JUDITH SCHALANSKY. ATLAS DE ISLAS REMOTAS
La gran mayoría de los niños apasionados por los atlas nunca ha viajado al extranjero durante su infancia, o al menos ese fue mi caso. Crecí entre las páginas de un atlas y en mi clase había una chica en cuyo pasaporte constaba que había nacido en Helsinki. Esto era inconcebible para mí: H-e-l-s-i-n-k-i. Estas ocho letras significaban para mí la llave hacia un nuevo mundo desconocido. Incluso hoy en día me asombran y extrañan los alemanes nacidos en Nairobi o Los Ángeles, por poner un ejemplo, y no puedo dejar de preguntarles por sus vidas y pedirles que me cuenten sus historias más extrañas, me interesan tanto como si provinieran de la Atlántida, Thule o El Dorado. Sé, por supuesto, que Nairobi y Los Ángeles existen, que son auténticas ciudades que aparecen en los mapas; pero el hecho de que alguien haya estado en esos lugares o incluso haya nacido allí me sigue resultando emocionante.
Probablemente me atraían tanto los atlas porque con sus líneas, colores y nombres reemplazaban los lugares reales que no podía visitar; pero seguí sintiendo esta atracción incluso cuando todo empezaba a cambiar: las fronteras físicas y emocionales de mi país natal desaparecieron de los mapas y podíamos viajar libremente por el mundo.
Antes del cambio ya me había acostumbrado a viajar con el dedo índice sobre un atlas, susurrando nombres de países extranjeros, en la conquista de tierras lejanas desde la sala de estar de mis padres. Mi primer atlas se llamaba El atlas para todo el mundo y, como todos los demás, estaba comprometido con una clara ideología. Mostraba su propia imagen del mundo, con una evidencia incuestionable y a doble página, con el tamaño suficiente para que cada una de las repúblicas alemanas ocupara una página diferente. Entre ellas no había ningún muro, ningún telón de acero, sino solo un pliegue blanco, brillante y cegador que enmarcaba cada página y resultaba totalmente irrebasable.
Hola, buenas tardes. Con este sugerente texto os damos la bienvenida a una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Escribo una nueva edición y enseguida rectifico porque, en realidad, el de hoy es el último programa por este curso 2013/2014. Con él cerramos, además, la breve serie que a lo largo del mes de julio nos ha traído libros viajeros, libros que invitan a salir a los caminos, a dejar atrás nuestra siempre aburrida cotidianidad y descubrir nuevos territorios, nuevos continentes, nuevos mundos y, en el fondo -pues todo viaje no deja de ser una indagación en las zonas desconocidas de nuestra personalidad-, nuevas dimensiones de uno mismo.
Mi consejo de lectura de esta postrera semana del curso es un libro deslumbrante, interesante por muchos motivos diversos, por su atractivo formal, por el rigor, la delicadeza y la excelencia de sus magníficas ilustraciones, por su singular propuesta literaria, por su imaginación, por la ingente labor de documentación previa por parte de su autora, y, claro está, por las numerosas y muy estimulantes llamadas al viaje que contiene, como de modo muy larvado pero inequívoco se pone de manifiesto en la introducción leída. Se trata de Atlas de islas remotas, escrito por la alemana Judith Schalansky y publicado a finales del año pasado, en traducción de Isabel G. Gamero, gracias al esfuerzo conjunto de dos editoriales pequeñas pero excelentes, Nórdica y Capitán Swing, en una edición bellísima, un libro que es un objeto precioso en sí mismo, al margen de su por otro lado sugestivo contenido. El colofón del libro nos informa de que, muy apropiadamente, la edición se cerró el 27 de octubre de 2013, aniversario del nacimiento de James Cook, cuya agitada vida tanto tuvo que ver con las islas. Antes de iniciar mi comentario quiero haceros reparar en el significativo subtítulo de la obra, Cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré, suficiente, a mi juicio, para despertar por sí solo la pasión por su lectura.
