Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 26 de octubre de 2022

JUAN MAYORGA. TEATRO 1989-2014

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro os ofrece esta semana una recomendación de lectura vinculada, una vez más, a un acontecimiento de actualidad. Como quizá sabéis, pues los medios de comunicación han informado de ello con asiduidad, el próximo viernes, 28 de octubre, se celebra en Oviedo la ceremonia de entrega de los Premios Princesa de Asturias de 2022. En la categoría correspondiente a las Letras el galardón ha ido a parar a un autor dramático, el madrileño Juan Mayorga. Este hecho ha sido la excusa para que en mi emisión de esta semana comparezca un género literario, el teatro, del que no soy especialmente devoto, tanto en su vertiente representada como en su dimensión escrita. Y sin embargo, y en paralelo a la concesión del importante premio, esta tarde quiero proponeros la lectura de un par de libros del dramaturgo premiado. 

Mayorga es ya un nombre mayor del teatro contemporáneo español. La muy completa nota biográfica con la que la Fundación Princesa de Asturias nos lo presenta permite conocer su extensa trayectoria profesional. Nacido en Madrid en 1965, estudió Filosofía y Matemáticas (se licenció en ambas carreras en 1988) y amplió su formación filosófica en las universidades de Münster, Berlín y París. Se doctoró en 1997 con un trabajo sobre el pensamiento de Walter Benjamin. En su formación se incluye la realización de cursos en la Royal Court Theatre International Summer School de Londres. En el ámbito académico se ha desempeñado como profesor de Dramaturgia y Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y dirigió el seminario «Memoria y Pensamiento en el Teatro Contemporáneo» en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Igualmente ejerció como profesor de Matemáticas en distintas universidades e institutos de enseñanza secundaria. Actualmente dirige el Teatro de La Abadía y el Corral de Comedias de Alcalá de Henares, y es director de la cátedra de Artes Escénicas y del Máster de Creación Teatral de la Universidad Carlos III. En el terreno artístico, Mayorga fue fundador de diversos grupos teatrales, El Astillero, en 1993, La Loca de la Casa en 2011, y colaborador asiduo de Animalario. 

Es miembro desde 2019 de la Real Academia Española, académico de número de la Real Academia de Doctores de España, socio de honor de la Real Sociedad Matemática Española y miembro del Comité Científico de la Biblioteca Nacional de España. Ha recibido en nuestro país todos los premios teatrales relevantes, entre otros el Premio Ojo Crítico de RNE, en 2000, el Telón de Chivas a las Artes Escénicas, en 2005, el Nacional de Teatro, en 2007, el Valle-Inclán, en 2009, el Nacional de Literatura Dramática, en 2013, y cinco premios Max de las Artes Escénicas. Fuera de España se le concedió en 2016 el Premio Europa Nuevas Realidades Teatrales. 

Desde que en 1989 publicara su primera obra dramática, son muchos los textos teatrales escritos y representados en todo el mundo (ha sido traducido a más de treinta idiomas), la mayor parte de los cuales se recogen en el libro que ahora os presento, Teatro 1989-2014, publicado ese último año por la segoviana editorial La Uña Rota, que acoge también en sendos volúmenes, sus obras breves, en Teatro para minutos, y sus artículos, ensayos, conferencias, en Elipses, además de sus creaciones posteriores al año de cierre de su libro central. 

El jurado del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022, integrado por Xosé Ballesteros Rey, Xuan Bello Fernández, Blanca Berasátegui Garaizábal, Anna Caballé Masforroll, Gonzalo Celorio Blasco, Jesús García Calero, José Luis García Delgado, Pablo Gil Cuevas, Francisco Goyanes Martínez, Carmen Millán Grajales, Rosa Navarro Durán, Leonardo Padura Fuentes, Ana Santos Aramburo, Jaime Siles Ruiz, Diana Sorensen, Juan Villoro Ruiz, presidido por Santiago Muñoz Machado y actuando de secretario Sergio Vila-Sanjuán Robert, acordó el pasado mes de junio conceder el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022 a Mayorga, por, cito literalmente lo consignado en el acta, la enorme calidad, hondura crítica y compromiso intelectual de su obra: acción, emoción, poesía y pensamiento. Desde sus comienzos, Mayorga ha propuesto una formidable renovación de la escena teatral, dotándola de una preocupación filosófica y moral que interpela a nuestra sociedad, al concebir su trabajo como un teatro para el futuro y para la esencial dignidad del ser humano

El libro que esta tarde quiero recomendaros recoge veinte de sus obras seleccionadas por el propio autor, ordenadas cronológicamente, desde la primera, Siete hombres buenos, publicada en 1990 y no representada cuando el libro vio la luz, aunque lo ha hecho en 2020, hasta la última, dentro del segmento temporal que abarca el libro, Reikiavik, de 2013, y llevada a los escenarios también tras la presente edición, en 2015. Entre las piezas incluidas hay tres inéditas en la fecha en que el volumen vio la luz (Angelus Novus, Los yugoslavos y Reikiavik). De algunas de las obras que aparecen entre la veintena escogida, se menciona que “nunca ha sido representada hasta ahora”, información que, con los ocho años transcurridos desde la edición, ya no se corresponde con la realidad. El libro se abre con un interesante prólogo de Claire Spooner, doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Toulouse y en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es, además, profesora de lengua y literatura española en el Liceo Francés de Barcelona y especialista en el teatro de Mayorga, sobre el que ha escrito diversos ensayos. El volumen cuenta también con unas notables ilustraciones de Daniel Montero Galán que ganan con el colorido de la portada y resultan más discretas en las reproducciones en blanco y negro que acompañan a cada una de las piezas teatrales. La compilación se cierra con un texto esencial, Mi padre lee en voz alta, un muy breve pero revelador ensayo autobiográfico en el que el autor desvela el origen de su vocación literaria y en el que apunta la preocupación por el mundo educativo que está presente en muchos de sus textos. 

La muestra seleccionada es, desde mi punto de vista, muy representativa de la obra completa del autor, pues acoge creaciones muy diversas, con piezas de temáticas abstractas, filosóficas y más “oscuras” conceptualmente junto a las que ofrecen enfoques más accesibles; están las que aluden a asuntos actuales (la inmigración, la pederastia, las relaciones de pareja) y las más intemporales; hay drama y comedia; hay ejemplos de textos abiertamente políticos y de otros en los que la preocupación social y la denuncia frente a la violencia y las injusticias se presentan más escondidas y de un modo tangencial; unas, por fin, de carácter histórico, basadas en personajes y hechos reales, y otras que se desenvuelven en escenarios y con protagonistas claramente inventados. 

Ya he confesado -en el sentido católico del término: reconocimiento de una culpa; aunque, seré sincero de nuevo, no hay por mi parte mucho propósito de enmienda- mi escasa devoción por el teatro. He visto, claro, en un repaso a vuelapluma, obras del teatro clásico griego, las creaciones más representativas de Shakespeare (al que también he leído), el Siglo de Oro -Calderón, Lope-, el Cyrano de Rostand, Zorrilla, claro, algo de Chéjov y, hace muchos años, en mi época universitaria, los grupos de teatro alternativo, Els Joglars, Dagoll Dagom, Comediants y tantos otros (también muchos “episodios” del legendario Estudio 1 de la televisión de finales de los sesenta). Pero nunca me ha interesado especialmente el género teatral en sus manifestaciones contemporáneas, salvo excepciones contadas: Beckett, Lorca, Buero Vallejo en su momento, La fura del Baus, El método Grönholm, poca cosa. La razón principal de esta indiferencia reside en el hecho de que en la mayor parte de los casos -en las piezas del teatro que podríamos llamar convencional, quizá burgués sea el término más adecuado- no acabo de creerme la casi siempre impostada “presencia” de los actores, su dicción artificiosa, su amaneramiento, su fingimiento indisimulado, su pose envarada, su “mentira” siempre notoria. También, y ahora me refiero al teatro de vanguardia, filosófico, experimental -en el que, sin duda, se inscribe la obra de Mayorga-, porque me repelen los escenarios de una austeridad que se pretende metafísica y significativa; porque me desconciertan -tampoco me resultan creíbles- las situaciones representadas, de un despojamiento que se quiere evocador; y, sobre todo, porque, casi siempre, me resulta ininteligible la sobresaturación de simbolismo, de alusiones forzadas, de metáforas rebuscadas, de oscuras claves metafísicas, de subtextos crípticos. En resumidas cuentas, no entiendo los códigos, no soy capaz de penetrar en la realidad paralela que se presenta ante el espectador y, lo que es más grave, me resulta muy difícil comprender el propósito, el significado último, la voluntad que movió al autor para contarnos lo que nos está contando de la enrevesada manera en que nos lo está contando. 

Todo ello está presente, claro, en mi lectura de algunas de las piezas teatrales de Juan Mayorga -sobre todo las de su primera etapa- recogidas en el voluminoso libro que hoy os traigo. Confieso, pues, mis gravísimas limitaciones de partida a la hora de encarar esta reseña. No voy al teatro, no leo teatro, no me gusta el teatro. Y, sin embargo, he leído con paciencia las veinte obras que se incluyen en las más de setecientas cincuenta páginas del libro, he visto alguna a través de internet, he escuchado el discurso de Mayorga pronunciado con ocasión de su ingreso en la Real Academia de la Lengua, he consultado infinidad de críticas y reseñas en torno a la obra del autor en revistas teatrales, periódicos y suplementos culturales varios. Y confieso que he aprendido bastante, que sé algo más sobre sus claves interpretativas, que he sido capaz de encontrar motivos de interés en sus creaciones, que me han entusiasmado, incluso, bastantes de sus piezas, sobre todo las escritas en los últimos veinte años. Pero, insisto, no soy, muy probablemente, la persona adecuada para presentar sus libros, ni para recomendar la asistencia a la representación de su prolífica obra; pese a lo cual, aquí estoy, insensato y contradictorio, intentando mostrar a la reducida audiencia de Todos los libros un libro, algunas razones por las que merece la pena entrar en contacto con un autor tan singular, tan inteligente, tan lúcido, y de una lectura tan estimulante, tan sugerente, tan, en muchos casos, apasionante (y es que debo confesar también que empecé el libro con muchas prevenciones, fruto de las cuales fueron los distintos intentos de abandonar la lectura que me asaltaron en las primeras piezas; pero que, pronto, el interés y la brillantez de las obras me llevaron a perseverar ganando con ello infinidad de horas de muy provechoso disfrute). 

Con esos inconvenientes de partida, pues, me atrevo, sin embargo, a resumir brevemente, siempre desde mi limitada visión, las claves de la dramaturgia de Juan Mayorga antes de ofreceros un sucinto comentario de cada una de las obras “repertoriadas” (que diría Andrés Trapiello) en el libro. El propio escritor ha confesado en más de una ocasión guiarse en su obra por las cuatro palabras que tengo escritas en un papelote en el lugar de mi casa donde trabajo: acción, emoción, poesía y pensamiento, en una descripción suficientemente reveladora de sus planteamientos literarios. Claire Spooner, en su preámbulo al volumen, de título Una palabra más, aporta otra clave del teatro de nuestro invitado de esta tarde: Juan Mayorga lleva más de dos décadas experimentando formas de pensar y contar la realidad presente y pasada desde el escenario, siguiendo un hilo conductor que bien puede ser visto como una línea de vida: la búsqueda obsesiva de la verdad. Otro rasgo que me resulta esclarecedor a la hora de comentar las piezas recogidas en el libro deriva del hecho, constatado en las declaraciones del propio Mayorga, de las muchas versiones, reescrituras y reelaboraciones de las diferentes obras que lleva a cabo el autor en cada nueva edición o representación de sus piezas, una circunstancia que permite “dibujar” la imagen de un escritor movido por un exagerado afán de perfeccionismo, muy significativo además, si tenemos en cuenta que dichas “correcciones” a sus obras se producen siempre con una intención de despojamiento, de depuración de los textos, de la voluntad de dotarlos de una mayor abstracción e intemporalidad, manifestando, por ello, un propósito de “universalización”, un elemento muy descriptivo, a mi juicio, de su teatro. 

Un teatro ideológico (que denuncia las maniobras del poder, la violencia de nuestras sociedades, las estrategias del dominio y la manipulación), comprometido, crítico, experimental, incómodo, que provoca y cuestiona (Si el teatro no es capaz de desestabilizar de algún modo las convicciones del espectador, si no es capaz de ponerle ante buenas preguntas, está siendo irrelevante), que enfrenta al espectador con los grandes asuntos de la existencia. Un teatro que busca, y se encara, con el conflicto. Un teatro especulativo, intelectual, reflexivo. Un teatro culto, con infinidad de referencias, explícitas y escondidas: Los clásicos griegos, Shakespeare, Calderón, Büchner, Strindberg, Chéjov, Beckett, Walter Benjamin, Ionesco, Lorca, Kafka, la Filosofía, las Matemáticas. Un teatro que reivindica la libertad frente al poder, la historia y la memoria, el arte y la crítica, el individuo y lo colectivo. Un teatro histórico, que pone el foco en ciertos momentos “decisivos” de nuestro pasado reciente para iluminar con ello el presente. Un teatro denso, complejo, a veces algo abstruso, en el que la metáfora cobra un valor decisivo, en el que los vínculos con otros textos, con otros autores dan profundidad a sus obras, que, por tanto, no quedan siempre al alcance de cualquier lector o espectador. Un teatro austero, despojado, que no exige montajes desbordantes ni grandes espacios, al que le bastan un escenario sobrio, algunos muebles, una escenografía elemental. 

Un teatro de la palabra (enfermo de teatro, vivo pendiente de lo que las personas hacen con las palabras y de lo que las palabras hacen con las personas. De ahí que en cabeza y papeles se me mezclen, con frases que me hago la ilusión de haber creado, muchas que cacé al vuelo), un teatro, también, del silencio (mi trabajo como dramaturgo ha consistido en poco más que intentos de construir silencios. El del hombre estatua; el de quien no habla porque es todo escucha; el del artista enmudecido por el censor; el del niño invadido por la palabrería de los adultos; el del deprimido; el de los mapas que, dando a ver unas cosas, ocultan otras; el de la Europa que asistió muda al asesinato de sus judíos y que traté en una obra cuya parte central se titula «Así será el silencio de la paz» (…); el de la subversión mística).

