JUAN MAYORGA. TEATRO 1989-2014
Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece esta semana una recomendación de lectura vinculada, una vez más, a un acontecimiento de actualidad. Como quizá sabéis, pues los medios de comunicación han informado de ello con asiduidad, el próximo viernes, 28 de octubre, se celebra en Oviedo la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias de 2022. En la categoría correspondiente a las Letras el galardón ha ido a parar a un autor dramático, el madrileño Juan Mayorga. Este hecho ha sido la excusa para que en mi emisión de esta semana comparezca un género literario, el teatro, del que no soy especialmente devoto, tanto en su vertiente representada como en su dimensión escrita. Y sin embargo, y en paralelo a la concesión del importante premio, esta tarde quiero proponeros la lectura de un par de libros del dramaturgo premiado.
Mayorga es ya un nombre mayor del teatro contemporáneo español. La muy completa nota biográfica con la que la Fundación Princesa de Asturias nos lo presenta permite conocer su extensa trayectoria profesional. Nacido en Madrid en 1965, estudió Filosofía y Matemáticas (se licenció en ambas carreras en 1988) y amplió su formación filosófica en las universidades de Münster, Berlín y París. Se doctoró en 1997 con un trabajo sobre el pensamiento de Walter Benjamin. En su formación se incluye la realización de cursos en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. En el ámbito académico se ha desempeñado como profesor de Dramaturgia y Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y dirigió el seminario «Memoria y Pensamiento en el Teatro Contemporáneo» en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Igualmente ejerció como profesor de Matemáticas en distintas universidades e institutos de enseñanza secundaria. Actualmente dirige el Teatro de La Abadía y el Corral de Comedias de Alcalá de Henares, y es director de la cátedra de Artes Escénicas y del Máster de Creación Teatral de la Universidad Carlos III. En el terreno artístico, Mayorga fue fundador de diversos grupos teatrales, El Astillero, en 1993, La Loca de la Casa en 2011, y colaborador asiduo de Animalario.
Es miembro desde 2019 de la Real Academia Española, académico de número de la Real Academia de Doctores de España, socio de honor de la Real Sociedad Matemática Española y miembro del Comité Científico de la Biblioteca Nacional de España. Ha recibido en nuestro país todos los premios teatrales relevantes, entre otros el Premio Ojo Crítico de RNE, en 2000, el Telón de Chivas a las Artes Escénicas, en 2005, el Nacional de Teatro, en 2007, el Valle-Inclán, en 2009, el Nacional de Literatura Dramática, en 2013, y cinco premios Max de las Artes Escénicas. Fuera de España se le concedió en 2016 el Premio Europa Nuevas Realidades Teatrales.
Desde que en 1989 publicara su primera obra dramática, son muchos los textos teatrales escritos y representados en todo el mundo (ha sido traducido a más de treinta idiomas), la mayor parte de los cuales se recogen en el libro que ahora os presento, Teatro 1989-2014, publicado ese último año por la segoviana editorial La Uña Rota, que acoge también en sendos volúmenes, sus obras breves, en Teatro para minutos, y sus artículos, ensayos, conferencias, en Elipses, además de sus creaciones posteriores al año de cierre de su libro central.
El jurado del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022, integrado por Xosé Ballesteros Rey, Xuan Bello Fernández, Blanca Berasátegui Garaizábal, Anna Caballé Masforroll, Gonzalo Celorio Blasco, Jesús García Calero, José Luis García Delgado, Pablo Gil Cuevas, Francisco Goyanes Martínez, Carmen Millán Grajales, Rosa Navarro Durán, Leonardo Padura Fuentes, Ana Santos Aramburo, Jaime Siles Ruiz, Diana Sorensen, Juan Villoro Ruiz, presidido por Santiago Muñoz Machado y actuando de secretario Sergio Vila-Sanjuán Robert, acordó el pasado mes de junio conceder el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022 a Mayorga, por, cito literalmente lo consignado en el acta, la enorme calidad, hondura crítica y compromiso intelectual de su obra: acción, emoción, poesía y pensamiento. Desde sus comienzos, Mayorga ha propuesto una formidable renovación de la escena teatral, dotándola de una preocupación filosófica y moral que interpela a nuestra sociedad, al concebir su trabajo como un teatro para el futuro y para la esencial dignidad del ser humano.
El libro que esta tarde quiero recomendaros recoge veinte de sus obras seleccionadas por el propio autor, ordenadas cronológicamente, desde la primera, Siete hombres buenos, publicada en 1990 y no representada cuando el libro vio la luz, aunque lo ha hecho en 2020, hasta la última, dentro del segmento temporal que abarca el libro, Reikiavik, de 2013, y llevada a los escenarios también tras la presente edición, en 2015. Entre las piezas incluidas hay tres inéditas en la fecha en que el volumen vio la luz (Angelus Novus, Los yugoslavos y Reikiavik). De algunas de las obras que aparecen entre la veintena escogida, se menciona que “nunca ha sido representada hasta ahora”, información que, con los ocho años transcurridos desde la edición, ya no se corresponde con la realidad. El libro se abre con un interesante prólogo de Claire Spooner, doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Toulouse y en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es, además, profesora de lengua y literatura española en el Liceo Francés de Barcelona y especialista en el teatro de Mayorga, sobre el que ha escrito diversos ensayos. El volumen cuenta también con unas notables ilustraciones de Daniel Montero Galán que ganan con el colorido de la portada y resultan más discretas en las reproducciones en blanco y negro que acompañan a cada una de las piezas teatrales. La compilación se cierra con un texto esencial, Mi padre lee en voz alta, un muy breve pero revelador ensayo autobiográfico en el que el autor desvela el origen de su vocación literaria y en el que apunta la preocupación por el mundo educativo que está presente en muchos de sus textos.
La muestra seleccionada es, desde mi punto de vista, muy representativa de la obra completa del autor, pues acoge creaciones muy diversas, con piezas de temáticas abstractas, filosóficas y más “oscuras” conceptualmente junto a las que ofrecen enfoques más accesibles; están las que aluden a asuntos actuales (la inmigración, la pederastia, las relaciones de pareja) y las más intemporales; hay drama y comedia; hay ejemplos de textos abiertamente políticos y de otros en los que la preocupación social y la denuncia frente a la violencia y las injusticias se presentan más escondidas y de un modo tangencial; unas, por fin, de carácter histórico, basadas en personajes y hechos reales, y otras que se desenvuelven en escenarios y con protagonistas claramente inventados.
