FRANCISCO J. LEIRA CASTIÑEIRA. LOS NADIES DE LA GUERRA DE ESPAÑA
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Desde hace unas semanas, nuestro programa viene ofreciéndoos una serie de recomendaciones literarias, de difusa adscripción genérica, a caballo del ensayo histórico, la crónica periodística y los relatos de ficción, cuya temática principal se centra en tres décadas muy significativas de nuestro convulso pasado de la mitad del siglo XX: las que van de 1931, año de instauración de la Segunda República, hasta principios de los sesenta, en que, al menos formalmente, se puede dar por terminada la muy oscura posguerra. Entremedias, claro está, la propia contienda fratricida, un acontecimiento histórico de primer orden, que ha marcado, en sí misma y en sus consecuencias, el acontecer de nuestro país en los últimos casi cien años. Así, en la primera emisión de la serie os hablé de ambos extremos de ese arco temporal, con dos sugerencias debidas al mismo autor, Paco Cerdà: 14 de abril, que recrea distintos episodios ocurridos el día de la huida de España de Alfonso XIII y de la proclamación de la República, y El peón, que, a partir de la partida que el 10 de febrero de 1962 jugaron en Estocolmo, enfrentados en los tableros de ajedrez, el genial maestro norteamericano Bobby Fischer y el legendario ex “niño prodigio” español Arturo Pomar, repasa el estado de nuestro país y del mundo entero en aquellos años en los que la España franquista se adentraba en una incipiente apertura y el orden internacional se veía amenazado por los roces, tensiones, amenazas y provocaciones de la Guerra Fría. La semana pasada, el protagonismo del espacio recaía ya en los terribles sucesos de la Guerra Civil, narrados con lucidez, independencia, compromiso con la libertad y ausencia de fácil maniqueísmo por Manuel Chaves Nogales en su indispensable A sangre y fuego.
Esta tarde os traigo otro libro, un ensayo, cuyo núcleo central lo constituye también nuestra muy cruenta última guerra, en una nueva aproximación a aquellos controvertidos acontecimientos de nuestra historia. Siguiendo, en cierto modo, el hilo del clásico de Chaves, quiero presentaros una obra, Los Nadies de la Guerra de España, muy interesante -pese a algunos defectos que la lastran, a mi juicio- y capaz, como también ocurría con los relatos del periodista sevillano, de aportar al lector innumerables motivos para la reflexión a la vez que lo sume en una lúcida melancolía, dada la irracionalidad, las injusticias, los desatinos, las crueldades y el fanatismo que poblaron aquellos años infaustos. Se trata de un muy sugestivo y original ensayo de Francisco J. Leira Castiñeira publicado hace unos meses por la Editorial Akal. No quiero dejar de recordaros ahora que la serie se prolongará aún un par de emisiones más, con nuevos acercamientos, contados también desde ópticas muy diversas, a aquellos desgraciados sucesos, aunque entonces el telón de fondo histórico no se centrará solo en los días del enfrentamiento, sino que, sobre todo, se desplazará a los muy grises, inclementes y aciagos años de la primerísima posguerra.
El autor de Los Nadies de la Guerra de España, gallego nacido en La Coruña en 1987, es doctor en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela. Con una consolidada trayectoria académica -es profesor en dicha Universidad y cuenta con distintos premios en su ámbito de conocimiento-, ha publicado diversos libros, de los que el anterior al que hoy os presento, Soldados de Franco. Reclutamiento forzoso, experiencia de guerra y desmovilización militar, de 2020, ha alcanzado, como este que hoy presento, una notable repercusión, pese a lo muy específico de la materia tratada.