Todo ello aflora de continuo en sus creaciones, siendo Siete hombres buenos, que fue Accésit del Premio Marqués de Bradomín en 1989 y se publicó en 1990 por el Instituto de la Juventud, aunque no se estrenó hasta 2020, la primera que se recoge en el libro. En ella se nos presentan algunos miembros del gobierno republicano español en el exilio (personajes ficticios, sin correlato real), que penan su extrañamiento en México alimentando la ilusión del derrocamiento del dictador, en un remedo estéril, desesperanzado y también complaciente, de conspiración en la distancia. Treinta años después de la guerra, el inoperante y ni siquiera testimonial gobierno, naufraga en un mar de burocracia, reparto de cargos nominales -ministros varios, embajador en Swazilandia, por poner algún ejemplo significativo de la absurdez de su existencia irrelevante- y reuniones formales insulsas e ineficaces, en el que, por sobre la nostalgia que los invade (exponente del muy gastado “contra Franco vivíamos mejor”) y la triste frustración asociada al tiempo que pasa (los personajes se aferran a su vacía retórica republicana para salvar la cara frente al fracaso de sus vidas, hallando en su supuesta misión revolucionaria una razón para vivir), afloran los intereses egoístas, los celos, los conflictos internos, las rencillas, el enconamiento y las acusaciones varias en una claro paralelismo con el clima que se vivía en la República y que precipitó la Guerra civil. 

Más ceniza nos muestra a tres parejas en un único espacio en el que se desenvuelven simultáneamente, aunque la situación que cada una de ellas representa tiene lugar en un ámbito distinto, un “territorio” en el que se mueven sin percibir siquiera la presencia en escena de las otras. Estamos en las horas previas al asesinato del presidente de un país innominado. Los hombres de cada una de las tres duplas son la víctima, el verdugo y el inductor del crimen, siendo este último quien reemplazará a la víctima en su cargo tras el magnicidio. Los tres preparan, desde diferentes puntos de vista, el mitin al que deben asistir y en el que se perpetrará el asesinato. Como siempre en Mayorga, la lectura política, su compromiso ideológico, la crítica a las simulaciones que conlleva el juego democrático, son elementos decisivos en la obra. 

La siguiente pieza del libro, El traductor de Blumemberg, se adentra en otro de los territorios favoritos del autor, la alarmada llamada de atención frente a las amenazas a la democracia, la denuncia de la exclusión, la discriminación, la violencia y la muerte por razón de sexo, raza o ideología, cuyo origen, larvado, puede encontrarse en diversas actitudes, comportamientos y discursos actuales, alentadas por los modernos fanatismos de toda laya. Para ello Mayorga nos hace acompañar a Blumemberg, un escritor nazi, y Calderón, el traductor al castellano de un libro del primero, que viajan en tren, recorriendo Europa, hasta Berlín. El libro, que en realidad no está escrito sino que es dictado por su autor en el transcurso del viaje, defiende los postulados ideológicos del fascismo. El diálogo entre ambos, entreverado con reflexiones sobre la traducción, permite entrever -con la habitual carga religiosa, metafísica, filosófica de Mayorga- una pesimista visión sobre el destino de la Humanidad, condenada a repetir sus errores una y otra vez. 

El jardín quemado, publicada en 1997, retoma otra de las preocupaciones recurrentes del dramaturgo, en este caso la guerra civil. Un joven psiquiatra llega a un sanatorio mental para completar un trabajo de fin de carrera. En realidad -no destripo lo esencial de la trama- su misión no es estrictamente médica, sino policial. Benet, que así se llama el protagonista, accede al hospital para indagar sobre un suceso del pasado rodeado de oscuridad. Al parecer, en la guerra la clínica funcionó como cárcel y en ella se habrían perpetrado torturas y llevado a cabo fusilamientos, en particular los de doce intelectuales republicanos, entre ellos el poeta Blas Ferrater. El recién llegado interrogará al anciano director del establecimiento, el doctor Garay (psiquiatra, como el propio Benet), y a diversos internos con distintos grados de enajenación. En el curso de la investigación, en la que se llega a abrir una fosa común, comienza a aflorar otra hipótesis distinta a la previa de Benet: fueron los doce intelectuales los que eligieron a otros tantos pacientes del psiquiátrico para que ocuparán el lugar que a ellos les estaba destinado ante el paredón. Obra actualísima, por mor de su temática relacionada con la memoria -histórica, democrática o sin apelativos-, se ha representado por primera vez en este 2022. 

La dimensión más abstracta -también la de más difícil acceso para un lector común- de Juan Mayorga se muestra en Angelus novus, también oportuna tras la plaga del coronavirus en tanto nos conduce a una especie de distopía en un país imaginario azotado por una muy singular pandemia. Jugando con el simbolismo del “ángel” en la cultura europea, con la referencia a la pintura de Paul Klee del mismo título que la pieza y, sobre todo, de la obra filosófica de Walter Benjamin, el dramaturgo construye una fábula en la que un ángel liberador, un mensajero que trae la esperanzada buena nueva a un mundo sufriente, provoca la inquietud del poder, de la casta dirigente que, con aires orwellianos, controla, manipula y somete a la población. 

La preocupación política, la rebeldía frente a las dictaduras, la crítica al poder omnímodo, reaparecen en Cartas de amor a Stalin, de 1999. El escritor Mijaíl Bulgákov escribe en 1929 una carta a Stalin indignado ante la censura de su obra y el aislamiento de su persona al que se ve sometido por parte del régimen soviético. En ella, el novelista y dramaturgo, le plantea que le permita escribir en libertad o que, en caso contrario, se le facilite la salida de Rusia con su esposa. Stalin responderá por teléfono a su corresponsal, una llamada en la que parece abrirse un cierto atisbo de esperanza para el escritor. En el momento en que están a punto de concretarse los términos en los que el dirigente aceptará la petición de su súbdito, la llamada se corta. Bulgákov escribirá entonces, en una sucesión delirante, miles de cartas al sátrapa, mientras su mujer, que acabará por ser el único nexo del escritor con la realidad, intenta conseguir la documentación necesaria para poder emigrar. El fantasma de Stalin, constituido en tercer personaje de la obra, se presentará ante la enfebrecida mente del dramaturgo, e incluso cobrará presencia tangible, destrozando la vida de una más de sus incontables víctimas. 

En El Gordo y el Flaco nos encontramos con los dos legendarios personajes del cine clásico encerrados en una habitación de hotel. Allí, se replantean su futuro como pareja cómica, debatiéndose entre la continuidad de una fórmula que parece agotada y el inicio de una nueva línea en su trayectoria artística. La pieza, una farsa disparatada acorde al “estilo” de las películas del dúo, es una reflexión sobre la pareja, sobre la convivencia y la soledad, sobre el amor y la rutina, sobre el compromiso y la independencia, en una “bufonada seria” cuyo núcleo temático principal reside en la “Y” de “Laurel y Hardy”, símbolo de la complejidad que encierra toda unión. 

Una de las obras que más me ha interesado -y emocionado y conmovido también- es Himmelweg, cuya acción se desarrolla en un campo de concentración nazi a partir de una circunstancia que, pese a su aparente inverosimilitud, ocurrió realmente y está documentada. Al parecer, una comisión de la Cruz Roja visitó uno de los terribles campos de la Alemania del Reich y, tras su recorrido por sus instalaciones, emitió un informe en el que no constaba ninguna situación irregular, ni abusos, ni torturas, ni ejecuciones, describiendo por el contrario un escenario de plácida normalidad. Sobre la base de ese inusitado suceso, Mayorga recrea la visita de un delegado de la organización benéfica y nos muestra, en distintos planos en los que toman la palabra el propio visitante, el comandante del campo y el responsable de la comunidad judía, la “construcción” de un simulacro, una realidad artificial ideada por el alto jerarca nazi, en la que se representan, en una actuación ensayada una y otra vez antes de la llegada del inspector, escenas de una apacible cotidianidad -una pareja que habla de amor en un banco del parque, unos niños que juegan a la peonza, una pequeña que se entretiene con su muñeca en la orilla del río- que parecen contradecir las ideas preconcebidas del delegado de la institución humanitaria. El escepticismo de éste, las dudas de la autoridad judía -¿su “colaboración” salva vidas de los suyos o resulta una inicua cooperación con los verdugos?-, y el discurso del comandante que esgrime su cultura, su refinamiento estético y su cosmopolitismo como prueba de la inocencia de su tarea, se entrelazan en una obra sobre la violencia y el horror del exterminio judío, pero también sobre la mentira, la propaganda y la manipulación, temas, por desgracia, tan actuales. 

Animales nocturnos pone en escena en espacios diferentes -un bar, un zoológico, un edificio de apartamentos, una residencia de ancianos, un parque al aire libre- a cuatro personajes relacionados entre sí, identificados de forma genérica el Alto, el Bajo, la Alta, la Baja. El Alto y el Bajo son vecinos en un mismo edificio, pero apenas se conocen. Se saludan protocolariamente en las escaleras pero serían incapaces de identificarse en otro contexto. Al comienzo de la obra el Bajo aborda a su convecino en un bar, el Yakarta, del que el Alto está a punto de salir tras haber terminado su consumición en una mesa del local. El Bajo lo ha estado observando desde afuera y ahora se dirige a él para hacerle una proposición inquietante. Sabe -eso dice- que el hombre que vive en el piso debajo del suyo, el Alto, es un inmigrante “sin papeles”. Con la amenaza velada -y explicitada al paso- de denunciar a las autoridades esta situación irregular, consigue que su interlocutor acepte una suerte de “esclavitud benévola”, valga el oxímoron. El Alto se verá “obligado” -el aviso de delación, aunque formulado sin énfasis, opera con eficacia condicionando su comportamiento y forzando su voluntad- a atender determinadas exigencias de su “extorsionador amigable” (sus “peticiones” nunca son humillantes, ni exageradas, ni ofensivas o violentas: un rato de conversación, un paseo en común, la lectura de un poema, un chiste). El vínculo que el Bajo quiere establecer busca, en exclusiva, la disponibilidad del otro. La acción se desarrolla en distintas escenas, en las que participan las mujeres de cada uno de los dos roles principales, y en las que se desarrollan temas como la incomunicación, el egoísmo de las relaciones sociales, la manipulación, el poder, la dominación, la libertad, la dignidad humana, el desequilibrio en la pareja, en un juego simbólico, a mi juicio muy críptico y hermético, del que sobresalen las metáforas zoológicas, en particular la de los animales nocturnos que, en su confinamiento en los zoos, viven en una realidad artificial, oscurecida con el fin de reproducir sus hábitats; y también la relación entre el erizo y el zorro, presentes en un leitmotiv recurrente del texto, de no demasiado claro significado: El zorro sabe muchas cosas. El erizo sólo una, pero importante

Un animal es también el protagonista, y un zoológico el escenario en que se desarrolla Últimas palabras de Copito de Nieve, la primera obra abiertamente humorística de la recopilación. El legendario gorila del zoo de Barcelona está encerrado en su jaula, con la sola presencia del Guardián, que ejerce de guardaespaldas, y del Gorila Negro, su compañero desde su llegada al recinto. Al borde de la muerte, Copito se despide del mundo con su discurso final en el que habla de Chu Lin, el oso panda madrileño, “rival” en el protagonismo mediático, transmite su mensaje a los niños que durante tanto tiempo lo han visitado, e intenta la respuesta definitiva a la pregunta ¿Existe Dios? Pero, sobre todo, el gorila filosofa sobre la muerte, a partir de su inesperada lectura de Montaigne. Liberado, por la inminencia de su desaparición, de las exigencias que le ha impuesto su “papel” público (Años y años de disciplina. Años y años vigilándome, midiendo cada gesto para evitar que la verdad saliese a la luz), Copito hablará sin prejuicios y, sincero, nos espeta a todos: La verdad es ésta: nunca os he querido. Se trata de una pieza muy breve en la que Mayorga deja de lado su habitual “dificultad” para ofrecernos un texto accesible en el que, además de la profunda reflexión sobre la agonía y la muerte, destacan guiños al “enfrentamiento” Barcelona-Madrid y menciones -al paso- a la inmigración, la moderna psicopedagogía, la hipocresía de los políticos, Guantánamo, Sinatra, mayo del 68 y hasta la muerte de Franco. 

En Hamelin, el tema central es la pederastia y la corrupción infantil. Con un personaje, Acotador, que aporta la información sobre el entorno y las reacciones de los actores y sobre la puesta en escena, incorporando así una suerte de visión “metateatral” de la obra (Hamelin es una obra sin iluminación, sin escenografía, sin vestuario. Una obra en la que la iluminación, la escenografía, el vestuario, los pone el espectador; Ésta es una obra sobre el lenguaje. Sobre cómo se forma y cómo enferma el lenguaje), la pieza, que detalla la investigación de un juez sobre un caso de abusos a menores, nos habla de la perversión y las mentiras de la sociedad, y se resuelve en una vuelta de tuerca final, inesperada y sorprendente. 

El chico de la última fila es, probablemente, la obra más conocida de Juan Mayorga y quizá también la más representada y difundida en todo el mundo. Además, cuenta con una exitosa traslación al cine en la película En la casa, del francés François Ozon, que con guion del propio dramaturgo ganó la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián en 2012, año en que yo la disfruté en la gran pantalla (aunque no he podido volver a verla ahora, tras la lectura del texto dramático). El chico de la última fila es Claudio, un estudiante de diecisiete años que, sin ser conflictivo, se sitúa al margen de la clase, desinteresado de las materias escolares, de los profesores y de sus compañeros. Germán, su profesor de Literatura, al corregir la redacción que había encomendado a sus alumnos, aprecia en ella ciertos rasgos singulares que la hacen distinta a la del resto de estudiantes y que parecen apuntar a un incipiente talento literario en el muchacho. En su relato da cuenta de sus fines de semana en los que ayuda a su amigo Rafa Artola en sus tareas de Matemáticas, la única asignatura que le atrae, mientras describe también el trato con los padres de su compañero, “Rafa padre” y Ester. Las recomendaciones de su profesor en el sentido de que corrija y perfeccione su narración, llevan al muchacho a avanzar en la historia de la familia al que observa en su casa, de un modo en el que se entrelazan -hasta el punto de confundirse- la realidad descrita y la ficción literaria. Frente al hogar familiar de los Artola aparece, en paralelo, la realidad de la vida de pareja del profesor con su mujer Juana, galerista a punto del desahucio por las propietarias del local en que difunde un arte experimental y poco rentable económicamente. 