Ya he confesado -en el sentido católico del término: reconocimiento de una culpa; aunque, seré sincero de nuevo, no hay por mi parte mucho propósito de enmienda- mi escasa devoción por el teatro. He visto, claro, en un repaso a vuelapluma, obras del teatro clásico griego, las creaciones más representativas de Shakespeare (al que también he leído), el Siglo de Oro -Calderón, Lope-, el Cyrano de Rostand, Zorrilla, claro, algo de Chéjov y, hace muchos años, en mi época universitaria, los grupos de teatro alternativo, Els Joglars, Dagoll Dagom, Comediants y tantos otros (también muchos “episodios” del legendario Estudio 1 de la televisión de finales de los sesenta). Pero nunca me ha interesado especialmente el género teatral en sus manifestaciones contemporáneas, salvo excepciones contadas: Beckett, Lorca, Buero Vallejo en su momento, La fura del Baus, El método Grönholm, poca cosa. La razón principal de esta indiferencia reside en el hecho de que en la mayor parte de los casos -en las piezas del teatro que podríamos llamar convencional, quizá burgués sea el término más adecuado- no acabo de creerme la casi siempre impostada “presencia” de los actores, su dicción artificiosa, su amaneramiento, su fingimiento indisimulado, su pose envarada, su “mentira” siempre notoria. También, y ahora me refiero al teatro de vanguardia, filosófico, experimental -en el que, sin duda, se inscribe la obra de Mayorga-, porque me repelen los escenarios de una austeridad que se pretende metafísica y significativa; porque me desconciertan -tampoco me resultan creíbles- las situaciones representadas, de un despojamiento que se quiere evocador; y, sobre todo, porque, casi siempre, me resulta ininteligible la sobresaturación de simbolismo, de alusiones forzadas, de metáforas rebuscadas, de oscuras claves metafísicas, de subtextos crípticos. En resumidas cuentas, no entiendo los códigos, no soy capaz de penetrar en la realidad paralela que se presenta ante el espectador y, lo que es más grave, me resulta muy difícil comprender el propósito, el significado último, la voluntad que movió al autor para contarnos lo que nos está contando de la enrevesada manera en que nos lo está contando.
Todo ello está presente, claro, en mi lectura de algunas de las piezas teatrales de Juan Mayorga -sobre todo las de su primera etapa- recogidas en el voluminoso libro que hoy os traigo. Confieso, pues, mis gravísimas limitaciones de partida a la hora de encarar esta reseña. No voy al teatro, no leo teatro, no me gusta el teatro. Y, sin embargo, he leído con paciencia las veinte obras que se incluyen en las más de setecientas cincuenta páginas del libro, he visto alguna a través de internet, he escuchado el discurso de Mayorga pronunciado con ocasión de su ingreso en la Real Academia de la Lengua, he consultado infinidad de críticas y reseñas en torno a la obra del autor en revistas teatrales, periódicos y suplementos culturales varios. Y confieso que he aprendido bastante, que sé algo más sobre sus claves interpretativas, que he sido capaz de encontrar motivos de interés en sus creaciones, que me han entusiasmado, incluso, bastantes de sus piezas, sobre todo las escritas en los últimos veinte años. Pero, insisto, no soy, muy probablemente, la persona adecuada para presentar sus libros, ni para recomendar la asistencia a la representación de su prolífica obra; pese a lo cual, aquí estoy, insensato y contradictorio, intentando mostrar a la reducida audiencia de Todos los libros un libro, algunas razones por las que merece la pena entrar en contacto con un autor tan singular, tan inteligente, tan lúcido, y de una lectura tan estimulante, tan sugerente, tan, en muchos casos, apasionante (y es que debo confesar también que empecé el libro con muchas prevenciones, fruto de las cuales fueron los distintos intentos de abandonar la lectura que me asaltaron en las primeras piezas; pero que, pronto, el interés y la brillantez de las obras me llevaron a perseverar ganando con ello infinidad de horas de muy provechoso disfrute).
Con esos inconvenientes de partida, pues, me atrevo, sin embargo, a resumir brevemente, siempre desde mi limitada visión, las claves de la dramaturgia de Juan Mayorga antes de ofreceros un sucinto comentario de cada una de las obras “repertoriadas” (que diría Andrés Trapiello) en el libro. El propio escritor ha confesado en más de una ocasión guiarse en su obra por las cuatro palabras que tengo escritas en un papelote en el lugar de mi casa donde trabajo: acción, emoción, poesía y pensamiento, en una descripción suficientemente reveladora de sus planteamientos literarios. Claire Spooner, en su preámbulo al volumen, de título Una palabra más, aporta otra clave del teatro de nuestro invitado de esta tarde: Juan Mayorga lleva más de dos décadas experimentando formas de pensar y contar la realidad presente y pasada desde el escenario, siguiendo un hilo conductor que bien puede ser visto como una línea de vida: la búsqueda obsesiva de la verdad. Otro rasgo que me resulta esclarecedor a la hora de comentar las piezas recogidas en el libro deriva del hecho, constatado en las declaraciones del propio Mayorga, de las muchas versiones, reescrituras y reelaboraciones de las diferentes obras que lleva a cabo el autor en cada nueva edición o representación de sus piezas, una circunstancia que permite “dibujar” la imagen de un escritor movido por un exagerado afán de perfeccionismo, muy significativo además, si tenemos en cuenta que dichas “correcciones” a sus obras se producen siempre con una intención de despojamiento, de depuración de los textos, de la voluntad de dotarlos de una mayor abstracción e intemporalidad, manifestando, por ello, un propósito de “universalización”, un elemento muy descriptivo, a mi juicio, de su teatro.