El libro se abre con una cita, muy explícita, de un texto de Eduardo Galeano, extraída de El libro de los abrazos, a mi juicio una de las obras mayores -sin duda la más emotiva y conmovedora- del escritor uruguayo. Escribe Galeano y reproduce Leira:
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
En torno a una docena de esos “nadies” que cuestan menos que la bala que los mata, aquellos que han dejado poca documentación, que no salieron en la prensa; en su mayor parte, en consecuencia, olvidados de la Historia, son los indudables protagonistas del libro, en el que se nos presentan las biografías de esos individuos más o menos anónimos, personas corrientes -hay, no obstante, algunos de indudable repercusión pública, como luego veremos- para, a partir de ellas, explicar el universo sociopolítico y cultural en el que han vivido, indagando, en un plano más teórico y hasta académico, en el marco general, político, ideológico y social, en el que se inscriben las trayectorias de cada uno de ellos. Estamos, pues, ante el libro de un historiador, si bien el acercamiento al objeto de su estudio no es solo el consabido y propio de las ciencias humanas, riguroso, analítico, documentado (Quiero dejar claro que no tenéis [el para mí enojoso tuteo al lector no es el menor de los problemas formales del libro, que padece una muy desmañada y lamentable redacción en muchos de sus pasajes, además de flagrantes errores de edición] entre las manos un libro de Historia. Me refiero a que no es una Historia de España o, en concreto, de la Guerra Civil o el franquismo. Tampoco es un libro que trate de resumir «los supuestos aspectos más importantes» del conflicto y mucho menos un manual. Todos esos tratados tienen una pulsión que los une: la frialdad y la enorme distancia con la que se relata lo sucedido, como si solo incumbiese a un puñado de actores –casi siempre, hombres con poder y nombre propio– el devenir de lo sucedido. Esos otros, los Nadies, «que no son seres humanos», han tenido y tienen sentimientos o pensamientos incoherentes que entran en conflicto con lo que hacen –solo a nuestros ojos, que no a los de ellos–. Son personas que deben ser incorporadas a la narración del historiador más que elementos inanimados que acompañan de fondo el gran relato), sino también uno más subjetivo y personal (No quiero influiros con mi explicación de la Guerra Civil española, sino plantearos preguntas y haceros dudar sobre lo que conocéis sobre este pasado reciente y traumático. No quiero –y jamás lo voy a hacer– presentaros una verdad absoluta, sino una interpretación de unos acontecimientos que he reconstruido), que Leira construye recreando las historias -con minúscula- de estos otros personajes “menores” que hicieron -y sufrieron- la guerra. Hay, por lo tanto, algo -mucho- de interpretación (A pesar de haber consultado toda la documentación de archivo disponible, oficial y personal, una parte [del libro] siempre será “ficción”) en su “lectura” de aquella controvertida realidad.
Este es, sin duda, uno de los mayores motivos de interés del libro y la causa principal de me haya decidido a leerlo, aunque, como luego veremos, sus logros -grandes- no están, sin embargo, a la altura de las expectativas generadas. El autor postula una aproximación a la Historia menos fría y distanciada, menos aséptica y desapasionada, menos neutra y profesoral que la habitual de las publicaciones de la disciplina. Y para ello, para ofrecernos una visión más poliédrica, más completa, más vivaz y palpitante, más “real”, más, por tanto, fidedigna de aquellos terribles sucesos, se adentra en las vidas de estos ciudadanos comunes, tratando de averiguar sus motivaciones, de identificar sus posibles emociones y de comprender su contexto social y cultural. Y añade, las personas a las que pongo nombre, imagen y voz en este libro, aunque en otra época y en un contexto distinto, representan lo que hoy somos como seres humanos. Fueron individuos con miedos, preocupaciones y contradicciones por los que hemos podido pasar cualquiera de nosotros, con independencia de ideologías, cultura o clase social. Por eso, me gustaría que sostuvierais este libro sin prejuicios y empatizarais con los protagonistas. Que quisierais «comprender» para, así, entender el camino que eligieron otros muchos Nadies, afirma. Lo que deseo -sigo citando sus palabras de presentación- es darle voz a los que no la han tenido a causa del «historicismo». Quiero remarcar que no solo dársela a los «oprimidos» o, utilizando el lenguaje de la propaganda, a los «vencidos» de la guerra; también quise dársela a los considerados como «vencedores», porque ya son muchos los años que otros han estado hablando en su nombre. Se plantea así una interesante y polémica cuestión, que daría para un largo excurso que no puedo permitirme dadas la naturaleza y la extensión del espacio (y cuyas tesis últimas el autor, con una muy fácilmente identificable posición política, no estoy seguro de que pudiera compartir), acerca de la para mí mal llamada “Memoria Histórica” (por definición, la memoria, siempre subjetiva y parcial, no puede “oficializarse”, pues ¿cuál de todas ellas, de los millones de memorias parciales, debe representar la visión uniforme y última, “estable” e institucionalizada del Estado?)
