la novela es Norwegian wood, aunque es España ha sido publicada bajo la insólita denominación de Tokio blues. El libro lo presentó en 2005 la editorial Tusquets, responsable también de la presencia en nuestro país del resto de la obra de Murakami. Desde 2005 hasta hoy, la novela ha sido reeditada en varias ocasiones, prueba de que la capacidad de interesar del escritor japonés no llega sólo a los académicos suecos sino al público en general. Lourdes Porta, traductora habitual de Murakami, es responsable también en este caso de verter al español el texto original japonés. Casi cualquiera de los restantes libros del nipón es altamente recomendable y os los aconsejo también con apasionamiento y vehemencia. Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, After dark, Sputnik, mi amor, o su última y grandiosa obra, 1Q84, merecen la lectura sin ninguna duda. De entre todos ellos he elegido este Tokio Blues porque quizá sea el más convencional y el que permita, pues contiene gran parte de las notas distintivas del universo de su autor, un acercamiento más plácido, más “natural”, a su obra.

Dejadme, antes de hablaros brevemente del libro, que os comente alguna curiosidad sobre su título. Como quizá muchos de vosotros recordaréis, Norwegian wood, 'madera noruega', es el título de una conocida canción de los Beatles, incluida en un LP extraordinario del año 1965, Rubber soul. La música, singularmente la música de los Beatles, es esencial en toda la obra del novelista japonés. De hecho este Tokio blues está repleto de referencias musicales. Entre mis notas de lectura he entresacado cerca de cincuenta menciones a canciones pop, músicos de rock, obras clásicas, piezas de jazz. El propio Haruki Murakami fue durante bastante tiempo propietario de un club de jazz y, como os digo, la influencia de la música impregna toda su obra. No es, pues, del todo descabellado que el editor haya elegido como título en castellano el de Tokio blues, puesto que, además de la referencia a la tristeza que la palabra 'blues' lleva consigo y que da cuenta, a mi juicio, de uno de los rasgos más significativos de la novela, la melancolía, las muchas citas musicales convierten al libro en una especie de repertorio de las inquietudes del protagonista, un adolescente de Tokio, en el terreno de la música, de modo que, en cierto modo, 'el blues de Tokio' refleja otra de las señas de identidad del libro. No obstante, permitidme que insista, uno no acaba de ver la necesidad de alterar el título original, en inglés, por otro 'traducido'... también en inglés. Misterios del mundo editorial.

En fin, más allá de nomenclaturas, Tokio blues nos presenta a Toru Watanabe, el protagonista de la novela, en cierto modo trasunto del propio Haruki Murakami, un hombre de treinta y siete años que, de paso en un aeropuerto europeo, escucha incidentalmente por la megafonía de la terminal la canción Norwegian wood, que tanto había significado en su adolescencia. La capacidad evocadora de la música lo retrotrae, veinte años atrás, a su etapa de estudiante universitario, a sus diecisiete años de finales de los sesenta. A partir de aquí, la novela es un largo flash back, una recreación, contada en presente, en el presente de 1967 y los años posteriores, de aquella época decisiva en la educación sentimental, moral e intelectual de Watanabe.