Un teatro ideológico (que denuncia las maniobras del poder, la violencia de nuestras sociedades, las estrategias del dominio y la manipulación), comprometido, crítico, experimental, incómodo, que provoca y cuestiona (Si el teatro no es capaz de desestabilizar de algún modo las convicciones del espectador, si no es capaz de ponerle ante buenas preguntas, está siendo irrelevante), que enfrenta al espectador con los grandes asuntos de la existencia. Un teatro que busca, y se encara, con el conflicto. Un teatro especulativo, intelectual, reflexivo. Un teatro culto, con infinidad de referencias, explícitas y escondidas: Los clásicos griegos, Shakespeare, Calderón, Büchner, Strindberg, Chéjov, Beckett, Walter Benjamin, Ionesco, Lorca, Kafka, la Filosofía, las Matemáticas. Un teatro que reivindica la libertad frente al poder, la historia y la memoria, el arte y la crítica, el individuo y lo colectivo. Un teatro histórico, que pone el foco en ciertos momentos “decisivos” de nuestro pasado reciente para iluminar con ello el presente. Un teatro denso, complejo, a veces algo abstruso, en el que la metáfora cobra un valor decisivo, en el que los vínculos con otros textos, con otros autores dan profundidad a sus obras, que, por tanto, no quedan siempre al alcance de cualquier lector o espectador. Un teatro austero, despojado, que no exige montajes desbordantes ni grandes espacios, al que le bastan un escenario sobrio, algunos muebles, una escenografía elemental.
Un teatro de la palabra (enfermo de teatro, vivo pendiente de lo que las personas hacen con las palabras y de lo que las palabras hacen con las personas. De ahí que en cabeza y papeles se me mezclen, con frases que me hago la ilusión de haber creado, muchas que cacé al vuelo), un teatro, también, del silencio (mi trabajo como dramaturgo ha consistido en poco más que intentos de construir silencios. El del hombre estatua; el de quien no habla porque es todo escucha; el del artista enmudecido por el censor; el del niño invadido por la palabrería de los adultos; el del deprimido; el de los mapas que, dando a ver unas cosas, ocultan otras; el de la Europa que asistió muda al asesinato de sus judíos y que traté en una obra cuya parte central se titula «Así será el silencio de la paz» (…); el de la subversión mística).
Todo ello aflora de continuo en sus creaciones, siendo Siete hombres buenos, que fue Accésit del Premio Marqués de Bradomín en 1989 y se publicó en 1990 por el Instituto de la Juventud, aunque no se estrenó hasta 2020, la primera que se recoge en el libro. En ella se nos presentan algunos miembros del gobierno republicano español en el exilio (personajes ficticios, sin correlato real), que penan su extrañamiento en México alimentando la ilusión del derrocamiento del dictador, en un remedo estéril, desesperanzado y también complaciente, de conspiración en la distancia. Treinta años después de la guerra, el inoperante y ni siquiera testimonial gobierno, naufraga en un mar de burocracia, reparto de cargos nominales -ministros varios, embajador en Swazilandia, por poner algún ejemplo significativo de la absurdez de su existencia irrelevante- y reuniones formales insulsas e ineficaces, en el que, por sobre la nostalgia que los invade (exponente del muy gastado “contra Franco vivíamos mejor”) y la triste frustración asociada al tiempo que pasa (los personajes se aferran a su vacía retórica republicana para salvar la cara frente al fracaso de sus vidas, hallando en su supuesta misión revolucionaria una razón para vivir), afloran los intereses egoístas, los celos, los conflictos internos, las rencillas, el enconamiento y las acusaciones varias en una claro paralelismo con el clima que se vivía en la República y que precipitó la Guerra civil.
Más ceniza nos muestra a tres parejas en un único espacio en el que se desenvuelven simultáneamente, aunque la situación que cada una de ellas representa tiene lugar en un ámbito distinto, un “territorio” en el que se mueven sin percibir siquiera la presencia en escena de las otras. Estamos en las horas previas al asesinato del presidente de un país innominado. Los hombres de cada una de las tres duplas son la víctima, el verdugo y el inductor del crimen, siendo este último quien reemplazará a la víctima en su cargo tras el magnicidio. Los tres preparan, desde diferentes puntos de vista, el mitin al que deben asistir y en el que se perpetrará el asesinato. Como siempre en Mayorga, la lectura política, su compromiso ideológico, la crítica a las simulaciones que conlleva el juego democrático, son elementos decisivos en la obra.
La siguiente pieza del libro, El traductor de Blumemberg, se adentra en otro de los territorios favoritos del autor, la alarmada llamada de atención frente a las amenazas a la democracia, la denuncia de la exclusión, la discriminación, la violencia y la muerte por razón de sexo, raza o ideología, cuyo origen, larvado, puede encontrarse en diversas actitudes, comportamientos y discursos actuales, alentadas por los modernos fanatismos de toda laya. Para ello Mayorga nos hace acompañar a Blumemberg, un escritor nazi, y Calderón, el traductor al castellano de un libro del primero, que viajan en tren, recorriendo Europa, hasta Berlín. El libro, que en realidad no está escrito sino que es dictado por su autor en el transcurso del viaje, defiende los postulados ideológicos del fascismo. El diálogo entre ambos, entreverado con reflexiones sobre la traducción, permite entrever -con la habitual carga religiosa, metafísica, filosófica de Mayorga- una pesimista visión sobre el destino de la Humanidad, condenada a repetir sus errores una y otra vez.
El jardín quemado, publicada en 1997, retoma otra de las preocupaciones recurrentes del dramaturgo, en este caso la guerra civil. Un joven psiquiatra llega a un sanatorio mental para completar un trabajo de fin de carrera. En realidad -no destripo lo esencial de la trama- su misión no es estrictamente médica, sino policial. Benet, que así se llama el protagonista, accede al hospital para indagar sobre un suceso del pasado rodeado de oscuridad. Al parecer, en la guerra la clínica funcionó como cárcel y en ella se habrían perpetrado torturas y llevado a cabo fusilamientos, en particular los de doce intelectuales republicanos, entre ellos el poeta Blas Ferrater. El recién llegado interrogará al anciano director del establecimiento, el doctor Garay (psiquiatra, como el propio Benet), y a diversos internos con distintos grados de enajenación. En el curso de la investigación, en la que se llega a abrir una fosa común, comienza a aflorar otra hipótesis distinta a la previa de Benet: fueron los doce intelectuales los que eligieron a otros tantos pacientes del psiquiátrico para que ocuparán el lugar que a ellos les estaba destinado ante el paredón. Obra actualísima, por mor de su temática relacionada con la memoria -histórica, democrática o sin apelativos-, se ha representado por primera vez en este 2022.