Judith Schalansky, que en el texto con el que he comenzado esta reseña habla -como parece evidente- de sí misma, es una escritora, diseñadora gráfica y editora alemana, nacida en la antigua RDA, la Alemania Oriental de antes de la caída del muro. Con estudios en Historia del Arte y Diseño de la Comunicación, esa pasión infantil por los atlas que aflora en el fragmento citado, la ha llevado a preparar durante años este proyecto que ahora ve la luz en nuestro país.
El germen de este libro se encuentra -más allá de esa fascinación de la infancia- en una visita de su autora a la sala cartográfica de la Biblioteca Estatal de Berlín, mientras caminaba alrededor de un globo terráqueo del tamaño de un hombre e iba leyendo los nombres de los minúsculos pedazos de tierra que aparecían dispersos sobre la inmensidad del océano. Su lejanía y mi desconocimiento supusieron una invitación para comenzar a investigar.
La inesperada y fulgurante aparición de aquellas pequeñas manchas en el blanco vacío de los océanos, alentó en la muy joven Judith -nació en 1980- el deseo de descubrir, de conocer aquellas islas misteriosas. Tenía la impresión de que el mundo aún no había sido descubierto por completo, como si nadie hubiera cruzado los mares rodeando toda la esfera terrestre. Me sentía casi como si me hubiera enrolado en un barco con la esperanza de ser la primera persona en avistar una tierra desconocida o desembarcar en una isla nunca antes hollada; y tendría además la oportunidad de escribir sobre mis descubrimientos en los atlas de la posteridad.
Sin embargo, y como señala la propia autora en su introducción -de expresivo título: Tierra a la vista-, el hecho de que en nuestro avanzado mundo moderno ya no haya un solo pedazo de tierra sin hollar, la constatación de que la época de los descubrimientos está clausurada, por desgracia, desde hace mucho tiempo, junto con la dificultad material de acceder “físicamente” a todos estos universos perdidos, la llevaron a encarar su aventura desde un planteamiento más “cómodo”, podríamos decir, aunque igualmente apasionante: La única posibilidad que me quedaba era emprender mi propio viaje en la Biblioteca, impulsada por el deseo de encontrar mi propia isla en mapas antiguos y raros, y en las crónicas de los primeros descubridores de lugares remotos. No me guiaba ningún afán colonialista, tan solo pretendía superar mi nostalgia por aquellos tiempos de aventuras.
Y así, durante años -tres, declara en su libro, aunque quién sabe la cantidad de impresiones, ideas y evocaciones sobre el tema que inundaron su cerebro en los días vividos desde niña y que acaban aflorando en la obra- se dedica a investigar en archivos, a rastrear en documentos, a consultar mapas -políticos y topográficos, físicos y geográficos-, a profundizar en manuales de cartografía, geografía e historia, a empaparse de informes científicos, a adentrarse en cientos de escritos sobre los viajes y hallazgos de los principales descubridores, para acabar recopilando las referencias de cincuenta islas, a cual más extraña, insólita e inexplorada. Y en Atlas de islas remotas Schalansky nos presenta el resultado de esta indagación, de esta deslumbrante pesquisa, en las breves -una página por isla- pero sustanciosas narraciones sobre cada territorio “descubierto”.
El libro, pese a ser el corolario de esta investigación “científica”, podríamos decir, apegada por tanto a la realidad, a los contrastables datos de la Historia, rezuma un muy atrayente aliento poético, literario, hasta el punto de que en muchos momentos creemos hallarnos ante una invención, ante un texto de “ficción”. La singularidad de las aventuras narradas, lo excepcional de los episodios de los que se da cuenta, el carácter primitivo, “adánico”, cercano al mito, de los personajes mostrados, la intemporal pureza -muy abrupta y hostil en ocasiones- de los espacios salvajes descritos, el tono como de leyenda de gran parte de los peripecias referidas, envuelven la lectura en una atmósfera de cuento, similar a la que nos rodea cuando nos adentramos -no solo cuando niños- en las mejores obras de Julio Verne o Robert Louis Stevenson, de Emilio Salgari, Joseph Conrad o Herman Melville, de Daniel Defoe, Rudyard Kipling o Jack London. Así lo resalta la propia autora en su indispensable prólogo: Preguntar por la veracidad de estos relatos no es pertinente, ya que no se le puede dar una respuesta definitiva. No he inventado ni un solo hecho de estas páginas, sino que los he encontrado todos ellos en narraciones de otros. Descubrí estas historias y las hice mías, como hacían los antiguos marinos con las tierras recién descubiertas. Puedo asegurar que he investigado todos los textos que componen el libro y corroborado en distintas fuentes cada detalle; pero aun así, no resulta posible saber con certeza si todo sucedió exactamente como es narrado, porque la realidad de una isla no se puede reducir a sus coordenadas geográficas y su historia, sino que hay que tener en cuenta también todo lo que se ha proyectado e imaginado sobre ellas. Investigar con métodos de verificación científica lo que sucedió en cada una de estas islas no será nunca suficiente, pero siempre nos quedan recursos literarios.