A lo largo de la novela asistimos a la búsqueda, un tanto perpleja, por parte del joven Watanabe, de su propia identidad, de su lugar en el mundo. Toru es un chico callado, relativamente introspectivo, que asiste a sus clases universitarias, realiza trabajos esporádicos para pagar sus estudios, vive en una residencia compartiendo habitación con ‘Tropa de asalto’, el mote que recibe su extraño compañero de cuarto, busca -y encuentra, en ocasiones- la oportunidad para llevar a cabo encuentros sexuales (el sexo, libre, desenfadado, desinhibido, ocupa un papel muy importante en la novela). En definitiva, la vida común y más o menos anodina de cualquier estudiante, no ya en los años sesenta japoneses, sino en la España de principios del siglo XXI. Es verdad que el escenario de fondo en el que transcurre la novela es inequívocamente japonés, con la singular comida, la extraordinaria gastronomía nipona, omnipresente en la novela como uno de los elementos característicos; es verdad igualmente, que los acontecimientos en los que se envuelven las peripecias del protagonista tienen un aroma indudablemente sesentero, la rebeldía juvenil de la época, las manifestaciones post-sesentayocho, que tanto impacto tuvieron en Japón, el ansia de los jóvenes por una vida más libre, la banda sonora, como ya os he señalado, con los Beatles y Marvin Gaye, los Rolling y Miles Davis, Simon & Garfunkel y Antonio Carlos Jobim…; pero la esencia de la novela, es, en cambio, intemporal, y ése es uno de sus mayores atractivos. Cualquier joven de nuestros días -cualquier adulto también, creedme, mi juventud ha quedado atrás hace demasiado tiempo- puede reconocerse en la historia de Toru Watanabe, la historia, como digo, de un joven, de un adolescente casi, que empieza a abrirse paso en la vida, que intenta definir su personalidad, que comienza a vivir sus primeras experiencias suyas, personales, de adulto. En este sentido, son especialmente destacadas -hasta el punto de constituir el núcleo central del libro- las relaciones del protagonista con dos chicas: la atractiva pero algo desequilibrada Naoko, con la que Toru alcanza un alto grado de intimidad espiritual, y la quizá más convencional, más normal, Midori, de la que llega a enamorarse. En ambos casos, y en el de otros personajes importantes de la novela, la presencia de la muerte oscurece estas existencias jóvenes.

Os dejo ya -no hay tiempo para más- con un fragmento de la novela en el que pretendo trasladaros un atisbo, una ligera pincelada del espíritu del libro. Inevitablemente, la música que acompaña hoy esta reseña debe ser Norwegian wood, la canción de los Beatles que proporciona el título original al libro. La podréis escuchar con un fondo de curiosas imágenes del grupo. Hasta la semana próxima.


El único recuerdo que conservo de 1969 es el de un lodazal inmenso. Un profundo lodazal, viscoso y pesado, donde cada vez que daba un paso se me hundían los pies. Y yo lo cruzaba haciendo un esfuerzo sobrehumano. No veía nada, ni delante ni detrás de mí. Sólo un cenagal de tintes oscuros extendiéndose hasta el infinito.

El tiempo transcurría al ritmo de mis pasos. A mi alrededor hacía tiempo que todos habían emprendido la marcha, y yo y mi tiempo seguíamos arrastrándonos con torpeza por aquel lodazal. A mi alrededor, el mundo estaba a punto de experimentar grandes transformaciones. John Coltrane y otros muchos habían muerto. La gente clamaba cambios, y éstos se encontraban a la vuelta de la esquina. Pero los acontecimientos que tuvieron lugar, todos y cada uno de ellos, no fueron más que pantomimas carentes de entidad y significado. Y yo me limitaba a vivir día tras día sin apenas levantar la cabeza. Lo único que se reflejaba en mis pupilas era aquel lodazal infinito. Levantaba el pie derecho, luego el izquierdo, de nuevo el pie derecho. Ni siquiera sabía con certeza dónde me encontraba. No lograba orientarme. Sólo sabía que tenía que dirigirme a alguna parte y, por ese motivo, movía los pies.