La dimensión más abstracta -también la de más difícil acceso para un lector común- de Juan Mayorga se muestra en Angelus novus, también oportuna tras la plaga del coronavirus en tanto nos conduce a una especie de distopía en un país imaginario azotado por una muy singular pandemia. Jugando con el simbolismo del “ángel” en la cultura europea, con la referencia a la pintura de Paul Klee del mismo título que la pieza y, sobre todo, de la obra filosófica de Walter Benjamin, el dramaturgo construye una fábula en la que un ángel liberador, un mensajero que trae la esperanzada buena nueva a un mundo sufriente, provoca la inquietud del poder, de la casta dirigente que, con aires orwellianos, controla, manipula y somete a la población.
La preocupación política, la rebeldía frente a las dictaduras, la crítica al poder omnímodo, reaparecen en Cartas de amor a Stalin, de 1999. El escritor Mijaíl Bulgákov escribe en 1929 una carta a Stalin indignado ante la censura de su obra y el aislamiento de su persona al que se ve sometido por parte del régimen soviético. En ella, el novelista y dramaturgo, le plantea que le permita escribir en libertad o que, en caso contrario, se le facilite la salida de Rusia con su esposa. Stalin responderá por teléfono a su corresponsal, una llamada en la que parece abrirse un cierto atisbo de esperanza para el escritor. En el momento en que están a punto de concretarse los términos en los que el dirigente aceptará la petición de su súbdito, la llamada se corta. Bulgákov escribirá entonces, en una sucesión delirante, miles de cartas al sátrapa, mientras su mujer, que acabará por ser el único nexo del escritor con la realidad, intenta conseguir la documentación necesaria para poder emigrar. El fantasma de Stalin, constituido en tercer personaje de la obra, se presentará ante la enfebrecida mente del dramaturgo, e incluso cobrará presencia tangible, destrozando la vida de una más de sus incontables víctimas.
En El Gordo y el Flaco nos encontramos con los dos legendarios personajes del cine clásico encerrados en una habitación de hotel. Allí, se replantean su futuro como pareja cómica, debatiéndose entre la continuidad de una fórmula que parece agotada y el inicio de una nueva línea en su trayectoria artística. La pieza, una farsa disparatada acorde al “estilo” de las películas del dúo, es una reflexión sobre la pareja, sobre la convivencia y la soledad, sobre el amor y la rutina, sobre el compromiso y la independencia, en una “bufonada seria” cuyo núcleo temático principal reside en la “Y” de “Laurel y Hardy”, símbolo de la complejidad que encierra toda unión.
Una de las obras que más me ha interesado -y emocionado y conmovido también- es Himmelweg, cuya acción se desarrolla en un campo de concentración nazi a partir de una circunstancia que, pese a su aparente inverosimilitud, ocurrió realmente y está documentada. Al parecer, una comisión de la Cruz Roja visitó uno de los terribles campos de la Alemania del Reich y, tras su recorrido por sus instalaciones, emitió un informe en el que no constaba ninguna situación irregular, ni abusos, ni torturas, ni ejecuciones, describiendo por el contrario un escenario de plácida normalidad. Sobre la base de ese inusitado suceso, Mayorga recrea la visita de un delegado de la organización benéfica y nos muestra, en distintos planos en los que toman la palabra el propio visitante, el comandante del campo y el responsable de la comunidad judía, la “construcción” de un simulacro, una realidad artificial ideada por el alto jerarca nazi, en la que se representan, en una actuación ensayada una y otra vez antes de la llegada del inspector, escenas de una apacible cotidianidad -una pareja que habla de amor en un banco del parque, unos niños que juegan a la peonza, una pequeña que se entretiene con su muñeca en la orilla del río- que parecen contradecir las ideas preconcebidas del delegado de la institución humanitaria. El escepticismo de éste, las dudas de la autoridad judía -¿su “colaboración” salva vidas de los suyos o resulta una inicua cooperación con los verdugos?-, y el discurso del comandante que esgrime su cultura, su refinamiento estético y su cosmopolitismo como prueba de la inocencia de su tarea, se entrelazan en una obra sobre la violencia y el horror del exterminio judío, pero también sobre la mentira, la propaganda y la manipulación, temas, por desgracia, tan actuales.
Animales nocturnos pone en escena en espacios diferentes -un bar, un zoológico, un edificio de apartamentos, una residencia de ancianos, un parque al aire libre- a cuatro personajes relacionados entre sí, identificados de forma genérica el Alto, el Bajo, la Alta, la Baja. El Alto y el Bajo son vecinos en un mismo edificio, pero apenas se conocen. Se saludan protocolariamente en las escaleras pero serían incapaces de identificarse en otro contexto. Al comienzo de la obra el Bajo aborda a su convecino en un bar, el Yakarta, del que el Alto está a punto de salir tras haber terminado su consumición en una mesa del local. El Bajo lo ha estado observando desde afuera y ahora se dirige a él para hacerle una proposición inquietante. Sabe -eso dice- que el hombre que vive en el piso debajo del suyo, el Alto, es un inmigrante “sin papeles”. Con la amenaza velada -y explicitada al paso- de denunciar a las autoridades esta situación irregular, consigue que su interlocutor acepte una suerte de “esclavitud benévola”, valga el oxímoron. El Alto se verá “obligado” -el aviso de delación, aunque formulado sin énfasis, opera con eficacia condicionando su comportamiento y forzando su voluntad- a atender determinadas exigencias de su “extorsionador amigable” (sus “peticiones” nunca son humillantes, ni exageradas, ni ofensivas o violentas: un rato de conversación, un paseo en común, la lectura de un poema, un chiste). El vínculo que el Bajo quiere establecer busca, en exclusiva, la disponibilidad del otro. La acción se desarrolla en distintas escenas, en las que participan las mujeres de cada uno de los dos roles principales, y en las que se desarrollan temas como la incomunicación, el egoísmo de las relaciones sociales, la manipulación, el poder, la dominación, la libertad, la dignidad humana, el desequilibrio en la pareja, en un juego simbólico, a mi juicio muy críptico y hermético, del que sobresalen las metáforas zoológicas, en particular la de los animales nocturnos que, en su confinamiento en los zoos, viven en una realidad artificial, oscurecida con el fin de reproducir sus hábitats; y también la relación entre el erizo y el zorro, presentes en un leitmotiv recurrente del texto, de no demasiado claro significado: El zorro sabe muchas cosas. El erizo sólo una, pero importante.