Y aquí surge otro de los elementos sobresalientes del libro, además de ese inteligente y humanista “poner el foco” en la vida de los “nadies”: la voluntad explícita -no siempre conseguida, insisto- de evitar las dicotomías. Leira pretende huir de los apriorismos, de las ideas preconcebidas, de las lecturas maniqueas, rígidas, inconmovibles -fijadas ya para siempre en el pensamiento de cada contendiente, de cada intérprete, de cada historiador, de cada ideólogo-, de unos hechos más complejos, con más aristas y matices que el retrato plano y simplista que se hace desde cada una de las enfrentadas órbitas políticas. Con un loable propósito de superar ese reduccionista dualismo, que tan cruentos efectos produjo en aquellos años aciagos y que de manera tan mísera envenena y empobrece el debate político actual, el autor defiende, valiente y categórico, que debemos quitarnos los grilletes y romper con los condicionamientos y categorías heredadas en torno a la Guerra Civil y el franquismo. […] Debemos hacerlo desde y para la sociedad civil, con honestidad, precisión y sin maquillaje. Y de un modo aún más nítido: La existencia de esos prejuicios y categorías proviene nada menos que de la dictadura. De alguna manera, la democracia, al no cuestionarlos, los ha perpetuado, transformándose en cómplice de la traición a aquellas vidas dañadas o apagadas por la guerra, porque las sociedades no encajan con categorías predeterminadas y, en ocasiones, proceden de la propaganda que utilizan los actores políticos en la actualidad. De ahí sale la decisión de mirarnos al espejo, reconocernos, cuestionarse los tabúes, los prejuicios y las categorías o, al menos, intentarlo, y, así, acercarnos a comprender y a hacer comprensible […] el pasado.
En este sentido, el libro reconoce las zonas grises de los episodios narrados, los claroscuros, las ambigüedades, al contrario de los limitados formulismos con los que suele analizarse esta triste etapa de nuestra historia. No todos los sublevados eran fascistas, no todos los militares rebeldes eran asesinos despiadados, no todos los religiosos ejecutados por la República eran inicuos, ni eran culpables de ningún delito muchos de los paseados y fusilados por los simpatizantes de ambos bandos. No todos los defensores del orden vigente nacido el 14 de abril de 1931 eran personas íntegras, santos laicos que propugnaban la solidaridad, la cultura, la libertad, los valores democráticos. No solo están aún en las cunetas las víctimas de la crueldad franquista, no todos los ganadores de la guerra fueron reconocidos por el régimen de Franco, no todos los contendientes eran fanáticos ideologizados, no todos se prestaron a la lucha a causa de sus creencias, no todos apoyaban el golpe de Estado o pretendían la dictadura del proletariado. Y a todos ellos, a unos y otros, se les debe una memoria democrática, lo más objetiva y neutra posible -sin obviar que el levantamiento frente al orden constituido fue un acto ilegal, y sangrienta y antidemocrática la dictadura de cuarenta años que lo siguió-, que no los discrimine en función de las ideas políticas del ocupante de turno de los sillones del poder.
Pese a esta objeción inequívoca a la explicación dualista de una frontal división entre españoles como causa última de la guerra (Se debe poner en duda la idea de las dos Españas condenadas a enfrentarse), y sin que pueda negarse que España fue el escenario, el campo de batalla, de un conflicto de dimensiones más amplias, el combate a muerte entre el fascismo y el comunismo internacionales, Leira recuerda en su libro la pluralidad política, social y cultural de nuestro país, reflejo de una ciudadanía cuyos intereses, preocupaciones, objetivos y expectativas vitales obedecían a una multitud de factores culturales, familiares, generacionales, laborales, sociales y residenciales no principal ni necesariamente vinculados a las cerradas e intransigentes ideologías que expelían y contagiaban sus abominables mensajes de odio. Sin embargo, la adscripción ideológica del autor -que presumo cercana al socialismo menos socialdemócrata; su libro fue presentado por José Luis Rodríguez Zapatero, y no solo porque el abuelo del expresidente del Gobierno sea uno de los protagonistas “retratados” en la obra- le lleva a rechazar, por liberal y en el fondo connivente con el olvido del pasado y, en consecuencia favorable a la impunidad de los crímenes franquistas, la propuesta de esa “Tercera España” que defendieron en aquel momento Manuel Chaves Nogales, Juan Ramón Jiménez o Miguel de Unamuno y que sostienen en la actualidad intelectuales como Trapiello o Félix