Cumplí veinte años, el otoño dio paso al invierno, pero mi vida no experimentó cambio alguno. Asistía sin interés a las clases, trabajaba tres veces por semana, de cuando en cuando releía El Gran Gatsby, y los domingos hacía la colada y escribía largas cartas a Naoko.

miércoles, 11 de julio de 2012

BERNARDO ATXAGA. SIETE CASAS EN FRANCIA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os hacemos una modesta proposición de lectura. Hoy, ciertamente, no es mucho el esfuerzo que debo hacer para persuadiros de lo benéfico de mi recomendación, porque el libro del que voy a hablaros y cuya lectura quiero aconsejaros encarecidamente, ha estado, aunque de esto hace ya unos cuantos años, en todos los escaparates, en todos los suplementos literarios, en todos los espacios televisivos dedicados a la literatura… muy pocos, en realidad, pero así son las cosas en nuestro depauperado mundo de la lectura. En fin, se trata de una novela que cuenta con un poderoso grupo editorial detrás y que se ha beneficiado, como os digo, de un intenso apoyo mediático, por lo que, probablemente, ya la conoceréis e incluso, en algunos casos ya la habréis leído. Pero es que, sobre todo, el libro es magnífico, permitidme esta aclaración innecesaria, razón por la que, más allá de su mayor o menor repercusión pública, al margen de que hayan pasado tres años desde su publicación, yo quiero hablaros de él. Se trata de Siete casas en Francia, la última novela del escritor vasco Bernardo Atxaga, publicada por la Editorial Alfaguara en, como os digo, 2009. El libro, escrito originariamente en euskera, ha sido vertido al castellano por el propio Bernardo Atxaga y por su mujer, Asun Garikano.

La carrera literaria de Bernardo Atxaga se ha desarrollado, hasta ahora, en el territorio del País Vasco. Un territorio "real", como en sus novelas Un hombre solo o Esos cielos, con la singularidad del mundo vasco, los problemas de la identidad nacional o las consecuencias del terrorismo entre sus temas principales; o un territorio inventado, como en el caso de su exitosa Obabakoak o incluso, aunque en menor medida, El hijo del acordeonista, en las que un espacio mítico, Obaba, una geografía imaginaria trasunto de su Euskadi natal, ocupaba el lugar central de su propuesta literaria. Una Obaba que fue trasladada al cine en la película del mismo nombre dirigida por Montxo Armendáriz. Atxaga se desenvuelve también con soltura y mucho éxito en el mundo de la literatura infantil, con el perro Bambulo como su más conocida creación.

Siete casas en Francia rompe, por el contrario, esa tendencia centrada en las historias locales, podríamos llamar, aunque de alcance universal, no en vano su novela sobre Obaba ha sido traducida a más de veinte idiomas, para desplazar el foco de sus preocupaciones a un lugar y un tiempo exóticos y, por supuesto, inusuales en la trayectoria del escritor. La novela se desarrolla en el Congo Belga, el país que hoy es conocido como República Democrática del Congo, en los primeros años del siglo XX. (De paso, con la mención del Congo, y teniendo en cuenta las fechas vacacionales en las que esta reseña sale al aire, abro para vosotros, una vez más, la perspectiva del viaje, del viaje al continente africano más exactamente, un espacio tan ignorado, tan envuelto en tópicos, aunque siempre fascinante. Si tenéis posibilidades de viajar y aún dudáis sobre vuestro destino... ¡¡adelante!!... ¡¡¡África es la alternativa!!!).

Pero aunque la peripecia que el libro narra, y de la que os hablaré brevemente a continuación, se circunscribe a ese específico ámbito africano, el alcance de Siete casas en Francia es mucho mayor, pues toca asuntos de interés más general, más abstracto y que a todos nos afectan como personas: el mal, la ambición, la avaricia, la explotación, la barbarie, la codicia, la atrocidad de las que a veces es capaz el ser humano. Además, hay una dimensión histórica en la novela, que nos ilustra de un modo leve, como en sordina, en voz baja, sin excesos, sin especiales énfasis, de un modo lateral, sesgado, inapreciable en apariencia, pero sin embargo tajante y contundente, nítida e inequívocamente, sobre la brutalidad de la aventura colonial, sobre los excesos de las potencias europeas en África, sobre la crueldad de la esclavitud, sobre los abusos, las humillaciones, los sufrimientos, las violaciones, los asesinatos, el genocidio, aunque en aquellos tiempos tal término aún no estaba acuñado, a los que fueron sometidos millones de africanos en ese negocio descarnado y salvaje que se llamó colonización.