Un animal es también el protagonista, y un zoológico el escenario en que se desarrolla Últimas palabras de Copito de Nieve, la primera obra abiertamente humorística de la recopilación. El legendario gorila del zoo de Barcelona está encerrado en su jaula, con la sola presencia del Guardián, que ejerce de guardaespaldas, y del Gorila Negro, su compañero desde su llegada al recinto. Al borde de la muerte, Copito se despide del mundo con su discurso final en el que habla de Chu Lin, el oso panda madrileño, “rival” en el protagonismo mediático, transmite su mensaje a los niños que durante tanto tiempo lo han visitado, e intenta la respuesta definitiva a la pregunta ¿Existe Dios? Pero, sobre todo, el gorila filosofa sobre la muerte, a partir de su inesperada lectura de Montaigne. Liberado, por la inminencia de su desaparición, de las exigencias que le ha impuesto su “papel” público (Años y años de disciplina. Años y años vigilándome, midiendo cada gesto para evitar que la verdad saliese a la luz), Copito hablará sin prejuicios y, sincero, nos espeta a todos: La verdad es ésta: nunca os he querido. Se trata de una pieza muy breve en la que Mayorga deja de lado su habitual “dificultad” para ofrecernos un texto accesible en el que, además de la profunda reflexión sobre la agonía y la muerte, destacan guiños al “enfrentamiento” Barcelona-Madrid y menciones -al paso- a la inmigración, la moderna psicopedagogía, la hipocresía de los políticos, Guantánamo, Sinatra, mayo del 68 y hasta la muerte de Franco.
En Hamelin, el tema central es la pederastia y la corrupción infantil. Con un personaje, Acotador, que aporta la información sobre el entorno y las reacciones de los actores y sobre la puesta en escena, incorporando así una suerte de visión “metateatral” de la obra (Hamelin es una obra sin iluminación, sin escenografía, sin vestuario. Una obra en la que la iluminación, la escenografía, el vestuario, los pone el espectador; Ésta es una obra sobre el lenguaje. Sobre cómo se forma y cómo enferma el lenguaje), la pieza, que detalla la investigación de un juez sobre un caso de abusos a menores, nos habla de la perversión y las mentiras de la sociedad, y se resuelve en una vuelta de tuerca final, inesperada y sorprendente.
El chico de la última fila es, probablemente, la obra más conocida de Juan Mayorga y quizá también la más representada y difundida en todo el mundo. Además, cuenta con una exitosa traslación al cine en la película En la casa, del francés François Ozon, que con guion del propio dramaturgo ganó la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián en 2012, año en que yo la disfruté en la gran pantalla (aunque no he podido volver a verla ahora, tras la lectura del texto dramático). El chico de la última fila es Claudio, un estudiante de diecisiete años que, sin ser conflictivo, se sitúa al margen de la clase, desinteresado de las materias escolares, de los profesores y de sus compañeros. Germán, su profesor de Literatura, al corregir la redacción que había encomendado a sus alumnos, aprecia en ella ciertos rasgos singulares que la hacen distinta a la del resto de estudiantes y que parecen apuntar a un incipiente talento literario en el muchacho. En su relato da cuenta de sus fines de semana en los que ayuda a su amigo Rafa Artola en sus tareas de Matemáticas, la única asignatura que le atrae, mientras describe también el trato con los padres de su compañero, “Rafa padre” y Ester. Las recomendaciones de su profesor en el sentido de que corrija y perfeccione su narración, llevan al muchacho a avanzar en la historia de la familia al que observa en su casa, de un modo en el que se entrelazan -hasta el punto de confundirse- la realidad descrita y la ficción literaria. Frente al hogar familiar de los Artola aparece, en paralelo, la realidad de la vida de pareja del profesor con su mujer Juana, galerista a punto del desahucio por las propietarias del local en que difunde un arte experimental y poco rentable económicamente.
Con una estructura compleja, construida casi al cien por cien por diálogos muy ágiles, que alternan -a veces en líneas sucesivas y alternas- los hechos objetivos de las visitas de Claudio a la casa de Rafa, las vicisitudes de la relación de pareja de Germán y Juana y los textos escritos -a caballo de la realidad y la ficción- por el joven estudiante, la obra pone sobre la mesa asuntos como el de los límites entre vida y literatura, la verdad y la imaginación, o el acto de mirar como ansia de conocimiento y también como indiscreto voyerismo. Hay, además, al paso, una interesante reflexión sobre la educación -en varias de sus obras Mayorga deja caer una visión no demasiado complaciente de las “moderneces” pedagógicas-, de la que os dejo una muestra significativa en el texto con el que cierro esta reseña.