de Azúa, entre otros (No hubo tres Españas: hubo casi tantas como españoles). El profesor gallego no pone en el mismo plano la violencia en las calles, los asesinatos y atentados de las fuerzas revolucionarias, los fusilamientos crueles, las venganzas despiadadas y los salvajes ajustes de cuentas de los grupos paramilitares de izquierda, y las acciones criminales, perpetuadas en cuatro largas décadas de brutal dictadura, de quienes el 18 de julio de 1936 se levantaron contra el orden legal establecido en una atroz y sanguinaria barbarie. Y este desequilibrio en la balanza y, por tanto, en el enfoque de su análisis, resulta ostensible en el libro. Y aborreciendo yo mismo la absurda equidistancia -insisto, hay, de partida, un golpe de Estado contra la legalidad republicana-, pienso que el relato más o menos mitificador -que, en parte, subsiste en el libro- de la causa y de los personajes principales de las corrientes izquierdistas, puede y debe, aún hoy, ser objeto de un más matizado examen; aunque es obvio que no soy un experto en la materia y que, por lo tanto, mis reflexiones tienen mucho de intuición, condicionada, sin duda, por mis propios planteamientos ideológicos, muy cercanos a los de esa “Tercera España” en la que Leira ve rastros de un conformismo liberal reaccionario. Pese a todo ello, Los Nadies de la Guerra de España resulta, para un profano como yo, una muy interesante y también muy noble aproximación a ese controvertido segmento de nuestra Historia (y prueba de ello es su presencia en Todos los libros un libro y mi firme recomendación de su lectura).
La dimensión más académica de la obra, tras la que se encuentra la figura del historiador y del investigador, se sustenta en numerosas fuentes de todo tipo: memorias escritas, cartas, entrevistas y recuerdos de primera mano de los descendientes de los personajes estudiados; pero también documentos oficiales, fuentes hemerográficas y de archivos civiles y militares, artículos, libros y publicaciones varias que se recogen en una bibliografía final que incluye más de trescientas referencias. Pero hay también, ya se ha dicho, una cierta construcción “literaria”, una recreación de las motivaciones, las preocupaciones y los miedos más íntimos de las personas objeto de su estudio. Esta doble consideración del libro es “confesada” abiertamente por su autor, cuando -de nuevo en su prólogo- afirma: “Los Nadies de la Guerra de España” no es una Historia de la Guerra Civil, aunque hay Historia. Naturalmente, no es una novela, aunque haya relatos basados en construcciones propias.
Los protagonistas de esos relatos, de cada uno de los cuales se incluyen algunas fotos en su correspondiente capítulo- representan trayectorias biográficas, experiencias vitales y posturas ideológicas relativamente variadas, aunque hay un predominio y, sobre todo, un énfasis, un subrayado encomiástico, quizá inconsciente, un sesgo levemente enaltecedor -en otra muestra de la toma de partido del responsable de su presencia en el libro-, en la presentación de los miembros de los partidos revolucionarios, los combatientes antifascistas o las mujeres militantes (no se llega al retrato hagiográfico de controvertidas figuras como las de Dolores Ibárruri o Rafael Alberti, pero ni siquiera cabe una ligera insinuación sobre su siniestro y bien documentado proceder durante la guerra). Conocemos también a representantes del otro bando: militares del Ejército de Franco, anticomunistas señalados, religiosos represaliados y republicanos moderados; hay, igualmente, cierta presencia de personas no significadas políticamente a las que los azares de la vida condujeron al primer frente de batalla en donde, en algunos casos, llegaron a morir batiéndose heroicamente por una causa que no era suya, como escribió Chaves Nogales en frase que recordábamos hace siete días.
Leira escoge a cada uno de sus personajes en tanto le sirven -más allá de esa condición de “nadies” que hilvana la tesis principal del libro- para ejemplificar en ellos el contexto sociopolítico y cultural que los condiciona y del que no pueden escapar. Cada caso es, pues, la excusa para presentar al lector los fenómenos históricos que, en cierto modo, encarnan en su experiencia subjetiva, en lo que quizá resulta la vertiente más árida de la obra, por la proliferación de datos, siglas, grupos políticos, organismos públicos, movimientos partidistas, corrientes ideológicas, iniciativas legislativas, asonadas e intentos de golpes de Estado, intrigas de poder, enfrentamientos entre facciones, antecedentes, cronologías varias, influencias extranjeras, explicaciones académicas.