Este atlas no es, por lo tanto, un manual de geografía, sino un proyecto poético; y parto de la siguiente premisa: una vez que resulta posible viajar alrededor de todo el globo terráqueo, solo nos queda un reto: permanecer en casa y descubrirlo desde allí.
En otro orden de cosas -o quizá no, porque gran parte del encanto y la delicia que proporciona la lectura de este Atlas de islas remotas deriva no solo de su cautivador texto sino también de su deslumbrante propuesta gráfica- el libro maravilla en cuanto objeto: tapas duras, papel satinado, coloridos mapas en las guardas y en la separación de los capítulos, lomo y media encuadernación en tela… y espléndidos mapas de cada una de las cincuenta islas recogidas. La condición de diseñadora gráfica de la autora aflora en los dibujos con los que acompaña su relato, magníficos, minuciosos, rigurosos y fiables desde el punto de vista cartográfico, pero también llenos de misterio y encanto, con su ligereza y su poesía, con su sutileza y su aire algo evanescente. Mientras leemos las evocadoras historias de cada peñasco, cada lengua de tierra, cada islote, cada roca perdida en mitad del océano, podemos consultar, en la página adyacente, los pormenores de su orografía, los más nimios detalles de sus costas, y comprobar la exacta ubicación de preciosas bahías de acceso recóndito, de agresivos acantilados, de amenazantes volcanes, de despojados promontorios, de escuálidas corrientes de agua. Más de cincuenta de estos accidentes geográficos reseñados en el libro se recogen en un glosario final poblado por cabos y escolleras, calas y arrecifes, estrechos y lagunas, bahías, bancales y radas, picos y peñones, barrancos, montañas y crestas. El libro se cierra con un exhaustivo índice onomástico que pone nombre -cerca de mil quinientas referencias- a los muchos lugares presentes en las cincuenta islas “estudiadas”.
De cada una de ellas, además de una bellísima estampa gráfica, se nos proporcionan, en un resumido esquema introductorio individualizado, curiosas informaciones sobre su ubicación, con las coordenadas de longitud y latitud, su extensión y población -si no están deshabitadas (algunas de las islas reseñadas son tan inaccesibles que hasta finales de los años noventa más hombres habían pisado la luna que recorrido sus inhóspitos parajes)-, su distancia al continente y a otras islas cercanas, un sucinto calendario histórico que recoge los principales hitos de su existencia en el mundo “civilizado”, sus nombres originarios y actuales, y, ya en el texto propiamente dicho, infinidad de singulares relatos, características geográficas, anécdotas, historias, vivencias, leyendas y realidades de cada una de las islas seleccionadas.
Una islas que, como señala una vez más Judith Schalansky, participan de una doble naturaleza: deseadas, utópicas, idílicas, soñadas, pero a la vez inhóspitas y hostiles, desoladas e inhumanas. En mi imaginación -escribe la autora- estas islas eran un lugar paradisíaco y utópico, representaban además una aspiración, compartida probablemente por todos los humanos: la de encontrar el lugar perfecto, lejos del mundanal ruido, un espacio único para recuperar la tranquilidad, encontrarse a uno mismo y poder concentrarse, por fin, en lo que verdaderamente importa. Por el contrario, añade, en mi viaje no encontré ningún escenario idílico que calmara mi agitada existencia; todo lo contrario, en ocasiones deseé no haber descubierto algunos de estos lugares inquietantes y desolados, donde solo abundaban hechos terribles y completamente desdichados. Mientras descubría y redactaba, una a una, esas sombrías historias, comencé a beber ingentes litros de zumo de naranjas para prevenir el escorbuto que tanto había afectado a los marineros protagonistas de algunos de estos relatos; y aunque en un primer momento me sentía bastante deprimida, acabé sintiéndome extrañamente cómoda y disfrutando de cada una de las historias.