Con una estructura compleja, construida casi al cien por cien por diálogos muy ágiles, que alternan -a veces en líneas sucesivas y alternas- los hechos objetivos de las visitas de Claudio a la casa de Rafa, las vicisitudes de la relación de pareja de Germán y Juana y los textos escritos -a caballo de la realidad y la ficción- por el joven estudiante, la obra pone sobre la mesa asuntos como el de los límites entre vida y literatura, la verdad y la imaginación, o el acto de mirar como ansia de conocimiento y también como indiscreto voyerismo. Hay, además, al paso, una interesante reflexión sobre la educación -en varias de sus obras Mayorga deja caer una visión no demasiado complaciente de las “moderneces” pedagógicas-, de la que os dejo una muestra significativa en el texto con el que cierro esta reseña. 

La presencia de los animales en la obra del dramaturgo vuelve a manifestarse en La tortuga de Darwin, una de las obras más interesantes de Mayorga. Una noche, cuando el Profesor trabaja en su despacho, rodeado de libros y documentos, su mujer, Beti (cuya presencia en la pieza es casi testimonial, aunque cruelmente significativa, condenada a ser una abnegada esclava de su ensimismado marido), le anuncia la visita de una extraña anciana. Harriet Robinson, que así se llama la mujer, desea hablar con el autor de La Historia de la Europa contemporánea, la obra mayor del afamado catedrático de dicha especialidad. El objeto de su presencia ante el experto es corregirle algunos fallos significativos que ha apreciado en su lectura del muy divulgado y ya canónico texto. La anciana afirma haber estado presente en muchos de los grandes acontecimientos históricos analizados en el libro y sostiene igualmente que algunos de los detalles que en él se recogen son inexactos, empezando por ciertos errores que aparecen en el libro sobre “El caso Dreyfus”, y siguiendo por inexactitudes sobre la batalla de Verdún, la redacción del Manifiesto comunista, la revolución soviética, el ascenso de Hitler, la entrada de los nazis en París, el desembarco de Normandía, la muerte de Juan Pablo I, la Perestroika y otros tantos episodios relevantes de la historia europea a cuyos principales protagonistas, afirma la anciana, ella pudo, además, tratar personalmente. Ante la perplejidad, el escepticismo y la irritación del erudito, que considera disparatado el planteamiento entero -sin ir más lejos, el caso Dreyfus estalló en 1894 y la acción se desarrolla en una época actual-, la, a su juicio, senil señora confesará que, en realidad, no es una mujer sino una longeva tortuga, con más de doscientos años a sus espaldas, llegada a Europa en el Beagle, el barco, al mando del capitán Robert FitzRoy, con el que Darwin realizó la expedición que serviría de base a su “El origen de las especies”. Las sorprendentes y traumáticas experiencias vividas la han hecho “evolucionar” de manera acelerada, adquiriendo el andar erguido, la morfología, el pensamiento y el habla humanos, aunque conserva, en su cuerpo retorcido, muestras aún de su esqueleto y su caparazón “quelónidos”. La obra ofrece una mirada “desde abajo” de los dos últimos siglos de la Humanidad, obligando al espectador -al lector- a reflexionar sobre la discutible evolución del ser humano en un mundo en el que se suceden las guerras, los conflictos, las masacres. Además, el texto introduce una dimensión adicional -que refleja también el egoísmo humano- en el enfrentamiento que se plantea entre el Profesor y el Doctor -el cuarto personaje de la obra, a quien se llamará para analizar las peculiaridades anatómicas y fisiológicas de Harriet-, que se disputan la gloria que llevaría consigo dar a conocer, en el ámbito de sus respectivas especialidades, la valiosa información que les proporciona el contacto con la anciana. Una obra genial, muchas veces llevada a los escenarios, la última de ellas con Carmen Machi en el papel principal. 

Otra vez los animales -y otra vez “antropomorfizados”- son los protagonistas de un texto del dramaturgo en La paz perpetua. Tres perros, un pastor alemán, un rottweiler impuro y un cruce de bóxer, dogo, pit-bull y también rottweiler, compiten en un extraño proceso de selección de personal dirigido por un humano y otro perro, un viejo labrador tuerto y cojo. En un clima latente de violencia y con el habitual trasfondo filosófico en el que comparecen Kant, Pascal surgen cuestiones como los límites de la democracia, la legitimidad de ciertos métodos de lucha contra el terrorismo (el puesto al que los perros aspiran supone el ingreso en un cuerpo de élite antiterrorista), el problema de la existencia de Dios, entre otros. 

Una de las vertientes más habituales del teatro de Mayorga, la que consiste en dar la voz a personajes históricos, comparece en La lengua en pedazos, con Teresa de Jesús como centro de la acción. En la cocina del convento de San José, pelando cebollas -Dios también está entre pucheros-, Teresa recibe la visita del Inquisidor que pretende que vuelva a la ortodoxia del Carmelo en el monasterio de la Encarnación, que ella ha abandonado con un grupo de otras doce mujeres, disconforme con el modo de vivir el mandato cristiano de las monjas de la orden, no suficientemente alejadas de las riquezas del mundo. Temeroso su exigente fiscal de que la abulense encabece un cisma, una guerra entre descalzos y calzados, la amenaza con el encierro y la muerte, de las que solo se libraría si retorna al redil que ha dejado atrás. Basada en los hechos que la propia Teresa de Jesús recoge en su Libro de la Vida, la obra habla del iluminado empecinamiento de la santa en la defensa de sus postulados, en un texto en el que el amor, la entrega, el sentido de la vida, la obediencia, la libertad, las convicciones, la fe son algunos de sus temas principales. 

El crítico (Si supiera cantar me salvaría), es una obra formidable. La noche del exitoso estreno de su última obra, tras la representación y los quince minutos de aplauso unánime del público, un autor teatral, Scarpa, deja el teatro y se presenta en casa de un crítico, Volodia, que en el pasado ha “masacrado”, con críticas atroces, las anteriores producciones del escritor (hay también un tercer personaje, una mujer, pero, valga el oxímoron, comparece en ausencia. El dramaturgo quiere conocer cuáles serán los comentarios que su “némesis” va a mandar al periódico reseñando la obra. Entre ellos se produce un intenso diálogo en el que ambos repasan el texto y la puesta en escena; reviven -en un juego de muñecas rusas- fragmentos de la obra recién estrenada (un combate de boxeo en el que no puede dejar de verse el propio enfrentamiento entre ellos); exploran los “terrenos fronterizos” entre el texto soñado y el realmente “expuesto”, entre el ideal imaginado y su plasmación “real” a través de un determinado actor y una particular escenografía, entre lo pretendido por el autor y lo percibido por el público; y, sobre todo, reflexionan sobre la función del teatro y de la crítica y sobre las casi siempre complejas relaciones entre autores o artistas y sus habitualmente crueles juzgadores. Desde este último punto de vista, la pieza entera está cruzada por infinidad de reflexiones sobre el teatro, una serie de afirmaciones en las que yo creo ver los planteamientos personales del propio Mayorga sobre su profesión, su, por así decirlo, “poética”: 

El Metropol les daba lo que querían. Comedias insustanciales o dramas tremebundos, obras malísimas que no hacían daño a nadie porque a nadie engañaban. Lo que sí es dañino, y yo lo detesto y lo combato, es un teatro que promete revelar profundos misterios del alma humana y que en realidad sólo es charlatanería. Un teatro que te promete el rostro de Dios y sólo te sirve las mismas mentiras con que el mundo nos aturde cada día. 

Del teatro espero la verdad. ¿De qué sirve el teatro si no pone ante nosotros aquello que nos ocultamos? ¿De qué sirve si también él se entrega al enmascaramiento del mundo? 

La manipulación sentimental no me molesta en el circo: el tambor redobla, los altavoces advierten del peligro que corre la frágil trapecista y… ¡ta-ta-ta-chan! En el último momento, la trapecista se salva. No me molesta la manipulación sentimental en el circo. En el teatro, la aborrezco. 

-Cada noche salgo del teatro y vuelvo a casa tan rápido como puedo. En la calle sólo hay ruido. También mis viejos amigos, mi periódico, todos se han entregado al ruido. Se abolió la aristocracia de la sangre, pero se adora la fama y el dinero, las formas más idiotas de aristocracia. Cultura, razón, espíritu, si todavía queda algo de eso, es en ruinas. También el teatro, incluso el teatro se rinde al ruido. Y los pocos que hoy no venden ruido en el teatro, sólo hacen religión. Para quienes sienten horror ante tanto vacío, el teatro ofrece sacerdotes. Antes que esos sucedáneos, yo prefiero las iglesias de siempre. En un extremo, basura que envilece a quien la contempla; en el otro, sermones; entre un extremo y otro, nada. Un teatro de hombres, un teatro para el hombre y su misterio, ¿dónde? ¿No habrá un teatro que nos proteja del vacío y de los dioses? ¿Un teatro que nos ayude a resistir? 

Nuestro tiempo es de una falsedad tan abismal que, si alguien pusiese un poco de verdad en el escenario, la gente saldría del teatro a quemar el mundo. Sólo hay dos modos de escribir, Scarpa, a favor del mundo o contra el mundo. A la larga, sólo perduran los que escriben contra el mundo, pero pocos se atreven a hacerlo, pocos se atreven a decir la verdad. 

Si pudiésemos eliminar de la vida todo aquello que en el teatro juzgamos falso, si pudiésemos eliminar de la vida todo lo que despreciamos en el teatro, ¿qué quedaría? Nunca pediremos a la vida lo que exigimos al teatro. Pero al teatro le pedimos la verdad, toda la verdad. 

Las obras más recientes recogidas en el libro son ya, todas, prodigiosas, como si su autor hubiera alcanzado el culmen de su magisterio creativo. El cartógrafo (Varsovia, 1:400.000), escrita en 2010 y estrenada en 2016, es, sin duda, una de las más destacadas. Basada en una experiencia personal (el dramaturgo visitó en Varsovia una exposición fotográfica sobre el gueto judío en la que el lugar en que se había tomado cada foto en los años de la represión nazi se hacía corresponder con su ubicación actual en la capital polaca. La posterior búsqueda de esos emplazamientos por parte de Mayorga no dio resultado pues todo, personas, obviamente, pero también espacios, habían sido borrados de la historia), la obra cuenta con varios personajes que se desenvuelven en tiempos y espacios distintos. La trama principal de la pieza se desarrolla en dos planos diferentes. Por un lado están Raúl, un diplomático español que trabaja en la embajada de nuestro país en Polonia, y su mujer, Blanca, que repite el itinerario al parecer seguido por el autor. En paralelo, aunque cruzándose en el relato, está la historia de un anciano, el cartógrafo del gueto, que con ayuda de su pequeña nieta intentará dibujar el mapa de la inmensa cárcel que condenaba al encierro a 400.000 almas. 

En la línea de otras obras ya reseñadas con anterioridad, en las que el marco histórico, y en particular el relativo al Holocausto, ocupa un lugar central, la pieza plantea temas como la memoria, la justicia, la revisión del pasado, aflorando en ella el elemento simbólico del mapa, muy presente en la obra de Mayorga y objeto de estudio por la profesora salmantina Zoe Martín Lago, que ve en él una metáfora reveladora en la creación del dramaturgo: la imposible neutralidad del arte, idea que fundamenta el símil entre dramaturgia y cartografía: ¿es responsable el autor de lo que expresa su obra?, ¿lo es el cartógrafo de lo que muestra y esconde su mapa? La respuesta del autor será tajante en ambos sentidos: el artista, como el cartógrafo, nunca es neutral, pues el teatro es para Mayorga un arte político

La excusa argumental en Los yugoslavos es, en apariencia, trivial. Un camarero le pide a un cliente que le ayude a solucionar el problema que aqueja a su mujer, hundida en una depresión. El trabajador -y dueño del bar- ha presenciado sin querer una conversación entre el hombre y otro cliente en la que su ahora interlocutor -un desconocido al que sólo ha visto esa vez en su bar- logró animar con sus palabras a su acompañante, desesperado y sin ilusiones. La insólita petición desencadena un proceso en el que las dos vidas se entremezclan, pues el cliente seguirá -en una labor detectivesca necesaria para poder llevar a cabo su “asistencia”- a la mujer del hostelero mientras que, en paralelo, éste acabará por conocer a la esposa de su cliente. El tema de fondo de la obra es el de la soledad y la incomunicación que envuelven a los habitantes de las grandes ciudades, así como el ansia -que a todos nos asalta- de cambio, de búsqueda, de vivir otras vidas, de dejar atrás nuestras rutinas y construir una existencia nueva en lugares desconocidos, en los que otras circunstancias, otros encuentros, otras posibilidades transformen nuestra identidad y la abran -ampliándola- a otros horizontes. Ese esperanzado atisbo de otra vida plena se formula en la pieza con la referencia a Los yugoslavos, otro bar en el que, al parecer, la existencia puede ser arrebatada e intensa. Innecesario es decir que, como sugerencia de esa promesa de felicidad, ningún yugoslavo “real” tiene presencia alguna en el texto. 

La penúltima pieza de la recopilación, El arte de la entrevista, es una maravilla. Merece la pena comprar el libro aunque solo fuera por poder leerla. Tres personajes femeninos, la joven Cecilia, su madre Paula y su abuela Rosa, y uno masculino, Mauricio, constituyen el, como casi siempre en Mayorga, austero elenco de la obra. Cecilia debe realizar un trabajo escolar por encargo de su profesor de Filosofía. Debe grabar una entrevista con la persona que ella elija y su filmación será luego reproducida y debatida en clase junto a las que lleven a cabo sus compañeros. Inicialmente la chica piensa en el señor Márquez, un vecino que, al parecer, pasó una temporada en la cárcel por error, una vida que, por ello, le parece a Cecilia más rica y digna, pues, de aparecer en su reportaje. Pronto, sin embargo, las circunstancias la llevarán a que sea su abuela la que se ponga frente a la cámara. En su testimonio, algo disperso y deslavazado, pues la anciana sufre un incipiente deterioro cognitivo -y por ello necesita la ayuda de su cuidador, Mauricio-, aflorarán ciertas historias ocultas de su vida. A partir de ahí, la entrevista original se diluye y todos acabarán siendo entrevistados por los demás, en una sucesión de conversaciones “filmados” en las que Cecilia interroga a Rosa, claro está, pero también esta a su nieta, Mauricio a Rosa, Cecilia al cuidador y a Paula, esta a su hija, a Mauricio y a su propia madre. Las sucesivas entrevistas remueven el pasado familiar, permiten conocer los secretos de esas tres mujeres, sus no tan apacibles pasados, lo no dicho de las relaciones entre ellas, que, ante la “incitación” de la cámara, se muestran y se descubren de un modo para ellos inusitado hasta ese momento. 