La presencia de los animales en la obra del dramaturgo vuelve a manifestarse en La tortuga de Darwin, una de las obras más interesantes de Mayorga. Una noche, cuando el Profesor trabaja en su despacho, rodeado de libros y documentos, su mujer, Beti (cuya presencia en la pieza es casi testimonial, aunque cruelmente significativa, condenada a ser una abnegada esclava de su ensimismado marido), le anuncia la visita de una extraña anciana. Harriet Robinson, que así se llama la mujer, desea hablar con el autor de La Historia de la Europa contemporánea, la obra mayor del afamado catedrático de dicha especialidad. El objeto de su presencia ante el experto es corregirle algunos fallos significativos que ha apreciado en su lectura del muy divulgado y ya canónico texto. La anciana afirma haber estado presente en muchos de los grandes acontecimientos históricos analizados en el libro y sostiene igualmente que algunos de los detalles que en él se recogen son inexactos, empezando por ciertos errores que aparecen en el libro sobre “El caso Dreyfus”, y siguiendo por inexactitudes sobre la batalla de Verdún, la redacción del Manifiesto comunista, la revolución soviética, el ascenso de Hitler, la entrada de los nazis en París, el desembarco de Normandía, la muerte de Juan Pablo I, la Perestroika y otros tantos episodios relevantes de la historia europea a cuyos principales protagonistas, afirma la anciana, ella pudo, además, tratar personalmente. Ante la perplejidad, el escepticismo y la irritación del erudito, que considera disparatado el planteamiento entero -sin ir más lejos, el caso Dreyfus estalló en 1894 y la acción se desarrolla en una época actual-, la, a su juicio, senil señora confesará que, en realidad, no es una mujer sino una longeva tortuga, con más de doscientos años a sus espaldas, llegada a Europa en el Beagle, el barco, al mando del capitán Robert FitzRoy, con el que Darwin realizó la expedición que serviría de base a su “El origen de las especies”. Las sorprendentes y traumáticas experiencias vividas la han hecho “evolucionar” de manera acelerada, adquiriendo el andar erguido, la morfología, el pensamiento y el habla humanos, aunque conserva, en su cuerpo retorcido, muestras aún de su esqueleto y su caparazón “quelónidos”. La obra ofrece una mirada “desde abajo” de los dos últimos siglos de la Humanidad, obligando al espectador -al lector- a reflexionar sobre la discutible evolución del ser humano en un mundo en el que se suceden las guerras, los conflictos, las masacres. Además, el texto introduce una dimensión adicional -que refleja también el egoísmo humano- en el enfrentamiento que se plantea entre el Profesor y el Doctor -el cuarto personaje de la obra, a quien se llamará para analizar las peculiaridades anatómicas y fisiológicas de Harriet-, que se disputan la gloria que llevaría consigo dar a conocer, en el ámbito de sus respectivas especialidades, la valiosa información que les proporciona el contacto con la anciana. Una obra genial, muchas veces llevada a los escenarios, la última de ellas con Carmen Machi en el papel principal.
Otra vez los animales -y otra vez “antropomorfizados”- son los protagonistas de un texto del dramaturgo en La paz perpetua. Tres perros, un pastor alemán, un rottweiler impuro y un cruce de bóxer, dogo, pit-bull y también rottweiler, compiten en un extraño proceso de selección de personal dirigido por un humano y otro perro, un viejo labrador tuerto y cojo. En un clima latente de violencia y con el habitual trasfondo filosófico en el que comparecen Kant, Pascal surgen cuestiones como los límites de la democracia, la legitimidad de ciertos métodos de lucha contra el terrorismo (el puesto al que los perros aspiran supone el ingreso en un cuerpo de élite antiterrorista), el problema de la existencia de Dios, entre otros.
Una de las vertientes más habituales del teatro de Mayorga, la que consiste en dar la voz a personajes históricos, comparece en La lengua en pedazos, con Teresa de Jesús como centro de la acción. En la cocina del convento de San José, pelando cebollas -Dios también está entre pucheros-, Teresa recibe la visita del Inquisidor que pretende que vuelva a la ortodoxia del Carmelo en el monasterio de la Encarnación, que ella ha abandonado con un grupo de otras doce mujeres, disconforme con el modo de vivir el mandato cristiano de las monjas de la orden, no suficientemente alejadas de las riquezas del mundo. Temeroso su exigente fiscal de que la abulense encabece un cisma, una guerra entre descalzos y calzados, la amenaza con el encierro y la muerte, de las que solo se libraría si retorna al redil que ha dejado atrás. Basada en los hechos que la propia Teresa de Jesús recoge en su Libro de la Vida, la obra habla del iluminado empecinamiento de la santa en la defensa de sus postulados, en un texto en el que el amor, la entrega, el sentido de la vida, la obediencia, la libertad, las convicciones, la fe son algunos de sus temas principales.
El crítico (Si supiera cantar me salvaría), es una obra formidable. La noche del exitoso estreno de su última obra, tras la representación y los quince minutos de aplauso unánime del público, un autor teatral, Scarpa, deja el teatro y se presenta en casa de un crítico, Volodia, que en el pasado ha “masacrado”, con críticas atroces, las anteriores producciones del escritor (hay también un tercer personaje, una mujer, pero, valga el oxímoron, comparece en ausencia. El dramaturgo quiere conocer cuáles serán los comentarios que su “némesis” va a mandar al periódico reseñando la obra. Entre ellos se produce un intenso diálogo en el que ambos repasan el texto y la puesta en escena; reviven -en un juego de muñecas rusas- fragmentos de la obra recién estrenada (un combate de boxeo en el que no puede dejar de verse el propio enfrentamiento entre ellos); exploran los “terrenos fronterizos” entre el texto soñado y el realmente “expuesto”, entre el ideal imaginado y su plasmación “real” a través de un determinado actor y una particular escenografía, entre lo pretendido por el autor y lo percibido por el público; y, sobre todo, reflexionan sobre la función del teatro y de la crítica y sobre las casi siempre complejas relaciones entre autores o artistas y sus habitualmente crueles juzgadores. Desde este último punto de vista, la pieza entera está cruzada por infinidad de reflexiones sobre el teatro, una serie de afirmaciones en las que yo creo ver los planteamientos personales del propio Mayorga sobre su profesión, su, por así decirlo, “poética”:
El Metropol les daba lo que querían. Comedias insustanciales o dramas tremebundos, obras malísimas que no hacían daño a nadie porque a nadie engañaban. Lo que sí es dañino, y yo lo detesto y lo combato, es un teatro que promete revelar profundos misterios del alma humana y que en realidad sólo es charlatanería. Un teatro que te promete el rostro de Dios y sólo te sirve las mismas mentiras con que el mundo nos aturde cada día.
Del teatro espero la verdad. ¿De qué sirve el teatro si no pone ante nosotros aquello que nos ocultamos? ¿De qué sirve si también él se entrega al enmascaramiento del mundo?
La manipulación sentimental no me molesta en el circo: el tambor redobla, los altavoces advierten del peligro que corre la frágil trapecista y… ¡ta-ta-ta-chan! En el último momento, la trapecista se salva. No me molesta la manipulación sentimental en el circo. En el teatro, la aborrezco.