Así, la historia del soldado Francisco Pérez Ponte, recluta forzoso del Ejército rebelde, muerto con otros mil quinientos militares en la tragedia del Castillo de Olite, hundido en Cartagena por las fuerzas republicanas, permite al autor reflexionar acerca de la vertiente doméstica de la guerra, las vivencias de las familias de los fallecidos, desatendidas, incluso, contra la versión predominante de los hechos, por el Régimen al que sirvieron y que utilizó su recuerdo para legitimarse (la familia del muchacho sigue ignorando dónde están sus restos mortales y no recibieron ninguna ayuda del Estado). El capitán del Ejército de Franco, Manuel Fernández Fecho, no comulgaba con los presupuestos ideológicos de quienes lo dirigían, circunstancia que lleva a Leira a combatir otra idea preconcebida, la del Ejército rebelde -la de cualquier Ejército, en suma- como paradigma de lo reaccionario, el atraso, la incultura, la irracionalidad, el despotismo, la indigencia intelectual, la brutalidad y la pulsión de muerte. La visión dicotómica que preexiste de la guerra lo tacharía [al capitán] de fascista convencido, sin atender a las aristas que afectan a todas las experiencias vitales. El capítulo a él dedicado despeja esos apriorismos que sustentan esa imagen rancia del Ejército, ajena a la democracia y la modernización, a la vez que indaga en los sistemas de reclutamiento de cada uno de los dos ejércitos, e investiga en las campañas del norte de África como caldo de cultivo del golpe de Estado del general Franco.
Otro capitán, esta vez al servicio de la República, Juan Rodríguez Lozano, centra el tercer capítulo del libro. Con una trayectoria profesional que incluyó también destinos en el norte de África, su figura desmiente de nuevo la idea del Ejército como un colectivo monolítico, ultranacionalista, reaccionario, trasnochado, golpista, violento y fascista, que haría suya el régimen de Franco. El capitán, símbolo de la “otra” España, opuesta a la de los rebeldes, fue el abuelo de José Luis Rodríguez Zapatero, al que este, en su momento, introdujo en el debate político a propósito de la aprobación durante su gobierno de la controvertida Ley de Memoria histórica. Leira analiza su accidentada carrera profesional -que incluyó medallas y condecoraciones, también depuraciones y arrestos, así como la cercanía al ideario socialista e, incluso, la pertenencia a una logia masónica- que acabó con un juicio sumarísimo, su condena -sin que se sepa todavía hoy cuáles fueron las causas que la motivaron- y su ajusticiamiento el 18 de agosto de 1936. A partir de su desgraciada historia, el autor analiza los orígenes de la cultura militar republicana y se detiene, igualmente, en los pormenores de la legislación penal militar. Fray Cándido Rial Moreira fue un religioso franciscano cuya experiencia en la guerra fue, cuando menos, singular en sus muchas y dramáticas vicisitudes. Detenido por los milicianos en su convento madrileño tras el golpe, logró escapar en una primera instancia, para ser capturado y nuevamente encerrado con otros cuatro religiosos, los cuales serían fusilados a primeros de agosto. Indultado por sus captores por no se sabe qué motivos -quizá la confesión de que pertenecía a una familia pobre-, será enviado a la primera línea del frente formando parte de las milicias de defensa de la República -Me equiparon con unas alpargatas, un mono viejo y un fusil, que nunca llegué a utilizar, confesará en sus memorias, en las que da cuenta con horror de los crímenes presenciados-, para acabar aprovechando un descuido de sus “camaradas” para pasarse al bando rebelde, en el que sería aceptado tras las iniciales suspicacias que lo llevaron a prisión y en el que, tras la contienda, llegaría a ser capellán en una cárcel franquista. Su extraordinario recorrido vital (vivir la represión de aquel Madrid posterior al golpe de Estado, ser miliciano comunista, desertor, prisionero de guerra de los sublevados y capellán en una cárcel franquista) es la muleta en la que se apoya el investigador para dar cuenta de lo que llama La «trinidad» española: clericalismo, laicismo y anticlericalismo, un estudio de la evolución del poder de la Iglesia en nuestro país desde el siglo XIX hasta los años de la guerra.