En un clima general de melancolía, muy emotivo y conmovedor -aunque Mayorga nunca utiliza en beneficio propio el sentimentalismo-, afloran algunos de los temas favoritos del dramaturgo, la vida -al igual que el teatro- como representación, la personalidad “real” y el personaje construido, las frágiles fronteras de la identidad. Está también la reflexión, tan pertinente en este mundo presente digitalizado, acerca de la desinhibición a la que inducen las pantallas, la también muy actual cuestión del periodismo y sus límites, el análisis de la institución familiar, entre otras. Con la presencia de algunos de los motivos recurrentes del autor -los mapas, por ejemplo-, la obra aporta una referencia musical explícita (hay otras en el resto de los textos, pero, a diferencia de este caso, sin que se mencionen título o intérprete de las composiciones que “suenan” en la representación), la de Bruce Springsteen y su Thunder road que, obviamente, constituirá la ilustración sonora de esta reseña. 

Reikiavik es la última de las obras recogidas en este Teatro 1989-2014. Dos hombres, Waterloo y Bailén -dos derrotas napoleónicas- juegan al ajedrez en un parque, ante la mirada atenta y perpleja de un muchacho, que pasa por el lugar y mueve una pieza del tablero en el espacio vacío, poco antes de que lleguen los dos jugadores. El movimiento, no premeditado, inconsciente, desencadena la acción, una partida interminable que se desarrolla a la vez en el presente de la función y en el pasado de 1972 cuando, en Reikavik, Spasski y Fischer se disputarán el trono mundial del ajedrez en un enfrentamiento que, más allá del tablero, acaba por ser una representación de la Guerra Fría en la que, en los setenta del pasado siglo, rivalizaban Rusia y Estados Unidos. Una obra sobre el ajedrez, claro; también -indirectamente- sobre la educación; y, una vez más, sobre el teatro, sobre los actores que sobre el escenario, en el tiempo detenido del teatro, son otros. Y unos temas de fondo de valor universal: el combate, la guerra, los sueños y el fracaso, la normalidad y la diferencia, el poder y la independencia, la sumisión y la rebeldía, el éxito conformista y el destierro ejemplar, la inteligencia y la locura, el genio creador y la aceptación del orden burocratizado. Otra obra magistral. 

El libro se cierra con una suerte de breve colofón del autor, A modo de epílogo: Mi padre lee en voz alta, en el que Mayorga defiende la necesidad de los libros y de la lectura, en particular la de textos teatrales, en las escuelas, en una evocación de su infancia, marcada por la presencia de los libros en la biblioteca paterna y en la lectura en alta voz de algunas obras que marcaron la vida entera y la posterior experiencia como creador del dramaturgo. 

En fin, como se puede ver, son muchos los argumentos por los que, frente a mi persistente prevención ante el teatro, merece la pena -y mucho- conocer el universo Mayorga, del cual este Teatro 1989-2014 constituye una soberbia puerta de entrada. No la desaprovechéis. Os dejo ya con un texto de El chico de la última fila que recoge lo que, a mi juicio, resulta un elemento de repetida presencia en las obras reseñadas: la crítica -explícita o tangencial- del estado de nuestra educación, a partir de la corrección que hace el profesor de una redacción de sus alumnos. Tras él, y como también he anticipado, Thunder road, el estremecedor clásico de Bruce Springsteen presente en su memorable álbum de 1975 Born to run


“GERMÁN (Lee.) “El sábado estuve viendo la tele. El domingo estaba cansado y no hice nada”. Punto final. Les di media hora. Dos frases. Cuarenta y ocho horas en la vida de un tío de diecisiete años. El sábado, tele; el domingo, nada. (Pone un cero en el folio y se lo da a Juana; coge otro.) No les he pedido que compongan una oda en endecasílabos. Les he pedido que me cuenten su fin de semana. Para ver si saben juntar dos frases. Y no, no saben. (Lee.) “Los domingos no me gustan. Los sábados sí que me gustan pero este sábado mi padre no me dejó salir y me quitó el móvil”. (Pone en el folio un gran cero y lo deja en el montón de la derecha.) Intenté explicarles la noción de “punto de vista”. Pero hablar a éstos de punto de vista es como hablar a un chimpancé de mecánica cuántica. Les leo el comienzo de “Moby Dick”, se supone que todos saben de qué hablo, que han visto la película. Les explico que la historia la cuenta un marinero. Pregunto: “¿Y si la hubiera contado otro personaje, por ejemplo el capitán Achab?”. Me miran asustados, como si les hubiera planteado el enigma de la esfinge. “Bueno, me vais a hacer una redacción contándome lo que habéis hecho este fin de semana. Tenéis media hora”. Y me entregan esto. ¿Qué fatalidad me condujo a este trabajo? ¿Hay algo más triste que enseñar literatura en bachillerato? Elegí esta profesión pensando que viviría en contacto con los grandes libros. Sólo estoy en contacto con el horror. Y lo peor no es enfrentarse, día a día, con la ignorancia más atroz. Lo peor es imaginar el día de mañana. Esos chicos son el futuro. ¿Quién puede conocerlos y no hundirse en la desesperación? Los catastrofistas pronostican la invasión de los bárbaros y yo digo: ya están aquí; los bárbaros ya están aquí, en nuestras aulas.”

Videoconferencia
Juan Mayorga. Teatro 1989-2014

miércoles, 19 de octubre de 2022

PHILIP LARKIN. JILL; POESÍA REUNIDA; ANTOLOGÍA POÉTICA 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo una doble propuesta de un autor que ya apareció aquí hace unos años, en concreto a finales de 2017, con una novela, Una chica en invierno, espléndida como los dos libros que ahora os presento. Se trata de Philip Larkin, que en el caso de esta tarde comparece en nuestro programa con una excusa bien obvia y dos obras de naturaleza bien distinta. 

La justificación de su presencia aquí en estos días de octubre, habiendo dejado atrás el verano y con la nueva temporada ya bien avanzada, se encuentra en la obligadamente tardía celebración del centenario de su nacimiento, que tuvo lugar el pasado 9 de agosto, en una efeméride que quiero celebrar ahora, ante la imposibilidad de hacerlo en la fecha exacta de su aniversario, coincidente con las vacaciones escolares. Aprovecho, además, para comentaros que desde el lunes pasado he abierto, en mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, una serie centrada en los dos ejes principales de la creación y los intereses de Larkin, poesía y jazz. A lo largo de cuatro semanas podréis escuchar varias decenas de sus poemas más representativos que aparecerán acompañados por otras tantas piezas clásicas de ese género musical al que consagró gran parte de sus preocupaciones vitales. Confío que con todo ello pueda contribuir, muy modestamente, a hacer más conocida y valorada la ya notable y muy celebrada obra del escritor inglés. 

La primera de mis sugerencias de hoy es Jill, la otra novela que sobrevive de su reducida producción (escribió tres más, pero acabó por destruirlas). A ella le seguirá, a continuación, Poesía reunida, que recoge lo esencial de la vertiente poética de un autor que ha alcanzado su prestigio gracias, precisamente, a ese en apariencia minoritario género. Jill, publicada originariamente en 1946, vio la luz en nuestro país el pasado 2020 en la editorial Impedimenta, responsable también de la versión española de Una chica en invierno, ambas en la traducción de Marcelo Cohen. La edición de Poesía reunida, a cargo de Damián Alou, que firma también la traducción en colaboración con el mencionado Marcelo Cohen, es de 2014, aunque desde esa fecha, la editorial, Lumen, ha presentado varias ediciones y reimpresiones del título. 

Philip Larkin, nacido en 1922 y muerto en 1985, fue uno de los poetas británicos más reconocidos, con un inusitado éxito de ventas y lectores, circunstancias, el aprecio de crítica y público, que no siempre van de la mano. De vida relativamente discreta, graduado en literatura inglesa en Oxford, desde muy pronto se desempeñó como bibliotecario en la Universidad de Hull, ciudad en la que transcurre su solitaria existencia, alejado de la fama, de los ambientes literarios y de la enojosa exposición pública. Gran amante del jazz, Larkin, más allá de sus poemas y su escueta obra novelística, es el autor de All what jazz. Escritos sobre jazz, una recopilación de sus textos críticos sobre ese estilo musical esencial en su vida (Por encima de todo, espero que estos escritos demuestren que adoro el jazz. He empezado refiriéndome al placer que me ha procurado en mi vida, y cuando imagino lo mucho que me habría perdido si, en lugar de haber nacido el 9 de agosto de 1922, hubiera muerto en aquellos años, me doy cuenta de cuán grande es mi deuda para con él, afirma en su prólogo), un libro que publicó en 2004 la editorial Paidós, en una edición hoy prácticamente inencontrable. 

Hay, en su biografía, algunos elementos significativos que se reflejarán en su obra, además del obsesivo celo por su intimidad y el amor por el jazz, ya mencionados. Como, por ejemplo, una infancia en cierto modo difícil, con un padre defensor del fascismo, un ambiente familiar alejado de la felicidad, una educación casera hasta los ocho años, una tartamudez y una voz estridente que lo marcaron en la posterior incorporación a la escuela, la construcción juvenil de un “personaje”, vistiendo de manera pintoresca, con pajarita y chalecos llamativos, su, pese a ello, apocamiento y timidez, sus inicios como escritor. Su pasión por la lectura, sus innumerables relaciones amorosas y sexuales, adúlteras y por tanto furtivas en bastantes ocasiones, su recalcitrante soltería (me he quedado soltero por opción y no he deseado otra cosa, pero desde luego mucha gente se casa y también se separa, por lo tanto supongo que soy un marginal en el sentido en que usted lo dice. Me angustia de vez en cuando, claro, pero sería largo explicar por qué. Samuel Butler decía que la vida termina arruinándote de una u otra manera, como confesaba en una entrevista para The Paris Review en 1963) y su rechazo de la paternidad, su conservadurismo político -ferviente admirador de Margaret Thatcher-, la controvertida recepción crítica de su obra -no así el reconocimiento popular, sobresaliente desde muy pronto-, su notoria asociabilidad (ha rechazado casi todas las invitaciones a participar como jurado, recitar, escribir reseñas, dar clases, pontificar o ser entrevistado, escribió en su momento The Times Literary Supplement ), condición que él mismo rechazaba (Comparado con otras personas que conozco, soy una persona extremadamente sociable), son circunstancias que contribuyen a completar su retrato y que, igualmente, trascienden su biografía para reflejarse en sus libros, sobre todo en sus poemas. 

Jill, que ya había visto la luz en España, por primera vez, en 2007, parte, en su ambientación, de un episodio cuyo carácter autobiográfico resalta el propio Larkin en su prólogo a la edición norteamericana de la novela, de 1963, que Impedimenta incorpora al volumen español. En ese significativo texto preliminar el autor recrea los años de formación en Oxford (un ámbito que constituye el núcleo central de Jill), evoca su amistad con Kingsley Amis (hoy más conocido como padre del escritor Martin Amis que por su propia trayectoria literaria) y da cuenta de su entonces ya notable interés por la música de jazz. Además, informa al lector de algunos aspectos “accesorios” (o no tanto) de su obra: que empezó a escribirla cuando sólo contaba veintiún años; que tardó un año en terminarla; que en el momento de su publicación apenas obtuvo repercusión pública; que “el meollo” de su libro no reside en absoluto en mostrar a un “héroe de la clase obrera”, como algunos críticos resaltaron; y que, por último, dadas las limitaciones, a su juicio, de su texto se ve obligado a solicitar de su audiencia la indulgencia que tradicionalmente se concede a las obras juveniles

La novela se desarrolla en la universidad de Oxford a lo largo de un trimestre académico durante el otoño de 1940, con los efectos de la Segunda Guerra mundial haciéndose notar en Inglaterra, tanto por la “desaparición” de los hombres maduros entre el profesorado y la inminente amenaza de movilización de los estudiantes más jóvenes, como por la muy ostensible realidad de los bombardeos alemanes sobre territorio británico. A las aulas oxonienses llega el estudiante John Kemp, de sólo dieciocho años, para estudiar Literatura inglesa, procedente de un pequeño pueblo, Huddlesford. John, que pese a su modesta extracción social -hijo de un policía retirado que complementa su pensión haciendo trabajos de carpintería- ha logrado acceder a la prestigiosa universidad gracias al esfuerzo de un profesor, el señor Crouch, que lo promovió para una beca, es un chico estudioso, aunque anodino, muy tímido, acomplejado, sumiso, sin experiencia vital alguna más allá de las limitadas vivencias de su cotidianidad familiar y escolar en su pueblo. El natural desconcierto y la aflicción que le provoca el cambio de escenario y el acceso a una nueva existencia alejado de su reducido pero confortable hábitat natural, se ven incrementados cuando, recién llegado, comprueba que deberá compartir su alojamiento universitario, una amplia habitación en un college, con un elitista, despreciativo, tiránico, despótico y egoísta muchacho, Christopher Warner, un arrogante espécimen de una clase social mucho más elevada que la suya, un vacuo personaje que convertirá su forzada convivencia en un sufrimiento insoportable. La confusión y la inseguridad, la ofuscación y la ansiedad, también el miedo, que le provocan el desprecio y las humillaciones constantes (Imagínate lo débil que tiene que ser, el pobre gusano) de su compañero de habitación y su caterva de amigotes vagos y pendencieros, clasistas y crueles, lo llevan, timorato y servil, a querer ganarse el reconocimiento de sus insensibles y mezquinos hostigadores. Para ello, para poder sentirse integrado entre la hostil cuadrilla, John se inventa, casi por azar, inopinadamente, a una amiga inexistente, Jill, en un intento, a la postre vano, de realzar la insulsa grisura de sus insustanciales días. John imaginará la vida de Jill, le escribirá cartas -que dejará en la habitación, “olvidadas”, para que Cristopher las lea-, redactará sus diarios, hasta esbozará una novela sobre Jill, en una construcción en la que proyecta sus ilusiones y fantasías y que revela, a la vez, sus limitaciones, sus sufrimientos, sus tristes carencias, su insoportable soledad. Esa creación, obsesiva en tanto “levantada” en un universo ficticio, tomará cuerpo, también de un modo azaroso, cuando, apenas entrevista fugazmente en una calle, vislumbra a una chica que “es” Jill, o al menos es idéntica a la muchacha que él ha “inventado”. La novela, que en su primera parte se ha centrado en reflejar la inhóspita experiencia del muchacho en sus primeros días universitarios, toma a partir de aquí otros derroteros y, sin abandonar el relato de la intensa peripecia vital del joven, su tortuoso paso de una adolescencia tardía a una incompleta y desasosegante madurez, se aventura en otros “hilos” aún más sustanciosos: la profunda vulnerabilidad del ser humano; la búsqueda de seguridad, la necesidad de aceptación y el deseo de pertenencia; la pérdida de la inocencia; la inevitable -y amarga- convivencia con la decepción y el fracaso, con la irrelevancia y la infelicidad; la siempre difícil construcción de la propia identidad, ardua tarea que conlleva la elaboración de una imagen de nosotros mismos -la creación, en consecuencia, de un personaje social- para poder ser reconocidos, validados por el grupo, por el ambiente social; el fingimiento, pues, en que se basa toda vida, y su corolario natural, la mentira y, por extensión, la importancia de la ficción, de la invención, de los sueños, de las quimeras, el inmenso poder de la literatura para escapar de la aburrida y tediosa y sufriente realidad (un lugar más acogedor e íntimo a donde ir