Me sentía como ante una de esas pinturas del Juicio Final que cautivan la mirada del espectador con sus tortuosas representaciones del infierno, repletas de bestias aterradoras y de descripciones minuciosamente detalladas de crueles técnicas de tortura. Sin duda este libro no muestra el Jardín de las Delicias; el Paraíso puede parecer idílico, pero no resulta nada interesante.
Resulta de todo punto imposible ofreceros aquí siquiera una breve muestra de excepcional elenco de islas que se recogen en el libro y de la multiplicidad de historias que se narran en relación a cada una de ellas –de alguna de las cuales, no obstante, se habla en el texto que os dejo al término de mi comentario-, pese a lo cual quiero poneros, para cerrar mi reseña, algún ejemplo significativo. Os invito a que sigáis con atención mi otro programa en Radio Universidad de Salamanca, en el que habrá, el curso próximo, más de una emisión dedicada a estas misteriosas y atrayentes islas. Os recuerdo la dirección de su blog: buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com, por si queréis consultarlo y recrearos en su momento con más detalles del libro.
Agrupadas, de entrada, con un criterio meramente geográfico, las cincuenta islas se presentan en capítulos organizados en torno a los principales mares y océanos de nuestro planeta: Glaciar Ártico, Atlántico, Índico, Pacífico (la más “poblada”, con veintisiete muestras), y Antártico, selecciono ahora una sola muestra por capítulo para que podáis calibrar el tono que envuelve las descripciones que se ofrecen en el texto.
Así, en el Ártico, destaca Soledad, fría y -haciendo honor a su nombre- desolada isla, de dominio ruso; veinte kilómetros cuadrados de tierra deshabitada, descubiertos por el noruego Edvard Holm Johanssen en 1878, que albergaron algún episodio menor en la segunda guerra mundial, y convertidos tras la contienda en el entorno adecuado para la instalación de una estación meteorológica polar, hoy deshabitada. Judith Schalansky nos cuenta que entre restos de víveres congelados, barómetros, pluviómetros y antiguos instrumentos de medición, subsiste un diario cuya última entrada reza (en una metáfora perfecta del destino de la isla): 23 de noviembre de 1996. Hoy llegó la orden de evacuación. El depósito de agua se está vaciando, generador desconectado. La estación está…
Del océano Atlántico destaco ahora Trinidad, un islote brasileño de suelo escarpado, resbaladizo y hostil, cubierto de cráteres en toda la extensión de sus escasos diez kilómetros cuadrados, un lugar no creado para los hombres, con el que se topó por primera vez Vasco da Gama en 1502. Trinidad fue, al parecer, según cuenta nuestra autora, el escenario, en 1958, de la sorprendente aparición de un disco volador que brillaba con tonalidades metálicas y estaba rodeado de una neblina fosforescente y verdosa. Sus avistadores, atónitos marineros de un barco anclado en sus costas, lograron hacer algunas defectuosas fotografías del insólito objeto volante: cuatro sobreexpuestas, en las puede vislumbrarse un disco en el aire rodeado de un anillo que hace pensar en un Saturno achatado; dos que no salieron a causa del ajetreo del barco y que no muestran nada más que la baranda de la borda, algo de agua y las oscuras rocas de la costa, que se adentra con sus afilados escollos hacia el mar, distante y sombría, como si perteneciera a otro mundo.