-Cada noche salgo del teatro y vuelvo a casa tan rápido como puedo. En la calle sólo hay ruido. También mis viejos amigos, mi periódico, todos se han entregado al ruido. Se abolió la aristocracia de la sangre, pero se adora la fama y el dinero, las formas más idiotas de aristocracia. Cultura, razón, espíritu, si todavía queda algo de eso, es en ruinas.
También el teatro, incluso el teatro se rinde al ruido. Y los pocos que hoy no venden ruido en el teatro, sólo hacen religión. Para quienes sienten horror ante tanto vacío, el teatro ofrece sacerdotes. Antes que esos sucedáneos, yo prefiero las iglesias de siempre. En un extremo, basura que envilece a quien la contempla; en el otro, sermones; entre un extremo y otro, nada. Un teatro de hombres, un teatro para el hombre y su misterio, ¿dónde? ¿No habrá un teatro que nos proteja del vacío y de los dioses? ¿Un teatro que nos ayude a resistir?
Nuestro tiempo es de una falsedad tan abismal que, si alguien pusiese un poco de verdad en el escenario, la gente saldría del teatro a quemar el mundo. Sólo hay dos modos de escribir, Scarpa, a favor del mundo o contra el mundo. A la larga, sólo perduran los que escriben contra el mundo, pero pocos se atreven a hacerlo, pocos se atreven a decir la verdad.
Si pudiésemos eliminar de la vida todo aquello que en el teatro juzgamos falso, si pudiésemos eliminar de la vida todo lo que despreciamos en el teatro, ¿qué quedaría? Nunca pediremos a la vida lo que exigimos al teatro. Pero al teatro le pedimos la verdad, toda la verdad.
Las obras más recientes recogidas en el libro son ya, todas, prodigiosas, como si su autor hubiera alcanzado el culmen de su magisterio creativo. El cartógrafo (Varsovia, 1:400.000), escrita en 2010 y estrenada en 2016, es, sin duda, una de las más destacadas. Basada en una experiencia personal (el dramaturgo visitó en Varsovia una exposición fotográfica sobre el gueto judío en la que el lugar en que se había tomado cada foto en los años de la represión nazi se hacía corresponder con su ubicación actual en la capital polaca. La posterior búsqueda de esos emplazamientos por parte de Mayorga no dio resultado pues todo, personas, obviamente, pero también espacios, habían sido borrados de la historia), la obra cuenta con varios personajes que se desenvuelven en tiempos y espacios distintos. La trama principal de la pieza se desarrolla en dos planos diferentes. Por un lado están Raúl, un diplomático español que trabaja en la embajada de nuestro país en Polonia, y su mujer, Blanca, que repite el itinerario al parecer seguido por el autor. En paralelo, aunque cruzándose en el relato, está la historia de un anciano, el cartógrafo del gueto, que con ayuda de su pequeña nieta intentará dibujar el mapa de la inmensa cárcel que condenaba al encierro a 400.000 almas.
En la línea de otras obras ya reseñadas con anterioridad, en las que el marco histórico, y en particular el relativo al Holocausto, ocupa un lugar central, la pieza plantea temas como la memoria, la justicia, la revisión del pasado, aflorando en ella el elemento simbólico del mapa, muy presente en la obra de Mayorga y objeto de estudio por la profesora salmantina Zoe Martín Lago, que ve en él una metáfora reveladora en la creación del dramaturgo: la imposible neutralidad del arte, idea que fundamenta el símil entre dramaturgia y cartografía: ¿es responsable el autor de lo que expresa su obra?, ¿lo es el cartógrafo de lo que muestra y esconde su mapa? La respuesta del autor será tajante en ambos sentidos: el artista, como el cartógrafo, nunca es neutral, pues el teatro es para Mayorga un arte político.
La excusa argumental en Los yugoslavos es, en apariencia, trivial. Un camarero le pide a un cliente que le ayude a solucionar el problema que aqueja a su mujer, hundida en una depresión. El trabajador -y dueño del bar- ha presenciado sin querer una conversación entre el hombre y otro cliente en la que su ahora interlocutor -un desconocido al que sólo ha visto esa vez en su bar- logró animar con sus palabras a su acompañante, desesperado y sin ilusiones. La insólita petición desencadena un proceso en el que las dos vidas se entremezclan, pues el cliente seguirá -en una labor detectivesca necesaria para poder llevar a cabo su “asistencia”- a la mujer del hostelero mientras que, en paralelo, éste acabará por conocer a la esposa de su cliente. El tema de fondo de la obra es el de la soledad y la incomunicación que envuelven a los habitantes de las grandes ciudades, así como el ansia -que a todos nos asalta- de cambio, de búsqueda, de vivir otras vidas, de dejar atrás nuestras rutinas y construir una existencia nueva en lugares desconocidos, en los que otras circunstancias, otros encuentros, otras posibilidades transformen nuestra identidad y la abran -ampliándola- a otros horizontes. Ese esperanzado atisbo de otra vida plena se formula en la pieza con la referencia a Los yugoslavos, otro bar en el que, al parecer, la existencia puede ser arrebatada e intensa. Innecesario es decir que, como sugerencia de esa promesa de felicidad, ningún yugoslavo “real” tiene presencia alguna en el texto.
La penúltima pieza de la recopilación, El arte de la entrevista, es una maravilla. Merece la pena comprar el libro aunque solo fuera por poder leerla. Tres personajes femeninos, la joven Cecilia, su madre Paula y su abuela Rosa, y uno masculino, Mauricio, constituyen el, como casi siempre en Mayorga, austero elenco de la obra. Cecilia debe realizar un trabajo escolar por encargo de su profesor de Filosofía. Debe grabar una entrevista con la persona que ella elija y su filmación será luego reproducida y debatida en clase junto a las que lleven a cabo sus compañeros. Inicialmente la chica piensa en el señor Márquez, un vecino que, al parecer, pasó una temporada en la cárcel por error, una vida que, por ello, le parece a Cecilia más rica y digna, pues, de aparecer en su reportaje. Pronto, sin embargo, las circunstancias la llevarán a que sea su abuela la que se ponga frente a la cámara. En su testimonio, algo disperso y deslavazado, pues la anciana sufre un incipiente deterioro cognitivo -y por ello necesita la ayuda de su cuidador, Mauricio-, aflorarán ciertas historias ocultas de su vida. A partir de ahí, la entrevista original se diluye y todos acabarán siendo entrevistados por los demás, en una sucesión de conversaciones “filmados” en las que Cecilia interroga a Rosa, claro está, pero también esta a su nieta, Mauricio a Rosa, Cecilia al cuidador y a Paula, esta a su hija, a Mauricio y a su propia madre. Las sucesivas entrevistas remueven el pasado familiar, permiten conocer los secretos de esas tres mujeres, sus no tan apacibles pasados, lo no dicho de las relaciones entre ellas, que, ante la “incitación” de la cámara, se muestran y se descubren de un modo para ellos inusitado hasta ese momento.