Ion Moța, miembro de la anticomunista Guardia de Hierro rumana, llegado a España para combatir con los rebeldes y Frank Ryan, nacionalista irlandés que se incorpora a la contienda para apoyar a la República, protagonizan el capítulo quinto, en el que se explora la dimensión transnacional de aquella guerra y el apoyo internacional que se brindó a las fuerzas en lucha en nuestro país, al que, contrariamente a lo que se piensa, fruto, una vez más, de la “mitologización” y la propaganda de la causa republicana, no llegaron solo arriesgados y comprometidos luchadores contra el fascismo, sino también convencidos opositores a los avances del comunismo. Muchos de ellos, además, de uno y otro lado, decididos a morir y matar no siempre con base en el discurso retórico, movilizador y legitimador empleado por ambos bandos, sino también movidos por intereses menos ideológicos y más humanos: la atracción que en ellos despertaba la guerra como aventura, rito de paso e imagen de la nueva masculinidad.
Los capítulos sexto y séptimo giran sobre los casos de Amada García, la joven de Mugardos ejecutada tras dejar que diera a luz -había sido detenida estando embarazada- por, supuestamente, tejer una bandera republicana, y de Antonia Portero Soriano, miliciana y comisaria política, de misteriosa trayectoria aún no del todo explorada. Sus vidas sirven al autor para detenerse en el análisis del papel de la feminidad en la historia de los conflictos políticos. Al margen de las excepciones individuales, el rol de la mujer seguía siendo el de la domesticidad, el cuidado de la casa y de los hijos, la sumisión y el apoyo pasivo a los hombres, tanto en el bando rebelde como en el revolucionario, e incluso en este la participación femenina a través de la figura de la miliciana quedó desacreditada gradualmente, hasta el extremo de ser acusadas de obstaculizar el desarrollo bélico óptimo, hacer parecer débiles a los soldados, causar «líos de faldas», ser prostitutas, transmitir enfermedades venéreas o ser espías. La prevalencia de estos estereotipos, de estos valores convencionales (abusa Leira, a mi juicio, del término “patriarcales”, utilizado sin tasa en contextos en que, por situarse hace casi un siglo, no cabe su aplicación), contrarios a la legítima emancipación femenina que, afortunadamente, hoy contemplan nuestros días, se manifiesta también en el capítulo octavo, en el que, a partir del referente indirecto de José González Marín, actor malagueño, profundamente religioso, contrario al Frente Popular y, de cara al asunto que interesa al autor, notorio homosexual, se estudia lo que Leira denomina, en expresión algo enfática y, de nuevo, muy deudora de nuestra actualidad, “la masculinidad normativa de principios del siglo XX”. En él, y en paralelo a los clichés ya referidos sobre el limitado espacio cultural, social y político que se reservaba de la mujer, afloran los rancios valores que debían guiar el comportamiento masculino (el hombre debía salir a salvaguardar la familia, el pueblo, el rey, la nación, la república, la revolución o la contrarrevolución) y en virtud de los cuales se castigaba y reprimía la homosexualidad, al proscribir en un hombre lo débil, lo blando, lo feminoide, rasgos que se asociaban a la tibieza, a la endeblez moral, a la cobardía, y contrarios, por tanto, a los principios de virilidad, de valentía, de aventura y de furia que exigía la participación en la guerra. Las alusiones descalificatorias y los insultos, proferidos desde cada bando a las figuras de Azaña y Franco, calificados explícitamente de “maricas” y “afeminados” por las fuerzas enemigas, son bien reveladores del estado de cosas imperante sobre el asunto.
Un entrañable Ramón Montserrat Ferrando, miembro de la “quinta del biberón”, la del 41, cuyos integrantes apenas tenían dieciséis años cuando tuvieron que incorporarse a filas, protagoniza el capítulo noveno. La peripecia del muchacho da pie al examen del proceso de reclutamiento forzoso en el Ejército Popular de la República en las etapas postreras de la contienda. En esa compleja trayectoria sobresalen el miedo, omnipresente en su experiencia de guerra, la ausencia de rencor para con quienes lucharon en el otro bando -al ser movilizado tan joven, casi un niño, no había en él ninguna concienciación política o premisa ideológica que indujera al odio- y el respeto mutuo -en el transcurso y después de la guerra- ante los demás combatientes, como él, “gente corriente” obligada a sobrevivir en situaciones extremas. Dichos rasgos dibujan el retrato de muchos de los participantes en la contienda y de gran parte de la sociedad española no fanatizada, y nos proporcionan una de las claves de las tesis defendidas por Leira: la violencia política existente en la España de la Segunda República no fue un indicador de que la sociedad estuviese condenada a dividirse entre rojos y azules, y a luchar a garrotazos hasta la muerte. En el mismo sentido afirma que la división la creó el contexto bélico y la propaganda, no los individuos.