Y todo ello con un tono melancólico, pesimista, desesperanzado, que envuelve no sólo la caracterización de la personalidad y el estado de ánimo del apesadumbrado protagonista, sino también la descripción del entorno que, desde lo particular y concreto a lo más general, se revela triste, sin expectativas, amargo y desolador: la insulsa vida académica; la mediocridad de clases, estudiantes y profesores; la grisura de la ciudad; las nubes opacas, la lluvia frecuente, el frío; la incertidumbre, el tedio, el hastío, la falta de esperanza que la guerra y las consiguientes amenazas de movilización de los jóvenes, la cotidiana presencia de los ataques aéreos del Ejército alemán y la presentida inminencia de una derrota bélica, imponen a la sociedad británica. Larkin había nacido en Coventry, escenario de uno de los episodios más dramáticos vividos en Inglaterra en la Segunda Guerra mundial, un terrible bombardeo -en el que la ciudad recibió 325 toneladas de explosivos y 25.000 bombas incendiarias- que la destruyó casi en su totalidad; en una muestra más del evidente paralelismo entre la experiencia del personaje y la realidad biográfica de su creador. 

El desaliento, los deseos insatisfechos, el desengaño y la desilusión, el dolor que acometen a John, los siente el lector merced al talento de Larkin, que nos hace vivir su, por momentos, angustiosa soledad, su humillación, su frustración, su sufrimiento. Se suceden los sentimientos de amargura y desamparo: Una desalentadora melancolía crecía en su interior, una gran soledad; y también: Por el momento estaba destrozado, hecho pedazos, y cada pedazo era una emoción: vergüenza, autodesprecio, rabia… No había controlado la situación lo suficiente para adoptar una actitud ante ella. Solo sabía que su sensibilidad estaba escaldada, como si hubiese pasado demasiado cerca de un horno con la puerta abierta; e igualmente: La soledad volvía impotente cualquier otra emoción. Posiblemente no había nadie más capaz de experimentar los sentimientos que lo embargaban; y aún: Toda su vida había sospechado que la gente le era hostil y quería hacerle daño; ahora sabía que no se había equivocado y veía materializarse los peores temores de su infancia; y por fin: Al volver a la sala se sintió vacío por la pena, como si tuviese dentro un gran pozo de soledad que nunca podría llenarse. Una a una se apagaron las luces y regresó la oscuridad aprisionadora

En un par de frases, y con una sola imagen, poderosa, el autor nos transmite la desoladora tristeza del muchacho: Los relojes de la ciudad dieron las cuatro; llevaba veinte minutos caminando, comenzaba a caer la tarde y la lluvia seguía barriendo las calles. Tenía el pelo empapado y notaba que una vez más le había entrado agua en el zapato. Aflicción, melancolía, soledad. 

Y frente a todo ello, ya se ha dicho, la creación, la literatura. John inventa a Jill y, desde ese momento, todo parecía haber cambiado, como si por azar hubiese pronunciado una fórmula mágica y el mundo se estuviese transformando ante sus ojos. La Jill imaginada “salva”, en cierto modo, al chico: Pensó en Jill, como haría en adelante (aunque todavía no lo sabía) cada vez que algo lo emocionara levemente. Imaginó que era ella quien tocaba el piano y que vivían los dos en una casa grande con jardines. Caía la tarde y él estaba fuera; el césped estaba cubierto de sombras y el sol tan bajo que sus rayos solo se reflejaban en las ventanas de la buhardilla. Los colores de las flores y las hamacas de rayas que habían quedado en el jardín se difuminaban. Junto al invernadero había una pila de macetas rojas desconchadas. El sonido del piano llegaba desde una gran sala de la planta baja que tenía las ventanas abiertas, y él echó a andar hacia ellas sintiendo que el aire era palpable, como si caminase por el lecho de un mar transparente. Veía a Jill sentada al piano, vestida de blanco. Tenía la cabeza un poco inclinada para leer la partitura y sus hombros se movían mientras tocaba. Llevaba el pelo rubio recogido con una cinta; sus brazos, todo su cuerpo, eran tan delgados que se adivinaban los huesos. 
Durante un rato se conformaría con mirar y escuchar, pero después ella correría las cortinas y él entraría en la casa

El “hallazgo” de Jill -Jill era una alucinación- cambia el foco de sus preocupaciones vitales; su mirada, su sentir, se desplazan, huyen del sufrimiento presente y “real” y se confortan con la existencia recién “descubierta”: De repente era ella la que tenía importancia, era ella la interesante, era sobre ella que John deseaba escribir. Comparada con la vida de Jill, la suya parecía gris y aburrida

Pero nuestras fantasías no son inocuas, para ser eficaces necesitan suspender el juicio de verosimilitud, obliterar el espíritu crítico, anular el principio de realidad. John se dará cuenta de que su criatura no es más que su propia representación estilizada, sublimada, descubrirá la enorme diferencia que había entre su imaginación y lo que en realidad ocurría. La “materialización” de su criatura en una muchacha a la que acabará tratando pone de manifiesto su profunda impotencia. Un viaje fugaz al hogar familiar reducido a escombros en la ciudad bombardeada cerrará simbólicamente esa etapa adolescente (El mundo de la adolescencia habían quedado atrás) y lo sumirá de lleno, el pasado dejado atrás, en la dura lucha por encontrar su lugar en el mundo. Tienes la oportunidad de empezar de nuevo; lo pretérito ya no te gobierna. Y era también como si le dijeran: mira lo poco que importa todo. Solo tenemos la vida, que nos impulsa a seguir adelante, y mira con qué facilidad puede hacerse añicos. Mira cuán tremendamente pequeña es la vida. La vida, un infructuoso intento de encender una vela contra el viento

Luis M. Alonso, cierra su reseña de Jill en La Nueva España mencionando a Thomas Hardy -cuya obra poética fue una clara inspiración para Larkin- e identificando en la novela algunos de los rasgos más reveladores de la poesía de nuestro invitado de esta tarde: Parece como si las palabras o las ventanas suscitaran en él esa nostalgia asociada a Thomas Hardy con las mujeres jóvenes, el dolor y las desilusiones que les aguardan, algo que seguramente se alojaba con fuerza en su subconsciente: el desvanecimiento al final de poema, el sentimiento de vacío, la irrealidad del placer, el anhelo por el infinito y las ausencias, o el recuerdo de la belleza del lugar donde ya no estás. Todo, en cierto modo, se prefigura en esta novela de amistad y pérdida de juventud

Esta muy perspicaz apreciación me permite enlazar con mi segunda recomendación de esta tarde, la Poesía reunida que, como ya he comentado, presentó en nuestro país la editorial Lumen en una estupenda edición de 2014. Los poemas del británico ya eran bien conocidos en España desde hace décadas. Sus principales poemarios se publicaron entre nosotros en 1990, Ventanas altas; 1991, Un engaño menor; 1995, Poemas sueltos; 2003, El barco del norte; y 2007, Las bodas de Pentecostés. Y hace apenas cinco años la editorial Cátedra dio a la luz una controvertida Antología poética, a cargo también de Damián Alou, que incorpora un amplio estudio preliminar de lectura iluminadora, por lo que también os sugiero su consulta, altamente ilustrativa. El volumen que ahora os presento recoge tres libros prácticamente completos, Engaños, Las bodas de Pentecostés y Ventanas altas, junto con otros seis poemas “autónomos”, no pertenecientes a libro alguno, así como una serie de notas explicativas, indispensables, en algunos casos, para la mejor comprensión de los textos. 

Larkin es un poeta de la modestia, de esos grises que constituyen la tonalidad esencial de nuestras vidas, como señala Alou en su indispensable introducción para Cátedra -un completo ensayo sobre el poeta- que, junto a los aspectos menos técnicos de la tesis de 2007 del propio prologuista, El concepto de marcador estructural: su aplicación en el discurso poético de Philip Larkin, que he podido consultar someramente, en sus aspectos más accesibles para un profano, constituyen las fuentes de las que he extraído la mayor parte de estas notas con las que os presento la obra poética del británico. Frente a la tendencia dominante en la poesía de la época, que representa, sobre todo, T. S. Elliot, intelectual, trascendente, erudita, retórica, abrumadora, culta, encorsetada y plagada de referencias y vínculos intertextuales, pretenciosa y arrogante, que se aleja con una mirada displicente de la prosaica realidad, las creaciones de Larkin son todo lo contrario: Mis poemas se explican tan bien solos que cualquier comentario sería superfluo. Todos derivan de cosas que he visto, pensado o hecho, y dudo que entre sus temas haya nada extraordinario. Él mismo, hablando de su admirado Thomas Hardy (ya presente en nuestro espacio en su vertiente novelística, con mi reseña de hace años centrada en Lejos del mundanal ruido, Tess de los d'Urberville y Jude el oscuro), recoge lo que quizá sea la definición más exacta de su propia poesía: No es un escritor trascendente, no es un Yeats, no es un Eliot; sus temas son los hombres, las vidas de los hombres, el tiempo y el paso del tiempo, el amor y el apagarse del amor. Y añade Alou: Se acabaron los poemas que precisaban glosas, interpretaciones, notas al pie y erudiciones varias. Larkin no disfraza nada, pues lo que a él le interesa es la verdad, por cruda que sea: en la fotografía que nos propone de la vida no hay retoques ni embellecimientos: es de ese realista blanco y negro donde caben todos los tonos del gris

No cabe en este espacio un comentario detallado sobre el universo poético de Larkin, ni yo estoy en condiciones de ofrecerlo más allá del sugestivo análisis de Damián Alou, a cuya lectura os remito, así como a los ya mencionados programas de Buscando leones en las nubes, en donde podréis conocer la voz del poeta a través de mi siempre deficiente locución. Resalto ahora, tan sólo, algunas de las notas dominantes en sus versos, lo suficientemente atractivas, pienso, como para despertar el interés por su lectura: la reivindicación de la cotidianidad; la búsqueda de la verdad y la belleza; el engaño o, más exactamente, el autoengaño, que impide que nos veamos tal y como somos; la precisión en el detalle y su utilización como “trampolín” para una reflexión más general, más trascendente, sobre la vida; el humor y la acidez; el recurso al tópico, al cliché, a la frase hecha, que a veces lo lleva, incluso, a incurrir en palabrotas o locuciones más o menos soeces; la cercanía y la compasión; la oralidad y la identificación con el lector; el anclaje en la propia experiencia; el realismo y, en consecuencia, el valor, casi documental, de sus versos como reflejo de la Inglaterra de su época, en un escritor muy apegado a su tierra; la condición narrativa de gran parte de sus poemas; la presencia del amor, junto al escepticismo ante la decepción y la amargura que conlleva; la preocupación por la vejez, el deterioro, el paso del tiempo y la muerte; la “exigencia técnica” (siempre mantuvo su prevención frente a la poesía que puede entenderse a la primera: ritmos fáciles, emociones fáciles, una sintaxis fácil) y, consiguientemente, la extraordinaria importancia dada a la estructura del poema, a la métrica y la rima, con las dificultades que ello implica de cara a la labor del traductor; el aspecto teatral de su poesía, en la que encontramos la tragedia, la farsa, el histrionismo, la autocompasión, la sátira y un teatro casi-verité, de nuevo en expresión de Alou. 