Estamos en 1903. El Congo, ese país inmenso, un continente en sí mismo, atravesado y nutrido por el mítico río del mismo nombre, está bajo el dominio de Bélgica, regida por el sanguinario Leopoldo II. En Yangambi, un pequeño poblado al borde del río, un destacamento militar belga, al mando del capitán Lalande Biran y constituido por un puñado de oficiales blancos, varios suboficiales negros, y cinco compañías de soldados, los askaris, también negros y reclutados en diversos lugares de África, se ocupa de tutelar la extracción del caucho de la muy tupida selva congolesa. La explotación cauchera se lleva a cabo de un modo absolutamente deshumanizado, y esa inhumanidad es relatada por Atxaga de ese modo ligero e indirecto, sin subrayados, sin sobresaltos, con humor incluso, al que antes me refería: la economización de los cartuchos, que no de vidas humanas; las prácticas de tiro con los monos como diana; el tedio existencial y el aburrimiento de los oficiales belgas entre el calor asfixiante y la opresiva atmósfera de la selva tropical; sus distracciones para matar el tiempo: las expediciones al interior de la maleza en procura de jóvenes vírgenes congolesas, violadas sistemáticamente, los juegos de puntería a lo Guillermo Tell con niños africanos como soporte de las piezas de fruta a las que hay que acertar, el consumo de alcohol y de comida como consuelo y evasión, el castigo a los indígenas por cualquier pequeño exceso: latigazos, torturas, miembros cercenados con un supuesto afán ejemplificador. Pero, además, este motivo oficial de la presencia de la guarnición militar en Yangambi, el caucho, encubre otros negocios ilegales, el tráfico de caoba, de maderas nobles, de marfil. El capitán Lalande Biran debe satisfacer los deseos de su mujer que, esperando en la Costa Azul el retiro de su marido, le conmina a conseguir más recursos para poder adquirir un total de siete residencias en Francia, las siete casas del título, y ello le lleva a esquilmar los recursos de la región, a la caza ilimitada de elefantes, al tráfico clandestino de maderas, hasta enriquecerse subrepticiamente, fuera incluso de la mirada del Rey al que sirve. En el personaje del capitán, Bernardo Atxaga encarna la metáfora del colonialismo más despiadado, un hombre culto, poeta, en apariencia refinado, pero de una crueldad despreocupada e inconsciente, que se hace servir por sus subordinados una adolescente cada día, una niña negra a la que viola con una naturalidad y un desapego sorprendentes.

Así descrita, la atmósfera en la que el libro se desenvuelve remite a otra novela que también os he presentado en este mismo espacio, la última de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, aunque en mi percepción la propuesta de Atxaga tiene más enjundia, más densidad, más hondura, aparece como más interesante literaria y humanamente.

En fin, hay muchos más elementos atractivos en esta magnífica novela, entre otros la extraordinaria construcción de personajes o la convincente ambientación africana, pero las limitaciones de tiempo me obligan a cerrar ya la reseña. Os dejo con un breve fragmento en el que aflora parte de la terrible realidad que se describe en el libro. Os dejo también música, por supuesto congoleña, para ambientar estos comentarios. El gran Lokua Kanza interpreta en vivo una de sus canciones más emblemáticas, Wapi yo.