El 31 de julio de 1761 el Utile, un barco de la Compañía Mercante de las Islas Orientales, con sesenta esclavos a bordo, encalló en los acantilados de Tromelín, la diminuta isla, apenas ochocientos metros cuadrados de playa, palmeras y cocoteros, que he escogido como muestra de las islas del Océano Índico presentes en el libro. Diezmados por el naufragio, los ciento veintidós franceses supervivientes zarparon en una rudimentaria balsa de madera -sin que nunca más volviera a saberse de ellos- dejando en la isla a los sesenta esclavos que, tras quince años de esfuerzos por mantenerse con vida, quedaron reducidos a siete mujeres y un niño de pecho, rescatados en 1776 por una corbeta que solo dejó en la isla el nombre del salvador, un oficial de la marina real francesa y capitán de la nave: el caballero de Tromelín.
Decenas de anécdotas pueblan las muy interesantes historias de las islas del Pacífico; sirva como ejemplo la de Pingelap, una isla de la Micronesia en la que hasta los cerdos son grisáceos. Arrasada en 1775 por el tifón Liengkieki, sólo sobrevivieron veinte de sus lugareños a su devastadora acción y a las hambrunas posteriores. Uno de ellos, portador de un gen recesivo que se extendió rápidamente por toda la isla a causa de la endogamia, fue el causante involuntario de que hasta el diez por ciento de la población -un porcentaje desmesurado en comparación con muestras “normales”- sea daltónico, lo que hace que los habitantes de la isla se distingan -como cuenta la autora con magnífica y borgiana inventiva- por el tamaño de sus cabezas, por la frecuencia con que parpadean, por el brillo de sus ojos, por las arrugas de su entrecejo o la forma de su nariz.
Por fin, para cerrar este breve repaso con una isla del Océano Antártico, os hablaré de Pedro I, de dimensiones ya respetables, ciento cincuenta y seis kilómetros cuadrados, una mole de tierra abrupta absolutamente inaccesible desde el mar. Descubierta en 1821, nadie ha logrado desde entonces desembarcar en ella, al estar casi todo el año “protegida” -cercada, escribe Schalansky- por masas de hielo. Su costa escarpada no deja ningún recodo donde poder anclar, sólo hay playas muy estrechas, de todo punto impracticables, formadas por glaciares y guijarros negros que los científicos han examinado minuciosamente en busca de reveladores hallazgos geológicos que nunca -lamentablemente- han llegado a producirse.
En fin, espero que esta resumida muestra de los muchos motivos para el disfrute que encierra este Atlas de islas remotas de la alemana Judith Schalansky despierte en vosotros el interés por su lectura. Si os decidís a ello tened por seguro que no os vais a arrepentir pues el libro es formidable.
Os dejo ahora con una ilustración musical relativa al tema de las islas. Se trata de The Island, una algo empalagosa pero aun así interesante evocación de los encantos de las islas perdidas como metáfora de las maravillas del amor, interpretada por la aquí meliflua voz de Barbra Streisand. La canción es una muy libre recreación -absolutamente nueva en la letra- de Começar de novo, un clásico de Ivan Lins.
Preguntar si una isla, por ejemplo la Isla de Pascua, está lejos, resulta relativo; sus habitantes, los Rapa Nui, llamaron a su hogar Te Pit o Te Henua, que se puede traducir como «el ombligo del mundo». Dada la forma esférica e ilimitada de la tierra, cualquier lugar puede ser considerado el centro del mundo.
Solo desde tierra firme resulta posible pensar que esta isla, creada por volcanes ahora extintos, se encuentra lejos. Solo desde el punto de vista continental se puede creer que el hecho de que una isla se encuentre a varias semanas de viaje en barco de la tierra más cercana la convierte en un paraíso. Solo para los que viven en el continente todo trozo de tierra rodeado de agua por todos lados resulta el lugar perfecto para proyectar experimentos utópicos y paraísos terrenales: al sur del Atlántico se encuentra Tristán de Acuña, donde en el siglo XIX siete familias vivieron en concordia microcomunista bajo el sistema patriarcal de William Glass. En la otra punta del planeta, en las Galápagos, el doctor Ritter, un dentista berlinés hastiado de la civilización y de las crisis económicas mundiales, fundó en Floreana en 1929 y allí renunció a todo lo que consideraba superfluo, vestimenta inclusive. Y el norteamericano Robert Dean Frisbie se mudó en los años veinte del pasado siglo a un atolón del Pacífico, Pukapuka, donde, siguiendo un motivo clásico de la literatura de los Mares del Sur, se escandalizó y envidió la liberalidad de costumbres de los isleños. Estas islas parecen encontrarse en su estado primigenio, invariado desde sus inicios, paraísos previos al pecado original, puros, sin sentimiento de pudor ni de culpa.