En un clima general de melancolía, muy emotivo y conmovedor -aunque Mayorga nunca utiliza en beneficio propio el sentimentalismo-, afloran algunos de los temas favoritos del dramaturgo, la vida -al igual que el teatro- como representación, la personalidad “real” y el personaje construido, las frágiles fronteras de la identidad. Está también la reflexión, tan pertinente en este mundo presente digitalizado, acerca de la desinhibición a la que inducen las pantallas, la también muy actual cuestión del periodismo y sus límites, el análisis de la institución familiar, entre otras. Con la presencia de algunos de los motivos recurrentes del autor -los mapas, por ejemplo-, la obra aporta una referencia musical explícita (hay otras en el resto de los textos, pero, a diferencia de este caso, sin que se mencionen título o intérprete de las composiciones que “suenan” en la representación), la de Bruce Springsteen y su Thunder road que, obviamente, constituirá la ilustración sonora de esta reseña.
Reikiavik es la última de las obras recogidas en este Teatro 1989-2014. Dos hombres, Waterloo y Bailén -dos derrotas napoleónicas- juegan al ajedrez en un parque, ante la mirada atenta y perpleja de un muchacho, que pasa por el lugar y mueve una pieza del tablero en el espacio vacío, poco antes de que lleguen los dos jugadores. El movimiento, no premeditado, inconsciente, desencadena la acción, una partida interminable que se desarrolla a la vez en el presente de la función y en el pasado de 1972 cuando, en Reikavik, Spasski y Fischer se disputarán el trono mundial del ajedrez en un enfrentamiento que, más allá del tablero, acaba por ser una representación de la Guerra Fría en la que, en los setenta del pasado siglo, rivalizaban Rusia y Estados Unidos. Una obra sobre el ajedrez, claro; también -indirectamente- sobre la educación; y, una vez más, sobre el teatro, sobre los actores que sobre el escenario, en el tiempo detenido del teatro, son otros. Y unos temas de fondo de valor universal: el combate, la guerra, los sueños y el fracaso, la normalidad y la diferencia, el poder y la independencia, la sumisión y la rebeldía, el éxito conformista y el destierro ejemplar, la inteligencia y la locura, el genio creador y la aceptación del orden burocratizado. Otra obra magistral.
El libro se cierra con una suerte de breve colofón del autor, A modo de epílogo: Mi padre lee en voz alta, en el que Mayorga defiende la necesidad de los libros y de la lectura, en particular la de textos teatrales, en las escuelas, en una evocación de su infancia, marcada por la presencia de los libros en la biblioteca paterna y en la lectura en alta voz de algunas obras que marcaron la vida entera y la posterior experiencia como creador del dramaturgo.
En fin, como se puede ver, son muchos los argumentos por los que, frente a mi persistente prevención ante el teatro, merece la pena -y mucho- conocer el universo Mayorga, del cual este Teatro 1989-2014 constituye una soberbia puerta de entrada. No la desaprovechéis. Os dejo ya con un texto de El chico de la última fila que recoge lo que, a mi juicio, resulta un elemento de repetida presencia en las obras reseñadas: la crítica -explícita o tangencial- del estado de nuestra educación, a partir de la corrección que hace el profesor de una redacción de sus alumnos. Tras él, y como también he anticipado, Thunder road, el estremecedor clásico de Bruce Springsteen presente en su memorable álbum de 1975 Born to run.
“GERMÁN (Lee.) “El sábado estuve viendo la tele. El domingo estaba cansado y no hice nada”. Punto final. Les di media hora. Dos frases. Cuarenta y ocho horas en la vida de un tío de diecisiete años. El sábado, tele; el domingo, nada. (Pone un cero en el folio y se lo da a Juana; coge otro.) No les he pedido que compongan una oda en endecasílabos. Les he pedido que me cuenten su fin de semana. Para ver si saben juntar dos frases. Y no, no saben. (Lee.) “Los domingos no me gustan. Los sábados sí que me gustan pero este sábado mi padre no me dejó salir y me quitó el móvil”. (Pone en el folio un gran cero y lo deja en el montón de la derecha.) Intenté explicarles la noción de “punto de vista”. Pero hablar a éstos de punto de vista es como hablar a un chimpancé de mecánica cuántica. Les leo el comienzo de “Moby Dick”, se supone que todos saben de qué hablo, que han visto la película. Les explico que la historia la cuenta un marinero. Pregunto: “¿Y si la hubiera contado otro personaje, por ejemplo el capitán Achab?”. Me miran asustados, como si les hubiera planteado el enigma de la esfinge. “Bueno, me vais a hacer una redacción contándome lo que habéis hecho este fin de semana. Tenéis media hora”. Y me entregan esto. ¿Qué fatalidad me condujo a este trabajo? ¿Hay algo más triste que enseñar literatura en bachillerato? Elegí esta profesión pensando que viviría en contacto con los grandes libros. Sólo estoy en contacto con el horror. Y lo peor no es enfrentarse, día a día, con la ignorancia más atroz. Lo peor es imaginar el día de mañana. Esos chicos son el futuro. ¿Quién puede conocerlos y no hundirse en la desesperación? Los catastrofistas pronostican la invasión de los bárbaros y yo digo: ya están aquí; los bárbaros ya están aquí, en nuestras aulas.”
VideoconferenciaJuan Mayorga. Teatro 1989-2014