Echaron a andar por la playa camino del Club Royal. Eran dos hombres blancos en África, uno desnudo con una toalla al cuello, el otro medio desnudo con la toalla en la cintura, respirando el olor de una madera noble, oyendo el murmullo del río, sintiendo la presencia de la selva interminable. Vistos de lejos, hubieran podido ser tomados por los personajes de una escena clásica. Pero en la realidad, y por decirlo tiernamente, su corazón palpitaba como el de dos adolescentes. Incluso el del subordinado, porque no era lo mismo tener una información en la cabeza que expresarla en palabras. Al pronunciarla, al verbalizarla: ¡Tenemos más de un millón de francos en caoba en esta playa! ¡Sumándole las ganancias del marfil, llegaremos al millón y medio!, su grado de realidad aumentaba y se hacía carne. Tanto más al ver la cifra escrita en la arena. 1.500.000. Era tan excitante que el cuerpo reaccionaba. Ambos tenían en aquel momento piel de gallina. ¡Millón y medio! ¡Millón y medio!

miércoles, 4 de julio de 2012

DOMINGO VILLAR. OJOS DE AGUA. LA PLAYA DE LOS AHOGADOS

Hasta su incorporación a la policía, el único cadáver que Leo Caldas había visto de cerca era el de su madre en el interior del ataúd. Ni siquiera había podido verla, se había limitado a asentir cuando alguien sugirió la posibilidad de despedirse de ella. De repente fue alzado del suelo y se encontró en los brazos de alguien, como levitando, encaramado a la caja de madera oscura en que reposaba el cuerpo inerte de su madre amortajada. Confundido, había mirado el rostro recubierto por una pátina extraña que le pareció de cera, y algunas de sus lágrimas habían estallado en el cristal que cerraba el féretro durante aquellos segundos escasos que recordaba como si hubiesen durado una eternidad. Su madre tenía los ojos cerrados, muy hundidos en sus cuencas, y los labios pálidos apenas se destacaban del resto de la cara, tan distintos de la tonalidad con que ella se había acicalado incluso en los últimos días de su enfermedad.

Durante años, esa imborrable imagen de cera le había visitado en sueños. También había recordado con frecuencia a su padre sentado en una esquina del velatorio, con el rostro devastado por el dolor, sin derramar una lágrima.

En la academia, tiempo después, cuando todavía era un aspirante a policía, asiduamente había oído advertencias al respecto de la crudeza de hallarse en primer plano ante una muerte violenta. Leo Caldas se había sentido temeroso pero expectante ante aquel futuro primer encuentro cara a cara con la muerte, incapaz de prever cuál sería su reacción.

La ocasión de comprobarlo había tenido lugar muy pronto, cuando en una de sus primeras guardias nocturnas había acompañado a un agente veterano al parque donde había aparecido apuñalado un vagabundo. No sin cierta sorpresa comprobó que el encuentro con el cadáver de aquel desconocido no le producía impresión alguna. Ni siquiera dudó al acercarse. Desde aquella primera vez, los muertos anónimos eran para Leo Caldas poca más que objetos sin dueño. Cuando se hallaba en la escena de un crimen se abstraía sin esfuerzo del hecho de que los restos hubiesen contenido el aliento de una vida, independientemente de que se tratase de un cadáver en descomposición o de un cuerpo todavía caliente. Se concentraba en obtener las pistas que pudieran ayudarle a determinar los motivos del fallecimiento, en buscar las piezas revueltas del puzzle que debía recomponer.

Sin embargo, era al revelársele la identidad de los muertos cuando sentía un estremecimiento íntimo; como si conociendo los nombres o algunos rasgos, aunque imprecisos, de sus vidas permitiese que aparecieran, junto a la materia de observación criminal, los seres humanos.