Las mujeres retoman el protagonismo del libro en su último capítulo, previo a uno final de conclusiones. Las gallegas Urania Mella y María Gómez, proletaria y destacada miembro de la Unión de Mujeres antifascistas y del Socorro Rojo, la primera, hija del histórico militante y gran teórico del anarquismo Ricardo Mella; burguesa y de Izquierda Republicana, el partido de Manuel Azaña, la segunda, primera alcaldesa gallega, en el pueblo pontevedrés de La Cañiza, encarceladas ambas por el franquismo, coinciden en la cárcel de Saturrarán, en la localidad guipuzcoana de Motrico. Sus biografías paralelas -pese a las ostensibles diferencias ideológicas- las llevan a prisión, en la que fraguarán una amistad que se refleja en la foto que encabeza el capítulo, en sendos itinerarios vitales que servirán como muestra de las vías de represión sociopolítica ejercida contra la mujer.
Bajo el muy revelador título de Preguntas e incertezas, Leira cierra el libro en un epílogo profuso, confuso y difuso en el que, de un modo algo infantil y con un tono entre el titubeo y la admonición, recapitula las principales tesis sostenidas a lo largo de su obra: reivindicación de los “nadies”; necesidad de un análisis histórico desprovisto de anteojeras ideológicas; defensa de una Historia Pública -concepto que propone frente a los de “Memoria histórica” o “Memoria democrática”- que se aleje de los grandes nombres y se centre en las personas individuales, en los “olvidados”; importancia de la memoria, de una memoria viva, que no permita el olvido y que aclare, con objetividad y noble afán de verdad, los sucesos del pasado; invitación, en este sentido, bienintencionada y algo ingenua a que las familias buceen en la historia de sus familiares y que incluso cedan esas cartas, memorias, fotografías a algún archivo; sugerencias, de nuevo con un enfoque ciertamente naïf, acerca del estudio de la Historia en los centros de enseñanza; queja frente al actual uso partidista de la guerra civil -y aquí, de nuevo, se deja clara la postura ideológica de la que se parte: No se puede negar que quien enfangó el debate ha sido el PP y algunos miembros de la vieja guardia del PSOE, precisamente porque no quieren mirarse en el espejo del pasado y reconocerse-; e incisos algo sentimentaloides acerca de la propia historia familiar, personificada en las terribles vivencias de los parientes de una de sus abuelas, víctimas de la represión franquista. Y todo ello presentado de un modo algo revuelto y caótico, en un batiburrillo asistemático en el que se suceden los lugares comunes y las obviedades, las digresiones, las reiteraciones y recurrencias, en un texto pergeñado -en apariencia- con prisa, con descuido, en el que se echa en falta una mínima labor de corrección -también tipográfica- y con una redacción que en muchas ocasiones, no se aleja demasiado de la habitual en un trabajo escolar.
Pese a todo ello, el libro merece la pena, tanto por las historias individuales que nos da a conocer, como porque induce a la reflexión y al análisis desprejuiciado de una etapa de nuestra historia reciente que todavía ahora, casi noventa años después, se aborda con anteojeras ideológicas interesadas y reduccionistas. Os lo recomiendo, pues, vivamente. Os dejo ahora con un fragmento del libro, extraído del capítulo centrado en el joven Ramón Montserrat, que incorpora una parte de sus iluminadoras memorias, de título El paso del Ebro, utilizadas por Leira para fundamentar los comentarios relativos a su biografía. Y como complemento al texto y a la reseña entera sonará Justo, un tema de Rozalén, una cantante que no es, precisamente, “santa de mi devoción” pero que aquí recrea, con emoción y poesía, la historia de un tío abuelo suyo, miembro también de la “quinta del biberón” y tristemente desaparecido en la guerra.
“Poder de adaptación: el llamado poder de adaptación es patrimonio de todos los mortales. Uno se adapta a pesar de su voluntad, al ambiente en el que vive. Se adapta a la riqueza o a la pobreza, y llega a considerar su estado como normal de un modo (sub)inconsciente [sic], por distinto que sea del anterior. El que queda ciego va adaptándose a su ceguera y tiene días de buen humor como el que ve. El que pierde a un hijo llega a acostumbrarse a vivir sin su compañía tarde o temprano, y el dolor irresistible de los primeros días pierde intensidad, llegando a desaparecer en muchas ocasiones”
La reflexión anterior podría haber sido extraída de un tratado de filosofía. Podría haber sido pronunciada por grandes intelectuales de cualquier periodo histórico. El propio Primo Levi, en su trilogía sobre su paso por los campos de concentración nazi, reflexiona de forma similar. Sin embargo, lo escribió un tal Ramón Montserrat Ferrando, desde la perspectiva que le aportó su experiencia en la guerra pocos años después de su finalización.