Un prologuista, excelente lector y profundo analista, que organiza en diez grandes ejes su recorrido temático por la poesía de Larkin (y de nuevo estoy refiriéndome al estudio que abre la edición de Cátedra de 2016, aunque muchas de sus ideas permean también el prólogo de la publicación de Lumen): Poética, La creación del personaje poético, Epifanías, El viaje, Sabiduría popular, Retratos, Amor y sexo, La soledad, La vejez y la muerte, Una rebeldía y su retracción y Vida animal. Sobre cada uno de esos temas se presentan los elementos más relevantes, ilustrados con versos de sus poemas, que se desmenuzan de manera minuciosa mostrando al lector sus entresijos, sus recursos técnicos, sus opciones estilísticas, sus claves ocultas o, al menos, desapercibidas para un lector no tan experto como el propio Alou. Así, por ejemplo, en el primero de los capítulos, la aparición de unos “hierbajos” (los hierbajos no deberían crecer) en su poema “Modestias”, representa algo hosco, vulgar e inútil que, sin embargo, es capaz de dar alguna flor, o sea un atisbo de belleza. En el segundo, La creación del personaje poético, se rastrean las muchas muestras autobiográficas de su obra. A continuación, Epifanías, pone de manifiesto otro de los rasgos distintivos de la obra de Larkin, la detención del tiempo en un momento iluminador, en una instantánea que, aparte de su poder visual, se llena de significado gracias a esa mezcla de inteligencia y sensibilidad que aporta el poeta. El viaje indaga en las composiciones en las que los lugares, los desplazamientos, el trayecto, geográfico o emocional, constituyen la esencia del poema. El apartado Sabiduría popular se detiene en esa nota ya comentada del escritor, su huida de la ampulosidad, del fárrago: la poesía de Larkin nunca propone verdades abstrusas, retorcidas reflexiones filosóficas ni pretende poner a prueba nuestra inteligencia con acertijos mentales, antes al contrario, resulta accesible, sencilla, cercana al sentido común, aunque con algún elemento que obliga a la reflexión, al descubrimiento del sentido oculto. Otra pauta de su producción es la presencia de Retratos, poemas en los que se muestra una vida entera o un momento significativo de ella, la de algunas mujeres, la de su madre, la suya propia. El siguiente capítulo explora dos de los temas que caracterizan de un modo más representativo su poesía, el amor, con frecuencia visto -Larkin es un misógino- desde la perspectiva de la desilusión, el dolor y el engaño, y el sexo, presente en ávidos encuentros venéreos, prostitutas, esperanzadas fantasías y deseos eróticos y desoladoras constataciones de la pobreza de la propia vida sexual, el egoísmo del celoso, la tristeza de la masturbación. La soledad, la vejez y la muerte son los otros tres grandes temas de su obra: una soledad que se asocia a la escritura y que se reivindica, quizá como forzosa imposición de su penuria sexual; una vejez que se presenta siempre lúcidamente vinculada a las humillaciones que impone la ancianidad, la envidia de la juventud, el horror ante los estragos de la senilidad; una muerte, por fin, culminación de la decadencia y que se contempla con la compasiva precisión con que se observan las cosas sin esperanza. La rebeldía ante la generalizada sumisión ante el trabajo, ante la resignada acomodación las sevicias que impone de la jornada laboral, ante la vida ordenada, segura, sin aventuras, comparece en poemas en el que los “sapos” operan como metáfora de ese sometimiento y aceptación de una existencia catatónica. Por último, en Vida animal se examinan los siete poemas en los que el mundo animal se expone como un microcosmos de la vida humana, con la presencia del ganado, los corderos, los caballos, las palomas, los tejones… 

En fin, como puede deducirse, son muchos los motivos para acercarse a las novelas y la obra poética de Philip Larkin. Os invito, una vez más, a acercaros a los programas que en Buscando leones en las nubes estoy dedicando en el mes de octubre a sus principales poemas que aparecen, como parece obvio, acompañados de algunos de los temas de jazz que en las reseñas musicales del británico se mostraban como sus favoritos. 

De entre todos ellos he escogido ahora para cerrar el espacio de esta tarde Embraceable you, en la interpretación de Pee Wee Russell, uno de los músicos favoritos de Larkin y su amigo Amis (comprábamos cuantos discos pudiéramos encontrar en los que tocara él), después de un fragmento de Jill que refleja el impacto que la “aparición” de la muchacha tiene en la vida del protagonista. 


A la mañana siguiente no se despertó desesperado sino feliz, con el ánimo cambiado como a veces cambia el viento de dirección. Estaba amaneciendo cuando cogió la toalla para ir a ducharse; todavía brillaban algunas estrellas entre las torres. El humo de los fuegos recién encendidos salía de las chimeneas y enseguida se desvanecía. Un viento tibio soplaba con fuerza bajo el cielo encapotado. Una hora más tarde comenzaría otra mañana aburrida. Sin embargo, John no veía las cosas así; la media luz, la sensación de ver el nacimiento de un día nuevo desde la proa de un barco, todo parecía prometer la inminencia de algo nuevo. ¿Y cuál sino Jill podía ser la novedad? La hierba verde y húmeda del patio, el sosiego de los claustros, las ramas goteantes de los árboles parecían agentes de una fuerza enorme que estaba de su lado. Tenía la certeza de que triunfaría. Al salir sonrojado de la ducha supo que, si alguna vez volvían a encontrarse, algo tan fuerte como el viento disiparía toda la desconfianza, todas las frustraciones que él había sufrido. No entendía cómo había podido haber dudado de ello. Solo hacía falta que se encontrasen.
  
Videoconferencia
Philip Larkin. Jill

miércoles, 5 de octubre de 2022

NURIA BARRIOS. LA IMPOSTORA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos, un miércoles más, a Todos los libros un libro. Esta tarde, aprovechamos una efeméride no especialmente llamativa ni difundida que se produjo hace unos días, para acomodar nuestra propuesta de lectura al acontecimiento que la tuvo como objeto. El pasado 30 de septiembre se celebró el Día Internacional de la Traducción, una iniciativa, nacida en 2017 bajo los auspicios de la ONU, con la que la Organización mundial rinde homenaje a la labor de los profesionales lingüísticos y al importante papel que desempeñan para acercar a las naciones, facilitar el diálogo, el entendimiento y la cooperación, contribuir al desarrollo y reforzar la paz y la seguridad mundiales.

Como señala el alto organismo en su página dedicada a la jornada, al trasladar de un idioma a otro una obra literaria o científica, incluso de carácter técnico, la traducción profesional —que comprende la traducción propiamente dicha, la interpretación y la terminología— resulta indispensable para preservar la claridad, un entorno positivo y la productividad en el discurso público internacional y en la comunicación interpersonal. Celebrándose el 30 de septiembre la festividad de San Jerónimo, traductor de la Biblia al latín a partir de los manuscritos del Nuevo Testamento y por ello patrón de los traductores, la ONU ha establecido que fuera ése el día dedicado a la traducción. 

Como bien sabéis nuestros seguidores más habituales, en Todos los libros un libro siempre he tenido un especial interés en resaltar la tarea de los traductores y así, en las más de quinientas reseñas superando los setecientos libros presentados en nuestros doce años de emisiones, un gran número de ellos escritos originariamente en otras lenguas distintas a la española, nunca ha faltado la referencia expresa a su traductor, consciente como soy, casi desde el inicio de mi trayectoria como apasionado de los libros, de la importante labor que desempeñan a la hora de acercar una obra literaria al público lector. Cuando me ha parecido oportuno o necesario, además, he incorporado a mis reseñas, con la prudencia asociada a mi falta de conocimiento profundo sobre el asunto, menciones a los problemas, las dificultades, lo defectuoso o lo acertado de las versiones en nuestro idioma propuestas por los profesionales responsables de su traslación. 

Es por ello por lo que hoy me resulta especialmente grato poder ofreceros mis comentarios a un libro muy interesante escrito por una traductora y cuyo planteamiento gira, precisamente, sobre la traducción. Hace ya casi un año, en concreto el 22 de noviembre de 2021, le fue concedido en Málaga, por unanimidad de un jurado formado por Javier Gomá, Estrella de Diego, Espido Freire, Alfredo Taján, Juan Casamayor (editor de Páginas de Espuma) y, en funciones de presidenta, Susana Martín Fernández (Directora del Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga), el XIII Premio Málaga de Ensayo José María González Ruiz a Nuria Barrios por su libro La impostora. Cuaderno de traducción de una escritora. Escritora, doctora en Filosofía, con varias novelas, libros de relatos y poemarios en su haber, profesora en el máster de Escritura Creativa de la universidad internacional de Valencia, Barrios es también traductora, en particular de dos autores que tienen una significativa presencia en la obra premiada, el novelista irlandés “dual”, John Banville/Benjamin Black, al que ya he recomendado más de una vez en el espacio, y la poeta estadounidense Amanda Gorman, de la que también hablé aquí hace un par de años en relación con su lectura de un poema, "The Hill We Climb" (La colina que ascendemos), en la toma de posesión de Joe Biden. La penúltima obra traducida por Nuria Barrios (la última es, por lo que yo sé, Mi nombre es nosotros, el poemario, publicado en nuestro país hace tres meses, de la propia Amanda Gorman) es Los muertos, el cuento de James Joyce, aparecido en una nueva y exquisita edición, de enero de 2021, en la editorial Navona y al que también hay importantes referencias en el texto que ahora os presento. El relato “joyceano” protagonizó una emisión, en un lejanísimo 24 de junio de 2002, en mi otro programa de Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, en el que os lo ofrecí, entonces en la traducción de Guillermo Cabrera Infante, entre canciones de Van Morrison. A lo largo del presente curso volveré a dedicar una edición al magistral cuento del dublinés, esta vez tomando como referencia la versión de nuestra invitada de esta tarde. 

La impostora es un breve pero muy estimulante (en mi lectura he tomado cientos de notas a partir de las sugerentes ideas esparcidas aquí y allá por su autora) ensayo literario en el que Barrios analiza, con un enfoque y un estilo muy personales, las diversas dimensiones que encierra el complejo acto de traducir, reflexionando sobre ellas, siempre en primera persona, con una voluntad filosófica, con un lenguaje poético repleto de metáforas en la mayor parte de los casos brillantísimas (también, en algunas ocasiones, oscuras o forzadas, al menos para mí) y desde ángulos y planteamientos no consabidos o incluso, a veces, inusitados en torno a un hecho que, de manera imperceptible, impregna nuestras vidas (“accedemos” a gran parte de la realidad a partir de traducciones: las traducciones en España representan en torno a un 21% de la producción editorial, informa la autora; y a ello hay que añadir películas, series, artículos periodísticos, letras de canciones, etc.: Desde que nacemos, nos esforzamos en traducir el mundo exterior, en traducir a los otros, en traducir nuestra relación con el mundo y con los otros, en traducirnos a nosotros mismos). “Breve” porque apenas llega a las ciento cincuenta páginas, descontadas las que incorporan una bibliografía que incluye medio centenar de títulos y las que recogen las notas finales. Y “ensayo literario” porque no hay en Barrios una pretensión de construir un cuerpo de conocimiento sistemático y racional -un tratado- sobre el asunto, sino que estamos, más bien, ante una indagación íntima -sin obviar las repercusiones sociales, culturales y hasta políticas del oficio-, una sucesión de pensamientos, una descripción de percepciones y estados de ánimo, un elenco de intuiciones, un libre fluir de la conciencia reflexiva, un viaje de exploración, un texto de creación literaria, en suma (Este ensayo es una exploración existencial de la lengua, que es nuestra casa. Un andar a tientas. Un viaje de descubrimiento), en torno a la doble experiencia de la traducción y la escritura, a las que el agudo bisturí de la autora disecciona con inteligencia delimitando las fronteras entre ellas e identificando sus sustanciales diferencias. 

El libro parte de la “primera vez”, del debut de Nuria Barrios como traductora, cuando, por bien confesadas razones económicas, aceptó, tras años de resistirse a ello, verter a nuestro idioma una obra literaria, en su caso Venganza, la novela de Benjamin Black, alter ego “noir” del novelista irlandés John Banville. Tras la muerte del habitual traductor de Black para Alfaguara, Miguel Martínez-Lage, la editorial propuso a Barrios hacerse cargo de Venganza, la quinta entrega, tras El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, En busca de April y Muerte en verano, de una serie que Banville ha ido componiendo con el mismo personaje, el doctor Quirke, un anatomopatólogo forense profesionalmente ocupado en la disección de cadáveres, como protagonista central en el Dublín de los años cincuenta del pasado siglo (la serie alcanza ya los ocho títulos, tras Órdenes sagradas, Las sombras de Quirke y Quirke en San Sebastián). A cuento de esta mi recomendación de hoy resulta oportuno recordar que en una de las últimas emisiones del curso 2012-2013 os presenté aquí una reseña sobre el ciclo policiaco del irlandés, permitiéndome -en una muestra más de mi atrevida ignorancia (excúseseme el pleonasmo, sin duda oportuno)- criticar la sustitución editorial de Miguel Martínez-Lage, “dueño” de la “voz” de Benjamin Black en los primeros títulos de su serie, por la de nuestra invitada de hoy, desconociendo que el infausto Martínez-Lage había fallecido. Sin embargo, algunas de las ideas que entonces apuntaba a propósito de la influencia de la “personalidad” del traductor en el resultado final de la obra trasladada pueden ser útiles de cara a presentar ahora el libro de Barrios: 

Puede que resulte un exceso de meticulosidad por mi parte, pero parece obvio -y a estas alturas no debería haber necesidad de justificarlo- que algo (a veces mucho) de la impronta de cada traductor queda en la versión de la obra original que ofrece al público. La “voz” de Benjamin Black que escuchamos en sus libros traducidos es, obviamente, la de su autor, pero también -aunque sólo sea de un modo casi imperceptible- la de sus traductores. Y cuando se trata de una colección de libros que tienen el mismo protagonista, los mismos ambientes, bastantes personajes secundarios en común, parecería obligado que, si desconocidas exigencias editoriales [¡ay, mi ufana y temeraria incompetencia!] obligan a cambiar -en medio de la carrera- de profesional para esa labor, al menos hubiera un mínimo de coordinación entre ellos de modo que se “convinieran” criterios idénticos y opciones léxicas e interpretativas parecidas para resolver problemas y afrontar situaciones similares. Sin embargo, ello no siempre ocurre en este caso. Por ejemplo, el alcohólico Quirke -un rasgo del que os hablaré a continuación, al presentar su poderosa personalidad- se somete, en la tercera novela, a una cura de desintoxicación en la Casa de San Juan de la Cruz, un sombrío establecimiento especializado en tales menesteres, que aparece así citado con frecuencia a lo largo del libro. En la cuarta entrega, la referencia ya es otra pues Nuria Barrios ha decidido -y la alternativa es también legítima- mantener el nombre del centro en su inglés original y presentarlo, por ello, como St. John. Es verdad que el inconveniente es menor, que la memoria del lector logra inferir casi de inmediato que se trata de la misma institución, pero pese a ello la editorial debiera haberlo detectado y evitado. Otro tanto -un pequeño error, significativo pero disculpable- ocurre de nuevo también en Muerte en verano, cuando Quirke y su ayudante Sinclair, que en todo momento se tratan con un distante, muy respetuoso y absolutamente británico “usted”, pasan a un improbable tuteo en un diálogo en la página 42. Igualmente, siempre en la cuarta novela, chirría un poco la expresión “buscarse la vida” puesta en boca de un doctor irlandés de hace sesenta años. En fin, peccata minuta.

Peccata minuta, sí, pero, por detrás de lo anecdótico de los ejemplos seleccionados, aflora el marco general en el que se inscribe la laboriosa tarea del traductor y del que da cuenta Nuria Barrios al comienzo de su ensayo. Y es que, puesta a la labor de traducir a Black, nuestra autora leyó, como no podía ser de otra manera, las anteriores novelas de la serie de las que se había ocupado su predecesor. Además de reparar en el estilo elegante y muy personal de Martínez-Lage, enseguida comprobó, con perplejidad, que su lectura traductora era distinta a la suya. La historia narrada, la trama argumental, los hechos descritos y la sucesión de episodios no variaban, como es natural, pero sí los matices, aunque, afirma, en literatura, los matices tienen una trascendencia enorme. Y añade: cada traducción lleva la impronta de su autor, su manera de entender el oficio; y ello, una “verdad universal” en la profesión, lo puede detectar cualquier lector que tenga mínimamente afinado el “oído” si lee distintas versiones de un mismo texto traducido, como yo apuntaba en mi reseña de hace diez años. Os dejaré una muestra significativa de este fenómeno, en la lectura final de este comentario. 