Hola, buenos días. Hoy empezamos así, con tan revelador texto, el Todos los libros un libro de cada miércoles. Un texto, un fragmento extraído de mi recomendación de esta semana, que es, como os digo, muy significativo, que describe de modo magnífico y muy sencillo, a través de unos pocos trazos, al personaje principal, al protagonista de los libros, pues son dos, cuya lectura hoy quiero aconsejaros. Se trata de dos novelas policiacas, las dos únicas obras publicadas del escritor vigués Domingo Villar, que escribe en gallego y que la editorial Siruela presenta en castellano en versión del propio autor. La primera de ellas, Ojos de agua, se publicó en 2006 y obtuvo un inmediato y deslumbrante reconocimiento, con multitud de premios y traducciones a múltiples idiomas, aunque he de reconoceros que a mí me resultó interesante pero endeble, poco consistente, algo esquemática y simple en su trama, rozando el estereotipo en más de una ocasión, bastante inverosímil en la resolución de los enigmas, aunque muy convincente y eficaz en la recreación de los escenarios, algo que he apreciado especialmente, pues siendo yo de Vigo, y desarrollándose la acción de la novela en sus atestadas calles sofocadas por un tráfico desquiciante, en sus tascas típicas, en sus playas, abarrotadas de turistas en verano, solitarias el resto del año, revisitar mi ciudad llevado de la muy fiel mano, en este caso, de la literatura, me ha complacido intensamente.

Es, no obstante, en la segunda novela de la serie, La playa de los ahogados, publicada en 2009, en la que Domingo Villar alcanza cotas literarias más estimables, pues en ella se mitigan algunas de esas deficiencias iniciales y, sobre todo, en ella se perfilan con maestría los rasgos con los que el joven escritor vigués construye su protagonista principal, el inspector Leo Caldas al que se refería el texto que os he leído como introducción. Es en la figura de este policía, silencioso, melancólico, solitario, abandonado por su mujer, Alba, cuya presencia sólo evocada, cuya ausencia, en realidad, marca su realidad y constituye, a mi juicio, otro de los hallazgos de la novela, es en el deambular siempre triste del inspector por los escenarios con frecuencia lluviosos del libro en donde éste encuentra sus momentos más apreciables.

Leo Caldas es un gallego prototípico, ambiguo, algo distante de todo y de todos, nostálgico, irónico, pero todo ello sin énfasis, sin excesos, sin demasiada firmeza ni convicción, sin innecesarios e insoportables subrayados, un hombre que vive su vida con una tristeza de fondo, existencial diríamos, la saudade que constituye una de las notas definitorias de la galleguidad, la seña de identidad por excelencia de lo gallego, aunque se asocie también habitualmente a lo portugués. Compagina su trabajo en la policía con su intervención en un programa de radio que todo el mundo sigue, y resuelve los crímenes que llegan a su comisaría con ayuda de Rafael Estévez, un gigantón aragonés algo brutote e impulsivo, que choca de continuo con la indefinición para él exasperante de los paisanos de su jefe. Interesantes también, convincentes, creíbles, llenos de humanidad, resultan otros personajes secundarios, en especial el padre del inspector, jubilado y retirado en su finca rural, entregado a sus pocas pero meritorias viñas. Y, en definitiva, atractivas también las historias criminales en sentido estricto, la investigación de los asesinatos, las pesquisas policiales, la búsqueda de pruebas, el seguimiento de los sospechosos, la solución de los enigmas, el descubrimiento de los culpables, el propio interés de unas tramas que hacen avanzar la lectura, ansioso el lector por desvelar y resolver él también los misterios que se plantean al inspector.

Os recomiendo estas dos novelas, Ojos de agua y La playa de los ahogados, escritas por Domingo Villar y publicadas por la editorial Siruela. Aparte de disfrutar de algunas horas de lectura apasionante, sobre todo en estos días veraniegos en los que el acto de leer multiplica sus placeres (acrecentados por el rumor del mar, la brisa en la playa, el silencio del campo, la fresca sombra de un árbol acogedor, el sosiego vacacional, la agradable lasitud de la sobremesa, las apacibles y estrelladas noches), le cogeréis cariño a su personaje principal, a este inspector Leo Caldas entrañable, y desearéis, como a mí me ocurre, que su autor continúe ofreciéndonos más historias que lo tengan como protagonista. Música gallega, también, y con el mar, tan vinculado a las novelas de Villar, ocupando un lugar destacado, para acompañar esta reseña. La preciosa Montemar del grupo Nordestinas.