La fascinación por lugares remotos llevó al marinero californiano George Hugh Banning, a comienzos del siglo XX, a enrolarse como grumete para navegar por el Pacífico, empujado por el inconfesable deseo de que su barco naufragara; no le importaba dónde sucediera el naufragio, mientras fuera lejos, en un lugar dejado de la mano de Dios, rodeado de agua por todas partes. En principio tuvo mala suerte y escribió desilusionado: Solo hacemos escalas en islas «tan interesantes» como Oahu y Tahití, donde envoltorios de chicles y el acento americano resultan casi tan frecuentes como las cáscaras de plátano en el suelo y el susurro del viento entre los palmerales. Más tarde tuvo buena suerte por fin y se enroló en una expedición por aguas mexicanas en uno de los primeros yates de diésel propulsados por electricidad. En este viaje llegó a Socorro, de Baja California, donde tuvo la certeza de que no recibiría muchas visitas, ya que no había absolutamente nada allí, como todos le dijeron cuando insistió en quedarse. Cuando le preguntaron por su fecha estimada de regreso, para ir a por él y devolverlo a tierra firme, respondió: Nunca, nunca, y esto es lo bello.
Otras expediciones atraídas por la belleza de la nada fueron las que trataron de navegar por los hielos eternos (Isla Rodolfo), para estudiar la rotunda nada de los puntos polares. Aunque en realidad, en estos viajes al Polo Norte, las distintas naciones descubrieron un nuevo mundo, rico en vegetación y nuevas materias primas, que motivó muchos enfrentamientos. La atracción por la nada condujo a los más aventureros a una isla en la Antártida en la que nunca había logrado desembarcar nadie (Pedro I). Otro reto inalcanzable, ofensa para el orgullo de los hombres, quienes querían dejar su huella ahí y al mismo tiempo asegurarse un lugar destacado en los anaqueles de la historia universal. Tres expediciones enteras fueron vencidas por esta isla completamente congelada; la primera que logró desembarcar allí lo hizo en 1929, ciento ocho años después de su descubrimiento, y hasta los años noventa más hombres han pisado la luna que esta isla.
Muchas islas remotas son doblemente inalcanzables: la travesía para llegar hasta ellas es larga y complicada, en ocasiones resulta imposible desembarcar en sus costas, otras veces esto se logra con peligro mortal; pero incluso cuando se consigue llegar a tierra sin perder la vida, la isla, durante tanto tiempo perseguida, suele estar desierta y no ofrece nada de interés, como era de esperar. Los cuadernos de bitácora de distintas expediciones corroboran esto: el teniente Charles Wilkes anotó que la Isla Macquarie no ofrece interés para los visitantes. Y el capitán James Douglas describió así este mismo lugar: Esta isla es el lugar más miserable que nadie haya podido imaginar para el exilio de unos esclavos cautivos. Anatole Bouquet de la Grye fue conciso al describir su primera impresión de la Isla Campbell: triste. Y George Hugh Banning, el ya mencionado amante de las islas solitarias, se refirió a Socorro de esta manera: Ante todo resulta desoladora, tanto que me recuerda a un cúmulo de paja quemado, medio apagado por la lluvia, cuyas llamas carecen de la fuerza para volver a arder y se extingue en silencio sobre un charco de agua mortecino.
La mayor parte de estos viajes de aventuras está condenada al fracaso de antemano; un esfuerzo excesivo, y en ocasiones hasta disparatado, puede obtener como resultado la más mísera de las nadas. Por ejemplo la Académie Française des Sciences envió dos expediciones muy costosas al lado opuesto del mundo, la Isla Campbell, en 1874, para observar el tránsito de Venus, el acontecimiento astronómico del siglo, que acabó cubierto por enormes nubarrones.