En este acercamiento a su “debut” traductor, Nuria Barrios constata la primera complicación de las muchas que aflorarán en la recién adquirida “segunda vertiente” de su quehacer profesional. Llevada de la misma inercia a la que todos nos sometemos, casi siempre de modo inconsciente, cuando leemos textos literarios traducidos, y que nos hace admitir, con inocencia, que la voz que se “oye” en dicha lectura, es la que naturalmente brota del autor, acercarse ahora a una obra con “ojos de traductora” le hace comprobar que no existía tal cosa como un texto y su reflejo en un espejo. La obra traducida es “otra”, diferente a la original, aunque, como es obvio, con indudables concomitancias entre ambas. Surge en ella, a partir de esta constatación inicial, la conciencia de la dificultad de la tarea (la traducción me descubrió un mundo de tormentos literarios, escribirá). Víctima de una reacción no sólo intelectual sino física (romperá a llorar ante su marido y su hijo mientras prepara la cena en la cocina de su casa) le acomete la angustia por la proximidad de la entrega y la inesperada complejidad de la tarea, atenazada por el temor a no lograr una buena traducción, torturada por la fiera exigencia flaubertiana de hallar le mot juste, la palabra exacta. Y todo ello acrecentado por la ansiedad que le provoca tener que decidir si debía ser fiel al Black español, que se mantenía en las librerías con éxito, o centrarme exclusivamente en el Black irlandés y aportar mi propia traducción. Este contraste entre la inocencia y la aparente facilidad con la que, hasta entonces, había encarado su trabajo de escritora y la inopinada irrupción de la desazón, el sufrimiento, la angustia que provocaba el enfrentamiento con el texto a traducir, se pone de manifiesto desde el comienzo del libro, en una primera muestra de la larga lista de “dualismos”, de conflictos, de oposiciones, de paradojas que constituyen, a mi juicio, uno de los ejes principales de este sobresaliente La impostora (escribe Nuria Barrios: en este ensayo conviven la incertidumbre y las certezas perecederas): sencillez y dificultad, planificación y desorden, lo conocido frente a lo desconocido, rutina y extrañeza, identidad y despojamiento, alguien y nadie, normal y anormal, seguridad e inseguridad, verdad y máscara, diversidad y homogeneidad, exposición y ocultamiento, domesticidad y extrañamiento, semejanza y diferencia, inmovilidad y viaje, secreto y desvelamiento, certeza e incertidumbre, hogar y cárcel, ambigüedad y rigor, abrazo y contagio, pertenencia y desarraigo, nacionalidad y extranjería, cercanía y alejamiento, integración y exilio, conciencia y olvido, lo visible y lo invisible, oscuridad y luz, fe y extravío, literalidad o literatura, reproducción o interpretación, firmeza y pérdida, fiabilidad y exploración, respeto y creación, prisa y lentitud, actividad y pereza, razón e intuición, vida y muerte, escritora y traductora, en una sucesión de “controversias” muy inspiradoras para el lector, que se ve invitado de continuo a reflexionar sobre las numerosas pistas que va dejando en su texto la autora. 

En definitiva, el análisis de su nueva ocupación lleva a la escritora al cuestionamiento de su propia identidad. Frente a la tranquilidad de la rutina, la repetición de gestos aprendidos, la certeza de un tiempo con su principio y su final, la calma de trabajar sobre una obra que ya está hecha, que conlleva su consabida dedicación a la escritura, surgen ahora el desconcierto, la extrañeza, el desasosiego, las dudas que afloran en la traducción y ponen en tela de juicio la percepción que tiene de sí misma: ¿quién soy yo?, ¿qué soy yo? De modo rotundo y muy esclarecedor nos dice: La escritura siempre me había ayudado a hacer conocido lo desconocido. La traducción hizo desconocido lo conocido. La escritura supone sufrimiento: no alcanzar a contar lo que quiero contar y como lo quiero contar, pero la angustia derivada de la traducción es de otra naturaleza, atenta a la raíz de mi ser, a mi identidad

Y desde ese hecho se abre paso la conciencia de la impostura. Ante los escritores, su apertura al mundo de la traducción la “rebaja” a la condición de “escritora accidental”; para los traductores, siempre será una advenediza. Para unos y para otros soy una impostora, dando cuenta así del sentido último del título de su libro; para añadir: Y es cierto, lo soy, pero no por las razones que ellos piensan, sino por una cuestión ontológica que a todos atañe: ser Nadie es condición imprescindible para ser Alguien. Un cantante que imposta la voz, dice el diccionario de la RAE consultado por la autora, es alguien que hace suya una voz ajena y la utiliza en su plenitud, sin vacilación ni temblor. Y eso hace, precisamente, el traductor, identificar la voz ajena y convertirla en propia, hacer de un texto conocido, familiar, algo que, a la vez, es y no es la misma cosa. Sé bien que soy lo que no soy y que no soy lo que soy. Saberse impostora es asumir como propia la alteridad y convertirla en un ejercicio de hospitalidad. El texto de Black trasladado al español es y no es de Benjamin Black, y la voz que suena en él es y no es de Nuria Barrios. 

En torno a esta idea de partida se desarrollan las reflexiones de la escritora/traductora, que se presentan con el “apoyo” constante de ensayistas, poetas y novelistas, cuyas referencias cruzan el texto: Ósip Mandelshtam, Borís Pasternak, Borges, Octavio Paz, Ortega y Gasset, Simone de Beauvoir, Siri Hustvedt, Franz Kafka, Walter Benjamin, Ursula K. Le Guin, Clara Obligado, Salman Rushdie, Agota Kristof, George Steiner, Milan Kundera, Roberto Calasso, Fray Luis de León, Menchu Gutiérrez, Lydia Davis, Michael Cunningham, Virginia Woolf o Jhumpa Lahiri, entre otros muchos, aparte de las menciones a otros escritores como Sófocles, Camus, Boccaccio, Defoe, Theodor W. Adorno, Friedrich Schelling que afloran de continuo en el libro. 

Agrupadas en decena y media de sugerentes capítulos que abordan, ya se ha dicho, las muy variadas vertientes del ejercicio y el oficio de la traducción, el examen de Nuria Barrios sobre el objeto de su estudio se desenvuelve en torno a ideas como la influencia del trabajo de escritor en el de traductor (¿Quién escribe entonces este ensayo? ¿La escritora o la traductora? ¿Es la escritora quien narra la experiencia de quien renuncia a poseer una voz para así poseer todas? ¿O quien narra es la traductora, amoldándose a la voz de la escritora, como hace camaleónicamente con cada nuevo encargo? Al escribir este ensayo, ¿soy la voz de la traductora o su instrumento?); los sorprendentes vínculos -puestos de manifiesto durante el confinamiento al que abocó la pandemia, época en la que se redactó el libro- entre el desciframiento del código genético del virus, que constituía la principal preocupación de los científicos, y la labor, igualmente compleja, de desentrañar el sentido del texto para hacerlo accesible en otro idioma; el tránsito emocional que supone la traducción (abandonar la máscara habitual y adaptar, y adoptar, el nuevo rostro); el respeto por la obra ajena y, a la vez, la necesidad de la imaginación, de la libertad creativa; la dificultad de trasladar el encanto, la fascinación, la emoción y el eco que encierran las palabras, su musicalidad, su belleza, su sentido originario (¿Cómo se traduce la fascinación? ¿Cómo se expresa lo que no es verbal, la sombra de las palabras, su eco?), y es que traducir no consiste solo en encontrar la palabra justa, sino también el sonido justo, la cadencia adecuada, el ritmo que ayudará a que la frase fluya y las palabras encajen; los retos (el trabajo con el lenguaje, el asombro constante por su extraordinaria plasticidad, aceptar desprenderse de la tiranía de los conceptos, aceptar el sinsentido de las palabras, valorar la conjetura, la posibilidad permanente de poder decir de otro modo, asumir la trampa y la potencialidad de los malentendidos, comprometerse a las correcciones), las amenazas (la de malinterpretar, la de equivocarse), las dudas (sobre las elecciones lingüísticas) que atenazan a quien traduce; la imposibilidad de que los algoritmos que manejan los programas de traducción automática, por desarrollados que sean, lleguen a la “precisión” de la traducción literaria, precisamente porque ésta requiere de imaginación y audacia, no sólo de conocimientos y datos; el exilio al que se somete el traductor, obligado a abandonar la naturalidad y la relación espontánea que mantiene con su idioma materno para adentrarse en un territorio que, alejado de la cotidianidad, exige la distancia, el extrañamiento; entre otros muchos asuntos muy sugestivos. 

Hay, además, una vertiente algo más “tangible” en el libro, no ligada en exclusiva a los problemas técnicos y “ontológicos” de la traducción y más conectada con otras dimensiones políticas, sociales o culturales, más cercana por tanto a lo que puede interesar a un lector común. Quiero resaltar aquí cinco de ellos, los que tienen que ver con el feminismo; con la persecución que sufren los traductores de obras “problemáticas” para el islamismo radical; con las peripecias vividas por algunas traducciones de clásicos, La metamorfosis de Kafka, Los muertos, de Joyce; con las singularidades prácticas del oficio, en particular los honorarios -exiguos- que perciben los traductores; y, por fin, con el actual apogeo de la cultura woke y la exacerbación de la corrección política, puestos de manifiesto de manera paradigmática en el caso de Amanda Gorman. 

El modo en que Nuria Barrios afronta el enfoque feminista con el que quiere ofrecer su obra al lector es la parte más controvertida y, desde mi particular punto de vista, menos convincente del libro. Mientras tecleo estas líneas, afirma transcurridas las cuarenta primera páginas de su ensayo, decido escribir en femenino. Consciente de la cruda desigualdad que aflora en las cifras recogidas por la Asociación Colegial de Escritores y Traductores de España, según las cuales el sesenta y cuatro por ciento de los traductores colegiados son mujeres y el treinta y seis por ciento, hombres. En las aulas universitarias donde se estudia Traducción, el noventa por ciento de los estudiantes son mujeres. Sin embargo, solo trece mujeres han sido galardonadas con el Premio Nacional de Traducción que, desde 1984, otorga el Ministerio de Cultura. Y solo ocho han recibido el Premio Nacional a la Obra de un Traductor desde 1989. Trece de cuarenta y ocho; ocho de treinta y dos, y “arropada” intelectualmente por el ejemplo de Ursula K. Le Guin, Siri Hustvedt y Virginia Woolf, Barrios resuelve en ese momento temprano de su libro, usar el femenino cuando se refiera a lectores y traductores, pues en ambos dominios son las mujeres las que, mayoritariamente, leen y traducen. Lectoras y traductoras, pues, por doquier, en una opción, obviamente respetable, pero que, a mi juicio, se fundamenta en presupuestos de los que sólo puedo discrepar. El genérico masculino difumina a las mujeres hasta eliminarlas del lenguaje, escribe. Y pienso, ¿existe el genérico masculino o, por el contrario, el genérico es genérico, ni masculino ni femenino, por lo tanto; aunque en muchos casos -no en todos- coincida con el masculino? ¿En verdad el genérico elimina a las mujeres del lenguaje? ¿Cuándo escuchamos alusiones a jueces, profesores, psicólogos, informáticos, escritores pensamos sola, exclusiva y automáticamente en hombres? ¿Y si las menciones son a juristas, docentes, psiquiatras, analistas de datos o poetas, no lo hacemos? ¿El fenómeno de “eliminación” y “ocultamiento” sólo ocurre si la palabra que designa la profesión respectiva no termina en “a”? Desde mi particular perspectiva (limitada: no soy filólogo, ni lingüista, ni experto en cuestiones gramaticales) y con todo el respeto, endeble argumentación. Al igual que la que se construye a partir de la reflexión de Siri Hustvedt: El estigma de lo femenino y sus innumerables asociaciones metafóricas afectan a todo el arte, no solo al visual. Pequeño, suave, débil, emocional, sensible, doméstico y pasivo se oponen a las cualidades masculinas grande, duro, fuerte, cerebral, resistente, público y agresivo, de la que discrepo al negar la mayor: ¿de verdad alguien jerarquiza cualidades como las reseñadas y, de hacerlo, considera negativas -o inferiores-, en cualquier caso y sin matices, cualidades como pequeño, suave, débil, emocional, sensible, doméstico y pasivo? Por mucho que mire a mi alrededor -y al margen de casos excepcionales de pseudoneardentales cerriles- no veo por ningún lado un efecto «contaminante» de lo femenino (de nuevo Siri Hustvedt: lo masculino da prestigio, mientras lo femenino contamina; ¿en serio?, ¿en qué ámbitos?). Aunque no descarto, claro está, que mi visión esté obnubilada -cegada- por la secular dictadura heteropratriarcal. 

Sin embargo, y siempre en este “frente” abiertamente feminista del libro, resultan interesantes las reflexiones sobre las traducciones de la Biblia, las sutilezas en torno a las dos traducciones del Génesis en las que Eva habría sido creada, respectivamente, de la costilla o del costado de Adán, versiones distintas de la palabra original, tzela, siendo cada una de ellas el germen de una versión jerarquizada de la humanidad: la mujer que surge de una parte del hombre y, por tanto, subordinada a él, o la que nace a su lado y, en consecuencia, igual a su compañero. La hoy asentada y mayoritaria opción por “costilla” fue una elección política, afirmará contundente Barrios, que fue alentada por la jerarquía religiosa y el poder civil y que ha legitimado una sociedad patriarcal; conclusión que resulta, quizá, demasiado categórica para una mera discrepancia “técnica” en la interpretación de un determinado vocablo en un texto supuestamente sagrado. Es también curiosa la disquisición -siempre a partir del objeto central del libro, la traducción- acerca de si fue manzana o fue higo el fruto de la tentación original. 