Era un joven de la quinta de 1941, consideradas como las del biberón del EPR [Ejército Popular de la República], pues sus integrantes apenas tenían 16 años cuando se produjo el golpe de Estado. A Ramón no le quedó más remedio que alistarse, pues lo movilizaron de manera forzosa, y, como se observa en sus memorias, tuvo que adaptarse a las nuevas circunstancias. Ya en aquel momento, y años después cuando escribió una semblanza de su Paso por el Ebro, lamentó haber perdido su juventud. Desde ese momento, debía convivir con el recuerdo de la experiencia traumática que provoca un conflicto bélico. Las generaciones posteriores, nacidas a partir de la década de los setenta, rememoran su juventud con dicha, algo que no pudo hacer ni Ramón ni toda la generación que vivió la contienda y la posguerra.
En sus memorias desnuda parte de su trayectoria como combatiente; quizá, como afirma el propio Ramón, la parte más dura fue el comienzo, cuando pasó de las comodidades a la insalubridad y los piojos. De la monotonía de la vida diaria al miedo, la violencia y la inseguridad. De ser una persona corriente a tener que matar o ser muerto en combate. Él narra cómo fue ese proceso por el cual pasó de ser un ciudadano a un soldado, con todas las obligaciones que ello conllevaba. El agravante es que fue de la quinta del biberón, un chico muy joven cuando empezó la contienda y que un año antes ni se imaginaba que iba a dejar la escuela, su trabajo en el campo, a sus amigos y familiares, para empuñar un arma. Un fusil –máuser– que, seguramente, en 1935, no había tenido en sus manos, pero que, años más tarde, tuvo la obligación de disparar.
A pesar de lo corta que pueda resultar la lectura de las memorias, estas muestran con claridad esa otra guerra, la que no se retrata en las películas de Hollywood, la que ni es heroica ni contiene gestas. Reconoce que no fue una experiencia que quiera recordar, pero que tampoco debe olvidar. Hay aspectos que se pueden ver en otras memorias, como las de Ramón J. Sender de Marruecos, Gabriel Chevalier sobre la Primera Guerra Mundial o las del teniente Kovalev –el famoso militar soviético que colocó la bandera de su país en el Reichstag, pero que se arrepintió de los crímenes de guerra que cometió– sobre la Segunda Guerra Mundial. Sin olvidar a los autores de la oleada pacifista de la primera posguerra mundial, como Erich Maria Remarque o Robert Graves. Ramón, no cuenta nada nuevo, aunque pueda parecernos novedoso.
Reafirma algo que varios historiadores vienen contando desde hace tiempo, a saber, la parte humana, contradictoria, y el rechazo que genera la violencia que pudieron perpetrar Ramón o cualquier otro soldado en una contienda bélica. Los «piojos», el «hambre feroz», «matar o que te maten» y el «miedo» son elementos comunes a la experiencia de combate, vivencias que unen a todos los combatientes, pertenecieran al Ejército sublevado o el republicano. Tanto al de los Aliados de la Segunda Guerra Mundial como a los del Eje Roma-Berlín-Tokio. A los soldados del Ejército de Estados Unidos o el del Việt Cộng. Trascienden fronteras, ideologías y periodo histórico.
Además, en su escrito, cuando se refiere al «enemigo» no lo hace peyorativamente, algo que muestra que la experiencia de guerra no siempre «brutaliza», como algunos autores señalan. Las memorias están escritas con la perspectiva que da el tiempo, pero compuestas en la década de los cincuenta, a pesar del peligro que suponía para un excombatiente republicano narrar su actuación en la guerra. En cualquier caso, el propio Ramón reconoce esa dualidad que existe tras pasar por el frente, la de su ética y moral, que permanecen intactas, y la de sus acciones en un contexto como el que le tocó participar y sufrir. No siempre van de la mano, y en estas situaciones no queda otro camino que «traicionarse» a uno mismo para sobrevivir.
VideoconferenciaFrancisco J. Leira Castiñeira. Los Nadies de la Guerra de España