Para distraer la atención de fracasos como este, los científicos dedican mucho tiempo a medir cada rincón de cada isla o a buscar ejemplares de las especies locales, cuyo listado, inventariado en largas tablas, aumenta con creces los apéndices de los cuadernos de navegación y justifica parte de los gastos. Cada isla supone un motivo de regocijo para los investigadores, es un laboratorio natural concentrado, donde no resulta necesario delimitar con grandes esfuerzos el objeto de estudio; la totalidad investigada permanece accesible, calculable y completamente alcanzable, apenas a unos kilómetros a la redonda y limitada por el mar; hasta que la flora y fauna locales son arrasadas por las especies invasivas o los habitantes se contagian de las enfermedades de los exploradores, desconocidas hasta el momento.
No resulta extraño que algunos viajeros que llegan a una isla sientan una enorme angustia y, ante las evidentes limitaciones de estos lugares, se obsesionen con la terrible posibilidad de quedar sitiados en ellas para siempre y tener que permanecer hasta el final de sus días en ese solitario espacio, sin nada más que hacer que enfrentarse a su propia existencia.
En este sentido, las rocas negras de Santa Helena se convirtieron en el lugar de exilio y muerte de Napoleón, y la verde y fértil Isla de Norfolk dejó de ser un paraíso exuberante para convertirse en la colonia penitenciaria más temida de todo el imperio Británico. Y los esclavos supervivientes del naufragio del Utile se sintieron libres en la diminuta isla Tromelin, pero esta hipotética libertad recuperada, que no llegaba a medir un kilómetro cuadrado, rápidamente se convirtió en una lucha descarnada por la vida.
Las islas lejanas son por naturaleza una cárcel perfecta, circundada por el muro monótono e irrebasable del mar, tenazmente presente. Resultan especialmente convenientes para este fin las islas que se encuentran más apartadas de las rutas comerciales que unen, como si fuera un cordón umbilical, a las colonias de ultramar con tierra firme. En sus tierras, se puede abandonar y olvidar todo lo que resulta poco deseable, repulsivo y odioso para la civilización. En este confinamiento, terribles enfermedades pueden expandirse sin obstáculos, como las misteriosas muertes de niños en Santa Kilda, y extrañas costumbres pueden imperar, como las prácticas deleznables, pero aparentemente necesarias, de infanticidio que se dan en Tikopia. Crímenes horrendos como violaciones (Clipperton), asesinatos (Floreana) y canibalismo (San Pablo) parecen ser prácticamente inevitables en el estado de excepción que crean las islas. E incluso en nuestros días, existen territorios gobernados por leyes que causan repulsa a nuestro sentido del derecho, como puede verse con claridad en el escándalo sexual sucedido en Pitcairn, donde sigue viviendo la pequeña comunidad de descendientes de los amotinados del Bounty: en 2004 la mitad de varones residentes en la isla fue acusada de haber violado regularmente a mujeres y niños durante décadas. Los acusados adujeron en su defensa que sus costumbres centenarias estaban permitidas por derecho consuetudinario, ya que sus antepasados ya habían realizado prácticas de ese tipo con tahitianas menores de edad. El paraíso puede ser una isla, pero el infierno también lo es.
La vida en estos pequeños lugares solo es pacífica en contadas ocasiones, ya que la dictadura de un tirano solitario que impone un régimen de terror resulta más frecuente en las islas que la utopía de una comunidad completamente igualitaria. En principio, las islas fueron entendidas como colonias naturales, que estaban ahí, esperando ser conquistadas; por motivos como este fue posible que un farero mexicano se coronara a sí mismo rey de Clipperton y una timadora austriaca fuera proclamada emperatriz de las Galápagos en Floreana.
Estos pequeños continentes constituyen mundos en miniatura donde, por encontrarse tan lejos y apartados del dominio público, resulta posible vulnerar los derechos humanos (Diego García), hacer explotar bombas nucleares (Fangataufa)) o permitir catástrofes ecológicas, sin hacer nada por remediarlas (Isla de Pascua).
En los confines de este mundo ilimitado ya no quedan jardines del edén; por el contrario, los hombres, que cada vez se expanden más por el mundo, se han convertido en aquellos monstruos que sus antepasados, los aventureros y descubridores, trataban de eliminar de los mapas.