En un segundo orden de cosas, y tras traer a colación de nuevo la Biblia, con el mito -obvio dado el asunto tratado- de la torre de Babel (que permite jugosas reflexiones sobre la diversidad de las lenguas, la metafórica condición del traductor como exiliado, desterrado o refugiado, o el cosmopolitismo inherente al oficio de la traducción), Barrios abre un muy sugestivo capítulo -Una taza de té y una calavera, en un rúbrica que recoge, de nuevo, el hilo conductor “dual” que permea el texto entero: Símbolos de la inofensiva imagen doméstica que presenta la traducción y del peligro real que entraña- en el que analiza los riesgos que supone traducir. Y lo hace partiendo de la desgraciada y dolorosa experiencia de la fetua a Salman Rushdie, tras la publicación de sus Versos satánicos (originada por una mala traducción del título de la novela, cuyas singularidades precisa y acota la autora), y, sobre todo, la funesta y fatal de sus traductores, como el catedrático Hitoshi Igarashi, que había vertido la novela al japonés, asesinado; Ettore Capriolo, traductor al italiano, acuchillado; Aziz Nesin, responsable de la adaptación al turco, que sobrevivió a un incendio provocado en el hotel en que se alojaba en el que murieron treinta y siete personas; William Nygaard, editor noruego de la novela, que recibió tres tiros por la espalda; la traductora a dicho idioma, Kari Risvik, objeto de amenazas y obligada a vivir con protección policial. En España, el libro apareció con la traducción de un ficticio J. A. Miranda o, en otras ediciones, de una evanescente Documentación y Traducciones, S. L. En esta larga lista de “víctimas” de las traducciones comparecen también los traductores al servicio de los países internacionales en Afganistán (durante la guerra de Irak, la publicación Armed Forces Journal atribuyó a los intérpretes del ejército diez veces más probabilidades de morir que a las tropas de la coalición internacional desplegada en el país), o “nuestro” Fray Luis de León, que penó casi cinco años en las cárceles del Santo Oficio por traducir por primera vez del hebreo al castellano el Cantar de los Cantares

Todos estos ejemplos sirven a Barrios para profundizar en algunas de las cuestiones que ya había presentado en otras secciones de su libro y que constituyen uno de los núcleos de su reflexión: ¿Cuál es la tarea del traductor: trasladar literalmente un texto, palabra por palabra, o interpretarlo? ¿Es sólo un medio o un creador? ¿Su responsabilidad es literaria o moral? ¿Sus decisiones son estéticas o éticas? A partir de estas controversias, y partiendo del dictum clásico, Traduttore, traditore (traductor, traidor), la ensayista se detiene en el análisis de otras no menos estimulantes: la traducción como un fenómeno a caballo de la literalidad y la literatura, de la reproducción y la interpretación, de la obsesión por la literalidad y la recreación innovadora. Surgen así los ejemplos de Ursula K. Le Guin al traducir el Tao Te Ching, de Lao-Tse, con rigor imaginativo; de Vladimir Nabokov al traducir al inglés, palabra por palabra, Eugene Oneguin, la novela en verso de Aleksandr Pushkin, en una edición que requirió cuatro volúmenes, uno con el texto de la traducción, dos dedicados a las notas del traductor y el último, con el original en facsímil del cirílico; las cuatro distintas versiones españolas de Los muertos, de James Joyce, debidas a Guillermo Cabrera Infante, María Isabel Butler de Foley, Eduardo Chamorro y la propia Barrios (en el libro se incluyen, a modo de muestra paradigmática de las dificultades de la traducción, las cuatro distintas interpretaciones de un mismo fragmento, que os dejo al término de esta reseña); la rara peripecia editorial del título de La metamorfosis, de Kafka, que hace unos años os presenté aquí al hablaros de una edición del libro en la editorial Galaxia Gutemberg, en la que aparece bajo la rúbrica de La transformación; la curiosa anécdota protagonizada por la autora y su hijo, a propósito de las distintas ediciones de La llamada de lo salvaje, de Jack London, exigida como lectura obligatoria en el colegio del pequeño, con la divergencia entre el texto escolar y el que Barrios tenía en su casa, La llamada de la selva (Cuando abrí la primera página y la comparé con la de mi ejemplar se me vino el mundo encima. No coincidían las frases. Hasta la extensión de los párrafos era distinta: en mi edición eran párrafos largos, apenas había puntos y aparte; en la nueva eran párrafos breves y ágiles. La respiración del texto había cambiado. Era una nueva traducción. Era otra novela); las críticas a Deborah Smith traductora de La vegetariana, de la coreana Han Kang (presentada también aquí hace unos años); los muy llamativos casos del hombre que tradujo un libro de Milan Kundera sin saber una palabra de checo o el del erudito chino de principios del siglo XX, Lin Shu, que tradujo al chino, con gran éxito, los clásicos de la novela europea: La dama de las camelias, de Alejandro Dumas; Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; David Copperfield, de Charles Dickens; Cartas persas, de Montesquieu o el Quijote, sin saber ni francés ni inglés ni, por supuesto, español (traducía de oído a partir de las versiones de las obras que le contaban sus amigos). Hay, a este respecto, un interesante excurso sobre “lo que se pierde sin remedio en las traducciones”, con el término acuñado para designarlo, Lost in translation. Para situar las sugestivas ideas de Nuria Barrios sobre el asunto basta un ejemplo: En hebreo, la palabra Adam (hombre) evoca la tierra (adamá) y la sangre (dam), porque de arcilla y sangre fue hecho el primer hombre. En nuestra traducción al español, Adán, nada queda de la historia de su creación, perdido el eco del alfarero originario

Otra vertiente de interés en el libro es la que tiene que ver con la descripción de la experiencia cotidiana de la traducción considera como un oficio. Desde este punto de vista, Nuria Barrios, tras señalar las muchas diferencias entre el lector convencional, que lee por placer, pendiente sobre todo del impacto que genera el texto: el desasosiego, la inquietud, la ternura, la excitación, la tristeza, el asombro, el rechazo, y quien lee para traducir, pendiente exclusivamente del texto, se detiene brevemente en alguna cuestión más “prosaica” y sin embargo sustancial, como es la de los honorarios, el pago a los traductores por sus servicios profesionales. La reflexión central de esta sección de La impostora gira sobre el hecho de que la forma convencional de retribuir al traductor es el pago por palabra, contando el número final de caracteres del texto. Esa circunstancia, considera “normal” en el sector, revela su absurdo bajo el lúcido examen de la autora. Habida cuenta de que, como se ha visto, lo que la traducción hace es dar cuenta de lo que no existe, de lo intangible, de lo innombrado, del espíritu, del alma, del corazón palpitante de un texto, y ello se lleva a cabo, en la mayoría de los casos, alejándose de su literalidad y abriéndose a la evocación y la sugerencia, la pregunta escéptica surge de inmediato: ¿Cómo se paga la sugerencia? ¿Cuánto mide? ¿Cuánto pesa? En afortunada comparación Barrios señala que si una obra arquitectónica es más que la suma de ladrillos, un cuadro más que los tubos de pintura o los pinceles que el autor utilizó, una composición musical más que el pentagrama y las notas, sin embargo, a la hora de pagar una traducción, lo obvio son los ladrillos, los tubos de pintura, los pinceles, el disolvente, el yeso, las corcheas. Leemos, así, que un agricultor de l’Horta, en Valencia -ése es el ejemplo que aparece en el libro, a partir de un reportaje radiofónico- cobra 0’07 euros por cada cebolla, exactamente la tarifa que se paga por palabra en muchas traducciones. La palabra «cultura» viene de «cultivo». Traductoras y agricultores, cultivadores ambos, sufrimos el mismo abuso, concluye, lógica, la ensayista que, a continuación, ofrece un alegato -cargado de razones- para reivindicar una mejor consideración del traductor por parte de las editoriales, en el pago (quien paga como un contable renuncia a exigir una buena traducción), en la preocupación y el cuidado por propiciar las mejores condiciones para una buena traducción (las prisas editoriales fuerzan a los traductores a no ser meticulosos si quieren vivir de su oficio) y, no menos importante, en el respeto y la consideración debida a los traductores en tanto, en cierta medida, “co-creadores” de la obra. Se suma así Nuria Barrios a la iniciativa, subrayada en el libro, de la escritora y traductora literaria Jennifer Croft, ganadora del Booker Prize International por la traducción de Los errantes, de Olga Tokarczuk, que desde hace unos años se niega a traducir libros si no aparece su nombre en la portada, en una propuesta que acabó por convertirse en un movimiento de repercusión mundial, Traductores en la portada, al que se han sumado muchos otros profesionales: A partir de ahora, exigiremos en los contratos y en la publicidad que los editores se comprometan a que el nombre del traductor aparezca en la portada

Con esta reseña crecida ya desmesuradamente, y fuera de cualquier límite de espacio y tiempo admisible para este formato, paso a comentaros la última gran cuestión de interés del libro, que sólo puedo esbozar pese a que sus ramificaciones son muchas, muy polémicas y, en consecuencia, dignas de un análisis más detallado. Se trata de lo que podríamos denominar “el caso Amanda Gorman”. En síntesis forzosamente apresurada: Amanda Gorman es la joven -veinticuatro años- poeta americana, de raza negra, que en la ceremonia de investidura de Joe Biden saltó a las primeras planas de todos los medios del mundo por su lectura de su poema The Hill We Climb (La colina que ascendemos). El impacto de la aparición de la muchacha, elegantemente vestida con un llamativo abrigo amarillo de Prada, recitando con entusiasmo y seguridad sus combativos versos provocó que editoriales de todo el mundo se aprestaran a publicar el texto y en apenas dos meses se habían firmado ya las traducciones a diecisiete lenguas distintas. Nuria Barrios fue la elegida para la versión española. La traductora contratada para verter al neerlandés el poema de Gorman, Marieke Lucas Rijneveld, ganadora también del Premio Booker Internacional, se vio obligada a renunciar, a pesar de haber sido la elegida por la propia autora, a causa de la furibunda reacción desatada en las redes sociales tras un artículo escrito por Janice Deul, una periodista y activista holandesa, también de raza negra, en el diario Volkskrant. Deul impugnaba la elección de una traductora que no era, como Amanda Gorman, una artista de spoken word, joven y orgullosamente negra. La polémica consiguiente, en la que en su momento intervino Nuria Barrios con un interesante artículo en El País, es recreada ahora en La impostora, y, como es obvio, con idénticos argumentos a los entonces esgrimidos en su colaboración periodística: críticas a la política identitaria, a la práctica censora fundada en unos esquemas ideológicos, lo que ha dado en llamarse la “cultura woke”, según los cuales, en este caso -y por desgracia en tantos otros, que proliferan por doquier-, lo que importa no es la calidad de la traducción sino la identidad de la traductora que, en una derivación delirante, “debía” ser mujer, joven, negra, practicante de las performances de la palabra hablada, y claro, perfecta dominadora del inglés y el holandés. Como apunta Barrios con ironía, no se sabe si en el elenco de “exigencias” debía de figurar también el abrigo amarillo. La voz de quien traduce abraza todas las voces, concluye la autora, cerrando convincentemente, a mi juicio, el estéril debate, en una idea que sirve de síntesis del libro y con la que, ¡por fin!, pongo término a esta reseña: Para poder ser todos, ha de disolverse y renacer. Salir de sí para entrar en otros. Al contrario de otras disciplinas en las cuales el artista busca tener una voz, un sello, ser Alguien, en la traducción la excelencia se basa en la metamorfosis, en la posibilidad de ser cualquiera. Se trata de ser no siendo. O de no ser siendo. El símbolo de quienes traducen es el camaleón

En fin, os dejo con el ya mencionado pasaje de La impostora en la que su autora transcribe las cuatro versiones distintas del primer párrafo de Los muertos presentes en las cuatro ediciones españolas del libro. Como acompañamiento musical a mi comentario y tirando del hilo de la expresión comentada, Lost in translation, os ofrezco uno de los temas, Alone in Tokyo, del grupo francés de música electrónica Air, extraído de la banda sonora de la película del mismo título, dirigida por Sofia Coppola. 


«Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía acabado de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejumbrosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién acababa de entrar» Guillermo Cabrera Infante, 1972. 

«Lily, la hija de la guardesa, tenía los pies literalmente hechos polvo. Apenas había conducido a un caballero a la pequeña despensa junto a la cocina en el primer piso, cuando ya sonaba de nuevo la vieja campana de la puerta y tenía que atravesar corriendo el desnudo vestíbulo para dar paso a otro invitado. Menos mal que no era cosa suya atender también a las damas. Pensando en eso, la señorita Kate y la señorita Julia habían convertido el cuarto de baño de arriba en un vestidor de señoras. La señorita Kate y la señorita Julia se encontraban allí, chismorreando y riendo y metiendo bulla, yendo una detrás de la otra a lo alto de la escalera para asomarse sobre la barandilla y llamar a Lily y preguntarle quién acababa de llegar» Eduardo Chamorro, 1993. 

«La pobre Lily, la hija del vigilante, tenía los pies literalmente deshechos. Apenas había hecho pasar a un caballero al cuartito ropero de detrás de la oficina de la planta baja, y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando se volvía a oír el sonido estridente del timbre de la puerta principal y tenía que volver a cruzar corriendo el vestíbulo para abrirle la puerta a otro invitado. Y menos mal que no tenía que ocuparse de las señoras. Porque la señorita Kate y la señorita Julia, pensando en ello, habían convertido el cuarto de baño de arriba en un tocador para las invitadas. Allí estaban las dos, la señorita Kate y la señorita Julia, chismorreando y riendo, atareadas y pisándose los talones la una a la otra para situarse estratégicamente en el descansillo de la escalera, asomarse por encima del pasamanos y preguntarle desde allí a Lily quién acababa de entrar» María Isabel Butler de Foley, 1994. 

«Lily, la hija del portero, corría sin aliento de un lado a otro. Apenas acababa de conducir a un caballero a la pequeña despensa situada detrás del chiscón, en la planta baja, y le había ayudado a quitarse el abrigo, cuando el ruido destemplado de la campana de la puerta principal sonaba otra vez y ella debía atravesar a la carrera el zaguán vacío para abrir a un nuevo invitado. Afortunadamente, no tenía que atender también a las señoras. La señorita Kate y la señorita Julia habían sido previsoras y habían convertido en vestidor el cuarto de baño del primer piso. Allí arriba estaban la señorita Kate y la señorita Julia sin parar quietas, supervisándolo todo, cotilleando y riendo y apresurándose, una detrás de otra, hacia el rellano de la escalera, inclinándose sobre el pasamanos y llamando a Lily para preguntarle quién acababa de llegar» Nuria Barrios, 2021.

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Nuria Barrios. La impostora